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SMART IS THE NEW SLIM

Arte de Portada: “Sexy Robot #22” de Hajime Sorayama.

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SMART IS THE NEW SLIM
(Inteligente es la nueva Moda)

Jorge Iván Bonilla León © 2013

Chantal bajó de la línea nueve del Métro en la muy parlanchina estación de La


Muette, una zona céntrica del afluente 16ème arrondissement. Al dirigirse a las
escaleras, no pudo dejar de advertir que quien atendía la taquilla era una
caricatura hipersexuada de Carla Bruni en sus años mozos. Se preguntó si algún
fabricante con buena memoria estaría tomando venganza de las impopulares
decisiones del ya senil presidente Sarkozy. Los fabricantes no solían hacer diseños
exclusivos; era más que probable que la misma referencia de ginoide estuviera
prestando servicios en los renovados burdeles del Quartier Pigalle.

Se ciñó su abrigo. Era un día inusualmente frío de octubre y el mismo sol que se
negaba a calentar sus huesos hacía brillar los Jardins du Ranelagh con todos los
tonos del fuego. Como de costumbre saludó a la escultura de La Fontaine; su
cuervo -todavía con el queso en el pico– miraba desprevenidamente al adulador
zorro, que desde las hojas secas lleno de malas intenciones se aproximaba.

Apretó el paso. Tenía programada una visita grupal al Museo Marmottan Monet y
no tenía presentación alguna que la guía del grupo llegara tarde. Estaba sin aliento.
Ya no era la jovencita enérgica a la que cuarenta otoños antes le habían auspiciado
un futuro promisorio en la industria del modelaje.

II

Ella estuvo allí cuando todo comenzó. Fue en la Fashion Week del segundo
semestre –Primavera Verano– en el año 2018. Era la presentación de la colección
prêt-à-porter de una nueva casa de moda, de reputación transgresora, en el
Carrousel du Louvre.

Chantal y las otras diez o doce chicas en el cambiador, modelos exclusivas de la


prestigiosa Balenciaga, se miraban unas a otras preguntándose qué era lo que
estaba sucediendo. Extrañas especies circulaban. Alguien había visto que la
pasarela era dos veces más larga de lo normal y que estaba dividida en tercios; los
extremos blancos y el centro negro. Alguien más había visto numerosos guacales
llenos de lo que parecían ser avanzados equipos electrónicos.

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Pero lo más sospechoso era la presencia de los binoclards; estaban por todas
partes. Jovencitos asiáticos, delgaduchos, con bozos descuidados. Se movían en
grupos pequeños, miraban con intensidad a las modelos y reían nerviosamente. Su
desgarbada presencia resultaba conspicua en algo tan glamuroso como un desfile
de modas. ¿Qué diablos hacían ahí?

Las modelos decidieron enviar un par de scouts para investigar qué estaba
sucediendo. Fue así como Chantal y otra chica, Yvette, a medio maquillar y con el
pelo lleno de rulos, se escondieron tras bambalinas en una esquina desde la cual
podrían apreciar la acción.

La maestra de ceremonias saludó al público y anunció que para el desfile de hoy la


atrevida marca les tenía preparada una especial sorpresa. A su lado un señor
asiático entrado en años asintió silenciosamente.

Una modelo se materializó en la pasarela. Era lánguida, rubia y ojiazul; una


mannequin humana. Lucía el “delgado tipo París”, ese aire de fragilidad que sólo se
obtiene tras dos semanas de comer tan solo un tomate al día y que por alguna
incomprensible razón los diseñadores de moda encuentran atractivo.

En medio del silencio de los asistentes, la modelo realizó una inclinación hacia el
señor asiático que, con un leve movimiento de cabeza, reconoció el gesto. Sonó la
música y comenzó a desfilar. Había sido bien entrenada –observó Chantal- sus
movimientos eran fluidos; su técnica perfecta. Al llegar al primer tercio de la
pasarela se detuvo, realizó una “parada” y miró a los asistentes por un instante.

Al ingresar en la zona negra de la plataforma experimentó una transformación. Su


piel blanca adquirió cierto tinte amarillento; su pelo rubio se oscureció
progresivamente hasta quedar de un negro lustroso. La brida mongólica que
apareció sobre sus ahora grises ojos no dejaba dudas sobre su identidad racial.
Desde su escondite Chantal pudo ver las caras maravilladas de los asistentes al
admirar a una atractiva asiática.

La modelo se devolvió. Cuando atravesó de nuevo la zona negra de la pasarela, su


piel se oscureció hasta adquirir un color canela y su pelo se aclaró hasta un tono
castaño claro. Sus ojos lucieron un verde vibrante de selva amazónica. Ejecutó un
“demi tour duplée” y al llegar al comienzo de la plataforma se dio vuelta y esperó

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inmóvil. Los fotógrafos, fuera de sí mismos, dispararon un barrage de flashes sobre
aquella hermosísima latina.

Caminó hacia el público. Su piel ahora se oscureció hasta igualar el de la madera de


ébano. Su pelo, negro puro, se rizó en mil cordones ensortijados. Sus pómulos se
hicieron más prominentes, sus labios se engrosaron y las aletas de su nariz se
hicieron más anchas. Aquel perfecto ejemplo de la belleza del Maghreb regaló una
luminosa sonrisa a los asistentes que embelesados la observaban.

Poder apreciar la misma ropa contrastada contra cuatro identidades raciales


diferentes era algo inédito en la industria –pensó Chantal. Algo fallaba, sin
embargo. Las modelos estaban para lucir las prendas. Hoy, más que a la ropa, nadie
podía quitarle los ojos de encima a la cara y al cuerpo de la modelo.

Finalizado el primer desfile, los técnicos enfundados en smokings deauvilles


rodearon y desnudaron a la modelo frente a las miradas atónitas de los
espectadores. No había mucho para ver: sus perfectamente formados senos no
tenían pezones; la base de su pubis era continua y lisa. Era una muñeca Barbie a
escala real. Como el equipo de pits de un carro de carreras, descubrieron puertos
ocultos en su anatomía, a los que conectaron diversas mangueras. Drenaron el
fluido de los capilares que daban color a su pelo y su piel; éstos se volvieron
completamente transparentes –Chantal, muy a su pesar, no pudo dejar de
maravillarse.- Sus huesos eran perfiles telescópicos de acero inoxidable; su piel
tenía la textura de la silicona de grado médico.

Usando herramientas especiales, los técnicos extendieron la longitud de su tronco,


cuello, brazos y piernas. La modelo creció un pie completo de estatura. Se escuchó
entonces el ruido de compresores de alta presión. Todo su cuerpo pareció inflarse,
pero de manera proporcionada, llenándose más en donde se requería y menos
donde no era necesario. Le pusieron nueva ropa interior, varias tallas más grande, y
el vestido que debía modelar.

La modelo, ahora una plus-size rubia de formas voluptuosas, nuevamente recorrió


la pasarela, cambiando de apariencia racial a medida que caminaba. Los asistentes
pudieron entonces apreciar una modelo caucásica pelirroja, una proveniente de la
península hindú y una nativa americana.

Para el tercer desfile, los técnicos la convirtieron en una modelo atlética tipo
California. El público pudo apreciar como su bellamente esculpida musculatura se
desplegaba al caminar y al lucir las prendas. Nuevamente, pudieron observar la

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misma ropa contrastada con cuatro identidades raciales significativamente
diferentes.

La maestra de ceremonias presentó entonces al profesor Hiroshi Ishiguro, de la


Universidad de Osaka, como el creador de la novedosa modelo, la Geminoid
Morph. La diseñadora de modas autora de la colección y el señor Ishiguro tomaron
de las manos a la modelo. Juntos, caminaron hasta el final de la pasarela e hicieron
una venia. El público estalló en aplausos.

III

Chantal llegó al número dos de la Rue Louis Boilly faltando un minuto para iniciar la
visita guiada. El antiguo pabellón de caza del Duque de Valmy lucía en tan perfecto
estado como el día en que su construcción fue terminada.

- Salut, Madame.
- Salut, Gaspard. – respondió secamente al androide. Una parte de sí todavía
responsabilizaba a los creadores de tal tecnología por su truncada carrera en el
modelaje.

El guardia de seguridad era una réplica de Gaspard Ulliel, el popular actor y modelo
de comienzos de siglo. Había sido adquirido por el Musée unos treinta años atrás.
En aquel entonces había sido un espectáculo frecuente ver a las jóvenes
estudiantes de arte pellizcarle afanosamente el trasero, a lo cual el discreto
androide replicaba con un educado: “S'il vous plaît ne fais pas ça” (“Por favor, no
haga eso”).

Encontró al grupo esperando en el lobby. Eran en su mayoría turistas, la tercera


parte de ellos asiáticos, fácilmente reconocibles por las avanzadas cámaras
fotográficas que colgaban de sus cuellos. Entregó su abrigo a Clémentine, la
recepcionista, y se presentó con una sonrisa que no disimulaba sus acaloradas
mejillas.

- Bienvenidos al Musée Marmottan Monet. Mi nombre es Chantal y el día de


hoy seré su guía.

Dentro del grupo, observó a un señor de sienes plateadas, que seguramente debió
haber sido muy atractivo en sus años mozos.

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- Este Museo está dedicado primordialmente a la conservación de la obra del
pintor Claude Monet, el máximo exponente del movimiento Impresionista. –
Chantal inició su exposición. - Con 66 pinturas de su autoría, la nuestra es la
colección más grande del mundo.

Uno de los asiáticos le tomó una foto. El cegador brillo del flash le hizo recordar su
última sesión de fotografía para un catálogo de ropa de una importante marca
europea. Aquello había tenido lugar, más o menos, un par de eras glaciales atrás.

IV

“Si algo puede salir mal, saldrá mal. Y en una sucesión de eventos, todo sucederá de
la peor manera posible”, rezaba la principal ley de Murphy. Justo así fue como
sucedieron las cosas después del flamante debut de la G-Morph.

Los periodistas de moda estaban delirantes. La ginoide, en sus múltiples


configuraciones, se convirtió en la cover girl favorita de todas las revistas del
género. “After the Brazilian bombshells came the Asian gynoids” rezaba la portada
de Vogue USA en la edición más vendida de su historia. Las Fashion Weeks en las
grandes capitales de la moda se convirtieron en showrooms de los más recientes
avances en robótica.

El asunto tomó visos de epidemia. Las ginoides ya habían reemplazado a las


modelos de protocolo en los trade shows de la industria automotriz. Ahora Harrods
en Londres, El Corte Inglés en Madrid y Saks Fifth Avenue en Nueva York tenían
ginoides en sus vitrinas las veinticuatro horas del día y realizaban desfiles dentro de
sus tiendas los siete días de la semana.

Los encargos que las agencias ofrecían a las modelos humanas se hicieron cada vez
más escasos y peor pagos. “We don’t wake up for less than a bowl of rice a day”,
parecía ser la bizarra distorsión de las palabras de Linda Evangelista, quien por
cierto debería de estar revolcándose en su tumba. Las modelos, apoyadas por las
dos agencias más grandes -IMG Models y DNA Models-, crearon el movimiento
Occupy Fashion y solicitaron enérgica pero en últimas infructuosamente mejores
condiciones para su trabajo.

La gota que rebosó el vaso fue cuando la respetada Association of Model Agents
británica, sin duda motivada por las gruesas billeteras de los siempre sonrientes
japoneses y coreanos, aceptó y normatizó el uso de las modelos ginoides. Fue
entonces cuando las modelos humanas, colmada su paciencia, decidieron

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presentar batalla. Como unas modernas Jeannes d’Arc, al grito de Liberté, Egalité y
Fraternité cargaron contra el odioso enemigo. Lograron prender fuego a algunas
ginoides y golpear a los ejecutivos de sus casas fabricantes. Chantal estuvo allí; sus
tres implantes dentales le recordaban el fugaz encuentro que tuvo con el tonfa de
un poco caritativo policía de control de disturbios.

Su bravura de nada sirvió. Chantal y sus combativas camaradas tuvieron que


rendirse a la evidencia: eran expertas en un oficio que el mundo ya no necesitaba.
No eran las únicas; las candidatas de concursos de belleza corrieron igual suerte.
Muchas se hundieron en el consumo de drogas; la mayor parte de ellas no vivieron
para contar el cuento.

Para Chantal bajar los brazos no era una opción. Tenía que velar por la pequeña
Agnes, hija de su hermana melliza, muerta con su esposo dos años atrás en un
aparatoso accidente de Autobahn. Fue así como ella, después de haber jurado que
jamás lo haría, de repente se encontró trabajando en el “MacDo” ubicado en la
avenida de los Champs Elysées, muy cerca de la intersección de L’Etoile. La tienda
de McDonalds más grande de toda Francia. La del logotipo blanco en vez de
amarillo.

El lugar funcionaba de la siguiente manera: las cajeras ginoides recibían los pedidos
y las humanas trabajaban en la cocina, preparando las comidas. Esto era así porque
todavía las humanas eran físicamente más hábiles para trabajar hombro a hombro
en espacios reducidos.

El propietario de la franquicia era un admirador de las películas del agente 007.


Esto se hacía evidente al ver que las tres cajeras ginoides eran réplicas de Sophie
Marceau, Eva Green y Bérénice Marlohe. Chantal solía bromear con sus
compañeras de cocina: -Je m'appelle Bond, Jacques Bond. -Monsieur, ¿desea su
McFlurry agitado, no revuelto?

Por supuesto, las ginoides estaban empacadas al vacío en spándex rojo y amarillo.
La estudiada separación de sus pies y sus amplios thigh gaps permitían apreciar la
doble protuberancia en la base de sus pubis. Olvida los disfraces de enfermera,
policía o mucama –pensaba Chantal con sorna- lo que los hombres quieren es
acostarse con payasas-pelirrojas-que-venden-comida-rápida.

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El mostrador estaba diseñado de tal manera que los visitantes pudieran apreciar a
las ginoides de pies a cabeza. Desde que el computador estaba dentro de sus
cabezas, ya no se requería la estorbosa pantalla para que la cajera digitara. Lo que
sí se necesitaba era un lugar para que los clientes pudieran verificar su pedido. El
fabricante resolvió el problema salomónicamente: recubrió los prominentes senos
de las ginoides con touch screens flexibles.

Era la hora del almuerzo de un día cualquiera de primavera y el local estaba


atestado de oficinistas. Ese día Chantal era la encargada de recoger las cajas de
hamburguesas y de pommes frites y ponerlas sobre las bandejas del aparador.
Llegó un grupo ruidoso de hombres e hicieron fila en la caja de Bérénice Marlohe.
Entre ellos, Chantal reconoció a Étienne, un novio que tuvo en su temprana
adolescencia. Su cabeza se llenó con los cálidos recuerdos de un amor inocente.

Aunque no era ya tan joven, Chantal todavía tenía el cuerpo esbelto y estilizado de
una modelo de pasarela. Trabajaba duro para que así fuera. Y aún en el horrendo
uniforme de McDonalds, sentía que se veía bien. Pellizcó sus mejillas para darles
algo de color, se quitó la malla que cubría su pelo y soltó la cola de caballo en la
que lo tenía recogido. Sabía que la amonestarían por ello, pero la ocasión bien valía
la pena.

El grupo de hombres llegó frente a la cajera. Étienne claramente era el macho alfa
de la manada de depredadores. En un momento en el que ella entregaba la orden
de otro cliente, sus miradas se cruzaron. La de ella, esperanzada. La de él,
indiferente. Si la reconoció, hizo como si no le importara. Escondiendo su
desilusión, Chantal regresó a sus labores.

Étienne comunicó rápidamente a la cajera lo que él y sus compañeros deseaban.


Chequeó en sus senos-pantallas que la orden estuviera correcta. Entonces insertó
su tarjeta de crédito en la ranura situada en su ombligo y estampó firmemente su
firma sobre su seno izquierdo.

- No se imaginan la mujer tan impresionante con la que estoy saliendo. -


Étienne prosiguió la explicación a sus amigos. - Lidera una ONG que busca
resarcir a las comunidades de los países en desarrollo cuya salud ha
resultado perjudicada por la explotación minera irresponsable. Habla
fluidamente tanto el Mandarín como el Cantonés. Siempre que jugamos
tenis me da una paliza. Y lee más de cien libros al año. – Suspiró
audiblemente. - Cuando estoy con ella me siento en paz. El que ella tenga
una sana autoestima significa que no tiene que estar jodiéndome la

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paciencia para reafirmarse. Ella me da mi espacio y yo le doy el suyo. De esa
manera, cuando decidimos juntar nuestros mundos es algo maravilloso.
Además, –guiñó un ojo con una sonrisa de complicidad– físicamente es
perfecta para mí. Es petite, llenita y muy bronceada. Las estrías que le
quedaron de su primer embarazo son el más seductor de los tatuajes. Los
rollitos de su cintura sobresalen por encima de sus jeans como un delicioso
muffin top. Es una delicia agarrarla de ahí cuando hacemos el amor.

- Mi novia corresponde a esa descripción. – intervino un hombre que estaba


pagando en la caja de al lado. - ¿No estaremos hablando de la misma mujer?
– Todos rieron a esa afirmación. Y agregó mientras miraba despectivamente
a la chica Bond que tenía en frente. - Además, ¿quién quiere a una mujer
que se parezca a una ginoide?

Chantal, que había seguido atentamente la conversación, no pudo escuchar más.


Soltó las cajas que tenía en las manos, se arqueó y vomitó violentamente.
Limpiándose la boca con el dorso de una mano y arrancándose el delantal con la
otra, huyó hacia el baño haciendo caso omiso del dantesco espectáculo que el
omelette que había desayunado ofrecía sobre la superficie del aparador mientras
lentamente escurría hasta el piso.

VI

Nunca se volvió a sentir hermosa. Por eso mismo nunca se volvió a enamorar; para
ver la belleza en otros hay que ser capaz de ver la belleza en uno mismo. Era la
situación típica de la mujer que deja de ser, porque aquello en lo que cifra su valía
ya no se encuentra presente.

- Como pueden ver, las pinceladas son anchas, claramente marcadas. –


Explicó Chantal al grupo de visitantes. - Y los colores se aplicaron en estado
puro. La mezcla cromática se realiza en las retinas de quien mira la pintura.

- La belleza está en el ojo de quien la observa. – intervino el señor de las


sienes plateadas.

- Correcto. – respondió Chantal, visiblemente complacida de tener, al menos,


un interlocutor atento. - En el caso del Impresionismo es literalmente así,
Monsieur…

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- Guillaume, pero puede llamarme Guy.

- Guy. - Chantal continuó su exposición. – De hecho, esta sala circular fue


diseñada así para permitir apreciar las pinturas tanto de cerca como de lejos.
De cerca, la textura de las pinceladas es evidente. De lejos lo que se aprecia
es la mezcla cromática.

¿Qué había sido eso? -se preguntó.- ¿Una aproximación? Después de tantas
décadas de soledad, completamente absorta en su taller, en sus óleos, en sus
lienzos, había perdido la práctica de sus habilidades sociales. Apartó de su cabeza
tales pensamientos y se enfocó en la tarea a la mano.

- Síganme por aquí, s'il vous plaît. – Solicitó al grupo.

VII

La presa de turno, una naciente estrella del mundo de la televisión, caminaba


fuertemente alicorada por la Place Massena. Y reía tontamente ante cualquier
comentario que él hacía. Era una joven presentadora de noticias, rubia y espigada.
Un compañero de set la había descrito como poseedora de una belleza atemporal,
à la Brigitte Bardot. Guy no podía estar más de acuerdo. Tampoco podía importarle
menos.

Era una tibia noche veraniega en la Côte d'Azur. Habían venido a Niza a disfrutar
del Festival de Jazz. Al igual que docenas de socialités antes de ella, se había dejado
obnubilar por el Maserati cabriolet color amarillo canario, el penthouse en la Rue
Saint Germain-des-Prés con vista al río Sena, las escapadas de fin de semana a Suiza
en el jet privado de su empresa, un Dassault Falcon 7X, la navegación en el
Mediterráneo en el yate, el Espen Oeino de fabricación monegasca y 120 pies de
eslora. Quienes lo conocían decían que Guy era un Christian Grey parisiénne, de un
mejor terroir, con un más rico bouquet, ¿comprenez-vous?

Ahora irían a comer algo. Tenían reservación en La Petite Maison. Después


volverían al yate que en la marina los esperaba anclado. Tendrían sexo un billón de
veces en el transcurso de los próximos días. Después, al llegar a París, él dejaría de
contestar sus llamadas. Al principio ella insistiría. Al cabo de un tiempo entendería
que durante ese breve período había sido alhaja de magnate. Y ya no lo molestaría
más. Así había sucedido infinidad de veces y nada a su juicio parecía indicar que
esta vez tuviera que ser diferente.

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Una muy atenta hôtesse los guió hasta la mesa que tenían reservada. Mientras Guy
solicitaba al maître un carísimo Borgoña que conocía bien, atisbó una atractiva
mujer de cabello oscuro en la mesa más cercana. Observándola más
detalladamente -la fina quijada y la boca tentadora eran inconfundibles- descubrió
que era Virginie Ledoyen, la actriz de cine. Enfocando los ojos un poco más lejos, en
otra mesa creyó ver a Audrey Tautou. Un poco más allá estaba Marion Cotillard.

- Debemos estar en un evento privado de la industria cinematográfica –


pensó. – ¿Cómo es que ni la hôtesse ni el maître nos han dicho nada?

Y fue entonces cuando cayó en cuenta. En una mesa lejana, había otra Audrey
Tautou. Contó otras dos Virginie Ledoyen. E inclusive otra Marion Cotillard. Y por si
no fuera suficiente, en ese momento venían entrando, cogidas de gancho de un
joven caballero, unas Laetitias Castas gemelas que herían la vista con su combinada
belleza. Algo había leído de esto, pero todavía no lo podía creer. No en tan corto
tiempo al menos. Creyó que todavía tomaría otras dos o tres décadas en suceder.

- Mademoiselle Ledoyen, ¿me permitiría apretarle un seno para saber si usted


es una mujer de carne y hueso? – preguntó dentro de su cabeza.

En su nivel, más que por los lujos, los hombres se medían unos a otros por el
calibre de sus conquistas. La mitad del disfrute del sexo es el sexo mismo. La otra
mitad es exhibir -y presumir de- con quién se había tenido sexo. Para las mujeres
funcionaba igual. ¿O qué si no era el indisoluble vínculo entre riqueza y belleza que
mostraban las páginas sociales de las revistas de farándula?

En un mundo en el cual lo importante era aparentar y no ser, una ginoide copia de


una celebridad era tan genuina como la celebridad misma. La emoción de la caza
perdía sentido.

Guy perdió el apetito. Alegando sentirse mal, convenció a la siempre aquiescente -y


ahora hambrienta- bobalicona de regresar al yate. Durmió solo. Al día siguiente,
dio instrucciones a su chauffeur de conducir a la fulana aquella al aeropuerto de
Cannes Mandelieu y despacharla inceremoniosamente para París en su jet privado.

VIII

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Tan sólo algunos meses después de aquella lamentable noche en Niza, Guy observó
la tecnología había avanzado velozmente. Ahora cualquier binoclard con un laptop
podía combinar múltiples fotografías en un collage tridimensional y, conociendo su
estatura, hacer una copia exacta de la persona original. Después se enviaba el
archivo al fabricante, se pagaba el dinero y voilà! Un par de semanas después
llegaba a casa un guacal de forma y tamaño semejante al de un féretro,
conteniendo a la ginoide –o androide- especificado.

En una época en la que cualquier estudiante de instituto podía tener un par de


ángeles de Victoria’s Secret escondidos en su clóset -luciendo lingerie sugestiva y
siempre dispuestas a todo- ¿qué representaba la caza mayor entre los exitosos
hombres de negocios? Las intelectuales. En especial, las de renombre.

Guy, de naturaleza pragmática, empezó a frecuentar museos, teatros, galerías de


arte, recitales de música clásica, etc. Pronto conoció a muchas pintoras, músicas,
escultoras, bailarinas de danza contemporánea, actrices de teatro. Todas dotadas
de esa mística, de esa luz especial, que emiten quienes sueñan y son lo
suficientemente atrevidos para crear lo que sueñan. Muchas de ellas singularmente
atractivas, con esa belleza bohemia que no se cultiva para los que desde afuera
observan, sino para los que desde adentro comprenden.

Pero, por primera vez en muchísimo tiempo, las mujeres no caían rendidas a sus
pies como él lo esperaba. Sus tácticas de conquista extensamente probadas eran
ahora sorpresivamente inefectivas. Su plumaje de pavo real acusaba cierto grado
de alopecia.

Después de mucho intentarlo, finalmente Anouk, una joven escritora, le aceptó una
invitación a cenar. Jamás creyó admitirlo, pero el look de bibliotecaria-en-apuros le
resultaba extrañamente excitante. Era poco más que una niña, pero una de
estrecha cintura y anchas caderas. Disfrutaría mucho acostarse con ella. Esta
noche, cuando lo hiciera, le dejaría las gafas puestas.

La recogió en su casa en el Maserati amarillo. Por debajo del puño de su camisa se


asomaba el tourbillon Louis Moinet, el número cinco de una serie limitada a doce.
La llevó al restaurante del hotel Le Meurice, donde había reservado una mesa con
vista al Jardin des Tuileries, imaginó que ese exuberante lujo clásico parisino sería
del gusto de una escritora que estaba trabajando esperanzadamente en su, Dios
mediante, primer best seller. Las tres estrellas que Michelin le había otorgado al
lugar auguraban una cena memorable. Una vez acomodados en la mesa Anouk
tomó la iniciativa.

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- Puedo ver que eres un hombre acaudalado. – Señaló haciendo un gesto vago
en dirección del restaurante. - ¿A qué te dedicas? – preguntó.

Guy sonrió. Estaba en su terreno. Las líneas a continuación nunca le fallaban.

- Soy el presidente y único propietario de un broker de inversión. – Dijo con


aire de suficiencia. En este momento ellas siempre emitían un sonoro Ohhh,
imaginando la vida de lujos que podrían llevar casándose con él.

Anouk le devolvió la mirada desde una cara de póquer.

- Entiendo. – dijo en un monótono. – ¿Y en qué inviertes?

- Bueno, en realidad no invertimos. Creamos inversiones para que otros las


compren. Principalmente instrumentos financieros complejos, como los
derivados exóticos. – Sonrió con condescendencia; no esperaba que ella
entendiera el término. – Es un mundo abstracto; generamos valor a partir de
la nada. Hemos hecho muchísimo dinero en la última década.

- ¿Entonces te dedicas al juego de las sillas musicales? – preguntó ella con


inocencia.

Guy quedó perplejo.

- No entiendo. ¿A cuál juego te refieres?

Ahora fue el turno de Anouk de sonreír.

- Es ese juego en el cual se hace un círculo de sillas y las personas deben ir


girando alrededor de ellas mientras la música suena. – Explicó. - Siempre hay
una silla menos que el número de personas que estén jugando. Cuando la
música se detiene, las personas deben sentarse rápidamente y la persona
que quede sin silla es eliminada. Se retira otra silla y el juego vuelve a
comenzar.

- Discúlpame, pero sigo sin entender. – confesó Guy.

- Hablo de la crisis financiera global. – La sonrisa de Anouk se borró de su


rostro. Sus ojos adquirieron un aire sombrío. – Empresas como la tuya

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crearon activos tóxicos. Se los vendieron a la industria financiera sabiendo
que eran humo enlatado. La industria financiera se los vendió a su vez a los
ahorradores, personas de a pie como yo, para quitarse el riesgo de encima.
Todos sabían que, cuando la música se detuviera, quien tuviera esos activos
en la mano perdería.

Comenzó a entender de qué iba todo esto. Pero todavía su mente se resistía a
creerlo.

- ¿Qué piensas del riesgo moral causado por la asimetría en el acceso a la


información? Del hecho que los de tu clase incurrieron en riesgos desmedidos
porque sabían que cuando todo se fuera al carajo no serían ustedes los que
tendrían que pagar los platos rotos.

Guy estaba atónito. A su lengua paralizada no se le ocurría ninguna réplica


inteligente.

- ¿Sabías que en España, Grecia e Italia familias enteras con niños pequeños
fueron lanzadas a la calle porque no pudieron pagar sus hipotecas? ¿Estás al
tanto que los ciudadanos de esos países tendrán que pagar de sus bolsillos el
dinero que sus gobiernos usaron para rescatar a los bancos? ¿Eres
consciente que la avaricia de unos pocos tipos como tu fue la causante de la
destrucción de ese sueño colectivo que todos los demás llamábamos la Unión
Europea?

El canard à la merde avec putains, o cómo diablos se llamara lo que se estaba


comiendo, se le atoró en la garganta. Apuró un trago de su copa que le supo a
vinagre. De ahí en adelante, las cosas fueron cuesta abajo.

IX

- Como saben, antes los pintores eran los encargados de preservar la memoria
visual colectiva: realizaban los retratos de los personajes notables y
dibujaban la arquitectura y los eventos históricos. – Chantal explicó al grupo
de visitantes.- Con la aparición de la Fotografía, ya no fue necesario que la
Pintura fuera una exacta reproducción del mundo. En consecuencia, los
pintores pudieron experimentar con su arte y probar cosas nuevas. El
Impresionismo, por ejemplo, más que en reproducir fielmente la forma de los

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objetos, estaba más interesado en capturar el momento y la sensación de la
luz.

Chantal guió a los visitantes hasta la pieza más valiosa con la que el museo contaba.
La pintura mostraba un amanecer sobre el mar y un bote pequeño acercándose a
un concurrido puerto en el que estaban anclados barcos de altos mástiles.

- Esta es “Impression, soleil levant”. – expresó Chantal con reverencia.- Monet


la pintó en el puerto de Le Havre. Es la pintura más representativa del
movimiento Impresionista y aquella de la cual deriva su nombre. Y en verdad
el Impresionismo fue un amanecer; fue un nuevo comienzo para la Pintura.

Guy pensó en su propia historia. Después de que aquellas nuevas mujeres le


demostraran que su riqueza no valía nada si había sido amasada inmoralmente, él
creó una red de ángeles inversionistas para apoyar a jóvenes emprendedores. Le
demostró al mundo era posible hacer dinero ayudando a la gente. Un nuevo
comienzo que le permitió conocer sus otras dimensiones de hombre, más allá de
ser un simple proveedor.

Chantal tampoco pudo evitar pensar en sí misma. Después de que la aparición de


las ginoides truncara su carrera en el modelaje había estudiado Artes Plásticas.
Continuó en el ambiente de la belleza, pero ya no pretendiendo embellecerse ella
misma exteriormente, sino intentando embellecer el mundo con las obras de su
intelecto. Y enseñado a otros a apreciar esa belleza. Un nuevo comienzo que le
permitió conocer sus otras dimensiones de mujer, más allá de su atractivo físico.

Terminado el recorrido, los visitantes agradecieron a Chantal por su guía y


rápidamente se dispersaron. Un Guy viejo, visiblemente agitado, se le aproximó.

- Madame, ¿me permitiría usted invitarla a una copa?

Una Chantal vieja simuló considerar seriamente la propuesta. Se tomó algunos


segundos para responder.

- Por supuesto, Monsieur, siempre y cuando usted me permita invitarlo a la


segunda.

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