Está en la página 1de 3

DOMINGO, 11 DE AGOSTO DE 2013

Qué hacer
Por Alan Pauls

No es difícil imaginar el desconcierto que habrán sufrido los fans norteamericanos al ver Archivo
Bolaño, la muestra que el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona organizó entre mayo y
junio en homenaje a los diez años de la muerte del escritor. Atraídos por el aura dark que lo hizo
célebre en Estados Unidos, se habrán topado con esas salas a media luz, esa sobria colección de
manuscritos mudos, ese silencio de abadía climatizada, y se habrán mirado estupefactos: ¿Qué es
este chiste? ¿Qué tienen que ver estos modales de convento, esta cautela refinada, todo este
derroche de devoción y recogimiento con el rock’n roll, la sordidez, los sopapos de romanticismo
salvaje que nos prometía nuestro escritor heroinómano venido del sur?

Naturalmente, los curadores de la muestra no tenían por qué responder a las expectativas más o
menos descabelladas que despertó en los norteamericanos –los pocos norteamericanos que aún
leen literaturas extranjeras– el abuso de interpretación extraordinario, y extraordinariamente eficaz,
por el que una ficción de verano publicada en el suplemento de libros de un diario español se
convirtió en una confesión de parte, y su autor, escritor consagrado, muy ducho en el manejo de la
primera persona del singular, en un ex adicto rescatado del fango por obra y milagro de la
literatura. “Dejé la heroína en abril, a finales de abril”, decía el 17 de agosto de 2000 el narrador de
“Playa”, el cuento que Bolaño vendió al diario El Mundo para su sección “El peor verano de mi
vida”, “y volví a mi pueblo y empecé con el tratamiento de metadona que me suministraban cada
día en el ambulatorio, y poca cosa más tenía que hacer salvo levantarme cada mañana y ver un
poco la tele”.

Pero la gravedad sacramental de la puesta en escena de la muestra no contradecía sólo ese


entusiasta imaginario yonqui basado en una confusión de yoes sino también el nuestro, el de los
pares latinoamericanos del escritor –más sensibles, en teoría, a la dimensión farsesca de la
primera persona que a sus ínfulas de autenticidad, y más seducidos por su ubicuidad internacional
que por su exotismo–, en el que Bolaño seguía y sigue reinando a la vez como el general y el
soldado raso, el gurú y el groupie cachorro, el ideólogo y el militante modelo de un programa de
bohemia, vitalismo y velocidad que no nos interpelaba tanto desde el Cortázar de Rayuela (al que
la literatura de Bolaño, por otra parte, hizo y hace mucho porque volvamos). También para
nosotros la luz mitigada del lugar era una especie de ultraje conservador; el silencio, una mordaza;
los manuscritos del escritor encerrados en vitrinas, una evidencia de domesticación. Se entraba al
Centro de Cultura Contemporánea como a una iglesia, un museo o una cripta, tres tipos de espacio
altamente sugestivos pero poco afines, por no decir hostiles, a la hiperquinesia ávida que el mito
de Bolaño no deja de irradiar, y cuyo lema rimbaldiano –reliquia del manifiesto infrarrealista–
aparecía escrupulosamente gigantografiado en la pared de la entrada de la muestra: “Déjenlo todo
nuevamente, láncense a los caminos”.

En rigor, aunque incluía iconografía, muchas entrevistas en audio y video y algo de memorabilia
(una selección de libros de la biblioteca del escritor, las máquinas de escribir en las que tipeó
muchos de sus libros y –última, melancólica estación del recorrido– dos pares de lentes cuyo
contorno, pronto, será casi tan isotípico como el de los lentes de Lennon), la muestra parecía en
verdad pensada contra la imagen, como un statement destinado a embestir, o al menos a
asordinar, el síndrome de mitologización hiperpersonalista que afecta a la literatura de Bolaño
desde la muerte del escritor. Las fotos, los documentos de la bohemia en el DF mexicano, los años
locos y pobres de Barcelona, el período Girona, los amigos, el alcohol, los pantalones pata de
elefante, las ciudades, los bares: todo estaba ahí, pero apenas como una concesión, como la
limosna que una cierta toma de partido moral condescendía a ofrecer al vulgo para coronar el
despojamiento espartano como nueva doxa: Bolaño era sus textos (no su imagen, ni su aura, ni su
personalidad, ni lo que los otros dijeron de él, ni lo que sus fans postean en Internet todos los días,
etc.).

De ahí el fetichismo archivista que campeaba en la muestra, tan literal y tan intransigente que no
vacilaba en deportar a Bolaño de su condición de escritor contemporáneo para convertirlo en una
especie de copista pre Gutenberg, un amanuense ensimismado e insomne, poseído por la
compulsión de escribirlo, caligrafiarlo, dibujarlo, diagramarlo todo –historias, personajes,
arquitecturas novelescas– en cuanta superficie de papel se le cruzara en el camino: libretas, blocs,
anotadores, cuadernos escolares o contables, papeles membretados... No había nada que ver en
Archivo Bolaño: todo se daba a leer, aun a riesgo de sucumbir –como en el caso de las lupas que
cada tanto ampliaban una porción de texto– a las trampas del kitsch solemne.

¿Hubiera aprobado Bolaño ese ayuno terapéutico, esa severidad de convento, la decisión de
reducir su mundo, sus irradiaciones imaginarias y resonancias culturales a “lo esencial”, al campo
puro, estricto, de su puño y letra (que, convengamos, es siempre de un esmero tan
demencialmente obsesivo que mete miedo)? Pero ¿a quién puede importarle? No es el Bolaño
“verdadero” el que aparecía en Archivo Bolaño. Es el Bolaño intacto, el Bolaño previsible, el Bolaño
de antes de sucumbir a la fritura de la imagen. Un jansenista de la escritura. Lo que la muestra
parecía sostener es que en el fondo del mito pop, en su corazón último, no hay más que eso:
libretitas pobladas de palabras dibujadas con paciente frenesí, palabras de relojero, palabras de
orfebre. El escritor como procesador de palabras. Si la imagen (porque naturalmente es una
imagen, una entre otras, por más que su veleidad antifrívola pretenda disimularlo) no es totalmente
impertinente es porque articula una respuesta, fóbica y reaccionaria, pero respuesta al fin, a la
tensión entre visibilidad y legibilidad, mito y obra, que cada vez atraviesa más a los escritores en el
mundo contemporáneo, en especial, muy en especial, a las bestias pop como Bolaño, que
producen sentido más allá, de espaldas y hasta contra lo que escribieron, simplemente porque ya
son menos escritores que artefactos culturales. En ese sentido, Archivo Bolaño fue una muestra
síntoma, teatro del malestar que nos infunden los mitos literarios cuando no sabemos qué hacer
con ellos, y dudamos entre perpetuarlos alegremente en su devenir poster (destino fatal del
artefacto cultural) o, como eligió la muestra de Barcelona, llamarlos al orden con un gesto puritano
y recordarles la condición tautológica (un escritor es lo que escribe) de la que nunca deberían
haberse distraído.

https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/subnotas/9048-­‐2020-­‐
2013-­‐08-­‐11.html  

También podría gustarte