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Resumen:
En el presente trabajo se explica por qué el programa del liberalismo clásico es teórica y
prácticamente imposible, y por qué el único sistema de cooperación social plenamente
compatible con la naturaleza del ser humano es el anarcocapitalismo.
Abstract:
This article explains why the ideal of classical liberalism is theoretically and practically
impossible, as well as that the only system of social cooperation theoretically possible
and wholly compatible with human nature is anarcocapitalism.
Introducción
El pensamiento liberal teórico y político se encuentra en esta primera década del siglo
XXI en una encrucijada de trascendental importancia. Aunque la caída del Muro de
Berlín y del socialismo real a partir de 1989 parecieron anunciar “el fin de la historia”
(en la tan infeliz como rimbombante expresión de Francis Fukuyama), lo cierto es que
hoy, y en muchos aspectos más que nunca, impera por doquier el estatismo y la
desmoralización de los amantes de la libertad. Es urgente y se hace preciso, por tanto,
un “aggiornamento” del liberalismo, es decir, una profunda revisión y puesta al día del
ideario liberal a la luz de los últimos avances de la Ciencia Económica y de la
experiencia acumulada en los últimos acontecimientos históricos. El punto de partida
fundamental de esta revisión consiste en reconocer que el liberalismo clásico ha
fracasado en su intento de limitar el poder del estado y que hoy la ciencia económica
está en disposición de explicar el por qué este fracaso era inevitable. A su vez, la teoría
dinámica de los procesos de cooperación social impulsados por la empresarialidad que
da lugar al orden espontáneo del mercado se generaliza y convierte en todo un análisis
del sistema anarcocapitalista de cooperación social que surge como el único sistema
verdaderamente viable y compatible con la naturaleza del ser humano.
*
Catedrático de Economía Política, Universidad Rey Juan Carlos, Madrid. Web:
www.jesushuertadesoto.com, correo: huertadesoto@dimasoft.es
El presente artículo es la versión escrita de sendas conferencias del mismo título pronunciadas
respectivamente en la Universidad de Verano de la Universidad Rey Juan Carlos (Aranjuez, viernes 6 de
julio de 2007) y en la Universidad de Verano de la Universidad Complutense (San Lorenzo de El
Escorial, lunes 16 de julio de 2007). En ellas se oficializa mi “ruptura” teórica y política con el
liberalismo clásico, que queda superado en la natural evolución hacia el anarcocapitalismo que ya
insinuaba claramente en mi intervención de Septiembre de 2000 en Santiago de Chile ante la Asamblea
General de la Mont Pèlerin Society, en una ponencia compartida con James Buchanan y Bruno Frei.
(Huerta de Soto 2002, 239-245).
En el presente artículo se analizan con detalle estas cuestiones junto con una serie de
consideraciones complementarias de tipo práctico y de estrategia científica y política.
Además, se aprovecha el análisis contenido en el mismo para aclarar determinados
malentendidos y errores de interpretación que a menudo suelen plantearse.
El error fatal de los liberales clásicos radica en no haberse dado cuenta de que el
programa del ideario liberal es teóricamente imposible pues incorpora dentro de sí
mismo la semilla de su propia destrucción, precisamente en la medida en que considera
necesaria y acepta la existencia de un estado (aunque sea mínimo) entendido como la
agencia monopolista de la coacción institucional.
Por tanto, el gran error de los liberales es de planteamiento: piensan que el liberalismo
es un programa de acción política y doctrina económica que tiene por objetivo limitar el
poder del estado, pero aceptándolo e incluso considerando necesaria su existencia. Sin
embargo, hoy (en la primera década del siglo XXI), la Ciencia Económica ya ha puesto
de manifiesto: (a) que el estado no es necesario; (b) que el estatismo (aunque sea
mínimo) es teóricamente imposible; y (c) que, dada la naturaleza del ser humano, una
vez que existe el estado es imposible limitar su poder. Comentaremos por separado cada
uno de estos aspectos.
Desde el punto de vista científico, solo desde el equivocado paradigma del equilibrio
puede llegar a pensarse que exista una categoría de “bienes públicos” en los que, por
darse los requisitos de oferta conjunta y no rivalidad en el consumo, se justificaría
prima facie la existencia de una agencia monopolista de la coacción institucional
(estado) que obligara a todos a financiarlos.
Sin embargo, la concepción dinámica del orden espontáneo impulsado por la función
empresarial que ha desarrollado la Escuela Austriaca de Economía ha echado por tierra
toda esta teoría justificativa del estado: siempre que surge una situación (aparente o
real) de “bien público”, i.e. de oferta conjunta y no rivalidad en el consumo, surgen los
incentivos necesarios para que el ímpetu de la creatividad empresarial la supere
mediante las innovaciones tecnológicas, jurídicas y los descubrimientos empresariales
que hacen posible la solución de cualesquiera problemas que pudieran plantearse
(siempre y cuando el recurso no sea declarado “público” y se permita el libre ejercicio
de la función empresarial y la concomitante apropiación privada de los resultados de
cada acto de creatividad empresarial). Así, por ejemplo, el sistema de faros marítimos
fue durante mucho tiempo de titularidad y financiación privada en el Reino Unido,
lográndose por procedimientos privados (asociaciones de navegantes, precios
portuarios, control social espontáneo, etc.) solventar el “problema” de lo que se
considera en los libros de texto de economía “estatistas” el caso más típico de “bien
público”. Igualmente, en el lejano oeste norteamericano se planteó el problema de la
definición y defensa del derecho de propiedad de, por ejemplo, las reses de ganado en
amplísimas extensiones de tierra, introduciéndose paulatinamente diversas innovaciones
empresariales (“marcaje” de las reses, vigilancia continua por “cow-boys” a caballo
armados y, finalmente, el descubrimiento e introducción del alambre de espino que, por
primera vez, permitió la separación efectiva de grandes extensiones de tierra a un precio
muy asequible) que solucionaron los problemas conforme se iban planteando. Todo este
flujo creativo de innovaciones empresariales se habría bloqueado por completo si los
recursos hubieran sido declarados “públicos”, excluidos de la propiedad privada y
gestionados burocráticamente por una agencia estatal. (Y así, hoy en día, por ejemplo, la
mayoría de calles y carreteras están cerradas a la introducción de innumerables
innovaciones empresariales – como el cobro de precio por vehículo y hora, la gestión
privada de la seguridad, de la polución acústica, etc. – y ello a pesar de que la mayoría
ya no plantean problema tecnológico alguno, pues dichos bienes han sido declarados
“públicos” imposibilitándose así su privatización y gestión creativa empresarial).
Decía Rothbard que el conjunto de los bienes y servicios que actualmente proporciona
el estado se dividen, a su vez, en dos subconjuntos: el de aquellos que hay que eliminar
y el de aquellos que es preciso privatizar. Es claro que los bienes citados en el párrafo
anterior pertenecen al segundo grupo y que la desaparición del estado, lejos de significar
la desaparición de carreteras, hospitales, escuelas, orden público, etc., implicaría su
provisión, con más abundancia, calidad y a un precio más asequible (siempre en
comparación con el coste real que vía impuestos actualmente pagan los ciudadanos).
Además, hay que señalar que los casos históricos de caos institucional y desorden
público que puedan señalarse (por ejemplo, en muchas ocasiones durante los años
previos y durante la Guerra Civil en la Segunda República española, u hoy en día en
amplias zonas de Colombia o en Irak) se deben al vacío de provisión de estos bienes
creado por los propios estados que ni hacen con un mínimo de eficiencia lo que en
teoría deberían hacer según sus propios seguidores, ni dejan hacer al sector privado y
empresarial, pues el estado prefiere el desorden (que, además, parece legitimar su
presencia coactiva con más intensidad) a su desmantelamiento y privatización a todos
los niveles.
El sistema jurídico es la plasmación evolutiva que integra los principios generales del
derecho (especialmente de propiedad) compatibles con la naturaleza del ser humano. El
derecho, por tanto, no es lo que el estado decide (democráticamente o no), sino que está
ahí, inserto en la naturaleza del ser humano, aunque se descubra y consolide
jurisprudencial y, sobre todo, doctrinalmente de forma evolutiva (en este sentido
consideramos que el sistema jurídico de tradición romana y continental, por su carácter
más abstracto y doctrinal, es muy superior al sistema anglosajón del common law, que
surge de un desproporcionado respaldo del estado a las decisiones o fallos judiciales
que, a través del “binding case”, introducen en el sistema legal todo tipo de disfunciones
provenientes de las circunstancias e intereses particulares que preponderan en cada
proceso). El derecho es evolutivo y consuetudinario y, por tanto, es previo e
independiente del estado y no requiere para su definición y descubrimiento de ninguna
agencia monopolista de la coacción.
No puede pretenderse que expongamos aquí con detalle cómo funcionaría la provisión
privada de los que hoy se consideran como “bienes públicos” (aunque el no saber a
priori cómo solucionaría el mercado infinidad de problemas concretos es la objeción
ingenua y fácil de aquellos que prefieren el statu quo actual so pretexto de que “más
vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”). De hecho, no pueden conocerse hoy
las soluciones empresariales que un ejército de emprendedores daría a los problemas
planteados – si se les dejase hacerlo –. Pero lo que hasta los más escépticos han de
reconocer es que “lo que hoy ya se sabe” es que el mercado, impulsado por la
empresarialidad creativa, funciona y precisamente lo hace en la medida en que el estado
no interviene coactivamente en su proceso social. Y que las dificultades y conflictos
siempre surgen precisamente allí donde no se deja que se desarrolle libremente el orden
espontáneo del mercado. Por eso, los teóricos de la libertad (y con independencia del
esfuerzo realizado desde Gustav de Molinari hasta hoy imaginando cómo funcionaría la
red anarcocapitalista de agencias privadas de seguridad y defensa patrocinadoras cada
una de ellas de sistemas jurídicos más o menos marginalmente alternativos) nunca
deben de olvidar que precisamente lo que nos impide conocer cómo sería un futuro sin
estado (el carácter creativo de la función empresarial), es lo que nos da la tranquilidad
de saber que cualquier problema tenderá a ser superado al dedicarse a su solución todo
el esfuerzo y la creatividad de los seres humanos implicados (Kirzner 1985, 168). Ahora
bien, gracias a la Ciencia Económica no sólo sabemos que el mercado funciona,
también sabemos que el estatismo es teóricamente imposible.
(a) Por el enorme volumen de información que necesitaría para ello y que sólo se
encuentra de forma dispersa o diseminada en los millones de personas que cada
día participan en el proceso social.
(c) Porque la información que se utiliza a nivel social no está “dada” sino que
cambia continuamente como consecuencia de la creatividad humana, siendo
obviamente imposible transmitir hoy una información que sólo será creada
mañana y que es la que necesita el órgano de intervención estatal para que
mañana pueda lograr sus objetivos; y
(d) Sobre todo porque el carácter coactivo de los mandatos del estado, y en la
medida en que sean cumplidos e incidan con éxito en el cuerpo social, bloquea
la actividad empresarial de creación de esa información que es precisamente la
que necesita como “agua de mayo” la organización estatal de intervención para
dar un contenido coordinador (y no desajustador) a sus propios mandatos.
Además de ser teóricamente imposible, el estatismo genera toda una serie de efectos
distorsionadores periféricos muy dañinos: fomento de la irresponsabilidad (al no
conocer el estado el coste real de su intervención actúa de forma irresponsable);
destrucción del medio ambiente cuando éste es declarado bien público y se impide su
privatización; corrupción de los conceptos tradicionales de Ley y Justicia que pasan a
ser sustituidos por los de mandato y justicia “social” (Hayek 2006, 25-357); corrupción
mimética del comportamiento individual que cada vez se hace más agresivo y respeta
menos la moral y el derecho.
Una vez que existe el estado es imposible limitar la expansión de su poder. Es cierto
que, como indica Hoppe, determinadas formas políticas (como la monarquía absoluta,
en la que el Rey-propietario será ceteris paribus más cuidadoso a largo plazo para “no
matar a la gallina de los huevos de oro”) tenderán a expansionar su poder e intervenir
algo menos que otras (como la democracia, en la que no existen incentivos efectivos
para que alguien se preocupe por lo que acaezca más allá de las próximas elecciones).
También es cierto que, en determinadas circunstancias históricas, ha dado la impresión
de que la marea intervencionista se había, hasta cierto punto, contenido. Pero el análisis
histórico es incontrovertible: el estado no ha dejado de crecer (Hoppe, 2004). Y no ha
dejado de crecer porque la mezcla del estado, como institución monopolista de la
violencia, con la naturaleza humana es “explosiva”. El estado impulsa y atrae como un
imán de fuerza irresistible las pasiones, vicios y facetas más perversas de la naturaleza
del ser humano que intenta, por un lado, evadirse a sus mandatos y, por otro,
aprovecharse del poder monopolista del estado todo lo que pueda. Además, y
especialmente en los entornos democráticos, el efecto combinado de la acción de los
grupos privilegiados de interés, los fenómenos de miopía gubernamental y “compra de
votos”, el carácter megalómano de los políticos y la irresponsabilidad y ceguera de las
burocracias generan un cóctel peligrosamente inestable y explosivo, continuamente
zarandeado por crisis sociales, económicas y políticas que, paradójicamente, son
siempre utilizadas por los políticos y “líderes” sociales para justificar ulteriores dosis de
intervención que, en vez de solucionar, crean y agravan aún más los problemas.
Ni siquiera las iglesias y denominaciones religiosas más respetables han sido capaces de
diagnosticar que la estatolatría es hoy en día la principal amenaza al ser humano libre,
moral y responsable; que el estado es un ídolo falso de inmenso poder al que todos
adoran y que no consiente que los seres humanos se liberen de su control ni tengan
lealtades morales o religiosas ajenas a las que él mismo pueda dominar. Es más, ha
logrado algo que a priori podría parecer imposible: distraer sinuosa y sistemáticamente a
la ciudadanía de que él es el verdadero origen de los conflictos y males sociales,
creando por doquier “cabezas de turco” (el “capitalismo”, el ánimo de lucro, la
propiedad privada) a las que culpar de los problemas y dirigir la ira popular, así como
las condenas más serias y rotundas de los propios líderes morales y religiosos, casi
ninguno de los cuales se ha dado cuenta del engaño ni atrevido hasta ahora a denunciar
que la estatolatría es la principal amenaza en el presente siglo a la religión, a la moral y,
por tanto, a la civilización humana.1
Así como la caída del Muro de Berlín en 1989 fue la mejor ilustración histórica del
teorema de la imposibilidad del socialismo, el fracaso mayúsculo de los teóricos y
políticos liberales a la hora de limitar el poder del estado ilustra a la perfección el
teorema de la imposibilidad del estatismo y, en concreto, que el estado-liberal es en sí
mismo contradictorio (por encarnar un estado-coactivo aunque sea “limitado”) y
teóricamente imposible (pues aceptada la existencia del estado es imposible limitar el
crecimiento de su poder). En suma, que el “estado de derecho” es un ideal imposible y
una contradicción en los términos tan flagrante como la que supondría referirse a “la
nieve caliente, a una puta virgen, a un esqueleto obeso, o a un cuadrado circular” (Jasay
1990, 35), o como en la que caen los “ingenieros sociales” y economistas neoclásicos
cuando se refieren a un “mercado perfecto” o al denominado “modelo de competencia
perfecta” (Huerta de Soto 2007, 347-348).
1
Quizás la principal excepción más reciente esté incluida en la brillante biografía sobre Jesús de Nazaret
publicada por Benedicto XVI. Que el estado y el poder político sean la encarnación institucional del
Anticristo debe resultar obvio para cualquiera con mínimos conocimientos de historia que lea las
consideraciones del Papa sobre la más grave tentación que puede hacernos el Maligno: “El tentador no es
tan burdo como para proponernos directamente adorar al diablo. Sólo nos propone decidirnos por lo
racional, preferir un mundo planificado y organizado, en el que Dios puede ocupar un lugar, pero como
asunto privado, sin interferir en nuestros propósitos esenciales. Soloviev atribuye un libro al Anticristo, El
camino abierto para la paz y el bienestar del mundo, que se convierte, por así decirlo, en la nueva Biblia
y que tiene como contenido esencial la adoración del bienestar y la planificación racional” (Ratzinger
2007, 66-67). En el mismo sentido, pero mucho más rotundo, destaca Redford (2006).
Es pues, ineludible superar el “liberalismo utópico” de nuestros predecesores los
liberales clásicos que, por un lado, pecaron de ingenuos al pensar que el estado podría
ser limitado y, por otro, de falta de coherencia, al no asumir hasta sus últimas
consecuencias las implicaciones de su propio ideario. Hoy, por tanto, ya bien entrado el
siglo XXI, se hace prioritario asumir la superación del liberalismo clásico (utópico e
ingenuo) del siglo XIX, por su nueva formulación verdaderamente científica y moderna
que podemos denominar capitalismo libertario, anarquismo de propiedad privada o,
simplemente, anarcocapitalismo. Y es que no tiene sentido que los liberales sigan
diciendo las mismas cosas que hace ciento cincuenta años cuando en pleno siglo XXI, y
a pesar de la caída del Muro de Berlín hace ya casi veinte años, los estados no han
dejado de crecer y cercenar en todos los ámbitos las libertades individuales de los seres
humanos.
Por cuanto la lucha política del día a día pasa a tener una importancia subsidiaria a
lo indicado en (a) y en (b). Es cierto que siempre habrán de apoyarse las alternativas
menos intervencionistas en clara alianza con el esfuerzo de los liberales clásicos en
pos de la limitación democrática del estado. Pero el anarcocapitalista no se queda en
esa labor pues sabe y debe hacer mucho más. Sabe que el objetivo final es el
desmantelamiento total del estado y ello impulsa toda su imaginación y acción
política en el día a día. Los avances incrementales en la buena dirección son, sin
duda, bienvenidos pero sin caer jamás en un pragmatismo que traicione el objetivo
último de lograr el fin del estado que, por razones pedagógicas y de influencia
popular siempre ha de perseguirse de forma sistemática y transparente 2(Huerta de
Soto, 1997).
Así, por ejemplo, formarán parte de la agenda política anarcocapitalista hacer que
los estados sean cada vez sean más pequeños y tengan cada vez menos poder; que a
través de la descentralización autonómica y municipal a todos los niveles, el
nacionalismo liberal, la reintroducción de las ciudades-miniestados, y de la secesión
[Huerta de Soto (1994) (2002)] se bloquee la dictadura de las mayorías sobre las
minorías y de forma creciente los seres humanos “puedan votar más con los pies que
con las urnas”; que puedan, en suma, asociarse a nivel global y por encima de las
fronteras para lograr los más variados fines al margen y fuera de los estados
(organizaciones religiosas, clubes privados, redes de internet, etc.) (Frey, 2001).
Por otro lado, debe recordarse que las revoluciones políticas no tienen por qué ser
sangrientas. Esto es especialmente cierto cuando las mismas resultan del necesario
proceso de educación y maduración social, así como del clamor popular y del deseo
generalizado de acabar con el engaño, la mentira y la coacción que impiden
realizarse al ser humano. Así, por ejemplo, básicamente incruentas fueron la caída
del Muro de Berlín y la Revolución Checa que acabó con el socialismo en el este de
Europa. Y mientras se llega a este importante resultado final deben utilizarse todos
los resortes pacíficos3 y legales4 que permitan los sistemas políticos actuales.
2
Prueba de la creciente importancia que está adquiriendo el capitalismo libertario en la actual agenda
política es, por ejemplo, el artículo publicado con el título “Libertarians Rising” en la sección de Ensayos
de la prestigiosa revista Time, 29 de octubre de 2007, p. 112 (Kinsley 2007).
3
Nunca deben olvidarse las prescripciones de nuestros escolásticos del Siglo de Oro español sobre los
estrictos requisitos que ha de reunir un acto de violencia para ser “justo”: 1º haber agotado todas las vías y
procedimientos pacíficos posibles; 2º ser defensivo (frente a actos concretos de violencia) y jamás
agresivo; 3º proporcional en cuanto a los medios utilizados (por ejemplo, el ideal de la independencia no
vale la vida o libertad de un solo ser humano); 4º evitando, en todo caso, que se produzcan víctimas
inocentes; 5º con posibilidades de éxito (lo contrario sería un suicidio injustificable). Sabios principios a
los que yo añadiría la participación y financiación exclusivamente voluntarias. Todo acto de violencia que
vulnere alguno de estos principios queda automáticamente deslegitimado y se convierte en el peor
enemigo del objetivo que se dice se desea alcanzar. Por último, debe traerse aquí a colación toda la teoría
del tiranicidio del Padre Juan de Mariana (Mariana, 1599).
4
Como indicaba Rothbard no puede recomendarse el ir contra la “legalidad” (básicamente de mandatos
administrativos) vigente pues en la inmensa mayoría de los casos no compensa en cuanto a los costes.
Apéndice gráfico y breve comentario sobre la tradición anarquista española
Una de las consecuencias del fracaso de la revolución liberal fue la aparición del
comunismo libertario, unánimemente denostado y perseguido por el resto de sistemas
políticos (y en especial por los más de “izquierdas”) precisamente por su carácter
antiestatista. El comunismo libertario es también utópico pues al no aceptar la propiedad
privada se ve abocado a utilizar la violencia sistemática (i.e., “estatal”) en contra de la
misma cayendo en una contradicción lógica irresoluble y bloqueando el proceso social
empresarial que impulsa el único orden anarquista científicamente concebible: aquel
constituido por el mercado libertario capitalista.
La tradición anarquista en nuestro país es de rancio abolengo. Sin olvidar sus grandes
crímenes (en todo caso cuantitativa y cualitativamente inferiores a los de comunistas y
socialistas) y las contradicciones en los que incurrió, constituyó, especialmente durante
la España de la Guerra Civil, un experimento (abocado al fracaso) que tuvo en su
momento gran respaldo social y que, al igual que sucedió con la vieja revolución liberal,
tiene hoy su segunda gran oportunidad en la superación de sus errores (carácter utópico
del anarquismo que niega la propiedad privada) y en la asunción del orden de mercado
como única y definitiva vía hacia la supresión del estado. Si los anarquistas españoles
del siglo XXI son capaces de hacer suyas estas enseñanzas de la teoría y de la historia
muy probablemente España de nuevo sorprenderá al mundo (esta vez de forma general
y definitiva) impulsando la vanguardia teórica y práctica de la nueva revolución
anarcocapitalista.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
KINSLEY, M. (2007) “Libertarians Rising: The Party that reels these voters will
dominate the future of American Politics”, Time, 29 de octubre de 2007, p. 112.