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Claudio Veliz. La Mesa de Tres Patas.

Desarrollo Económico Vol. III Nº1-2. 1963.

LA MESA DE TRES PATAS

CLAUDIO VELIZ∗

Durante los cien años en que gran parte del mundo entró con paso
firme al camino del progreso industrial acelerado, Chile vivió
dominado por tres grupos de presión cuyos intereses económicos
eran absolutamente incompatibles con el tipo de política necesaria
para la industrialización del país. La mesa del festín chileno tuvo tres
patas. Esta es la respuesta breve a la necesaria, insistente e
inteligente interrogante: ¿Por qué Chile no es una nación industrial,
próspera y avanzada? Si se va a rechazar de plano la filosofía de la
mendicidad es necesario contestar antes esta pregunta porque si la
respuesta incluye factores intrínsecos, taras consuetudinarias,
incapacidades congénitas en nuestra tierra y nuestro pueblo,
entonces, lógicamente, la única esperanza radica en la mendicidad
exitosa y los mejores patriotas serán nuestros mejores mendigos. Si
somos incapaces de crear, entonces vengan las soluciones hechas,
las artes estereotipadas, las respuestas digeridas, los capitales y los
empresarios. Si somos incapaces de aprender, vengan los
regimientos de técnicos, los asesores económicos, los expertos fi-
nancieros y los senadores en visita. Aun más, si somos incapaces de
gobernarnos, vengan entonces, por favor, los consejeros políticos, los
asesores misteriosos, los curiosos embajadores y las misiones de
observadores a tomarle el pulso a nuestro país, sugerir direcciones,
arbitrios y métodos para llevarlo por tal o cual camino: vengan los
procónsules y las misiones militares para defendernos, los excedentes
agrícolas para alimentarnos y la condición de libre asociación estatal
como premio eventual al buen comportamiento.
Es obvio que la respuesta a estas preguntas es importante. ¿Es
nuestra nación incapaz de desarrollarse aceleradamente? ¿Es mues-
tra historia económica evidencia suficiente de esto? ¿Perdemos el
tiempo cuando tratamos de remediar nuestro vergonzoso atraso
apelando a los recursos humanos criollas? Estos son problemas que
han preocupado a los chilenos en forma intermitente durante bas-
tante tiempo. A los niveles más bajos del pensamiento especulativo
han florecido de vez en cuando diversas explicaciones de nuestro

Profesor de Historia Económica en la Universidad de Chile.

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atraso económico que están estrechamente relacionadas con la


supuesta incapacidad de nuestros recursos humanos -actuales o
potenciales- pare enfrentarse a los problemas del crecimiento
acelerado. Las hay desde aquellas que sostienen que nuestra com-
posición racial es defectuosa debido al flujo excesivo de sangre
indígena qua ha diluido las cualidades de empresarios de ciertos
grupos provenientes de la península ibérica, hasta aquellas qua
arguyen qua nuestra situación geográfica, nuestra población, nuestro
clima o nuestros hábitos sociales -juntos o separadamente- son
responsables de nuestra manifiesta falta de crecimiento. Claro está
que si esta inferioridad económica -como la llamó Francisco Encina-
se debiera en efecto al debilitamiento de la corriente
castellano-vasca, bastaría viajar por Castilla para presenciar un
fenomenal auge industrial; prosperidad material evidente; progreso
cultural en todos sus aspectos. Es dudoso qua araucanos en número
suficiente hubieran podido viajar a la península a diluir el precioso
fluido castellano en aquellas notabilísimas regiones qua exhiben
características de atraso, miseria y estancamiento tan abrumadoras
como las de gran parte de nuestro país.
Este tipo de explicación es absurda. No es cierto que el chileno sea
incapaz de comprender el funcionamiento de una máquina
complicada: no es cierto qua sea incapaz de idear, dirigir o someterse
a regímenes administrativos complejos; no es cierto que nuestro
problema de atraso económico sea función de nuestra ignorancia o de
nuestra incapacidad para aprender nuevas técnicas. El conocimiento
de estas técnicas ha estado con nosotros durante mucho tiempo y,
aunque así no fuera, bastaría un período relativamente breve para
incorporarlas a nuestro bagaje cultural. No es ese el problema, como
tampoco lo es el de la posición geográfica -he ahí el Japón, Nueva
Zelandia o la Unión Sudafricana- ni el de la escasa población: Bélgica
se industrializó antes qua Alemania o Francia con una población
minúscula; Noruega goza de un nivel de vida elevado a pesar de
tener la mitad de nuestro actual número de habitantes.
Tampoco es necesariamente cierto qua todas estas razones juntas
expliquen nuestro atraso. Argumentos parecidos fueron esgrimidos
hace un siglo atrás cuando el Japón, racialmente diferente, sin
tradiciones tecnológicas notables, alejado de las corrientes
mercantiles principales, gozando de la enemistad activa de las
grandes potencias y con un territorio limitado en extensión y pobre

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en recursos naturales, anunció al mundo su intención de trans-


formarse en breve plazo en una gran potencia industrial.
Desde luego es inaceptable basar argumentos de esta clase sobre
analogías históricas. Todos los seres humanos son diferentes y todas
las provincias, ciudades, países, naciones y continentes tienen
personalidad propia, idiosincrasia diferente, trayectoria histórica
especial y geografía determinada a incomparable. Sin embargo, es
posible generalizar con cierta superficialidad acerca de la experiencia
colectiva de la humanidad. Todos los procesos de crecimiento
industrial acelerado son diferentes, pero en esencia, son lo
suficientemente similares y tienen características comunes que
permiten clasificarlos como tales. La revolución industrial en Alemania
fue diferente de aquellas qua cambiaron la estructura económica del
Japón o los Estados Unidos, pero existen suficientes similitudes entre
ellas para que puedan ser clasificadas bajo el mismo encabezamiento.
Del mismo modo, a pesar de que todas las montañas son diferentes,
existe acuerdo unánime acerca de las condiciones y calidades que
hacen de un montón de piedras y tierra una montaña.
Entonces es perfectamente posible plantear la interrogante, ¿por
qué Chile no es una gran nación industrial? A juzgar por los empeños
que los filósofos de la mendicidad ponen en resolver el problema
extendiendo la mano, se podría deducir qua las evidentes deficiencias
en nuestro desarrollo han sido la consecuencia de la ausencia de la
generosidad de parte de las grandes potencias para con nosotros
durante los últimos ciento cincuenta años. Es decir, si la ayuda por la
qua hoy claman tantos hubiera llegado oportunamente, cien,
cincuenta o treinta años atrás, seríamos hoy día una nación
industrializada? ¿Sería Chile la Noruega o la Suecia de América
Latina?
Evidentemente no. Chile recibió durante el siglo diecinueve y buena
parte del actual, cuantiosas inversiones extranjeras. También las
recibieron Egipto, Panamá, Argentina y Argelia. Más importantes aun
han sido las inversiones extranjeras que en las últimas décadas han
llegado a las parcelas petroleras del Medio Oriente o Venezuela y
todos estos países, junto a Chile, se distinguen hoy precisamente por
su atraso y no por su prosperidad económica.
Otra explicación qua de vez en cuando asoma a la superficie es
aquella que dice que Chile es un país pobre porque es pobre. Que
Chile siempre ha sido pobre, sin capitales, sin población, sin recursos.

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Esto es absurdo. Nuestro país durante la segunda mitad del siglo


pasado y por lo menos hasta la segunda década del actual, era sin
duda alguna una nación rica. El Japón de la Era Meiji no tuvo nunca a
su disposición ingresos qua siquiera se aproximaran a los que produjo
el auge salitrero. Antes del salitre, el solo yacimiento argentífero de
Chañarcillo produjo ingresos que, de haber sido invertidos
eficientemente, seguramente hubieran adelantado a Chile hacia la
industrialización. Igual cosa es posible mantener con respecto a
Tamaya, Tres Puntas y una docena de otros riquísimos yacimientos
minerales. Es posible descartar, por consiguiente, el pintoresco
argumento circular que explica que nuestra pobreza se debe a
nuestra pobreza.
A esta altura es prudente aclarar que en este trabajo el uso
indiscriminado de los términos “desarrollo acelerado”, “desarrollo
económico”, “industrialización”, y, finalmente “progreso” a secas, es
absolutamente intencional. No se trata aquí de defender la tesis de
que el único desarrollo o progreso posible sea el económico pero sí la
de que sin desarrollo económico cualquier otro tipo de adelanto es
dificilísimo. Esto no quiere decir de ningún modo que habiendo
logrado un desarrollo económico acelerado, una nación
automáticamente progresará en las artes, la literatura y los afanes
civilizados. Es perfectamente posible que un pueblo bien alimentado y
abrigado no atine sino a aburrirse soberanamente. Pero este es un
problema hipotético que no puede preocupar a nadie en su sano
juicio. Cuando llegue tal aburrimiento colectivo -si es que llega- será
el momento de inventar algo para despertar a nuestros congéneres.
De todos modos, es muchísimo mejor tener seres humanos bien
alimentados y aburridos que seres humanos muertos de hambre en la
infancia; seres humanos arrastrando existencias miserables,
condenados a la ignorancia, el frío, el hambre y la humillación por
una sociedad injustamente estructurada e incapaz de resolver sus
problemas por urgentes y sencillos que estos sean.
Sin desarrollo económico es prácticamente imposible que una
nación pueda movilizar la capacidad creadora de sus miembros. La
tarea de realizar el potencial creador de cada individuo se hace
dificilísima: el goce civilizado de las artes y de las letras por la
pequeñísima minoría que tiene acceso a la instrucción y al ocio
civilizado se ve ensombrecido por la ausencia de diálogo con sus
congéneres. Es perfectamente lícito -por consiguiente- dedicar tiempo

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a ingenio a dilucidar la interrogante económica sabiendo que al


mismo tiempo se está iluminando el problema más vasto, complejo a
importante, aunque dependiente de aquella, del progreso general.
Es conveniente hacer un breve aparte pare explicar que las
referencias alternadas a Chile y América Latina que se han hecho más
arriba y que continuarán haciéndose, son igualmente intencionadas.
La parte vertebral de nuestro asunto concierne, lógicamente, a Chile.
Pero el problema económico, social y político que nos preocupa es
fundamentalmente latinoamericano. Puede que en una época haya
sido posible meditar sobre estos problemas restringiéndose
exclusivamente a la faja territorial entre los Andes, el desierto y el
mar. Hoy día esto no es posible. El futuro de América Latina es uno
solo y cada país debe resolver sus problemas teniendo siempre en
mente la unidad de los pueblos de América Latina. Hasta ahora ha
sido orgulloso alarde de todos los grupos rectores de la vida
económica, política y social de cada uno de los países de América
Latina el ser los más europeos del continente. El aristócrata
venezolano, el oligarca colombiano o el intelectual peruano se han
enorgullecido tanto de su fluido francés como el estadista chileno o el
legislador uruguayo de su apego por las formas institucionales del
Viejo Continente. Hoy día tales alardes suenan a hueco. Nuestros
grupos dirigentes, más europeos que Bolívar, más europeos que
O’Higgins, mucho más europeos que Portales, Siqueiros, Neruda o
Villalobos; muchísimo más parisinos y londinenses que los araucanos,
chilenos, quechuas, peruanos y aymaraes, no pasan de ser fallidas
imitaciones de tercera clase. Han fracasado donde sus idolatrados
europeos han triunfado: los unos han creado, los otros sólo han
atinado a imitar estérilmente. El patético arribismo de estos grupos
dirigentes, más preocupados del chisme de moda en la tertulia
parisiense que del mundo nuevo que se debatía a sus espaldas es hoy
día buen tema para el estudioso costumbrista, pero de ninguna
manera guía para un futuro en que debe participar vitalmente el
pueblo de América Latina.
Hoy día es conveniente vacilar antes de trazar la frontera entre el
pueblo chileno y el peruano: entre el boliviano y el chileno: entre el
chileno y el argentino y más allá, hasta tocar las aguas del Atlántico y
las del Caribe.
Durante el siglo diecinueve, era inconcebible plantear programas de
industrialización nacionales sin establecer barreras proteccionistas

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importantes. Existía entonces una coincidencia evidente entre la


posibilidad de que una nación se industrializará y la aceptación de un
régimen proteccionista por aquellos que manejaban la política
económica. Esto no quiere decir que todas aquellas naciones que
adoptaron regímenes proteccionistas se industrializaron, sino que en
la ausencia de protección arancelaria, la industrialización era
prácticamente imposible. Gran Bretaña, por ejemplo, echó las bases
de su industria textil -la columna vertebral de su crecimiento
industrial- al abrigo de la Legislación proteccionista más severa de
Europa. No se trataba de imponer impuestos elevados sino de cosas
peores. El ciudadano sorprendido exportando lana cruda era
condenado a perder la mano derecha. Si reincidía, era ahorcado. La
legislación doméstica era igualmente clara. Estaba prohibido enterrar
un cadáver sin que antes el párroco del lugar certificara que el
sudario de lana inglesa era de fabricación inglesa. Y así
sucesivamente. Cuando Gran Bretaña -un siglo más tarde- empezó a
predicar el librecambismo lo hizo sabiendo que no había ninguna
nación en el mundo entero que pudiera competir con sus industrias.
El comienzo de la revolución industrial en los Estados Unidos tuvo
lugar durante las últimas décadas de las guerras francesas, cuando el
bloqueo continental y el embargo habían interrumpido el tráfico
comercial transatlántico. El algodón se amontonó en los muelles de
los puertos del Sur del país y su precio descendió vertiginosamente,
mientras el Norte, imposibilitado de adquirir manufactures inglesas,
presenciaba el rápido ascenso de los precios de los productos
manufacturados, incluyendo los textiles de algodón. Fue bajo estas
condiciones especialísimas, con abundante materia prima, a bajos
precios y un vasto mercado interno protegido por la mejor barrera: la
exclusión total por cuestión bélica, cuando se hicieron las primeras
inversiones domésticas en la industria textil en los estados de Nueva
Inglaterra. Al terminar las guerras napoleónicas, ya existía en el
Norte un grupo de presión industrial que planteó una política
proteccionista para la Unión a fin de defender las nuevas
manufacturas textiles de las importaciones británicas y a la vez
continuar teniendo acceso fácil al algodón de los Estados del Sur. Los
sureños, al contrario, siendo exportadores de materias primas, eran
fundamentalmente librecambistas y esta divergencia objetiva entre
Norte y Sur fue una de las causas fundamentales de la Guerra Civil.
Evidencia de esto es que el Norte triunfante levantó alrededor de los

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Estados unificados una de las barreras proteccionistas más altas de la


historia moderna. La consolidación y el período posterior de enorme
crecimiento industrial estadounidense se hicieron al abrigo de esta
protección.
Alemania tampoco es excepción a esta regla. Hasta la mitad de la
década de 1879 Bismarck dejó los asuntos económicos del Imperio en
manos de su Ministro de Hacienda, Delbrück, un librecambista
furibundo. Los junker, que constituían el principal grupo de presión
política y económica de la nación estaba totalmente de acuerdo con
esta política puesto que eran exportadores de cereales y no tenían
ingerencia directa ni indirecta en cuestiones industriales y
mercantiles. Al sobrevenir la Gran Crisis de 1873, que causa la
quiebra de un vasto sector industrial alemán, se hizo también
presente en Europa el peligro de las grandes exportaciones trigueras
estadounidenses y rusas. Los junker -y hay que recordar que
Bismarck también era junker- cambiaron rápidamente de actitud y se
transformaron en fervientes proteccionistas, para proteger el
mercado interno del trigo estadounidense y ruso. Así se formó un
frente común con los intereses industriales, también proteccionistas,
que especialmente a raíz de la gran Crisis clamaban por alguna
defensa en contra de las manufacturas inglesas. Bismarck le pidió la
renuncia a Delbrück, tomó las riendas de la política económica y le
dio al país una fuerte protección arancelaria, tanto industrial como
agrícola.
Así sucesivamente, casi sin excepción, aquellas naciones que se
industrializaron durante el siglo pasado lo hicieron previa adopción de
una política proteccionista decidida. Por esto, el debate entre las
posiciones proteccionista y librecambista que ha tenido lugar
irregularmente en Chile durante los últimos cien años es de
extraordinaria importancia. Nuevamente es necesario aclarar que no
se trata aquí de sugerir que si Chile hubiera adoptado una política
proteccionista decidida, se hubiera industrializado automáticamente y
se hubiera desarrollado en todos los ámbitos de la actividad humana.
Es perfectamente posible -y ha ocurrido en varias oportunidades- que
una nación con altos niveles de protección arancelaria albergue una
pequeña industria monopólica y estática que se transforme en
poderoso obstáculo al crecimiento económico general. En algunos
sectores de la economía chilena esto es precisamente lo que ha
ocurrido. Aquí se trata de mostrar como la primera condición, quizás

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la más elemental para la industrialización de un país durante el siglo


pasado, no se dio en Chile por rezones objetivas que no tienen nada
que ver con la composición racial del pueblo chileno o con la
abundancia o escasez de recursos naturales.
Durante los años transcurridos entre la independencia de España y
la Gran Crisis de 1929, la economía chilena estuvo dominada por tres
grupos de presión de importancia fundamental: las tres patas de la
mesa económica nacional. En primer lugar estaban los exportadores
mineros del norte del país; luego estaban los exportadores
agropecuarios del sur y finalmente las grandes firmas importadoras,
generalmente localizadas en el centro en Santiago y Valparaíso,
aunque operaban en todo el territorio. Entre estos tres grupos de
presión existía absoluto acuerdo respecto a la política económica que
debía tener el país. No había ningún otro grupo que pudiera desafiar
su poder económico, político y social, y entre los tres dominaban
totalmente la vida nacional, desde los afanes municipales, hasta las
representaciones diplomáticas, la legislación económica y las carreras
de caballos.
Los exportadores mineros del norte del país eran librecambistas.
Esta posición no se debía fundamentalmente a razones de tipo
doctrinario -aunque también las hubo- sino al hecho sencillo de que
estos señores estaban dotados de sentido común. Ellos exportaban
cobre, plata, salitre y otros minerales de menor importancia a Europa
y los Estados Unidos, donde recibían su pago en libras esterlinas o
dólares. Con este dinero adquirían equipos, maquinarias,
manufacturas o productos de consumo de buena calidad a precios
muy bajos. Es difícil concebir altruismo, elevación de miras o visión
profética que hicieran que estos exportadores aceptaran pagar
derechos de exportación a importación en aras de una posible
industrialización del país. Apegados al ideario liberal de la época,
hubieran argumentado que si realmente valía la pena fomentar la
industria chilena, esta debía ser por lo menos lo bastante eficiente
como para competir con la europea que debía pagar un flete elevado
antes de llegar a nuestras playas. Si la industria chilena no podía
hacerlo, entonces produciría necesariamente precios muy elevados
que harían aun más apremiante la difícil situación económica de las
clases trabajadoras y elevarían artificialmente los costos de la
producción minera, haciéndola correr el riesgo de quedar fuera del
mercado mundial.

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Si alguien tenía que subvencionar indirectamente el establecimiento


de una industria en Chile, ¿por qué tenían qué ser los mineros? La
minería ya estaba manteniendo al país y sería una injusticia clara
echarles encima además la responsabilidad de financiar Industrias
nacientes. También estaba muy presente en estos argumentos la
necesidad de industrializar el país. Pero con recursos mineros
aparentemente inextinguibles y una demanda mundial con
posibilidades ilimitadas, ¿cuál era el objeto de perder el sueño
tratando de competir industrialmente contra los titanes europeos? La
base de la economía nacional era la especialización. Chile debía
especializarse en producir minerales y materias primas, así como
Gran Bretaña, los Estados Unidos y Alemania se especializaban en
producir manufacturas. Mientras Chile tuviera minerales qua exportar
no había necesidad de preocuparse del hipotético problema de
establecer Industrias nacionales.
Esgrimiendo razones tan sólidamente entroncadas en el sentido
común y además reforzadas por la doctrina liberal ambiente, los
exportadores mineros del norte continuaron vistiéndose en Londres,
adornando a sus mujeres en París, amueblando sus casas en Italia,
gustando en su mesa vinos y licores franceses, importando rasos,
terciopelos, bisutería y cristalería, todo pagado generosamente con
las ricas vísceras metálicas de nuestro duro terruño nortino.
Los exportadores agropecuarios del sur del país también eran
decididamente librecambistas. Colocaban su trigo y harina en Europa,
California y Australia. Vestían a sus huasos con ponchos de bayeta
inglesa; montaban en sillas fabricadas por los mejores talabarteros
de Londres; consumían champaña de verdad a iluminaban sus
mansiones con lámparas florentinas. Por la noche se acostaban en
camas hechas por excelentes ebanistas ingleses, entre sábanas de
hilo irlandés y abrigados con frazadas de lana inglesa. Sus camisas de
seda venían de Italia y las joyas y adornos de sus mujeres de
Londres, París y Roma. Pare estos hacendados pagados en libras
esterlinas la idea de gravar la exportación de trigo o de imponer
derechos proteccionistas sobre las importaciones era sencillamente
digno de un manicomio. Si Chile quería industria propia para producir
bayetas, muy bien, que la tuviera, pero que produjera paño de tan
buena calidad y tan bajo precio como el inglés. De otra manera el
proyecto era una estafa. Por estas sencillas rezones de solidez
intachable, el exportador agropecuario del sur estaba plenamente de

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acuerdo con el exportador minero del norte y ambos presionaban


sobre el gobierno para que Chile mantuviera una política económica
de carácter librecambista.
Las grandes firmas importadoras con sede en Valparaíso y Santiago
también eran librecambistas. ¡ Se imaginaría alguien a una firma
importadora defendiendo el establecimiento de fuertes derechos de
importación para proteger a una industria nacional!
He ahí la poderosa coalición de fuertes intereses qua dominó la
política económica de Chile durante todo el siglo pasado y parte del
actual. Ninguno de estos tres grupos de presión tenía razones de
peso pare abogar por una política proteccionista. Ninguno de los tres
tenía el más mínimo interés en que Chile se industrializara. Ellos
monopolizaban los tres poderes de cualquier escala social: poder
económico, poder político y prestigio social y sólo en contadas
ocasiones vieron peligrar el control absoluto qua ejercían sobre la
nación.
Vale la pena mencionar, aunque sea de pasada, un incidente
interesantísimo que tuvo lugar entre altos grupos de presión y el
economista francés Jean Gustave Courcelle-Seneuil. Se recordará que
el gobierno de Chile contrató a Courcelle-Seneuil para que dictara la
cátedra de economía política en el Instituto Nacional y actuara
además como asesor gubernamental en material de esa especialidad.
El economista francés, un verdadero campeón del librecambismo en
su época, llegó a Chile en 1855. El gobierno le encargó como primera
tarea el hacer un estudio comparativo de las legislaciones aduaneras
de Chile, Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos.
Se esperaba que el erudito visitante recomendara la revisión total
de las pequeñas barreras arancelarias que aun quedaban desde la
época de Rengifo pero, para sorpresa y desazón de todos,
Courcelle-Seneuil concluyó que tal revisión no era necesaria. No
conformes con este veredicto -ampliamente documentado y co-
mentado- los librecambistas chilenos insistieron algunos años más
tarde, cuando Courcelle-Seneuil retornó de un viaje a Europa. Ante
tal presión, el economista accedió y procedió a entregar un proyecto
de reforma en que la Ordenanza de Aduanas de Chile aparecía un
poco más racionalizada y simplificada, pero que dejaba lo
fundamental intacto. Nueva tormenta parlamentaria. Se criticó
amargamente el hecho de que se hubiera dejado en pie un impuesto
de 25% sobre la importación de ropa hecha con el pretexto de que

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esto encarecía la vida de las clases asalariadas. Se objetó el impuesto


de 25% sobre la importación de carbón de piedra extranjero a pesar
de que esta medida estaba destinada exclusivamente a proteger a la
industria carbonífera y a la marina mercante de bandera chilena.
Finalmente, se atacó al economista visitante por no haber abierto el
cabotaje chileno a las naves de todas las banderas y en un gesto
típico, el Gobierno se echó sobre los hombros la responsabilidad de
alterar esta decisión. El ministro de Hacienda de la época, Alejandro
Reyes, explicó ante la Cámara de Diputados que “el proyecto de 1861
deja subsistente el privilegio del cabotaje en favor de los buques que
llevan la bandera chilena. El Gobierno considera que ese privilegio
debe desaparecer y debe desaparecer en provecho de los intereses
que con él se trata de favorecer”. Esta declaración fue recibida
entusiásticamente, pero el diputado Matta intervino para declarar que
esto le parecía poco y que “la supresión de aduanas sería la mejor
ley: las aduanas pueden existir gracias a los defectos de nuestro
sistema rentístico... y gracias al poco coraje y poca energía de los
gobiernos”.
Este incidente ilustra un hecho claro: los grupos de presión que
controlaban la política económica del país eran decididamente
librecambistas: eran más librecambistas que Courcelle-Seneuil,
famoso y respetado líder del librecambismo doctrinario: eran defi-
nitivamente más papistas que el Papa. Existían razones de tipo
doctrinario que explican en parte esta actitud, pero éstas se sumaron
a la elocuente coincidencia entre los postulados de la escuela
económica y los intereses económicos de estos grupos de presión.
Por esto -entre otras cosas- es que la llegada y consolidación de
intereses extranjeros en nuestro medio no tuvo las dolorosas
características que tan dramáticamente ilustraron el fenómeno
imperialista durante el siglo XIX. En Chile no hubo nada comparable a
la Guerra del Opio o a la contienda Boer. Ni siquiera se plantearon
posiciones diferentes, como en el Japón. Aquí los inversionistas
extranjeros y los dirigentes del trípode económico chileno hablaban el
mismo idioma: sus intereses coincidían y no había conflicto posible.
Martí planteó un problema parecido en forma gráfica explicando que
“hombres y pueblos van por el mundo hincando el dedo en la carne
ajena pare ver si es blanda o si resiste, y hay que poner la carne dura
de modo que se echen afuera los dedos atrevidos”. En Chile los dedos
atrevidos encontraron una acogida cordial. Sus planteamientos

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doctrinarios fueron aceptados con algazara. La defensa de sus


intereses se transformó en la defensa de intereses nacionales. Pocos
países del mundo han presentado un aspecto más agradable al
inversionista extranjero que Chile durante el siglo pasado. El inglés
librecambista interesado en comprar minerales pare sus enormes
fundiciones de Swansea, Liverpool y Cardiff; el francés librecambista
deseoso de encontrar nuevos mercados para sus manufacturas; el
italiano librecambista interesado en comprar trigo chileno; el alemán
librecambista ansioso de obtener acceso al comercio del acarreo
marítimo entre Chile y Europa, todos encontraron una nación a la
medida de sus sueños. El que más se preocupaba de otorgar
facilidades, era el chileno dirigente de alguno o de todos los tres
grupos de presión fundamentales. El chileno era el que insistía en que
no se pagaran derechos de importación o exportación; el chileno era
el que abominaba de cualquier intento de proteger a la incipiente
industria nacional; el chileno era el que se preocupaba
preferentemente de que no se interrumpiera el flujo regular de
materias primas hacia los mercados europeos. Así nos ganamos la
sincera admiración de los inversionistas extranjeros.
Era bien dudoso que algún gobernante con visión y audacia pudiera
romper el marco legal e institucional de esta idílica situación. Plantear
programas de industrialización para Chile durante el siglo pasado, era
tarea de soñadores. Para orgullo nuestro, los hubo. Es difícil defender
la tesis de que sus planteamientos -si se hubieran llevado a la
práctica- hubieran prosperado necesariamente: hacerlo sería una
hipótesis contraria a lo factual, sin embargo vale la pena mencionar el
hecho de que existieron y algunos pagaron un alto precio por su
temeridad. El caso del presidente Balmaceda -eruditamente expuesto
por el profesor Hernán Ramírez en su obra del mismo nombre- es, sin
duda, el más conocido. Antes que él, es posible mencionar a
O’Higgins, que echando mano del ideario neo-mercantilista trató de
guiar al país hacia la ruta del desarrollo industrial, ganándose en
parte con ello el destierro con que le castigaron los más afectados
con sus reformas revolucionarias. Rengifo y Portales tuvieron también
la idea claramente delineada, pero las vicisitudes de la guerra con la
Confederación, la muerte del ministro y, aunque parezca paradójico,
la extraordinaria riqueza que surgió a borbotones del cerro de
Chañarcillo, dejaron casi sin efectos prácticos sus iniciativas en este
sentido. Más adelante la totalidad de la legislación que promulgaron

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fue desvirtuada, derogada o postergada indefinidamente por


gobiernos que se habían anquilosado en el goce de una prosperidad
fácil.
Manuel Montt se enfrentó a dos revoluciones. La primera -en 1851-
tuvo mucho que ver con las repercusiones de los movimientos
políticos de 1848 en Europa; la segunda estuvo más próxima a los
intereses políticos y económicos de los grupos de presión mineros y
agrícolas del país. Desgraciadamente no se ha preparado aún un
examen acucioso de la revolución de 1859, desde el punto de vista
económico. Cuando se haga, seguramente se verá que gran parte de
la oposición a la actitud centralista, fuerte; de ingerencia estatal en
cosa económica que preconizaba Montt, provino de los núcleos
liberales -y, por supuesto, librecambistas- cercanos a la exportación
de minerales y de productos agropecuarios del norte y sur del país.
Desde luego, es más que una coincidencia sin importancia el hecho
de que los núcleos de resistencia contra el gobierno de Montt hayan
estado situados en Copiapó y Concepción.
Durante las décadas de fines de siglo y hasta la gran crisis de 1929,
fueron en aumentos las voces que pedían una revisión fundamental
de nuestra política económica. Eliodoro Yáñez, Enrique Zañartú,
Arturo Alessandri, Daniel Martner, Carlos Silva Vildósola -para sólo
nombrar a algunos al azar-, se preocuparon de este problema. Pero lo
hicieron individualmente, basados en apreciaciones personales o
doctrinarias que no guardaban relación funcional con los intereses de
ningún grupo de presión económica lo suficientemente poderoso
como para influir decididamente en la conducta del Gobierno. Cuando
Arturo Alessandri llegó al gobierno en 1920, esgrimió como slogan el
famoso “Chile para los chilenos”, pero su gestión gubernativa resultó
abortiva y, entre otras cosas, le costó el exilio. A su retorno, los
acontecimientos políticos se precipitaron, y tanto la gran crisis como
sus consecuencias contribuyeron a alterar la situación a introducir
nuevos factores que han venido finalmente a desembocar en la crisis
actual.
Esta descripción puede aparecer a muchos como excesivamente
simplista. Preguntarán, con bastante razón, si acaso la burguesía
capitalista chilena del siglo XIX no tuvo ingerencia en la política
económica. La respuesta es sencilla. En Chile no hubo ningún grupo
importante que pudiera ser clasificado como burguesía capitalista
durante el siglo pasado y hasta bien entrado el actual. La calidad de

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burguesía capitalista, aplicada a un grupo social, no describe un


estado de ánimo ni una actitud, sino una relación objetiva frente al
fenómeno de la producción. Sin industrias manufactureras de
importancia, con el sector comercial más importante en manos
extranjeras, la minería extractiva localizada lejos de los centros
urbanos y dedicada casi exclusivamente a la exportación de minerales
en crudo, no había lugar en Chile para un grupo burgués capitalista.
Así como no basta que un arribista se sienta aristócrata para que lo
sea, o que un trabajador vote por los partidos de extrema derecha
para ser aceptado por la alta burguesía como un igual, no basta
pensar o gastar como burgués capitalista para que, objetivamente, se
logre la calidad de tal. Es necesario producir como burgués capitalista
para serlo. Es la relación de producción de este grupo respecto a la
economía la que determina objetivamente sus actitudes eficientes
frente a la conducción de la política económica. Pueden haber excep-
ciones individuales y hasta familiares, pero nunca se ha demostrado
una excepción nacional y prolongada a través de más de cien años, y
este es precisamente el caso de Chile.
La impresión de que tal grupo existió en Chile durante el siglo
pasado viene de una interpretación equivocada que se hace del
proceso y significado de la Independencia. De acuerdo con esta
interpretación, la burguesía chilena se levantó contra el régimen
feudal del imperio español, triunfó y pasó a regir los destinos del
país. Este triunfo se logró a duras penas y produjo reformas
fundamentales que van desde la abolición de la esclavitud y de los
mayorazgos, hasta la libertad de comercio y el establecimiento del
régimen republicano.
Por consiguiente, si fue la burguesía chilena la que triunfó en
Chacabuco y en Maipú, entonces es la burguesía chilena la que rige
los destinos del país durante el siglo XIX.
La cosa no es tan simple. Si se hiciera una lista de las quinientas
familias que en 1800 tenían en sus manos el poder político, el poder
económico y el prestigio social en Chile, y se prepararan listas
similares para los años 1850 y 1963, se observaría que una
proporción extremadamente elevada de nombres aparecerían en las
tres listas. O sea, que muchos de los que no lo estaban pasando
demasiado mal en 1800, bajo la horrible tiranía española -según la
leyenda negra- continuaron ocupando posiciones de privilegio durante
el siglo y medio que siguió a la Independencia. Esto es

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cualitativamente diferente de lo que ocurrió en las revoluciones


burguesas europeas. La revolución puritana en Inglaterra cambió
totalmente los cuadros rectores de la sociedad isleña: asimismo, sería
bien difícil encontrar a un número apreciable de aristócratas
ocupando los estrados altos de la escala política y social durante la
generación que siguió a 1789 en Francia. La verdad es que en Chile la
revolución de la Independencia cambió la relación formal que existía
entre la colonia y España, pero dejó prácticamente intacto el régimen
de relaciones de producción que existía dentro del país. Más adelante,
muy pocos de los cambios económicos ocurridos durante el siglo XIX
tendieron a alterar esta estructura tradicional. Las Industrias
extractivas, por sus características especiales, tanto técnicas como de
localización geográfica, no contribuyeron a modificar
fundamentalmente la situación, en tanto que el régimen de la
propiedad de la tierra y la estratificación social rural sobrevivieron
prácticamente intactos hasta este siglo. Pero no sólo quedaron
intactas las estructuras, sino que las mismas familias y apellidos
continuaron ejerciendo el poder. Luego de los fallidos intentos
reformistas de O’Higgins y los gobiernos que le sucedieron durante la
década de 1820, el país volvió definitivamente a la normalidad
tradicional a partir del gobierno de Prieto.
Las actitudes económicas de esta vasta clase tradicional que tenía
en sus manos el poder económico y político y además el prestigio
social, se ordenaron alrededor de la defensa de su posición
tradicional: el librecambismo del exportador minero y agropecuario
no chocaba con las estructuras heredadas de la colonia, al contrario,
las reforzaba y financiaba. Los incentivos de esta falsa burguesía
capitalista chilena no estaban relacionados con motivaciones morales
-como aquellas engendradas por la actitud calvinista- ni con
reinvindicaciones políticas o económicas, como aquellas de la
burguesía capitalista en Inglaterra y los Estados Unidos, ni siquiera
con la prosecución de una política externa militarista y expansionista,
como ocurrió en el Japón: sino exclusivamente con el mantenimiento
de altos ingresos que permitieran acceso libre a los más elevados
niveles de consumo civilizado, compatibles con la posición social y las
responsabilidades políticas que consideraban como suyas.
Presentado de esta manera, el problema de los incentivos
económicos es fácil de resolver en una nación rica en minerales y en
producción agropecuaria. No es necesario modificar la estructura

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tradicional de una sociedad para descubrir y explotar yacimientos de


plata, cobre, salitre o carbón. Tampoco lo es para producir más trigo
o harina. Chile, a partir de 1832 -fecha del descubrimiento del
mineral argentífero de Chañarcillo, gozó de una serie ininterrumpida
de felices hallazgos mineros. Cada uno de estos aumentó los ingresos
de los grupos dirigentes y acentuó su lealtad para con aquella
doctrina económica librecambista que razonablemente ofrecía
perpetuar esta situación. Así, esta nación se las ingenió para alcanzar
un relativo grado de prosperidad basada en sus riquezas mineras sin
tener ni remotamente la necesidad imperiosa de crear manufacturas
o industrias de ninguna especie. La preocupación generalizada por el
problema de la industrialización es de fecha reciente y coincide más o
menos con el principio del fin de era feliz situación. El aumento
demográfico, el agotamiento de las minas, la crisis mundial y la
presencia cada vez más difícil de ignorar, de un pueblo mísero,
tradicionalmente postergado y ausente de las deliberaciones
gubernamentales, contribuyeron a cambiar drásticamente esta idílica
situación a partir de la segunda década de este siglo.
¿Por qué Chile no es una gran nación industrial? Brevemente,
porque nunca tuvo necesidad de industrializarse. Porque los grupos
de presión que controlaron nuestra política económica durante el siglo
pasado y las primeras décadas del actual no tenían ninguna razón
objetiva pare hacerlo. Porque nunca se planteó una coalición de
grupos de presión política y económica lo suficientemente poderosa
como para llevar adelante planes de industrialización. Porque Chile no
tuvo durante este período una burguesía capitalista interesada
eficientemente en alterar la estructura de la sociedad y aumentar su
poder político y económico y su prestigio social. Porque Chile durante
el siglo que nos interesa, fue una nación relativamente próspera a
causa de su riqueza minera y agropecuaria y por lo tanto los
usufructuarios de esta prosperidad, que a la vez controlaban el
gobierno, no tenían ningún incentivo fundamental pare sacrificar
tiempo, dinero y paciencia en aras de una industrialización difícil y a
largo plazo. Porque durante todo este período, el pueblo estuvo
ausente, postergado, miserable y silencioso. Bestia de carga para el
minero; animal de trabajo para el terrateniente; ignorante a
ignorado, nunca pudo sumar su voz poderosa a la de los que guiaban
a la nación.

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A la vuelta de la segunda década de este siglo ya se ha formado, a


la sombra de la Universidad, dentro y alrededor de la función pública,
en las profesiones urbanas y los estados altos de la artesanía popular
y la burocracia mercantil, un grupo socialmente amorfo y
políticamente inquieto y vital que, enfrentándose a la mansión del
privilegio ocupada por los grupos tradicionales, decide que la única
manera de remediar la injusticia es demoliéndola y construyendo una
nueva, más amplia y mejor planeada, en la que, tengan cabida todos
los chilenos. Esta clase media urbana no tiene relaciones funcionales
con la burguesía capitalista. En una nación donde la gran industria
aun no existía y donde los grupos tradicionalmente poderosos no
mostraban mayor interés en desarrollarla, no había mucho lugar para
que creciera y prosperara una clase capitalista burguesa.
Desgraciadamente, muchos estudiosos de estos asuntos han
confundido las atribuciones, calidades a intereses de la clase media
con las de la inexistente clase capitalista burguesa. Es cierto que en
cuanto a gustos, inclinaciones anímicas y reacciones políticas, la
vasta clase media urbana chilena ha tendido a confundirse -o
mimetizarse- con el pequeñísimo grupo burgués capitalista que ha
surgido como consecuencia de nuestra incipiente industrialización,
pero este proceso tiene excepciones notables y explicaciones
racionales que incluyen, desde luego, el inevitable “derrame” de los
gustos a inclinaciones de un liderazgo de clase media que se ha
identificado con la defensa de los intereses de la pequeña burguesía
capitalista y de la aristocracia tradicional.
La historia de los últimos treinta años en Chile es también la
historia del ascenso y corrupción del liderazgo de esta clase media;
cuya trayectoria hacia el poder tiene hitos tan importantes como la
Gran Crisis de 1929, el fracaso de la República Socialista de 1932, el
triunfo del Frente Popular y el enorme impacto económico de la
Segunda Guerra Mundial.

RESUMEN

El autor expone como motivo básico pass la no-industrialización de


Chile la existencia de tres grupos de presión chilenos interesados en
mantener una política librecambista a ultranza, contraria a la más
modesta protección arancelaria en fomento a la industria naciente.

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Dichos grupos son: los exportadores mineros del norte del país, los
exportadores agropecuarios del sur y las grandes firmas importadoras
generalmente localizadas en el centro, en Santiago y Valparaíso. Esta
poderosa coalición de intereses dominó la política económica de Chile
durante todo el siglo pasado y parte del actual.

SUMMARY

The main reason for the non-industrialization of Chile is given by


three Chilean pressure groups interested in keeping up a policy of
absolutely free trade contrary to the least tariff protection to promote
infant Industries. The groups are: the mining exporters of the North
of the country, the agricultural exporters of the South and the great
importing firms mainly established in the central part of the country,
at Santiago and Valparaiso. This powerful coalition of interests has
ruled Chilean political economy during the whole of the past century
and part of the present one.

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