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LAVA.

Llegaron a Pucón a tiempo para cenar en el hotel. Después


dieron un paseo hasta el lago y se sentaron en el
pedregullo frío de la playa. Los dos habían pensado que el
lago estaba al pie del volcán pero todo era chato alrededor
del lago. Le preguntaron a un viejo con sombrero de paja
dónde estaba el volcán y el viejo se los señaló en el
horizonte. Estaba oscuro y solo se veía una mancha blanca
a media altura: el viejo dijo que era nieve permanente.
Después le preguntaron al barman del Toledano y el
barman señaló para el mismo lado pero dijo que el volcán
estaba a una distancia de veinte kilómetros, no cuarenta y
dos como había dicho el viejo.

—Si cada vez nos lo traen más cerca, sigamos preguntando


—dijo Sara.

Pero no volvieron a preguntar. Al día siguiente lo vieron.


Era marrón y gris y tenía la cima blanca. Era difícil calcular
a cuánto estaba. El tramo que lo separaba del pueblo era
una espesura de árboles sembrada de claros. Daban
ganas de caminar por ese parche verde. Daban ganas de
perderse en ese parche verde y salir del otro lado, al pie
del volcán, pero los primeros días no hicieron otra cosa que
ir del hotel a la playa y de la playa al hotel. Eran los días
más calurosos del verano y el agua del lago estaba helada
y parecía negra. La playa era angosta y no tenía arena: era
puro pedregullo de lava volcánica. Había quince, veinte
metros de ese pedregullo desde la orilla a la rambla y para
el mediodía estaba tan caliente que para llegar al agua sin
quemarte la planta de los pies tenías que ir calzado. La
orilla se volvía un reguero de sandalias y chancletas y
algunas se desamarraban y se metían flotando y siempre
había alguien buscando sus zapatos.

Comieron en el mismo restorán los dos primeros días y el


tercero se sentaron en una pescadería con manteles rojos
y blancos. Camilo dijo que le daban ganas de ir hasta el
volcán pero que todavía no.

—Ahora quiero estar acá, empedándome desde temprano,


yendo a la playa, comiendo bien, curtiendo noche y día.

Habían visto fotos de Pucón en una National Geographic


que Adela, la mejor amiga de Sara, dejó olvidada una
noche. Adela funcionaba de bibliotecaria en la Artigas-
Washington y había rescatado la revista de una donación
que acababan de recibir. Estaban revisando y limpiando
cada número cuando Adela se topó con el artículo sobre
los secoyas californianos. Lo que quería mostrarles era la
foto del tipo que había conseguido que los bosques de
secoyas fueran declarados reserva federal a principios del
siglo XX. El hombre de la foto era bajito, de lentes
redondos. Estaba sentado bajo un secoya y el tronco del
árbol era ancho como una pared. Luego de las tareas de
reconocimiento del primer día, minutos antes de emprender
el regreso al hotel, el tipo anunció que había decidido
pasar la noche en el bosque. Le dijeron que estaba loco,
que se viniera con ellos, que iban a volver con la salida del
sol para continuar con los trabajos de medición. Pero el
hombre era el líder del equipo, había sido el de la idea
original y el propulsor del proyecto y decidió quedarse. La
foto es la imagen que tuvieron de él cuando lo encontraron
con el sol todavía bajo. Estaba recostado en paz contra el
árbol. No llevaba los lentes y miraba a la cámara con los
ojos entrecerrados. El bigote no dejaba ver lo que hacía
con la boca pero parecía feliz. Adela estaba fascinada con
la foto. La había buscado sin fruto en internet, así que le
iba a hacer una copia al día siguiente. No podía entender
que a Sara y a Camilo la foto no los movilizara igual que a
ella. Cuando Sara le preguntó qué veía en la foto, se
encogió de hombros.

—¿No les gustaría que les pasara algo así? —dijo.


Adela pasó la noche en el sofá y se fue temprano la
mañana siguiente. La revista amaneció abierta, bocabajo
entre las patas de la mesa. Mientras desayunaban, Sara y
Camilo vieron las fotos de Pucón. Era un artículo de una
sola página al final de la revista. Sara tiene poco inglés,
Camilo ninguno, pero entendieron que Pucón estaba en el
sur de Chile y que era famoso por el volcán y por el pueblo
levantado sobre el lago.

¿Cómo habían llegado a convencerse de que el lago


estaba a la sombra del volcán? El tercer día, sentados
comiendo pescado en el Pucón real, pensaron que tal vez
había sido el modo en que las fotos estaban dispuestas en
la página. También podía ser el hecho de que a lo largo de
todo el artículo se la pasaran resaltando La Belleza del
Lago y La Grandiosidad del Volcán, muchas veces en la
misma frase. Capaz que no se trataba de un artículo, a fin
de cuentas. Capaz que lo que habían visto era una
publicidad turística del lugar. Era una buena publicidad
porque las imágenes eran persistentes. Unos días después
de haber visto el artículo volvieron a pensar en Pucón y lo
barajaron por primera vez como una opción para la luna de
miel. No era una luna de miel. No se iban a casar pero
habían decidido formar una familia. Se iban a ir dos
semanas a celebrar y a tratar de que Sara quedase
embarazada y les gustaba llamarla luna de miel. Estaban
entre Bahía, San Andrés o algún lugar con sierras o
montañas, tipo Mendoza. Se decidieron por Pucón porque
ninguno de los dos había pisado Chile y les gustaba la idea
de romper la tradición y en lugar de ir a una playa durante
el verano, ir a la montaña.

El restorán daba a un muelle de madera con botecitos


numerados. Sara quería saber qué diferencia había si eras
concebido con amor o en una violación o por puro
descuido. Tenía que haber una diferencia. No podía ser lo
mismo un buen lechazo que un polvo para matar el
aburrimiento. Tenía que tener un efecto en el bebé. Tenía
que afectarle el sistema inmunológico, la personalidad.
Ninguno de los dos conocía la historia de su concepción.
Camilo sabía nada más que la suya había ocurrido en
mayo. Sara había nacido año y medio después de su
hermana y estaba segura que no había sido planeada.
Deseada, sí. Planeada, no.

La rambla a esa altura se adelgazaba en una peatonal de


adoquines y la mayoría de la gente eran turistas, parejas o
familias con niños chicos y grupos de adolescentes que
jugaban a empujarse al agua. Tenían suerte de poder estar
buscando el embarazo. Ninguno había vivido nada
parecido.
—Le vamos a poder contar su historia —dijo Sara. Con la
mano abarcó el cielo del otro lado de la ventana, el lago, el
volcán—. Todo esto es parte de su historia y se la vamos a
poder contar.

Hicieron silencio durante el resto de la comida. No


precisaban estar en la cama para hacer el amor. El
sentimiento los acompañó cuando bajaron al muelle y
alquilaron un bote y luego el resto de la tarde y de la
noche. Se quedaron dando vueltas y no volvieron al hotel
hasta la madrugada. El bullicio de los turistas no los
tocaba. Ella se arreglaba el pelo, él decía algo, y hasta con
el gesto más mínimo estaban creando vida. Habían tenido
razón en venir a Pucón para intentar la vida de su hijo
porque era como estar adentro de un sueño, el volcán
siempre al fondo, igual a la idea que los había traído. Por
momentos te olvidabas de que el volcán existía. Pero una
parte tuya nunca se olvidaba y cuando levantabas la vista y
no lo veías te venía una desesperación, un vacío
implorante en el pecho. Después girabas y lo encontrabas,
en la dirección en la que siempre estaba y nunca se había
movido y nunca se iba a mover.

Camilo se despertó antes que Sara el quinto día y bajó a la


playa solo. Hacía calor y el agua estaba fría y esperó a que
su corazón volviera a latir con normalidad para echarse a
nadar. Desde el agua vio las nubes que rodeaban la cima
del volcán allá lejos. Tuvo que andar varios minutos con el
agua por las rodillas paralelo a la playa para encontrar la
chancleta que le faltaba. Estaba dada vuelta, apretada
contra una llanta de camión sobre la que un adolescente
descansaba despatarrado, manos y pies en el agua. El
adolescente era rubio y llevaba lentes de sol y no se
inmutó cuando Camilo se anunció diciendo permiso y
agarró su chancleta. En la calle volvió a ver el volcán, las
nubes verdegrises y livianas. Sus sombras estacionadas
en la pared de piedra parecían mercurio.

Se tiró bocabajo en la cama vacía y revuelta, luego se


juntó con Sara bajo la ducha.

—¿Vamos a pasear? —dijo—. ¿Vamos al volcán?


—¿Habrá un ómnibus que nos lleve? Debe haber un tour o
algo.

En recepción averiguaron: había varias agencias con


visitas guiadas al volcán pero iban a tener que esperar
hasta mañana. Los buses salían temprano y volvían con la
caída del sol. No tenían por qué ir al volcán. Podían hacer
un picnic donde fuera con tal que se tratara de un lugar
natural, sin gente. Compraron agua, galletas, manzanas y
cosas para hacer refuerzos. Camilo quiso llevar una botella
de vino y Sara dijo que por ella no se molestara.

—No voy a tomar más alcohol —dijo—. Lo que dure el


embarazo, por lo menos, no voy a tocar una gota.

Les llevó diez minutos salir al campo. Tuvieron un instante


de duda cuando vieron lo nublado que se había puesto,
pero no parecían nubes de tormenta, y la caminata se
volvía más agradable cuando las nubes tapaban el sol. La
calle principal del pueblo se convertía en una ruta y un par
de kilómetros más tarde, en una calle de tierra, y Sara y
Camilo se internaron cincuenta metros en el bosque y
anduvieron en la dirección general del volcán manteniendo
la calle siempre a la vista. Pararon a refrescarse. Camilo
prendió un cigarro y volvió a la calle para tratar de ubicarse
mientras ella, con la botella de agua en la mano, recorría el
claro observando la cantidad de hongos distintos que
crecían entre las raíces de los árboles.

Oyó que la llamaban y cuando miró, Camilo estaba parado


junto a una combi blanca, haciéndole señas para que se
acercara. El que manejaba se llamaba Alberto y era un
indio joven. Llevaba una camisa a cuadros remangada
hasta el codo y no paraba de secarse el bigote con los
nudillos. Hablaba un español mordido pero tenía los ojos
grandes y chispeantes y mirándolo a los ojos se hacía más
fácil comprender lo que decía. Vivía más adelante, en la
propia ladera del volcán. Por unos pocos pesos podían
pasar la noche, o todas las noches que quisieran, en casa
de su tío César, que tenía habitaciones disponibles.

—No tenemos ropa, no tenemos nada —dijo Sara.


—No precisamos nada —dijo Camilo—. Es una noche.
Vamos a ver el volcán de cerquita.

La combi no tenía asientos y tuvieron que sentarse en el


suelo, entre unas cajas de cartón cubiertas con frazadas.
Camilo preguntó qué había en las cajas.

—Son magachinas —dijo Alberto.


—¿Qué son magachinas? —dijo Sara.
—Está complicado de explicar —dijo Alberto.
—¿Son una planta? —dijo Sara.
—¿Plantas? No, qué ilusión.
—¿Las podemos ver? —dijo Camilo.
—Ni modo. Solo que fueran de ustedes podría yo
autorizarlos. Yo solamente llevo los encargos de acá para
allá. Tampoco es bueno hablar de ellas en su presencia.
—¿Por qué? —dijo Camilo.
—Porque no.
—¿A qué huelen? —dijo Sara.
—No les siento el olor —dijo Camilo.
—Yo sí.

La camioneta se sacudió durante un tramo largo y Sara se


quejó. Se agarraba las caderas y prefirió ir arrodillada.
Chequeó los ojos de Alberto en el retrovisor y corrió la
frazada de una de las cajas pero estaba cerrada con cinta
adhesiva. Apoyó la palma en uno de los lados y se
concentró.

—Está calentita —le susurró a Camilo.

Camilo desorbitó los ojos, miró el retrovisor, y le hizo señas


a Sara de que volviese a tapar la caja. Ella le pidió a
Alberto que abriese la ventana pero Alberto dijo que
todavía no, que había mucho polvo, y era verdad: las
ventanas de la combi estaban marrones y Alberto tenía que
accionar el limpiaparabrisas de tanto en tanto para poder
ver. De pronto la camioneta dobló, redujo la velocidad y
empezó a avanzar a marcha forzada por un terreno más
liso, y vieron surgir el volcán por el parabrisas. Era gigante
y la cima se perdía en las mismas nubes de hacía unas
horas. En un momento fue notorio que la combi empezaba
a ascender pero por más que subían el volcán no parecía
acercarse. Comieron una manzana cada uno y entonces
Alberto frenó, se bajó y les abrió desde afuera.
Se quedaron junto a la camioneta encendida mientras
Alberto golpeaba a la puerta de una casa y a los dos
segundos entraba. Las casas eran de madera y estaban
pintadas de azul y las ventanas eran cuadradas. Camilo se
separó de la combi, Sara lo imitó. Vieron más casas bajas
entre los árboles. Luego vieron a los niños. Bajaban
corriendo a los gritos en dirección a la camioneta por lo que
parecía el lecho seco de un arroyo. Después notaron lo
oscuro que estaba y levantaron la vista al unísono.

—A la mierda —dijo Camilo.

El volcán tapaba el sol. Las casas no estaban construidas


en la ladera, como había dicho Alberto. Estaban sobre un
promontorio de cara al volcán, y los separaba un valle
profundo y espeso. Desde donde estaban parados se
vislumbraba la base del volcán, el lugar exacto donde la
pared negra y corrugada rompía con la alfombra de
vegetación. Las nubes de la cima se habían evaporado y el
cielo parecía amarillo.

—No puedo creer —dijo Sara, estirando la mano para tocar


el volcán.

Los niños eran cinco y dos se subieron a la camioneta y


luego volvieron a salir, interrogaron a Sara y a Camilo con
los ojos, y cuando Sara les señaló la puerta abierta de la
casa salieron disparados. Todos menos uno que era flaco y
tenía vaqueros, championes y un canguro Nike rojo y
gastado. Para entretenimiento de Sara y Camilo, el niño
subió una y otra vez el par de escalones que llevaba al
porchecito de la casa, luego saltaba al pasto, caía en
posición agazapada y los miraba de reojo. Al final, los
niños volvieron a emerger, seguidos de Alberto y un
hombre de edad indefinida con un cigarro en la boca que
les estrechó la mano, les dijo cuánto salía la habitación y
los ayudó con los bolsos.

La habitación tenía dos camas separadas por una mesita y


un placar en un rincón. El techo era bajo y el piso de tierra
y junto a cada una de las camas había un candelabro con
una vela ya prendida. Sara se estiró en una cama, sobre la
frazada de lana, y suspiró. Camilo movió la mesita y acercó
la otra cama dejando espacio entre las dos para caminar.
Se sentó pero en seguida volvió a ponerse de pie. Camilo
descorrió la cortina floreada, abrió la ventana y prendió un
cigarro para mirar el volcán. Era todo negro, como si en
algún momento miles de años atrás se hubiese
desbordado por completo. Después de un rato empezabas
a distinguir grietas marrones de piedra común acá y allá.
—Podrías aprovechar y dejar de fumar vos también —dijo
Sara—. Vos también estás embarazado, si te ponés a
pensar.
—Técnicamente, no.
—Si te ponés a pensar, todo el mundo está embarazado.
—¿Qué estás diciendo?
—Si todo el mundo actuara como si estuviese embarazado,
la gente se cuidaría más. Se trataría mejor. No fumaría, no
tomaría, no pensaría estupideces. Si pensaras que adentro
llevás algo muy precioso y que lo tenés que cuidar, y que
nadie más lo puede hacer, dejarías las cosas que te hacen
mal, y todo sería distinto.
—Pero no todo el mundo está embarazado.
—Cada uno tiene su alma. Su propia vida. Llamale como
quieras.
—Pero es tu vida. Cuando estás embarazado, tenés una
vida que no es tuya adentro. Eso es estar embarazado.
Llevás una vida que no es tuya.
—Capaz que sería mejor pensar que la nuestra no es
nuestra. Seríamos más felices.

En ese momento César golpeó a la puerta. Les dejó dos


velas a cada uno y les dijo que en una horita salieran si
tenían hambre, que ya se iban a poner a cocinar. Luego se
quedó unos segundos en la puerta con una mano en el
bolsillo.

Sara llevó una vela al baño, y luego llamó a Camilo para


que viera lo linda que era la pileta de barro y cómo una de
las paredes estaba casi toda cubierta por una enredadera
que se había colado desde el exterior por la banderola.
César había dejado un latón con agua en el suelo y las
últimas hojas de la enredadera se habían metido en el
agua.

Podían oír las voces de afuera hablando un español


mezclado con otro idioma, y por la ventana vieron el trajinar
de siluetas entre las distintas fogatas. Había olor a carne
asada. Hicieron el amor con la ventana abierta. Ella lo
despertó cuando le picó el hambre.

Había cuatro fuegos a ras del suelo y la gente se


agrupaba. Había sopa de verduras, pollo en una salsa roja,
pescado a las brasas, ensalada de papas, ceviche,
lentejas, pan, fruta. A Camilo no le gustaba el pisco y tomó
cerveza. Sara le dio un sorbo al pisco y no lo volvió a
probar. La gente los saludaba pero no les daban charla. No
les preguntaban de dónde eran ni qué hacían, y Sara y
Camilo se sentaban a su lado en el suelo a comer y a mirar
el fuego y escuchaban su conversación. Eran indios flacos
y bajos y no se sentían obligados a hablar siempre en
español y había largos tramos de su conversación que
eran incomprensibles. Se servían directo de la mesa o de
la parrilla en platos de papel. Vieron a Alberto en uno de los
fuegos, comiendo en silencio junto a uno que parecía su
hermano y que no paraba de hablar. Cuando se percató de
que lo estaban mirando los saludó con la mano en alto.
Cuando estuvieron saciados, Sara y Camilo se apartaron
de la gente y se abrazaron.

—Nunca había visto las estrellas así —dijo Sara—. Se nota


clarito que unas están más cerca que otras.

De vuelta junto al fuego, un hombre de poncho rascaba


una guitarra y cantaba un lamento. Todos seguían la
música hamacándose, cantando, batiendo palmas con los
ojos rojos o como vacíos por las llamas. Había tres mujeres
sentadas lado a lado con una manta entre ellas y el fuego y
en la manta había platos con comida y vasos vacíos. La de
un extremo llevaba un niño en la falda y en un momento el
niño se levantó y caminó alrededor del fuego estudiando a
los reunidos y cuando llegó a Sara se le trepó en la falda
mirándola a los ojos, después cruzó los brazos con frío y
se le recostó. Antes de abrazarlo Sara miró a la madre del
niño y la mujer le devolvió la sonrisa.
—¿Es el mismo niño de cuando llegamos? —le preguntó a
Camilo.
—Este es más chico. ¿Qué tendrá? ¿Dos años?

El niño se quedó dormido y con él aúpa Sara se sumó al


canto. Coreaba las partes que se repetían y el resto del
tiempo tarareaba. Se compenetraba, miraba al cielo
cuando cantaba. De vez en cuando el niño lloriqueaba en
sueños y Sara se callaba, se movía para adelante y para
atrás.

Mirando las caras indias de las mujeres alrededor del


fuego, Camilo sintió una puntada de deseo. ¿Cómo vivían?
¿A qué olían? ¿Qué cosas harían en la cama y qué cosas
no?

Para el momento en que salió la luna, Sara bostezaba. Se


levantó y llevó al niño con su madre y se lo entregó
delicadamente. Luego hizo una especie de reverencia
japonesa como despedida. En la habitación se sentó cada
uno en su cama, ella con las piernas cruzadas.

—No puedo más —dijo Sara—. Es hermoso. Mientras lo


tenía aúpa, todo dormido, pensé que a mí también alguna
vez me habían tenido así, dormida. Pensé en mi madre.
Ella me tuvo así, y a ella también la auparon para que se
durmiera. Ella también lloró en los brazos de su madre, y la
abuela lloró en los de su propia madre… Por un momento
las tuve a todas en mis brazos hoy. Era mi madre la que
dormía en mis brazos enfrente al fueguito. Era mi abuela,
te juro. Por un momento me tenía a mí misma en brazos.
¿Me entendés?
—No quiero ni pensar lo que va a ser cuando estés
embarazada. Cuando tengas a tu propio hijo en los brazos.
—Estoy embarazada.
—No sabés si estás embarazada.
—¿Cómo que no sé?
—Llegamos recién hace unos días. ¿Cómo podés saber?
—¿Por qué te crees que el gurisito ese se me vino a los
brazos? Se dan cuenta de esas cosas. Todavía no
perdieron esa sensibilidad.
—Capaz que se te subió porque sí. Capaz que le gustaste y
punto.
—¿Le gusté? Le gusté. Le caí bien. Ahí va —dijo Sara,
sacudiendo la cabeza—. ¿Vos creés que es casualidad?
¿Sabías que cuando los varoncitos están especialmente
cariñosos con una embarazada es porque el bebe es una
nena?

Camilo se subió a la cama de ella y la besó. Sara no opuso


resistencia. Camilo le puso una mano en la barriga.
—¿Decís que va a ser nena?

Camilo estaba fatigado y distraído y no logró mantener una


erección por mucho tiempo. Se durmieron en el colchón
angosto. Él soñó que era de noche y estaba en un
descampado donde había hileras de mesas con gente
comiendo. Lo dominaba el vértigo de estar entre un mar de
gente que no conocía. Veía el resplandor de un fogón en
las caras de la gente. Veía las sombras que arrojaba, pero
cuando buscaba el fuego no lo encontraba. Giraba la
cabeza y el resplandor se movía y quedaba en otra parte.
Probó girar la cabeza despacio y el fuego se iba moviendo
a la misma velocidad, como si lo estuviese empujando con
el costado de sus ojos.

Lo despertó el olor. Sara olía a cebolla y estaba boca


arriba. Se rascaba el cuerpo y se quejaba con los ojos
cerrados, como luchando contra el sueño. Camilo la
sacudió y ella abrió los ojos y se miró los brazos y empezó
a susurrar en un volumen cada vez más fuerte.

—No sé qué tengo. No sé qué me pasa.

Estaba empapada en sudor. Las velas se habían apagado


y Camilo recordó dónde había dejado las nuevas, buscó el
encendedor en el pantalón tirado en el suelo y le acercó la
llama a la cara.

—Quema —gritó Sara.

Sara estaba en ropa interior y en el resplandor se veían


manchas en la piel. Sara se las rascaba furiosa. Camilo le
dijo que se iba a lastimar.

—Llevame al hospital —dijo ella. Lloraba—. No me aguanto.


Es horrible. Sacame de acá. Por favor, Camilo.

Intentó sentarse y a medio camino le vino una arcada y


vomitó en el suelo. Luego volvió a recostarse. Camilo se
puso el pantalón y salió al corredor en penumbra. Tardó en
acordarse cuál era la puerta del baño y cuál la del
dormitorio de César. Golpeó varias veces en la de la
derecha y como nadie respondió la abrió de golpe y era el
baño. Se dio vuelta, golpeó en la de César y lo llamó por
su nombre. Volvió a golpear y se oyeron pasos. César
parecía más pequeño a la luz de la vela que traía.
Preguntó qué pasaba. Tenía la voz ferrugienta en la
oscuridad. Llevaba puestos nada más los pantalones y
tenía los hombros angostos y el pecho liso. En el dormitorio
se paró al lado de Sara, que se frotaba contra el colchón y
se rascaba las piernas con ambas manos entre golpes de
llanto.

—¿Qué le pasa? —le preguntó.


—No sé qué me pasa. Me quiero sacar la piel a tiras.
—¿Le arde o le pica? —dijo César.

Sara no sabía cuál era la diferencia y César dijo que si le


daban ganas de rascarse era porque le picaba y a ella le
daban ganas de rascarse y Camilo dijo, Mire las marcas
que tiene. César acercó la vela al cuerpo de Sara y Sara
dio un respingo y le gritó que le alejara eso. César dio un
paso atrás y Sara pareció recuperarse por un instante y
finalmente quedó sentada. Le suplicó a César que la
sacara de ahí, que la llevara a un hospital.

—Esto no le puede hacer bien al bebé. Capaz que fue algo


en la comida —dijo, y se abrazó y empezó a hamacarse en
el borde de la cama con los ojos en la puerta. César se
acercó un paso para inspeccionarla mejor, luego giró y le
habló a Camilo.

—No es nada que haya comido —le dijo. De pronto, no se


sabe por qué, hacía un esfuerzo especial por no mirar a
Sara—. Lo que le pasa a la señora es que fue flechada por
el Molle. No es difícil de tratar. Tenemos que llevarla al
pozo mientras le hago la preparación, que puede tardar.
¿Puede caminar la señora?

—¿Podés caminar? —le preguntó Camilo.

Sara se obligó a ponerse de pie. César le ordenó a Camilo


que trajera la frazada de ella, y en ese orden salieron:
César adelante con una vela prendida, Sara detrás en ropa
interior, Camilo el último. César dejó la vela a un costado
de la puerta de calle, del lado de afuera. La luna estaba
alta. Camilo se abalanzó sobre Sara cuando ella gritó; el
aire fresco la había impactado. La envolvió en la frazada.
Después de temblar un rato en sus brazos, Sara preguntó
adónde la estaban llevando y se desvaneció. Camilo tuvo
que cargarla diez minutos eternos por una pendiente cada
vez más densa. Se preguntó si bajarían hasta lo más bajo
del valle. César le aconsejó que levantara las rodillas con
cada paso que diera para evitar enredarse con las ramas.
El cuerpo liviano de Sara, ahora dormido por la fiebre,
temblaba menos. Tenía las manos crispadas bajo el
mentón.

César los esperaba en una especie de claro. Estaba


hincado pero había algo mal: una de sus manos estaba
hundida en el suelo, como si se la hubiese tragado la tierra.
Luego Camilo sintió el ruido del agua cayendo y el olor
tenue y como a podrido del musgo. El agua se derramaba
por una pared de piedra y llenaba el pozo, que no tenía
más de tres metros de largo, y el pozo se evacuaba
lentamente por una cañada. César había hundido la mano
en el agua clara y buscaba algo en el fondo del pozo con la
mano. Cuando lo encontró, le hizo señas a Camilo y lo
ayudó a bajar a Sara al suelo. Ni bien sus pies tocaron el
agua, Sara dio un respingo y soltó un alarido que traía
atorado y miró alrededor sin saber qué veía. Cuando quiso
hablar tosió. César la agarró por atrás, de las axilas, y le
dijo a Camilo que la agarrara de las piernas y se metiera él
primero al pozo. El agua fría le iba a bajar la fiebre y aliviar
la comezón. Sara gritó hasta que estuvo sumergida por la
cintura. Había una especie de asiento natural en el pozo, y
una vez que Sara estuvo con el agua al cuello empezó a
suspirar y aflojarse. Camilo salió del pozo y se arrodilló
fuera del agua.

—Creo que ya sé lo que fue —dijo Sara—. Las magachinas


fueron. Me empezó a picar en la camioneta, me acuerdo.
¿Alberto? ¿César? Son gatos salvajes. Gatas. Yo soy
alérgica a los gatos. ¿Son gatos las magachinas, César?

César estaba a espaldas de Sara mirando el cielo con los


brazos en jarra. Sara trataba de mirarlo por encima del
hombro pero el esfuerzo la cansaba y cada tanto era
arrasada por una sensación placentera que le arrancaba
un bramido.

—Lo que tiene la señora es que se habrá sentado a la


sombra de un Molle. El Molle lo puede dejar así a uno. No
a todo el mundo, pero no es nada de qué preocuparse. Es
como una alergia. Es brava al principio, pero en unos días
ya no le va a doler.

Camilo preguntó si no se podía morir de eso y César dijo


no que él supiera. Sara preguntó qué era un Molle.

—Un árbol, ¿estuvo sentada bajo un árbol en algún


momento todo el día? –dijo César—. ¿Se acuerda?

Sara estaba convencida de que habían sido las


magachinas. Le habían hecho sentir rara en el estómago
ya durante el viaje en la camioneta. César dijo que no
sabía qué quería decir con lo de magachinas.

—Alberto, en las cajas —dijo Sara—. ¿Qué son? Las


transporta del pueblo. En la camioneta. Es su sobrino,
¿no? Se gana la vida. ¿No sabe cómo se gana la vida?
¿Qué tanto misterio?

Entonces pareció agotarse y miró a Camilo con una sonrisa


que decía que se daba por vencida. En el agua fría no le
picaba el cuerpo pero hablar demasiado le daba dolor de
cabeza y le pidió que le dijera a César que fuera a buscar
la camioneta.

—Nosotros esperamos, no hay problema. Vamos a estar


bien, pero tenemos que ver un médico. Ver que está todo
bien, que no pasó nada malo —dijo. Luego acomodó la
nuca contra el borde de piedra y cerró los ojos.

César le recomendó a Camilo que la sacara del agua


cuando empezara a tener frío. No le recomendaba que se
volviese a meter de cuerpo entero. Si le subía la fiebre de
nuevo, lo mejor era que empezara por meter los pies en el
pozo. Camilo le preguntó qué iba a hacer exactamente y
César le respondió que le iba a traer una preparación para
ponerle a la señora y que no iba a tardar más de diez
minutos en regresar.

Sara abrió los ojos y Camilo la ayudó a salir del agua. No


tenía fuerza en las piernas y se sentó en la roca junto a
Camilo, que la cubrió con la frazada y le dijo que César ya
venía con una crema. Sara se abrazaba las rodillas y
respiraba hondo y al rato se había destapado. El sutién
mojado le apretaba pero no podía controlar los dedos y
Camilo ayudó a sacárselo. Tenía la piel de los brazos y las
piernas hecha un mapa. Algunas marcas se le insinuaban
en la espalda. Eran más oscuras que la piel y se fueron
enrojeciendo con el paso de los minutos. Sara y Camilo las
estudiaron, y estudiándolas se maravillaron con la cantidad
de luz que había y se fijaron en la luna. El volcán no era
opaco como durante el día. Tenía un lustre tornasolado. En
los lugares de sombra entre los árboles la luna se movía
con un fulgor azul. El mismo color había en el agua, entre
los centellazos. Sara dijo que parecía Hawái, y Camilo se
largó a reír. Era una risa nerviosa y Sara no dudó en
abrazarlo. Le acomodó la cara en su pecho y empezó a
mecerse a izquierda y derecha mirando el cielo. Por efecto
de la altura a la que estaban o por la posición de la luna o
la del volcán, el cielo parecía tener forma de huevo y ellos
estaban adentro de ese huevo. Camilo se puso a llorar.
Sara le dijo que tenía las lágrimas calientes y él se calmó y
quedó escuchándole el corazón. Sintió la mano fría de
Sara en la espalda y se incorporó y le besó la frente. Tenía
fiebre y mientras se miraban a los ojos la recorrió un
chucho. Se miró brazos y piernas y se empezó a rascar y
le preguntó a Camilo cuál era el nombre del árbol que
había dicho César, el que supuestamente le había dado
alergia.
—Molle —dijo Camilo pasándole un dedo por las marcas
que tenía en el antebrazo. Tenían relieve y eran
suavísimas.

Había un supermercado Los Molles al que iba de chica con


sus padres, en qué lugar Sara no se acordaba, pero
siempre había pensado que Molle o Molles era el apellido
del dueño. Después dijo que se sentía muy mal. Se puso
en cuatro patas, se alejó unos metros gateando y vomitó
por segunda vez esa noche. Arrodillada en el pasto, se
miró las manos y después la barriga. Se agarró el cinturón
de grasa que tenía en la cintura y le dijo a su panza algo
que Camilo no llegó a oír. Parecía estar interrogándola,
implorándole algo.

Camilo le ofreció la manta y Sara la desdeñó y volvió a su


lugar. Esta vez se echó de lado junto al pozo y hundió un
brazo en el agua. Tenía los ojos brillantes, sonrientes.

—Agredida por un árbol —dijo—. ¿Cuándo fue que todo


cambió? Te juro…
—No sé qué hacer. No sé cómo te estás sintiendo. Te veo
sufrir, pero al mismo tiempo te veo feliz —dijo Camilo—. Te
miro, te escucho, y no sé.
—Es horrible, pero es importante cómo reaccione. Es
importante que esté fuerte, que cuide mis emociones —
dijo, y bajó un pie y se puso a hacer círculos en la
superficie—. Ya no soy yo sola. ¿Me rascás?

Camilo se arrodilló y empezó a frotarle brazos y piernas


con el agua helada del pozo. Sara le pidió que más
despacio. Con cada contacto gemía, y cuando abría los
ojos los dejaba clavados en el agua que se deslizaba y
caía toda rota por la piedra. Pasaron un tiempo en silencio
con el ruido a cascada. Unas luces como llamas bailaban
en la superficie pelada del volcán. Había otro ruido que
Camilo tardó en identificar. Era el viento y sonaba como un
motor exigido a fondo. Nunca llegaba a donde estaban
ellos. Se enroscaba en el volcán, en otros huecos del valle.
Camilo estuvo a punto de preguntarle a Sara si había visto
el ruido que hacía el viento, seguro de que los dos habían
estado prestando atención a la misma cosa, pero ella no
pensaba en eso. Le pidió a Camilo que le cantara algo.
Tenía la cabeza apoyada en un brazo y se rascaba
metódicamente el codo.

—Sabés que no sé cantar —dijo Camilo


—Vas a tener que aprender –dijo Sara, apretando los ojos
para forzar el sueño—. No hay nada más lindo que alguien
que te cante. Y vamos a contarle cuentos, y a malcriarlo
todo lo que podamos.
—Vamos a tener que mentirle —dijo Camilo—. Decirle que
Papá Noel existe, y que el conejo de Pascua y todo eso.
—No me hagas reír, Camilo —dijo Sara riéndose. Se movía
toda, hipaba y abría la boca grande—. Ay, por favor…

Luego, cuando ya podía respirar con normalidad, le pidió a


Camilo que la ayudara a ponerse derecha porque horizontal
se mareaba. Camilo se le sentó atrás, y ella recostó la
espalda en su pecho y quedó de piernas abiertas. Después
le pidió que cerrara la ventana. Pensaba que estaban de
vuelta en el hotel. Con la voz tomada por la fiebre, se
quejaba de que el volcán en la ventana no la dejaba dormir.
Después se rio con la garganta como si se hubiese dado
cuenta de su delirio, y Camilo se preguntó cómo haría la
gente del pueblo, si dormirían de ojos abiertos.

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