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Nace un nuevo estilo: el Barroco

El estilo Barroco, del francés baroque, derivado del portugués barrôco (barrueco: perla irregular) y del español
barrueco, término que por su ambigüedad hacía confundir lo verdadero con lo falso, responde a las manifestaciones
culturales europeas desde finales del siglo XVI, desde la crisis del Manierismo, hasta mediados del siglo XVIII, cuando
se dejarán entrever los inicios del Neoclasicismo (si bien en algunas zonas perduró más tiempo e, incluso, en otras
surgió más tarde), sin mencionar su presencia en el Nuevo Mundo, totalmente característica. El lenguaje del Barroco
propone una lectura nueva de los elementos culturales y artísticos anteriores donde predominan los sentidos. Su
principal objetivo sería el alcance de la obra de arte total, en la que la arquitectura es la disciplina fundamental y a la
que se condicionan el resto de las artes (escultura, pintura, jardinería, artes decorativas, etc.), dentro de un contexto
urbano.

La época barroca se identifica en el ámbito histórico con el Antiguo Régimen, la monarquía absoluta, la Reforma y
Contrarreforma, la revolución científica y el mercantilismo, representando la máxima exaltación del poder político y
religioso de la nueva Europa. Es una sociedad cambiante en la que la cultura representa un momento de esplendor y
de modernidad, destinada a llegar al público, que se convierte en un elemento indispensable para la culminación de
la obra barroca (recuérdense elementos tan interesantes como el teatro, la fiesta o las celebraciones como la
Semana Santa).

Habitualmente se articula el Barroco en dos etapas:

 La primera, es el Barroco pleno o maduro, que abarca hasta 1680 y que coincide con la generación de los
grandes artistas de la época, el llamado Siglo de Oro español.
 La segunda, el Barroco Tardío o Rococó, que llegará hasta 1750 alcanzando su culminación con el Barroco
centroeuropeo que se da Viena o en Praga.

El Barroco es el momento idóneo para que el pintor comience a buscar una libertad social que lo aleje de la
consideración propia de los oficios mecánicos. Se inician las grandes colecciones, desarrollándose el gusto estético y
la crítica. La característica que mejor define a la pintura del momento es el naturalismo, que rompe los cánones de
belleza establecidos en el Renacimiento, al pintarse lo que se ve, sin aditamentos idealistas. Como en todas las
manifestaciones artísticas de la época los temas religiosos serán los más abundantes, pero siguiendo esas
características se ve que, por ejemplo, el retrato pretende ser físico y moral buscando la representación de los
estados anímicos de los personajes. Como consecuencia de este realismo se representa de forma muy expresiva lo
violento y el movimiento, pero también se intentará pintar lo maravilloso y lo místico, por lo que se introducen
elementos sobrenaturales y efectos teatrales. Otra característica será la grandiosidad, siendo las grandes conquistas
de la pintura barroca la luz, el movimiento y el colorido. Dentro de las composiciones predominarán las asimétricas,
principalmente las diagonales.

El siglo XVII es llamado el Siglo de Oro de la pintura española ya que aparecerán grandes personalidades, aunque
estarán limitadas casi por entero al arte religioso, ya que salvo en la Corte y en artistas como Velázquez, que viajan y
actúan con cierta libertad incluso fuera de España, la actividad pictórica está ligada a lo devocional. De otros
géneros, sólo pueden señalarse el bodegón, a veces de significación simbólica, religiosa y moral, y el retrato.

Durante la primera mitad del siglo, las formas predominantes son las del naturalismo tenebrista de influencia
italiana. Los focos más importantes serán Castilla (Madrid y Toledo), Andalucía (Sevilla) y Valencia. En la segunda
mitad del siglo, la difusión de los modelos flamencos rubensianos y el nuevo sentido, más triunfal, opulento y
colorista, que la iglesia difunde, cambia por completo el tono de la pintura española que de realista y tenebrista pasa
al colorismo luminoso y al optimismo teatral del pleno barroco emanado de los hermanos Carracci.

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4.2. Escuela de Valencia. Ribalta. Ribera

 Francisco Ribalta (Solsona, 1565 - Valencia, 1628), es la personalidad artística más fuerte de Valencia. Su
formación permanece poco conocida hasta el momento. En 1581 se traslada a Madrid después de una
prolongada estancia en Barcelona. Se formó en el ambiente escurialense, donde hizo buenos contactos,
entre los que se cuenta Pantoja de la Cruz, que algunas veces actúa como fiador suyo, y el escritor Lope de
Vega. En 1599 vuelve a Valencia, donde permanecerá hasta su muerte. Aporta un personal sentido de lo
patético, una maestría singular a la hora de plasmar la realidad. En la Aparición del Ángel y el Cordero a San
Francisco del Museo de Prado |fig38|,pintado para los capuchinos de Valencia se pone de manifiesta este
estilo. Al igual que en el San Francisco abrazado al crucificado del Museo de Valencia |fig39|, son obras de
un lenguaje sencillo y directo, apoyado en actitudes concretas. Desde luego parece conocer la estética de il
Caravaggio (Milán, 1571 - Porto Ercole, 1610).

Figs. 38. Ribalta. San Francisco confortado por un ángel músico. c.1620

Figs. 39. Ribalta. San Francisco abrazado al Crucificado. c. 1620

Fig. 40. Ribera. El niño cojo. 1642

 José de Ribera (Játiva, 1591 - Nápoles, 1652). Valencia está dominada por su personalidad. Se forma y
trabaja en Italia dentro de la corriente tenebrista de Caravaggio. Su personalidad, tanto como pintor como
grabador, adquiere importancia europea. Su interpretación del naturalismo exagera a veces los elementos
de crispación y dureza, pero, sobre todo en su madurez, por influencia veneciana introduce elementos
coloristas, dinámicos y sensuales. Su sentido de la realidad, de las calidades de las cosas, se traduce en una
técnica espesa, que casi consigue el relieve de las arrugas de la piel o de los pliegues de las telas. Cultiva el
género mitológico (Apolo y Marxias, Visita de los dioses a los hombres), religioso (Inmaculada de Monterrey
de Salamanca, Martirio de San Bartolomé, San Jerónimo, San Pedro Penitente, San Sebastián o El Calvario) o
más popular (La mujer barbuda). No se conocen muchos datos de su primera formación, quizá fuera en la
Valencia dominada por Ribalta. En junio de 1611 está en Parma. Entre 1615 y 1616 está en Roma, donde
vivía un hermano. En noviembre de 1616 se encuentra ya en Nápoles, en ese momento perteneciente a la
corona española. El virrey, duque de Osuna, descubre pronto su talento natural y sus excepcionales dotes y
le encarga obras. Allí se hunde en el naturalismo caravaggista. En 1619 el virreinato pasa a ser ocupado por
el duque de Alcalá, que le encarga la serie de filósofos, de la que destacamos Arquímedes del Museo del
Prado. Esta serie está compuesta por dramáticas interpretaciones de un naturalismo radical. Entre 1631 y
1637 el virreinato lo ocupa el conde de Monterrey, salmantino, que le encargará la Concepción (Agustinas de
Salamanca), pero para estas fechas ya ha tenido una transición en estilo hacia la luminosidad o el
barroquismo iniciado por los Carracci. Extremo refinamiento. Este cambio se ha explicado con un mejor
conocimiento de la pintura flamenca y determinados contactos romanos, donde se daba entonces una
pintura neoveneciana. De la misma manera, también destacamos sus lienzos de El niño cojo del Museo del
Louvre |fig40|, también llamado el Patizambo. Recorta su silueta sobre un fondo radiante, asume su físico
con una sonrisa. La famosa Barbosa de los Abruzos |fig41|, el Martirio de San Felipe del Museo del Prado
|fig42|, que denota maestría a la hora de hacer la composición, de grandiosa monumentalidad, como en la
Inmaculada de Salamanca |fig43|.

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4.3. Escuela sevillana de pintura. Roelas. Herrera el Viejo. Zurbarán

Fig. 44. Roelas. Martirio de San Andrés

Juan de Roelas (Sevilla, 1558 - Olivares, 1625). Es la primera figura a estudiar dentro de la escuela sevillana de
pintura en el siglo XVII. Es la contrafigura de Pacheco en Sevilla. Se lo considera el renovador de la pintura moderna
en esa ciudad. Introduce el naturalismo de raíz veneciana, distinto del de Caravaggio, por eso se piensa que pudo
estar en Venecia. Se conoce su estancia en Valladolid en 1598, trabajando en el túmulo fúnebre de Felipe II. Pintó al
servicio del duque de Lerma. En 1603 se establece en Olivares, pueblo cercano a Sevilla, como capellán de la
colegiata. En 1616 se traslada a Madrid como capellán real. No consiguió ser pintor del rey, aunque lo solicitó. Volvió
a Olivares y a su capellanía y allí murió en 1625. Personalidad de primer orden. Frente al dibujo seco de Pacheco y a
la utilización de estampas flamencas, que era la principal fuente de inspiración de la pintura en Sevilla en ese
momento, Roelas aporta gran personalidad y configura un cambio de estilo en la pintura local. En él están presentes
la utilización del natural, una ejecución suelta, fluida y un colorido cálido, tan propio de la influencia veneciana,
posiblemente cercana a los Bassano. Es también suya la creación de una pintura compuesta a base de dos planos: el
celeste, con rompimientos de gloria, y el terrenal. Murillo desarrollará enormemente estos aspectos. Su obra a
destacar es el Martirio de San Andrés del Museo de Bellas Artes de Sevilla |fig44|

Fig. 45. Herrera el Viejo. Apoteosis de San Hermenegildo

Francisco de Herrera El Viejo (Sevilla, 1576 - Madrid, 1656), sería el segundo pintor por edad. Su fuerte
personalidad se impuso en el plano local sevillano. No se tienen muchos datos de su formación artística, pero
seguramente tendría lugar en el seno del taller paterno. En un primer momento parece un artista arcaico, que sigue
componiendo siguiendo el modelo romanista, pero que con el color muestra sus conocimientos sobre lo que estaba
haciendo Roelas. Considera a Pacheco con mucho respeto, pero desatiende a algunos otros pintores. Esto hizo que
Palomino configurara de él una personalidad difícil, de duro y áspero. Su obra de mayor empeño es el Triunfo de San
Hermenegildo (Museo de Sevilla) |fig45|. Ambiciosa, aun con los dos planos bien diferenciados que recuerdan a
Roelas. Los últimos años de su vida tienen lugar en Madrid, donde quizá se trasladó por la horrible peste de Sevilla
en 1649.

Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, 1598 - Madrid, 1664). Llegamos a una de las águilas de la pintura barroca
española, quien tuvo sus mejores clientes entre los conventos andaluces y extremeños, y aunque trabajó en la corte
(Socorro de Cádiz o las Historias de Hércules del Salón de Reinos), se limitó en general a la temática de carácter
religioso, lo que exportó, con parte de su obra, a América. Su pintura es de carácter sencillo, apasionada en la fe y
buscando la cotidianeidad y la simplicidad, la capacidad de reproducir lo que tiene delante y el gusto por los
volúmenes simples y las disposiciones sencillas. Su estilo se mueve dentro del tenebrismo, utilizando los contrastes
de luz y sombra, muy marcados para atraer la atención sobre lo que le interesa. Cultivó con perfección el bodegón,
en los que sabe imponer una sobria ordenación y logra una inimitable inmaterialidad a base de la luz blanca, pero
sus obras más famosas son los ciclos monásticos. También destacan sus Inmaculadas donde rehúye de los
triunfalismos y representa a la Virgen, como una doncella tímida, pensativa y solitaria.

La serie del convento franciscano de San Buenaventura |fig46| |fig47|, es del año 1629. Iban a completar el
conjunto de cuatro lienzos que había realizado para el mismo convento, Herrera el Viejo. Tenía un amplio taller
detrás que le permitía simultanear los encargos. Todas estas pinturas son claroscuristas, pero con rostros muy
individualizados. Interesantísima es la representación de los objetos inanimados.

Fig. 46. Zurbarán. San Buenaventura en el concilio de Lyon, 1629

Fig. 47. Zurbarán. Exposición del cuerpo de San Buenaventura, 1629

Fig. 48. Zurbarán. Apoteosis de Santo Tomás de Aquino, 1631


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La Apoteosis de Santo Tomás de Aquino |fig48|, de 1631, pintada para el colegio del santo. Se apoya en estampas
manieristas, dispone la pintura en dos planos. Abajo aparecen Carlos V y fray Diego de Deza con la bula de fundación
del colegio. Arriba, preside el santo, bajo la protección del Espíritu Santo, la composición. Arriba Cristo y la Virgen de
una parte, y San Pablo y Santo Domingo de otra, miran al santo. Al fin y al cabo, aquí hay eco de muchas cosas: de la
Disputa del Sacramento de Rafael, de homenaje a Roelas con el rompimiento de gloria. Es la obra más suntuosa y
compleja de Zurbarán. Aquí muestra las dos tendencias de la pintura barroca.

Fig. 49. Zurbarán. Gonzalo de Illescas

Serie del monasterio de Guadalupe |fig49|(de los años 1638-1647). Se pone de manifiesto la devoción de Zurbarán
hacia Ribera, cuyas obras conoció tanto en Sevilla como en Madrid. El pintor niega aquí la sensual opulencia que
podía haber mostrado según los temas, y no se une a las nuevas formas, vivaces y movidas, del barroquismo
naciente. Sigue en su estilo, pero demuestra que conoce las composiciones de Pedro Pablo Rubens (Siegen, 1577 -
Amberes, 1640), en algunos detalles. Excepcional crónica de la vida monástica. Hay intensísimo tenebrismo, pero
también luminosidad, transparencia y gracia que recuerdan a Guido Reni (Bolonia, 1575-1642). Perfecto equilibro en
las composiciones y un ajuste armonioso entre lo individual de los rostros y el relato que se muestra.

Serie de la Cartuja de Jerez |fig50| |fig51| |fig52|, está hoy dispersa. Se desmontaron en tiempos napoleónicos,
unas están en el Museo de Grenoble, otras en el Metropolitan Museum de Nueva York y otras en el Museo de Cádiz.
Sus grandes figuras llenan el espacio, y ya muestra un inequívoco virtuosismo a la hora de plasmar los ropajes.
Habría que tener en cuenta que ya ha vuelto de Madrid, después de ponerse en contacto con Velázquez y con otros
pintores de corte. E, igualmente, aquí vuelve a verse su tratamiento de estampas. Aprovecha composiciones ajenas
para ofrecer algo nuevo.

Fig. 50. Zurbarán. Reconstrucción ideal del retablo mayor de la Cartuja de Jerez

Fig. 51. Zurbarán. Adoración de los magos

Fig. 52. Zurbarán. Apoteosis de San Bruno

Otras pinturas son las de la serie de la Cartuja de las Cuevas |fig53| |fig54| |fig55|>, de 1655, muy claras de
colorido, ya que Zurbarán tiene aquí ya otro estilo, más blando, menos opaco, menos encorsetado. Sus bodegones
|fig56| |fig57| son algunos de los mejores del arte español, compuestos con simplicidad prodigiosa y dotados con
carga de misterio. Por último, tendríamos que hablar de sus santas: Santa Margarita de la National Gallery |fig58|,
muy dotado para el retrato. Belleza y calidad en los atuendos. Son retratos a lo divino.

Fig. 53. Zurbarán. San Hugo en el refectorio, 1655

Fig. 54. Zurbarán. La Virgen de las Cuevas, 1655

Fig. 55. Zurbarán. Visita de San Bruno a Urbano II, 1655

Figs. 56. Zurbarán. Bodegones

Figs. 57. Zurbarán. Bodegones

Fig. 58. Santa Margarita

A propósito de los bodegones de Zurbarán tendríamos que reseñar algunos de los que realizó Sánchez Cotán (Orgaz,
1560 - Granada, 1627). Este pintor fue monje, de hecho, el biógrafo Palomino lo presenta como casi un santo. Es
famoso por sus bodegones, pintados cuando aún era laico. Su concepto de bodegón es el de finales del siglo XVI y
principios años del XVII. Está en perfecta consonancia con lo que se hacía en Italia en esos mismos años. Anticipa,

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incluso, el tenebrismo de Caravaggio. Todos los pormenores de la naturaleza muerta están llenos de vida, realidad,
detalle. Los objetos parecen salir de una gran sombra dramática |fig59| |fig60|.

Figs. 59. Sánchez Cotán. Bodegones

Figs. 60. Sánchez Cotán. Bodegones

Velázquez

Figs. 61. Velázquez. Vieja friendo huevos, 1618

Pero de entre todos los pintores hasta ahora reseñados sobresale Diego de Silva y Velázquez (Sevilla, 1599 - Madrid,
1660), que además de ser la personalidad artística más destacada de su tiempo, es también la figura culminante del
arte español. Realizó su aprendizaje en Sevilla, en el taller de Pacheco, donde pintó algunas obras religiosas (La
Inmaculada Concepción, La Adoración de los Reyes Magos) con un realismo inusual y pronunciados efectos de
claroscuro, y una serie de obras de género con figuras de prodigiosa intensidad y una veracidad intensísima en la
reproducción tanto de los tipos humanos como de los objetos inanimados, entre otros ejemplos se pueden citar la
Vieja friendo huevos |fig61| y El aguador de Sevilla.

Fig. 62. Velázquez. Las meninas, 1656

En 1623 fue llamado a Madrid para pintar un retrato del rey, que lo nombró pintor de corte muy pronto. Comenzó
así para Velázquez una larga y prestigiosa carrera cortesana, a lo largo de la cual recibió destacados títulos, como los
de ujier de cámara y caballero de la Orden de Santiago. Desde su nombramiento oficial hasta el final de sus días
pintó numerosos retratos de Felipe IV y de diversos miembros de su familia, a pie o a caballo. Se trata de obras de
gran realismo y excepcional sobriedad en las que el magistral empleo de la luz sitúa los cuerpos en el espacio
creando una atmósfera real que los envuelve. Los fondos, muy densos al principio, se suavizan y aclaran luego, con el
paso del tiempo. En los retratos femeninos (el de Mariana de Austria, por ejemplo), el artista se recrea en los
magníficos vestidos, en los que muestra sus grandes cualidades como colorista siendo su culminación como
retratista Las Meninas |fig62|. Hay que destacar igualmente las incomparables series de enanos y tullidos de la
corte. Velázquez realizó dos viajes a Italia, uno en 1629-1631 y otro en 1648-1651, y en ambos produjo obras
importantes: La túnica de José y La fragua de Vulcano |fig63|en el primero; los retratos de Juan de Pareja y de
Inocencio X en el segundo, portentoso cuadro este, dotado de una vivacidad, una intensidad y un colorismo
excepcionales. A él se debe también una obra maestra de la pintura histórica, La rendición de Breda |fig64|, pintada
en 1634 para el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro de Madrid.

Fig. 63. Velázquez. La fragua de Vulcano, 1630

Fig. 64. Velázquez. Las lanzas, 1634-1635

Inició su formación artística en el taller sevillano de Pacheco, un pintor mediocre pero de gran influencia humanística
y estudioso del arte, valores que transmitió a su alumno junto a la consideración de la pintura como un arte liberal.
Velázquez en 1623 fue nombrado pintor del rey, en 1627 ujier de cámara, en 1643 ayuda de cámara, en 1652
aposentador real y en 1658 obtendrá el hábito de la Orden de Santiago. En contrapartida, estas ocupaciones de la
Corte le restaron posibilidades de realizar muchos trabajos, pero le permitió muchas libertades que otros no
gozaban al estar ajeno a los contratos eclesiásticos, como Zurbarán o Murillo, y poder conocer las obras de los
grandes maestros existentes en las colecciones reales y en su propio entorno viajando.

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Los años de formación en Sevilla

Velázquez nació en 1599 en Sevilla, dentro de una familia hidalga de escasos recursos económicos. Primero iniciará
su formación en el taller de Herrera el Viejo (1609) y posteriormente en el de Pacheco (1610), que le inculcó una
serie de inquietudes culturales y una formación artística basada en el estudio del natural.

Sus primeras obras, cuya temática tiene claros precedentes flamencos, se inscriben dentro de la corriente del
naturalismo tenebrista de raíz caravaggesca, donde domina la entonación ocre y terrosa, un dibujo preciso y muy
definido y la factura de la pincelada lisa. Así lo vemos en la recién catalogada Educación de la Virgen (de Yale), Vieja
friendo huevos (1618) o El aguador de Sevilla (1620-1622), auténticos cuadros de género donde adquieren el mismo
protagonismo las figuras, de corte vulgar y popular, que los objetos (alimentos, platos, jarros, vasos, cántaros),
incluyendo animales de compañía (gatos y perros).

Fig. 65. Velázquez. Las hilanderas, 1657

Algunas de estas pinturas de género, dentro de un espíritu de engaño muy barroco, presentan, como indica Gállego,
el llamado "cuadro dentro del cuadro", es decir, un primer plano con una escena de género, y una ventana o
estancia al fondo donde aparece la escena religiosa principal. Así lo vemos en Cristo en casa de Marta y María (1618)
o en La mulata (1618-1620), conocida como la Cena en Emaús, y los mantendrá posteriormente, alcanzando su
máxima expresividad en Las Hilanderas |fig65|. Al mismo tiempo compone cuadros de carácter más sencillo y
devocional como San Juan Bautista en Patmos (1618-1619), la Inmaculada Concepción o la Adoración de los Magos
(1619), que utiliza unos modelos tan cotidianos que Gállego ha llegado a escribir que son el mismo Velázquez y sus
familiares, e iniciará el género de retratos, que tanto cultivará en el futuro, siendo un ejemplo magnífico el que le
hace a la Venerable madre doña Jerónima de la Fuente (1620), donde no solo refleja la individualidad física sino
también la tremenda fuerza psicológica de esta monja franciscana que a sus 66 años emprenderá un viaje a Filipinas
para fundar allí un convento.

Velázquez en Madrid

El ascenso al trono de Felipe IV en 1621 significa la llegada a la corte del noble sevillano don Gaspar de Guzmán,
conde duque de Olivares. Pacheco vio la posibilidad de que su yerno (Velázquez se había casado con su hija Juana),
hiciese carrera en la corte. El primer viaje tuvo poca fortuna, haciendo el retrato de Góngora, por encargo de su
suegro. Pero en 1623 el conde-duque le encargó un retrato del rey, quien quedó tan impresionado que
inmediatamente lo nombró pintor de cámara. Su nuevo cargo le permitió conocer directamente las colecciones
reales, mostrando especial atención hacia la pintura veneciana, que le hizo abandonar el tenebrismo, su paleta se
fue aclarando paulatinamente y desarrolló un mayor dominio de la luz y del efecto de las sombras. La pincelada va
perdiendo densidad, se hace más suelta y más ligera, aunque mantiene la afición al dibujo y el carácter realista de
sus primeras obras sevillanas.

Fig. 66. Velázquez. Retrato del conde-duque de Olivares a caballo, 1634

Velázquez ha depurado su estilo retratista, como se puede apreciar en los retratos de Felipe IV, Infante don Carlos o
del conde-duque de Olivares |fig66|. En todos ellos se presenta al personaje de cuerpo entero, vestido a la moda
española, de riguroso negro con gola como único detalle decorativo. Las figuras se asientan en un espacio solo
sugerido por alguna referencia geométrica, como una línea, o por un pequeño objeto de mobiliario, como una mesa
o un sillón. Estas referencias, con su proyección de sombras, son suficientes para que las figuras estén situadas en un
espacio real, aunque indeterminado. Esta simplicidad compositiva va acompañada de una pincelada también muy
simple. Introduce ciertos caracteres simbólicos, según Gállego, los rostros largos reflejan la idea de majestad, no
como expresión de la decadencia de la dinastía, según otros, y la actitud estatuaria junto a la aparición de la mesa,
atributo de majestad y de justicia, le otorgan dignidad regia.

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Fig. 67. Velázquez. Los borrachos, 1628-1629

De este mismo momento es la obra de Los Borrachos o el triunfo de Baco (1628-1629) |fig67|, de temática
mitológica pero tratada con toda cotidianidad, así Baco es un mozo vulgar, rodeado de gentes humildes que
celebran la vida bebiendo. Hay referencias tenebristas, pero la diferencia es que la escena está al aire libre. La
pincelada es más suelta y la influencia veneciana es evidente.

En este mismo año de 1628 llega a la corte española Pedro Pablo Rubens, cuya manera de tratar la luz y el color, la
importancia de la imaginación y su condición social influirán decisivamente en Velázquez.

El primer viaje a Italia (1629-1631)

Desde 1629 a 1631 Velázquez visitará Roma, Génova, Venecia, Ferrara, Bolonia y otras ciudades, donde conoce
directamente a autores italianos. En ese momento en Italia existía una polémica entre el naturalismo y el clasicismo,
sin olvidar el interés por todo lo veneciano, especialmente por Tiziano (Pieve di Cadore, 1477 - Venecia, 1576).
Durante este viaje copió obras de Rafael y Miguel Ángel (Caprese Michelangelo, 1475 - Roma, 1564), y residió en la
Villa Médicis, donde estudió la colección de mármoles clásicos que poseía el duque de Toscana. En Nápoles realizó
un retrato a la hermana de Felipe IV y entró en contacto con José de Ribera "il spañoleto".

De este período tenemos dos de sus mejores obras, La túnica de José (1630), que recoge el momento en que Jacob
se entera de la presunta muerte de su hijo José y La fragua de Vulcano (1630) en el que se refleja el momento en el
que Apolo comunica a Vulcano que Marte, al que le está haciendo una armadura, le está engañando con su mujer.
Son obras de composición perfecta, hasta el punto de reproducir el aire interpuesto entre los personajes que
distorsiona los perfiles de los objetos y de las figuras, como se puede ver en el fondo de la fragua, a lo que unimos la
perfección de los desnudos y la plasmación de los sentimientos (dolor de Jacob o sorpresa de Vulcano).

La vuelta a la corte: la madurez (1631-1648)

Cuando vuelve a Madrid en 1631, Velázquez pinta el Cristo de San Plácido (1630-1631), espléndido desnudo de
formas clásicas donde sigue la iconografía definida por Pacheco de crucificado de cuatro clavos. Ha sustituido el
patetismo de la época por la serenidad, han desaparecido los detalles cruentos apareciendo una suave emoción en
el rostro, que permanece semioculto por el pelo. A partir de 1634 realiza una serie de retratos reales: Felipe IV en
traje de plata (1634-1635), la infanta Margarita o El príncipe Baltasar Carlos (1631) en los que observamos que del
dibujo detallado ha pasado a una pincelada fluida, de toques rápidos; los colores ocres dan paso a una luminosa y
amplia riqueza cromática y mantiene los elementos simbólicos de la realeza.

Fig. 68. Velázquez. El príncipe Baltasar Carlos a caballo, 1634-1635

En este momento el conde-duque de Olivares ideó la construcción del Palacio del Buen Retiro, en el que Velázquez
trabajará para la decoración del Salón de los Reinos. El programa iconográfico ideado por Olivares sería ensalzar la
figura del rey y su familia como prototipos del buen gobierno y la legitimidad dinástica que debe continuar a través
de diversos retratos reales. Lo componen doce cuadros con las principales victorias militares de Felipe IV encargados
a Zurbarán, Maino, Pereda, Cajés, Castelo, Josepe Leonardo, Carducho y Velázquez; los diez cuadros de Zurbarán
sobre los trabajos de Hércules, el héroe clásico considerado antecesor de la dinastía real española; los retratos
velazqueños a Felipe III y su esposa, a Felipe IV y su esposa y el príncipe Baltasar Carlos, que siguen la modalidad de
retrato ecuestre que practicó Tiziano para Carlos V, y en los que, según Gállego, los caballos actúan como "tronos
ambulantes", a paso lento con las reinas, y en corbeta para los reyes, enmarcados por la sierra madrileña donde
pinta naturaleza y cielo. Asimismo pintará retratos de Felipe IV y el Príncipe Baltasar Carlos |fig68|, para el pabellón
de caza de la Torre de la Parada de El Pardo, donde la indumentaria militar es sustituida por el atuendo de cazador,
el caballo es sustituido por el perro fiel y una menor rigidez en la actitud de los retratados. Para el mismo pabellón
de caza pintó los cuadros de Marte, un soldado desnudo, cansado y fatigado, y los de los filósofos Esopo y Menipo
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(1639-1640), retratados como mendigos. Lo completa el cuadro de San Antonio Abad y San Pablo Ermitaño, y una
serie de obras de pintores italianos y flamencos.

La rendición de Breda (1635) será la aportación de Velázquez como cuadro de temática militar para el Salón de los
Reinos, y antecedente de la pintura de Historia tan típica durante los siglos XVIII y XIX. En él se refleja la entrega de
llaves de la ciudad al vencedor Ambrosio de Spínola por parte del vencido Justino de Nassau y plasma
magistralmente el horror de la guerra en el rostro de los vencidos que expresan psicológicamente el dolor de la
derrota. El cuadro respira aire libre y los tonos y contornos se degradan conforme figuras y paisaje se alejan.

En la década de los cuarenta pintará los distintos cuadros de los enanos y bufones de Felipe IV, anteriormente
plasmados por Coello, Moro o Carraci. Los pinta, bien con algún miembro real (El príncipe Baltasar Carlos y un
enano) o bien de forma individual, con gran ternura y delicadeza, destacando su condición humana y la tristeza de
sus vidas. Frente al carácter flemático de los retratos reales, estos tienen una profunda carga psicológica que nos
permiten observar desde la estupidez de Juan Calabazas |fig69|o Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas a la
inteligencia de Sebastián de Mora, encerrado en un cuerpo deforme. Muestra la maestría de su técnica en Pablo de
Valladolid (1633) |fig70|, donde define el espacio solo con luces y sombras, sin ninguna referencia geométrica.
También en esta década pinta la Coronación de la Virgen pero las condiciones no eran las propicias por la difícil
situación política y por las muertes de la reina y del príncipe heredero.

Fig. 69. Velázquez. Buzón Calabacillas, 1637-1639

Fig. 70. Velázquez. Pablillos de Valladolid, 1636-1637

Sin embargo Felipe IV decide transformar el viejo Alcázar en un nuevo palacio. En 1647 Velázquez es nombrado
"veedor y contador" de las obras de ese nuevo palacio. Esto le llevará por segunda vez a Italia.

El segundo viaje a Italia (1648-1651)

Fig. 71. Velázquez. Venus del espejo

El objetivo del viaje a Italia es comprar obras de arte para la decoración de los palacios reales. Allí adquirirá varios
cuadros de Tintoretto (Venecia, 1518-1594), y Veronés (Verona, 1528-Venecia, 1588), así como realizara el vaciado
de obras como el Espinario, el Hermafrodita o el Laocoonte. Entre las obras que pinta en su segunda estancia en
Italia destacan Juan de Pareja (1650), criado mulato que le acompañó, Inocencio X (1650), de gran fuerza psicológica,
libertad de ejecución y la armonía del cuadro, a base de tonalidades rojas, aunque la pose sea tradicional y la Venus
del espejo |fig71|, en pose sugerente, colores cálidos y el uso del espejo como elemento provocador, de clara
influencia de Tiziano y de Rubens en un tema tan inusual en la pintura española. Y, no podemos olvidarnos de los
paisajes de la Villa de Médicis, dentro de la tradición paisajística que habían puesto de moda un grupo de pintores
holandeses residentes en Roma, como Claudio de Lorena (Chamagne, 1600 - Roma, 1682), pero que Velázquez los
supera en libertad de ejecución, la calidad casi de acuarela o la luminosidad atmosférica.

Los últimos años (1651-1660)

El monarca lo nombrará aposentador real en 1652, lo que aún hará más íntima la relación con el rey. A esta época
pertenecen dos obras maestras, las Meninas y las Hilanderas.

Las Meninas (1656), llamada también "La familia en los inventarios reales" representa aparentemente un hecho
familiar, la visita de la infanta Margarita, acompañada de sus meninas y bufones, al taller del pintor en el Alcázar
mientras Velázquez pinta a los reyes, reflejados en el espejo del fondo (o simplemente estos pasaban por allí),
mientras por la puerta pasa el aposentador. Destacamos dos aspectos importantes, por un lado el dominio técnico
de la ya mencionada "perspectiva atmosférica", la presencia del aire entre los objetos y las personas que diluye su
contorno, como ocurre con el aposentador del fondo, y por otro la presencia de Velázquez y los reyes en un mismo
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cuadro, interpretada como exhibición deliberada de su talento y alegato en defensa de la pintura como arte liberal,
aparte de las aspiraciones nobiliarias del pintor.

Las Hilanderas o La fábula de Aracne (1656-1658), representa uno de los pasajes de la Metamorfosis de Ovidio:
Aracne, joven ambiciosa, quiere desafiar a la diosa Minerva tejiendo un tapiz donde se representan las aventuras
amorosas de Júpiter, padre de la diosa, que en castigo por su atrevimiento, la convertirá en araña. Velázquez escoge
el momento en el que Minerva maldice a Aracne, situada ante su tapiz del rapto de Europa, que no es otro que un
cuadro que Tiziano pintó sobre el tema y que se conservaba en las colecciones reales.

Velázquez continuó pintando distintos retratos reales y algunos mitológicos para la decoración del Alcázar. De entre
todos ha sobrevivido Mercurio y Argos, donde la fluidez de su técnica y la modernidad de su concepción no hacen
olvidar el carácter clásico.

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4.4. La escuela madrileña posterior a Velázquez: Carreño. Claudio Coello. Alonso Cano

En la Corte destacarán una serie de artistas que tenderán a la decoración y a los elementos de clara influencia del
barroco italiano. Hablamos de personajes como Antonio de Pereda (Sueño del Caballero), Fray Juan Rizzi
(Inmaculada Concepción), Francisco Rizzi (frescos del Alcázar de Madrid), Juan Carreño de Miranda (fundación de la
Orden Trinitaria, o el retrato de Carlos II de Toledo). El último gran maestro será Claudio Coello (1642-1693), con un
gran sentido del dibujo y la perspectiva y efectos teatrales (La Sagrada Forma de El Escorial). Diremos algo más
sobre:

Fig. 72. Carreño de Miranda. Doña Mariana, 1669

 Juan Carreño de Miranda (Avilés, 1614 - Madrid, 1685), una sensibilidad contenida y clásica, pero sin
renunciar a la opulencia del Barroco. En 1625 ingresó en el taller de Pedro de las Cuevas, en Madrid. Trabajó
desde muy temprano con Rizzi en las labores del Palacio Real. En 1669 es nombrado pintor del rey por la
regente, y aquí comienza su actividad como retratista de corte. Retrata al rey muchísimas veces, y gracias a
ellos se puede seguir su evolución perfectamente. Destacamos dos, el de Carlos II y de Doña Mariana
|fig72|.

Fig. 73. Claudio Coello. La sagrada eucarística

 Claudio Coello (Madrid, 1642-1693), formado con Rizzi y Carreño. Comenzó a tener encargos de
significación por mostrar una personalidad sólida que le permitieron ingresar en las colecciones reales. Se
decanta pronto por las formas venecianas y flamencas. La Sagrada Forma de El Escorial |fig73|, es la obra
culminante de su producción. Se la encargaron a Rizzi, pero no pudo terminarla. Es quizá el más maduro
logro de la escenografía barroca, con solemnidad cortesana. La galería de retratos tiene entidad propia. El
detalle de las ropas litúrgicas, la admirable espacialidad. Religión, Fe y Majestad Real.

 Alonso Cano (Granada, 1601-1667), es una de las grandes personalidades artísticas del momento. Se trata
de un hábil dibujante, muy estudioso de la composición de sus cuadros y creador de tipos femeninos en los
que busca una belleza plástica y una feminidad infantil, se complace en lo delicado, bello y gracioso, en las
formas idealizadas. Se inicia en el tenebrismo pero tras conocer las colecciones reales busca un sentido más
clásico en sus pinturas. De su época madrileña son el Milagro del Pozo y La Virgen y el Niño (Museo del
Prado), pero su obra maestra son los lienzos con la Vida de la Virgen de la Catedral de Granada.

Fig. 74. Alonso Cano. San Francisco de Borja

San Francisco de Borja |fig74|, del Museo de Bellas Artes de Sevilla muestra el primer naturalismo. La escultura se
relaciona muy bien con la pintura en él. Martínez Montañés y Pacheco fueron sus maestros, tenía donde agarrarse.
También destacamos sus Vírgenes del Museo del Prado |fig75| y la serie de los Gozos de la Virgen |fig76|, de la
catedral de Granada, muy ambiciosa. De hecho, es uno de los conjuntos más admirables de toda su producción, y
también de la pintura española del siglo XVII. Tienen potencia imaginativa, capacidad de integración, emoción
solemne, novedades en la plasmación de los temas. Buena utilización de los modelos venecianos, concretamente de
Veronés.

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4.5. La cúspide de la escuela sevillana de pintura

Murillo - Fig. 77. Murillo. Sagrada Familia del Pajarito, c.1650

Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617-1682), es uno de los artistas más populares de España siendo el pintor de la
delicadeza y la gracia femenina e infantil, y encarna un tipo de devoción que se complace en lo amable y lo tierno,
rehuyendo lo violento. Es por excelencia el pintor de las Inmaculadas y del Niño Jesús, pero además es un habilísimo
técnico y un gran colorista. Sus primeras obras (Convento de San Francisco de Sevilla) son todavía propias del
naturalismo tenebrista con influencias de Ribera y Zurbarán pero poco a poco su técnica se irá haciendo más suelta,
ligera y libre hasta llegar a la vaporosidad de las obras de madurez. La mayor parte de sus obras son de temática
religiosa (Sagrada Familia del Pajarito |fig77|, San Antonio, Inmaculadas, Buen Pastor, etc.), pero también posee
lienzos de escenas cotidianas como las famosas de Pilluelos del Museo de Munich, llenas de gracia pero que evitan la
expresión del dolor o la miseria buscando el lado más amable.

La Sevilla de Murillo

Ya no es la Sevilla del XVI, la del Siglo de Oro. Es verdad que seguían llegando los barcos al puerto, las sedas, las
porcelanas y los marfiles de las naos de Acapulco, México y Vera Cruz desde la China, muchos cuadros y pinturas
genovesas de Europa, la plata del alto Perú, de Potosí, la cochinilla de Oaxaca, las sedas de la China de la nao que
desembarcaba en Acapulco, a lomo de Mula y a partir de Veracruz por el tornaviaje a Sevilla. La población decrecía
muchísimo, la gente abandonaba la ciudad. En 1640 tiene lugar la Guerra con Portugal, en 1648 se comenzó a
trasladar a Cádiz el monopolio con el comercio de las Indias, en 1649 entra la peste. Son cinco meses terribles, en los
que algunos días mueren hasta 1.500 personas. Con todo eso, la población se queda a la mitad. La industria de la
seda desaparece en la zona de la calle Feria, muy mermada e indignada, por lo que en 1652 tendrá lugar el motín de
la Feria. En 1665, a la muerte de Felipe IV, el Ayuntamiento está en bancarrota y no puede tributarle al rey las honras
fúnebres. En 1680 se produce un terremoto en el que entre doscientas y trescientas casas son destruidas. La Iglesia,
a pesar de todo, seguía teniendo recursos para fundar conventos y atender a los artistas, gracias a los
arrendamientos que poseía. Son años fundamentales para la devoción inmaculista (1617), para la canonización de
San Fernando (1671). En vida se Murillo se inauguraron los templos de Santa María la Blanca (1665), del Sagrario de
la Catedral (1662), y el Hospital de la Santa Caridad (1671).

Ascendencia y familia

Los padres de Murillo son Gaspar Esteban, barbero cirujano y según algunos, licenciado, que tiene amistades dentro
de la política local, y María Pérez Murillo, de familia de pintores. Su hermano era pintor, Antonio Pérez, casado con
la hija de Vasco Pereira (Évora, 1535 - Sevilla, c.1609). Las hijas del hermano, primas de Murillo, se casarán con
pintores. Una de ellas con su maestro Juan del Castillo (Sevilla, 1590 - Cádiz, 1640), y otra con Francisco Terrón.

Bartolomé es el menor de catorce hermanos. Nace a los treinta años del matrimonio de sus padres. Se queda
huérfano muy joven: poco después de cumplir los nueve años muere su padre y a los seis meses su madre. Su tutoría
recayó en un cuñado suyo, barbero-cirujano cordobés, y en una hermana mayor, de veintiocho años, nacida en
1604. Ella actuó como madre. Se llevó muy bien con los dos y especialmente con su cuñado, Juan Agustín Lagares.
Parece que vivía relativamente bien en su adolescencia. A los quince años solicita permiso para emigrar a América
(en 1633), diciendo que tenía dos años más. No puede resistirse a la psicosis de aventura que existía en la ciudad,
además viviendo en la calle de San Pablo, muy cercana al puerto sevillano. No sabemos si se fue o no y volvió en
seguida, parece poco probable que partiera de Sevilla. Un primo hermano y una hermana con su cuñado fueron a
América por entonces y quizá él se sintió atraído por esa idea.

Quizá empezase su aprendizaje artístico entre 1630-1635. Su maestro fue Juan de Castillo (Sevilla, c.1590 - Cádiz, c.
1657), buen dibujante, pero peor colorista, primo político de Murillo, como se indicó anteriormente. Se formó en la
collación de San Andrés, en la casa que tenía aquel en la plaza del Pozo Santo. Seguramente tendría relación con
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Alonso Cano y Pablo Legot (Luxemburgo, 1598-1671), por esos años. En torno a 1638 acaba su formación. Su
maestro morirá en Cádiz algunos años después.

Las primeras obras que realiza en el taller sirven para adornar la Catedral de Sevilla en la festividad del Corpus
Christi, según Palomino, quien dice también que marchó a Madrid entre 1642-1643 y 1645 para tratar con Velázquez
y estudiar las colecciones reales con la intención de seguir formándose en Italia. Ceán quiere animar el relato de
Palomino con nuevos datos, pero nada parece cierto, ya que su acta matrimonial, de 1645, informa de que es
parroquiano de la Magdalena desde toda su vida, de donde no ha hecho ausencia notable: "Natural de Sevilla y
parroquiano de la Magdalena sin haber hecho ausencia de ellas". Quizá estuvo, pero por un periodo corto, sin
conseguir nada y se volvió por el matiz de "ausencia notable", pero de lo que no hay duda es de que cuando
Palomino y Ceán lo sitúan en Madrid se encuentra en Sevilla: el 7 de febrero de 1644 es recibido como hermano de
la Virgen del Rosario de la Magdalena.

Se casa con Beatriz de Cabrera, de familia de plateros (el 26-2-1645 en la parroquia de la Magdalena). Era vecina
suya ya que vivía en torno a la calle San Eloy, la de los plateros. Él tenía veintiocho años, ella veintidós. Su familia era
conocida de la de Murillo, y aunque había nacido en Pilas, llevaba tres años viviendo en Sevilla. Ella dudó un poco al
decir sí en el expediente de bodas, de hecho en el interrogatorio con el fiscal dijo que no se casaba a su voluntad. Se
suspendió la boda, prevista para el 7 de febrero, pero el día 13 rectificó y declaró favorablemente, por lo que se
casaron el 26.

Tuvieron nueves hijos durante las dos décadas que duró el matrimonio. En 1663, cuando enviudó a los cuarenta y
cinco años, sólo le sobrevivían cuatro hijos. No vuelve a casarse. Francisca María, su hija, ingresa a los catorce años
en el convento de dominicas de Madre de Dios con el nombre de “Francisca de Santa Rosa” por su devoción a Santa
Rosa de Lima. Otro hijo, el mayor, de nombre José, se decide a seguir la carrera eclesiástica muy mayor. Se mete
para vivir de las rentas de la capellanía, pero muere en 1679 sin llegar a conseguirlo. El otro hijo, Gabriel, marcha a
Colombia. Allí se casó, estuvo el frente de un pueblo y con una vida holgada. El cuarto hijo, Gaspar Esteban, el
menor, desde niño abrazó la vocación eclesiástica. Llegó a ser canónigo de la Catedral, tenía una casa en la calle
Francos y tapicerías, además de un inmueble en el campo. Todo esto rodeó a Murillo de un aura religiosa, casi
evangélica, como si de un santo se tratase. Por su vida ejemplar y por la devoción que eran capaces de transmitir sus
obras, durante el siglo XIX, determinada historiografía relacionó su figura con la santidad.

Para conocer psicológicamente al personaje es necesario reparar en sus dos autorretratos. Su Autorretrato de joven
fue realizado cuando tenía unos treinta o cuarenta años, sobre 1650. Se representa un hombre joven, el rostro de un
óvalo correcto, la nariz recta con pequeña ondulación, labios un poco carnosos, entrada bastante pronunciada en la
cabeza y pequeño bigote, con ligerísima inflexión en el extremo. No tiene deseos de ir a la moda cortesana, sino que
es más provinciano. El Autorretrato de mayor (National Gallery de Londres), muestra a Murillo unos veinte años más
tarde, entre los cincuenta y los sesenta años. No se retrata con la frecuencia de Rembrandt, sino que los hace "A
ruego de sus hijos". La entrada de la frente y la cabellera menos cuidada demuestra que los años no pasan en vano.
Se ha retratado con la expresión con la que está pintando, por eso la atención fija y el rostro concentrado. Aparecen
también la paleta con los pinceles y un papel enrollado con un desnudo. La pequeña inflexión del bigote del anterior
ha desaparecido aquí. Nicolás Omazur manda el retrato a Amberes, donde lo copian repetidamente en estampas
que difunden el nombre y el rostro de Murillo por toda Europa. Ya en 1683 biografían su vida.

Serie del claustro de San Francisco (1646)

Serie compuesta por trece pinturas. Los letreros que se pusieron quizá fueran de mano posterior. Uno de ellos está
fechado en 1646 y por eso se piensa que la serie es de 1645-1646. Es muy fácil que estas pinturas se estropearan al
aire libre. En el siglo XVIII se habían quitado las cortinas que los protegían y los cuadros estaban en muy mal estado.
Algunos proponen trasladarlos a Londres para restaurarlos con las entradas de la gente que iría a visitarlo. En 1810
se llevaron los cuadros al Alcázar y pasaron a propiedad privada de algunos de los franceses que ocuparon Sevilla por
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esas fechas. Algunas son: San Francisco reconfortado por el ángel |fig78|, que se encuentra en la Academia de San
Fernando de Madrid desde 1813. Demuestra tranquilidad y reposo y recuerda el sentir de la pintura de Zurbarán. El
santo es reconfortado por el ángel en su última enfermedad. Otro es San Diego de Alcalá de Henares dando de
comer a los pobres |fig79|, también en la Academia de San Fernando.

Fig. 78. Murillo. San Francisco reconfortado por el ángel, 1646

Fig. 79. Murillo. San Diego de Alcalá de Henares dando de comer a los pobres, 1646

Murillo hace mucho tratamiento del natural. Los personajes son retratos de los modelos que tiene y para el rostro
del santo se fija en los grabados sacados con motivo de su canonización en 1589. Otras pinturas son San Diego en
éxtasis ante la Cruz(Toulouse), que se eleva en el huerto del convento al contemplar la Cruz; Fray Julián de Alcalá y el
alma de Felipe II (donde el rey sube al cielo); San Salvador de Horta y el inquisidor de Aragón (París), que cuenta la
historia de cómo el inquisidor de Aragón investigó y vino al sitio de fray Sebastián sin identificarse, sin embargo, fray
Sebastián se dio cuenta, le rindió pleitesía y el inquisidor retrocedió asombrado; San Francisco Solano y el toro; San
Junípero y el pobre (Museo del Louvre), que muestra al santo dejándose robar su túnica para los pobres; Fray
Francisco Pérez y la cocina de los ángeles (Louvre), compuesto por dos escenas, una más mística y otra más
naturalista; y La muerte de Santa Clara (Dresde).

Sus representaciones marianas

Con bastante inspiración rafaelesca Murillo pintará a la Virgen María en múltiples advocaciones. A continuación
reseñamos algunas de las más famosas:

Virgen del Rosario y Santo Domingo. Palacio Arzobispal de Sevilla. Firmado, pero no fechado. Aparece el fondo del
rompimiento de gloria con mucho desarrollo, casi no hay suelo. El Ángel se muestra tocando un laúd, totalmente
roelesco, con actitudes de otros de fines del siglo XVI. Todos se basaban en Roelas en los fondos de gloria, ya que
había sido el primero en disponer de ellos. El color no es ocre y denso, sino amarillento y fino, menos espeso, más
del manierismo italiano que del barroco sevillano. Zurbaranesco el atuendo del santo y las flores que aparecen.

Inmaculada Concepción de Esquilache (|fig80|. Museo del Ermitage. S. Petersburgo. 1665-1675. Obra de taller. La
luna los cuernos hacia abajo. Pertenecía al marqués de Esquilache en el siglo XVIII. Pasará a nobles ingleses hasta
que uno de estos la venda al Ermitage.

Fig. 80. Murillo. Inmaculada de Esquilache, 1665-1666

Inmaculada Concepción pequeña o de la Granja |fig81|. Museo del Prado. Posiblemente tenga mucha intervención
del taller. En 1746 estaba en el Palacio de la Granja, seguramente llevada de Sevilla años antes por Isabel de
Farnesio. En 1819 se encuentra en el Museo del Prado.

Fig. 81. Murillo. Inmaculada Concepción pequeña o de la Granja

Inmaculada Concepción de los Venerables |fig82|. Museo del Prado, una de sus últimas concepciones. Estaba en el
Hospital de los Venerables. Seguramente encargada con otros cuadros para decorar la iglesia por Justino de Neve.
Fue llevada por los franceses al Alcázar y devuelta a los Venerables. Se lo lleva de nuevo Soult en 1813, quien la
vende a Luis Felipe en 1835. En 1940-1941 llega al Prado tras el convenio de intercambio de obras de arte firmado
con el gobierno francés, ya que se cambia por un Velázquez (Margarita de Austria).

Fig. 82. Murillo. Inmaculada Concepción de los Venerables

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Inmaculada Concepción de Aranjuez |fig83|. Museo del Prado. 1670-1680. Estaba en casa del conde de Lerena en
Madrid. A principios del siglo XIX estaba en la capilla de San Antonio del Palacio de Aranjuez, y posteriormente pasó
al Prado.

Fig. 83. Murillo. Inmaculada Concepción de Aranjuez. 1670-1680

Inmaculada Concepción Grande o de los franciscanos |fig84|. Poco después de 1650. Parece que fue pintado para el
interior de la iglesia del convento de San Francisco. Estuvo en el Alcázar, pero no salió de Sevilla.

Fig. 84. Murillo. Inmaculada Concepción Grande. c. 1650

Inmaculada Concepción de la media luna. Museo del Prado. 1660-1665. Los herederos del cardenal de Molina se la
regalan al rey Fernando VI. Pasa a la Granja, Aranjuez, Palacio real y acaba en el Prado.

Asunción. Museo del Ermitage, San Petersburgo. 1670-1680. Pertenecía al conde de Oxford en Houghton, Inglaterra.
Posteriormente pasa a manos de Catalina la Grande en Rusia.

Años de madurez

Fig. 85. Murillo. San Antonio con el Niño

En 1650 pinta la Última cena de Santa María la Blanca. Además del Claustro de San Francisco, las vírgenes del
Rosario y los tipos infantiles que pinta para capillas privadas, oratorios, hermandades y cofradías le abren las puertas
de la fama. Y esas son las de la Catedral. En 1655 pinta dos cuadros importantes (San Leandro y San Isidoro) para la
Sacristía Mayor del templo metropolitano. Para entonces es considerado el mejor pintor de Sevilla, y eso que en
Sevilla se encuentra Zurbarán. Por eso le encargan el gran cuadro de San Antonio |fig85| de la capilla del bautismo
de la Catedral en 1656. Con Herrera el viejo y Zurbarán ausente de Sevilla, queda Murillo como pintor mayor de
Sevilla, llamado Apeles ya por entonces.

Entre abril y diciembre de 1658 se encuentra en Madrid. Coincide con Mañara allí, que había apadrinado a dos de
sus hijos. Da poderes a familiares suyos al no estar en Sevilla. Allí se entera de la muerte de Herrera el Viejo y
Velázquez ha alcanzado la cota máxima de consideración con las Meninas y las Hilanderas. Allí coincidió, además,
con Alonso Cano y Zurbarán.

En torno a 1660 piensa en fundar una Academia de Bellas Artes en Sevilla. No era una academia como las del siglo
XVIII: tenía un salón para las charlas y reuniones, y otro donde estaba el modelo y se podía aprender. Herrera el
Mozo, venido de Italia, le ayudó a fundar la Academia. Los dos fueron presidentes, pero poco después Herrera se fue
a Madrid y ya empezó la pugna con Valdés Leal, en la que Murillo se fue retirando paulatinamente a su casa, donde
tenía una sala de estudios y donde daba clases prácticas. En 1665 muere su mujer, pero también pintará una de sus
mejores series: Santa María la Blanca.

Serie de Santa María la Blanca

Se trata de cuatro grandes medios puntos en el crucero y los testeros. Santa María la Blanca acababa de restaurarse.
Justino de Neve lo pagó. Ya conocía a Murillo de los cuadros de la Catedral y le había encargado lienzos para los
Venerables y su propio retrato. Se hace una procesión eucarística para reinaugurar el templo, hay mucho júbilo en
1665, Torre Farfán es el cronista que lo deja por escrito.

La historia que se cuenta en los dos principales medios puntos es esta: mediados del siglo IV, papa Liberio en Roma.
Un noble patricio, Juan y su mujer, ricos y piadosos, quieren dejar todos sus bienes a la Virgen. Se les aparece en
sueños separadamente el 5 de agosto. Les dice, después de agradecerles su devoción, que es voluntad suya y de su
Hijo, que edifiquen un templo mariano en el monte Esquilino, donde ha señalado el sitio y trazado la planta en el

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suelo gracias a una nevada milagrosa. Van a comunicárselo al papa, que les dice que ha tenido el mismo sueño y
todos juntos, en procesión, van al Esquilino y ven que es verdad. Aquí se edificó Santa María la Mayor de Roma. Así
lo pinta Murillo:

El sueño del patricio |fig86| Murillo los pone como si se hubiera quedado dormido levemente. Contrasta el
movimiento de la Virgen con el Niño en aparición fugaz y con mucho vuelo frente a la quietud del sueño.

Fig. 86. Murillo. El sueño del patricio Juan, 1665

La visita al papa Liberio |fig87|. El papa en contraluz, en primer término, plano de luz después, que penetra por la
izquierda, columna y figuras en pequeño tamaño. Decrecen los dos hacia el altar mayor, hacia la Virgen de las
Nieves. Se ve al fondo la procesión del papa bajo palio hacia el monte. Quizá Murillo aprendiera estos contraluces de
Herrera el Mozo, su compañero cuando se funda la Academia.

Fig. 87. Murillo. Los patricios con el papa Liberio, 1665

Serie de la iglesia del convento de Capuchinos

Fig. 88. Murillo. Serie de capuchinos

Fuera de las murallas existía una iglesia dedicada a Santas Justa y Rufina |fig88|. San Isidoro y San Leandro con sus
hermanas se entierran allí, según la tradición piadosa que reina en tiempos de San Fernando. Por esa circunstancia,
el rey reconquistador funda allí el convento de San Leandro, pero poco después se fundó otro en el interior. En 1627
la ermita es entregada a los capuchinos. Murillo se encarga de dotar a todos los retablos con excelentes pinturas
sobre la orden capuchina. Se encuentran hoy en el Museo de Bellas Artes de Sevilla porque cuando se produjo la
invasión francesa, estos cuadros se llevaron a la Catedral y después a Gibaltrar, por temor a que engrosaran el botín
de guerra de los conquistadores. Volvieron al convento en 1814 y en torno a 1835 y 1836 pasaron al Museo como
bienes desamortizados de los conventos religiosos.

Las pinturas que se dispusieron en el retablo mayor del jubileo de la Porciúncula fueron las siguientes:

San Francisco en la Porciúncula. Museo de Colonia. Cuadro que ha sufrido mucho, pues estaba en la parte central.

Santas Justa y Rufina. |fig89|

Fig. 89. Murillo. Santas Justa y Rufina. 1665

San Leandro y San Buenaventura. Le entrega la iglesia de San Leandro a San Buenaventura, inspirado en un grabado.

Virgen de la Servilleta |fig90|. Estaba en el altar mayor, en el tabernáculo. Última evolución de la Virgen con el Niño,
que avanza hacia nosotros.

Fig. 90. Murillo. Virgen de la Servilleta, 1665

Los cuadros que se encontraban en las capillas laterales fueron:

Adoración de los pastores. Murillo en su plenitud. Tratamiento de la luz, que entra por la izquierda. Fondo de
sombra con rompimiento de gloria. Virgen a un lado, con San José en el centro de pie y al otro lado un pastor. Pintó
este cuadro en otras dos ocasiones al menos. Decían los extranjeros al inicio del siglo XIX que Murillo "pintaba con
sangre y leche" por las carnes sonrosadas.

San Francisco y el Crucifijo |fig91|. Ángeles murillescos, encarnación, blandura. Se produce el abrazo, el Crucificado
descuelga su mano y abraza a San Francisco, que tiene el pie sobre el mundo porque está renunciando a él para

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abrazar y seguir a Jesús. Iconografía muy querida por los capuchinos. Tenemos el antecedente en Ribalta a principios
de siglo con su San Francisco abraza al crucificado del Museo de Valencia.

Fig. 91. Murillo. San Francisco abrazando al Crucificado, 1668

Santo Tomás de Villanueva dando limosna |fig92|. Murillo llamaba a este cuadro "su cuadro". Un santo agustino en
una iglesia de capuchinos. La luz de maestría extraordinaria, viene por la izquierda. La madre y el niño puesto muy en
primer plano. Columna y pedestal matizados, a contraluz. Plano de luz, plano de sombra.

Fig. 92. Murillo. Santo Tomás de Villanueva dando limosna

Serie de la iglesia del Hospital de la Caridad

Para entender esta serie es necesario hablar de Miguel Mañara, hermano mayor de la Santa Caridad desde 1660,
quien se disponía a redecorar el templo con grandes lienzos y retratos. Murillo entra viudo en esta hermandad en
1665. Entre los dos nació una amistad intensa. El programa que tenía ideado Mañara era el de la plasmación de las
obras de misericordia: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, ropa al desnudo, enterrar a los muertos,
etc. Para ello, contó con el mejor equipo de la Sevilla de entonces: Bernardo Simón de Pineda para el diseño de
retablos, Pedro Roldán para las esculturas y Murillo y Valdés Leal para las pinturas. El resultado es uno de los
conjuntos más importantes del Barroco internacional.

Murillo se encargó de pintar las grandes pinturas que se colocaron en los muros perimetrales de la iglesia: Moisés
hace brotar el agua de la peña de Horeb |fig93| y El milagro de los panes y los peces |fig94|. Nuestro pintor plantea
una gran composición de formato apaisado e introduce personajes que rubrican la historia que se cuenta.

Fig. 93. Murillo. Moisés haciendo brotar el agua de la roca, c.1670 / Fig. 94. Murillo. Multiplicación de los panes y los
peces, c.1670

Muerte

Murillo muere cuando está pintando una Santa Catalina en el momento de los desposorios místicos, un cuadro de
grandes proporciones. Cayó del andamio, tropezó al subir, tenía una hernia con anterioridad, "se le salieron los
intestinos", dice Palomino. No murió en Cádiz, como se suele decir, seguramente le pasó en Sevilla, en opinión de
Diego Angulo. El 28 de marzo de 1682 está en Sevilla repartiendo pan a los pobres, quizá viviera achacosamente. El 3
de abril de 1682 se agrava lo suyo, llaman al párroco y al notario, declara lo que le deben, lo que tiene, los nombres
de los hijos, tiene la cabeza despejada y dice que la vida se le acaba. Se enterró en la parroquia de Santa Cruz, en una
capilla perteneciente al patronato de Hernando de Jaén, capilla familiar, presidida por el cuadro del Descendimiento
de Campaña que está en la Catedral, ese por el que era tan devoto. Los franceses intentaron encontrarlo en 1811,
pero no lo lograron. Al año siguiente apareció publicada una biografía, totalmente inexacta, de su muerte, se debía
al Vasari alemán, Sandrat que se inventó toda su biografía.

Las postrimerías de la pintura barroca: Valdés Leal

Durante mucho tiempo ha sido considerado "el pintor de los muertos" por sus pinturas de las Postrimerías de la
Caridad, pero es un artista de amplio recorrido, aunque de una sensibilidad muy distinta a la de Murillo, su
contemporáneo. Trasladado de Sevilla a Córdoba después de haber completado su formación, quizá con Herrera el
Viejo, en la capital cordobesa se pone en contacto con Antonio del Castillo. Vuelve a Sevilla en 1653 por un encargo
de las clarisas de Carmona, en torno a 1656 sigue estando en Córdoba y en 1656 fija su residencia en Sevilla, de la
que no se moverá ya para nada. El estilo de Valdés tiende a lo excesivo y dramático. Es partícipe del barroquismo
triunfante, tiene otro espacio que el de Murillo, y siempre cobró mucho menos. En 1661 viajó a Madrid y se
relacionó con Francisco Rizzi. La amistad con Miguel Mañara es fundamental. En 1672 está algún tiempo en Córdoba.
Llega a la cumbre de la pintura con sus vanitas para la iglesia del Hospital de la Caridad |fig95| |fig96|.
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4.6. Conclusiones finales

La pintura española del siglo XVI fluctuó intermitentemente y hasta mediados de la centuria entre los modelos
flamenco e italiano, sufriendo una interesante transformación pareja a la de la propia monarquía de Carlos V, de
origen flamenco, pero cada vez más hispánico e italiano, sobre todo, desde su coronación en Bolonia en 1530.
Durante el reinado de su hijo Felipe II las artes, y concretamente la pintura, van a enfocarse más que nunca en
función de la propaganda propia del poder.

Los pintores venidos de Italia para trabajar en las obras del monasterio de El Escorial difundirán definitivamente la
maniera italiana de los grandes maestros en España y ese será el germen de la pintura de la Contrarreforma, el
marco ideológico del Barroco.

El Barroco ocupa temporalmente desde el siglo XVII hasta mediados del XVIII. En el caso español se da la paradoja de
que este periodo coincide con el máximo esplendor cultural, el Siglo de Oro, y con una profunda crisis política,
económica y social, además del comienzo de la decadencia de su hegemonía europea. El reinado de Felipe III, Felipe
IV y Carlos II coincide con la pérdida del imperio europeo, con una decadencia económica derivada de las malas
cosechas y de diferentes epidemias, aparte de la mala administración que se hacía del tesoro americano. Asimismo
toda Europa aprovechó la reforma luterana para luchar contra los últimos vestigios medievales encarnados por el
Papado y el Imperio, frente a la reacción de la Iglesia en el Concilio de Trento que contó con pleno apoyo español, y
que usó el poder propagandístico del arte sobre las gentes en defensa de sus intereses.

El realismo y la religiosidad serán los motivos de esta ideología contrarreformista. No se trata de un realismo cruel o
patético, sino cotidiano, cercano, inmediato, con imágenes sacadas de la realidad, personas del entorno del artista
(La Sagrada Familia de Murillo; Cristo en casa de Marta y de María de Velázquez; la Soledad de Ribera) que conectan
directamente con la sensibilidad de los fieles. La temática versará especialmente sobre temas marianos
(Inmaculadas de Murillo o Zurbarán); exaltación de las buenas obras de santos penitentes (La Magdalena de Ribera,
San Francisco de Zurbarán) o caritativos (obras de Murillo o Valdés Leal en el Hospital de la Caridad de Sevilla) para
reforzar el valor de las obras buenas frente al protestantismo que confía en la salvación por la fe, exaltación de la
Eucaristía (Sagrada Forma de Claudio Coello); nuevos santos de la Contrarreforma y sus milagros (Santa Teresa, El
milagro del pozo, de Alonso Cano) y los “santos a lo divino”, personajes reales con atributos de sus santos patrones
(Santa Casilda de Zurbarán). Frente a esto, la pintura profana ocupa un valor secundario: pintura de paisaje o de
género, bodegones (iniciados por Sánchez Cotán) o la pintura mitológica, que suele tener un carácter cortesano y
valor simbólico, como los cuadros de Velázquez o los Trabajos de Hércules de Zurbarán para el Salón de Reinos del
Palacio del Buen Retiro. A ello debemos unir los encargos de la monarquía, sobre todo retratos, individuales o
familiares (Las Meninas). Se usaron para decorar estancias palaciegas de recreo (los retratos de caza) o de carácter
oficial (retratos ecuestres) e, incluso, podían servir como imagen del propio rey. En todos los retratos se emplea un
repertorio similar de elementos formales (cortina, silla, espejo, pose) de claro sentido alegórico/simbólico.

La pintura del siglo XVII experimentó una gran evolución estética que empezó en El Escorial, donde se inició el
camino hacia el realismo, al principio influenciado por el naturalismo tenebrista del italiano Caravaggio, que usaba
modelos reales y fuertes contrastes lumínicos que acentuaban la expresividad y fijaban la atención del espectador, y
posteriormente, una mayor luminosidad y una mayor libertad de la pincelada. Pero los pintores trabajaban por
encargo, como auténticos artesanos, siendo sus principales clientes el clero, la monarquía y la nobleza, lo que
condicionaba mucho la obra de arte. Algunos artistas lucharon contra esta consideración artesanal de la obra de
arte, como Pacheco en El Arte de la Pintura o el propio Velázquez, que no paró hasta ser ennoblecido.

Los principales focos de actividad pictórica española fueron Madrid y Sevilla. La primera, porque en ella estaba la
Corte, donde trabajará Velázquez; Sevilla porque todavía era una ciudad cosmopolita con importante proyección en
Andalucía, Extremadura y América, donde trabajaron Zurbarán, Murillo o Valdés Leal. En Valencia, trabajarán Ribalta
y Ribera.
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El Barroco ha sido definido como un movimiento artístico y literario iniciado en Italia entre finales del siglo XVI y
principios del XVII, que se caracteriza por el recargamiento estilístico y la búsqueda de efectismos con la
complicación de la forma y el fondo. Concretamente significó una reacción contra la excesiva frialdad del clasicismo
de finales del Manierismo, al tiempo que un elemento de propaganda contrarreformista y política. La cultura y el
arte barroco son los que van poniendo las bases últimas sobre las que se van a desarrollar los futuros movimientos
artísticos europeos.

Coincide con un contexto histórico muy diferente según qué zona, para unos en auge (Francia), para otros en declive
(España), lo que va a marcar de manera clara los diferentes estilos, por lo que podemos afirmar, como hemos visto a
lo largo de estas páginas, que dentro del barroco hay muchos barrocos, a veces tan diferentes que no son
comparables; pero hemos visto algo importante, cada vez más presente en el arte, la conexión, los intercambios y la
profusión de los conocimientos entre todos los artistas europeos, y el salto al nuevo mundo de las formas del viejo.

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