Está en la página 1de 3

Si quieres, puedes . . .

Uno de los agentes que Dios usó para proclamar las Buenas Nuevas al mundo fue Lucas,
que en los días de los apóstoles de Cristo era conocido como "el médico amado". Él
escribió el evangelio dirigido a los no judíos, es decir, al mundo gentil. En su libro Lucas
nos pinta por así decirlo, un retrato del carácter de Jesús y, por lo tanto, una descripción
de cómo es Dios. Cuando la gente lo leía, la verdad los transformaba. Por ejemplo,
tomemos la historia de cierto hombre especial, que fue un día a ver a Jesús. Lucas la
menciona en su evangelio, capítulo 5 y versículos 12 y 13. Allí dice que el pobre hombre
estaba "lleno de lepra". Los judíos consideraban a los leprosos seres inmundos, por lo que
éste, según la costumbre, debía haberse mantenido alejado y silencioso.
Lejos de sus amigos y parentela, el leproso debía llevar la maldición de su enfermedad.
Estaba obligado a publicar su propia calamidad, a rasgar sus vestiduras, y a hacer resonar
la alarma para advertir a todos que huyesen de su presencia contaminadora. El clamor
"¡Inmundo! ¡Inmundo!" que en tono triste exhalaba el desterrado solitario, era una señal
que se oía con temor y aborrecimiento. Pero en la mente del leproso cuya historia Lucas
relata, surgió una idea brillante. "¿Por qué no pedirle al Nazareno que nos trae tan buenas
noticias, que me limpie de mi lepra?" Ninguno de los que habían pedido su ayuda había
sido rechazado antes. Aunque a él, por su condición de leproso, no le era permitido entrar
en la ciudad, tal vez podría cruzarse con Jesús en algún atajo de los caminos de la
montaña, o quizás encontrarlo en las afueras de alguna aldea. Sí, la idea le parecía
brillante, y aunque las dificultades eran grandes, esta era su única esperanza. Si tú, amigo
o amiga de La Voz, hubieras sido ese hombre, ¿se te habría ocurrido algo así? Era una
idea que tenía sentido, y a Dios le agrada que tú y yo desarrollemos ideas que tengan
sentido. ¿Para qué sufrir en la soledad, en silencio y desanimados? ¿Por qué no le hablas
al mismo Salvador, en oración? ¡Atrévete! ¡Ven a él, cuéntale tu gran necesidad! ¡Hablar
con Dios en oración es algo que tiene muy buen sentido! Finalmente se presentó la
ocasión. La enfermedad había hecho estragos terribles; su cuerpo decadente ofrecía un
aspecto horrible. Al verlo, la gente retrocedía con terror, en su ansiedad de escapar de
todo contacto con él. Algunos trataban de evitar que se acercara a Jesús. Pero él ni los
veía ni los oía. No percibía tampoco sus expresiones de horror. Solamente veía al Hijo de
Dios y oía únicamente la voz que infundía vida a los moribundos. Acercándose con
esfuerzo, y cayendo postrado con el rostro en tierra delante de Jesús, el pobre leproso le
rogó: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". El hombre no lo sabía, pero acababa de tocar
un punto muy sensible en el corazón de Jesús, al decir "si quieres". Jesús no puede
ignorar esa expresión. ¡Podemos decir que Jesús se vio comprometido por la observación
del leproso! Un ruego así siempre tiene que provocar en él una respuesta positiva. ¡"Si
quieres. . ."! ¿Cómo podría Jesús jamás decirle a nadie: "No quiero limpiarte, ni sanarte ni
que seas feliz"? ¡Cristo no puede decirle tal cosa a nadie! ¡No podría apartarse! ¡Y nunca
va a apartarse de ti, aunque te sientas tan indigno o indigna como ese leproso! Entonces
Jesús hizo lo que a todo judío de ese tiempo le estaba prohibido hacer con un leproso. ". .
.extendiendo él la mano, le tocó". La gente lo miraba, admirada. Sin duda pensaban: "¿No
sabe Jesús que ahora va a quedar contagiado con la misma lepra? “Al mismo tiempo que
lo tocaba, Jesús le dijo: "Quiero".
¡Sí, quiero que seas limpio! ¡Cuando me lo preguntaste, no pude decir "No"! Mi deseo es
que todo leproso del mundo sea limpio. ¡Sí, sí! ¡"Sé limpio"! Una escritora inspirada relata
el incidente con las siguientes palabras: "De inmediato se realizó una transformación en
este hombre. Su carne se volvió sana, los nervios recuperaron la sensibilidad, los
músculos, la firmeza. La superficie tosca y escamosa, propia de la lepra, desapareció, y la
reemplazó un suave color rosado como el que se nota en la piel de un niño sano" (El
Deseado de todas las gentes, págs. 228229). ¿Adónde se fue la lepra? El autor del primer
evangelio, Mateo, nos dice dónde se fue, y qué sucedía cuando el Maestro sanaba y
limpiaba a las víctimas de esa enfermedad: ¡Jesús tomaba sobre sí mismo su impureza y
sus enfermedades! "Isaías. . . dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras
dolencias" (S. Mateo 8:17). Pero si Jesús tomó sobre su propio ser la lepra de ese hombre,
¿por qué no se enfermó también de lo mismo? En esta verdad se revela la gloria de la
justicia de Cristo: El llevó nuestros pecados, y sin embargo nunca llegó a ser un pecador.
"Llevó" también nuestras enfermedades, y sin embargo nunca se enfermó. El Salvador era
por sí mismo la Fuente de salud y de santidad. ¡Jesús era el Hijo de Dios! Era (y es) divino.
Fue por haber estado dispuesto a morir para perdonarnos, sanarnos y limpiarnos, que le
fue posible tomar todo eso y llevarlo sobre sí. Lucas se sentía feliz de escribir este
incidente para que lo leyeran los gentiles. ¡El cielo había bajado a este mundo tenebroso, y
había tocado a la humanidad! Amigo lector, hoy vivimos a dos mil años de distancia de la
época cuando Jesús caminó por los senderos de Galilea, sanando a "todos los enfermos y
oprimidos por el diablo", pero el poder sanador sigue residiendo en él. Y Cristo en este
mismo momento no está más lejos de ti que lo que estaba del leproso en ese día. Al obrar
esos poderosos milagros no hizo nada nuevo; simplemente, acortó el tiempo del
sanamiento. Por ejemplo, cuando Jesús realizó el famoso milagro de multiplicar el pan
necesario para alimentar a la multitud de cinco mil personas, simplemente acortó el tiempo
normalmente necesario para plantar la semilla, producir el grano, hacer la cosecha, moler
la harina y luego cocinar la masa en el horno para sacar de él el delicioso pan. Cuando
nuestro Salvador manda la lluvia y la luz del sol que hace crecer nuestras siembras, está
realizando el mismo milagro. Cuando tú comes el pan de cada día, estás consumiendo el
resultado de un milagro de ningún modo menor que ése. Te alegrarás de saber que en
cierto sentido el pan de tus comidas diarias es "santo", porque al igual que el del milagro,
ha salido de las manos del Salvador. A Cristo le costó su gran sacrificio proveer el pan
para nosotros. Y por eso Jesús nos dice: "Yo soy el pan de vida. . . Si no coméis la carne
del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros" (S. Juan 6:35, 53). No
es necesario ir a la catedral para comer la Cena del Señor, la Eucaristía. A lo que Cristo se
refiere es a nuestras comidas cotidianas; él se dio a sí mismo por ti; o el creyente come
"discerniendo el cuerpo del Señor" y dando gracias con fe, o "come indignamente", y
entonces "juicio come y bebe para sí" (1 Corintios 11:29). La idea que expresa la Biblia es
que Jesús se halla íntimamente cerca de nosotros, y es tarea nuestra reconocerlo y dejar
que su amor humille nuestros orgullosos corazones. O creemos con corazones
enternecidos y humildes, o nos unimos a quienes lo crucifican "de nuevo" (Hebreos
6:6).Del mismo modo hoy, cuando oras en busca de salud, debes esperar con paciencia el
desarrollo de su milagro. El primer paso es oírlo decirte: "Quiero; sé limpio". En seguida
viene el próximo paso que tú debes dar: creer en lo que te ha dicho y agradecerle de
antemano por amarte, por sanarte, por perdonarte.
Crees que él quiere sanarte y cooperas con él, cuidando de tu salud al ejercer dominio
propio y al obedecer las leyes divinas que gobiernan nuestra salud; entonces, "espera a
Jehová", confiado y en paz (Salmos 27:14).La misma escritora citada anteriormente,
comentando el tema que estamos tratando, dice: "La obra de Cristo al purificar al leproso
de su terrible enfermedad es una ilustración de su obra de limpiar el alma de pecado. El
hombre que se presentó a Jesús estaba "lleno de lepra". El mortífero veneno impregnaba
todo su cuerpo. Los discípulos trataron de impedir que su Maestro le tocase porque el que
tocaba un leproso se volvía inmundo. Pero al poner su mano sobre el leproso, Jesús no
recibió ninguna contaminación. Su toque impartía un poder vivificador. La lepra fue
quitada. "Así sucede con la lepra del pecado, que es arraigada, mortífera e imposible de
ser eliminada por el poder humano. 'Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente.
Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa ilesa, sino herida, hinchazón y
podrida llaga' (Isaías 1:5, 6). Pero Jesús, al venir a morar en la humanidad, no se
contamina. Su presencia tiene poder para sanar al pecador. Quien quiera caer a sus pies,
diciendo con fe: 'Señor, si quieres, puedes limpiarme', oirá la respuesta: 'Quiero; sé limpio'.
El leproso halló en Cristo curación, tanto para el alma como para el cuerpo. La curación
espiritual fue seguida por la restauración física. . . Hay hoy miles que están sufriendo de
enfermedad física. . . La carga de pecado, con su intranquilidad y deseos no satisfechos es
el fundamento de sus enfermedades. No pueden hallar alivio hasta que vengan al Médico
del alma. La paz que él solo puede dar, impartiría vigor a la mente y salud al cuerpo" (El
Deseado de todas las gentes, págs. 235 y 236).
El propósito de este mensaje es establecer un vínculo personal entre tú y tu Padre
celestial, un vínculo establecido cuando recibes en tu corazón "la fe de Jesús". ¡Debes
hacer la elección de creer que el Padre te ha adoptado como miembro de su familia
celestial, de modo que ahora estás tan cerca de él como su propio Hijo: Jesús! Y en el
momento que crees estas buenas nuevas, experimentas un cambio de corazón; te
reconcilias con Dios, y por consiguiente, tu corazón se reconcilia también con su Santa
Ley.

También podría gustarte