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LA AGONÍA PLANETARIA

Edgar Morin y Anne B. Kern


(Trad. Foro de Economia Política-Red Vértice)
En el transcurso del siglo XX, la economía, la demografía, el desarro-
llo y la ecología se han convertido en problemas que afectan a todas
las naciones y civilizaciones, es decir, a todo el planeta.
Algunos de estos problemas son evidentes hoy en día. Comentémos-
los rápidamente, antes de mencionar otros, a veces menos notorios,
que llamaremos `de segunda evidencia', y cuyo entrelazamiento
constituye el problema de los problemas.
PROBLEMAS DE PRIMERA EVIDENCIA
El desajuste económico mundial
El mercado mundial puede ser considerado como un sistema auto-
organizador que produce por sí mismo sus propias regulaciones, pe-
se y gracias a evidentes e inevitables desórdenes. Así, se puede su-
poner que, utilizando algunas instancias internacionales de control,
podría calmar sus impulsos, reabsorber sus depresiones y, tarde o
temprano, resolver e inhibir sus crisis.
Pero todo sistema autoorganizador es, de hecho, auto-eco- organiza-
dor, es decir, autónomo/dependiente con respecto a su(s) ecosiste-
ma(s). La economía no se puede considerar como una entidad cerra-
da. Es una instancia autónoma/dependiente de otras instancias (so-
ciológica, cultural, política) también autónomas/dependientes unas
de otras. Así, la economía de mercado supone un conjunto coherente
de instituciones y este conjunto coherente hace falta a escala plane-
taria.
A la ciencia económica le hace falta la relación con lo no económico.
Es una ciencia donde la matematización y la formalización son cada
vez más rigurosas y refinadas; pero esas cualidades padecen el de-
fecto de abstraer el contexto (social, cultural, político); esta ciencia
logra su precisión formal olvidando la complejidad de su situación
real, es decir, olvidando que la economía depende de lo que depende
de ella. Por ello, el saber economicista que se encierra en lo econó-
mico se vuelve incapaz de prever las perturbaciones y el devenir, y se
vuelve ciego para lo económico mismo.
La economía mundial parece oscilar entre crisis y no crisis, entre
desajustes y reajustes. Profundamente desajustada, restablece ince-
santes ajustes parciales, con frecuencia a costa de destrucciones (de
los excedentes, por ejemplo, para mantener el valor monetario de los
productos) y estragos humanos, culturales, morales y sociales en
cadena (desempleo, aumento de las plantaciones para producir dro-
ga). Desde el siglo XIX, el crecimiento económico ha sido no sólo el
motor sino también el regulador de la economía, aumentando la de-
manda junto con la oferta. Pero al mismo tiempo ha destruido irre-
mediablemente las civilizaciones rurales y las culturas tradicionales.
Ha aportado mejoras considerables al nivel de vida y ha provocado
perturbaciones en el modo de vida.
De todos modos, vemos que en el mercado mundial se instalan y se
manifiestan:
- el desorden en la cotización de las materias primas con sus desas-
trosas consecuencias en cadena;
- el carácter artificial y precario de las regulaciones monetarias (in-
tervenciones de los bancos centrales para regular el tipo de cambio e
impedir, por ejemplo, la caída del dólar);
- la incapacidad para encontrar regulaciones económicas para los
problemas monetarios (como la enorme deuda de los países en desa-
rrollo, de cientos de miles de millones de dólares) y regulaciones mo-
netarias para los problemas económicos (eliminar o restablecer la li-
bertad del precio del pan o del cuscús) que son, a la vez, problemas
sociales y políticos;
- la gangrena de las mafias que se generaliza en todos los continen-
tes;
- la fragilidad ante las perturbaciones no estrictamente económicas
(cierre de fronteras, bloqueos, guerras);
- la competencia en el mercado mundial, que lleva a la especializa-
ción de las economías locales o nacionales; eso provoca una solidari-
zación cada vez más vital entre todos y cada uno, pero al mismo
tiempo, en caso de crisis o de trastornos sociales y políticos, la des-
trucción de estas solidaridades sería mortal para todos y cada uno.
Además, el crecimiento produce nuevos desajustes. Su carácter ex-
ponencial ocasiona no sólo un proceso multiforme de degradación de
la biosfera sino también un proceso multiforme de degradación de la
psicoesfera, es decir, de nuestras vidas mentales, afectivas, morales,
y esto genera consecuencias en cadena y en circuito.
Los efectos civilizadores de la mercantilización de todas las cosas --
acertadamente anunciada por Marx: después del agua, el mar y el
sol, los órganos del cuerpo humano, la sangre, el esperma, el óvulo y
el tejido fetal también se volvieron mercancías-- son la extinción de
la donación, de lo gratuito, del ofrecimiento, del favor y la casi des-
aparición de lo no monetario, que erosionan los valores diferentes
del afán de lucro, el interés financiero y el ansia de riquezas.
En suma, se ha puesto en marcha una máquina infernal; como dice
René Passet: "Una competencia internacional insensata obliga a
buscar, a cualquier precio, excedentes de productividad que, en vez
de repartirse entre consumidores, trabajadores e inversionistas, se
dedican básicamente a comprimir costos para obtener nuevos exce-
dentes de productividad que, así mismo, etcétera" [Les Echos, mayo
de 1992]. En esta competencia, el desarrollo tecnológico se usa para
obtener productividad y rentabilidad, creando y aumentando el des-
empleo,1 y alterando los ritmos humanos.
Es cierto que la competencia sigue siendo a la vez el gran estímulo y
el regulador de la economía, y sus desajustes, como la formación de
monopolios, pueden combatirse con leyes antitrust; pero lo nuevo es
que la competencia internacional impone una aceleración a la que se
sacrifican la convivencia y las posibilidades de reforma, y que, si no
hay desaceleración, nos conduce hacia... ¿una explosión?, ¿una des-
integración?, ¿una mutación?
El desajuste demográfico mundial
En 1800 había mil millones de seres humanos, hoy hay seis mil mi-
llones. Se prevén diez mil millones para el año 2050.
Los progresos de la higiene y de la medicina en los países pobres lle-
van a reducir la mortalidad infantil sin que baje la natalidad. El
bienestar y las transformaciones civilizadoras que le acompañan
disminuyen la natalidad en los países ricos. El crecimiento del mun-
do pobre, más poblado que el mundo rico, supera la disminución de
éste. ¿Hasta cuándo? Previsiones catastróficas anuncian el rebasa-
miento de las posibilidades de subsistencia, la generalización de las
hambrunas y el desbordamiento migratorio de los miserables hacia
Occidente. Pero hay factores de desaceleración, como las políticas
antinatales (India, China), la tendencia a la reducción del número de
hijos con el avance del bienestar y la modernización de las costum-
bres.
Así, el proceso demográfico no debe considerarse en forma aislada,
sino que debe enmarcarse dentro del conjunto de cambios sociales,
culturales y políticos.
La evolución demográfica sigue siendo imprevisible. Hasta hoy, las
grandes modificaciones en el crecimiento y la reducción de las po-
blaciones europeas han sido inesperadas. Así, en 1940 aparece un
impulso demográfico imprevisto que se desarrolla en la posguerra;
luego, a finales de los años cincuenta, se inicia en Berlín una brutal
reducción que se generalizará en casi toda Europa. Por tanto, no es
seguro que el actual crecimiento mundial prosiga necesariamente en
forma exponencial.
La crisis ecológica
El aspecto metanacional y planetario del peligro ecológico apareció
con el anuncio de la muerte del océano hecho por Ehrlich en 1969 y
el informe Meadows encargado por el Club de Roma en 1972.
Tras las profecías apocalípticas mundiales de 1969-1972, hubo un
período en que se multiplicaron las degradaciones ecológicas locales:
campos, bosques, lagos, ríos y aglomeraciones urbanas contamina-
das. Sólo en los años ochenta surgieron:
1. Las grandes catástrofes locales con amplias consecuencias: Seve-
so, Bhopal, Three Mile Island, Chernobyl, desecación del mar de
Aral, contaminación del lago Baikal, ciudades al borde de la asfixia
(México, Atenas). Se advierte que la amenaza ecológica ignora las
fronteras nacionales: la contaminación del Rin afecta a Suiza, Fran-
cia, Alemania, los Países Bajos y el mar del Norte. Chernobyl invadió
y luego desbordó el continente europeo.
2. Los problemas más generales. En los países industrializados: con-
taminación de las aguas, incluidas las capas freáticas; envenena-
miento de los suelos por el exceso de pesticidas y fertilizantes; urba-
nización masiva de regiones ecológicamente frágiles (como las zonas
costeras); lluvias ácidas; almacenamiento de desechos nocivos. En
los países no industrializados: desertización, deforestación, erosión y
salinización de los suelos, inundaciones, urbanización salvaje de
megalópolis envenenadas por el dióxido de azufre (que favorece el
asma), el monóxido de carbono (que produce trastornos cerebrales y
cardíacos) y el bióxido de nitrógeno (inmunodepresor).
3. Los problemas globales que afectan al planeta en su conjunto:
emisiones de CO2 que intensifican el efecto invernadero, envene-
nando los microorganismos que hacen la limpieza, alterando impor-
tantes ciclos vitales; lenta destrucción de la capa estratosférica de
ozono, agujero de ozono en el Antártico, exceso de ozono en la tro-
posfera (parte más baja de la atmósfera).
Desde entonces, la conciencia ecológica se ha convertido en una to-
ma de conciencia del problema global y del peligro global que ame-
nazan al planeta. Como afirma Jean-Marie Pelt: "El hombre destruye
uno a uno los sistemas de defensa del organismo planetario".
Primero, las reacciones ante los peligros fueron ante todo locales y
técnicas. Luego se multiplicaron las asociaciones y los partidos
ecológicos, y se crearon ministerios del medio ambiente en setenta
países; la Conferencia de Estocolmo en 1972 creó organismos inter-
nacionales encargados del medio ambiente; se pusieron en marcha
programas internacionales de investigación y de acción (Programa de
las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, programas sobre el
hombre y la biosfera de la Unesco). Finalmente, la Conferencia de
Río reunió a ciento setenta y cinco Estados en 1992. Se trata de
conciliar las necesidades de protección ecológica y las necesidades
de desarrollo económico del Tercer Mundo. La idea de `desarrollo
sostenible' lleva a poner en dialógica la idea de desarrollo, que impli-
ca el aumento de la contaminación, con la idea de medio ambiente,
que exige limitar la contaminación:
Sin embargo, la idea de desarrollo aún continúa trágicamente sub-
desarrollada (como veremos más adelante); todavía no se ha repen-
sado realmente, ni siquiera en la idea de `desarrollo sostenible'.
La Conferencia de Río adoptó una declaración sobre los bosques,
una convención sobre el clima y la protección de la biodiversidad y
elaboró el plan de acción 21 (siglo XXI) para coordinar la acción de
las Naciones Unidas en defensa de la biosfera.
Esto no es más que un comienzo. El deterioro de la biosfera contin-
úa, la desertización y la deforestación tropical se aceleran, la diver-
sidad biológica disminuye. La degradación va más rápido que la re-
generación.
Hay dos tipos de predicciones enfrentadas sobre los próximos treinta
años: las `pesimistas' ven una continuación irreversible de la degra-
dación generalizada de la biosfera, con la modificación de los climas,
el aumento de la temperatura y de la evapotranspiración, la eleva-
ción del nivel del mar (de 30 a 140 centímetros) y la extensión de las
zonas áridas, todo ello con una población probable de 10 mil millo-
nes de seres humanos. Las `optimistas' piensan que la biosfera po-
see en sí misma potencialidades de autorregeneración y de defensa
inmunológica que le permitirán preservarse, y que la población se
estabilizará alrededor de los 8.5 miles de millones de seres huma-
nos.
De todos modos, es imperativo tener precaución. De todos modos,
necesitamos un pensamiento ecologizado que, basándose en la con-
cepción auto-eco-organizadora, considere la relación vital de todo
sistema vivo, humano o social con su entorno.
La crisis del desarrollo
La idea de desarrollo fue la idea clave de los años de postguerra.
Había un mundo, llamado desarrollado, dividido en dos: uno `capita-
lista' y el otro `socialista'. Ambos aportaban al Tercer Mundo su mo-
delo de desarrollo. Hoy, tras los múltiples fracasos del modelo de de-
sarrollo `capitalista' occidental, la crisis del comunismo de aparato
ha llevado a la quiebra del modelo `socialista' de desarrollo. Más
aún, hay una crisis mundial del desarrollo. El problema del desarro-
llo choca por completo con el problema cultural/civilizador y con el
problema ecológico. El mismo sentido de la palabra desarrollo, tal
como se ha aceptado, implica y provoca de por sí el subdesarrollo, y
debe ser cuestionado; pero, para ello, primero debemos considerar
los problemas del segundo tipo.
PROBLEMAS DE SEGUNDA EVIDENCIA
El doble proceso, antagonista y vinculado, de la solidarización y
balcanización del planeta
Los siglos XVII y XVIII presenciaron la afirmación de los primeros
Estados-naciones europeos; el siglo XIX presenció la propagación del
Estado-nación en nuestro continente y en América del Sur. El siglo
XX generalizó en Europa la fórmula del Estado- nación (con la diso-
lución de los imperios otomano y austro-húngaro y, luego, del sovié-
tico) y en el mundo (con la muerte de los imperios coloniales inglés,
francés, holandés y portugués). La ONU cuenta hoy con casi dos-
cientos Estados soberanos.
Los primeros Estados-naciones (Francia, Inglaterra, España) reunie-
ron e integraron etnias diversas en un espacio de civilización más
amplio donde se forjó lentamente una unidad nacional. Los Estados
poliétnicos constituidos en el siglo XX no han contado con el tiempo
histórico necesario para la integración nacional, y se desintegran en
cuanto desaparece la coerción que mantenía su unidad, como se ha
demostrado en Yugoslavia. Muchos Estados-naciones se formaron a
partir de la exigencia de soberanía por parte de etnias que se eman-
cipaban de un imperio y, entre esas etnias secularmente mezcladas
e imbricadas unas con otras, muchas tienen minorías en su seno.
De ahí provienen innumerables conflictos y exasperaciones naciona-
listas, que a veces estallan y a veces se reprimen bajo la presión de
las grandes potencias.
En el transcurso de este siglo se afirma cada vez más la irresistible
aspiración de construir una nación dotada de un Estado allí donde
antes existía la etnia. Esta aspiración se expresa a menudo en con-
tra de las realidades o intereses económicos, lo que muestra que la
exigencia de nacionalidad tiene fuentes distintas (necesidad de au-
tonomía y de autoafirmación, necesidad de retorno al origen, de raí-
ces, de comunidad).
Y es destacable que, en forma ya general, el arraigo o el rearraigo
étnico y religioso cristalicen en el Estado-nación. Para entenderlo
debe entenderse que el Estado-nación porta una substancia mitoló-
gica/afectiva extremadamente `caliente'. La patria es un término
masculino/femenino que unifica en sí lo maternal y lo paternal. La
componente matri-patriótica da valor maternal a la madre-patria,
tierra-madre, a la que se dirige naturalmente el amor, y da poder pa-
terno al Estado, al que se debe obediencia incondicional. La perte-
nencia a una patria realiza la comunidad fraterna de los `hijos de la
patria'. Esta fraternidad mitológica puede reunir a millones de indi-
viduos que no tienen ningún vínculo de consanguinidad. Y así la na-
ción restaura en su dimensión moderna la calidez del vínculo fami-
liar, de clan o de tribu, perdido a causa de la misma civilización mo-
derna que tiende a atomizar a los individuos. Restaura en el adulto
la relación infantil en el seno del hogar protector. Al mismo tiempo,
el Estado aporta fuerza, armas, autoridad, defensa. A partir de ahí,
los individuos desorientados ante las crisis del presente y la crisis
del futuro encuentran en el Estado-nación la seguridad y la comuni-
dad que necesitan.
Es paradójico que sea la misma era planetaria la que permite y favo-
rece la fragmentación generalizada en Estados-naciones: en efecto,
la demanda de nación se ve estimulada por un movimiento de arrai-
go en la identidad ancestral, que reacciona contra la corriente plane-
taria de homogeneización civilizadora, y esta demanda es acentuada
por la crisis generalizada del futuro. Al mismo tiempo que el arraigo
familiar/mitológico en el pasado, el Estado-nación permite organizar
el presente y afrontar el futuro. Por él, la técnica, la administración,
el ejército otorgarán grandeza y poderío a la comunidad. De este
modo, el Estado-nación corresponde a la vez a una exigencia arcaica
que suscitan los tiempos modernos y a una exigencia moderna que
resucita la exigencia arcaica.
Con el hundimiento de los imperios, incluido el del imperio soviético,
la dislocación en naciones y en mininaciones ha sido liberadora, y el
arraigo étnico o nacional encierra un potencial renovador. Pero los
Estados-naciones poliétnicos, surgidos recientemente de los impe-
rios dislocados, no tienen el tiempo histórico para integrar sus et-
nias o sus minorías, y eso es fuente de conflictos y de guerras. So-
meten, expulsan o aniquilan aquello que el imperio o la ciudad pod-
ían tolerar: la minoría étnica. El carácter absoluto de su soberanía,
su rechazo a toda instancia de decisión superior, el carácter ciego,
conflictivo y a menudo paranoide de las relaciones entre Estados, la
radical insuficiencia del germen de instancia supranacional parcial y
partidista que constituye la ONU, todo ello ha provocado una situa-
ción de balcanización generalizada, justamente en el momento en
que la era planetaria requiere la asociación de los Estados-naciones
y, para las cuestiones vitales que afectan a la humanidad en su con-
junto, la superación de su poder absoluto. De hecho, la proliferación
de nuevas naciones impide la formación de vastas confederaciones o
federaciones que se han hecho necesarias por la creciente intersoli-
daridad de los problemas. Así, tras haber agotado su fecundidad
histórica (que llevó a constituir espacios de civilización más vastos
que las ciudades y mejor integrados que los imperios), el Estado-
nación soberano absoluto se impone en forma universal, dislocando
casi en todas partes las posibilidades asociativas, 2 y obstruyendo la
conformación de instancias de solidaridad metanacionales.
De todos modos, los Estados-naciones, incluidos los grandes Esta-
dos-naciones poliétnicos, son ya demasiado pequeños para los gran-
des problemas inter y transnacionales: los problemas de la econom-
ía, los del desarrollo, los de la civilización tecnoindustrial, los de la
homogeneización de modos y géneros de vida, los de desintegración
de un mundo campesino milenario, los de la ecología y los de la dro-
ga son problemas planetarios que superan las competencias nacio-
nales. Así, el encierro sobre sí mismo y la balcanización generalizada
suscitan algunos de los principales peligros del fin del milenio.
Con los antagonismos entre naciones se reactiva el antagonismo de
las religiones, especialmente en zonas que a la vez son de interferen-
cia y de fractura como India/Pakistán y el Medio Oriente; el antago-
nismo modernidad/tradición se agrava en antagonismo moderni-
dad/fundamentalismo; el antagonismo democracia/totalitarismo se
ha debilitado, pero va a dar lugar a un antagonismo virulento: de-
mocracia/dictadura; el antagonismo Occidente/Oriente se nutre de
esos antagonismos y los alimenta, al igual que el antagonismo Nor-
te/Sur, en el que se mezclan los intereses estratégicos y económicos
antagonistas de las grandes potencias. Todos estos antagonismos
chocan en las grandes zonas sísmicas del globo (entre ellas la que va
de la zona Armenia/Azerbaiján hasta el Sudán) y se concentran allí
donde hay mezclas de religiones y etnias, fronteras arbitrarias entre
Estados, exasperaciones de rivalidades y negaciones de todo orden,
como en el Medio Oriente.
Recordemos, por último, la triple crisis en que se ha hundido esa
zona de depresión que va de Gdansk a Vladivostok: crisis política en
la que el derrumbe del totalitarismo no ha dado lugar más que a
embriones democráticos inciertos y frágiles, crisis económica a la
que se lanzaron las poblaciones que perdieron las seguridades y
mínimos vitales de un sistema anterior sin haber logrado aún las
ventajas esperadas de uno nuevo, crisis nacional en la que las etnias
que acceden a la soberanía nacional se oponen a las minorías que
reclaman los mismos derechos y a las naciones a las que pertenecen
sus propias minorías, lo que provoca el furibundo ascenso de los na-
cionalistas. Esas tres crisis se alimentan entre sí: la histeria nacio-
nalista se ve favorecida por la crisis económica, y ambas favorecen la
llegada de nuevas dictaduras. Como dijo Leibovitz, el filósofo israelí:
"Se pasa fácilmente del humanismo al nacionalismo y del naciona-
lismo al bestialismo".
Estamos en el inicio de la formación de este ciclón histórico de crisis
en intervirulencia, y nadie sabe qué ocurrirá finalmente en Europa
con el choque entre el flujo asociativo proveniente del Oeste y la
oleada disociativa proveniente del Este.
Al mismo tiempo, el África en crisis ve agravar una situación marca-
da,3 a la vez, por el desplome de dictaduras `socialistas', la impoten-
cia para sustituirlas por democracias, el retiro de las inversiones oc-
cidentales, la debilidad o la corrupción de las administraciones, la
endemia de guerras tribales y/o religiosas, lo que se traduce en de-
vastaciones y hambrunas crecientes en Somalia, Etiopía, Sudán y
Mozambique.
El continente asiático tampoco está al abrigo de las convulsiones
que, en caso de dislocaciones y guerras étnicas en China e India,
producirían cataclismos humanos.
Así, el siglo XX creó y rompió, al mismo tiempo, un tejido planetario
único; sus fragmentos se aíslan, se enojan, se combaten y tienden a
destruir el tejido sin el que no habrían podido existir ni desarrollar-
se. Los Estados dominan la escena mundial como titanes brutales y
ebrios, poderosos e impotentes. ¿Cómo superar su era de barbarie?
La crisis universal del futuro
Europa había propagado la fe en el progreso en todo el planeta. Las
sociedades, separadas de sus tradiciones, ya no aclaraban su porve-
nir siguiendo las lecciones del pasado sino marchando hacia un fu-
turo que se prometía lleno de promesas. El tiempo era un movimien-
to ascendente. El progreso se identificaba con la marcha de la histo-
ria humana y era impulsado por el desarrollo de la ciencia, de la
técnica y de la razón. La pérdida de la relación con el pasado fue
sustituida y compensada por el éxito de la marcha hacia el futuro.
La fe moderna en el desarrollo, en el progreso y en el futuro se di-
fundió por toda la Tierra. Esta fe constituía el fundamento común de
la ideología democrática capitalista occidental, donde el progreso
prometía bienes y bienestar terrestres, y de la ideología comunista,
religión de salvación terrena que llegó a prometer el `paraíso socialis-
ta'. El progreso entró en crisis dos veces durante la primera mitad
del siglo, con el bárbaro desencadenamiento de las dos guerras
mundiales que opusieron e hicieron retroceder a las naciones más
avanzadas. Pero la religión del progreso encontró el antídoto que
exaltó su fe allí donde habría debido derrumbarse. Los horrores de
las dos guerras se consideraron como reacciones de antiguas barba-
ries e incluso como anuncios apocalípticos de tiempos felices. Para
los revolucionarios, esos horrores provenían de las convulsiones del
capitalismo y del imperialismo, y no cuestionaban de ningún modo
la promesa del progreso. Para los evolucionistas, estas guerras eran
bandazos que sólo suspendían por un tiempo la marcha hacia ade-
lante. Luego, cuando el nazismo y el comunismo stalinista se impu-
sieron, su bárbara naturaleza fue ocultada por sus promesas `socia-
listas' de prosperidad y felicidad.
La segunda posguerra presenció la renovación de las grandes espe-
ranzas progresistas. Se restauró un futuro excelente, fuese en la
idea del porvenir radiante que prometía el comunismo, fuese en la
idea del porvenir tranquilo y próspero que prometía la idea de socie-
dad industrial. La idea de desarrollo parecía ofrecer, para todo el
Tercer Mundo, un futuro libre de las peores trabas que pesan sobre
la condición humana.
Todo cambia a partir de los setenta. El porvenir radiante naufraga:
la revolución socialista revela su rostro dantesco en la Urss, China,
Vietnam, Camboya e incluso en Cuba, por largo tiempo considerada
como `un paraíso socialista' de bolsillo. Luego, el sistema totalitario
hace implosión en la Urss y en todas partes se desvanece la fe en el
futuro `socialista'. En el Oeste, la crisis cultural de 1968 es seguida,
en 1973, por el hundimiento de las economías occidentales en una
fase depresiva de larga duración. Por último, los fracasos del desa-
rrollo en el Tercer Mundo desembocan en regresiones, estancamien-
tos, hambrunas y guerras civiles/tribales/religiosas. Las lanzaderas
hacia el futuro han desaparecido. Los futurólogos ya no predicen y
algunos cierran la tienda.4 La nave Tierra navega en la noche y la
oscuridad.
Por esa misma época, el núcleo mismo de la fe en el progreso -- cien-
cia/técnica/industria-- se corroe cada vez más profundamente. La
ciencia revela una ambivalencia cada vez más radical: el dominio de
la energía nuclear por las ciencias físicas lleva no sólo al progreso
humano sino también a la aniquilación de la humanidad; las bom-
bas de Hiroshima y Nagasaki, relevadas por la carrera de armamen-
tos nucleares de las grandes y medianas potencias, hacen pender su
amenaza sobre el porvenir del planeta. La ambivalencia llega a la
biología en los años ochenta: el reconocimiento de los genes y de los
procesos biomoleculares lleva a las primeras manipulaciones genéti-
cas y promete manipulaciones cerebrales que controlarían y some-
terían los espíritus.
También en esa misma época se percibe que los subproductos resi-
duales de las industrias, igual que la aplicación de métodos indus-
triales a la agricultura, la pesca y la ganadería, causan perjuicios y
contaminaciones cada vez más graves y generalizados que amenazan
la biosfera terrestre y la misma psicoesfera.
Así, el desarrollo de la triada ciencia/técnica/industria pierde su
carácter providencial. La idea de modernidad aún seduce y llena de
promesas a todos los que sueñan con el bienestar y las técnicas libe-
radoras, pero comienza a ser cuestionada donde ya se ha logrado el
bienestar. La modernidad era y sigue siendo un complejo de civiliza-
ción animado por un dinamismo optimista. Ahora bien, el cuestio-
namiento de la triada que anima ese dinamismo también cuestiona
a la modernidad. Ésta llevaba en su seno la emancipación indivi-
dual, la secularización general de los valores, la distinción de la ver-
dad, la belleza y el bien. Pero el individualismo ya no sólo representa
autonomía y emancipación, también significa atomización y anoni-
mización. La secularización no sólo representa liberación de los
dogmas religiosos, también significa pérdida de los fundamentos,
angustia, duda y nostalgia de las grandes certidumbres. La diferen-
ciación de los valores no sólo lleva a la autonomía moral, la exalta-
ción estética y la libre búsqueda de la verdad sino también a la des-
moralización, el esteticismo frívolo y el nihilismo. La virtud rejuvene-
cedora de la idea de lo nuevo (nuevo = mejor = necesario = progreso)
se agota y sólo aparece en los detergentes, las pantallas de televisión
y las proezas automovilísticas. Ya no habrá `nueva novela', `nueva
cocina', `nueva filosofía'.
Si la conciencia de la ambivalencia de todos los procesos que ha
desarrollado la modernidad y que han desarrollado a la modernidad
se manifiesta en Occidente, la crítica de la modernidad, en vez de ser
capaz de superarla, da a luz un mísero postmodernismo que consa-
gra únicamente la incapacidad para concebir un porvenir.
En todas partes impera el sentimiento, difuso o agudo, de la pérdida
del futuro. En todas partes se afirma la conciencia de que no esta-
mos en la penúltima etapa de la historia, donde ésta va a consumar
su florecimiento. En todas partes se advierte que no marchamos
hacia un porvenir radiante, ni siquiera hacia un porvenir feliz. Pero
aún falta la conciencia de que estamos en la edad de hierro planeta-
ria, en la prehistoria del espíritu humano.
La enfermedad del futuro se entromete en el presente e induce una
angustia psicológica, sobre todo cuando el capital de fe de una civili-
zación se invirtió en el futuro.
La vida cotidiana puede atenuar el sentimiento de esta crisis del fu-
turo y llevar a que, pese a las incertidumbres, se lo siga esperando
individualmente, para uno mismo, o a enviar hijos al mundo y pla-
near su porvenir.
Pero, al mismo tiempo, la crisis del futuro produce un gigantesco re-
flujo hacia el pasado, tanto mayor cuanto el presente es miserable,
angustioso e infeliz. El pasado, que fue arruinado por el futuro, re-
sucita de las ruinas del futuro. De ahí ese formidable y multiforme
movimiento de regreso al origen y de retorno a los fundamentos étni-
cos, nacionales y religiosos, perdidos u olvidados, del que brotan los
diversos `fundamentalismos'. 5
Los efectos de esos formidables vaivenes entre pasado y futuro están
muy lejos de haberse agotado, y muchos serán imprevistos.
De todos modos, el progreso no está asegurado automáticamente por
ninguna ley de la historia. El porvenir no es necesariamente desarro-
llo. En lo sucesivo, el futuro se llama incertidumbre.
La tragedia del `desarrollo'
El desarrollo es la palabra clave, que se ha vuelto onerosa, en la que
convergen todas las vulgatas ideológicas de la segunda mitad de
nuestro siglo. En los fundamentos de la idea maestra de desarrollo
se encuentra el gran paradigma occidental del progreso. El desarro-
llo debe asegurar el progreso, el cual debe asegurar el desarrollo.
El desarrollo tiene dos aspectos. Por una parte, es un mito global
donde las sociedades que se vuelven industriales logran el bienestar,
reducen sus desigualdades extremas y dan a los individuos la
máxima felicidad que puede dar una sociedad. Por otra parte, es una
concepción reduccionista donde el crecimiento económico es el mo-
tor necesario y suficiente de todos los desarrollos sociales, psíquicos
y morales. Esta concepción tecnoeconómica ignora los problemas
humanos de la identidad, de la comunidad, de la solidaridad y de la
cultura. Por tanto, la noción de desarrollo se encuentra gravemente
subdesarrollada. La noción de subdesarrollo es un producto pobre y
abstracto de la noción pobre y abstracta de desarrollo.
Ligada a la fe ciega en el avance irresistible del progreso, la fe ciega
en el desarrollo ha permitido, de un lado, eliminar las dudas y, del
otro, ocultar las barbaries desatadas por el desarrollo del desarrollo.
El mito del desarrollo llevó a creer que todo debía sacrificarse en
aras del desarrollo. Permitió justificar dictaduras despiadadas, fue-
sen de modelo `socialista' (partido único) o de modelo `pro- occiden-
tal' (dictadura militar). Las crueldades de las revoluciones del desa-
rrollo agravaron las tragedias del subdesarrollo.
Después de treinta años consagrados al desarrollo, subsiste el gran
desequilibrio Norte/Sur y se agravan las desigualdades. El 25 por
ciento de la población del globo, que vive en los países ricos, consu-
me el 75 por ciento de la energía; las grandes potencias conservan el
monopolio de la alta tecnología y se apropian incluso del poder cog-
noscitivo y manipulador sobre el capital genético de las especies vi-
vas, incluida la humana. El mundo desarrollado destruye sus exce-
dentes agrícolas y pone sus tierras en barbecho mientras que en el
mundo pobre se multiplican las carestías y las hambrunas. Donde
hay guerras civiles o desastres naturales, la fugaz ayuda caritativa
es devorada por parásitos burocráticos o negociantes. El Tercer
Mundo sigue sufriendo la explotación económica, pero también pa-
dece la ceguera, el pensamiento obtuso y el subdesarrollo moral e in-
telectual del mundo desarrollado.
En África los suelos se agotan, el clima se degrada, la población cre-
ce y el sida hace estragos. Un policultivo que satisfacía las necesida-
des familiares y locales fue sustituido por un monocultivo sometido
a los albures del mercado mundial. A causa de esos albures, el mo-
nocultivo sufre una crisis tras otra, los capitales invertidos en los
sectores en crisis huyen. El éxodo rural colma los tugurios de gentes
sin trabajo. La monetarización y la mercantilización de todas las co-
sas destruyen la vida comunitaria de reciprocidades y de conviven-
cia. Lo mejor de las culturas indígenas desaparece en favor de lo pe-
or de la civilización occidental.
La idea desarrollista fue y es ciega a las riquezas culturales de las
sociedades arcaicas o tradicionales que sólo se han visto a través de
lentes economicistas y cuantitativos. En sus culturas sólo ha visto
ideas falsas, ignorancia y supersticiones, sin imaginar que contenían
intuiciones profundas, conocimientos milenariamente acumulados,
sabiduría para vivir y valores éticos atrofiados entre nosotros. Fruto
de una racionalización occidentalocéntrica, el desarrollismo también
fue ciego para ver que las culturas de nuestras sociedades desarro-
lladas llevan en su seno --como todas las culturas, aunque de mo-
dos diferentes-- junto a verdades y virtudes profundas (como la de la
racionalidad autocrítica que permite ver las carencias y fallas de
nuestra propia cultura), ideas arbitrarias, mitos sin fundamento
(como el mito providencialista del progreso), grandes ilusiones (como
la de haber llegado a la cima de la racionalidad y de ser sus deposi-
tarios exclusivos) y cegueras aterradoras (como la del pensamiento
parcelario, compartimentado, reduccionista y mecanicista).
En su misma cuna europea, el desarrollo de la modernidad urbana e
industrial ha acarreado la destrucción de culturas rurales milena-
rias y comienza a disolver el tejido de las distintas culturas regiona-
les, que resisten en forma desigual. Las grandes culturas históricas
de Asia y del mundo islámico se han resistido a la occidentalización,
bien sea asumiendo una doble identidad (Japón, Marruecos), bien
sea regenerando el fondo religioso y étnico. Como se dijo antes, la
resistencia a la occidentalización también opera apropiándose las
armas e instrumentos de Occidente: la fórmula del Estado-nación,
las técnicas industriales, administrativas y militares, las ideologías
emancipadoras del derecho de los pueblos. De ahí que en ese mismo
proceso haya un doble movimiento de recuperación del pasado y de
salto hacia el porvenir. Dinámica compleja, en la que interactúan
identidad- religión-nación-Estado-técnica y donde intervienen el ca-
pitalismo, las ideologías de Occidente, la ideología revolucionaria y la
cultura de masas, se suscitan rebelión y esperanza y, luego, resigna-
ción, desesperanza y vuelta a la rebelión. Todo ello no ocurre sin
desgarramientos, conflictos internos, compromisos bastardos; de to-
dos modos, la occidentalización progresa vía la tecnificación, la mer-
cantilización, la comercialización y la ideologización y, en sentido
contrario, como vimos antes, avanza la balcanización y el arraigo en
la identidad etnorreligiosa.
En el resto del mundo, el desarrollo tiende a consumar la desinte-
gración de las culturas arcaicas iniciada desde los tiempos históricos
y continuada masivamente por la colonización. El mundo de las cul-
turas indígenas, reducido hoy en día a 300 millones de personas,
está condenado a muerte.
Presenciamos la última fase de la aniquilación de las culturas de ca-
zadores-recolectores que aún subsistían en las selvas tropicales, las
montañas salvajes y las extensiones desérticas. Los progresos de la
medicina traen higiene y curación, pero hacen perder los remedios y
prácticas de curanderos o brujos; la alfabetización aporta la cultura
escrita, pero destruye las culturas orales portadoras de conocimien-
tos y sabidurías milenarias. Se desestructuran los tipos tradiciona-
les de personalidad.
La reciente experiencia de la bahía James ilustra el proceso. Con la
lógica del desarrollo, Hydroquebec emprendió la construcción de
grandes embalses para proporcionar electricidad barata a la provin-
cia y, a la vez, favorecer el establecimiento de fábricas de aluminio.
Una parte del territorio fue comprada a los indios cris, lo que les
proporcionó medios para volverse sedentarios, adquirir casas y elec-
trodomésticos, adoptar y adaptarse al trabajo/energía/crecimiento,
etcétera. Pero, en los territorios que adquirió Hydroquebec, la crea-
ción de los lagos artificiales cortó las rutas migratorias de los ca-
ribús, y la liberación del fósforo en sus aguas hizo que el pescado no
fuera comestible. Los hombres, obligados a abandonar sus antiguas
actividades vitales de cazadores y pescadores, fueron a trabajar en la
construcción de los embalses y luego se convirtieron en desemplea-
dos. Inactivos, los ancianos se dejan morir. Los jóvenes se sumen en
el alcoholismo y se ven niños de cuatro años embriagándose con
cerveza. La mujeres, que remplazaron sin transición el pescado y la
carne por las farináceas y los azúcares, se volvieron obesas. La anti-
gua comunidad fue destruida y no se ha construido una nueva. El
altruismo dio paso al egoísmo. Un antiguo modo de vida, un antiguo
mundo de vida, ha muerto. El bienestar doméstico llegó, con el alco-
holismo, la droga y el aburrimiento. Los cris hoy son ricos en mer-
cancías y pobres en espíritu, desdichados, están en vía de desapari-
ción.
En todos los casos, incluida Europa, pero con mayor gravedad fuera
de ella, el desarrollo destruye con mayor o menor rapidez las solida-
ridades locales y los rasgos originales adaptados a las condiciones
ecológicas específicas.
No hay que idealizar las culturas. Es necesario saber que toda evo-
lución implica abandono y toda creación implica destrucción, que
todo avance histórico se paga con una pérdida. Es preciso entender
que, mortal como todo lo que vive, cada cultura es digna de vivir y
debe saber morir. También debemos mantener la necesidad de una
cultura planetaria. Es verdad que la multiplicidad de culturas, ma-
ravillosas adaptaciones a las condiciones y problemas locales, hoy
impide el acceso al nivel planetario. ¿Pero no podemos extraer y ge-
neralizar el aporte más rico de cada una? ¿Cómo integrar los valores
y tesoros culturales de las culturas que se desintegran? ¿No será
demasiado tarde? Debemos, pues, afrontar dos imperativos contra-
dictorios: salvar la extraordinaria diversidad cultural que creó la
diáspora de la humanidad y, al mismo tiempo, nutrir una cultura
planetaria común a todos. Por demás, vemos que, paralelamente al
proceso de homogeneización civilizadora impulsado por el estallido
tecnoindustrial, hay también un proceso de encuentros y sincretis-
mos culturales: la diversidad cultural se recrea sin cesar en los Es-
tados Unidos, en Iberoamérica y en África. Pero no por ello el desa-
rrollo tecnoindustrial deja de ser una amenaza cultural para el
mundo.
La tecnificación, la industrialización y la urbanización se generalizan
por todas partes, junto con sus efectos ambivalentes, de los que aún
se ignora cuáles prevalecerán. Todo ello produce, a gran velocidad,
la destrucción de las culturas agrarias y el fin del mundo campesino
multimilenario: mientras que el 3 por ciento de la población mundial
vivía en ciudades en 1800, el 80 por ciento de los habitantes están
urbanizados en el Occidente europeo. Las megalópolis como México,
Shanghai, Bombay, Yakarta y Tokio-Osaka no dejan de crecer. Esos
monstruos urbanos sufren (y hacen sufrir a sus habitantes) embote-
llamientos, ruidos, estrés y contaminaciones de todo tipo. La miseria
material prolifera en los tugurios y la miseria moral no sólo se con-
centra en los barrios de droga y de delincuencia; también reina en
los barrios lujosos protegidos por milicias y gorilas.
Los demógrafos de la ONU prevén que hacia el año 2000 más del 50
por ciento de la población mundial vivirá en un medio urbano y 60
megalópolis contendrán más de 650 millones de habitantes, es decir,
el 8.3 por ciento de la población mundial en medio milésimo de las
tierras emergidas. De las 21 megalópolis con más de 10 millones de
habitantes, 17 estarán en países pobres.
¿A dónde lleva el desarrollo mundial? Unos marchan hacia el desas-
tre; otros, que salen del subdesarrollo económico, se encontrarán
con los problemas de civilización del mundo desarrollado. Por lo de-
más, éste lleva en su seno un desarrollo del subdesarrollo económi-
co: 35 millones de seres humanos están por debajo de la línea de
pobreza en los Estados Unidos. Al parecer, estamos entrando en una
sociedad `dual' que encierra en sus ghettos. a los excluidos del desa-
rrollo, entre ellos de un 10 a un 20 por ciento de desempleados.
¿Vamos hacia la crisis mundial del desarrollo? De todos modos, de-
bemos rechazar el concepto subdesarrollado de desarrollo que hacía
del crecimiento tecnoindustrial la panacea de todo desarrollo antro-
posocial y renunciar a la idea mitológica de un progreso irresistible
que se expande hasta el infinito.
Malestar o mal de civilización
¿Nuestra civilización, modelo del desarrollo, no estará enferma de
desarrollo? El desarrollo de nuestra civilización ha producido mara-
villas: domesticación de la energía física, máquinas industriales cada
vez más automatizadas e informatizadas, máquinas electrodomésti-
cas que liberan a los hogares de las tareas más serviles, bienestar,
comodidad, productos de consumo extremadamente variados, el au-
tomóvil (que, como su nombre indica, da autonomía en la movili-
dad), el avión, que nos permite devorar el espacio, la televisión, ven-
tana abierta al mundo real y a los mundos imaginarios.
Este desarrollo ha permitido la expansión individual, la intimidad en
el amor y la amistad, la comunicación del tú y del yo, la telecomuni-
cación entre todos y cada uno; pero este mismo desarrollo lleva tam-
bién a la atomización de los individuos, que pierden las antiguas so-
lidaridades sin adquirir otras nuevas, salvo las anónimas y adminis-
trativas.
El desarrollo del área técnica/burocrática entraña la generalización
del trabajo parcelario sin iniciativa, responsabilidad ni interés. El
tiempo cronometrado y el tiempo precipitado hacen desaparecer la
disponibilidad y los ritmos naturales y tranquilos. La prisa impide la
reflexión y la meditación. La megamáquina burocráti-
ca/técnica/industrial cubre actividades cada vez más numerosas y
obliga a que los individuos obedezcan sus prescripciones, sus impe-
rativos y sus formularios. No se sabe cómo dialogar con sus poderes
anónimos. No se sabe cómo corregir sus errores, no se sabe a qué
oficina y a qué ventanilla dirigirse. La mecanización toma el control
de lo que no es mecánico: la complejidad humana. La existencia
completa resulta ultrajada. El reinado anónimo del dinero progresa
al mismo tiempo que el reinado de la tecnoburocracia. Los estímulos
también desintegran: el espíritu de competencia y de éxito desarrolla
el egoísmo y disuelve la solidaridad.
La ciudad luz, que ofrece libertades y variedades, también se con-
vierte en ciudad tentacular, cuyas imposiciones, comenzando por las
del metro/trabajo/sueño, sofocan la existencia, y donde el estrés
acumulado agota los nervios.
La vida democrática regresa. Cuanta mayor dimensión técnica ad-
quieren los problemas, más escapan a la competencia de los ciuda-
danos en favor de los expertos. Cuanto más políticos se tornan los
problemas de civilización, menor es la capacidad de las políticas pa-
ra integrarlos en su lenguaje y sus programas.
El hombre productor está subordinado al hombre consumidor; el
primero, al producto vendido en el mercado y el segundo, a fuerzas
libidinales cada vez menos controladas dentro del proceso circular
en que se crea un consumidor para el producto y no solamente un
producto para el consumidor. Una agitación superficial se apodera
de los individuos en cuanto escapan de las obligaciones esclavizan-
tes del trabajo. El consumo desbordado se convierte en hartazgo
bulímico que se alterna con curas de privación; la obsesión dietética
y la obsesión por la línea multiplican los temores narcisistas y los
caprichos alimenticios, y mantienen el costoso culto a las vitaminas
y a los oligoelementos. Entre los ricos, el consumo se vuelve histéri-
co, maníaco del standing, de la autenticidad, de la belleza, de la tez
limpia, de la salud. Recorren vitrinas, grandes almacenes, anticua-
rios y mercados de pulgas. La manía por las chucherías se junta con
la manía por lo trivial.
Los individuos viven al día, consumen el presente, se dejan fascinar
por miles de futilezas, charlan sin jamás entenderse en la torre de
Bla-blel. Incapaces de apreciar un lugar, parten en todas direccio-
nes. El turismo es menos el descubrimiento del otro, la relación físi-
ca con el planeta, que un recorrido sonámbulo, tras un guía, por un
mundo casi fantasma de folclores y monumentos. La `diversión' mo-
derna alimenta el vacío del que se quiere huir.
El aumento de los niveles de vida también puede estar ligado a la
degradación de la calidad de la vida. La multiplicación de los medios
de comunicación puede estar ligada al empobrecimiento de las co-
municaciones personales. El individuo puede ser a la vez autónomo
y atomizado, rey y objeto, soberano de sus máquinas y manipula-
do/esclavizado por lo que esclaviza.
Al mismo tiempo, algo amenaza nuestra civilización desde el interior.
La degradación de las relaciones personales, la soledad, la pérdida
de las certidumbres unida a la incapacidad para asumir la incerti-
dumbre, todo ello alimenta un mal subjetivo cada vez más extendi-
do. Como ese mal de las almas se agazapa en nuestras cavernas in-
teriores, como se fija de modo psicosomático en insomnios, dificul-
tades respiratorias, úlceras estomacales y enfermedades, no se per-
cibe su dimensión civilizacional colectiva y se confía al médico, al
psicoterapeuta, al gurú.
Cuando la adolescencia se rebela contra la sociedad, cuando se
`pierde' y se hunde en la droga dura, se cree que sólo es un mal de
juventud; no se advierte que la adolescencia es el eslabón débil de la
civilización, que en ella se concentran los problemas, los males y las
aspiraciones, por demás difusas y atomizadas. La búsqueda si-
multánea de la autonomía y de la comunidad, la necesidad de una
relación auténtica con la naturaleza para recuperar la propia natu-
raleza y el rechazo de la vida adulterada de los adultos han revelado,
como en un molde, las carencias que todos padecemos. Con mayor
profundidad, la consigna de los adolescentes californianos en los
años sesenta, Peace and Love, revela un profundo malestar del alma
privada de paz y de amor.
Los sobresaltos de 1968 mostraron un rechazo adolescente a los
principios mismos de la vida en el mundo occidental, psíquica y mo-
ralmente miserable, allí donde hay prosperidad material.
Los males objetivos que provienen de las dificultades o disfunciones
económicas, de las pesadeces y rigideces burocráticas y de las de-
gradaciones ecológicas se hicieron perceptibles y comenzaron a ser
mencionados y denunciados. Pero los males de la civilización que se
filtran en las almas y adoptan formas subjetivas no siempre se per-
ciben. De todos modos, los males objetivos y los males subjetivos se
unen para conformar un nuevo mal de civilización. Surgió en Occi-
dente, en y por el desarrollo económico, continuará en y por la crisis
económica.
El imaginario que transmiten los medios de comunicación tomó en
cuenta ese malestar del quiebre de 1968. Antes, todas las películas
comerciales terminaban con un happy end: los héroes de la literatu-
ra popular lograban éxito y amor al final de la novela. La prensa fe-
menina distribuía recetas de felicidad. Después de 1968 se pasó del
mito eufórico de la felicidad al cuestionamiento de la felicidad. El
happy end ya no es el final obligatorio. La prensa femenina aconseja
a sus lectoras que enfrenten con valor los problemas de la separa-
ción, de la soledad, de la enfermedad y del envejecimiento.
Debe señalarse también que la `sociedad civil' reacciona y busca
protegerse por sus propios medios. Así, en los años sesenta, se res-
pondió a los imperativos de la vida urbana burocratizada con el de-
sarrollo de una vida que alternaba trabajo/ocio y ciudad/campo con
week-ends y vacaciones múltiples. Cierto neoarcaísmo y cierto neo-
naturismo llenaron los interiores de plantas, conchas, minerales y
fósiles; indujeron a usar jeans, pana, ropas rústicas y joyas bárba-
ras; llevaron a revalorizar las parrilladas, la horticultura y los guisos
campesinos. Más tarde, la difusión de la conciencia ecológica acen-
tuó la búsqueda de lo `natural' en todos los campos, comenzando
por la alimentación.
Eros --que puede adoptar, a la vez o por separado, apariencias de
amor, erotismo, sexualidad y amistad-- es la respuesta esencial al
mal de civilización, respuesta que la misma civilización induce y di-
funde con sus medios de comunicación. La resistencia a la anonimi-
zación y a la atomización se expresa, sobre todo en el mundo juvenil,
en la multiplicación de signos de pertenencia a tribus, grupos de
amigos, fiestas. Y, en todas las edades, el amor se ha convertido en
dios salvador. El matrimonio, antaño alianza entre familias, ya casi
no es concebible sin amor. Los impulsos de amor expulsan el mal
del alma. El amor nace y renace por todas partes. Los encuentros
amorosos y eróticos atraviesan las clases sociales, rompen los tabús
y se embriagan de clandestinidad y de precariedad.
Pero las pasiones que consumen se consumen pronto; el amor se
debilita al multiplicarse y se vuelve frágil con el tiempo. Los encuen-
tros que hacen nacer un nuevo amor matan al antiguo. Las parejas
se deshacen, otras se unen y luego se desunen. El mal de la inesta-
bilidad, de la prisa y de la superficialidad se instala en el amor e in-
troduce en él ese mal de civilización que el amor expulsa.
El amor y la fraternidad, fuerzas de resistencia espontáneas al mal
de civilización, son aún demasiado débiles para remediar el mal. Ex-
pulsan el vacío con su impulso hacia la plenitud pero también son
corroídos y desintegrados por el vacío, de ahí aquel complejo de vac-
ío/plenitud difícil de apresar.
Finalmente, hay otras formas y fuerzas de resistencia al mal de civi-
lización que se manifiestan especialmente en la voluntad de asimilar
los métodos y mensajes de las culturas orientales que aportan ar-
monía al alma y al cuerpo, paz psíquica y desapego espiritual. De es-
te modo, las formas vulgarizadas y comercializadas del yoga y el zen
revelan las carencias de la civilización occidental y la necesidad a la
que responden. Al mismo tiempo, bajo la forma de religiosidades
sincréticas diversas, como la filosofía new age, hay una búsqueda de
la unidad de lo verdadero, del bien y de lo bello, de la restauración
de la comunión y de lo sagrado. Entre las ruinas de todo lo que el
progreso ha destruido, cuando el mismo progreso está ya en ruinas,
hay una búsqueda de verdades perdidas.
Es muy difícil reconocer la verdadera naturaleza del mal de civiliza-
ción, dadas sus ambivalencias y sus complejidades. Se precisa ver
los subsuelos minados, las cavernas, los abismos subterráneos, al
tiempo que el deseo de vivir y la sorda e inconsciente lucha contra el
mal. Se precisa ver el complejo de deshumanización y de rehumani-
zación. Se precisa ver las satisfacciones, alegrías, placeres y dichas,
pero también las insatisfacciones, sufrimientos, frustraciones, an-
gustias y desgracias del mundo desarrollado, que son distintas pero
no menos reales que las del mundo subdesarrollado. Quien lucha vi-
talmente contra las fuerzas de muerte de esta civilización también
forma parte de esta civilización. Las neurosis que ésta provoca no
son sólo un efecto del mal, son un compromiso más o menos doloro-
so con el mal para no hundirse en él.
¿Son insuficientes las reacciones contra el mal? ¿Se ampliará el
mal? Sea como sea, no puede considerarse que nuestra civilización
ha alcanzado ya un punto estable. ¿Tras haber liberado enormes
fuerzas creativas y desencadenado fuerzas destructivas inauditas va
hacia su autodestrucción o hacia su metamorfosis?
El desarrollo descontrolado y ciego de la tecnociencia
Nuestro devenir está animado, más que nunca, por la doble dinámi-
ca del desarrollo de las ciencias y del desarrollo de las técnicas, los
cuales se alimentan mutuamente; esta dinámica impulsa el desarro-
llo industrial y el desarrollo civilizacional, los cuales a su vez le sir-
ven de estímulo. Así, la tecnociencia dirige el mundo desde hace un
siglo. Sus desarrollos y sus expansiones producen los desarrollos y
las expansiones de las comunicaciones, las interdependencias, las
solidaridades, las reorganizaciones y las homogeneizaciones que, a
su vez, desarrollan la era planetaria. Pero estos desarrollos y estas
expansiones son también los que provocan, por contraefectos retro-
activos, las balcanizaciones, las heterogeneizaciones, las desorgani-
zaciones y las crisis de hoy en día.
La fe en la misión providencial de la tecnociencia alimentó la certi-
dumbre en el progreso y las grandiosas esperanzas del desarrollo fu-
turo.
La tecnociencia no es sólo la locomotora de la era planetaria. Ha in-
vadido todos los tejidos de las sociedades desarrolladas e implanta-
do, en términos organizativos, la lógica de la máquina artificial in-
cluso en la vida cotidiana, excluyendo de la competencia democráti-
ca a los ciudadanos en favor de los expertos y los especialistas. Ha
introducido grietas en el pensamiento imponiéndole disyunciones y
reducciones. La tecnociencia es, así, eje y motor de la agonía plane-
taria.
La invasión por la lógica de la máquina artificial
¿Cuál es la diferencia entre una máquina artificial y una máquina
viviente? La máquina artificial se compone de elementos extrema-
damente confiables. Sin embargo, la máquina en su conjunto es
mucho menos confiable que cada uno de sus elementos tomado ais-
ladamente. Basta una alteración local para que el conjunto se blo-
quee y se averíe, y la máquina sólo se puede reparar con una inter-
vención exterior. La máquina artificial no puede tolerar ni integrar el
desorden. La máquina artificial obedece estrictamente a su progra-
ma. La máquina artificial está hecha de elementos muy especializa-
dos y está destinada a tareas especializadas. Sólo hasta muy recien-
temente los ordenadores se han basado en una inteligencia general
que puede aplicarse a diversos problemas.
La máquina viviente, por su parte, está constituida por elementos
poco confiables que se degradan rápidamente (las proteínas), pero el
conjunto es mucho más confiable que sus elementos. Es capaz de
producir nuevos constituyentes para remplazar aquellos que se de-
gradan (moléculas) o mueren (células); es, entonces, capaz de auto-
rregenerarse, capaz de autorrepararse cuando se daña localmente.
Si bien la muerte es el enemigo de la organización viviente, sus fuer-
zas de destrucción se usan para hacer posible la regeneración. Mien-
tras que la máquina artificial sólo es capaz de programa, la máquina
viva es capaz de estrategia, es decir, de inventar sus comportamien-
tos en la incertidumbre y el azar. Por tanto, en la máquina viviente
existe un vínculo intrínseco y complejo entre desorganización y reor-
ganización, entre desorden y creatividad.
Además, la máquina viviente no sólo consta de órganos especializa-
dos sino también de órganos multifuncionales. Su sistema generati-
vo (genético) no sólo entraña genes especializados sino también ge-
nes polivalentes en conjuntos de genes que también son polivalen-
tes. La máquina artificial no es más que una máquina. La máquina
viviente es también un ser auto-eco-organizador y este ser es un in-
dividuo-sujeto.
Todas esas cualidades del ser-máquina viviente son impulsadas a su
más alto grado en el ser humano, donde se amplían la calidad de su-
jeto y la aptitud para elegir (libertad).
Cuando la lógica de la máquina artificial se aplica a lo humano de-
sarrolla el programa en detrimento de la estrategia, la hiperespeciali-
zación en detrimento de la competencia general, el carácter mecáni-
co en detrimento de la complejidad organizativa: la funcionalidad es-
tricta, la racionalización y la cronometrización que imponen la obe-
diencia de los seres humanos a la organización mecánica de la
máquina. Ésta ignora el individuo viviente y su calidad de sujeto y,
por tanto, las realidades humanas subjetivas.
La lógica de la máquina artificial primero se impuso en la industria
donde, al liberar los músculos humanos de los trabajos pesados,
sometió al trabajador a sus normas mecánicas y especializadas así
como a su tiempo cronometrado. A la vez que servía a las necesida-
des humanas, la máquina puso a los seres humanos al servicio de
sus necesidades mecánicas. Al convertirse en un apéndice de la acti-
vidad humana, convirtió al trabajador en su apéndice.
La lógica de la máquina artificial se propagó fuera del sector indus-
trial, especialmente en el mundo administrativo donde su organiza-
ción ya estaba prefigurada en la organización burocrática, y se apo-
deró de numerosos campos de la actividad social: como dijo Gideon,
la mecanización toma el mando [Gideon 1948]. Primero se adueña
del mundo urbano y luego del mundo rural, donde transforma a los
campesinos en agricultores y convierte en suburbios a villas y pue-
blos.
La lógica de la máquina artificial --eficacia, predecibilidad, calculabi-
lidad, especialización rígida, rapidez, cronometría-- invade la vida
cotidiana: regula viajes, consumo, ocio, educación, servicios y comi-
das, y provoca lo que George Ritzer [1992] llama la `macdonaldiza-
ción de la sociedad'. La urbanización, la atomización y la anonimiza-
ción van a la par de la aplicación generalizada de la lógica de la
máquina artificial a los seres humanos y a sus relaciones. La noción
de desarrollo, tal como se ha impuesto, obedece la lógica de la
máquina artificial y la difunde por el planeta.
De este modo, la toma de posesión de la técnica se convierte al mis-
mo tiempo en toma de posesión por la técnica. Se cree racionalizar la
sociedad para el hombre y se racionaliza al hombre para adaptarlo a
la racionalización de la sociedad.
Reinado del pensamiento mecánico y parcelario
La propagación de la lógica de la máquina artificial en todos los
campos de la vida humana genera un pensamiento mecanicista par-
celario que adopta una forma tecnocrática y econocrática. Dicho
pensamiento sólo percibe la causalidad mecánica cuando todo obe-
dece, cada vez más, a la causalidad compleja. Reduce lo real a lo que
es cuantificable. La hiperespecialización y la reducción a lo cuantifi-
cable producen ceguera no sólo frente a la existencia, lo concreto, lo
individual, sino también frente al contexto, lo global, lo fundamental;
y en todos los sistemas tecnoburocráticos, llevan a una fragmenta-
ción, a una disolución y, finalmente, a una pérdida de la responsabi-
lidad. Favorecen a la vez las rigideces de la acción y la laxitud de la
indiferencia. Contribuyen en forma considerable a la regresión de-
mocrática en los países occidentales, donde todos los problemas que
se han vuelto técnicos escapan a los ciudadanos en favor de los ex-
pertos, y donde la pérdida de la visión de lo global y lo fundamental
dejan libre el camino no sólo a las ideas parcelarias más cerradas
sino también a las ideas globales más hueras, a las ideas fundamen-
tales más arbitrarias, incluso, y sobre todo, entre los técnicos y los
científicos.
Los estragos de la racionalidad fragmentaria y cerrada se manifies-
tan en la concepción de los grandes proyectos tecnoburocráticos que
siempre omiten una o varias dimensiones de los problemas (como la
represa de Asuán, la instalación de Fos-Sur- Mer, la organización del
CNTS, el affaire de la sangre contaminada o el proyecto para desviar
los ríos siberianos). De hecho, la racionalidad cerrada genera irra-
cionalidad y, evidentemente, es incapaz de asumir el desafío de los
problemas planetarios.
La nueva barbarie
Hay sufrimientos humanos que provienen de cataclismos naturales,
sequías, inundaciones o escaseces. Otros provienen de antiguas
formas de barbarie que no han perdido virulencia. Pero otros, final-
mente, proceden de una nueva barbarie tecno-científico- burocráti-
ca, inseparable del imperio de la lógica de la máquina artificial sobre
los seres humanos.
La ciencia no solamente es esclarecedora, también es ciega para su
propio devenir y en sus frutos contiene, como el árbol bíblico del co-
nocimiento, a la vez el bien y el mal. La técnica es, a la vez, portado-
ra de civilización y de una nueva barbarie, anónima y manipuladora.
La palabra razón no sólo expresa la racionalidad crítica, sino tam-
bién el delirio lógico de la racionalización, ciego frente a los seres
concretos y la complejidad de lo real. Lo que considerábamos avan-
ces de la civilización son, al mismo tiempo, avances de la barbarie.
Walter Benjamin percibió muy bien que la barbarie estaba en la
fuente de las grandes civilizaciones. Freud percibió muy bien que la
civilización, en vez de eliminar la barbarie la desterraba a sus sub-
terráneos y posponía sus nuevas erupciones. Hoy debemos percibir
que la civilización tecnocientífica, a pesar de ser civilización, produce
una barbarie que le es propia.
La impotencia de llevar a cabo la mutación metatécnica
Hoy en día se derrumba el mito del progreso y el desarrollo padece
un mal; al menos una de las causas de todo lo que amenaza al con-
junto de la humanidad tiene que ver con el desarrollo de las ciencias
y las técnicas (amenaza de las armas de aniquilación, amenazas
ecológicas a la biosfera, amenaza de explosión demográfica).
No obstante, los mismos desarrollos tecnocientíficos podrían permi-
tir, en este fin de milenio, recuperar las competencias generales,
sustituir el trabajo hiperespecializado por robots, máquinas y control
informático, organizar una economía distributiva que suprima las
escaseces y hambrunas del Tercer Mundo e integre a los excluidos y
remplazar los sistemas de enseñanza rígidos por una educación para
la complejidad.
Es posible imaginar una civilización metatécnica con la ayuda y la
integración de la técnica, el control de la lógica actual de las máqui-
nas artificiales mediante normas humanas, la introducción progresi-
va de una lógica compleja --lo que apenas está empezando-- en los
computadores y, por tanto, en el mundo de las máquinas artificiales.
La impotencia para llevar a cabo la gran mutación tecnológica-
económica-social no sólo proviene de la insuficiencia de conocimien-
tos técnicos y económicos, sino también de las deficiencias del pen-
samiento tecno-econocrático dominante. También proviene de la de-
bilidad del pensamiento político que, tras el colapso del marxismo,
es incapaz de desplegar un pensamiento complejo y concebir un
gran proyecto. Hay impotencia para superar la crisis del progreso
mediante un progreso diferente y para superar la crisis de la moder-
nidad mediante algo distinto de un mísero postmodernismo.
Un curso ciego
La tríada ciencia/técnica/industria se ha hecho cargo de la aventura
humana y su curso está fuera de control. El crecimiento es incontro-
lable y su avance lleva al abismo.
A la visión eufórica de Bacon, Descartes y Marx, donde el hombre
amo de la técnica se convertía en amo de la naturaleza, sigue la vi-
sión de Heisenberg y Gehlen [Morin 1969], donde la humanidad se
convierte en el instrumento de un desarrollo metabiológico animado
por la técnica. Debemos abandonar los dos principales mitos del Oc-
cidente moderno: la conquista de la naturaleza-objeto por el hombre
sujeto del universo, y el falso infinito al que apuntan el crecimiento
industrial, el desarrollo y el progreso. Debemos abandonar las racio-
nalidades parciales y cerradas, las racionalizaciones abstractas y de-
lirantes que consideran irracional toda crítica racional que las cues-
tione. Debemos liberarnos del paradigma pseudorracional del homo
sapiens faber según el cual ciencia y técnica asumen y logran el de-
sarrollo humano.
La tragedia del desarrollo y el subdesarrollo del desarrollo, la carrera
desenfrenada de la tecnociencia y la ceguera que produce el pensa-
miento parcelario y reduccionista nos han lanzado a una aventura
sin control.
AGONÍA
¿Crisis?
Se podría considerar que el estado caótico y conflictivo de la era pla-
netaria es su estado `normal' y que sus desórdenes son ingredientes
inevitables de su complejidad, y evitar utilizar el término, hoy trivia-
lizado y convertido en lugar común, de crisis.
Pero, entonces, cabría recordar lo que entendemos por `crisis' [Morin
1984, 139-151]. Una crisis se manifiesta en el aumento y la genera-
lización de las incertidumbres, en la ruptura de las regulaciones o
feedbacks negativos (que anulan las desviaciones), en el desarrollo
de feedbacks positivos (crecimientos incontrolados) y en el aumento
de los peligros y las oportunidades (peligros de regresión o de muer-
te, oportunidades de encontrar solución o salvación).
Cuando consideramos el estado del planeta, advertimos:
- el aumento de las incertidumbres en todos los campos, la imposibi-
lidad de cualquier futurología segura y la extremada diversidad de
los posibles escenarios futuros.
- la ruptura de regulaciones (incluida la ruptura del `equilibrio del
terror'), el desarrollo de crecimientos en feedback positivos, como el
crecimiento demográfico, los desarrollos incontrolados del crecimien-
to industrial y los de la tecnociencia.
- peligros mortales para el conjunto de la humanidad (arma nuclear,
amenaza contra la biosfera) y, al mismo tiempo, oportunidad de sal-
var a la humanidad del peligro a partir de la conciencia misma del
peligro.
La policrisis
Sería deseable jerarquizar los problemas `crísicos', para concentrar
la atención en el primero o mayor de los problemas.
En cierto sentido, la aventura incontrolada de la tecnociencia es un
problema esencial: comanda el problema del desarrollo y el problema
de civilización, y suscitó el desbordamiento demográfico y la amena-
za ecológica. Pero controlar la marcha de la tecnociencia hoy no re-
solvería ipso facto la tragedia del desarrollo ni la problemática de
nuestra civilización; no curaría la ceguera que produce el pensa-
miento parcelario y reduccionista y no suprimiría el problema de-
mográfico ni la amenaza ecológica. Además, el problema de la tecno-
ciencia depende del conjunto de la civilización que, hoy, depende de
ella. No se puede tratar aisladamente y se debe afrontar en forma di-
versa según las regiones del planeta.
De hecho, existen inter-retro-acciones entre los distintos problemas,
crisis y amenazas. Así sucede con los problemas de la salud, la de-
mografía, el entorno, el modo de vida, la civilización y el desarrollo.
Así sucede con la crisis del futuro, que favorece la virulencia de los
nacionalismos, la cual favorece el desajuste económico, el cual favo-
rece la balcanización generalizada, y todo ello mediante inter-retro-
acción. En términos más amplios, la crisis de la antroposfera y la
crisis de la biosfera remiten una a la otra, como remiten unas a
otras las crisis del pasado, del presente y del futuro.
Muchas de estas crisis pueden ser consideradas como un conjunto
`policrísico' donde se ramifican y enlazan entre sí la crisis del desa-
rrollo, la crisis de la modernidad y la crisis de todas las sociedades,
unas sacadas de su letargo, su autarquía y su estado estacionario, y
otras que aceleran vertiginosamente su movimiento, lanzadas en
una marcha ciega, movidas por la dialéctica de los desarrollos de la
tecnociencia y del desbordamiento de los delirios humanos.
Así, no es posible identificar el problema número uno que subordi-
naría a todos los demás; no hay un solo problema vital sino varios
problemas vitales, y esta intersolidaridad de los problemas, antago-
nismos, crisis, procesos incontrolados y crisis general del planeta
constituye el problema vital número uno.
La aceleración
La gravedad o la profundidad de la crisis puede medirse por la am-
plitud de los feedbacks positivos y por la magnitud de los peligros
mortales.
Por cierto, toda la marcha tecnoeconómica de Occidente desde fina-
les del siglo XVIII puede verse como un gigantesco feedback positivo,
es decir, como un proceso no controlado que se autoalimenta, se au-
toamplifica, se autoacelera y desestructura las sociedades tradicio-
nales, sus modos de vida y sus culturas. Este proceso de destruc-
ción ha sido a la vez un proceso de creación (de una civilización, de
nuevas formas culturales y de obras admirables en literatura, poes-
ía, música...).
Hoy, la cuestión consiste en saber si las fuerzas de regresión y des-
trucción predominarán sobre las de progreso y creación y si no
hemos cruzado ya un umbral crítico en la aceleración-amplificación,
que podría llevarnos al desbordamiento explosivo.
Pues la aceleración se apodera de todos los sectores de la vida. La
misma velocidad va cada vez más de prisa. Con la aceleración técni-
ca --fax, TGV, Chronopost y supersónicos-- nosotros mismos esta-
mos acelerados. Es la carrera, cada vez más apresurada, de toda
una civilización.
Debemos tomar conciencia de esta carrera alocada hacia un futuro
que cada vez tiene menos cara de progreso, o que sería más bien el
segundo rostro del progreso. Como dijo Walter Benjamin al hablar
del ángel lanzado hacia el porvenir por una airada tempestad: "Esta
tempestad es lo que llamamos progreso".
¿Corremos, entonces, hacia la autodestrucción? ¿Hacia una muta-
ción? Los feedbacks positivos que llevan al desbordamiento pueden,
eventualmente, producir una mutación. Pero se necesitaría que pre-
dominaran las fuerzas de control y regulación.
Se trata, entonces, de frenar el diluvio técnico sobre las culturas, la
civilización, la naturaleza, que amenaza las culturas, la civilización y
la naturaleza. Se trata de ir más lento para evitar una explosión o
una implosión. Se trata de desacelerar para poder regular, controlar
y preparar la mutación. La supervivencia exige revolucionar el por-
venir. Debemos orientarnos hacia otro porvenir. En esto consiste la
toma de conciencia decisiva del nuevo milenio.
La fase damoclea
La crisis planetaria está en el centro de los procesos incontrolados y
éstos están en el centro de la crisis planetaria. El aumento de las
amenazas mortales globales es uno de los rasgos de la crisis plane-
taria.
En 1945, la bomba de Hiroshima abrió una nueva fase donde el ar-
ma nuclear pende continuamente sobre la humanidad entera. Esta
situación damoclea se ha instaurado con los enormes arsenales ca-
paces de destruir el género humano, con los miles de misiles que
portan megamuerte y se almacenan en silos, surcan los océanos en
submarinos nucleares y vuelan sin cesar en superbombarderos. El
arma se propaga, se miniaturiza y pronto estará a disposición de po-
tentados y terroristas dementes.
Al mismo tiempo, la amenaza damoclea se ha dirigido hacia la bios-
fera, donde las emisiones y emanaciones de nuestro desarrollo técni-
co/urbano amenazan con destruir por envenenamiento nuestro me-
dio viviente y volverse mortíferas para la humanidad.
Al mismo tiempo, la vieja muerte, inhibida por la medicina y la
higiene, ha resurgido con una virulencia hasta hoy desconocida; el
sexo, al que se creía haber vuelto aséptico, evoca en cada abrazo el
espectro de Damocles.
Por último, con angustia, desespero y violencia, la muerte ha ganado
terreno en el interior mismo de nuestra psiquis. Los poderes de au-
todestrucción y de destrucción, latentes en cada individuo y cada
sociedad, se han reactivado en nuestros medios urbanos anónimos,
multiplicando y aumentando las soledades y las angustias indivi-
duales, desinhibiendo una violencia que se convierte en expresión
banal de la protesta, el rechazo y la revuelta. La mortífera atracción
de las drogas duras, sobre todo de la heroína, se difunde irresisti-
blemente; éstas apaciguan, embriagan y exaltan, pero la salvación
que prometen es mortal.
Desde la aparición del homo sapiens, la conciencia de su propia
muerte y la de los suyos estaba en cada ser humano. Con la caída
del imperio romano surgió la idea de que las civilizaciones eran mor-
tales. Desde hace un siglo, intensificado por los aportes de la cosmo-
logía contemporánea, se ha propagado el conocimiento de que la Tie-
rra y el Sol morirán, arrastrando a la vida en su naufragio. Pero a
esas muertes ya conocidas se añaden nuevas muertes íntimas, nue-
vas muertes globales, próximas, deslizantes, ponzoñosas, envolven-
tes, y todas ellas planetarizadas.
La alianza de las barbaries
En nuestra fase damoclea se producen también múltiples desbor-
damientos, en numerosos puntos del globo, de una gran barbarie
nacida de la alianza entre las formas antiguas, aún virulentas, de
barbarie --fanatismos, crueldades, menosprecios y odios alimenta-
dos más que nunca por religiones, racismos, nacionalismos e ideo-
logías-- y las nuevas formas --anónimas, gélidas, burocráticas, tec-
nocientíficas-- de barbarie desarrolladas en nuestro siglo. La alianza,
en formas diversas, entre las dos barbaries, sellada en Kolyma,
Auschwitz e Hiroshima, se ha vuelto universal y pone en peligro la
supervivencia y el porvenir de la humanidad.
¿Agonía?
Si se consideran globalmente los dos ciclones `crísicos' y críticos de
las guerras mundiales del siglo XX y el ciclón desconocido aún en
formación, si se consideran las amenazas mortales contra la huma-
nidad provenientes de la misma humanidad y, por último y sobre
todo, si se considera la situación actual de policrisis entrelazadas e
indisociables, la crisis planetaria de una humanidad aún incapaz de
convertirse en humanidad puede entonces denominarse agonía, es
decir, un estado trágico e incierto donde los síntomas de muerte y de
nacimiento luchan y se confunden. Un pasado muerto que no muere
y un porvenir naciente que no acaba de nacer.
Hay un desbordamiento mundial de fuerzas ciegas, de feedbacks po-
sitivos, de locura suicida, pero también hay una mundialización de
la exigencia de paz, de democracia, de libertad y de tolerancia.
La lucha entre las fuerzas de integración y las de desintegración no
sólo aparece en las relaciones entre sociedades, naciones, etnias y
religiones, también surge en el seno de cada sociedad y en el interior
de cada individuo. No es sólo una lucha entre impulsos civilizadores
e impulsos bárbaros, también es una lucha entre esperanza colecti-
va de supervivencia y riesgos de muerte colectivos. Esta es la lucha
de este siglo que termina, sin que necesariamente sea la lucha final
que nos haría salir de la edad de hierro planetaria.
Todas las antiguas inmunidades que protegían a las culturas traba-
jan hoy, a la vez, a favor y en contra de la humanidad. A favor, man-
teniendo la diversidad; en contra, impidiendo la unidad. Las inmu-
nidades nacionales se han vuelto destructoras más que protectoras.
En tanto entidad planetaria, la humanidad no ha adquirido aún
ninguna protección inmunitaria contra los males internos que la
asuelan.
La agonía planetaria, no tan sólo la suma de conflictos tradicionales
de todos contra todos, más las crisis de distinto tipo, más la apari-
ción de nuevos problemas sin solución, es un todo que se nutre de
esos ingredientes conflictivos, `crísicos', problemáticos y que, a su
vez, los engloba, los sobrepasa y los alimenta.
Y ese todo porta en sí el problema de los problemas: la impotencia
del mundo para convertirse en mundo, la impotencia de la humani-
dad para convertirse en humanidad.
¿Estamos irremediablemente comprometidos en la marcha hacia el
cataclismo generalizado?, ¿qué criatura esperamos del alumbra-
miento? O proseguiremos, a troche y moche, hacia una Edad Media
planetaria con conflictos regionales, crisis sucesivas, desórdenes y
regresiones; quizá con algunos islotes protegidos.
La agonía de muerte/nacimiento quizá sea el camino, con infinitos
riesgos, hacia la metamorfosis general. A condición, justamente, de
que se tome conciencia de esta agonía.
REFERENCIAS
Gideon, S. 1948. Mechanization Takes Command, Oxford University
Press.
Morin, E. 1969. Introduction à une politique de l'homme, "Points Po-
litique", Éditions du Seuil, París.
Morin, E. 1984. Sociologie, Fayard, París.
Ritzer, G. 1992. The Macdonaldisation of Society, Sage Press.
(1)La cadena industrial del automóvil permitió crear empleos para
vigilantes de garaje, mecánicos y revendedores. No sucede igual con
la informática.
(2)El único contraejemplo, que aún no logra ser ejemplar, es el de la
comunidad nacida al oeste de la pequeña Europa.
(3)Cuando en 1960 participaba con el 9 por ciento de los intercam-
bios internacionales y era autosuficiente en alimentos.
(4)Como el Centro de Investigaciones sobre el Futuro de la Universi-
dad de California del Sur. Subsisten institutos dedicados básica-
mente a programas tecnológicos de corto plazo, como el Centro de
Investigaciones sobre el Futuro de Palo Alto.
(5)Los años 1977 a 1980 constituyen un giro importante: en 1977, el
sionismo laico da paso a un israelismo bíblico con la llegada de Be-
gin al poder; en 1978, Juan Pablo II es elegido Papa y emprende la
reevangelización del mundo; en 1979, un Irán más o menos laico cae
en poder del Ayatola Jomeini.
(Tomado de Terre-Patrie, Éditions de Seuil, París 1993, capítulo 3)

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