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Ecuatoriano de nacimiento y chileno por parte de su familia materna exiliada en

Ecuador a causa del Golpe y la Dictadura Militar. Nació en Quito, un 12 de Marzo


de 1987. Vivió su infancia con intensidad junto a sus padres y su hermano mayor,
a quienes admira profundamente. Ha vivido en Ecuador la mayor parte de su vida,
en Chile y Argentina, de manera temporal. Le encanta viajar, recorrer y conocer
otras culturas. Graduado en la Carrera se Psicología Clínica (PUCE), actualmente
cursa estudios en Ciencias Sociales (UBA). Considera que el verdadero aprendizaje
no está en las aulas, sino en la vida cotidiana, en el intercambio con los demás, en
la compleja interacción humana. Tiene dos hijos y una compañera de vida, con
quienes habita el mundo y se proyectan nuevas travesías. Prefiere dejar lejos el
“aura de escritor” y solamente desea compartir un par de juegos de palabras, una
invitación a jugar de manera conjunta.
A mis hijos Emiliano y Rafael,
mis maestros en el arte de existir.
ÍNDICE

5 CUENTOS AUTOMEDICADOS

6 NUEVA EDICIÓN DE LA METAMORFOSIS

7 NO LUGAR

8 OTRO DESPECHADO DEL MUNDO

11 EL AUTÓGRAFO

12 SEGUNDO INTENTO

13 USTED Y LA LISTA DE COMPRAS

15 EL SACRIFICIO

16 INGENIO

17 LOS POEMAS DEL ENEMIGO

18 ALQUIMIA

18 A DUELO CON EL DUELO

18 INVENTARIO

18 TENLO POR SEGURO

18 PROFANACIÓN

19 COLECCIONES

19 INTÉRPRETE

19 ACTO REFLEJO

20 SOBRESALTO

20 LA ESQUINA DEL ENCUENTRO

20 LA ÚNICA FORMA DE ESCAPAR

21 COMPREVENTA DE MI MUERTE

21 SEÑORITA FOBIA

22 RECORTES

22 CARTA SUICIDA

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NUEVA EDICIÓN DE LA METAMORFOSIS

Una mañana, tras un sueño intranquilo, un monstruoso insecto salió del interior del
zapato izquierdo del Dr. E. Su cuerpo era calloso y brillante, repleto de antenas,
patitas, ojos y colmillos.

-Si los humanos pueden convertirse en cucarachas ¿Por qué nosotros no podemos
convertirnos en personas?- pensó el insecto, colmado de esperanzas de ser uno de
los primeros casos estadísticos.

De pronto, tuvo la certeza que dejaría de ser una criatura de rincones. Sintió en
su alma una irresistible efervescencia y cerrando con fuerza su docena de ojos, se
dio cuenta que la metamorfosis estaba a punto de completarse…Pero justo en ese
instante, sintió que un objeto se aproximaba y antes de saber de qué se trataba,
quedó aplastado contra el parquet, con una suela de caucho sobre lo que algún
día fue su caparazón. El Dr.E limpió su zapato con una franela húmeda, se lo puso
y caminó hasta su consultorio. Uno de sus pacientes habituales lo esperaba desde
hace unos cuantos minutos…De cualquier manera, el insecto aplastado pronto se
hubiera arrepentido.

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NO LUGAR

El profesor Dávila era el tipo más amargado del mundo entero. Caminaba como un
ente curcuncho sin saludar a nadie. Eso sí, Dávila era un genio para la geografía.
A la clase siempre llevaba el mismo globo terráqueo, lo hacía girar y allí donde su
dedo se posara azarosamente, comenzaba su exposición. Podía ser Rusia o las Islas
Salomón o cualquier lugar del mundo. Entonces hablaba de los límites, la moneda
y la historia política. Nunca fallaba. Nunca se equivocaba. Lo extraño sucedió un
día, cuando el profesor Dávila se quedó estupefacto ante lo que su dedo había
descubierto: Utopía. Se trataba de una isla grande, difícil de pasarla por alto, y su
forma se parecía a la de un caballo de mar.

Exasperadamente comenzó a fregar aquél globo terráqueo como si con su manga


quisiese deshacerse de esa maldita mancha. Después nos acusó de bromistas y se
fue tras un portazo. No soportaba la idea de haber ignorado durante tantos años
aquél territorio. Le resultaba una pesadilla no conocer qué idioma se hablaba allí, ni
los nombres de sus próceres, ni de las ciudades principales. Intentó sacarla con todo
lo imaginable, pero resulto inútil. Entonces hizo una solicitud formal al Director
para que adquieran un nuevo globo terráqueo argumentando que los años habían
deteriorado su color. El pedido llegó al cabo de tres semanas, pero el profesor
Dávila no alcanzó ni siquiera desempacar su nueva adquisición al percatarse el
lugar de su fabricación. Desde allí no se lo ha vuelto a ver por el Colegio y nadie
se atreve a preguntar por él.

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OTRO DESPECHADO DEL MUNDO

Justo cuando habíamos consumado de resolver los últimos detalles de la coartada


(que no por últimos eran menos elementales), Marco nos interrumpió con la astuta
infiltración de su presencia. El silencio cayó sobre nosotros, al igual que la cabeza
de un fósforo quemado que se desploma, que no resiste la gravedad por más tiempo.
Nos miró con rabia. Fueron agujas entrelazando una suerte de complicidades, de-
safíos y desconfianzas. Además de las risillas nerviosas. Fijó su atención sobre la
mía por varios segundos, quizá intentando descubrir las estrategias premeditadas
que le teníamos dispuestas. Sin embargo, la encrucijada ya estaba planteada y era
una cosa ineludible: no había retorno que se pudiese dar. Margarita sabía eso tan
bien como yo, aunque para ella era más difícil aceptarlo. Todos sabíamos que ella
era la más nerviosa de los tres.

Trémula en sus ademanes había quedado con sus labios entreabiertos como queriendo
decir alguna estulticia, como queriendo excusarse con Marco por habernos encontrado
con un susurro tan cercano, con su cuerpo tan aunado al mío. Pero a pesar de su deseo
de explicarse frente a él, ella tenía un impedimento de palabras y sólo se escuchaba
el castañeo de sus muelas. No supo decir nada, sólo me miró y yo le guiñé el ojo con
sarcasmo, como diciéndole “no puedes arrepentirte, no hay vuelta atrás”. Entonces
ella no pudo más con su desesperación, se dio media vuelta y se fue. Ya las huellas de
lo inevitable se acumulaban bajo sus párpados y se regaban hasta su boca haciéndole
saborear esa culpa tan salina.

Marco y yo nos quedamos solos por unos instantes, él enrabiado de la situación, la


incertidumbre y la sospecha, yo paralizado del miedo pero enfrentándome burlesca-
mente. Sin turbarse y desdeñándome, giró sobre sus talones y fue siguiendo el camino
de cabellos color caoba que se regaban sobre el suelo. A Margarita se le desmorona
el cabello siempre que se pone nerviosa, y en esa ocasión estaba tan nerviosa que
hubiera podido quedar calva en cuestión de horas. Tomar aquella decisión fue para
ella lo más intrincado y difícil que hubiese hecho en toda su vida. Me imaginé a
Margarita calva, con la redondez lustrosa y reluciente de su cráneo. Esa imagen
“descabellada” me dio tanta gracia que no pude reprimir mis carcajadas. Supongo
que era un simple pretexto para apaciguar mi propio grado de culpabilidad en ese
porvenir irrevocable.

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Y así, sin darnos cuenta, todo ya iba sucediendo tal cual lo habíamos tramado:
Marco y Margarita en íntima soledad, seguramente él exigiéndole aquello con su
firme violencia, acaso intentando arrancarle a toda costa los botones de esa blusa
semitransparente que dejaba translucir aquél par de senos irrepetibles. Ella por su
parte se resistiría, le hablaría de otras cosas, se daría toda clase de vueltas para
evadirlo y también para cansarlo. Marco, fuera de quicio, le gritaría sediciosamente
y uno que otro rasguño surcaría inevitablemente sobre el cuello de Margarita.

Yo me iría y volvería más tarde, cuando todo haya por fin terminado, para confirmar
por mí mismo los resultados. No sabía si ella lo lograría, si su voluntad y su fuerza
llegarían hasta el punto final o se quedarían a medio camino. Era difícil preverlo ya
que a ella se le estrujaba el corazón tan sólo de pensarlo. Pero, aunque no sabía lo
que ella haría, sí sabía lo que yo mismo debía hacer. Había estudiado paso a paso
el papel que a mí me tocaba, desde el modo de caminar hasta la manera de mirar mi
reloj de pulsera y esperar con un cruce de piernas, agazapado en una silla rinconera
del café de la esquina. Tal cual como lo habíamos ideado. Allí esperaría hasta que la
luz de la habitación se encendiera, como una sutil llamada de victoria.

Pedí una cerveza y mientras me bebía ese burbujeo divino, comencé a pensar en lo
que podría estar sucediendo entre ambos en ese mismo instante. Miraba hacia la
ventana y me imaginaba a Margarita dosificándolo con sus artificios y astucias, y
Marco cayendo en cada uno de los engaños que le tuvimos dispuestos de antemano.
Sólo pensaba en aquello que cambiaría tan drásticamente en esa noche de
plenilunio. Pensaba en ellos, en mí, en nuestras paradojas irresolutas, en
nuestros círculos viciosos.

¿Margarita sería capaz de hacer una cosa semejante? ¿Acaso podría ejecutar diestra-
mente aquel complot tan íntimo o se arrepentiría al último momento y lo derrumbaría
todo por pena? ¿Marco se quedaría tan satisfecho como siempre o acaso Margarita sí
lograría llegar hasta el punto de la negación innegable? Tantas eran las posibilidades,
tantos posibles aciertos y desaciertos. La brisa helada empezaba ya a gobernar
la atmósfera del café. Miraba mi reloj de cuando en cuando y el tiempo parecía
congelarse al igual que mi fluido sanguíneo, ambos parecían no transcurrir más.

Estuve al borde de irme y escapar de ese rompecabezas de piezas humanas, en


donde yo constituía una de ellas, aquella que no cabía en ninguna parte, la que sólo
esperaba para ser movida por una lumínica señal, un llamado fugaz. Todas las personas
de las demás mesas advertían mi impaciencia y observaban mis manos indomables
que crujían insistentemente. Mi atención se clavaba en la ventana que iba tomando

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formas inimaginables y ese estado de espera hacía que una angustia tronara en mi
interior como mis dedos. Estaba ansioso por saber qué rayos estaba sucediendo allá
adentro…hasta que al fin surgió el destello tan esperado -la luz se encendió- y todo
mi cuerpo fue un terremoto insalvable.

Pagué la cuenta y fui en busca de aquella aseveración irreversible. Ya se presentía


el sacrificio de ambos. El sacrificio tajante de lo que fue, de que lo fueron, de lo
que fuimos. A esa hora Margarita estaba sentada al borde de la cama, con un rictus
sollozante e intranquilo. Zumbaba un silencio abrumador. Ella sintió mis pasos y
al mirarme me sonrió. Qué hermosa mezcla de sentimientos. Tal vez esa mujer
parecía supersticiosa y frágil, pero a fin de cuentas todo demostraba que poseía
una voluntad de hierro.

Bajo este encuentro de coautores infalibles, nos abrazamos y besamos mordaz-


mente. Sentí que algo comprimía mi pecho, no era ya la angustia, tampoco la culpa
ni la ansiedad, sino los exuberantes pechos de Margarita contrayéndose sobre mí.
Dos enormes rituales dolorosamente acumulados. También ella sentía sus propios
pechos comprimiéndole el respiro. Marco, por su parte, yacía bocarriba sobre el
colchón con su pequeño cuerpo exhausto y despechado. Fue la primera vez que no
despertó durante toda noche, tal vez por la agotadora lucha o porque quizás en su
sueño Margarita sí le brindaba lo que él le pedía. Eso se notaba porque sus labios
succionaban el aire inútilmente.

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EL AUTÓGRAFO

Fue la mejor escena que jamás haya visto. Absolutamente todos los que estábamos
en aquella sala de cine, nos embriagamos de aquella mujer. Hasta ese entonces no
era una actriz muy conocida, pero solo con verla sabíamos que pronto sería el
rostro más difundido por todo el mundo. Sin lugar a dudas, mucho más bella
que las clásicas Elizabeth Taylor, Grace Kelly o incluso que Sophia Loren.

Siempre recordaré la escena. De lejos se la veía apoyada en el balcón, contemplando


el parpadeo nocturno de una ciudad oriental. Mientras la cámara se acercaba, los de-
talles de su cuerpo nos agitaban cada vez más: las transparencias, los lugares sombríos,
ese cabello alborotado hacia un costado, la curvatura de su espalda, la proporción de
sus curvas, su distancia y mil cosas más que quizás no son perceptibles…

El silencio fue interrumpido por un sollozo progresivo que venía desde la penúltima
fila. Se trataba de una señora que no paraba de llorar. Un mar de sollozos, una erup-
ción de lágrimas. No sé qué me motivó a acercarme y abrazarla sin decir ni una sola
palabra. La señora, con su rostro indeleble bajo la oscuridad de aquella sala de cine,
dijo entre sollozos: “desde el accidente ya nadie me ha vuelto a pedir autógrafos”.

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EL SEGUNDO INTENTO

A ti que desde pequeñito te ha fascinado el cuento La Noche Boca Arriba de Julio


Cortázar. Cuento inspirado en contar otro cuento.

Cuando vio que el niño con guantes rojos se abalanzó hacia la calle, no tuvo más
opción que estrellarse contra el poste de luz. La moto siguió ronroneando luego del
impacto como un gato viejo tendido sobre una alfombra, mientras que él quedó in-
consciente en el instante mismo del accidente. Los testigos contaron más tarde que
el motociclista salió catapultado por lo menos tres metros, y que si no hubiese sido
por el casco, en vez de ir al hospital hubiese ido directito hacia la morgue. Durante
los cinco días de inconsciencia el motociclista soñó que era el copiloto de un avión
bombardero en la Tercera Guerra Mundial. El piloto, que estaba a su lado izquierdo,
tenía un perfil fascinante y le hablaba en un idioma que no alcanzaba a reconocer.
Sobrevolaban una enorme ciudad, una ciudad sin nombre, acaso una que aún no ha
sido fundada. A eso de las seis de un día cualquiera, el motociclista se despierta en
una de las camillas de cuidados intensivos, y desobedeciendo a los doctores, agarra
su casco y su moto (ambos con graves abolladuras), y se echa a andar. Sin saber por
qué, recorre el mismo camino y antes de llegar a la esquina del accidente, decide
deshacerse del casco y acelerar hasta el fondo. Poco tiempo antes de estrellarse, el
motociclista anhela llegar a ser ésta vez el piloto del perfil fascinante y entonces aprieta
sus ojos y sus mandíbulas para recibir el golpe que lo esperaba desde siempre.

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USTED Y LA LISTA DE COMPRAS

Podría decirse que el desquite fue justo, y cuando digo “justo” no pretendo decir
que no haya sido monstruoso. Todo resultó tal como lo había temido: Ignacia tenía
el don de la venganza como todas las mujeres con las que usted había prologado su
vida. Usted se quedó pensando largo rato en todos esos envenenamientos por los
que había tenido que pasar con cada una de ellas. Sencillamente bastaba con que
usted descuidara el movimiento de sus fichas, para que comenzaran esas series de
venganzas mínimas, que poquito a poquito lo iban convirtiendo en una especie de
calendario caduco. Acababa repleto de tachaduras y con los días contados, como
diría usted mismo con esa cara larguirucha.

Claudia, su primera esposa, era un claro ejemplo de sutileza cuando empezó a em-
pujarlo hacia el lado más punzante de la cama (aquél en el que los resortes dejaban
escapar sus garras), luego vino la época de las toallas carrasposas, las braguetas
de sus pantalones extrañamente defectuosas y otras cosas que no quisiera hacerle
recordar. Y qué decir de Teresa y sus municiones: el vino agrio, los rompecabezas
de mil fichas encima de la mesa y las estúpidas cancioncillas que tarareaba. Lo peor
de todo sucedió cuando insistió en ordenarle su biblioteca por orden alfabético.
Adivinará usted quién viene después, Malena, naturalmente. Mientras usted estaba
cepillándose los dientes antes de dormirse, ella aprovechaba para rociarse con esos
perfumes que las mujeres utilizan para repeler a su compañero y que en algún lugar
del envase debe decir “Caution: hombricida”. Así que sus llaves, de alguna extraña
manera, fueron careándose hasta que nunca más lograron abrir la puerta principal.
Como era lógico, en cada caso usted sentía que su vida se transformaba en algo de-
senfocado, en una especie de borradura espelúznate que va copándolo todo.

Incapaz de escapar de tal suerte, Ignacia, durante la cena del domingo, le comentó
que ella ya no tendría tiempo para hacer las compras y que de ahora en adelante
le tocaría a usted. Para cualquiera esto podría no haber sido tan catastrófico, pero
para usted fue igual de tóxico que todos aquellos envenenamientos previos. Aunque
pensándolo bien, éste era mucho peor. -Mañana te daré la lista de compras.-dijo
Ignacia, con esa voz como quien pone una alfombra roja sobre un campo de minas.
Usted se despertó cuando ella ya había salido. Pero ella había preferido dejar su

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café a medias con tal de darse el tiempo de escribir y pegar (gracias a dos imanes en
forma de frutas, no recuerdo si de cebollas o de zanahorias) la lista de compras en
la puerta de la refrigeradora. Hubiera sido preferible una carta de despedida antes
que esa mordaz condena que tenía entre sus manos.

El coche-esa jaula de alambres y ruedas descoordinadas-había empezado a llenarse,


ya sólo faltaban unas cuantas cosas y usted, con su dedo índice revisaba una y otra
vez aquella lista. Sabía que si fallaba en algo tan minúsculo como llevar pan de agua
en lugar del pan con ajonjolí o incluso llevar un foco de sesenta en lugar de uno
cien, eso le merecería lo peor.-Los seis tomates y los mariscos ya están, los licores
y los duraznos enlatados ya están, el azúcar y el café para pasar ya están-pensaba
usted. Sencillamente bastaba con agarrar las diez cebohorias. ¿Diez cebohorias?
-se interrogó usted sobresaltado, casi con una expresión cubista y desencajada. De
lleno supo que no se trataba de un error de redacción y que de ninguna manera podía
ir preguntando a las personas dónde podría encontrar cebohorias.

La vida es así -y usted más que nadie lo sabe-, una suerte de hibridación perpetua,
un hallazgo de desmentidas, una verdura inexistente. No son las cebollas ni las zana-
horias, no son las toallas ni los órdenes alfabéticos, no son las mujeres ni las llaves
que se desgastan hasta volverse inútiles, sino todas esas cosas juntas, y a usted, por
su puesto, no le restaba más que volver a casa y dejar una nota imantada sobre la
refrigeradora que dijera: “adiós Ignacia, no pude encontrar las cebohorias”.

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EL SACRIFICIO

Afuera un mundo, múltiples mundos…y yo aquí, encerrado durante tanto tiempo,


sin poder moverme ni un solo centímetro, siempre sacrificándome por los demás. Ya
basta de tantas burlas, de esas muecas horribles que me lanzan cada mañana y esos
escupitajos sutiles sobre este rostro del que ellos se creen dueños. Ya ni recuerdo
cuántas generaciones he visto desfilar por esta casa pero sé que han sido muchas,
muchísimas en realidad. Los he visto crecer a cada uno, me han atormentado con
sus secretos y sus vanidades, he visto cosas que nadie se imaginaría, y aun así,
nadie me respeta. Lo peor de todo son las noches, un completo espanto; todos
duermen, sueñan, reposan, mientras tanto yo me quedo en blanco, completamente
en blanco, mirando al infinito y escuchando el sonido de tuberías rotas. Quien ha
sufrido noches de insomnio podría entenderme, aunque lo mío resulta mucho más
grave. ¡Tan solo quisiera que alguien me frote la frente y me limpie el rostro de
vez en cuando, como en aquellos tiempos cuando llegué a este lugar! Recuerdo que
esos dos muchachos que en paz descansen, me cargaron y me dejaron en el lugar
elegido. ¡Qué tiempos aquellos! Ahora me pierdo en memorias pasadas, no sé quién
soy, lo juro, no sé. Después de tantos años a uno le entra una especie de paranoia,
eso de cambiar de identidad todo el tiempo, expresiones que vienen y van, perfiles,
maquillajes, retinas…todo esto al final acaba por confundirte. Sé que mi misión era
resistir hasta el final, hasta que ya no quede una sola persona por atender, pero
no me creo capaz de lograrlo. Envidio a quienes nunca se han dado por venci-
dos. En mi caso es necesario un hasta aquí, un tope, un punto final. La decisión está
tomada: en el próximo temblor (así sea un suave movimiento de tierra) aprovecharé
para partirme en pedazos, no me importan los siete años de mala suerte, total solo
soy un espejo que ya no cree en supersticiones.

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INGENIO

¡Qué diluvio! Piensa Ariel mientras mira cómo se va bifurcando la tormenta a través
de los tendones de la ciudad. Los golpes del agua son navajas veloces sobre los
cuerpos que intentan refugiarse en cualquier sitio. Se nota que no ha llovido hace
mucho tiempo, porque se levanta desde el asfalto un olor a incendio recién apagado.
La gente está desprevenida, muchos llevan ropa ligera y solo una minoría empieza
a abrir las membranas de los paraguas que se convierten en aves oscuras que vuelan
atadas a sus dueños. Ariel abre también el suyo, es uno común y corriente, negro,
mediano, con una agarradera de madera. Pero de inmediato se siente incómodo y
estúpido. Prefiere empaparse antes que ir encapsulado en aquél circo unipersonal.
Y entonces se imagina construir un paraguas a gran escala, uno idéntico al suyo
pero de enorme dimensiones. Un gran refugio de tela impermeable, varillas de
metal y terminaciones de madera. Ariel lo abriría con un sonido majestuoso, un
golpe de viento, y dejaría que todo el que quiera se vaya uniendo, para caminar
juntos entre las hileras de avenidas de esa ciudad de seres egoístas.

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I.

ALQUIMIA

¿Cómo hicieron mi pecho de tu espalda?

II.

A DUELO CON EL DUELO

Y ha salido victorioso
De la trepanación de los recuerdos.


III.

INVENTARIO

Rodando sobre las orillas encontré


a la última sirena destripada
como una anguila en balde reluciente.

IV.

TENLO POR SEGURO

Cuando muramos juntos y no juntos


Nos unirá acaso un estertor sin color definible
Quizás un cable por debajo de purpúreos mares
que conecta dos voces extranjeras


V.

PROFANACIÓN

Ya dadas seis paladas en tu pecho


No logro encontrar
lo que escondí sin más remedio.
¡Y yo que creí haber ocultado
justo aquí (X) mis escritos!

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VI.

COLECCIONES

Recojo lo que está perdido en el olvido


no para trasplantarlo a la memoria
sino para olvidarlo a mi manera.

Recojo relojes inservibles


sólo para echar una ojeada
a la parálisis de la especie…


VII.

INTÉRPRETE

¿Quién es ese intérprete


que me engaña
me utiliza
me derriba
sino un diosesucho
de huesos disfrazados
de versos y tierra en las costillas?

VIII.

ACTO REFLEJO

Los termómetros se han partido,


los relojeros han sido envenenados
y del trueno los zanqueros han nacido
hasta verse desplomados
en sitios alejados.

¿Será el Espejo
algo más que la punta quebrantada
de una espada mercenaria?

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IX.

SOBRESALTO

Me dejo dejo de saberme.


Espanto lo imposible
Que me revuelve.

Me dejo dejo de enterarme


Anoto los adentros
en dos mitades.

Me dejo dejo de invitarme


piso los anillos del quebranto
tan pocas veces.

X.

LA ESQUINA DEL ENCUENTRO

Las bicicletas reposan como anteojos


en las esquinas.
Y el día parece un colmillo intraductible.

Y tan pronto...¡qué cosas!


como el tronar aseñorado de tacones
haya dejado esa puntualidad de campanario
vendré por ti....intactamente

A decirte a toda voz


Que el puño se obsesiona
con amasijos perdurables.

XI.

LA ÚNICA FORMA DE ESCAPAR

esta insigne acuerpada


me poseyó durante siglos
-por fuera terrorista de gafas polarizadas
por dentro doncella un tanto aterrada-

y me tildó de escapista
de charlatán respetable
de anciano en triciclo.

¿qué más podía hacer


sino empotrar mis dedos mojados
dentro de interruptores
neuróticos?

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XII.

COMPRAVENTA DE MI MUERTE

Pasaron los años


y fui igual a una maleta con ruedas:
cremalleras por todas partes
contenido frágil
y tironeado entre la niebla.

De mi autopsia extirparon una serie insospechada:


Un puñado de fango acorazado
Una serie de sueños tropicales
Un microscopio sin párpados
Y la descarga de lo que me distingue.

Y quede vaciado al fin


Libre de mí mismo.


XIII.

SEÑORITA FOBIA

Muerda los hielos escatológicos


Srta Fobia
como un empalme entre
horror y dentaduras postizas.
Srta Fobia:
considere la posibilidad
de la caída.
Srta Fobia.
un cinturón de cinturones
y alturas horizontales.
De hecho
Srta Fobia
su corbatín está ladeado.

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XIV.

RECORTES

Aún presiento ese rostro


salpicado de polvo de tiza
y dicen que no habrá estaciones añiles
si no tiene forma la ceniza

Anillos desnudos y blandos


como labios tiemblan y tiemblan.
Y se astillan los ojos…sus cerrojos.

Se desatan los cordones del tiempo


se desata una lluvia abundante
se desata la mano inconclusa.

Acaban de confirmar el presagio:


lo del recorte de los objetos
lo de la marejadas y el redoble
lo del timbal y la pesadilla tibia.

XV.

CARTA SUICIDA

De un faro suspendido el ahorcado


con su sombra como suelo indefinido
y su sombrero un cielo circulado.

El ahorcado con tus huellas empañadas


como indicios de laberintos dactilares
A través de la garganta desandada
De palabras y palabras anudadas.

La misma huella de empuñadura


de un arma descargada
La misma ausencia de caricias
trasformada en resurrección profana.

¡He vuelto! ¡He vuelto¡


a que me mates contrayéndome ante tus pechos
¡He vuelto!
a que borres toda culpa con más intentos…

FIN

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