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ESCOCIA

Sabedor que la quietud y el tedio son hermanas, el viento se mueve, primero embistiendo
irreverente y de frente la roca; del estallido de este impacto una parte de él conserva la fuerza
suficiente para escalar la pared rocosa y tocar la orilla superior del acantilado, donde encuentra el
freno de los pies de Duncan. Desnudos sus dedos sobre la agrisada vegetación así están, fuera de
los planes del sol, la hierba, el mar y sus fríos talones. A la altura de sus ojos, extendiéndose con
obstinación (y tormentoso) el mar se empuja a sí mismo, se encima y se libera de sí, se atrapa, se
consuela y luego furioso se agrede. Con su mirada y en cada ola pone Duncan un anhelo y lo
ahoga, vaciándose de esperanzas, sumado a la legión de ríos que se desagotan en el mar para
fundirse con él. Medir el tiempo en estas circunstancias es imposible y estéril; el coraje aparece en
algún momento impreciso y acerca entonces los pies al borde del barranco. Las manos de la
angustia lo empujan por detrás, las manos del miedo le inmovilizan los pies, y en el medio de estas
dos tensiones enemigas Duncan llora en un grito tan semejante con el graznido agónico de un ave
del lugar que nadie de haberlo oído podría haber entendido lo que ese sonido dice de su
desesperación. En esa soledad barroca, hastiada de bellezas para los ojos, ni el reflejo del cielo en
el agua, ni la danza tierna de la hierba que prendida en la roca se abraza al viento para moverse, ni
el violáceo ímpetu del amanecer pueden disuadir a Duncan de avanzar fatalmente ese único y
elocuente paso al filo del acantilado. Unos centímetros de distancia entre su algo y la común nada.
Y de repente (no sabremos nunca si nacido en la tangible realidad o en el recuerdo) un sonido
comienza el viaje desesperado para llegar a tiempo de hallar aún oídos donde reverberar, y
atravesando los fiordos abismales y la frondosa y rebelde vegetación del paisaje, antes de que el
suelo abandone los pies de Duncan por debajo para darle lugar al aire y la nada, antes de ese paso
final sus oídos escuchan el eco de la risa de su hija, muerta hace breves días en el accidente
ferroviario de Glasgow, esa voz nacida del misterioso espacio al que ansían y no llegan la ciencia y
la filosofía, ese sonido de voz de niña bastó para hacerlo retroceder.

En el camino de regreso a su casa Duncan se prometió no intentarlo nunca más.

Única testigo de este intento, Escocia, permanecerá discreta. Su robusto arcón de secretos tiene
un tesoro más.

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