Está en la página 1de 176

Historia

Social
Contemporánea

(Resúmenes)

Programa 2007


Manuel López Núñez

1
Lord Cromer (Evelyn Baring)
Por qué Gran Bretaña adquirió Egipto en 1882.

Egipto nunca dejó de ser un objeto de interés para todas las potencias de Europa, y
especialmente para Inglaterra. Ha sido invertido capital europeo en una gran cantidad en el país
¿Es probable que un gobierno compuesto por los rústicos elementos y liderado por
hombres de tan pobre capacidad hubiera sido capaz de controlar una máquina compleja de esta
índole?
La historia registra algunos cambios radicales en las formas de gobierno a las que un
estado ha sido sujeto sin que sus intereses naufragaran absoluta y permanentemente. Pero
sería dudoso que pudiera citarse una instancia de una súbita transferencia de poder en
cualquier comunidad civilizada o semi-civilizada hacia una clase tan ignorante como los egipcios
puros, tal como eran en el año de 1882.
Si era inevitable o casi inevitable una ocupación extranjera, debe ser considerado hasta
qué punto era preferible una ocupación británica a cualquier otra. La especial aptitud mostrada
por los ingleses en el gobierno de las razas orientales señalaba a Inglaterra como el instrumento
más efectivo y benéfico para la introducción gradual de la civilización europea en Egipto.
Mediante el proceso de agotar todos los otros expedientes, arribamos a la conclusión de
que la intervención armada británica era la única solución posible de las dificultades que existían
en 1882.
Nuestra posición en Egipto nos ubicaba en una posición diplomática desventajosa.
Cualquier potencia con la que tuviéramos una diferencia de opinión acerca de alguna cuestión
no-egipcia, era ahora capaz de venganza mediante la oposición a nuestra política egipcia.

2
El affaire Dreyfus
Hannah Arendt

El affaire Dreyfus en sus implicaciones políticas pudo sobrevivir porque dos de sus
elementos cobraron más importancia durante el siglo XX. El primero es el odio a los judíos; el
segundo, el recelo hacia la misma República, hacia el Parlamento y hacia la maquinaria estatal.
Lo que hizo caer a Francia fue el hecho de que ya no contaba con verdaderos
dreyffusards, con nadie que creyera que la democracia y la libertad, la igualdad y la justicia,
podían ser defendidas o realizadas bajo la República.
No es el caso Dreyfus con sus procesos, sino el affaire Dreyfus en su totalidad, el que
ofrece un primer destello del siglo XX. El affaire revela el mismo carácter inhumano.
El preludio del nazismo fue interpretado en toda la escena europea. Por eso, el caso
Dreyfus es más que un “delito” curioso e imperfectamente aclarado.
El escándalo en Panamá, que tornó visible lo invisible, aportó consigo dos revelaciones.
En primer lugar, reveló que los parlamentarios y los altos funcionarios se habían convertido en
hombres de negocios. En segundo lugar, mostró que los intermediarios entre la empresa
privada y la maquinaria eran casi exclusivamente judíos.
Los antisemitas que se denominaban a sí mismos patriotas introdujeron una nueva
especie de sentimiento nacional, que consiste primariamente en ocultar por completo las faltas
del propio pueblo y condenar en bloque las de todos los demás. La decadencia de la maquinaria
del Estado produjo la disolución de las cerradas filas de la judería, que había estado durante
tanto tiempo ligada a aquélla.
Estos oficiales descendientes de aristócratas se hallaban fuertemente influidos por el
clero, que desde la Revolución se había esforzado por apoyar los movimientos antirrepublicanos
y revolucionarios.
No era la vida militar, ni el honor militar, ni el esprit de coros, lo que mantenía unidos a
los oficiales para formar una muralla reaccionaria contra la República y contra todas las
influencias democráticas; era simplemente el lazo de casta. La oposición del Estado a la
democratización del Ejército y a subordinarlo a las autoridades civiles produjo notables
consecuencias. Hizo del Ejército una entidad al margen de la nación y creó un poder armado
cuyas lealtades eran susceptibles de ser orientadas en direcciones que nadie podía predecir. Era
un grupo de intereses independientes, dispuestos a defender sus privilegios “sin respeto por la
República, a pesar de la República e incluso contra ésta”.
La Iglesia católica debió así su popularidad al difundido escepticismo popular que veía
en la República y en la democracia la pérdida de todo orden, seguridad y voluntad política.
La familia Dreyfus pertenecía a ese sector de la judería francesa que trataba de
asimilarse, adoptando su propio tipo de antisemitismo. Esta acomodación a la aristocracia
francesa tuvo un resultado inevitable: los judíos se esforzaron por orientar a sus hijos hacia los
mismos altos puestos militares que ambicionaban los de sus nuevos amigos. Fue aquí donde
surgió la primera causa de fricción. La admisión de judíos en la alta sociedad había sido
relativamente pacífica. Pero cuando los judíos intentaron comenzar a buscar la igualdad en el
Ejército se enfrentaron con la decidida oposición de los jesuitas, que no estaban preparados
para tolerar la existencia de oficiales inmunes a la influencia del confesionario.

3
Los judíos no aspiraban a un grado de poder más elevado del que ostentaban las demás
camarillas en las que se había escindido la República. Todo lo que deseaban por entonces era
una influencia para lograr sus intereses sociales y económicos. Nunca se ha dilucidado
perfectamente si la detención y la condena de Dreyfus fue sencillamente un error judicial que
por azar desencadenó una configuración política, o si el Estado Mayor se sirvió deliberadamente
del bordereau falsificado con el expreso propósito de señalar a un judío como traidor. En favor
de esta última hipótesis figura el hecho de que Dreyfus fuera el primer judío que lograra un
puesto en el Estado Mayor.
Debe recordarse que en la mente del público se hallaba entonces reciente el recuerdo
del escándalo de Panamá y que tras el préstamo de los Rothschild a Rusia había crecido
considerablemente la desconfianza hacia los judíos.
En aquel período se creía que la “voz del pueblo era la vos de Dios” y que la misión de
un líder consistía en obedecer astutamente esa voz. Ambas opiniones proceden del mismo error
fundamental: el de considerar al populacho idéntico al pueblo y no como una caricatura de éste.
El populacho es principalmente un grupo en el que se hallan representados los residuos
de todas las clases. Esta característica torna fácil la confusión del populacho con el pueblo, que
también comprende a todos los estratos de la sociedad. Mientras el pueblo en todas las grandes
revoluciones lucha por la verdadera representación, el populacho siempre gritará en favor del
“hombre fuerte”, del “gran líder”. Porque el populacho odia a la sociedad de la que está excluido
tanto como al Parlamento en el que no está representado. Por eso los plebiscitos con los que
tan excelentes resultados han obtenido los modernos dirigentes del populacho.
Es sorprendente el número relativamente alto de intelectuales, e incluso de judíos, que
figuraban en la lista. Las clases superiores sabían que el populacho era carne de su carne y
sangre de su sangre.
No hay duda de que a los ojos del populacho los judíos habían llegado a servir como
símbolos y modelo de todas las cosas que detestaban. Si odiaban a la sociedad podían apuntar
a la forma en que eran tolerados en su seno; y si odiaban al Gobierno podían apuntar a la forma
en que los judíos habían sido protegidos por éste o a la forma en que habían sido identificados
con el Estado.
Excluido como se halla de la sociedad y de la representación política, el populacho se
inclina necesariamente hacia la acción extraparlamentaria.
Es proverbial la volubilidad del populacho tal como los adversarios de Dreyfus llegarían a
saber a sus expensas cuando, en 1899, cambió el viento y el pequeño grupo de auténticos
republicanos que encabeza Clemenceau comprendió súbitamente, con sentimientos ambiguos,
que una parte del populacho se había inclinado a su bando.
La grandeza de la posición de Clemenceau descansa en el hecho de que no se hallaba
orientada contra un específico error judicial, sino basada en ideas “abstractas” tales como las de
la justicia, la libertad y el valor cívico.
Fue notable la organización del populacho por el Estado Mayor. El grito “¡Mueran los
judíos!” barrió el país. En todas partes estallaron disturbios antisemitas que invariablemente se
remontaban a la misma fuente. La indignación popular brotaba en el mismo día y precisamente
a la misma hora.
Lo que era nuevo y sorprendente en aquélla época era la organización de la masa y la
adoración por el héroe, de la que se beneficiaban sus dirigentes. El populacho se convirtió en

4
agente directo de ese nacionalismo “concreto”. Vieron en la masa una expresión viva de la
“fuerza” viril y primitiva. Fueron ellos y sus teorías quienes por vez primera identificaron al
populacho con el pueblo y convirtieron a sus dirigentes en héroes nacionales.
Lo que le inclinaba a Clemenceau especialmente a este error era la actitud
consecuentemente ambigua de los partidos obreros respecto del tema de la Justicia “abstracta”.
Ningún partido, incluyendo a los socialistas, estaba dispuesto a hacer un fin de la justicia per se.
Los socialistas estaban a favor de los intereses de los trabajadores, los oportunistas, en favor de
los de la burguesía liberal, los coalicionistas, en pro de las clases altas católicas, y los radicales,
en pro de los fines de la pequeña burguesía anticlerical.
El aspecto intranquilizador del “affaire Dreyfus” consistía en que no fue sólo el
populacho el que hubo de actuar a lo largo de líneas extraparlamentarias. Toda la minoría,
luchando como se hallaba en favor del Parlamento, la democracia y la República, se vio también
obligada a librar su batalla fuera de la Cámara. La única diferencia entre los dos elementos era
que mientras uno utilizaba las calles, el otro recurría a la prensa y a los Tribunales. En otras
palabras, toda la vida política de Francia durante la crisis de Dreyfus se desarrolló fuera del
Parlamento.
Los políticos católicos fueron los primeros en comprender que el poder político de
nuestros días debe hallarse basado en la acción recíproca de las ambiciones coloniales. Por eso,
al principio, ligaron al antisemitismo con el imperialismo, declarando que los judíos eran agentes
de Inglaterra e identificando por ellos su antagonismo hacia ellos con la anglofobia.
El caso del infortunado capitán Dreyfus había mostrado al mundo que en cada noble y
multimillonario judío todavía quedaba algo del antiguo paria, que no tiene país, para quien no
existen derechos humanos y al que la sociedad excluiría de buena gana de sus privilegios.
Los judíos no advirtieron que lo que estaba implicado en todo el caso era una lucha
organizada contra ellos en un frente político. Por eso se resistieron a aceptar la cooperación de
hombres que se hallaban preparados para hacer frente al reto sobre esta base.
La separación de la Iglesia y del Estado y la prohibición de la enseñanza parroquial dio
al trate con la influencia política de información al Ministerio de la Guerra, es decir, a la
autoridad civil, privó al Ejército de su influencia de chantaje sobre el Gobierno y la Cámara y le
retiró cualquier posibilidad de realizar investigaciones policíacas por su propia cuenta.
Así se cierra el único episodio en el que las fuerzas subterráneas del siglo XIX
emergieron a la plena luz de la historia escrita.

5
Introducción
Hobsbawm - La era del imperio

Cuando los historiadores intentan estudiar un período del cual quedan testigos
sobrevivientes se enfrentan, y en el mejor de los casos se complementan, dos conceptos
diferentes de la historia: el erudito y el existencial, los archivos y la memoria personal. Cada
individuo es historiador de su propia vida conscientemente vivida, en la medida en que forma en
su mente una idea de ella. Pero la historia de las zonas de sombras es diferente. Es, en sí
misma, una historia del pasado incoherente, percibida de forma incompleta, a veces más vaga.
Agosto de 1914 constituye uno de los indudables “puntos de inflexión naturales” en la
historia. Fue considerado como el final de una época por los contemporáneos y esa conclusión
está vigente todavía. Es perfectamente posible rechazar esa idea e insistir en las continuidades
que se manifiestan en los años de la primera guerra mundial. Después de todo, la historia no es
como una línea de autobuses en la que el vehículo cambia a todos los pasajeros y al conductor
cuando llega a la última parada.
El eje central en torno al cual he intentado organizar la historia de la centuria es el
triunfo y la transformación del capitalismo en la forma específica de la sociedad burguesa en su
versión liberal. La historia comienza con el doble hito de la primera revolución industrial en
Inglaterra, que estableció la capacidad ilimitada del sistema productivo, iniciado por el
capitalismo, para el desarrollo económico y la penetración global, y la revolución política
franco(norte)americana, que estableció los modelos de las instituciones públicas de la sociedad
burguesa, complementados con la aparición prácticamente simultánea de sus más
característicos -y relacionados- sistemas teóricos: la economía política clásica y la filosofía
utilitarista.
Esto llevó a la confiada conquista del mundo por la economía capitalista conducida por
su clase característica, la “burguesía”, y bajo la bandera de su expresión intelectual
característica, la ideología del liberalismo.
La guerra mundial tenía que producirse, pero nadie, ni siquiera el más cualificado de los
profetas, comprendía realmente el tipo de guerra que sería.
Se hizo evidente que la sociedad y la civilización creadas por y para la burguesía liberal
occidental representaban no la forma permanente del mundo industrial moderno, sino tan solo
una fase de su desarrollo inicial. Las estructuras económicas que sustentan el mundo del siglo
XX no son ya las de la “empresa privada” en el sentido que aceptaron los hombres de negocios
en 1870.

6
Capítulo II
Hobsbawm - La era del imperio

I
Al examinar la economía mundial en 1889, su peculiaridad más notable es su
universalidad; afecta a naciones que se han visto implicadas en la guerra, pero también a
aquellas que se han mantenido en paz; a las que tienen una moneda estable basada en el oro y
a aquellas que tienen una moneda inestable.
Aunque el ritmo básico de una economía capitalista, generó, ciertamente algunas
depresiones muy agudas en el período transcurrido entre 1873 y mediados del decenio de 1890,
la producción mundial, lejos de estancarse, continuó aumentando de forma muy sustancial. La
inversión extranjera en Latinoamérica alcanzó su cúspide en el decenio de 1880.
Tras el drástico hundimiento de la década de 1870, lo que estaba en juego no era la
producción sino su rentabilidad.
No obstante, las dos respuestas más habituales entre la población fueron la emigración
masiva y la cooperación. La primera protagonizada por aquellos que carecían de tierras o que
tenían tierras pobres, y la segunda fundamentalmente por los campesinos con explotaciones
potencialmente viables. La década de 1870 conoció las mayores tasas de emigración a ultramar
en los países de emigración ya existente y el comienzo real de la emigración masiva en otros
dónde no existía. Fue esta la válvula de seguridad que permitió mantener la presión social por
debajo del punto de rebelión o revolución. En cuanto a la cooperación, proveyó de préstamos
modestos al campesinado.
La deflación hace que disminuyan los beneficios. Una gran expansión del mercado puede
compensar esa situación, pero lo cierto es que el mercado no crecía con la suficiente rapidez.
Otra dificultad radicaba en el hecho de que los costes de producción eran más estables que los
precios a corto plazo.
La gran depresión puso fin a la era del liberalismo económico, al menos en el capítulo de
los artículos de consumo. Las tarifas proteccionistas, que comenzaron a aplicarse pasaron a ser
un elemento permanente en el escenario económico internacional.
De todos los grandes países industriales, sólo el Reino Unido defendía la libertad de
comercio sin restricciones. El Reino Unido era, con mucho, el exportador más importante de
productos industriales y en el curso de la centuria había orientado su actividad cada vez más
hacia la exportación. Por otra parte, era el mayor receptor de exportaciones de productos
primarios del mundo y dominaba el mercado mundial de alguno de ellos.
El capitalismo no existe para realizar una selección determinada de productos, sino para
obtener dinero.
En el siglo XIX, el núcleo fundamental del capitalismo lo constituían cada vez más las
“economías nacionales”. No obstante, la “nación” como unidad no tenía un lugar claro en la
teoría pura del capitalismo liberal, cuyos elementos básicos eran los átomos irreductibles de la
empresa, el individuo o la “compañía” impulsados por el imperativo de maximizar las ganancias
y minimizar las pérdidas. Actuaban en “el mercado” que era global. El liberalismo era el
anarquismo de la burguesía y, como en el anarquismo revolucionario, en él no había lugar para
el Estado.

7
A mayor abundamiento, esa economía no reconocía fronteras, pues cuando alcanzaba
mayor rendimiento era cuando nada interfería con el libre movimiento de los factores de
producción. Así pues, el capitalismo no sólo era internacional en la práctica, sino
internacionalista desde el punto de vista teórico .
Las economías nacionales existían porque existían las naciones-Estado. Es cierto que
existían, y existen, actividades económicas como las finanzas internacionales que son
fundamentalmente cosmopolitas y que escapaban a las limitaciones nacionales. Pero incluso
esas empresas transnacionales tenían buen cuidado en vincularse a una economía nacional
convenientemente importante.
Naturalmente, estas observaciones se refieren fundamentalmente al sector
“desarrollado” del mundo, es decir, a los Estados capaces de defender de la competencia a sus
economías en proceso de industrialización y no al resto del planeta, cuyas economías era
dependientes, política o económicamente, del núcleo “desarrollado”. En unos casos, esas
regiones no tenían posibilidad de elección, pues una potencia decidía el curso de sus economías.
En otros casos, esas economías no estaban interesadas en otras posibilidades alternativas de
desarrollo, pues era rentable convertirse en productoras especializadas de materias primas.
Pero el mundo desarrollado no era tan sólo un agregado de “economías nacionales”. La
industrialización y la depresión hicieron de ellas un grupo de economías rivales. No sólo
competían las empresas, sino también las naciones.
No obstante, si el proteccionismo fue la reacción política instintiva del productor
preocupado ante la depresión, no fue la respuesta económica más significativa del capitalismo a
los problemas que la afligían. Esa respuesta radicó en la combinación de la concentración
económica y la racionalización empresarial. Es claro también que la tendencia a abandonar la
competencia ilimitada y a implantar la “cooperación de varios capitalistas que previamente
actuaban por separado” se hizo evidente durante la gran depresión y continuó en el nuevo
período de prosperidad general.
Pero el control del mercado y la eliminación de la competencia sólo eran un aspecto de
un proceso más general de concentración capitalista. Que la concentración avanzó a expensas
de la competencia de mercado, las corporaciones a expensas de las empresas privadas, los
grandes negocios y grandes empresas a expensas de las más pequeñas y que esa concentración
implicó una tendencia hacia el oligopolio.
Al igual que la concentración económica, la "gestión científica” fue fruto del período de
la gran depresión. La presión sobre los beneficios en el período de la depresión, así como el
tamaño y la complejidad cada vez mayor de las empresas, sugirió que los métodos tradicionales
y empíricos de organizar las empresas, y en especial la producción, no eran ya adecuados. Así
surgió la necesidad de una forma más racional o "científica" de controlar y programar las
empresas grandes y deseosas de maximizar los beneficios. Ese objetivo se intentó alcanzar
mediante tres métodos fundamentales: 1) aislando a cada trabajador del resto del grupo y
transfiriendo el control del proceso productivo a los representantes de la dirección, a la luz de 2)
una descomposición sistemática de cada proceso en elementos componentes cronometrados y
3) sistemas distintos de pago de salario que supusieran para el trabajador un incentivo para
producir más.
La "mano visible" de la moderna organización y dirección sustituyó a la "mano invisible"
del mercado anónimo de Adam Smith. La "corporación" sustituyó al individuo.

8
Existía una tercera posibilidad para solucionar los problemas del capitalismo: el
imperialismo. No puede negarse que la presión del capital para conseguir inversiones más
productivas, así como la de la producción a la búsqueda de nuevos mercados, contribuyó a
impulsar la política de expansión, que incluía la conquista colonial.

II
El contraste entre la gran depresión y el boom secular posterior constituyó la base de
las primeras especulaciones sobre las "ondas largas" en el desarrollo del capitalismo.
Los historiadores de la economía tienden a centrar su atención en dos aspectos del
período: la redistribución del poder y la iniciativa económica, es decir, en el declive relativo del
Reino Unido y en el progreso relativo -y absoluto- de los Estados Unidos y sobre todo de
Alemania.
La teoría mejor conocida y más elegante al respecto, la de Josef Alois Schumpeter
(1883-1950), asocia cada "fase descendente" con el agotamiento de los beneficios potenciales
de una serie de "innovaciones" económicas y la nueva fase ascendente con una serie de
innovaciones fundamentalmente -aunque no de forma exclusiva- tecnológicas, cuyo potencial se
agotará a su vez. Así, las nuevas industrias, que actúan como "sectores punta" del crecimiento
económico -por ejemplo, el algodón en la primera revolución industrial, el ferrocarril en el
decenio de 1840 y después de él- se convierten en una especie de locomotoras que arrastran la
economía mundial del marasmo en el que se ha visto sumida durante un tiempo.
Sin embargo, existe un aspecto del análisis de Kondratiev que es pertinente para un
período de rápida globalización de la economía mundial. Nos referimos a la relación entre el
sector industrial del mundo, que se desarrolló mediante una revolución continua de la
producción, y la producción agrícola mundial, que se incrementó fundamentalmente gracias a la
incorporación de nuevas zonas geográficas de producción o de zonas que se especializaron en la
producción para la exportación.. Así, la "relación de intercambio" tendería a variar a favor de la
agricultura y en contra de la industria, pq la industria pagaba más en términos relativos y
absolutos por lo que compraba a la agricultura.
Se ha argumentado que esa variación en las relaciones de intercambio puede explicar
que los precios, que habían caído notablemente entre 1873 y 1896, experimentaran un
importante aumento desde esa última fecha hasta 1914 y posteriormente. Es posible, pero, de
cualquier forma, lo seguro es que ese cambio en las relaciones de intercambio supuso una
presión sobre los costes de producción en la industria y, en consecuencia, sobre su tasa de
beneficio. Por fortuna para la "belleza" de la belle époque, la economía estaba estructurada de
tal forma que esa presión se podía trasladar de los beneficios a los trabajadores. El rápido
incremento de los salarios reales, característico del período de la gran depresión, disminuyó
notablemente. Esto explica en parte el incremento de la tensión social y de los estallidos de
violencia en los últimos años anteriores a 1914.
Si los filósofos políticos temían la aparición de las masas, los vendedores la acogieron
muy positivamente. La industria de la publicidad, que se desarrolló como fuerza importante en
este período, los tomó como punto de mira.

III
Algunos rasgos de la economía mundial durante la era del imperio

9
En primer lugar, como hemos visto, su base geográfica era mucho más amplia que
antes. El sector industrial y en proceso de industrialización se amplió, en Europa mediante la
revolución industrial. El mercado internacional de materias primas se amplió
extraordinariamente, lo cual implicó también el desarrollo de las zonas dedicadas a su
producción y su integración en el mercado mundial.
La economía mundial era, pues, mucho más plural que antes. El Reino Unido dejó de ser
el único país totalmente industrializado y la única economía industrial. La City londinense era,
más que nunca, el centro de las transacciones internacionales, de tal forma que sus servicios
comerciales y financieros obtenían ingresos suficientes como para compensar el importante
déficit en la balanza de artículos de consumo. En el mercado internacional de capitales, el Reino
Unido conservaba un dominio abrumador.
La tercera característica de la economía mundial es, a primera vista, la más obvia: la
revolución tecnológica. Para los contemporáneos, la gran innovación consistió en actualizar la
primera revolución industrial mediante una serie de perfeccionamientos en la tecnología del
vapor y del hierro por medio del acero y las turbinas. Por el momento, la nueva revolución
industrial reforzó, más que sustituyó, a la primera.
Como ya hemos visto, la cuarta característica es una doble transformación en la
estructura y modus operandi de la empresa capitalista. Por una parte, se produjo la
concentración de capital, el crecimiento en escala que llevó a distinguir entre "empresa" y "gran
empresa" el retroceso del mercado de libre competencia y todos los demás fenómenos que,
hacia 1900, llevaron a los observadores a buscar etiquetas globales que permitieran definir lo
que parecía una nueva fase de desarrollo económico. Y el intento sistemático de de racionalizar
la producción y la gestión de la empresa.
La quinta característica es que se produjo una extraordinaria transformación del
mercado de los bienes de consumo: un cambio tanto cuantitativo como cualitativo. Con el
incremento de la población, de la urbanización y de los ingresos reales, el mercado de masas,
limitado hasta entonces a los productos alimenticios y al vestido, es decir, a los productos
básicos de subsistencia, comenzó a dominar las industrias productoras de bienes de consumo.
Todo ello implicó la transformación no sólo de la producción, mediante lo que comenzó a
llamarse "producción masiva", sino también de la distribución, incluyendo la compra a crédito,
fundamentalmente por medio de los plazos.
Esto encajaba perfectamente con la sexta característica de la economía: el importante
crecimiento, tanto absoluto como relativo, del sector terciario de la economía, público y privado.
La última característica de la economía que señalaremos es la convergencia creciente
entre la política y la economía, es decir, el papel cada vez más importante del Gobierno y del
sector público.
Sin embargo, mientras que el papel estratégico del sector público podía ser
fundamental, su peso real en la economía siguió siendo modesto. Las economías modernas,
controladas, organizadas y dominadas en gran medida por el Estado, fueron producto de la
primera guerra mundial.

10
Capítulo III
Hobsbawm - La era del imperio

I
Un mundo en el que el ritmo de la economía estaba determinado por los países
capitalistas desarrollados o en proceso de desarrollo existentes en su seno tenía grandes
probabilidades de convertirse en un mundo en el que los países “avanzados” dominaran a los
“atrasados”: en definitiva, un mundo imperialista.
El período que estudiamos es una era en que aparece un nuevo tipo de imperio, el
imperio colonial. La supremacía económica y militar de los países capitalistas no había sufrido
un desafío serio desde hacía mucho tiempo, pero entre finales del siglo XVII y el último cuarto
del siglo XIX no se había llevado a cabo intento alguno por convertir esa supremacía en una
conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y 1914 ese intento se realizó y la
mayor parte del mundo ajeno a Europa y al continente americano fue dividido formalmente en
territorios que quedaron bajo el gobierno formal o bajo el dominio político informal de uno y
otro de una serie de Estados, fundamentalmente el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los
Países Bajos, Bélgica, los Estados Unidos y Japón.
Dos grandes zonas del mundo fueron totalmente divididas por razones prácticas: Africa
y el Pacífico. El continente americano era un conjunto de repúblicas soberanas, con la excepción
de Canadá, las islas del Caribe, y algunas zonas del litoral caribeño. Con excepción de los
Estados Unidos, su status político raramente impresionaba a nadie salvo a sus vecinos. Pero ni
siquiera los Estados Unidos, que afirmaron cada vez más su hegemonía política y militar en esta
amplia zona, intentaron seriamente conquistarla y administrarla. En Latinoamérica, la
dominación económica y las presiones políticas necesarias se realizaban sin una conquista
formal. El continente americano fue la única gran región del planeta en la que no hubo una seria
rivalidad entre las grandes potencias. (Salvo en Argentina dónde sí se enfretaron US y
UK).
Para los observadores ortodoxos se abría, en términos generales, una nueva era de
expansión nacional en la que (como ya hemos sugerido) era imposible separar con claridad los
elementos políticos y económicos y en la que el Estado desempeñaba un papel cada vez más
activo y fundamental tanto en los asuntos domésticos como en el exterior. Los observadores
heterodoxos analizaban más específicamente esa nueva era como una nueva fase de desarrollo
capitalista, que surgía de diversas tendencias que creían advertir en ese proceso.
El término imperialismo se incorporó al vocabulario político y periodístico durante los
años 1890, fue entonces cuando adquirió, en cuanto concepto, la dimensión económica que no
ha perdido desde entonces.
El término ha adquirido gradualmente -y es difícil que pueda perderla- una connotación
peyorativa. A diferencia de lo que ocurre con el término democracia. En 1914 eran muchos los
políticos que se sentían orgullosos de llamarse imperialistas, pero a lo largo de este siglo los que
así actuaban han desaparecido casi por completo.

La expansión económica y la explotación del mundo en ultramar eran esenciales para


los países capitalistas.

11
El inconveniente de los escritos antiimperialistas es que no explican la conjunción de
procesos económicos y políticos, nacionales e internacionales que tan notables les parecieron a
los contemporáneos en torno a 1900.
Nadie habría negado en los años de 1890, de que la división del globo tenía una
dimensión económica. El desarrollo económico no era inmune a los impulsos políticos,
emocionales, ideológicos, patrióticos e incluso raciales tan claramente asociados con la
expansión imperialista (seguro?). Resulta mucho menos verosímil centrar toda la explicación
del imperialismo en motivos sin una conexión intrínseca con la penetración y conquista del
mundo no occidental. Han de ser analizados teniendo en cuenta la dimensión económica.
La creación de una economía global con un tejido cada vez más denso de transacciones
económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba
a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado.
Esta red de transportes mucho más tupida posibilitó que incluso las zonas más
atrasadas y hasta entonces marginales se incorporaran a la economía mundial.
La civilización necesitaba de materias primas que por razones climáticas o por azares de
la geología se encontraban exclusiva o muy abundantemente en lugares remotos, necesitaba
petróleo y caucho. Más adelante se cultivaría más intensamente en Malaya. El estaño procedía
de Asia y Suramérica. Una serie de metales no férricos que antes carecían de importancia,
comenzaron a ser fundamentales para las aleaciones de acero que exigía la tecnología de alta
velocidad. Las minas fueron grandes pioneros que abrieron el mundo al imperialismo, y fueron
extraordinariamente eficaces porque sus beneficios eran lo bastante importantes como para
justificar también la construcción de ramales de ferrocarril.
El crecimiento del consumo de masas en los países metropolitanos significó la rápida
expansión del mercado de productos alimenticios. Los astutos hombres de negocios de Boston,
que fundaron la United Fruit Company en 1885, crearon imperios privados en el Caribe para
abastecer a Norteamérica. Las plantaciones, explotaciones y granjas eran el segundo pilar de
las economías imperiales. Los comerciantes y financieros norteamericanos eran el tercero.
Sea cual fuere la retórica oficial, la función de las colonias y de las dependencias
no formales era la de complementar las economías de las metrópolis y no la de
competir con ellas.
En los territorios dependientes las oligarquías de terratenientes y comerciantes y sus
gobiernos se beneficiaron del dilatado período de expansión secular de los productos de
exportación de su región. En tanto que la primera guerra mundial perturbó algunos de sus
mercados, los productores dependientes quedaron al margen de ella. Desde su punto de vista,
la era imperialista, que comenzó a finales de siglo XIX, se prolongó hasta la gran crisis de 1929-
1933. Hasta 1914 las relaciones de intercambio parecían favorecer a los productores de
materias primas.
Del análisis antiimperialista del imperialismo ha sugerido diferentes argumentos que
pueden explicar esa actitud. El más conocido de esos argumentos, la presión del capital para
encontrar inversiones más favorables que las que se podían realizar en el interior del país,
inversiones seguras que no sufrieran la competencia del capital extranjero, es el menos
convincente. Sólo hay una pequeño parte de ese flujo masivo de capitales acudía a los nuevos
imperios coloniales: la mayor parte de las inversiones británicas en el exterior se dirigían a las
colonias en rápida expansión y por lo general de población blanca, que pronto serían

12
reconocidas como territorios virtualmente independientes ( Canadá, Australia, Nueva Zelanda,
Suráfrica) y a lo que podríamos llamar territorios coloniales “honoríficos” como Argentina y
Uruguay, por no mencionar los Estados Unidos. Además, una parte importante de esas
inversiones (el 76% en 1913) se realizaba en forma de préstamos públicos.
Un argumento general de más peso para la expansión colonial era la búsqueda de
mercados. Nada importa que esos proyectos se vieran muchas veces frustrados. La convicción
de que el problema de la “superproducción” del período de la gran depresión podía solucionarse
a través de un gran impulso exportador era compartida por muchos.
Cuando eran lo suficientemente fuertes, su ideal era el de “la puerta abierta” en los
mercados del mundo subdesarrollado; pero cuando carecían de la fuerza necesaria intentaban
conseguir territorios cuya propiedad situara a las empresas nacionales en una posición de
monopolio o, cuando menos les diera una ventaja sustancial. El “imperialismo” era la
consecuencia natural de una economía internacional basada en la rivalidad de varias economías
industriales competidoras. Las colonias podían constituir simplemente bases adecuadas o
puntos avanzados para la penetración económica regional.
En este punto resulta difícil separar los motivos económicos para adquirir territorios
coloniales de la acción política necesaria para conseguirlo, por cuanto el proteccionismo de
cualquier tipo no es otra cosa que la operación de la economía con la ayuda de la política. La
adquisición de colonias se convirtió en un símbolo de status, con independencia de su valor real.
España perdió la mayor parte de lo que quedaba de su imperio colonial en la guerra
contra los Estados Unidos de 1898. Tanto en América del Norte como del Sur, las colonias
europeas supervivientes se vieron inmovilizadas como consecuencia de la Doctrina Monroe: sólo
Estados Unidos tenía libertad de acción.
Amenazas las rutas hacia la India y sus glacis marítimos y terrestres. Es importante
recordar que, desde un punto de vista global, la India era el núcleo central de la estrategia
británica, y que esa estrategia exigía un control no sólo sobre las rutas marítimas cortas hacia el
subcontinente y las rutas marítimas largas, sino también sobre todo el Océano Indico. También
es cierto que la desintegración del poder local en algunas zonas esenciales para conseguir esos
objetivos, impulsaron a los británicos a protagonizar una presencia política directa. Pero estos
argumentos no eximen de un análisis económico del imperialismo.
En primer lugar, subestiman el incentivo económico presente en la ocupación de algunos
territorios africanos.
En segundo lugar, ignoran el hecho de que la India era la “joya más radiante de la
corona imperial” y la pieza esencial de la estrategia británica global.
En tercer lugar, la desintegración de gobiernos indígenas locales, que en ocasiones llevó
a los europeos a establecer el control directo sobre unas zonas que anteriormente no se había
ocupado de administrar, se debió al hecho de que las estructuras locales se habían visto
socavadas por la penetración económica.
En definitiva, es imposible separar la política y la economía en una sociedad capitalista.
La existencia del llamado “imperialismo social”, es decir, el intento de utilizar la
expansión imperial para amortiguar el descontento interno a través de mejoras económicas o
reformas sociales.

13
El imperialismo estimuló a las masas, y en especial a los elementos potencialmente
descontentos, a identificarse con el Estado y la nación imperial, dando así, de forma
inconsciente, justificación y legitimidad al sistema social y político representado por ese Estado.
En algunos países el imperialismo alcanzó una gran popularidad entre las nuevas clases
medias y de trabajadores administrativos, cuya identidad social descansaba en la pretensión de
ser los vehículos elegidos del patriotismo.
El sentimiento de superioridad que unía a los hombres blancos occidentales, tanto a los
ricos como a los de clase media y a los pobres, no derivaba únicamente del hecho de que todos
ellos gozaban de los privilegios del dominador, especialmente cuando se hallaban en las
colonias.
La izquierda secular era antiimperialista por principio y, las más de las veces, en la
práctica. La libertad para la India, al igual que la libertad para Egipto y para Irlanda, era el
objetivo del movimiento obrero británico. La izquierda no flaqueó nunca en su condena de las
guerras y conquistas coloniales. Pero, con muy raras excepciones los socialistas occidentales
hicieron muy poco por organizar la resistencia de los pueblos coloniales frente a sus
dominadores hasta el momento en que surgió la Internacional Comunista. Muchos líderes
sindicales consideraban que las discusiones sobre las colonias eran irrelevantes o veían a las
gentes de color ante todo como una mano de obra barata que planteaba una amenaza a los
trabajadores blancos. El análisis del socialismo y su definición de la nueva fase “imperialista” del
capitalismo, que detectaron a finales de la década de 1890, consideraba correctamente la
anexión y la explotación coloniales como un simple síntoma y una característica de esa nueva
fase.

II
El impacto económico del imperialismo fue importante, pero lo más destacable es que
resultó profundamente desigual.
Evidentemente, de todos los países metropolitanos donde el imperialismo tuvo más
importancia fue en el Reino Unido, porque la supremacía económica de este país siempre había
dependido de su relación especial con los mercados y fuentes de materias primas de ultramar.
En los años finales del siglo XIX, si incluimos el imperio informal, constituido por Estados
independientes que, en realidad, eran economías satélites del Reino Unido, aproximadamente
una tercera parte del globo era británica en un sentido económico y, desde luego, cultural. Pero
en 1914, otras potencias se habían comenzado a infiltrar ya en esa zona de influencia indirecta,
sobre todo en Latinoamérica.
Si apoyó a los inversores con la diplomacia de la fuerza, como comenzó a hacerlo cada
vez más frecuentemente a partir de 1905, era para apoyarlos frente a los hombres de negocios
de otros países respaldados por sus gobiernos, más que frente a los gobiernos del mundo
dependiente.
El objetivo británico no era la expansión, sino la defensa frente a otros, atrincherándose
en territorios que hasta entonces, como ocurría en la mayor parte del mundo de ultramar,
habían sido dominados por el comercio y el capital británicos.
Con el mundo no industrializado. Podemos establecer algunas conclusiones con cierta
seguridad.

14
En primer lugar, el impulso colonial parece haber sido más fuerte en los países
metropolitanos menos dinámicos desde el punto de vista económico, donde hasta cierto punto
constituían una compensación potencial para su inferioridad económica y política frente a sus
rivales.
En segundo lugar, en todos los casos existían grupos económicos concretos que ejercían
una fuerte presión en pro de la expansión colonial.
En tercer lugar, la mayor parte de las nuevas colonias atrajeron escasos capitales y sus
resultados económicos fueron mediocres.
Pero la era imperialista no fue sólo un fenómeno económico y político, sino también
cultural. Excepto en Africa y Oceanía, donde las misiones cristianas aseguraron a veces
conversiones masivas a la religión occidental, la gran masa de la población colonial apenas
modificó su forma de vida, cuando podía evitarlo.
Lo que el imperialismo llevó a las élites potenciales del mundo dependiente fue
fundamentalmente la “occidentalización”. Además, las ideologías que inspiraban a esas elites en
la época del imperialismo se remontaban a los años transcurridos entre la Revolución Francesa.
Las elites que se resistían a Occidente siguieron occidentalizándose, aun cuando se oponían a la
occidentalización total, por razones de religión, moralidad, ideología o pragmatismo político.
En consecuencia, el legado cultural más importante del imperialismo fue una educación
de tipo occidental para minorías distintas.
El exotismo había sido una consecuencia de la expansión europea desde el siglo XVI . La
novedad del siglo XIX consistió en el hecho de que cada vez más y de forma más general se
consideró a lo pueblos no europeos y a sus sociedades como inferiores, indeseables, débiles y
atrasados. Para el europeo medio, esos pueblos pasaron a ser objeto de su desdén
Las exhibiciones de las grandes exposiciones internacionales. Eran ideológicas, por lo
general reforzando el sentido de superioridad de lo “civilizado” sobre lo “primitivo”. Eran
imperialistas tan sólo porque el vínculo central entre los mundos de lo exótico y de lo cotidiano
era la penetración formal o informal del tercer mundo por parte de los occidentales.
Pero había un aspecto más positivo de ese exotismo. Administradores y soldados con
aficiones intelectuales meditaban profundamente sobre las diferencias existentes entre sus
sociedades y las que gobernaban. Realizaron importantísimos estudios sobre esas sociedades,
sobre todo en el Imperio indio, y las reflexiones teóricas que transformaron las ciencias sociales
occidentales. Se basaba en buena medida en un firme sentimiento de superioridad del
conocimiento occidental sobre cualquier otro. En el terreno artístico, en especial las artes
visuales, las vanguardias occidentales trataban de igual a igual a las culturas no occidentales.
El número de personas implicadas directamente en las actividades imperialistas era
relativamente reducido, pero su importancia simbólica era extraordinaria.
Pero el triunfo imperial planteó problemas e incertidumbres. Planteó problemas porque
se hizo cada vez más insoluble la contradicción entre la forma en que las clases dirigentes de la
metrópoli gobernaban sus imperios y la manera en que lo hacían con sus pueblos. En las
metrópolis se impuso, la política del electoralismo democrático. En los imperios coloniales
prevalecía la autocracia,
“Europa traspasará la carga del trabajo físico, primero la agricultura y la minería, luego
el trabajo más arduo de la industria, a las razas de color y se contentará col el papel de rentista

15
y de esta forma, tal vez, abrirá el camino para la emancipación económica y, posteriormente,
política de las razas de color.”
Estas eran las pesadillas que perturbaban el sueño de la belle époque. En ellas los
sueños imperialistas se mezclaban con los temores de la democracia.

16
Capítulo 3 - Política en un nuevo tono: un trío austríaco
Karl Schorske

En la década de 1860 los liberales austriacos tenían nociones bastante claras de qué
estaba arriba y qué abajo, qué avanzaba y qué retrocedía. Los principios y programas que
componían el credo liberal estaban destinados a suplantar sistemáticamente los de “los
feudales”. Quebraría la arbitraria regla de privilegios en la esfera económica y haría del mérito
la base de la compensación económica.
En todos estos aspectos de su programa, los liberales austriacos sabían que combatían
contra lo socialmente superior y lo históricamente anterior. Si bien aún no podía confiarse en el
pueblo, la expansión de la cultura racional contendría algún día las condiciones previas para un
sistema ampliamente democrático. El poder popular sólo aumentaría como una función de la
responsabilidad racional.
Los liberales lograron liberar las energías políticas de las masas, pero contra sí mismos y
no contra sus antiguos enemigos. A un nacionalismo germano articulado contra los cosmopolitas
aristocráticos, los patriotas eslavos respondieron clamada por la autonomía.
Entonces, lejos de unir a las masas contra la antigua clase dominante de arriba,
inconscientemente los liberales extrajeron de las profundidades sociales las fuerzas de una
desintegración general. El nuevo movimiento de masas antiliberal -el nacionalismo checo, el
pangermanismo, el socialismo cristiano, la democracia social y el sionismo- surgió desde abajo
para desafiar el poder de la clase media culta, paralizar su sistema político y socavar su
confianza en la estructura racional de la historia.
No todos los nuevos movimientos que atacaron el ascendiente liberal representaron
desviaciones de la cultura política liberal. Los partidos nacionalistas no germanos y los
socialdemócratas fueron menos de asimilar para los liberales corrientes.
Schönerer (1842-1921), Lueger (1844-1910) y Herzl (1860-1904) iniciaron sus carreras
como políticos liberales y luego renegaron para organizar a las masas abandonadas o
rechazadas por el liberalismo en ascenso. Los tres poseyeron el peculiar don de responder a las
necesidades sociales y espirituales de sus seguidores componiendo collages ideológicos hechos
con fragmentos de modernidad, vislumbres de futuro y restos resucitados de un pasado
semiolvidado. A los ojos liberales, estos mosaicos ideológicos eran mistificadores y repulsivos.

Georg von Schönerer organizó a los nacionalistas germanos radicales en 1882 y los
condujo a una política antisemita extrema. Su pretensión aristocrática da una clave de las
fuentes psicológicas de su propia rebelión rencorosa contra la cultura liberal y de las
sensibilidades sociales de los estratos que él organizó. Georg parece haber sufrido las
ambigüedades que acosan a la descendencia de un pujante parvenu (éxito).
En tanto la mayoría de los hijos de la exitosa clase media austriaca abrazaban una
profesión urbana, el cometido de Georg Schönerer consistió en convertirse en una modesta
réplica del príncipe Schwarzenberg, llevando la ciencia y el espíritu empresarial a la agricultura,
como un modesto señor del feudo.
Lo cierto es que Georg se esforzó con convicción tenaz aunque carente de gracia por
desempeñar el papel de grand seigneur. Pero dentro del marco de la honesta y “noble” forma
de ser de Rosenau, se preparó paso a paso para rebelarse prácticamente contra todo lo que su

17
padre había construido en la vida: lealtad a los Habsburgo, capitalismo, tolerancia interracial y
especulación financiera. A su debido tiempo se encontrarían las masas rebeldes y el hijo
sublevado.
En principio formó y financió asociaciones para la mejora de la agricultura, cuyo
programa consistió en llevar los frutos de la ciencia a la tierra y en crear un campesinado
fuerte.
Schönerer inició su carrera parlamentaria sobre esta segura base real. Pronto ganó fama
como defensor de los intereses del agricultor y en breve entró en conflicto con las fuerzas
liberales dominantes.
Después que los liberales divididos cayeron del poder en 1879, Schönerer y un
importante grupo de jóvenes intelectuales universitarios que lo habían adoptado como
representante parlamentario, se rebelaron abiertamente contra la línea de su partido. En el así
llamado programa de Linz 1882, este grupo formuló una plataforma que combinaba la
democracia radical, la reforma social y el nacionalismo a semejanza del fenómeno
contemporáneo del populismo en Estados Unidos. El programa de Linz contenía insinuaciones de
una “gran Alemania” en sus demandas de una unión aduanera y de tratados más firmes con el
Imperio Alemán.
Schönerer no apuntaba a una república germana unitaria, como los demócratas de
1848, sino al desmembramiento de la monarquía “proeslava” de los Habsburgo con el propósito
de que su protección occidental pudiese unirse a la monarquía bismarckiana. Las universidades,
otrora centros del austroliberalismo triunfante, a finales de los setenta y en los ochenta se
convirtieron en escenario de bronca agitación nacionalista, a medida que se extendió la
influencia del Schönerianer.
La segunda prolongación que hizo Schönerer de su programa nacional-social incursionó
en el antisemitismo. En este caso Schönerer vinculó, como era característico en él, a la
aristocracia y al pueblo: “los intereses de la propiedad agraria y de las manos productivas”
contra “los hasta ahora privilegiados intereses del capital móvil y el poder judío del dinero y la
palabra”.
Así como en el pangermanismo se le habían adelantado las asociaciones estudiantiles
nacionalistas, en el antisemitismo social se le anticipó el movimiento artesanal.
Schönerer alcanzó su mayor notoriedad como parlamentario en los años 1884-1885,
cuando encabezó la lucha por la nacionalización del Nordbahn, el ferrocarril que años atrás su
padre había aconsejado construir a los Rothschild.
Por último, Schönerer centró su campaña contra los judíos en un intento por restringir
su inmigración desde Rusia en la época de los pogroms.
Los judíos como observó acertadamente Hannah Arendt, eran en Austria el “pueblo
estado” por excelencia. No constituían una nacionalidad. Su existencia cívica y económica no
dependía de su participación en una comunidad nacional. El emperador y el sistema liberal les
concedían condición legal sin exigirles nacionalidad; se convirtieron en el pueblo supranacional
del estado multinacional, el pueblo que, en efecto, pasó a ocupar el lugar de la anterior
aristocracia.
Schönerer fue el antisemita más fuerte y más profundamente coherente que produjo
Austria. Era igual y correspondientemente el enemigo más acérrimo de todos los principios de

18
integración mediante los cuales podía mantenerse unido el imperio multinacional: del
liberalismo, del socialismo, del catolicismo y de la autoridad imperial.
El nacionalismo fue el centro positivo del credo de Schönerer, pero dado que el
nacionalismo podía satisfacerse sin la desintegración social, necesitó de un elemento negativo
para dar coherencia a su sistema. Ese elemento fue el antisemitismo que le permitió ser
simultáneamente antisocialista, anticapitalista, anticatólico, antiliberal y anti-Habsburgo.
(¿queda algo para oponerse?)
Mientras los parlamentarios liberales condenaban el así llamado movimiento antisemita
como indigno de un pueblo civilizado, el Caballero de Rosenau exigía el “renacimiento moral de
la madre patria” mediante la elaboración de restricciones legales para con los judíos
explotadores del pueblo. La agresividad, que le procuró muchos seguidores, finalmente fue su
perdición. En el ataque de Schönerer a las oficinas de la editorial, el nuevo estilo político adoptó
por primera vez la forma de batalla campal. El tono agudo en el combate verbal era una cosa y
muy otra la musique concrète del ataque físico. Schönerer no sólo fue condenado a un breve
período en la cárcel -fatal para su carrera política- sino a la suspensión de los derechos políticos
durante cinco años. Por último, la sentencia costó automáticamente el título nobiliario a Georg
von Schönerer.
Tanto en su persona como en su ideología, Schönerer combinó los elementos más
diversos y contradictorios. Desesperado aspirante a la aristocracia, podía haber triunfado como
aristócrata reaccionario prusiano, pero jamás como caballero austriaco: la tradición nobiliaria
austriaca exigía una gracia, una plasticidad y, podríamos agregar, una tolerancia por los errores
de este mundo totalmente ajenas al carácter de Schönerer. Su carrera de destrucción política
parece haber tenido su fuente personal en la frustrada ambición del hijo poco cultivado y
demasiado abarcador de un padre parvenu.
En la prosecución de su revolución por resentimiento, Schönerer construyó su ideología
en base a actitudes y valores de muchas épocas y de muchos estratos sociales: elitismo
aristocrático y despotismo ilustrado, antisemitismo y democracia, democracia grossdeutsch de
1848 y nacionalismo bismarckiano, hidalguía medieval y anticatolicismo, restricciones gremiales
y propiedad estatal de los servicios públicos. Pero en este conjunto de fracciones ideológicas
había un denominador común: la total negación de la élite liberal y sus valores.

El principal logro de Schönerer consistió en metamorfosear una tradición de la Vieja


Izquierda en una ideología de la Nueva Derecha: transformó el nacionalismo grossdeutsch y
democrático en pangermanismo racista. Lueger hizo todo lo contrario: transformó una ideología
de la Vieja Derecha -el catolicismo político austriaco- en una ideología de la Nueva Izquierda, el
socialismo cristiano. Lueger empezó como un agitador de la ciudad, la conquistó y luego
organizó un gran partido con base estable en el campo.
En tanto un firme padre parvenu modeló al Caballero de Rosenau, una menuda y tenaz
petite bourgeoise forjó el futuro del “Señor Dios de Viena”.
Frau Lueger estimuló a su hijo desde que éste era niño para que siguiera el camino de la
cultura con miras a una posición social más elevada. En el Theresianum (academia para la alta
nobleza de sangre) el estudiante externo debía sentirse distinto al “regular”, especialmente si
provenía del estrato social más bajo representado en la escuela. Nada indica que alguna vez

19
haya sentido envidia de la aristocracia, como le ocurrió a Schönerer. Indudablemente el
Theresianum refinó la inclinación natural de Lueger por la distinción social y le proporcionó, en
relación con la casta de burgueses más inflexibles que llegarían a ser sus enemigos, una sutil
sensación de superioridad social a pesar de sus orígenes humildes. Dicha sensibilidad demostró
ser una ventaja en su posterior tarea política de formar una coalición de aristocracia y masas
contra la clase media liberal.
El joven defendió tesis que lo revelaron como un austrodemócrata, como un abogado
del sufragio universal interesado en los problemas sociales. No obstante, a diferencia de la
mayoría de los demócratas, Lueger parece haber rechazado las orientaciones nacionales. “La
idea de la nacionalidad es destructiva y representa un obstáculo para el progreso de la
humanidad”.
Lueger ganó los aplausos de la Neue Freie Presse como “el peto de los partidos de
centro contra las izquierdas”. Aunque no por mucho tiempo. Ese mismo año Lueger dio un viraje
a la izquierda alineándose con un demócrata judío, Ignaz Mandl, un tribuno que lanzaba
embestidas contra el monopolio y la corrupción en la oligarquía liberal que dominaba la ciudad .
Estos seguidores no eran proletarios sino pequeños contribuyentes, los “hombres de 10 florines”
de la tercera clase de votantes, especialmente sensible al despilfarro en el gobierno de la ciudad
y a los beneficios de protección en los que no tenían ninguna participación. Lideraban el grupo
del ayuntamiento que exigía la ampliación del sufragio, una reforma por la cual se dividieron los
liberales y que no se alcanzó hasta 1884, momento en que se acordó el derecho a voto de los
contribuyentes de cinco florines. La resistencia de algunos de los liberales a la ampliación del
derecho a votar sólo incrementó la inclinación antiliberal de las clases bajas. En semejante
contexto, democracia y liberalismo se convirtieron en términos contradictorios.
El éxito de Lueger como agitador democrático lo sumió con mayor hondura en la
creciente oposición al sistema liberal en conjunto. Al igual que Schönerer, apareció en el papel
de David contra el poderoso Goliat del “capital internacional”. “estas camarillas financieras y
poderes económicos envenenan y corrompen la vida pública”. En tanto político municipal cuya
mayor capacidad residía en reflejar y expresar las actitudes de su electorado, era inevitable que
siguiera al “pequeño pueblo” a medida que éste avanzaba hacia posiciones más radicales: de la
anticorrupción al anticapitalismo, del anticapitalismo al antisemitismo.
Luchar contra los “intereses” como reformador democrático acercó a Lueger a la baja
clase artesanal, donde los sentimientos antisemitas estaban en alza. En la fluida década Lueger
reflejó en sus posiciones públicas la oscura transición de política democrática a política
protofascista. La ideología democrática aún servía como terreno común para un liberalismo en
decadencia y un antisemitismo en alza. Lueger renunció al intento por mantener unidas las dos
tendencias cada vez más dispares, democracia y antisemitismo. A pesar de su rechazo del
pangermanismo, Lueger consideró la alianza con Schönerer más prometedora que el anticuado
compromiso con Kronawetter.
O sea que en 1887 Lueger completó la misma evolución que había sufrido Schönerer
cinco años atrás: del liberalismo político al antisemitismo a través de la democracia y la reforma
social. Pero había una diferencia: Lueger era un político vienés, es decir un representante de los
intereses de la ciudad en tanto capital imperial. Conservó una lealtad fundamental con la
monarquía de los Habsburgo y por lo tanto no se sintió atraído por el nacionalismo germano.

20
Mientras Lueger se veía impulsado hacia Schönerer por sus seguidores artesanos y de la
clase media baja, empezaron a abrirse discretamente las posibilidades de una política de masas
menos nacionalista en una comunidad inesperada: la católica. El catolicismo ofreció a Lueger
una ideología que podía integrar los dispares elementos antiliberales: democracia, reforma
social, antisemitismo y lealtad a los Habsburgo. Los principales líderes políticos del catolicismo
eran nobles federalistas de Bohemia y conservadores provinciales de las tierras alpinas. La
modernidad con todas sus obras y pompas los alarmaba; sólo estaban en condiciones de volver
la vista melancólicamente al pasado, a los tiempos idos en que la religión proporcionaba la base
de una sociedad respetuosa en la que prevalecía la aristocracia terrateniente. En el presente
viviente buscaron protección en el emperador aunque desde 1860 fue evidente que éste se
había convertido en prisionero de los liberales.
Mientras Lueger se apartaba de sus orígenes liberales y vacilaba incómodo entre la
democracia laica y el antisemitismo nacionalista, surgieron lentamente los elementos de un
catolicismo político capaz de cumplir dichas tareas. Los adherentes al nuevo movimiento
provenían de sectores de la sociedad resentidos en diverso grado por el dominio capitalista
liberal: aristócratas y católicos intelectuales, hombres de negocio, clérigos y artesanos. Lo que
estaba arriba -parte de la aristocracia- se unió con lo que estaba abajo, las victimas de clase
baja del liberalismo.
El príncipe Alois von Liechtenstein fue el primero en presionar la aprobación de leyes
sociales desde el ala derecha de la cámara, en los años ochenta. Kart Lueger apoyó sus
mociones desde la izquierda. Unieron sus fuerzas aristócratas, teóricos sociales y practicantes
de la política de masas; el príncipe Liechtenstein; un teólogo, el profesor Franz Schindler;
Vogelsand; Lueger, entre los demócratas, y Ernst Schneider, de los artesanos antisemitas.
Los católicos radicales manifestaron muchas de las señales de alienación cultural que
caracterizaron a los pangermanos, a los socialdemócratas y a los sionistas. Aquéllos fundaron su
propia prensa, organizaron clubs deportivos y crearon, como los nacionalistas pangermanos,
una asociación escolar para liberar a su comunidad de la dependencia de la educación estatal.
Kart Lueger fue el alquimista político que fusionó los elementos del
descontento social católico en una organización de primera magnitud. Una vez
asegurado el apoyo de las fuerzas de Schönerer por profesión de antisemitismo, logró -gracias
al encarcelamiento de éste- conducir a la mayoría de sus seguidores artesanos de Viena al redil
socialcristiano.
Volksmann con apariencia de aristócrata, Lueger también poseía algunos atributos para
atraer a la clase media vienesa a su bando. Adoraba la ciudad con auténtica pasión y se
esforzaba por realzarla. Sólo los más ricos terratenientes permanecieron leales al
liberalismo. Un trío de grupos de presión inclino al emperador en su contra: los liberales y los
conservadores en el gobierno de coalición, y el alto clero.
Los liberales, antiguos adalides del gobierno representativo, se encontraban ahora en
una posición paradójica. En una era de política de masas, el veto imperial no podía sustentarse.
El Viernes Santo de 1897 el emperador capituló y der schöne Kart entró triunfante en el
Rathaus. Los liberales no tuvieron más remedio que dar buena acogida al cambio. A partir de
ese momento de salvación residía en un retorno al josefismo, en evitar no sólo la democracia
sino incluso el gobierno parlamentario representativo, que sólo parecía conducir a dos
resultados: el caos general o el triunfo de una u otra de las fuerzas antiliberales.

21
Schönerer y Lueger lograron, cada uno a su manera, defender la democracia mientras
luchaban contra el liberalismo. Ambos elaboraron sistemas ideológicos que unificaban a
los enemigos del liberalismo. Lueger estaba menos enajenado y era al mismo tiempo más
tradicional que el frustrado caballero burgués de Roseneau. Incluso en su antisemitismo, Lueger
carecía del rencor, de la convicción y de la coherencia de Schönerer.
Su mayor logro consistió en establecer una alianza de aristócratas y
demócratas, artesanos y eclesiásticos, limitando el empleo del veneno racista para
atacar al enemigo liberal.

A medida que el fundamento político del liberalismo se erosionaba y los acontecimientos


contradecían sus expectativas, los partidarios declarados de la cultura liberal comenzaron a
buscar nuevas bases para salvar sus valores más apreciados. Entre éstos se encontraba
Theodor Herzl, que intentó proporcionar una utopía liberal a su pueblo. Modelo del liberal culto,
no generó su tan creativo enfoque de la cuestión judía por inmersión en la tradición judaica,
sino por sus vanos esfuerzos en dejarla atrás. La concepción sionista de Herzl puede incluso
comprenderse mejor considerándola un intento por resolver el problema liberal a través de un
nuevo Estado judío, así como por resolver el problema judío a través de un nuevo Estado
liberal. Si bien la respuesta le corresponde, los materiales en los que la enmarcó pertenecían a
la cultura liberal no judía, cultura que adoptó como propia.
Su familia pertenecía a ese estrato de judíos cada vez más prósperos que, al ingresar en
la clase empresarial moderna adoptaron la cultura y la lengua alemanas incluso en una región
étnica primordialmente no germana. En 1860, cuando nació Theodor, su familia había emergido
del ghetto: económicamente establecida, religiosamente “ilustrada”, políticamente liberal y
culturalmente alemana. De joven, Herzl rechazó explícitamente la creciente tendencia de los
judíos húngaros a asimilarse a la cultura magiar. Fortalecido por la firme influencia germanófila
de su madre, por las funciones teatrales nacionales, y las lecciones privadas de francés, inglés y
música, Herzl se volcó cada vez más a la cultura cosmopolita alemana, en especial a su
tradición estética y humanista, como centro de su sistema de valores.
Cada uno de nuestros tres protagonistas desarrolló algún tipo de relación con la
“nobleza” y con la herencia aristocrática: Schönerer adquirió su condición aristocrática a través
de su padre y la volcó en rencor antiliberal. La flexible relación de Lueger con la aristocracia se
produjo mediante una asociación deferente en la escuela y en la política; no se planteó ingresar
en la clase alta ni destruirla. La relación de Herzl con la aristocracia, aunque también de origen
sociológico, fue de naturaleza más intelectual. Tan ambicioso como Schönerer por ser “noble”,
la posición social de Herzl y los valores de su madre lo condujeron a adherir a una romántica
aristocracia del espíritu en sustitución de una aristocracia de sangre o por concesión del título.
La mayoría de los hombres de negocios judíos permiten que sus hijos estudien en la
universidad. De aquí la así llamada judaización de todas las profesiones cultas. La asimilación a
través de la cultura como segunda etapa de la asimilación judía no es sino un caso específico de
una fase de la movilidad social ascendente de la clase media.
A la luz de estas fantasías personales, los personajes literarios de Herzl resultan
bastante significativos. En tanto aristócratas frustrados en su noble vida de servicio por un
corrupto mundo burgués, eran la imagen invertida de la situación personal de Herzl como

22
burgués cuyas aspiraciones a la nobleza se veían frustradas por un impermeable mundo
aristocrático.
La ironía del rechazo de Herzl por parte de sus condiscípulos consiste en que él veía con
disgusto a los judíos en conjunto, en tanto física y mentalmente malformadas por el ghetto .
Cuatro años de minuciosa observación de la vida social y política francesa transformaron a
Herzl: primero de esteta a liberal inquieto, después de liberal a judío y finalmente de judío
liberal a cruzado del sionismo.
Dispuesto y pautado a informar sobre Francia como una tierra de cultura, Herzl encontró
en cambio una nación sumida en una grave crisis general del sistema liberal. A principios de los
noventa, Francia parecía disolverse en un caos peor aún, si cabe, que el de Austria. La república
padecía todos los males sociales de la época: decadencia de la aristocracia, corrupción
parlamentaria, guerra de clases socialistas, terror anarquista y barbarie antisemita. Con la
erosión del sistema legal liberal, Herzl no negó legitimidad a ese sistema ni aplaudió su colapso,
como Schönerer o Lueger; por el contrario, observó el proceso y lo informó con una especie de
horrorizada fascinación. La voluptuosidad del terror en el adalid de la clase baja encontraría su
respuesta para la clase alta en un soberano-salvador. En esta perspectiva, la legalidad
republicana cedería el paso a un sistema monárquico carismático.
Peligrosa en su fuerza, la masa es también amorfa, voluble y sugestionable. Herzl
comenzó a ver al “pueblo” como la “masa” (misma distinción que hace Arendt entre
“pueblo” y ”populacho”). La pérdida de la confianza de Herzl en el pueblo puede
comprenderse mejor en relación con su opuesto, la pérdida de la confianza en sus gobernantes.
La corrupción socavó el imperio de la ley y desencadenó el irracional poder de las
masas. Por último, asomaron a la superficie los más recientes enemigos de la
República: los antisemitas. Para un intelectual austriaco, esto significaba algo más que una
nueva experiencia política; representaba un quebrantamiento de la confianza en la viabilidad del
liberalismo político, pues éste se derrumbaba ahora hasta en su suelo natal, Francia.
Instó a los directores de la Neue Freie Presse (diario vienés) a abrazar la causa del
sufragio universal antes de que el populacho democrático se volviera contra el liberalismo,
indignado por las restricciones del derecho a votar (Los que reclaman el derecho a votar
son llamados populacho… interesante). No obstante, en 1893 seguía preocupado no por los
judíos, sino por ayudar al liberalismo austriaco a superar sus limitaciones sociales . Era
demasiado tarde y Herzl pronto lo comprendió.
El cortés partidario de la asimilación se convirtió, mediante un acto libre de
reidentificación filial, en salvador del sufriente pueblo elegido. Resolvió sus propios problemas
abordando el de los judíos y completó de esta manera su transición de artista a político.
Algunas características de la actitud de Herzl a medida que se acerca el momento de su
conversión, ponen de relieve su profunda afinidad con Schönerer y Lueger: su rechazo de la
política racional y su adhesión a un estilo de liderato noble y aristocrático, con fuerte inclinación
por los gestos grandiosos.
El mejor paliativo contra los síntomas del antisemitismo consistía e recurrir a la “fuerza
bruta” en forma de duelos personales con los detractores judíos. El planteamiento terapéutico
seguía siendo asimilacionista, pero a medida que perdía la confianza en las posibilidades del
liberalismo, Herzl retrocedió a una visión cristiana más arcaica: la conversión de masas.

23
Herzl comenzó así a reunir los elementos de la política de nuevo tono para los
judíos: postura aristocrática, rechazo profético del liberalismo, gesto dramático y compromiso
con la voluntad como clave de la transformación de la realidad social.
En 1895, una sucesión de acontecimientos políticos de distinta magnitud completaron la
revolución psicológica que transformó a Herzl de asimilacionista vienés en cabecilla del
nuevo éxodo. El primero de estos acontecimientos fue la condena de Alfred Dreyfus. Esto no
ocurrió en Rusia, ni siquiera en Austria, sino en Francia, “en la republicana, moderna y civilizada
Francia, un siglo después de la Declaración de los Derechos Humanos”. Herzl extrajo su
conclusión: El edicto de la Gran Revolución ha sido revocado. El 25 y el 27 de mayo, presenció
en la Cámara francesa las interpelaciones destinadas a impedir la “infiltración” judía en Francia:
el equivalente de la legislación de la exclusión judía propuesta por Schönerer en Austria en
1887-1888. Dos días más tarde, Kart Lueger ganó por vez primera la mayoría en el consejo de
la ciudad de Viena.

Uno a uno se deshilacharon peligrosamente los lazos de unión de Herzl con la cultura
gentil “normal”: el matrimonio, la amistad, la República Francesa de la tolerancia, el sueño de la
dignidad judía a través de la asimilación y ahora el liberalismo austriaco en su baluarte vienés.
Wagner debió ser para Herzl el defensor del corazón contra la mente, del Volk contra la masa,
de la rebelión de los jóvenes y vitales contra los viejos y osificados.
Herzl se lanzó a la ruptura con el mundo liberal y a la secesión de los judíos
con respecto a Europa. La tarea de la política consistía en presentar un sueño de forma tal
que pulsara los manantiales subnacionales de la voluntad y el deseo humano. Afirmó que la
fuerza motriz para crear el Estado judío era la necesidad de tenerlo. Sólo el deseo y la voluntad
se alzan entre el sueño y la realidad. El radical subjetivismo de Herzl lo separaba claramente de
los prudentes realistas liberales judíos o no judíos que lo rodeaban. En su volcánica experiencia
de conversión, rechazó un concepto positivista del progreso histórico en favor de la mera
energía psíquica como motor de la historia.
El sionismo no será un partido, dijo Herzl, ni una parte de un todo definido, sino un
movimiento. El corolario práctico de esta concepción dinámica de la política fue la decisión de
Herzl de no apelar a la mente sino al corazón de los judíos. La supervivencia misma de los
judíos era un tributo al poder de la fantasía, o sea, de su religión, que los había sustentado
durante dos mil años. Con una bandera es posible conducir a los hombres a donde uno quiera,
incluso a la tierra prometida.
En el concepto de Herzl con respecto a un movimiento político lo decisivo no fue el
contenido de la meta, sino la forma de acción. Su idea de la nación refleja una calidad de
abstracción psicológica similar: no contenía nada judío. Decidió que todas las naciones eran
igualmente hermanas. Ello no se debía a sus virtudes distintivas sino a las virtudes psicológicas
que todas las naciones despertaban en su pueblo, dado que toda nación “está compuesta por
las mejores cualidades de los individuos: lealtad, entusiasmo, el placer del sacrificio y la
disposición a morir por una idea.”
En su llamamiento a las masas, Herzl combinó elementos arcaicos y futuristas de la
misma manera que lo habían hecho Schönerer y Lueger antes que él. Los tres líderes abrazaron
la causa de la justicia social y la convirtieron en núcleo de su crítica a los fallos del liberalismo.

24
Los tres vincularon esta aspiración moderna a alguna tradición comunitaria arcaica: Schönerer a
las tribus germánicas, Lueger al sistema social católico medieval y Herzl al Reino de Israel
anterior a la Diáspora. Además de destacar el resentimiento de las masas contra sus
antagonistas de élite, en el período de su conversión Herzl compartía otra característica con los
líderes antisemitas: su creencia en el poder potencial de las crisis inducidas.
Así como nuestros tres pioneros de la política de nuevo tono se rebelaron contra la
matriz liberal, cada uno de ellos adoptó como enemigo personal a los liberales más cercanos a
la causa que deseaba purgar. Para Schönerer, los nacional-liberales alemanes eran los más
traicioneros entre los alemanes y los más peligrosos entre los liberales; en el caso de Lueger,
los pusilánimes pero bien atrincherados acólitos liberales representaban el obstáculo más firme
para la renovación social católica. Lo mismo se aplica a Herzl: los judíos liberales “ilustrados”
formaban, por un lado, parte de su propia clase intelectual y social, y por el otro se negaban
ciegamente a reconocer la naturaleza de su propio problema como judíos.
Lo que diferenciaba a Herzl de sus antagonistas era su respeto y confianza por las más
autoridades ajenas a su propia comunidad. Esta confianza era en parte estratégica. Hacer del
problema judío una cuestión nacional significaba resolverlo en el plano internacional.
El epíteto “Rey de los Judíos”, usado tanto por detractores como por entusiastas, revela
una verdad de fondo acerca de la eficacia política de Herzl y de la naturaleza arcaizante de la
moderna política de masas. “La política es magia. Quien sepa extraer fuerzas de lo profundo
será seguido”.
El Estado judío que concibió en su folleto del mismo nombre no contenía elementos de
carácter judío. No había un idioma común. “La fe nos mantiene unidos, la ciencia nos hace
libres”. Aunque se lo respetaría, el clero estaría limitado a sus templos como el ejército a sus
cuarteles para evitar que causaran dificultades en un Estado encomendado al pensamiento . En
función de todas sus características, en realidad la tierra prometida de Herzl no era una utopía
judía sino liberal. Los sueños de asimilación que no podía cumplirse en Europa se verían
realizados en Sión. El Sión de Herzl reencarnaba la cultura de la moderna Europa liberal . La
persistente lealtad de Herzl al austroliberalismo contemporáneo también se vio reflejada en los
elementos de anglofilia contenidos en su programa.
En Inglaterra, tanto como en Austria, la negativa de la mayoría de los líderes judíos
obligó a Herzl a volcarse en las masas. Aunque prefería organizar una “república aristocrática”,
el inadecuado apoyo de los líderes judíos ingleses lo forzó a seguir el derrotero de una
“monarquía democrática”.
Como el Caballero de Rosenau y der Schöne Kart, Herzl apartó a sus seguidores del
decadente mundo liberal explotando los manantiales de un pasado respetable para satisfacer los
anhelos de un futuro comunitario. La cultura austroliberal era una cultura que podía satisfacer la
mente pero dejar hambrienta el alma de una población que aún amaba el recuerdo de un
sistema social prerracionalista.

25
Capítulo 1 - Sionismo y sentimiento nacional árabe en oriente próximo
Miguel Bastenier

En el centro geográfico del arco de países que abraza el Mediterráneo oriental se


encuentra el núcleo del problema. Se trata, básicamente, del antiguo mandato británico de
Palestina, que comprende el Israel reconocido internacionalmente -anterior a la expansión
militar de 1967-, los Territorios Ocupados (Cisjordania y Gaza) arrebatados a Jordania y Egipto,
respectivamente, más la meseta del Golán, de la que Israel ha despojado a Siria, y la franja
meridional del Líbano hasta el río Litani, ocupada por el Ejército israelí desde 1978.
A finales del siglo XIX Palestina forma parte del imperio otomano. En 1888, con la
última demarcación administrativa del territorio, el país está incluido en la llamada Gran Siria. El
territorio palestino corresponde a la circunscripción de Damasco, y contiene e distrito autónomo
de Jerusalén en razón de su carácter de triple capital religiosa. En el territorio, la población judía
representa el 6%, los cristianos 17%, hay unos miles de drusos y un 75% musulmán de rito
suní y, minoritariamente, chiíes. La exigua población judía de la segunda mitad del siglo XIX
está integrada por los descendientes de los que han permanecido en el territorio, tras diversas
expulsiones y emigraciones que se producen durante el período romano. Pero ellos sólo son
palestinos que observan la ley mosaica. De igual forma, los cristianos árabes son en parte
descendientes de los que han resistido a la marea catequizadora del Islam, cuando éste se
impone en los siglos VII y VIII. Entre ellos el grupo más numeroso es el de los maronitas.
El mundo árabe vuelve a estar de moda, tras varios siglos de relativo ocultamiento, con
el desembarco de Napoleón en Egipto en 1798. Tras la invasión de Argelia, la presión francesa
se ha hecho sentir sobre el reino marroquí, el beylicato de Túnez, y la dinastía jedivial de
Egipto. Los tres territorios son formalmente parte del imperio otomano, pero gozan en la
práctica de una gran autonomía. En 1878, tras una guerra en la que Rusia derrota al imperio
musulmán, se convoca una conferencia en Berlín para reordenar el caos, y repartir las
posesiones otomanas en Europa. En ese contexto de imperialismo europeo comienza a cobrar
forma la operación británica de devolver su tierra al pueblo judío, disperso por todo el mundo.
El británico es un gran imperio ultramarino que no aspira a dominar directamente gran
parte de la tierra firme, y busca puntos de apoyo en todo el mundo para asegurar sus vías de
comunicación. Es un poder esencialmente marítimo que toma tierra para impedir que ésta se le
pongo en contra. El imperio está entrando entonces en su fase de máxima expansión planetaria
y un enclave es la costa del Mediterráneo otomano.
Tras el decreto de emancipación dictado por Napoleón a comienzos del XIX, el judío se
convierte por primera vez en Europa contemporánea en ciudadanos con plenitud de derechos. Y
en ninguna parte el movimiento es más intenso que en Europa central, Alemania y Austria
especialmente, donde se da la mayor concentración del mundo entero de talento y demografía
de origen judío. En Alemania el movimiento asimilacionista es muy fuerte, pero es el judío que
aspira a seguir siendo judío a la vez que plenamente alemán o austriaco el que se encuentra
con mayores problemas. Es en este último tercio del XIX cuando Occidente y el pueblo judío
pierden la batalla de asimilación; es el tiempo en el que el mundo germánico-cristiano reacciona
con temor ante el copo de posiciones sociales. Y son esos judíos que han llegado a considerarse
enteramente miembros de la sociedad en la que han nacido los que integran la dirección y la
masa de maniobra del sionismo.

26
Theodor Herzl enarbola la bandera de la formación de un Estado, de un trozo de tierra
propio para la Diáspora de hebreos repartidos por todo el mundo. El comienzo de la colonización
sionista de Palestina puede datarse en 1882. Es la primera aliyah, o movimiento masivo de
regreso a Palestina. Es un proyecto de colonialismo de los sin patria, de un pueblo todavía sin
ejército, y que, por ellos, no puede hacer valer sus pretensiones de forma más perentoria.
Herzl no fija exclusivamente su vista en Palestina. Entre sus planes se halla la compra
de la Patagonia a Argentina para establecer el punto de reunión nacional de los judíos; o en
Uganda, África Oriental británica. El líder sionista afirma que “la masa de nativos pobres debe
ser expropiada, expropiación y desplazamiento que deben llevarse a cabo de la manera más
discreta y circunspecta posible” (por Dios! Son más nazi que Hitler!)
En 1897, Herzl logra convocar en Basilea el I Congreso Sionista, y afirma que “en
Basilea he fundado el Estado judío; en el plazo de cincuenta años el mundo entero se percatará
de ello”. 51 años más tarde nacerá el Estado de Israel. En el VII Congreso Sionista celebrado en
1905 (año posterior a la muerte de Herzl) se decide que el futuro Estado sólo podrá
establecerse en Palestina. Un publicista judío alemán pone en circulación en la época un eslogan
que hará injusta fortuna: “Una tierra sin pueblo, para un pueblo sin tierra”. (si eso no es
genocidio, ¿qué es?)
Los años clave son los de 1904-1907, en especial tras la derrota del zarismo en la
guerra ruso-japonesa (1904-05) y la fracasada revuelta de los sóviets de este último año, en los
que se intensifica la emigración judía desde Rusia y sus territorios polacos que se conoce como
segunda aliyah.
El imperio otomano es a mediados del siglo XIX “el hombre enfermo de Europa”. Rusia
es partidaria de la liquidación a pequeños mordiscos de los territorios de la Puerta, sin correr el
riesgo de que un súbito derrumbe dé lugar a un reparto en el que Francia y Gran Bretaña se
queden con la mejor parte; su objetivo es hacerse con el control de los Estrechos y de
Constantinopla. Francia y Gran Bretaña, por su parte, apoyan inicialmente la independencia de
Grecia contra los otomanos y a mediados de siglo Napoleón III establece la dominación francesa
sobre el Líbano.
Londres se decanta en último término por el mantenimiento del imperio mientras sea
posible; que se sostuviera en su debilidad para que no lo ocupara una potencia que le pudiera
sacar mejor provecho.
En la Gran Siria, y sobre todo en las zonas costeras del Mediterráneo oriental, ha
prendido un barniz de modernización, con frecuencia a través de la especialización comercial de
sus enclaves portuarios, que encuentra un público y un activismo privilegiados en la minoría
cristiana. Los cristianos tienen un interés particular en la igualdad de las diferentes confesiones
antes la ley para no seguir siendo ciudadanos de segunda clase con respecto a los otomanos
islámicos. Son hombres que distinguen entre ciencia y religión, Iglesia y Estado, que han
aprendido lenguas occidentales en Líbano, bajo influencia francesa y emprenden una
recolonización del país con un contenido protonacionalista, que aún nos e expresa como
exclusivamente árabe.
Neguib Azuri, un Herzl local, propone la creación de un imperio árabe desde el Tigres y
el Éufrates hasta el istmo de Suez, y desde el Mediterráneo hasta el mar Arábigo. “El despertar
de la Nación Árabe y los latentes esfuerzos de los judíos por restablecer, en una escala
vastísima, el antiguo reino de Israel, son dos movimientos de características idénticas pero

27
contrapuestos, que están destinado a combatirse sin tregua, hasta que uno de los dos triunfe
sobre el otro.”
El soberano otomano es al mismo tiempo sultán, es decir jefe temporal, y califa, líder
religioso. Pero la práctica del imperio ha relegado a segundo plano este último carácter para
subrayar sólo el de sultán. Sobre esta base se desarrolla una mística según la cual sólo el árabe
es capaz de redimir a la umma, gracias a la no corrompida condición de su lengua, a la que se
compara orgullosamente con el turco, que ha incorporado miles de palabras del árabe y del
persa. No es difícil detectar en ello los rastros del nacionalismo germánico.
Entre los planes que se barajan, en vez de plantear la ruptura completa con el poder
califal, se suelen preferir estructuras de tipo dual, a la manera del imperio austro-húngaro, de
forma que se proceda a una parecida partición del Estado entre turcos y árabes. La reacción
contra una nacionalidad constitucional como la otomana actúa como revulsivo para el despertar
político también de las minorías armenia y kurda, entre otras.

28
Los Kurdos

El Tratado de Sèvres, inicialmente reconoció su derecho a la autonomía siguiendo el


Programa de Catorce Puntos del presidente estadounidense Woodrow Wilson (1918), el
posterior Tratado de Laussane (1923) colocó a los kurdos en la misma situación en que se
encuentran ahora, un Kurdistán dividido en diferentes soberanías nacionales: Turquía, Irak,
Irán, Siria y la antigua URSS.
Los kurdos no son de origen árabe, aunque sí fueron islamizados. La minoría kurda que
vive en Turquía supone un 20%, del territorio kurdo de Turquía se extrae la totalidad del
petróleo nacional. En Irak, la cuarta parte de la población es kurda. Del Kurdistán iraquí se
extrae el 74% del petróleo de Irak. En Irán es el 17% de la población y el petróleo que se
extrae es el 20% de la producción nacional. De la zona kurda de Siria se extrae la totalidad del
petróleo nacional. En Siria viven un millón de kurdos. El mundo kurdo, por tanto, está
representado por más de 30 millones de personas; ha tenido que enfrentarse a estados
centralizadores y regímenes basados en un nacionalismo étnico -turco, árabe o persa- con poca
o ninguna tolerancia hacia expresiones de autonomía nacional dentro de sus fronteras. Sufren
también un continuo proceso de asimilación
En el seno del movimiento nacional kurdo se enfrentan concepciones sociales muy
diferentes: al tradicional protagonismo rural y de liderazgos familiares de los partidos iraquíes
se opone la propuesta de liberación social y nacional del PKK de Turquía, que pone
permanentemente en cuestión las antiguas estructuras sociales de todo el Kurdistán.

Los partidos políticos


PKK Partido de los Trabajadores del Kurdistán (En Turquía)
Ilegal. Es la principal fuerza entre la población kurda. Mantiene posiciones de izquierda
revolucionaria. Propugna un Estado federal respetando las actuales fronteras de Turquía.
PDK Partido Democrático del Kurdistán (En Irak)
Fuerza de centro izquierda, con gran influencia entre la población kurda que vive en las
provincias de Dahok y Arbil. Los vínculos familiares son un destacado factor en la adscripción al
PDK. Defiende un sistema autonómico dentro de un estructura federal del Estado iraquí.
UPK Unión Patriótica del Kurdistán
Organización escindida del PDK, situada a su izquierda, conformada más por
planteamientos ideológicos que por vínculos de fidelidad tradicional, familiar o territorial.

29
100 claves para comprender Oriente Próximo
Alain Gresh

Aliyah
Significa “subida de los judíos” a Palestina. Después de la Diáspora que siguió al
aplastamiento por parte de los romanos, en el año 135 d.C., de la revuelta de Bar Kokhba. El
renacimiento de Israel, de idea religiosa, se convierte en un objetivo político.
Finalmente Israel acogió una aliyah no judía: los cerca de 250.000 trabajadores
“importados” de Asia, de Europa del Este y de África a partir de la década de 1980, al principio
para reemplazar a los palestinos a quienes denegaba el trabajo en Israel. Esta inmigración,
sometida a una terrible explotación lindante con la esclavitud, es vista por los ultraortodoxos
como una amenaza para su mayoría judía. (digno hijo de los yanquis: prohíbo la entrada
de mexicanos y así tengo mano de obra barata ilegal). Ante las provocaciones financieras
(€6.000 a cada judío que inmigra, préstamos inmobiliarios a interés reducido, prioridad en la
contratación laboral), los dirigentes israelíes, con el primer ministro a la cabeza, hacen valer sus
ataques antijudíos para presentar la aliyah como la única respuesta al irresistible aumento del
antisemitismo.

 Primera Aliyah (1881 - 1903)

 Segunda Aliyah (1904 - 1914)

 Tercera Aliyah (1919 - 1923)

 Cuarta Aliyah (1924 - 1929)

 Quinta Aliyah (1929 - 1939)

Chiísmo

30
El chiísmo es la principal rama disidente del Islam. Gira en torno a una cuestión capital,
la de la sucesión del profeta Mahoma. Alí, primo y yerno del Profeta, cuarto califa, reina desde
656 hasta 661. Es depuesto tras una revuelta y asesinado. La Chi’a, el “partido”, defiende los
derechos de sus descendientes contra los califas oficiales. Esos descendientes son “los
legitimistas del Islam”.
Ha quedado dividido en múltiples tendencias que se definen a partir de los imanes a los
que éstos se refieren. El lugar de los imanes es central para el chiísmo puesto que éstos
continúan el ciclo de los profetas que, para los suníes, se cerró con Mahoma. Las divisiones en
el chiísmo se deben no sólo a la definición de la estirpe de los imanes, sino también a su papel.
Para la mayoría, llamados imamitas, se sucedieron doce imanes que recibieron su poder
de Dios, lo que les hace infalibles.
El zaydismo es otra rama, más moderada, del chiísmo. No reconoce más que cinco
imanes, cuya designación depende sobre todo de sus cualidades personales.
En cuanto a los ismailíes, se escindieron por el problema de la sucesión del sexto imam.
Los chiíes, excluidos de los centros de decisión en Iraq, en el Líbano y en Pakistán,
constituyen aún hoy comunidades turbulentas. La revolución islámica en Irán y la toma del
poder por el ayatolá Jomeini han representado una importante victoria del chiísmo militante,
cuya llamada ha encontrado no obstante poco eco en un mundo islámico dominado por el
hunismo. Hay más de cien millones de chiíes.

Jariyismo
Los jariyíes son una de las tres ramas principales del Islam, junto a la de los chiíes y
los suníes. La palabra jariyí significa "el que se sale". A diferencia de los sunníes, que
consideraban que el califa debía ser un árabe miembro de la tribu de Quraish, y de los chiíes,
que consideraban que debía ser Ali o un descendiente directo suyo, los jariyíes pensaban que la
dignidad califal emana de la comunidad, que debe elegir libremente al más digno "aunque sea
un esclavo negro".
Defienden también que sin rectitud en el obrar no existe verdadera fe. El musulmán que
se aparta de la ley deja de ser musulmán. Los jariyíes provocaron grandes rebeliones y fu un
jariyí quien asesinó a Ali en el año 661. Su rigorismo en lo que al cumplimiento de los preceptos
del Islam se refiere tiene como contrapunto una gran tolerancia hacia las otras religiones.
Los jariyíes fueron en su momento un grupo importante cualitativa y cuantitativamente.
Después se dividieron en numerosas sectas.

Drusos
Secta procedente de una de las ramas del chiísmo. La nueva predicación se declara
“acabada” y el proselitismo y las conversiones quedan prohibidas: “Se ha corrido el velo y la
puerta se ha cerrado, la tinta está ya seca y la pluma se ha roto”. La doctrina elaborada es
esotérica, conservada por una pequeña casta de iniciados enormemente influidos por la filosofía
griega e hindú; y lo es hasta tal punto que en general los drusos, a diferencia de los chiíes, son
considerados por los demás musulmanes como herejes.
La firma de los acuerdos de Taef en 1989, con la atribución de los tres principales
puestos del Estado a un maronita, un suní y un chií, significó el debilitamiento del puesto de los
drusos en la nueva configuración política.

31
Maronitas
La primera referencia a la más importante comunidad cristiana del Líbano se remonta al
siglo X. Los maronitas, de origen árabe, profesan desde el siglo VII una de las muchas herejías
que dividen a los cristianos: el monotelismo. Huyendo de las persecuciones de los bizantinos
emigran, hacia finales del siglo X, al Monte Líbano.
La aparición del Líbano moderno les debe mucho; con la ayuda de Francia se aseguraron
en esas regiones, y gracias al sistema confesional una posición preponderante desde 1920.

Sionismo
De “Sión”, colina de Jerusalén y símbolo de la Tierra Prometida. El sionismo, doctrina y
movimiento, halla su primera expresión política en 1896 con Theodor Herzl.
La base original del sionismo es el lazo que une a los judíos con Tierra Santa. Los reinos
de judíos fundados en Palestina hacia el año 1000 a.C. perecieron sucesivamente a manos de
los asirios, de los babilonios y de los romanos. Una pequeña minoría se queda en Jerusalén.
El edificio concebido por Herzl se basa en cuatro hipótesis: la existencia de un pueblo
judío, la imposibilidad de su integración en las sociedades en las que vive disperso, su derecho a
la “Tierra Prometida” y la inexistencia en esta tierra de otro pueblo que también tuviera derecho
a ella. El sionismo ha elaborado una ideología, pero sus pretensiones “científicas” son
inevitablemente poco concluyentes. Pero, evidentemente, la idea sionista logrará con el
genocidio su plena legitimidad y la fuerza para llevarlo a cabo.

32
Capítulo I
Hobsbawm - Historia del siglo XX

I
El siglo XX no puede concebirse disociado de la guerra, «Paz» significaba «antes de
1914». Además, la mayor parte de los conflictos en los que estaban involucradas algunas de las
grandes potencias habían concluido con una cierta rapidez, y lo normal era que las guerras
duraran meses o incluso semanas. Anteriormente, nunca se había producido una guerra
mundial; entre 1815 y 1914 ninguna gran potencia se enfrentó a otra más allá de su región de
influencia inmediata. En la primera guerra mundial participaron todas las grandes potencias y
todos los estados europeos excepto España, los Países Bajos, los tres países escandinavos y
Suiza. Además, diversos países de ultramar enviaron tropas.
Que la segunda guerra mundial fue un conflicto literalmente mundial es un hecho que
no necesita ser demostrado. Prácticamente todos los estados independientes del mundo se
vieron involucrados en la contienda, voluntaria o involuntariamente, aunque la participación de
las repúblicas de América Latina fue más bien de carácter nominal. La segunda guerra mundial
fue una lección de geografía universal.
En conclusión, 1914 inaugura la era de las matanzas. Los franceses perdieron casi el 20
por 100 de sus hombres en edad militar, Gran Bretaña perdió una generación, medio millón de
hombres que no habían cumplido aún los treinta años. La experiencia contribuyó a brutalizar la
guerra y la política, pues si en la guerra no importaban la pérdida de vidas humanas y otros
costes, ¿por qué debían importar en la política? En la Convención de Ginebra de 1925, el mundo
se comprometió a no utilizar la guerra química. En efecto, aunque todos los gobiernos
continuaron preparándose para ella y creían que el enemigo la utilizaría, ninguno de los dos
bandos recurrió a esa estrategia en la segunda guerra mundial, aunque los sentimientos
humanitarios no impidieron que los italianos lanzaran gases tóxicos en las colonias. El declive de
los valores de la civilización después de la segunda guerra mundial permitió que volviera a
practicarse la guerra química. Durante la guerra de Irán e Irak en los años ochenta , Irak, que
contaba entonces con el decidido apoyo de los estados occidentales, utilizó gases tóxicos contra
los soldados y contra la población civil. Ambos bandos, al no poder derrotar al ejército contrario,
trataron de provocar el hambre entre la población enemiga (cómo Israel hoy en día). Las
potencias centrales no sólo admitieron la derrota sino que se derrumbaron. En el otoño de
1918, la revolución se enseñoreó de toda la Europa central y suroriental. Ninguno de los
gobiernos existentes entre las fronteras de Francia y el mar del Japón se mantuvo en el poder.
GEn el pasado, prácticamente ninguna de las guerras no revolucionarias y no ideológicas
se había librado como una lucha a muerte o hasta el agotamiento total. En 1914, no era la
ideología lo que dividía a los beligerantes, excepto en la medida en que ambos bandos
necesitaban movilizar a la opinión pública. ¿Por qué, pues, las principales potencias de ambos
bandos consideraron la primera guerra mundial como un conflicto en el que sólo se podía
contemplar la victoria o la derrota total?
La primera guerra mundial perseguía objetivos ilimitados. En la era
imperialista, se había producido la fusión de la política y la economía. La rivalidad
política internacional se establecía en función del crecimiento y la competitividad de la
economía, pero el rasgo característico era precisamente que no tenía límites pues

33
Alemania aspiraba a alcanzar una posición política y marítima mundial como la que ostentaba
Gran Bretaña, lo cual automáticamente relegaría a un plano inferior a una Gran Bretaña que ya
había iniciado el declive. Sus aspiraciones tenían un carácter menos general pero igualmente
urgente: compensar su creciente, y al parecer inevitable, inferioridad demográfica y económica
con respecto a Alemania. En la práctica el único objetivo de guerra que importaba era la
victoria total, lo que en la segunda guerra mundial se dio en llamar «rendición
incondicional».
Precipitó a los países derrotados en la revolución y a los vencedores en la bancarrota y
en el agotamiento material. Las condiciones del tratado de Versalles, respondían a cinco
consideraciones principales. La más inmediata era el derrumbamiento de un gran número de
regímenes en Europa y la eclosión en Rusia de un régimen bolchevique revolucionario
alternativo dedicado a la subversión universal e imán de las fuerzas revolucionarias de todo el
mundo. En segundo lugar, se consideraba necesario controlar a Alemania, que, después de
todo, había estado a punto de derrotar con sus solas fuerzas a toda la coalición aliada. En tercer
lugar, había que reestructurar el mapa de Europa, tanto para debilitar a Alemania como para
llenar los grandes espacios vacíos que habían dejado en Europa y en el Próximo Oriente la
derrota y el hundimiento simultáneo de los imperios ruso, austrohúngaro y turco. La
reorganización del Próximo Oriente se realizó según principios imperialistas convencionales —
reparto entre Gran Bretaña y Francia— El cuarto conjunto de consideraciones eran las de la
política nacional de los países vencedores y las fricciones entre ellos. Finalmente, las potencias
vencedoras trataron de conseguir una paz que hiciera imposible una nueva guerra como la que
acababa de devastar el mundo y cuyas consecuencias estaban sufriendo.
Salvar al mundo del bolchevismo y reestructurar el mapa de Europa eran dos
proyectos que se superponían, pues la maniobra inmediata para enfrentarse a la Rusia
revolucionaria era aislarla tras un cordon sanitaire, de estados anticomunistas.: Finlandia,
Estonia, Letonia y Lituania; Polonia y Rumania. El intento de prolongar ese aislamiento hacia el
Cáucaso fracasó, principalmente porque la Rusia revolucionaria llegó a un acuerdo con Turquía.
Los intentos de los británicos de desgajar de Rusia el territorio petrolífero de Azerbaijan, no
sobrevivieron a la victoria de los bolcheviques en la guerra civil de 1918-1920 y al tratado
turco-soviético de 1921. Austria y Hungría fueron reducidas a la condición de apéndices alemán
y magiar respectivamente, Serbia fue ampliada para formar una nueva Yugoslavia al fusionarse
con Eslovenia (antiguo territorio austríaco) y Croacia (antes territorio húngaro). Como cabía
esperar, esos matrimonios políticos celebrados por la fuerza tuvieron muy poca solidez; los
nuevos estados no eran menos multinacionales que sus predecesores.
A Alemania se le impuso una paz con muy duras condiciones, justificadas con el
argumento de que era la única responsable de la guerra y de todas sus consecuencias (la
cláusula de la «culpabilidad de la guerra»), con el fin de mantener a ese país en una situación
de permanente debilidad. debido a la creciente impopularidad del imperialismo, se sustituyó el
nombre de «colonias» por el de «mandatos» para garantizar el progreso de los pueblos
atrasados.
En cuanto al mecanismo para impedir una nueva guerra mundial, era instaurar una
«Sociedad de Naciones» (es decir, de estados independientes) de alcance universal que
solucionara los problemas pacífica y democráticamente antes de que escaparan a un posible
control, La Sociedad de Naciones se constituyó, pues, como parte del tratado de paz y fue un

34
fracaso casi total, excepto como institución que servía para recopilar estadísticas. Los Estados
Unidos optaron casi inmediatamente por no firmar los tratados y en un mundo que ya no era
eurocéntrico y eurodeterminado, no podía ser viable ningún tratado que no contara con el apoyo
de ese país, que se había convertido en una de las primeras potencias mundiales. Francia, que
se resistía a abandonar la esperanza de mantener a Alemania debilitada e impotente (hay que
recordar que los británicos no se sentían acosados por los recuerdos de la derrota y la invasión).
En cuanto a la URSS, los países vencedores habrían preferido que no existiera. Apoyaron a los
ejércitos de la contrarrevolución en la guerra civil rusa.

II
Sobre los orígenes de la segunda guerra mundial, ningún historiador sensato ha puesto
nunca en duda que Alemania, Japón e Italia fueron los agresores. Los países que se vieron
arrastrados a la guerra contra los tres antes citados, ya fueran capitalistas o socialistas, no
deseaban la guerra.
Los episodios que jalonan el camino hacia la guerra fueron la invasión japonesa de
Manchuria en 1931, la invasión italiana de Etiopía en 1935, la intervención alemana e italiana en
la guerra civil española de 1936-1939, la invasión alemana de Austria a comienzos de 1938, la
mutilación de Checoslovaquia por Alemania en los últimos meses de ese mismo año, la
ocupación alemana de lo que quedaba de Checoslovaquia en marzo de 1939 (a la que siguió la
ocupación de Albania por parte de Italia) y las exigencias alemanas frente a Polonia, que
desencadenaron el estallido de la guerra.
Se pueden mencionar también esos jalones de forma negativa: la decisión de la
Sociedad de Naciones de no actuar contra Japón, la decisión de no adoptar medidas efectivas
contra Italia en 1935, la decisión de Gran Bretaña y Francia de no responder a la denuncia
unilateral por parte de Alemania del tratado de Versalles y, especialmente, a la reocupación
militar de Renania en 1936, su negativa a intervenir en la guerra civil española («no
intervención»), su decisión de no reaccionar ante la ocupación de Austria, su rendición ante el
chantaje alemán con respecto a Checoslovaquia (el «acuerdo de Munich» de 1938) y la negativa
de la URSS a continuar oponiéndose a Hitler en 1939 (el pacto firmado entre Hitler y Stalin en
agosto de 1939).
La guerra comenzó en 1939 como un conflicto exclusivamente europeo, y, en efecto,
después de que Alemania invadiera Polonia, que en sólo tres semanas fue aplastada y repartida
con la URSS, enfrentó en Europa occidental a Alemania con Francia y Gran Bretaña.
En la primavera de 1940, Alemania derrotó a Noruega, Dinamarca, Países Bajos, Bélgica
y Francia con gran facilidad, Para hacer frente a Alemania solamente quedaba Gran Bretaña,
Fue en ese momento cuando la Italia fascista decidió erróneamente abandonar la neutralidad en
la que se había instalado prudentemente su gobierno, para decantarse por el lado alemán.
Los intentos británicos de extender la guerra a los Balcanes desencadenaron la esperada
conquista de toda la península por Alemania, incluidas las islas griegas. Alemania atravesó el
Mediterráneo y penetró en África cuando pareció que su aliada, Italia, perdería todo su imperio
africano a manos de los británicos.
La guerra se reanudó con la invasión de la URSS lanzada por Hitler el 22 de junio de
1941 forzaba a Alemania a luchar en dos frentes. Hitler subestimó la capacidad soviética de
resistencia. Sin embargo, no le faltaban argumentos, dada la desorganización en que estaba

35
sumido el ejército rojo a consecuencia de las purgas de los años treinta, la situación del país, y
la extraordinaria ineptitud de que había hecho gala Stalin en sus intervenciones como estratega
militar. El período de 1942-1945 fue el único en el que Stalin interrumpió su política de terror.
Los ejércitos alemanes fueron contenidos, acosados y rodeados y se vieron obligados a
rendirse en Stalingrado (verano de 1942-marzo de 1943). A continuación, los rusos iniciaron el
avance que les llevaría a Berlín, Praga y Viena al final de la guerra. Desde la batalla de
Stalingrado, todo el mundo sabía que la derrota de Alemania era sólo cuestión de tiempo.
Los simpatizantes de Hitler entre los bóers de Suráfrica pudieron ser recluidos —
aparecerían después de la guerra como los arquitectos del régimen de apartheid de 1984— y en
Irak la rebelión de Rashid Ali, que ocupó el poder en la primavera de 1941, fue rápidamente
suprimida.
La ocasión fue aprovechada por Japón para establecer un protectorado sobre los
indefensos restos de las posesiones francesas en Indochina. Los Estados Unidos consideraron
intolerable esta ampliación del poder del Eje hacia el sureste asiático y comenzaron a ejercer
una fuerte presión económica sobre Japón. Fue este conflicto el que desencadenó la guerra
entre los dos países., la opinión pública estadounidense consideraba el Pacífico (no así Europa)
como escenario normal de intervención de los Estados Unidos, consideración que también se
extendía a América Latina. La apuesta de Japón era peligrosa y, en definitiva, resultaría suicida.

El misterio es por qué Hitler, que ya estaba haciendo un esfuerzo supremo en Rusia,
declaró gratuitamente la guerra a los Estados Unidos, dando al gobierno de Roosevelt la
posibilidad de entrar en la guerra europea al lado de los británicos sin tener que afrontar una
encarnizada oposición política en el interior. Es sabido que subestimó por completo, y de forma
persistente, la capacidad de acción y el potencial económico y tecnológico de los Estados
Unidos, porque estaba convencido de que las democracias estaban incapacitadas para la acción.
La única democracia a la que respetaba era Gran Bretaña
Las potencias del Eje alcanzaron el cénit de sus éxitos a mediados de 1942 y no
perdieron la iniciativa militar hasta 1943. Sólo los ejércitos soviéticos continuaron avanzando.
Desde los últimos meses de 1942. Los aliados comenzaron ya a pensar cómo administrarían su
previsible victoria.
En el este, la determinación de Japón de luchar hasta el final fue todavía más
inquebrantable, razón por la cual se utilizaron las armas nucleares en Hiroshima y Nagasaki
para conseguir una rápida rendición japonesa.
Lo más parecido a unas negociaciones de paz fueron las conferencias celebradas entre
1943 y 1945, en las que las principales potencias aliadas —los Estados Unidos, la URSS y Gran
Bretaña— decidieron el reparto de los despojos de la victoria e intentaron (sin demasiado éxito)
organizar sus relaciones mutuas para el período de posguerra: decidiéndose entre otras cosas el
establecimiento de las Naciones Unidas.

III
Pero incluso en las sociedades industriales, una movilización de esas características
conlleva unas enormes necesidades de mano de obra, razón por la cual las guerras modernas
masivas reforzaron el poder de las organizaciones obreras y produjeron una revolución en
cuanto la incorporación de la mujer al trabajo fuera del hogar (revolución temporal en la

36
primera guerra mundial y permanente en la segunda). La guerra masiva exigía una producción
masiva.
Pero la producción requería también organización y gestión, aun cuando su objeto fuera
la destrucción racionalizada de vidas humanas de la manera más eficiente, como ocurría en los
campos de exterminio alemanes.
Sin embargo, el principio básico vigente en el período transcurrido entre la revolución
francesa y la primera guerra mundial era que en tiempo de guerra la economía tenía que seguir
funcionando, en la medida de lo posible, como en tiempo de paz. En la guerra moderna no sólo
había que tener en cuenta los costos sino que era necesario dirigir y planificar la producción de
guerra, y en definitiva toda la economía.
Al comenzar la segunda guerra mundial, sólo dos estados, la URSS y, en menor medida,
la Alemania nazi, poseían los mecanismos necesarios para controlar la economía. Uno de los
objetivos permanentes en la economía de guerra planificada fue intentar conseguir la igualdad
en la distribución del sacrificio y la justicia social. En cambio, el sistema alemán era injusto por
principio. Alemania explotó los recursos y la mano de obra de la Europa ocupada

IV
Posiblemente, los 10 millones de muertos de la primera guerra mundial impresionaron
mucho más brutalmente a quienes nunca habían pensado en soportar ese sacrificio que 54
millones de muertos a quienes ya habían experimentado en una ocasión la masacre de la
guerra.
Era extraña la democratización de la guerra. Las guerras totales se convirtieron en
«guerras del pueblo», tanto porque la población y la vida civil pasó a ser el blanco lógico —a
veces el blanco principal— de la estrategia como porque en las guerras democráticas, como en
la política democrática, se demoniza naturalmente al adversario para hacer de él un ser odioso.
La violencia tiene sus reglas. Pero las guerras totales de nuestro siglo no se atenían en
absoluto al modelo bismarckiano o dieciochesco.
Otra de las razones era la nueva impersonalidad de la guerra, que convertía la muerte y
la mutilación en la consecuencia remota de apretar un botón o levantar una palanca. Las
mayores crueldades de nuestro siglo han sido las crueldades impersonales de la decisión
remota, del sistema y la rutina, especialmente cuando podían justificarse como deplorables
necesidades operativas.
El período 1914-1922 generó entre 4 y 5 millones de refugiados. En mayo de 1945
había en Europa alrededor de 40,5 millones de desarraigados, sin contar unos 13 millones de
alemanes que fueron expulsados de las zonas del país anexionadas por Polonia y la URSS. La
India en 1947 creó 15 millones de refugiados, sin contar los 2 millones de personas que
murieron en la guerra civil que siguió. La guerra de Corea, produjo unos 5 millones de coreanos
desplazados. Tras el establecimiento de Israel, 1,3 millones de palestinos fueron registrados en
el Organismo sobre Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas para los Refugiados de
Palestina en el Cercano Oriente.
Ambas fueron episodios de una carnicería sin posible parangón. Ambos conflictos
concluyeron con el derrumbamiento y —como veremos en el siguiente capítulo— la revolución
social en extensas zonas de Europa y Asia, y ambos dejaron a los beligerantes exhaustos y

37
debilitados, con la excepción de los Estados Unidos, que en las dos ocasiones terminaron sin
daños y enriquecidos, como dominadores económicos del mundo.

38
La conciencia de una posguerra
José Luis Romero

Es sintomático que se conozca una época con una palabra que empieza con el prefijo
“post”, como si no contara por sí misma sino en la medida en que se trasunta la que le ha
precedido.
Tanto para los que se sentían como para los que no se sentían culpables, el imperativo
moral parecía ser el de enmendar todos los errores cometidos durante los años de la guerra.
Ante todo, había que volver a dibujar el mapa de Europa.
Empero, apenas se trabajaba por una paz académica, casi administrativa. Del resto,
había muchos que comprendían que la guerra continuaba, bajo distintas apariencias, pero con
no menores peligros. Si hay algo característico de este tiempo es la conciencia de vivir una
“posguerra”, y este absoluto desconcierto de los que no sabiendo por qué vivir ni por qué morir
desembocaban en una ardiente apelación al mundo interior.
Una guerra termina cuando los combatientes dejan de combatir, cosa que suele ocurrir
en los campos de batalla cierto día convenido a una hora determinada. Pero durante cuatro
años de guerra han ocurrido tantas cosas y se han modificado tantas situaciones que introducir
un poco de orden constituye una tarea mucho más difícil que las operaciones militares. No había
propiamente “ni vencedores ni vencidos”, sino que todos habían sido vencidos, en mayor o
menor medida, por un enemigo común emboscado en las sombras de la guerra. El orden
capitalista y burgués había recibido un golpe terrible en sus centros vitales, excepto para los
Estados Unidos cuyo ascenso a la categoría de primera potencia mundial quedaba consagrado.
El mapa de Europa estaba lamentablemente desgarrado y parecía necesario zurcirlo lo
mejor que se pudiera sin entrar en excesivas averiguaciones sobre cuál era la realidad que el
mapa representaba y cuáles las fuerzas que habían producido los desgarrones. La revolución
rusa había creado un tabú del problema social, y es bien sabido que no hay en política peor
actitud que negarse a ver lo que está delante de los ojos.
En la firma del tratado de Versalles, las ideas de castigo y de predominio se sobreponían
a la de justicia. La vieja escuela diplomática se contentaba con dibujar el contorno de los
nuevos Estados, pero consideraba ajeno a su misión ocuparse de lo que quedaba dentro. Todo
lo más a que pudo llegarse fue a organizar una sociedad de naciones que impusiera por sobre
los estados autónomos y soberanos cierto régimen internacional que asegurara la seguridad
colectiva y el cumplimiento estricto de los convenios. Lo cierto es que la Sociedad de Naciones
no sólo fue impotente para contener los desvaríos de una política sin conexión con la realidad,
sino que llegó a ponerse a su servicio. Uno de los síntomas más característicos de los primeros
tiempos de la posguerra ha sido un generalizado anhelo de paz a cualquier precio.
Se había vivido hasta entonces en la embriaguez del proceso técnico, se admiraba la
capacidad inventiva del hombre occidental, se gozaba de las ventajas que deparaban los
múltiples adminículos que la industria ponía en manos de todos. Pero, de pronto, ese mismo
progreso se transformaba en enemigo, y gracias a él la guerra se convertía en una empresa
organizada para alcanzar un índice espantosamente alto de destrucción y de muerte. Las vidas
humanas merecían ahora un compasivo respeto, y su defensa debía ser el motor de toda
política, por encima de cuantos móviles, de cuantos objetivos pudieran tener presentes los

39
estadistas desaprensivos. Así surgió el pacifismo, movimiento filantrópico de varia inspiración y
notoria ineficacia práctica.
El verdadero pacifismo, el pacifismo vehemente casi belicoso, estaba sostenido por
sectores independientes de la opinión pública. Pero no constituyó un bloque único. Hubo una
especie de pacifismo utópico y una especie de pacifismo científico. Pacifismo utópico fue el
movimiento que se organizó contando con la fraternidad universal de los hombres de buena
voluntad. Las corrientes revolucionarias se manifestaron escépticas y esbozaron un intencionado
plan de pacifismo científico. No era en cuanto pacifismo, menos utópico que el otro, pero en
cambio ponía en terreno apropiado el problema de la paz. Si la guerra imperialista es inevitable
mientras subsistan los regímenes capitalistas, sólo es legítimo pensar en la paz admitiendo
primeramente una etapa revolucionaria. Servía para demostrar que era estéril combatir un
efecto ignorando las causas.
El conjunto de los tratados suscriptos desde 1919 parecían haber organizado un
cosmos, pero en verdad sólo habían podido constituir un orden formal para disimular
ligeramente el caos. La sensación unánime era que por dentro subsistía el caos, un caos
ingobernable en el que se entrechocaban hasta las voces de los que querían proporcionar
alguna explicación para que se entendieran los unos con los otros; quienes testimoniaban la
sensación de encrucijada que yacía en el hombre constreñido por un mundo sólo formalmente
ordenado.
En la crisis de la posguerra, frente al desconcierto general, frente a la impotencia de los
que querían ver algo claro antes de decidir la dirección a adoptar, hubo quienes asumieron el
papel de corifeos de los semicoros dispersos; algunos tenían cierta experiencia en papeles
secundarios y se revelaron consumados maestros en el arte de crear una nueva retórica que
encubriera ideales fenecidos con formas aparentemente vivas. Los dos más calificados se
llamaron, como es sabido, Benito Mussolini y Adolf Hitler.
Dentro del panorama de la posguerra; obsérvese el espectáculo de su contorno y se
advertirá el trágico vacío que dejaba en otros la ausencia de esta idea. Quien no estaba decidido
y vitalmente resuelto a defender la conciencia revolucionaria parecía perdido en un mundo sin
sentido, lleno de promesas inasibles, lleno de recuerdos envejecidos, lleno de desilusiones
atormentadoras.
Ni la civilización, ni la fe, ni el patriotismo, no la libertad, nada, en fin, de lo que
constituía el armazón del orden burgués, parecía digno de una defensa que exigía tan duros
sacrificios y no porque faltara la capacidad para realizarlos, sino porque la vida humana parecía
valer más que aquello por que había que sacrificarse.
Puesto que habían caducado los antiguos ideales de la colectividad, puesto que no se
percibían diáfanos y precisos los nuevos, precisamente porque habían comenzado a hacerse
realidades, imperfectas realidades, nada quedaba fuera del hombre mismo que pudiera moverlo
a buscar una vía para trascender. Así se desarrolló ese dramático repliegue del hombre sobre su
propia individualidad.

40
Capítulo 7 - La ruptura de la guerra. Crisis y reconstrucción de la izquierda,
1914-1917
Geoff Eley

La primera guerra mundial cambió espectacularmente el lugar del socialismo en el


sistema de gobierno. Los socialdemócratas de toda Europa dejaron de ser el enemigo interior y
se unieron al consenso patriótico, defendiendo la seguridad nacional contra la agresión
extranjera y manteniendo la tregua interior mientras duró la guerra.
Una cosa era la simpatía con que se vio el derrocamiento del zarismo, epítome del
atraso reaccionario, y otra muy distinta era apoyar a los bolcheviques.
Pocos países se libraron de sufrir insurrecciones populares en 1917-1978 y el ejemplo
de Rusia fue seguido de experiencias revolucionarias más efímeras. La guerra en el oeste de
Europa fue “principalmente una lucha entre Estados y ejércitos por la redistribución del poder”,
mientras que en el este “la guerra liberó del control estatal cruciales antagonismos nacionales,
sociales y de clase”. La agitación revolucionaria que siguió a 1917 dividió el movimiento
socialista europeo: después de beneficiarse de la consolidación socialdemócrata a largo plazo
antes de 1914, en lo sucesivo los movimientos obreros estuvieron dividido irreparablemente
entre socialistas y comunistas.
Con la posible excepción del decenio de 1860, la guerra trajo consigo la transformación
social paneuropea más concentrada desde la revolución francesa. Los efectos de la contienda
alcanzaron todas las esferas de la vida social. El alza patriótica de la guerra descansaba sobre
una forma nueva de contrato social: al hacer sus exigencias sobre la lealtad popular, los
gobiernos fomentaban las expectativas de reforma en la posguerra y desde el punto de vista del
pueblo los sacrificios hechos durante la contienda sin duda habían de ser recompensados por
una ampliación de la ciudadanía.
La Internacional no pudo evitar la guerra. Los socialistas habían pensado coordinar en
todos los países la oposición parlamentaria a los créditos de guerra, a modo de última opción,
pero incluso esto resultó una vana esperanza. Se apresuraron a apoyar activamente la guerra.
El 4 de agosto, los socialistas alemanes y franceses votaron a favor de los créditos de guerra de
sus gobierno respectivos. Los socialistas de Bélgica, Gran Bretaña, Austria y Hungría adoptaron
el “defensismo nacional”, y lo mismo hicieron los partidos socialistas de las neutrales Suiza,
Holanda, Suecia y Dinamarca.
El SPD era el partido principal de la Internacional; la ejecutiva del partido había
convocado mítines de masas a favor de la paz, los cuales alcanzaron su apogeo los días 28-30
de julio. Pero los mítines se celebraron bajo techo, sin ninguna campaña de concentraciones al
aire libre y manifestaciones callejeras. El SPD evitó oponerse directamente al chovinismo
efervescente que se había apoderado de los alemanes. El 4 de agosto de 1914 votó
unánimemente en el Reichstag a favor de los créditos de guerra del gobierno alemán.
Las motivaciones fueron variadas. La resignación desempeñó un papel importante. Su
escepticismo se vio confirmado por el asesinato de Jaurès, el más apasionado de los defensores
franceses del internacionalismo. El golpe de gracia lo dio el gobierno al presentar el conflicto
como una guerra contra la agresión zarista. Huelga decir que este tipo de justificación
“progresista” también funcionó en el caso de los franceses al permitirles vilipendiar a los
alemanes.

41
La mayoría de los líderes del SPD mostraban un pragmatismo realista pero con
conciencia de clase e imbuido de nacionalismo. Esperaban un gran avance reformista después
de que el trabajo demostrara su lealtad. La situación de emergencia causada por la guerra
prometía una base duradera de la aceptación del movimiento obrero en la nación. El
llamamiento a la unidad nacional era la oportunidad de ganarse la aceptación. En agosto de
1915, frente a la invasión de Francia, abandonando tácitamente la fórmula de una guerra
defensiva antizarista, el SPD ya se oponía a la paz sin anexiones, como propugnara la línea
inicial del partido.
El patriotismo de los socialistas de otros países estaba a la altura del de los alemanes.
Los socialistas de todas partes adujeron justificaciones altisonantes. Los austriacos y los
húngaros defendían la cultura europea contra el despotismo oriental; los alemanes hacían lo
propio al tiempo que liberaban a los pueblos oprimidos por la tiranía zarista; los ingleses y los
franceses defendían la democracia contra el yugo prusiano.
Abrazar el patriotismo resultó más fácil en Gran Bretaña y Francia donde el gobierno
democrático o republicano tenía una tradición más larga y ello permitió presentar la guerra
como una defensa de la democracia contra el militarismo. Pero en Alemania, el “defensismo
nacional” se convirtió para el SPD en un camino que llevaba a los mismos ideales
parlamentarios. El SPD avanzó con confianza hacia un futuro reformista y despreció a sus
críticos izquierdistas. La guerra contra Alemania era una guerra por la democracia. (¿No es lo
que dice US hoy en día en Medio Oriente?)
Los socialistas de los países neutrales intentaron de mediadores pero fue en vano. Los
intentos de volver a forjar la unidad socialista no arraigaron hasta más adelante con dos
acontecimientos externos: la iniciativa de paz de Woodrow Wilson, tomada en diciembre de
1914, y la revolución rusa de febrero de 1917.
En la primavera de 1915 ya había en verdad señales de un renacer izquierdista. En
Alemania, una tercera parte del grupo parlamentario del SPD se opuso ahora a los créditos de
guerra. El Primero de Mayo el periódico de metalúrgicos franceses se opuso a la guerra. El
resultado fueron las conferencias internacionales celebradas en los pueblos de Zimmerwald
(1915) y Kienthal (1916).
Zimmerwald fue un foro importantísimo de la naciente izquierda y el origen de la
Comisión Socialista Internacional. La respuesta de Lenin fue exigir una nueva Internacional.
Pero se trataba de una opinión claramente minoritaria, limitada a los notoriamente rebeldes
bolcheviques. El consenso principal fue un compromiso amorfo con la paz en una reactivada II
Internacional.
Al inaugurarse la Conferencia de Kienthal, las cosas ya se habían radicalizado. Las
resoluciones principales atacaron ahora a los líderes reformistas de los partidos de los países
beligerantes y la pasividad de la OSI (Oficina Socialista Internacional). Los delegados franceses
fueron los únicos que frenaron y se opusieron.
La tendencia principal en Zimmerwald fue hacia la paz, a poner a la izquierda en
movimiento otra vez, en Kienthal, la campaña de Lenin en pos de claridad ya contaba con los
revolucionarios declarados. Estas alineaciones prefiguraban el período revolucionario de 1917-
1921. La izquierda más amplia contraria a la guerra volvió con frecuencia a la socialdemocracia
durante la escisión entre comunistas y socialistas en los años veinte.

42
No sólo las libertades públicas se vieron recortadas por normas de excepción, sino que
el ambiente público de tregua civil atacaba directamente el disenso. Las restricciones eran tanto
ideológicas como policíaco-represivas.
A medida que la guerra se alargaba, la izquierda encontró en esto un punto débil y un
punto fuerte. Al situarse dentro del consenso patriótico, los defensores de la clase obrera
gozaron de libertad para exigir una distribución más equitativa de las cargas de la guerra. Las
injusticias de clase agravadas por la escasez impuestas por la economía de guerra eran
obviamente terreno abonado para las quejas populistas. La tregua civil no podía sofocar la
combatividad de clase en la esfera económica. El abismo entre las exhortaciones
gubernamentales al sacrificio común y la experiencia de desigualdad de la mayoría de la
población exacerbó el descontento.
La movilización económica llevó aparejada una reorganización exhaustiva de la
economía. Inevitablemente, las industrias que no estaban relacionadas con la guerra resultaron
perjudiciales. El reclutamiento para la guerra también llevó aparejadas enormes migraciones. La
guerra transformó la relación del movimiento obrero con el conjunto de la clase obrera, que en
aquel momento era objeto de una drástica recomposición. Los obreros especializados que se
habían librado del servicio militar y trabajaban en la metalurgia, empezaron a ver con malos
ojos la tregua civil y sus efectos. Sin embargo, se encontraban rodeados de colegas -mujeres,
jóvenes y sin formación- que eran lo contrario del estereotipo del obrero con conciencia de
clase.
Al abrir un acceso sin precedentes a la toma de decisiones en el Estado y la industria,
los socialistas de derecha contaban con trocar su patriotismo en reformas administrando
astutamente la nueva influencia del trabajo organizado. La integración de los socialistas en el
gobierno fue acompañada del distanciamiento de las bases. De modo que a los obreros
normales y corrientes podía resultarles difícil ver los beneficios de que gozaban los líderes
obreros. “Apoyaremos a los dirigentes sólo mientras representen correctamente a los obreros,
pero actuaremos independientemente de inmediato si los representan mal”. La ley aumentó la
complicidad de los sindicatos en la vigilancia de sus propios afiliados.
A finales de 1916 sometieron el consenso patriótico de 1914 a una gran tensión. La
oposición creció en los molimientos francés y alemán durante 1916. Los líderes del SPD no les
dejaron ninguna opción; la única opción era formar otro partido: nació el Partido
Socialdemócrata Independiente (USPD).
Para los líderes del USPD, la escisión tenía más motivos morales que motivos políticos
claramente estudiados. Actuaron a impulsos del desagrado que les inspiraba la colaboración del
SPD en una guerra de agresión que era cada vez más opresiva para la masa de obreros, lo cual
comprometía las tradiciones que más enorgullecían al movimiento. Al igual que las oposiciones
amplias de izquierda de otras partes, el USPD no tenía una visión coherente ni una sólida
organización popular.
En la extrema izquierda tenían objetivos más coherentes, pero su respaldo popular era
apenas mayor. La oposición popular de amplia base a los líderes reformistas del movimiento
obrero se vio coartada por las restricciones impuestas a la política durante la guerra, lo cual
reforzó las tendencias a la fragmentación sectaria.
Los movimientos de las bases estaban más allá de cualquiera de estos agrupamientos.
Un barómetro era el número de huelgas. Las condiciones de la guerra también disolvieron la

43
línea que separaba las acciones económicas de las políticas que con tanto cuidado había
preservado el movimiento obrero antes de la contienda.
En abril-septiembre de 1917 se produjo una ruptura en el clima político popular de
Europa. El consenso patriótico se disolvió sin excepción. En Gran Bretaña y Francia, la agitación
laboral fue acompañada de motines en el ejército. Estas luchas cotidianas a causa de los
alimentos y de la distribución de las cargas materiales de la guerra, con su lógica práctica de
negociación y capacitación, dieron un ímpetu decisivo a la oposición popular. Aunque debía
mucho a los activistas de izquierda, esta furia popular cristalizó su propia organización. Fuera
cual fuese el papel que desempeñaron los bolcheviques para el resto de Europa en 1918-1919,
antes de octubre de 1917 los movimientos alemán, italiano y austriaco marcaron sus propias
pautas.

44
Capítulo 2 - El fin del Imperio Otomano
Miguel Bastenier

Desde comienzos del siglo XIX Egipto es en la práctica un país independiente, aunque El
Cairo rinda anualmente un tributo simbólico a la Puerta. A mediados de siglo encarga como una
obra puramente egipcia la construcción del canal de Suez al ingeniero francés Ferdinand de
Lesseps. Pero las inversiones necesarias desbordan la capacidad de las caóticas finanzas del
Estado. Un consorcio bancario francobritánico asume entonces la deuda exigiendo en
contrapartida el control de la economía egipcia a través de la supervisión de sus ingresos
aduaneros.
Es el tiempo del llamado dominio dual, que no se resuelve hasta 1882, año en el que
Gran Bretaña ejerce ya un protectorado sobre el país en todos los sentidos.
La hipotética penetración rusa en Asia Menor hace más necesario aún tomar posiciones
en esa parte del mundo para, cuando menos, discutir en plano de igualdad con San Petersburgo
el futuro del territorio otomano. El establecimiento de una entidad política de doblamiento judío
en la costa oriental del Mediterráneo enfeudada a Londres es concebido como un redondeo del
imperio británico, un eslabón más en la cadena de candados con los que éste contiene y
advierte a las grandes potencias terrestres.
El Alto Comisario promete la creación, a cambio de una contribución militar a la victoria,
de un reino árabe independiente en casi toda la extensión asiática del imperio otomano, aunque
sometido a una conexión institucional con Gran Bretaña; pero excluyendo los distritos al oeste
de Damasco.
Paralelamente, Gran Bretaña negocia con la autoridad sionista. No se trata sólo de
obtener su concurso económico y político para la victoria, sino de impedir que la fuerza de la
mayor parte del mundo judío se decante por el enemigo.
En enero de 1916 Gran Bretaña y Francia ya están negociando bilateralmente (Pacto
Sykes-Picot). Llegan a un acuerdo de reparto territorial a la victoria que otorga a Francia todo lo
que hoy es Siria y Líbano, más la zona petrolífera de Mosul, en el noroeste de Mesopotamia
(Iraq), y a Gran Bretaña, el sur de ese territorio además de la actual Jordania. En ambos casos
la ocupación deberá ampararse en la figura del mandato; esta idea presupone que el
mandatario debe llevar en un plazo por determinar al país tutelado a la independencia. Rusia
obtiene en marzo de 1915, el reconocimiento aliado de su futuro dominio sobre Constantinopla
y los Estrechos.
Durante largos meses se suceden las negociaciones para redactar una declaración que
implique un apoyo del sionismo a la Entente, a cambio de un reconocimiento británico de algún
tipo de derechos del pueblo judío sobre Palestina.
Faisal espera conseguir en las negociaciones de Versalles lo que no ha obtenido en la
guerra. La delegación árabe espera que “Por la declaración del presidente Wilson, el
reconocimiento de las libertades de las naciones que han escapado al yugo otomano, pedimos la
anulación de todos los acuerdos secretos firmados durante la guerra (Sykes-Picot)”. Woodrow
Wilson no iba a convertir en casus belli político contra Francia y Gran Bretaña las promesas
formuladas a Hussein, a lo que hay que añadir la contradicción evidente que media entre
prometer todo a todo el mundo todo el tiempo.

45
En el marco de los acuerdos de Versalles, las potencias deciden enviar a una comisión
para que estudie el problema sobre el terreno, al tiempo que la discusión en torno al arreglo
territorial y político se desplaza a la conferencia de San Remo de 1920. El informe de la primera
comisión (King-Crane) sostiene que “un hogar nacional para el pueblo judío no ha de significar
la transformación de Palestina en un Estado judío; ni, por otra parte, el establecimiento de
dicho Estado podría llevarse a cabo sin infringir gravemente los derechos civiles y religiosos de
las citadas comunidades”.
Los dos hijos del sheriff de La Meca, Faisal y Abdulah, son proclamados reyes de todo el
territorio sirio y de la Mesopotamia respectivamente. Las perspectivas de Faisal no son muy
halagüeñas. Su padre, Hussein, también quiere ser rey de todos los árabes, Abdulah prefiere la
Gran Siria al inhóspito Iraq y, por último, hay tropas francesas acantonadas en Siria.
Al firmarse un acuerdo entre los nacionalistas turcos y París, Francia deja en paz a
Ataturk y las fuerzas de la potencia mandataria pueden ocuparse de Faisal. Luego de un
ultimátum al rey de los árabes, el alto comisario francés y sus fuerzas toman Damasco y
establecen su mandato en el Gran Líbano.
Sólo falta cerrar institucional y diplomáticamente el mapa del Asia turca. El mandato
británico se denomina a partir de entonces Iraq, que se convierte en un reino ofrecido como
premio de consolación a Faisal. Paralelamente, Abdulha se instala con 300 de sus seguidores en
la minúscula localidad de Maan. Pero en lo que pronto se conocerá como emirato de
Transjordania es donde acaba por aceptarlo el poder británico porque el territorio resulta
geográficamente precioso para el imperio. El país es una mano proyectada a través del desierto
como un corredor desde los pozos de petróleo iraníes hasta el Mediterráneo, un estado tapón
entre Palestina y la península arábiga. La Sociedad de Naciones ha otorgado a Gran Bretaña un
mandato sobre Palestina.
El imperio otomano, aunque reivindica la soberanía sobre la totalidad de la península,
sólo ejerce alguna autoridad en el Hedjaz. Yemen, Omán, los Estados de la Tregua y Kuwait
forman parte del protectorado británico. Todo ello dejaba únicamente el centro de la península,
el Najd, como campo de una guerra civil permanente entre grupos tribales, bajo la fantasmal
soberanía otomana. Abdelaziz Ibn Saud se impone a sus rivales y unifica casi todo el Najd en
1904. En el período 1924-25 conquista el Hedjaz (territorio gobernado por el sheriff de La Meca,
Hussein). En 1926 el antiguo jefe tribal proclama el nacimiento de una doble monarquía, la del
Hedjaz y el Najd, unificadas en su persona.

46
El testamento político (Carta al XIII Congreso)
Vladimir Lenin

Yo aconsejaría mucho que en este Congreso se introdujesen varios cambios en nuestra


estructura política. Lo primero de todo coloco el aumento del número de miembros del CC hasta
varias decenas e incluso hasta un centenar. Se dé carácter legislativo a las decisiones del
Gosplán. Esta reforma aumentaría considerablemente la solidez de nuestro Partido y le
facilitaría la lucha que sostiene, rodeado de Estados hostiles.
Nuestro Partido se apoya en dos clases, y por eso es posible su inestabilidad y sería
inevitable su caída si estas dos clases no pudieran llegar a un acuerdo. Me refiero a la
estabilidad como garantía contra la escisión en un próximo futuro. El camarada Stalin, llegado a
Secretario General, ha concentrado en sus manos un poder inmenso, y no estoy seguro que
siempre sepa utilizarlo con la suficiente prudencia. Stalin es demasiado brusco, y este defecto,
plenamente tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, los comunistas, se
hace intolerable en el cargo de Secretario General.
La ampliación del CC hasta 50 o incluso 100 miembros debe perseguir, a mi modo de
ver, un fin doble o incluso triple: cuanto mayor sea el número de miembros del CC, más gente
aprenderá a realizar el trabajo de éste y tanto menor será el peligro de una escisión debida a
cualquier imprudencia. En cinco años es imposible por completo reformar el aparato en medida
suficiente, sobre todo atendidas las condiciones en que se ha producido nuestra revolución.
Bastante es si en cinco años hemos creado un nuevo tipo de Estado en el que los obreros van
delante de los campesinos contra la burguesía.
Los obreros que pasen a formar parte del CC deben ser preferentemente, según mi
criterio, no de los que han actuado largo tiempo en las organizaciones soviéticas porque en ellos
han arraigado ya ciertas tradiciones y ciertos prejuicios con los que es deseable precisamente
luchar.
El Gosplán se halla algo al margen de nuestras instituciones legislativas, a pesar de que,
como conjunto de personas competentes, de expertos, de hombres de la ciencia y de la técnica,
se encuentra, en el fondo, en las mejores condiciones para emitir juicios acertados. Este paso lo
concibo de tal manera que las decisiones del Gosplán no puedan ser rechazadas según el
procedimiento corriente en los organismos soviéticos, sino que para modificarlas se requiera un
procedimiento especial.
Creo que a la cabeza del Gosplán debe haber una persona con preparación científica,
que posea una experiencia larga. Creo que esa persona debe poseer no tanto aptitudes
administrativas como amplia experiencia y capacidad para atraerse a la gente. Este punto la
exageración del "celo administrativo" es tan nociva como toda exageración en general. El
dirigente de una institución pública debe poseer en el más alto grado la capacidad de atraerse a
la gente y unos conocimientos científicos y técnicos lo bastante sólidos como para controlar su
trabajo. Por otro lado, es muy importante que sepa administrar y que tenga un digno auxiliar o
auxiliares en este terreno. Es dudoso que estas dos cualidades puedan encontrarse unidas en
una sola persona, y es dudoso que ello sea necesario.
El Gosplán debe gozar de cierta independencia y autonomía desde el punto de vista del
prestigio de esta institución científica, y el motivo de que así sea es uno: la honestidad de su
personal y su sincero deseo de hacer que se cumpla nuestro plan de construcción económica y

47
social. Este doble trabajo, de control científico y de gestión puramente administrativa, debería
ser el ideal de los dirigentes del Gosplán en nuestra República.
Al mismo tiempo que se aumenta el número de los miembros del CC, deberemos, a mi
modo de ver, dedicarnos también, y yo diría que principalmente, a la tarea de revisar y mejorar
nuestro aparato, que no sirve para nada. Un estado de transición de un Comisariado del Pueblo
especial a una función especial de los miembros del CC; de una institución que lo revisa todo
por completo a un conjunto de revisores, escasos en número, pero excelentes, que deben estar
bien pagados.
Se dice que era necesaria la unidad del aparato. ¿De dónde han partido estas
afirmaciones? ¿No será de ese mismo aparato ruso que hemos tomado del zarismo,
habiéndonos limitado a ungirlo ligeramente con el óleo soviético?
En estas condiciones es muy natural que la "libertad de separarse de la unión", con la
que nosotros nos justificamos, sea un papel mojado incapaz de defender a los no rusos de la
invasión del ruso genuino, chovinista. Yo creo que en este asunto han ejercido una influencia
fatal las prisas y los afanes administrativos de Stalin.
A este respecto se plantea ya un importante problema de principio: cómo comprender el
internacionalismo. Es necesario distinguir entre el nacionalismo de la nación opresora y el
nacionalismo de la nación oprimida, entre el nacionalismo de la nación grande y el nacionalismo
de la nación pequeña. Con relación al segundo nacionalismo, nosotros, los integrantes de una
nación grande, casi siempre somos culpables en el terreno práctico histórico de infinitos actos
de violencia. Por eso, el internacionalismo por parte de la nación opresora, no debe reducirse a
observar la igualdad formal de las naciones, sino también a observar una desigualdad que de
parte de la nación opresora, de la nación grande, compense la desigualdad que prácticamente
se produce en la vida.
¿Qué medidas prácticas se deben tomar en esta situación?
Primera, hay que mantener y fortalecer la unión de las repúblicas socialistas; sobre esto
no puede haber duda.
Segunda, hay que mantener la unión de las repúblicas socialistas en cuanto al aparato
diplomático. No hemos dejado entrar en él ni a una sola persona de cierta influencia procedente
del viejo aparato zarista.
Tercera, corregir el cúmulo de errores y de juicios parciales que indudablemente hay
allí. La responsabilidad política de toda esta campaña de verdadero nacionalismo.
Una cosa es la necesidad de agruparse contra los imperialistas de Occidente, que
defienden el mundo capitalista. Otra cosa es cuando nosotros mismos caemos, aunque sea en
pequeñeces, en actitudes imperialistas hacia nacionalidades oprimidas, quebrantando con ello
por completo toda nuestra sinceridad de principios, toda la defensa que, con arreglo a los
principios, hacemos de la lucha contra el imperialismo.

48
Treinta años después de la Revolución Rusa
Víctor Serge

Los años 1938-1939 han marcado un nuevo rumbo decisivo. Se ha concluido la


transformación de las instituciones y de las hábitos de los cuadros del Estado, dando lugar a un
sistema perfectamente totalitario, pues sus dirigentes son los dueños absolutos de la vida
social, económica, política y espiritual del país; el individuo y las masas no poseen ningún
derecho. Se hace evidente que, poco a poco, una contrarrevolución ha triunfado.
Muchos hombres, que fueron comunistas desde el primer momento, no guardan otro
sentimiento que el rencor hacia la revolución rusa. Quedan muy pocos testigos y participantes.
El partido de Lenin y Trotsky ha sido fusilado. Los documentos han sido destruidos, escondidos
o falsificados. Sobreviven sólo y en gran número los emigrados que estuvieron siempre en
contra de la revolución.
Todo acontecimiento es a la vez definitivo y transitorio. Se prolonga en el tiempo bajo
aspectos, a veces, imprevisibles. En Rusia, la República no había sido proclamada, no existía
ninguna institución democrática fuera de los Sóviets o de los Consejos obreros, de campesinos y
de soldados... El gobierno provisional, presidido por Kerenski, se había negado a llevar a cabo la
reforma agraria, a abrir las negociaciones de paz reclamadas por la voluntad popular, a tomar
medidas efectivas contra la reacción. La revolución soviética o bolchevique fue el resultado de la
incapacidad de la revolución democrática, moderada, inestable e inoperante que la burguesía
liberal y los partidos socialistas contemporizadores dirigieron después de la caída de la
autocracia.
1917 fue un año de acción de masas asombroso por la multiplicidad, la variedad, la
potencia, la perseverancia de las iniciativas populares que empujaron a levantarse a los
bolcheviques. En los Sóviets, la mayoría de los socialistas moderados se pasaban pacíficamente
a los bolcheviques. Los socialistas moderados abandonaban a Kerenski, que no podía contar
más que con los militares que llegaron a ser tremendamente impopulares. Estas son las razones
por las cuales la insurrección venció en Petrogrado, casi sin derramamiento de sangre, con
entusiasmo.
Conviene recordar que el imperio se había hundido en febrero-marzo de 1917 bajo el
empuje del pueblo desarmado de las afueras de Petrogrado.
Los funcionarios de la autocracia vieron venir la revolución; no supieron impedirla. Los
partidos revolucionarios la esperaban; no supieron, no pudieron provocarla. Una vez
desencadenados los acontecimientos, no les quedaba más que participar con más o menos
clarividencia y voluntad
Los bolcheviques asumieron el poder porque, en la selección natural que se produjo
entre los partidos revolucionarios, ellos fueron los más aptos para expresar de una forma
coherente, clarividente y voluntariosa, las aspiraciones de las masas movilizadas.
Lenin y Trotsky rechazaron la coalición con los partidos socialistas moderados que
habían conducido la revolución de marzo al fracaso y que se negaban a reconocer al régimen de
los Sóviets. Pero el Partido bolchevique solicitó y obtuvo la colaboración del Partido socialista
revolucionario de izquierdas, partido campesino dirigido por intelectuales idealistas hostiles al
marxismo. Rechazaron, junto a un tercio de conocidos bolcheviques, admitir la paz de Brest-
Litovsky y, el 6 de julio de 1918, dieron una batalla insurreccional en Moscú en la que

49
proclamaban su intención de "gobernar solos". Fueron vencidos y los bolcheviques tuvieron que
gobernar solos.
Todos los partidos revolucionarios rusos, ya desde 1870-1880, fueron autoritarios,
fuertemente centralizados y disciplinados en la ilegalidad, para la ilegalidad; todos formaron
"revolucionarios profesionales", es decir, hombres que vivían exclusivamente para la lucha;
todos podrían, ocasionalmente, ser acusados de una cierta amoralidad práctica, aunque sea
justo reconocerles un idealismo ardiente y desinteresado. Todos crearon héroes y fanáticos.
Todos los grandes partidos eran estatalistas, había, más allá de las divergencias doctrinales
importantes, una única mentalidad revolucionaria.
Los socialdemócratas mencheviques de derecha deseaban un poder fuerte. Tseretelli
recomendó la represión del bolchevismo antes de que fuera tarde... Los mencheviques de
izquierda, de la tendencia de Martov, parecen haber sido el único grupo político profundamente
interesado en una concepción democrática de la revolución.
Las características propias del bolchevismo que le confieren una innegable superioridad
son: a) la convicción marxista; b) la doctrina de la hegemonía del proletariado en la revolución;
c) el internacionalismo intransigente; d) la unidad de pensamiento y acción.
Lenin no preveía, en 1917, la nacionalización completa de la producción, sino sólo el
control obrero sobre ella; más tarde pensó en un régimen mixto, de capitalismo y estatalismo;
sin embargo, en 1918, el estallido de la guerra civil impuso la nacionalización completa como
medida inmediata de defensa... La intransigencia internacionalista de los bolcheviques
descansaba en la fe en una próxima revolución europea. El continuador alemán de Marx, Karl
Kautsky, había teorizado hasta 1908 la próxima revolución socialista; Rosa Luxemburgo
profesaba la misma convicción. La diferencia esencial entre los bolcheviques y los otros
socialistas parece haber sido de naturaleza psicológica, debido a la formación particular de la
intelligentsia revolucionaria y del proletariado ruso. No había lugar en el Imperio de los zares ni
para el oportunismo parlamentario, ni para los compromisos cotidianos. En este sentido, los
bolcheviques fueron más rusos y estuvieron más al unísono con las masas rusas que los
socialistas-revolucionarios y los mencheviques, cuyos cuadros estaban empapados de una
mentalidad occidental, evolucionista, democrática, según las tradiciones de los países
capitalistas avanzados.
"(...) el error más incomprensible -porque fue deliberado- que estos socialistas (los
bolcheviques), dotados de grandes conocimientos históricos, cometieron, fue el de crear la
Comisión extraordinaria de Represión de la Contra-Revolución, de la Especulación, del
Espionaje, de la Deserción, llamada abreviadamente Checa, Sin duda, un estado de sitio o una
dura guerra civil necesitan medidas extraordinarias. El error y la responsabilidad son patentes,
las consecuencias han sido espantosas ya que la GPU, es decir, la Checa, ampliada bajo nuevo
nombre, acabó por exterminar toda la generación revolucionaria bolchevique (...)". La Checa fue
benigna en sus comienzos, justo hasta el verano de 1918. Y cuando el "terror rojo" fue
proclamado, después de los alzamientos contrarrevolucionarios.
A principios de 1921 la sublevación de los marineros de Cronstadt fue, precisamente,
una respuesta contra ese régimen económico y contra la dictadura del Partido. Un partido que
gobierna a un país hambriento no podrá mantener su popularidad. Los marineros se sublevaron
porque Kalinin rehusó escucharles. Donde era necesaria la persuasión y la comprensión, el
presidente del Comité ejecutivo de los Sóviets empleó la amenaza y el insulto.

50
Lenin, al proclamar el fin del "comunismo de guerra" y la "nueva política económica",
satisfizo las reivindicaciones económicas de Cronstadt después de la batalla y de la masacre. La
nueva política económica abolía las requisiciones en el campo, reemplazándolas por un
impuesto en especie, restablecía la libertad de comercio y de la pequeña empresa, desterraba,
en una palabra, la armazón mortal de la estatalización completa de la producción y del
intercambio. Hubiera sido natural aflojar, al mismo tiempo, la armadura del gobierno por una
política de tolerancia y reconciliación hacia los elementos socialistas y libertarios dispuesto a
situarse sobre el terreno de la constitución soviética. Por el contrario, el Comité central puso
fuera de la ley a los mencheviques y anarquistas. El descontento del Partido y de la clase obrera
obligó al Comité central a establecer, en lo sucesivo, el estado de sitio; un estado de sitio
clemente, es cierto, en el interior del Partido. La oposición obrera fue condenada, y una
depuración acarreó exclusiones.
Creían en la revolución mundial, es decir, en la inminente revolución europea, sobre
todo en Europa central. Un gobierno de coalición socialista y democrático hubiera debilitado a la
Internacional comunista llamada a dirigir las próximas revoluciones.
Los marxistas revolucionarios de la escuela bolchevique deseaban, querían, la
transformación social de Europa y del mundo mediante la toma de conciencia de las masas
trabajadoras, mediante la organización racional y justa de una sociedad nueva.
Por el contrario, todo nos induce a pensar que una revolución triunfante en Alemania
después de la primera guerra mundial hubiera sido infinitamente fecunda para el desarrollo
social de la humanidad. Tales especulaciones sobre las posibles variantes de la historia son
legítimas e incluso necesarias, si se quiere comprender el pasado y orientarse en el presente.
Luchando por la revolución, los espartakistas alemanes, los bolcheviques rusos y sus
camaradas de todos los países, luchaban para impedir el cataclismo mundial. La inestabilidad
reinaba en Europa, la revolución socialista parecía teóricamente posible, racionalmente
necesaria, pero no se hizo. La inmensa mayoría de la clase obrera de los países occidentales
rechazó impulsar o sostener el combate; creyó en la vuelta del progreso social de antes de la
guerra; se encontraba lo suficientemente bien como para temer los riesgos; se dejó alimentar
por las ilusiones.
Perdieron el contacto con las masas de Occidente. La Internacional comunista pasó a ser
un anexo del Estado-partido soviético. La doctrina del "socialismo en un solo país" nació de la
decepción.
La dictadura del proletariado se ha convertidor, después de 1920-1921, en la dictadura
del Partido comunista, sometido éste, a su vez, a la dictadura de la "vieja guardia bolchevique".
Esta "vieja guardia" constituye, en general, una élite notable, inteligente, desinteresada, activa,
tenaz. Los resultados obtenidos son grandiosos. En el extranjero y en el interior. Pero ya no se
trata sólo de reconstruir, sino de construir: de ampliar la producción, de crear nuevas
industrias; se trata de remediar la desproporción entre una agricultura restablecida y una
industria débil.
En 1927-1928, gracias a un golpe de mano dado en el Partido, el Estado-Partido
revolucionario ha pasado a ser un Estado-policial-burocrático, reaccionario, sobre el terreno
creado por la revolución. El cambio de ideología se acentúa brutalmente. El marxismo de
fórmulas planas elaborado por los verdugos sustituye al marxismo crítico de los hombres con
ideas. Se establece el culto al Jefe. El "socialismo en un solo país" ha pasado a ser el cliché

51
válido para todos los advenedizos que tienen, como único interés, conservar sus privilegios. La
lucha de la generación revolucionaria contra el totalitarismo duró diez años, de 1927 a 1937.
El Estado totalitario utilizó a unos contra otros eficazmente, ya que había aprisionado
sus almas. El patriotismo del Partido y de la revolución, cimentado por el sacrificio, los servicios,
los resultados obtenidos, el apego a prodigiosas visiones de futuro, el sentimiento del peligro
común, borró el sentido de la realidad en las mentes más claras. La resistencia de la generación
revolucionaria, a la cabeza de la cual se encontraban la mayor parte de los viejos socialistas
bolcheviques, fue tan tenaz que en 1936-1938, durante los procesos de Moscú, debió ser
exterminada para que el nuevo régimen se estabilizara. Los campos de concentración más
grandes del mundo se encargaron de la aniquilación física de masas de condenados.
El caso personal de Stalin, ex viejo bolchevique, así como el de Mussolini, ex viejo
socialista de Avanti, es totalmente secundario a efectos sociológicos. Que el autoritarismo, la
intolerancia y ciertos errores del bolchevismo hayan labrado un terreno favorable al
totalitarismo estalinista, no se puede negar. Una sociedad contiene, como un organismo,
gérmenes de muerte. Ni la intolerancia ni el autoritarismo de los bolcheviques permiten poner
en cuestión su mentalidad socialista o las conquistas de los diez primeros años de la revolución.
La doctrina y las tácticas del bolchevismo necesitan, sin embargo, un estudio crítico. Se
han producido tantos cambios en este mundo caótico que ninguna concepción marxista -o
socialista- válida en 1920 tendría aplicación práctica sin una revisión esencial. No creo que en
un sistema de producción en donde el laboratorio ha adquirido, en relación al taller, una
creciente preponderancia, la hegemonía del proletariado pueda imponerse si no es bajo formas
morales y políticas que impliquen, en realidad, la renuncia a la hegemonía. En este sentido, la
revolución proletaria no es, según creo, nuestro fin; la revolución que nos proponemos debe ser
socialista, en el sentido humanista de la palabra; más exactamente, socializante, democrática,
libertariamente realizada...
Lo que ha hecho el estalinismo por inculcar a sus oprimidos el horror y la repugnancia
por el socialismo es inimaginable, siendo previsible que se produzcan reacciones tanto en Rusia
como, y sobre todo, entre los pueblos no rusos.

52
El Final del laissez-faire (1926)
John Maynard Keynes

Al final del siglo XVIII, el derecho divino de los reyes cedió su lugar a la libertad natural
y al contrato, y el derecho divino de la Iglesia al principio de tolerancia y a la opinión de que
una Iglesia es «una sociedad voluntaria de hombres», que caminan juntos, de una manera que
es «absolutamente libre y espontánea». Cincuenta años más tarde, el origen divino y el
imperativo categórico del deber cedieron su lugar al cálculo utilitario. El contrato supone
derechos en el individuo. La finalidad de ensalzar al individuo fue deponer al monarca y a la
Iglesia; el efecto fue el de afianzar la propiedad y la norma. Pero no tardaron en levantarse
nuevamente las protestas de la sociedad contra el individuo. La transición se realizó en virtud
del nuevo énfasis puesto sobre la igualdad.
Ésta es la segunda corriente que todavía impregna nuestra atmósfera de pensamiento,
Pero ésta no ha eliminado la corriente anterior. Se ha mezclado con ella. Sin embargo, hubiera
sido difícil que esa época alcanzara esta armonía de cosas opuestas si no hubiera sido por los
economistas. La idea de una armonía divina entre las ventajas privadas y el bien público es ya
evidente en Paley, Pero fueron los economistas quienes dieron a la noción una buena base
científica.
Ésta es la tercera corriente de pensamiento, que se puede descubrir precisamente en
Adam Smith, que estuvo lista en lo principal para permitir al bien público descansar en “el
esfuerzo natural de cada individuo para mejorar su propia condición”. El principio del laissez--
faire había llegado a armonizar individualismo y socialismo.
La ineptitud de los administradores públicos inclina decididamente al hombre práctico a
favor del laissez-faire. Por otra parte, el progreso material entre 1750 y 1850 vino de la mano
de la iniciativa individual, y no debió casi nada a la influencia directiva de la sociedad organizada
como un todo. Así, la experiencia práctica reforzó los razonamientos a priori.
En la época de Darwin la libre competencia había hecho al hombre. El principio de
supervivencia del más apto podía considerarse como una amplia generalización de la economía
ricardiana. El dogma se había apropiado de la máquina educativa; había llegado a ser una
máxima para ser copiada.
Un estado de cosas en el que la distribución ideal de los recursos productivos puede
producirse a través de la actuación independiente de los individuos, mediante el método de
prueba y error, de tal modo que aquellos individuos que actúan en la dirección correcta
eliminarán por la competencia a aquellos que lo hacen en la dirección equivocada. Esto implica
que no debe haber piedad ni protección para aquellos que embarcan su capital o su trabajo en
la dirección errónea. Es un método que permite el ascenso de los que tienen más éxito en la
persecución del beneficio, a través de una lucha despiadada por la supervivencia, que selecciona
al más eficiente mediante la bancarrota del menos eficiente. No cuenta el coste de la lucha, sino
sólo los beneficios del resultado final.
La belleza y la simplicidad de una teoría semejante son tan grandes que es fácil olvidar
que no se deduce de los hechos, sino de una hipótesis incompleta introducida en aras de la
simplicidad. La conclusión de que los individuos que actúan independientemente para su propio
provecho producirán el mayor agregado de riqueza depende de una variedad de supuestos
irreales, en el sentido de que los procesos de producción y consumo no son de ninguna manera

53
orgánicos, que existe un conocimiento previo suficiente de las condiciones y requisitos y de que
existen oportunidades adecuadas de obtener este conocimiento. Porque los economistas,
generalmente, dejan para una etapa posterior de su argumentación las complicaciones que
aparecen dejan para un estadio posterior su análisis de los hechos reales. Consideran la
hipótesis simplificada como salud, y las complicaciones adicionales como enfermedad.
El proteccionismo por un lado y el socialismo marxista por el otro. De alguna manera,
las evidentes deficiencias científicas de estas dos escuelas contribuyeron grandemente al
prestigio y autoridad del laissez-faire decimonónico.
Eliminemos los principios metafísicos o generales sobre los que, de cuando en cuando,
se ha fundamentado el laissez-faire. No es verdad que los individuos tengan una «libertad
natural». No existe un «convenio» que confiera derechos perpetuos sobre aquellos que tienen o
sobre aquellos que adquieren. No siempre coinciden el interés privado y el social. La experiencia
no demuestra que los individuos, cuando forman una unidad social, sean siempre menos
clarividente s que cuando actúan por separado.
Creo que, en muchos casos, la medida ideal para la unidad de control y organización
está situada en algún punto entre el individuo y el Estado moderno.
Uno de los desarrollos más interesantes e inadvertido s de las recientes décadas ha sido
la tendencia de la gran empresa a socializarse. En el crecimiento de una gran institución se llega
a un punto en el que los propietarios del capital, es decir, los accionistas, están casi
enteramente disociados de la dirección, con el resultado de que el interés personal directo de la
última en la persecución del mayor beneficio viene a ser completamente secundario. Cuando se
alcanza este estadio, la estabilidad general y el prestigio de la institución son más tenidos en
cuenta por la dirección que el beneficio máximo por los accionistas.
Debemos tender a separar aquellos servicios que son técnicamente sociales de aquellos
que son técnicamente individuales. La Agenda del Estado más importante no se refiere a
aquellas actividades que los individuos privados ya están desarrollando, sino a aquellas
funciones que caen fuera de la esfera del individuo, aquellas decisiones que nadie toma si el
Estado no lo hace.

54
Discurso pronunciado al inaugurar su mandato 04/03/1933
Franklin Delano Roosevelt (1882-1945)

Los valores han mermado hasta alcanzar niveles fantásticos; los impuestos han
aumentado; nuestra capacidad de pago ha disminuido; los agricultores no encuentran mercado
para sus productos; se han esfumado los ahorros que hicieron durante muchos años millares de
familias.
Lo anterior acontece, principalmente, porque los administradores del intercambio de
bienes de consumo para la humanidad, debido a su propia obcecación e incompetencia, han
fracasado y, al admitir su fracaso, se han retirado.
Despojados del cebo de la utilidad, por el cual inducen a nuestro pueblo a seguir su falsa
orientación, lo único que conocen son las reglas de una generación de egoístas.
La medida de esa restauración depende del grado en el cual apliquemos valores sociales
más nobles que la simple humanidad monetaria.
Ya no deben subordinarse la felicidad y el estímulo moral del trabajo, a la loca
persecución de beneficios que se desvanecen.
Debe haber una supervisión estricta de todas las operaciones, hay que poner término a
las especulaciones.

55
Capítulo 9 - Francia de 1919 a 1940
R.A. Parker

La historia política es inseparable de la historia económica y social. La política francesa


de este período sólo puede ser entendida si se examinan las condiciones de vida del pueblo
francés.
En los años veinte, puede decirse que Francia marchó bien desde el punto de vista
económico. Los triunfos económicos se obtuvieron mediante la aceptación de la inflación y la
negativa, aunque de mala gana, a poner en práctica las rigurosas medidas que habrían sido
necesarias para “salvar el franco”. El franco fue estabilizado a un nivel en el que los precios
franceses resultaban abiertamente competitivos en el mercado mundial. Este gran avance en la
riqueza y el poder de Francia y en el nivel de vida de la mayor parte de los franceses fue
conseguido por casualidad.
Después de 1930, la situación económica empeoró. En primer lugar, Francia se vio
afectada por la depresión mundial que comenzó en 1929. Los trabajadores industriales no
fueron la única clase social afectada. Las rentas de los que vivían de la agricultura se vieron
drásticamente reducidas. El gobierno del Frente Popular de izquierdas de León Blum, abandonó
la deflación en favor de una política que aumentase el poder adquisitivo. Bajo la presión de una
serie de huelgas, el gobierno estipuló inmediatamente un incremento salarial. Pero se vio
obligado a una devaluación en septiembre de 1936. Los precios en Francia aumentaron
rápidamente y absorbieron la mayor parte de las ganancias obtenidas por la clase trabajadora
durante el verano de 1936, mientras que la producción industrial volvió a estancarse después
de un corto intervalo.
En 1937, Blum fue reemplazado por Chautemps y comenzó la revocación de la política
del primer gobierno del Frente Popular. El nuevo rumbo fue seguido de manera más firme con el
gobierno Daladier de 1938, que incluía a elementos de la derecha moderada. Tomó medidas
contra la semana de 40 horas aboliendo la semana de cinco días de trabajo y reduciendo la
paga de las horas extraordinarias. Al mismo tiempo intentó reestablecer la confianza del mundo
de los negocios incrementando los impuestos indirectos y reduciendo el tipo de interés. Los
capitales se repatriaron y la producción industrial empezó a acrecentarse en 1939.
El primer gobierno de Blum intentó enfrentarse a la crisis de la agricultura francesa
creando organizaciones de mercado bajo la égida del Estado. El principal instrumento era el
Office du Blé (Similar a las Juntas Reguladoras de Carne y Grano de la Década Infame y
al IAPI del Peronismo).
Los logros económicos conseguidos por la clase trabajadora fueron efímeros. La semana
de 40 horas constituyó una medida niveladora entre los miembros de la clase trabajadora. Las
medidas adoptadas por Reynaud volvieron a introducir un claro contraste entre las ganancias de
los trabajadores de las industrias en expansión o de las industrias bélicas y los de las industrias
en las que la demanda esa débil.
La década que transcurrió después de la guerra fue, políticamente hablando, una de las
más estables en la historia francesa reciente. La democracia republicana se hallaba ahora
firmemente arraigada.
En la derecha, los viejos partidos monárquicos y bonapartistas habían desaparecido
virtualmente. Los conservadores funcionaban dentro del régimen, no en contra de él desde

56
afuera. Es cierto que, especialmente durante los años 1924-26, cuando una serie de gobiernos
bajo la dirección de los radicales luchaban en vano por impedir la caída del franco, alcanzaron
cierto predicamento algunas organizaciones de un cariz más o menos marcadamente fascista,
dispuestas a usar la violencia contra la izquierda. Los Camelots du Roi, la Action Française, las
Jeunesses Patriotas. No sería razonable negar el elemento fascista latente en este tipo de
actividades. En 1925 apareció un grupo abiertamente fascista con doctrinas importadas de
Italia: el Faisceau. Aún se formó otro grupo en 1927, dirigido a captar a los excombatientes, la
Croix de Feu. Si la derecha podía imponer sus puntos de vista por los causes parlamentarios no
había necesidad de recurrir a la violencia. Sin embargo, el gobierno de Poincaré no fue un
gobierno de militancia antiizquierdista.
A finales de 1920, en el Congreso de Tours, el Partido Socialista se escindió en dos. Una
gran mayoría votó por unirse a la Tercera Internacional con sede en Moscú y aceptó las
condiciones que ésta prescribía; mientras la minoría escindida se convirtió en la Segunda
Internacional. La votación fue el resultado del entusiasmo que despertó una revolución que aún
parecía capaz de extenderse por todo el mundo. Cuando se hizo evidente que la revolución
soviética no era más que una revolución rusa, la situación cambió. El nuevo Partido Comunista
francés perdió rápidamente miembros, muchos de los cuales volvieron con los socialistas.
Muchos, especialmente entre los campesinos, votaban a los comunistas por el simple hecho de
que éste era el partido más a la izquierda; de esta manera sus votos eran de hecho una
afirmación de celo republicano más que la expresión del deseo de instaurar una dictadura
proletaria.
El más desacreditado período de inestabilidad gubernamental en Francia transcurrió
entre las elecciones de 1932 y los comienzos de 1934. Las elecciones de 1932 supusieron una
victoria para la izquierda. Inmediatamente se puso de manifiesto la debilidad del nuevo
gobierno. La crisis económica provocó un descenso en la recaudación fiscal que amenazó con
producir un déficit presupuestario. La izquierda se hallaba políticamente unida; pero escindida
en lo relativo a la política económica. Entre las elecciones de 1932 y los comienzos de 1934,
cinco gobiernos había intentado sin conseguirlo poner en práctica un programa de acción que
equilibrase el presupuesto.
Como consecuencia de esto, en 1933 revivieron las agrupaciones antiparlamentarias. La
Croix de Feu comenzó a reclutar miembros fuera de las filas de excombatientes. Contaba con
tropas de asalto agrupadas en divisiones con una organización paramilitar, apta para el
movimiento rápido y la concentración; parecía prepararse para un golpe de Estado.
A finales de 1933 se descubrieron algunas de las dudosas actividades de un financiero
llamado Stavisky, relacionado con miembros del gobierno de izquierda. La violencia y los
desórdenes de la derecha antiparlamentaria alcanzaron entonces su punto culminante. A las
agrupaciones se unieron ahora organizaciones de excombatientes de un carácter menos
específicamente político, incluyendo también el grupo comunista (qué raro la izquierda
haciéndole el juego a la derecha…) y un cierto número de contribuyentes descontentos.
Convocaron a sus seguidores para tomar parte de una manifestación de repulsa contra las
iniquidades de la Cámara de Diputados. Al finalizar el día, se produjeron grandes desórdenes.
No hay prueba alguna de que los desórdenes fueran el resultado de un intento organizado de
tomar el poder y derrocar el régimen. (Situación similar al 19-20/12: descontento social
movilizado y/o incentivado por grupos de interés -Duhalde a la cabeza- para llevar a

57
cabo un golpe de Estado y quedar con las manos limpias para tomar el poder) Los
dirigentes del pequeño grupo fascista, los francistes, se quejaron precisamente de que los
alborotos de febrero, en los que este grupo no tomó parte, fueran más una expresión de
disgusto que un ataque al Estado. (Qué inocentes los fascistas, no? JA) Daban la impresión
de que se aproximaba una marcha como la de Mussolini sobre Roma.
Estos acontecimientos y estas amenazas provocaron una reacción defensiva por parte
de la izquierda, que culminó en el llamado Frente Popular, alianza de radicales, socialistas y
comunistas. Se firmó un pacto estipulando la lucha común contra el fascismo, contra el
gobierno, por las libertades democráticas y contra la guerra. Este sorprendente cambio en la
táctica comunista vino determinado por el éxito de Hitler y el Partido Nazi en Alemania, donde la
negativa de los comunistas a colaborar con los socialistas “burgueses” había ayudado a Hitler a
subir al poder.
Algunos radicales se unieron a los socialistas y los comunistas en la convocatoria de una
gran manifestación para el 14 de julio de 1935 (146º aniversario de la toma de la Bastilla),
aprobándose el 3 de julio esta medida por el comité ejecutivo del partido. Estas maniobras, una
vez más, venían apoyadas por Moscú.
El Partido Radical era históricamente el gran partido republicano; se había adquirido su
fuerza manteniendo firmemente los principios de la gran revolución, la democracia, la libertad,
la igualdad social (si no económica), la razón, la oportunidad. Pero se mostraba receloso ante el
socialismo. Era políticamente progresista y económicamente conservador. Es significativo que
las clases que los radicales representaban en Francia eran precisamente aquellas que en
Alemania daban su apoyo en masa a los nazis. En Francia las mismas clases eligieron la libertad
política en vez de pararse a la extrema derecha para defenderse del comunismo.
Las elecciones de abril y mayo de 1936 dieron la victoria al Frente Popular. Era una
cámara más a la izquierda que la de 1932. Por primera vez en la historia francesa estaba en el
poder un gobierno cuya principal preocupación era mejorar la vida de los obreros. El incremento
salarial fue rápidamente devorado por el de los precios; otros logros del gobierno de Blum,
como la semana de 40 horas, fueron realmente perjudiciales. Ciertamente el mayor éxito del
gobierno del frente Popular, la institución legal de las vacaciones pagadas ejemplifica con
claridad el enfoque social de su obra, su preocupación porque unas condiciones de vida
decentes fueran accesibles a las clases trabajadoras.
El gobierno de Blum provocó la apasionada hostilidad de la derecha francesa. La alarma
causada por las huelgas de 1936 y la subsiguiente devaluación del franco hicieron revivir en la
pequeña burguesía el temor a que sus ingresos fuesen mermados. Al mismo tiempo, el estallido
de la guerra civil española provocó una profunda división en la opinión pública francesa. Muchos
seguidores de Blum solicitaban que se ayudase a los republicanos españoles contra los ejércitos
rebeldes; los comunistas y algunos socialistas estaban a favor de la intervención, la mayor parte
de los radicales se hallaban en contra de ella. Un extenso sector de la derecha simpatizaba con
los nacionalistas españoles. Blum temía que la intervención francesa en España pudiera
conducir a una guerra civil en Francia.
En la primavera de 1937 la obra del Frente Popular llegó a su fin. Los radicales
alarmados por la inflación y asustados ante los comunistas, se echaron atrás. Hacia finales de
1938 se produjo la ruptura abierta en el Frente Popular. Entonces, los socialistas y los
comunistas pasaron a la oposición.

58
Así pues, la Cámara de Diputados elegida en 1936 había apoyado dos sistemas de
gobiernos opuestos: el de 1936, socialmente progresista y reformador, y el de 1938,
socialmente conservador y seguidor de la ortodoxia financiera.
Virtualmente toda la derecha francesa simpatizaba con la rebelión del ejército español
contra el frente Popular. Hitler era un anticomunista, decidido a aplastar al bolchevismo. Por
consiguiente, Francia en vez de hacer frente a la expansión alemana, debía aceptarla, intentado
llegar a un compromiso con Alemania, y dejando que ésta destruyera Rusia.
Las divisiones del Partido Comunista se produjeron sólo una vez que la guerra hubo
estallado. Cuando comenzó la guerra el partido aprobó un crédito militar. Entonces Moscú se
pronunció e impulsó la nueva línea encarnada en el pacto nazisovietico de agosto de 1939: la
guerra contra Hitler era una guerra imperialista a la que los comunistas debían oponerse.
Un acontecimiento fortaleció la tardía unidad: la colaboración de la Rusia soviética con
Alemania para destruir Polonia. Para la derecha francesa, Hitler, el aliado de Rusia, era alguien
a quien merecía mucho la pena enfrentarse que Hitler el antibolchevique. El 2 de septiembre de
1939 Daladier consiguió la aprobación unánime para la concesión de créditos de guerra.
Se ha alegado que los gobiernos de la Tercera República eran excesivamente débiles. La
principal base de esta alegación era que estos gobiernos eran frecuentemente derrocado por
votaciones adversas en la Cámara de Diputados y que, por tanto, gabinetes y ministros no eran
sino efímeras e inquietas sombras sin tiempo de tomar decisiones coherentes y muchos menos
de llevarlas a la práctica. Entre las dos guerras se dieron en Francia 42 gobiernos. Había dos
tipos de situaciones en las que se producía un cambio gubernamental: cuando cambiaba la
mayoría, o sea, cuando se requería un cambio en la política y la actitud del gabinete, y, más
frecuentemente, cuando las actividades del gobierno en un sector concreto se enfrentaban con
una resistencia que obligaba a que se retirase la totalidad del gobierno para reaparecer sin
cambios fundamentales personales ni políticos, pero, quizás, cambiando algún ministro crucial.

59
Capítulo IV
Hobsbawm - Historia del siglo XX

I
De todos los acontecimientos de esta era de las catástrofes, el que mayormente
impresionó a los supervivientes del siglo XIX fue el hundimiento de los valores e instituciones de
la civilización liberal cuyo progreso se daba por sentado en aquel siglo. Los valores que debían
imperar en el estado y en la sociedad eran la razón, el debate público, la educación, la ciencia y
el perfeccionamiento (aunque no necesariamente la perfectibilidad) de la condición humana.
Sin duda las instituciones de la democracia liberal habían progresado en la esfera
política Excepto en la Rusia soviética, todos los regímenes de la posguerra, viejos y nuevos,
eran regímenes parlamentarios representativos. No obstante, hay que recordar que la mayor
parte de esos estados se hallaban en Europa y en América, y que la tercera parte de la
población del mundo vivía bajo el sistema colonial. En los veinte años transcurridos desde la
«marcha sobre Roma» de Mussolini hasta el apogeo de las potencias del Eje en la segunda
guerra mundial se registró un retroceso, cada vez más acelerado, de las instituciones políticas
liberales.
En ese período la amenaza para las instituciones liberales procedía exclusivamente de la
derecha, dado que entre 1945 y 1989 se daba por sentado que procedía esencialmente del
comunismo. Hasta entonces el término «totalitarismo», inventado como descripción, o
autodescripción, del fascismo italiano, prácticamente sólo se aplicaba a ese tipo de regímenes.
El peligro procedía exclusivamente de la derecha, una derecha que no sólo era una
amenaza para el gobierno constitucional y representativo, sino una amenaza ideológica para la
civilización liberal como tal, y un movimiento de posible alcance mundial
Los autoritarios o conservadores de viejo cuño carecían de una ideología concreta, más
allá del anticomunismo y de los prejuicios tradicionales de su clase. Si se encontraron en la
posición de aliados de la Alemania de Hitler y de los movimientos fascistas en sus propios
países, fue sólo porque en la coyuntura de entreguerras la alianza «natural» era la de todos los
sectores de la derecha
El nexo de unión entre la Iglesia, los reaccionarios de viejo cuño y los fascistas era el
odio común a la Ilustración del siglo xv, a la revolución francesa y a cuanto creían fruto de esta
última: la democracia, el liberalismo y, especialmente, «el comunismo ateo»

II
De no haber mediado el triunfo de Hitler en Alemania en los primeros meses de 1933, el
fascismo no se habría convertido en un movimiento general. De hecho, salvo el italiano, todos
los movimientos fascistas de cierta importancia se establecieron después de la subida de Hitler
al poder; la Flecha Cruz de Hungría, la Guardia de Hierro rumana, los terroristas croatas
ustachá. Sin el triunfo de Hitler en Alemania no se habría desarrollado la idea del fascismo como
movimiento universal,
La teoría no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban la insuficiencia de
la razón y del racionalismo y la superioridad del instinto y de la voluntad. La principal diferencia
entre la derecha fascista y la no fascista era que la primera movilizaba a las masas desde abajo.

60
El fascismo se complacía en las movilizaciones de masas, y las conservó
simbólicamente, como una forma de escenografía política. Los fascistas eran los revolucionarios
de la contrarrevolución. Denunciaba la emancipación liberal —la mujer debía permanecer en el
hogar y dar a luz muchos hijos— y desconfiaba de la insidiosa influencia de la cultura moderna
y, especialmente, del arte de vanguardia, al que los nacionalsocialistas alemanes tildaban de
«bolchevismo cultural» y de degenerado. (¿Realmente el liberalismo era tan liberal? ¿en
que se diferencia el rol de la mujer capitalista y fascista?)
El pasado al que apelaban era un artificio. Sus tradiciones eran inventadas. Hostil como
era, por principio, a la Ilustración y a la revolución francesa, el fascismo no podía creer
formalmente en la modernidad y en el progreso, pero no tenía dificultad en combinar un
conjunto absurdo de creencias con la modernización tecnológica en la práctica.
Los años finales del siglo XIX anticiparon lo que ocurriría en las postrimerías del siglo XX
e iniciaron la xenofobia masiva, de la que el racismo pasó a ser la expresión habitual. Esos
sentimientos encontraron su expresión más característica en el antisemitismo. Los judíos
estaban prácticamente en todas partes y podían simbolizar fácilmente lo más odioso de un
mundo injusto, en buena medida por su aceptación de las ideas de la Ilustración y de la
revolución francesa que los había emancipado y, con ello, los había hecho más visibles. Todo
servía para condenarlos, sin mencionar la convicción generalizada de los cristianos más
tradicionales de que habían matado a Jesucristo.
El antisemitismo popular dio un fundamento a los movimientos fascistas de la Europa
oriental a medida que adquirían una base de masas. Los nuevos movimientos de la derecha
radical que respondían a estas tradiciones antiguas de intolerancia, pero que las transformaron
fundamentalmente, calaban especialmente en las capas medias y bajas de ¡a sociedad europea.
Desde los años sesenta, la xenofobia y el racismo político de la Europa occidental es un
fenómeno que se da principalmente entre los trabajadores manuales. Entre 1930 y 1932, los
votantes de los partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa por el
partido nazi. La amenaza para la sociedad liberal y para sus valores parecía encarnada en la
derecha, y la amenaza para el orden social, en la izquierda. Fueron sus temores los que
determinaron la inclinación política de la clase media.
Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la contrarrevolución eran fuertes, pero
poco activas. El fascismo les dio una dinámica y, lo que tal vez es más importante, el ejemplo
de su triunfo sobre las fuerzas del desorden.

III
El ascenso de la derecha radical después de la primera guerra mundial fue una
respuesta al peligro, o más bien a la realidad, de la revolución social y del fortalecimiento de la
clase obrera en general, y a la revolución de octubre y al leninismo en particular. Lenin
engendró a Mussolini y a Hitler.
Es necesario, además, hacer dos importantes matizaciones. En primer lugar, subestima
el impacto que la primera guerra mundial tuvo sobre un importante segmento de las capas
medias y medias bajas. Lla primera guerra mundial fue una máquina que produjo la
brutalización del mundo y esos hombres se ufanaban liberando su brutalidad latente.
La segunda matización es que la reacción derechista no fue una respuesta al
bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos, sobre todo los de la clase obrera

61
organizada, que amenazaban el orden vigente de la sociedad, o a los que se podía
responsabilizar de su desmoronamiento. Lenin era el símbolo de esa amenaza, más que su
plasmación real. Ha sido una racionalización a posteriori la que ha hecho de Lenin y Stalin la
excusa del fascismo.
Las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha extrema eran un estado
caduco cuyos mecanismos de gobierno no funcionaran correctamente; una masa de ciudadanos
desencantados y descontentos que no supieran en quién confiar; unos movimientos socialistas
fuertes que amenazasen —o así lo pareciera— con la revolución social, pero que no estaban en
situación de realizarla; y un resentimiento nacionalista contra los tratados de paz de 1918-
1920.
En los dos países, el fascismo accedió al poder con la connivencia del viejo régimen o
(como en Italia) por iniciativa del mismo, esto es, por procedimientos «constitucionales». La
novedad del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a respetar las viejas
normas del juego político y, cuando le fue posible, impuso una autoridad absoluta (Duce o
Führer).
Es necesario rechazar dos tesis igualmente incorrectas sobre el fascismo. Los
movimientos fascistas tenían los elementos característicos de los movimientos revolucionarios,
en la medida en que algunos de sus miembros preconizaban una transformación fundamental
de la sociedad, frecuentemente con una marcada tendencia anticapitalista y antioligárquica. Sin
embargo el fascismo revolucionario no tuvo ningún predicamento. Lo que sí consiguió el
nacionalsocialismo fue depurar radicalmente las viejas elites y las estructuras institucionales
imperiales Sin duda, el nazismo tenía un programa social para las masas, que cumplió
parcialmente. Sin embargo, su principal logro fue haber superado la Gran Depresión con mayor
éxito que ningún otro gobierno, gracias a que el antiliberalismo de los nazis les permitía no
comprometerse a aceptar a priori el libre mercado.
En cuanto a la tesis del «capitalismo monopolista de estado», lo cierto es que el gran
capital puede alcanzar un entendimiento con cualquier régimen que no pretenda expropiarlo y
que cualquier régimen debe alcanzar un entendimiento con él.
Hay que reconocer, sin embargo, que el fascismo presentaba algunas importantes
ventajas para el capital que no tenían otros regímenes. En primer lugar, eliminó o venció a la
revolución social izquierdista y pareció convertirse en el principal bastión contra ella. En
segundo lugar, suprimió los sindicatos obreros. En tercer lugar, la destrucción de los
movimientos obreros contribuyó a garantizar a los capitalistas una respuesta muy favorable a la
Gran Depresión. Finalmente, ya se ha señalado que el fascismo dinamizó y modernizó las
economías industriales.

IV
Sin ningún género de dudas, fue la Gran Depresión la que transformó a Hitler de un
fenómeno de la política marginal en el posible, y luego real, dominador de Alemania.
Sin duda, algunas características del fascismo europeo encontraron eco en otras partes:
Jerusalén y Palestina. Esto no altera la premisa básica de que el fascismo, a diferencia del
comunismo, no arraigó en absoluto en Asia y África (excepto entre algunos grupos de europeos)
porque no respondía a las situaciones políticas locales. Pero el fascismo europeo no podía ser
reducido a un feudalismo oriental con una misión nacional imperialista. Japón no era fascista.

62
En cuanto a los estados y movimientos que buscaron el apoyo de Alemania e Italia, en
particular durante la segunda guerra mundial cuando la victoria del Eje parecía inminente, las
razones ideológicas no eran el motivo fundamental de ello. Sería absurdo considerar
«fascistas» al Ejército Republicano Irlandés (IRA) o a los nacionalistas indios asentados en
Berlín por el hecho de que en la segunda guerra mundial, como habían hecho en la primera,
algunos de ellos negociaran el apoyo alemán, basándose en el principio de que «el enemigo de
mi enemigo es mi amigo». Es, sin embargo, innegable el impacto ideológico del fascismo
europeo en el continente americano.
La parafernalia de las milicias, las camisas de colores y el saludo a los líderes con los
brazos en alto no eran habituales en las movilizaciones de los grupos ultraderechistas y racistas,
cuyo exponente más destacado era el Ku Klux Klan. Sin duda, el antisemitismo era fuerte,
aunque su versión derechista estadounidense —por ejemplo, los populares sermones del padre
Coughlin en radio Detroit— se inspiraba probablemente más en el corporativismo reaccionario
europeo de inspiración católica.
Fue en América Latina donde la influencia del fascismo europeo resultó abierta y
reconocida, tanto sobre personajes como el colombiano Jorge Eliécer Gaitán (1898-1948) o el
argentino Juan Domingo Perón (1895-1947), como sobre regímenes como el Estado Novo
(Nuevo Estado) brasileño de Getulio Vargas de 1937-1945.
Lo que tomaron del fascismo europeo los dirigentes latinoamericanos fue la divinización
de líderes populistas valorados por su activismo. Pero las masas cuya movilización pretendían, y
consiguieron, no eran aquellas que temían por lo que pudieran perder, sino las que nada tenían
que perder, y los enemigos contra los cuales las movilizaron no eran extranjeros y grupos
marginales sino «la oligarquía», los ricos, la clase dirigente local.
Mientras que los regímenes fascistas europeos aniquilaron los movimientos obreros, los
dirigentes latinoamericanos inspirados por él fueron sus creadores. Con independencia de su
filiación intelectual, no puede decirse que se trate de la misma clase de movimiento.

V
Es innegable que los movimientos fascistas tendían a estimular las pasiones y prejuicios
nacionalistas, Alemania era considerada como el corazón y la única garantía de un futuro orden
europeo
Por otra parte, es evidente también que no todos los nacionalismos simpatizaban con el
fascismo la movilización contra el fascismo impulsó en algunos países un patriotismo de
izquierda,
Los radicales, socialistas y comunistas occidentales de ese período se sentían inclinados
a considerar la era de la crisis mundial como la agonía final del sistema capitalista. La
burguesía, enfrentada a unos problemas económicos insolubles y/o a una clase obrera cada vez
más revolucionaria, se veía ahora obligada a recurrir a la fuerza y a la coerción, esto es, a algo
similar al fascismo.
Allí donde los gobiernos pueden redistribuir lo suficiente y donde la mayor parte de los
ciudadanos disfrutan de un nivel de vida en ascenso, la temperatura de la política democrática
no suele subir demasiado.
Pero, como demostró la Gran Depresión, esto es sólo una parte de la respuesta. Una
situación muy similar —la negativa de los trabajadores organizados a aceptar los recortes

63
impuestos por la Depresión— llevó al hundimiento del sistema parlamentario y, finalmente, a la
candidatura de Hitler para la jefatura del gobierno en Alemania, mientras que en Gran Bretaña
sólo entrañó el cambio de un gobierno laborista a un «gobierno nacional» (conservador).
La vulnerabilidad de la política liberal estribaba en que su forma característica de
gobierno, la democracia representativa, demostró pocas veces ser una forma convincente de
dirigir los estados.
La primera de esas condiciones era que gozara del consenso y la aceptación generales.
Pero en el período de entreguerras muy pocas democracias eran sólidas. Lo cierto es que hasta
comienzos del siglo XX la democracia existía. La crisis es el rasgo característico de la situación
política de los estados en la era de las catástrofes.
La segunda condición era un cierto grado de compatibilidad entre los diferentes
componentes del «pueblo», cuyo voto soberano había de determinar el gobierno común. Sin
embargo, en una era de revoluciones y de tensiones sociales, la norma era la lucha de clases
trasladada a la política y no la paz entre las diversas clases. La intransigencia ideológica y de
clase podía hacer naufragar al gobierno democrático.
La tercera condición que hacía posible la democracia era que los gobiernos democráticos
no tuvieran que desempeñar una labor intensa de gobierno. Los parlamentos se habían
constituido no tanto para gobernar como para controlar el poder de los que lo hacían. Eran
mecanismos concebidos como frenos. La sociedad burguesa decimonónica asumía que la mayor
parte de la vida de sus ciudadanos se desarrollaría no en la esfera del gobierno sino en la de la
economía autorregulada y en el mundo de las asociaciones privadas e informales («la sociedad
civil»). Pero en el siglo XX se multiplicaron las ocasiones en las que era de importancia crucial
que los gobiernos gobernaran.
La cuarta condición era la riqueza y la prosperidad. Las democracias de los años veinte
se quebraron bajo la tensión de la revolución y la contrarrevolución (Hungría, Italia y Portugal)
o de los conflictos nacionales (Polonia y Yugoslavia), y en los años treinta sufrieron los efectos
de las tensiones de la crisis mundial.

64
Carta de Víctor Serge a Andreu Nin
(7 de agosto de 1936)

Desde 1917, me parece que tenéis una misión excepcional que cumplir en el Occidente
enfermo. La gran enfermedad de Occidente, esta descomposición del viejo régimen sobre el cual
nacen fascismos, es, al fin y al cabo, la debilidad de la clase obrera. En ninguna parte, salvo
durante algunos años en Rusia, nuestra clase ha estado a la altura de su misión. Pero su
debilidad se explicaba por la sangría que le había afligido la guerra. Pero el proletariado español
no ha sufrido esa sangría espantosa, ha conservado todas sus fuerzas vivas.
Hay que contar con los acontecimientos para conseguir hombres nuevos, para formar en
la hoguera misma el verdadero partido de la revolución llamado a asumir todas las
responsabilidades. Hombres de todos los partidos, de todas las tendencias y de ninguna, lo
formarán sin pensar demasiado en ello y prodigándose en la acción cotidiana. La propaganda
debe dirigirse especialmente a estos nuevos militantes, con un espíritu fraternal, decidido a
disminuir todo lo que divide y a fortificar todo lo que une.
Yo me pregunto cómo os planteáis el problema del poder. Muchos querrían ahogarlo en
la defensa de la República. La causa que se halla realmente en juego es la de la clase obrera y
del socialismo. Yo creo que ya no se trata de volver al punto de partida y que los elementos
sinceramente republicanos de la pequeña burguesía y la burguesía misma, deben comprenderlo.
Sólo la clase obrera puede vencer al fascismo: una democracia que ya no será una trampa. Ella
puede y debe comenzar a curar sus heridas, a suprimir la miseria, a transformar la sociedad.
Ahora, a conservar las armas recordando las experiencias de 1848 y de siempre: el pueblo
lucha en las barricadas y después los políticos escamotean el poder y hacen asesinar a las
vanguardias revolucionarias. Así se fundan generalmente las repúblicas burguesas.
La clase obrera debe controlarlo todo por medio de sus organizaciones y la iniciativa de
todos: el poder, la producción, el ejército, el abastecimiento, las comunicaciones. El Frente
Popular no será útil sino en la medida en que esté controlado por la clase obrera.

65
Causas de la guerra de España
Manuel Azaña

El gobierno republicano se encontró en esta situación: por un lado, tenía que hacer
frente al movimiento que desde las capitales y provincias ocupadas tomaba la ofensiva contra
Madrid; y por otro, a la insurrección de las masas proletarias, que sin atacar directamente al
gobierno, no le obedecían. La amenaza más fuerte era sin duda el alzamiento militar, pero su
fuerza principal venía, por el momento, de que las masas desmandadas dejaban inerme al
gobierno frente a los enemigos de la República. Reducir aquellas masas a la disciplina, hacerlas
entrar en una organización militar del Estado, con mandos dependientes del gobierno, para
sostener la guerra conforme a los planes de un Estado Mayor, ha constituido el problema capital
de la República.
El gobierno desligó de la obediencia a sus jefes a todos los soldados, pensando dejar sin
tropas a los directores del movimiento. Este decreto, naturalmente, no fue obedecido en las
ciudades ya dominadas por los militares, pero sí en las importantes plazas de poder del
gobierno. Bastantes se sumaron a las columnas de voluntarios que iban a combatir a los
frentes. Los oficiales profesionales eran sospechosos, y la tropa, formada en su mayoría por
proletarios, se inclinaba a escuchar las consignas de sus sindicatos y de sus partidos, con
preferencias a las de sus jefes.
El gobierno republicano dio armas al pueblo para defender los accesos a la capital. Se
repartieron algunos miles de fusiles. Pero las masas asaltaron los cuarteles y se llevaron las
armas. Al comienzo de una guerra que se anunciaba terrible, las masas alucinadas destruían los
últimos restos de la máquina militar, que iba a hacer tanta falta. Pocas personas medían la
importancia del alzamiento y la gravedad de la situación. Muchos la recibían como una
coyuntura favorable. El espíritu revolucionario de ciertos grupos sociales, antes el Estado
impotente creyó llegada su hora, y aunque no se apoderó del mando, a fuerza de indisciplina lo
paralizó.
Su alistamiento y otras medidas del gobierno encaminadas a formar un ejército regular,
eran mal recibidas por los sindicatos y por algunos partidos obreros. Millares y millares de
combatientes voluntarios prefirieron alistarse en las milicias populares, organizadas
espontáneamente por los sindicatos y los partidos. Nadie estaba sujeto a disciplina militar.
No había fusiles para todos. Muy pocas ametralladoras. Algunas piezas de artillería de
campaña. Irún se perdió por falta de municiones. Hasta septiembre de 1936, no llegó la primera
expedición de material: 17.000 fusiles que habían cruzado el Atlántico.
Sobre la arbitrariedad de las decisiones que las unidades de milicianos tomaban por su
cuenta, las anécdotas serían inacabables. No sabían manejar el arma, no sabían combatir, la
disciplina militar les parecía cosa anticuada e insoportable, los mandos inferiores no existían. A
fuerza de arrojo, de buena voluntad, muchas veces de heroísmo, hicieron cosas utilísimas para
la defensa, y como no había otras mejor pensadas y ejecutadas, eran insustituibles.
Cuando la no-intervención privó al gobierno de poder comprar material a la industria
extranjera, las medidas del gobierno para reorganizar un ejército regular se impusieron.
Empezó por decretar que todos los milicianos quedaban sometidos a la disciplina militar.
En 1936, eran masas de milicianos voluntarios, no demasiado numerosos, sin
instrucción, sin disciplina, sin cuadros, sin material, pero con espíritu levantado por el

66
entusiasmo político, creyentes en la victoria. En el curso de los años 1937-38, el ejército,
mejorando su organización y en lucha con esas dificultades internas, además de luchar con un
enemigo cada día más potente, dio muestras muy brillantes de eficacia y valor. Sin embargo, el
arrojo personal, o ciertas dotes de mando, no bastan para ponerse al frente de una gran unidad
o de un ejército en campaña.

La inmensidad del desastre que se abatía sobre España no era percibida claramente. A
mi juicio, la actitud del Estado frente al movimiento no podía ser otra que la de defender
íntegramente la legalidad constitucional republicana. Las querellas entre partidos, y sus
designios, por respetables y justificados que fuesen, debían suspenderse ante el peligro común
y aplazarse para pasado mañana.
Esta vez, en torno de los órganos del Estado, inerme, descoyuntado, se multiplicaron las
iniciativas de grupos, partidos y sindicatos; de provincias y regiones, de ciudades; incluso de
simples particulares. La situación, ya descrita, en cuanto a la defensa militar en los primeros
tiempos de la guerra, se repetía en el terreno político y social. Era difícil saber dónde se
acababa el “miliciano” y dónde empezaba el “responsable” de un servicio o de una empresa. En
el orden de la economía, esa tarea la tomaron por su cuenta los sindicatos.
Este movimiento tenía objetivos inmediatos, y otros, más lejanos para el día de la
victoria. No se contentaba con dominar el alzamiento, restablecer el orden y el funcionamiento
normal del Estado (objetivos del gobierno). La consigna de derrotar al “fascismo internacional”,
sumamente impolítica, era a todas luces irrealizable.

El gobierno republicano se hundió en septiembre de 1936. Durante aquellas semanas, el


optimismo causó estragos en la eficacia y la prontitud de la defensa. De entonces es la campaña
contra la formación de un ejército regular, sometido a la disciplina del Estado, porque tal
ejército, decían, iba a ser el instrumento de la contrarrevolución. La traición puede ser sofocada
y castigada, pero una alucinación colectiva se disipa difícilmente.
Los dos impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores, han sido
el odio y el miedo. Odio destilado lentamente, durante años, en el corazón de los desposeídos.
Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la “insolencia” de los humildes. Odio de las
ideologías contrapuestas, especia de odio teológico, con que pretenden justificarse la
intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra, y la temía. Miedo de ser
devorado por un enemigo en acecho. La humillación de haber tenido miedo, y el ansia de no
tenerlo más, atizaban la furia.
La guerra es todavía una fase de la política. Parte decisiva en el desmoronamiento del
gobierno republicano le cupo a la situación exterior. El gobierno, desde el comienzo, se halló en
la imposibilidad de comprar libremente armas en el extranjero. Esto hirió mortalmente al
gobierno, que se encontró sin armas que dar a las milicias, y en mala postura antes la opinión.
Los reveses de la campaña hicieron comprender a todos la necesidad de tomar la guerra
en serio, y prestaron al gobierno el resorte necesario para imponer un cambio de conducta, pero
a costa de demasiado tiempo. El nuevo gobierno sometió a todos a la disciplina militar y
comenzó la organización metódica de las fuerzas.
Es seguro que, después de los italianos y los alemanes, no han tenido los “nacionalistas”
mejor auxiliar que todos aquellos creadores de una economía dirigida, o más bien, secuestrada

67
por los sindicatos. Por la doctrina y por la táctica que lo han formado, una gran parte del
sindicalismo español estaba habituada a considerar al Estado como su enemigo irreconciliable,
cuyo aniquilamiento era el paso preliminar para la emancipación personal y social.

68
Breve cronología de la Segunda República y Guerra civil de España (1923-
1939)

La dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923-1930)


Primo de Rivera se convirtió en Jefe de Gobierno y único Ministro. Entre 1923 y 1925
fue acompañado por un Directorio Militar cuya finalidad era "poner España en orden" para
devolverla después a manos civiles.
En el plano económico y social, la dictadura propició el desarrollo industrial e intentó
organizar un régimen corporativo. Una coyuntura internacional favorable, permitió, al inicio de
la dictadura, fortalecer el crecimiento industrial.
La dictadura reprimió el sindicalismo de la CNT y el PCE recién creado, pero se toleró a
la UGT y al PSOE, para poder mantener cierto contacto con los dirigentes obreros. Con la CNT
prácticamente desarticulada, el anarquismo sufrió la escisión de su sector más radical que creó
la Federación Anarquista Ibérica (FAI). El estado creó la Organización Corporativa Nacional, que
integraba a obreros y patronos en comités paritarios agrupados por oficios y profesiones.
El fin exitoso de la guerra en Marruecos en 1925 le dio popularidad al dictador.
En el campo político-institucional, a partir del golpe, se suspendió la Constitución. Una
vez afianzada, la dictadura impulsó la creación de la Unión Patriótica como partido único.
En enero de 1930, debilitado por las consecuencias negativas de la crisis económica y
consciente de la creciente oposición a su dictadura, dimitió a finales de ese mismo mes.

Caída de la monarquía (enero 1930-abril 1931)


En este período fueron jefes de gobierno: Berenguer (enero de 1930—febrero de 1931)
y Bautista Aznar (febrero—abril de 1931). Ninguno de ellos pudo resolver las tensiones internas.
En agosto de 1930, organizaciones republicanas junto con grupos separatistas catalanes
y miembros del PSOE suscribieron el Pacto de San Sebastián. De la reunión nació un comité
revolucionario.
Los partidos republicanos obtuvieron una gran mayoría en las capitales de provincia. El
67% del electorado se pronunció a favor de la unión republicano—socialista y en contra de la
monarquía. Ante esos resultados, el rey Alfonso XIII decidió abdicar y partió para el exilio.

La República (abril 1931-julio 1936)


1. El gobierno provisional y la Constitución de 1931 (abril-diciembre 1931)
El 14 de abril se instaló un gobierno provisional presidido por Niceto Alcalá Zamora y
formado por republicanos de izquierda y derecha, socialistas y nacionalistas que convocó a
elecciones para las Cortes Constituyentes. Los comicios celebrados el 28 de junio dieron
mayoría a la coalición Republicana Socialista, ya representada en el gobierno provisional que
continuó en funciones.
Esta ley fundamental reconoció los derechos y libertades individuales distintivos de un
régimen liberal aunque como novedad, incluyó compromisos sociales, en virtud de los cuales, el
estado debía asegurar el acceso general a la educación, la sanidad y la vivienda. Reconoció la
posibilidad de que el estado expropiase posesiones particulares en nombre del bienestar social
en base a este principio se puso en marcha una tibia reforma agraria. También aceptó el
reconocimiento del derecho a la autonomía para las regiones que lo solicitasen. Se estableció

69
que el estado español no tenía religión oficial. El marcado laicismo del nuevo régimen generó el
rechazo de los partidos de derecha.

2. El bienio reformista (diciembre de 1931 a noviembre de 1933).


Con el apoyo de los diputados socialistas en las Cortes, se puso en marcha una serie de
medidas destinadas a consolidar el régimen republicano.
Se aprobó la reforma militar que redujo el alto número de oficiales. Con la “jubilación”
masiva se pretendió limpiar el ejército de los altos mandos más reacios a aceptar la República.
La Ley de Reforma Agraria de 1932 se basó en el reconocimiento de la existencia de
enormes propiedades mal explotadas o sin explotar. El Instituto de Reforma Agraria expropiaría
estas tierras y se encargaría del reparto e instalación en las mismas de los cientos de miles de
jornaleros que malvivían sobre todo en la mitad sur de España. Las expectativas generadas por
la ley junto con su reducido impacto alentaron la indignación de los sectores más postergados
que fueron movilizados principalmente por los anarquistas. Estos hechos erosionaron la
popularidad del gobierno de izquierdas. Azaña renunció poco después.
La izquierda más radical, especialmente los anarquistas, criticó el carácter moderado de
las reformas que, en última instancia, según estos sectores, respondían a los intereses de la
burguesía.
El gobierno se vio obligado a convocar nuevas elecciones en noviembre de 1933. En el
campo de la derecha se aparecieron tres nuevos grupos: CEDA, Renovación Española, Falange
Española, mientras que el centro-izquierda se presentó fragmentado en múltiples grupos y los
anarquistas llamaron a la abstención.

3 El bienio radical-cedista o bienio conservador (noviembre 1933-febrero 1936)


En virtud del triunfo de las fuerzas de centro-derecha, el presidente de la República,
Alcalá-Zamora llamó a formar gobierno a Alejandro Lerroux líder del partido Radical
Republicano. En este período no se llegó a reformarse la Constitución. La derecha cumplió sus
promesas de paralizar la reforma agraria, hubo devoluciones de tierras a sus antiguos
propietarios y la Iglesia recuperó parte de sus privilegios perdidos.
La tensión subió cuando en 1934 entraron en el gobierno los primeros ministros de la
CEDA. En forma conjunta, la UGT y la CNT seguidas por los comunistas y socialistas llamaron a
la huelga general contra el gobierno. El balance de las jornadas de octubre de 1934 fue
dramático: más de mil trescientos muertos.
Después de la revolución de octubre, se incrementó el número de ministros de la CEDA,
nombró al general Franco como jefe del Estado Mayor.
Dañado por un escándalo de corrupción, perdió credibilidad y fue destituido. En enero de
1936 se disolvían las Cortes y se convocaban nuevas elecciones para el 16 de febrero.
Los líderes de centro-izquierda convocaron a la formación del Frente Popular.
Confluyeron los partidos republicanos de izquierda, los socialistas, la Esquerra Republicana de
Catalunya y los comunistas, mientras que los anarquistas decidieron no boicotear las elecciones.
También la situación internacional contribuyó a unir fuerzas en defensa de la República: la
represión del movimiento obrero y los fuerzas de izquierda en la Alemania nazi, el ataque a la
socialdemocracia austriaca, el giro de la III Internacional y el ejemplo del frente en Francia.

70
4. El Frente Popular
La victoria del Frente Popular se basó en su predominio en las ciudades y las provincias
del sur y la periferia. Desde el primer momento prevaleció un clima social signado por los
reclamos de prontas reformas sociales, ocupaciones de fincas en el sur y huelgas obreras. A la
reacción contra las fuerzas que habían dirigido y apoyado el bienio conservador se sumaron las
divisiones en el campo de la izquierda. Anarquistas y socialistas enfrentados. En el seno del
PSOE dos tendencias. En la derecha prevalecieron las voces anunciando la necesidad de recurrir
a las armas para acabar con un gobierno que “gobierna contra España”.
Un avión trasladó a Franco desde Canarias a Marruecos para ponerse al frente de las
tropas africanas. Los pronunciamientos deberían ser simultáneos en todas las capitales de
provincias, pero su fracaso en algunas de las más importantes ciudades españolas transformó
un golpe de estado en una larga guerra civil.

La guerra civil (julio 1936-abril 1939)


Los militares triunfaron en las zonas donde fueron más votadas las candidaturas de
derechas en las elecciones de febrero de 1936. La división del país en dos zonas inició la guerra
civil.
La zona nacional contaba con las reservas de cereal y ganado de Castilla y Galicia y las
minas de carbón leonés y de Riotinto en Huelva. Ante todo, tenía un ejército mucho más
preparado que incluía divisiones íntegras en Castilla, Galicia y Andalucía y, sobre todo, el
Ejército de África, la Legión y los Regulares. La zona republicana controlaba las regiones
industriales, y contaba con el trigo en La Mancha y los productos de las huertas levantinas.
También pudo disponer de las reservas de oro del Banco de España. Sin embargo, las unidades
del ejército quedaron prácticamente desarticuladas.
El fracaso del golpe militar desencadenó en la zona republicana una extendida y
profunda movilización social. Inicialmente, el gobierno central perdió el control de la situación y
el poder real quedó en manos de comités y milicias organizados por los partidos y sindicatos de
izquierda. Estos comités pasaron a controlar factores esenciales de la economía.
Entre septiembre de 1936 se estableció un gobierno de unidad, presidido por el
socialista y con ministros del PSOE, PCE, Izquierda Republicana, grupos nacionalistas vascos y
catalanes y al que se sumaron, en noviembre, dirigentes anarquistas. Los grupos de izquierda al
frente de los comités obreros y las milicias a menudo se enfrentaban entre sí, especialmente los
anarquistas con los socialistas y comunistas. En la zona republicana confrontaron básicamente
dos propuestas. Por un lado, la CNT-FAI y POUM quienes emprendieron la inmediata
colectivización de tierras y fábricas y sostuvieron que la revolución y la guerra debían ir de la
mano. Por otro lado, el PSOE y el PCE intentaron restaurar el orden, concentrar la toma de
decisiones en el gobierno central y formar un ejército disciplinado. La ayuda soviética llevó a
que los comunistas pasaran de ser un grupo minoritario a ser una fuerza muy influyente.
Aunque ya era tarde para cambiar el signo de la guerra, a partir de ese momento se impuso
una mayor centralización en la dirección de la economía y se terminó de construir el Ejército
Popular, acabando con la indisciplina de las milicias.
En el marco de la guerra civil también se hizo sentir la represión del estalinismo sobre
aquellos a quienes identificó como trostkistas y denunció como “agentes del imperialismo”.

71
En el bando nacional el poder quedó en manos de un grupo de generales que
establecieron un estado autoritario y militarizado. El ejercicio de la violencia fue básicamente
organizado y controlado por las autoridades militares. Esto no impidió que grupos falangistas
protagonizaran ejecuciones por cuenta propia.
En octubre de 1936, Franco fue designado Jefe del Gobierno del Estado español. En
adelante, el Caudillo estableció una dictadura personal. La España franquista adoptó el modelo
de partido único, pero a diferencia del fascismo italiano y del nacional-socialismo alemán,
careció de una base social movilizada a su favor. El poder del nuevo régimen se basó en el
apoyo del ejército y de la iglesia Católica.
Los acontecimientos internacionales: el Pacto de Munich en septiembre de 1938, la
retirada de las Brigadas Internacionales, la disminución de la ayuda soviética; y los internos: la
caída de Cataluña, reforzaron la idea de que la guerra estaba perdida. En marzo de 1939 el
coronel Casado desalojó del poder a Negrín para terminar con la guerra. Una larga dictadura
vino a sustituir al ensayo democrático de la segunda república.

La dimensión internacional del conflicto


La guerra civil española fue uno de los conflictos del siglo XX con más profunda
repercusión internacional. Se entrecruzaron los intereses estratégicos de las potencias y el
compromiso ideológico de las grandes corrientes políticas de la época.
La desigual ayuda exterior recibida por ambos bandos fue uno de los factores que
explican la victoria de los nacionales. El bando golpista obtuvo desde un primer momento una
decidida contribución de los gobiernos nazi y fascista. La ayuda soviética comenzó a llegar a
tiempo para ayudar en la defensa de Madrid. Sin embargo, fue más dispersa y de menor calidad
que la enviada a Franco. Las Brigadas Internacionales estuvieron constituidas por grupos de
voluntarios, no todos comunistas, pero reclutados por la Internacional Comunista en muchos
países del mundo.
Las principales democracias esgrimieron una neutralidad engañosa desde el momento
que no controlaban el importante abastecimiento de recursos militares a las fuerzas golpistas.
La posición del Reino Unido acompañado por Francia se enmarcó en su ilusoria búsqueda de una
política de conciliación con Hitler.

72
La transformación del Estado
Alfredo Rocco

Las imponentes realizaciones de la República Fascista tienen como punto central y


fundamental la transformación del Estado. Esta transformación se ha operado gradualmente,
pero sin detenerse, desde el día de la marcha sobre Roma. Sin embargo, se pueden distinguir
dos fases, separadas entre sí por una fecha histórica. A partir del momento en que el fascismo
asumió el gobierno, emprendió una serie de reformas vastas y radicales: la gran reforma
escolar debía educar no sólo al intelecto, sino también el alma, por su fundamento religioso y
nacional destinado a formar la Italia nueva. Muy importantes son las reformas financieras; el
orden jerárquico de la burocracia fue reformado también; la administración de justicia recibió
amplias y substanciales reformas.
Una vasta reforma legislativa en el orden constitucional debía estar precedida por una
profunda transformación del espíritu público, para ser fuerte y eficaz. Por su inmensa fuerza de
adiestramiento, el fascismo obró sobre el espíritu de los italianos y regeneró rápidamente la
vida pública nacional. Entonces llegó para el fascismo el momento de gobernar por sí mismo.
Sobre las ruinas del Estado liberal democrático se levantó el Estado fascista, cuyo
edificio, sólido y preciso, sería completado de manera rápida. La creación de un Estado dotado
de una autoridad en verdad soberana que domina todas las fuerzas existentes en el país, y que,
al mismo tiempo, está en perpetuo contacto con las masas, dirige sus aspiraciones, las instruye
y vela por sus intereses: he ahí la concepción política del fascismo.
Fuera de Italia y particularmente en los países anglosajones, el Estado liberal
democrático había podido expandirse e incluso lograr grandes realizaciones porque había
encontrado en las condiciones sociales y políticas de los pueblos correctivos que nos faltaban.
Existe una gran tradición nacional, y la idea del Estado está fortalecida a través de siglos de
luchas libradas por el Estado para sostener su supremacía. Todas estas condiciones faltaban en
Italia. El Estado liberal, en Italia y en las condiciones indicadas, se mantenía penosamente, y su
debilidad aumentaba a medida que el desenvolvimiento de la vida nacional suscitaba la
organización de fuerzas nuevas en el país. Minado por todas partes, el Estado liberal no podía
resistir y no resistió. Después de la guerra vino un período de anarquía completa.
Este penoso período de anarquía fue cerrado por el advenimiento del fascismo, el que,
trayendo de nuevo el orden y la disciplina al país, debía por necesidad encaminarse a la
transformación del Estado según su propia doctrina fundamental, que es una doctrina
eminentemente social. La sociedad debe ser considerada en la continuidad de su existencia, que
desborda a la de los individuos. Para llegar a la realización de sus propios fines, la sociedad
debe servirse de los individuos como medios.
El Estado fascista tiene su moral, su religión, su misión política en el mundo, su función
de justicia social. (Concepto peronista de Justicia social) La fuerza del Estado debe, por
esto, sobrepasar a toda otra fuerza, lo que equivale a decir que el Estado debe ser
verdaderamente soberano, dominar todas las fuerzas existentes en l país, ordenarlas,
encuadrarlas, dirigirlas hacia los fines superiores de la vida nacional.
La verdadera reforma constitucional comenzó en 1925 con la ley sobre las atribuciones y
prerrogativas del Jefe de Gobierno, Primer Ministro, Secretario de Estado. Fue seguida por la ley
sobre la facultad al poder ejecutivo de poder promulgar reglas jurídicas. Las dos primeras leyes

73
marcan el predominio del Poder Ejecutivo que es la expresión más natural del Estado, órgano
esencial y supremo por su acción. Después de largos años, la práctica constitucional había
modificado al Estatuto, dando al Parlamento, y sobre todo a la cámara electiva, la totalidad de
poderes. El sistema, mal que bien, pudo funcionar en tanto la cámara tuvo mayoría
relativamente homogénea; pero cuando por la imprudente introducción de la representación
proporcional en el sistema electoral ningún partido tuvo la mayoría, vino irremediablemente la
crisis. La unidad del gobierno ha sido reconstruida por el fascismo con un sentido
completamente diferente, mucho más enérgico y decisivo. En la realización del gobierno
fascista, la unidad del gabinete es resultado de una verdadera unidad de dirección y de acción,
firmemente asegurada por el jefe del gobierno.
El gobierno parlamentario nació cuando el sufragio estaba restringido y las fuerzas del
Estado se hallaban prácticamente a merced de ciertas minorías burguesas intelectuales. Estas
minorías, que votaban y gobernaban, constituyen en sustancia las únicas fuerzas activas del
país, porque la vida social era entonces muy simple, eran escasas las oposiciones de intereses
entre las clases y las masas carecían de conciencia política y estaban ausentes. Las cámaras,
elegidas por sufragio universal, se convirtieron en la representación puramente numérica de los
electores y no podían ser la expresión exacta de las fuerzas políticas existentes en el país ni,
como consecuencia reflejar la verdadera situación nacional.
La ley sobre la facultad del poder ejecutivo de promulgar reglas jurídicas determina los
límites entre la actividad del Parlamento y la del Poder Ejecutivo en el orden legislativo.
Combatiendo la degeneración parlamentaria y electoral del Estado y afirmando la necesidad de
un Estado fuerte, el fascismo jamás ha desconocido la utilidad de una colaboración del
parlamento. El dogma de la soberanía popular, en materia electoral, acabo por resolverse en la
práctica en el dogma de la soberanía de las pequeñas minorías compuestas de intrigantes y
demagogos. La sociedad no es una pura suma de hombres: es la resultante de una serie de
agrupamientos que se cruzan y coexisten orgánicamente. Son los pequeños organismos, en los
cuales se forma el individuo y de los cuales extrae una buena parte de las razones de su vida
espiritual, los que caracterizan a la vida nacional. Es evidente que un buen sistema electoral
debe apoyarse ante todo sobre el concurso de las fuerzas organizadas del país.
La organización sindical y corporativa de la nación ha dado una nueva base a la
sociedad italiana, ya no constituida sobre el atomismo individualista de la filosofía que inspiró a
la Revolución Francesa, sino sobre la base de una concepción verdaderamente orgánica de la
sociedad que no puede desconocer las diferencias cualitativas que existen entre quienes la
componen. En efecto, la sociedad italiana se ha organizado sobre la base profesional, lo que
equivale a decir que se rige sobre la base de la función productiva ejercida por cada uno.
La cámara electiva ya no es, bajo el régimen fascista, la cámara de los regímenes
liberales democráticos, expresión de una inexistente voluntad de una masa amorfa e
indiferenciada: es la cámara surgida del sufragio organizado cercano al alma del pueblo,
instrumento activo y consciente de los destinos de la nación.
El Estado fascista tiene deberes muy vastos, que la doctrina liberal juzgaba ajenos al
Estado. Por eso el Estado fascista es no sólo un Estado de autoridad, sino, sobre todo, un
Estado popular. Según la concepción totalitaria del fascismo, el Estado debe presidir y dirigir la
actividad nacional en todas sus ramas. Ninguna organización, ni política ni moral ni económica,

74
puede permanecer fuera del Estado. Es por esto que el fascismo se ha acercado al pueblo,
educándolo política y moralmente y organizándolo.
La institución fundamental del régimen es el partido, organización eminentemente
política, centro director y propulsor de toda otra actividad. Ningún aspecto de la vida nacional se
escapa a esta sabia disciplina, gracias a la cual puede decirse que verdaderamente, todo el
pueblo italiano participa en la vida nacional de un modo efectivo.

75
La economía fascista
Giuseppe Tassinari

El contraste profundo y sustancial que separa al fascismo del liberalismo se refleja de


manera característica en el campo económico. El fascista considera uno de sus deberes más
perentorios y precisos el de regular y determinar el desarrollo espiritual de la colectividad,
negando resueltamente que del libre y confuso choque de las fuerzas individuales pueda
originarse la forma más perfecta y elevada de la vida civil. Es un Estado que no se mantiene
ajeno a los problemas de la economía, sino que, por el contrario, los estudia, promueve,
encauza y frena. Es que no concibe que haya divorcio entre la política y la economía, y más bien
que ésta depende de aquélla.
La segunda hornada de los economistas liberales fue menos extremista que la primera y
empezó a abrir la puerta de la intervención del Estado en la economía. Debemos recordar que
quien dice liberalismo dice individuo, y quien dice fascismo, dice Estado. El Estado fascista no
entiende injerirse directamente en el hecho económico sino controlarlo a fin de que se
desenvuelva de acuerdo con los intereses de la colectividad. Precisamente de esta concepción
política del Estado, deriva la concepción económica de la corporación.
El Estado fascista, políticamente revolucionario, anticipa la solución de problemas
comunes a todos los países, en economía revela de manera inequívoca su carácter moral e
histórico.
El análisis histórico del capitalismo hecho por el Duce, distingue tres períodos: el de su
desarrollo, el de su mayor potencia y el de su declinación.
El primer período es el que abarca de 1830 a 1870, coincide con la aparición de la
locomotora. Nace la fábrica, manifestación típica del capitalismo industrial. Es tiempo de la ley
de la libre competencia, la lucha de todos contra todos. El período en el que la ciencia, que
había logrado arrancar a la naturaleza sus secretos, pone a disposición del hombre formidables
medios de conquistas y dominios. Las posibilidades de los mercados son muy grandes, y en el
extremo opuesto, la capacidad de producción es todavía muy limitada. Se caracteriza por la
ausencia del Estado en la vida económica.
El segundo período se inicia en 1870. El Duce ha demostrado que a partir de esta fecha
se advierten los primero síntomas de pesadez y las primeras desviaciones del mundo capitalista.
Caracterizan esta etapa los innumerables carteles, sindicatos y consorcios. Se inicia la era del
trust. La consecuencia de tal estado de cosas fueron de una importancia grandísima: la muerte
de la libre competencia. La capacidad de absorción del mercado no se desenvuelve
paralelamente a la creciente capacidad productiva. Restringidos notablemente los beneficios, las
empresas capitalistas se dan cuenta de que resulta más conveniente ponerse de acuerdo,
fundirse, dividirse los mercados, repartiéndose los beneficios. Esta economía capitalista
“trustificada” trata de influir sobre el Estado con el objeto de obtener favores, lícitos o ilícitos. Y
pide, ante todo, protección aduanera. El liberalismo queda herido de muerte.
El período que el Duce ha calificado de estático que empezó en 1870, tuvo su fin con la
guerra. Después de ésta y como consecuencia de ella, la empresa capitalista fue presa de la
inflación: empieza la decadencia. El capitalismo conducido al paroxismo no sabiendo ya cómo
justificar su existencia ni cómo encontrar los medios de vida indispensables para su actividad, y
resistiéndose, por otra parte a reconocer la nueva realidad de las cosas, se decide a crear una

76
utopía, la utopía del consumo ilimitado. El Jefe ha dicho que el ideal del supercapitalismo sería
la “standardización” del género humano desde la cuna hasta el ataúd. La empresa capitalista
deja entonces de ser un hecho puramente económico y se convierte en un hecho social. Éste es
el elemento en que la empresa capitalista, no pudiendo desenvolverse por las dificultades que la
oprimen, se hecha en brazos del Estado. El Estado tiene el deber de intervenir, porque la
empresa capitalista que estamos examinando no es exclusivamente una empresa económica
sino una entidad que interesa a la colectividad entera.
Italia debe seguir siendo una nación de economía mixta, con una fuerte agricultura, que
es la base de toda industria, pequeña o mediana; una banca que no se entregue a
especulaciones y un comercio que sepa cumplir de modo adecuado con su insustituible
cometido, que no es otro que el de poner rápida y racionalmente los productos en manos del
consumidor.
Conviene examinar la profunda antítesis que existe entre el fascismo y el socialismo. La
doctrina fascista, antes que todo, niega el materialismo histórico, en torno al cual giran las
concepciones políticas y económicas del socialismo, pues según la doctrina marxista, en la vida
del hombre sólo tienen importancia los hechos económicos, que son los únicos que pueden
promover nuevas formas de vida civil y determinar nuevos aspectos y configuraciones en la
sociedad. El fascismo cree en la santidad y en el heroísmo, es decir en actos en que no
interviene ningún motivo económico mediato o inmediato.
La lucha de intereses ha sido y es uno de los principales agentes de las
transformaciones sociales, pero no puede ser concebida como móvil exclusivo de la evolución
social. Aceptar semejante concepción de la vida equivale a anular toda clase de energías
morales y reconocer la incapacidad del hombre para crear su historia.
El socialismo demuestra una sorprendente ingenuidad doctrinaria y una aterradora
esterilidad política. El socialismo pretendía alcanzar el ideal materialista del mayor bienestar
posible para todos los componentes de la colectividad creyendo que así se obtendría la felicidad.
En opuesta posición, el fascismo afirmó desde hace tiempo su fe en la iniciativa privada
como factor de la producción económica que no puede suprimirse. Pero en el fascismo la
iniciativa privada no tiene libertad para desenvolverse a su antojo y dominar el campo
económico por distintos procedimientos, sino que es una iniciativa privada regulada controlada y
disciplinada por el Estado, que la admite y defiende, ampara y alienta, no para que sea la
riqueza de quien la ejerce y nada más, sino para que sus fines coincidan con las necesidades y
los fines del Estado.
Exalta la virtud del ahorro como medio dedicado a aumentar la potencia económica de
la Nación. La doctrina fascista reconoce asimismo la fundamental función de la propiedad
privada, la cual ya no es conceptuada a la manera liberal sino que es entendida como una
función social, y su ejercicio, por ende, está limitado por leyes que supeditan el interés del
individuo al interés del Estado.
Ya no se considera al trabajo como una mercancía que se vende en el mercado de
trabajo, y el salario ya no es un precio que deriva del producto ofrecido y el producto
demandado. Es un derecho y no una concesión. (Noción peronista del trabajo como
derecho)

77
El Estado Nazi: ¿Un Estado excepcional?
Ian Kershaw

El concepto de Estado de Max Weber sostiene que es “un orden administrativo y jurídico
susceptible de cambio mediante medidas legales (…) que reivindica una autoridad vinculante
(…) sobre toda acción que tenga lugar en su zona de jurisdicción, (…) una organización
coercitiva con una base territorial (…) donde el uso de la fuerza sólo se considera legítimo en la
medida en que es permitido por el Estado o prescrito por él”; y considerando este concepto
como base del estado “normal”, que reside en la autoridad “legal” ejecutada a través de un
marco racional y burocrático. La posibilidad de que ese Estado se mantenga dependerá de su
“poder estructural”: La capacidad del Estado para penetrar en la sociedad civil y aplicar
logísticamente decisiones políticas en todo ese ámbito. En el capitalismo moderno, un Estado
basado en el poder despótico puede considerarse por tanto un “Estado excepcional”
La naturaleza, el grado y las causas de su excepcionalidad siguen siendo, no obstante,
cuestiones sumamente polémicas. Podemos distinguir tres grandes grupos de enfoques
interpretativos, a los que denominaremos liberal, marxista y estructuralistas,
Bajo el epígrafe de enfoques “liberales” existen varias interpretaciones. Un rasgo
característico es su escasa teorización sobre la naturaleza del Estado, sobre su relación con la
economía o sobre la autonomía del ejecutivo político. Por lo general, se supone implícitamente
que la esfera política de cualquier sistema disfruta de primacía sobre la economía, que el poder
ejecutivo del Estado es autónomo y que normalmente existe una diferencia clara entre la esfera
pública y la privada. Según esta perspectiva, el papel de primeros actores de la escena política
adquiere una extraordinaria significación, de tal modo que, en el caso del Tercer Reich, Hitler se
convierte en el principal foco de atención, mientras que las explicaciones de la naturaleza del
régimen nazi giran en torna las intenciones, las convicciones ideológicas y el control dictatorial
del führer.

CONCEPTO DE TOTALITARISMO
Cuando se adopta una postura teórica, ésta depende casi invariablemente del concepto
de totalitarismo. La vinculación de la especificidad hitleriana del nazismo con una teoría
totalitaria equivale, en nuestro contexto, a decir que la singularidad del Estado nazi puede
atribuirse a la ideología de su líder y a las políticas que emanaron de ella, mientras que su
excepcionalidad era la de una clase de Estado llamado “totalitario! Y podía distinguirse en sus
instrumentos de gobierno por rasgos que también caracterizaban a la Unión Soviética,
especialmente durante el régimen de Stalin.
Esta marcada tendencia a centrarse en Hitler supone un grado de autonomía para el
factor de la personalidad que reduce los componentes no personales de una explicación a una
significación superflua.
En contraste con estos enfoques, algunos análisis marxistas parecen haber profundizado
más en el carácter excepcional del Estado nazi. Los enfoques marxistas-leninistas tradicionales,
procedentes de los teóricos de la KOMINTERN de entreguerras. Al describir el Estado nazi como
la dictadura terrorista del capital financiero, con Hitler como instrumento de los intereses
capitalistas, tienen evidentes dificultades para explicar la prioridad otorgada, como muy tarde,
en la parte central de la guerra a objetivos ideológicos irracionales, en particular el exterminio

78
de los judíos. Las variantes marxistas procedentes de modelos de bonapartismo o de las teorías
del Estado de Gramsci son mucho más valiosas para el análisis que ahora nos ocupa.
Los análisis marxistas no ortodoxos impresionan por sus esfuerzos intelectuales para
comprender la naturaleza del nuevo tipo de peligro político al que se enfrentaban. Al reconocer
el papel del outsider político en un contexto de punto muerto en la lucha de clases, al
comprender la autonomía del partido de masas fascista (frente a considerarlo únicamente una
creación del gran capital), estas teorías supusieron un avance significativo con respecto a otros
intentos de comprender la toma del poder por el fascismo. La autonomía bonapartista su
máxima expresión en algunos de los escritos de Bauer. La excepcionalidad del Estaco nazi se
basaba en la crisis del capital en una coyuntura concreta de la lucha de clases en la que,
temporalmente, el capital y el trabajo estaban en una posición de equilibrio y en la que, por lo
tanto, una tercera fuerza, llevada hacia el poder por los intereses capitalistas, pudo desarrollar
un alto grado de autonomía respecto de esos intereses.

EL LEGADO DE GRAMSCI
La crisis general del Estado Gramsci la analizó desde el punto de vista de la crisis de
control o hegemonía de las clases dominantes. Otra característica significativa fue la inclusión
por Gramsci del “cesarismo” como expresión de la solución concreta en la que a una gran
personalidad se le confía la misión de “arbitraje” en una situación histórico-política caracterizada
por un equilibrio de fuerzas que se encamina hacia la catástrofe.
En su desarrollo de la teoría de Gramsci, Poulantzas mantenía que la función precisa del
Estado fascista era actuar como mediador en el restablecimiento de la dominación y la
hegemonía políticas de los grupos dirigentes amenazados en la crisis general. Analizaba el
fascismo como instrumento de la ofensiva de la burguesía después de una derrota previa de la
clase trabajadora. Aún aceptando que el poder del estado siempre ha disfrutado de una
autonomía relativa de la esfera económica, el Estado fascista no consiguió incrementar su
independencia del capital sino que se limitó a reorganizar la dominación del capital monopolista.
Así, la excepcionalidad del Estado fascista no se distinguía por el alcance de su intervención en
la esfera económica, sino por las formas que empleaba, los cambios radicales en los aparatos
ideológicos estatales y su relación con el aparato represivo del Estado.
La crisis política general que precedió al fascismo fue también una crisis de la ideología
dominante, por lo que el Estado excepcional era necesario tanto para limitar mediante la
represión la “distribución” del poder a través de los aparatos del Estado “normal”, como para
legitimar esta represión mediante la intervención ideológica abierta, la restricción y el control
con el fin de organizar y consolidar nuevamente la ideología dominante.
ECONOMÍA Y POLÍTICA
Para Sohn-Rethel, la excepcionalidad del Estado nazi era resultado del carácter
excepcional de la crisis capitalista. La única fórmula para que la burguesía alemana se
recuperase consistía en volver a una modalidad de acumulación capitalista más “absoluta” que
sólo podía lograrse mediante el poder del Estado para producir un nivel elevado de represión y
“saqueo” inequívocos. La dominación política dependía de que se siquiera la lógica de la
acumulación ilimitada y “absoluta” de capital y, por tanto, la dominación del gran capital.
En este caso, el punto débil estriba en que, en el fondo, sigue siendo una interpretación
economicista. El énfasis economicista normal y la comprensible ansiedad por evitar las

79
interpretaciones personalistas han llevado generalmente a cierta reticencia a emprender un
análisis sistemático del papel de Hitler y a reducir de modo exagerado su significación.
El análisis marxista también manifiesta escaso interés por los cambios significativos que
se dieron en el seno del cartel del poder del Tercer Reich. Estas consideraciones han constituido
varias obras importantes y muy influyentes, no marxistas y, en esencia, no teóricas sobre el
Estado nazi que, para distinguirla de las interpretaciones que se centran en las “intenciones” de
Hitler, han recibido el calificativo de “estructuralistas”.
EL PAPEL DE HITLER
Sitúo la excepcionalidad del Estado nazi en la excepcional posición de poder de Hitler.
Sin embargo, a diferencia de los partidarios del grupo de interpretaciones “liberales”, no pongo
el énfasis en la “personalidad” como clave de su poder personal. El poder de Hitler era real e
inmenso. Peor no fue un bien estático. Sometido a limitaciones relativas hasta 1938, adquirió
después un grado de autonomía que resultaba extraordinario en un sistema capitalista
moderno, incluso en condiciones de régimen dictatorial. El papel de su autoridad simbólica como
führer fue decisivo.
El concepto de “autoridad carismática” de Max Weber sigue siendo imprescindible como
componente de esa explicación. Esto denota una forma de dominación política basada
fundamentalmente en la percepción del heroísmo, la grandeza y cierta “vocación” en un líder
proclamado así. El “poder carismático” es intrínsecamente inestable, tiene a aparecer en
situaciones de crisis y puede derrumbarse cuando no se cumplen las expectativas o cuando se
“rutiniza”.
En un sentido aplicado, el “carisma” ocupa una posición central en los movimientos
fascistas que se diferencia fundamentalmente de su vinculación convencional a los políticos en
los sistemas parlamentarios o de tipo soviético.
LA EXCEPCIONALIDAD DEL NAZISMO
Todo el mundo admite que, dentro del typus general de fascismo, el nazismo fue
excepcional en virtud de la fuerza dinámica de su ideología, el carácter radical de su praxis, la
fuerza y el alcance de su represión y la escala de su capacidad destructiva.
El carácter radical y la potencia de una forma concreta de Estado fascista dependen de
la fuerza relativa de la “autoridad carismática en el seno del partido de masas fascistas antes de
la toma del poder y de la debilidad relativa de las clases dominantes tradicionales en relación
con los dirigentes y el movimiento de masas fascistas en la fase de toma del poder. En las crisis
extremas, la irracionalidad emotiva llega a tal punto que es posible hablar del atractivo fascista
como el de una “religión política” que promete nada menos que la salvación mesiánica.
Sin embargo, el movimiento fascista, por carismático que sea, sólo puede llegar al poder
si las élites tradicionales resultan incapaces de controlar los mecanismos de gobierno y si en
último término están dispuestas a ayudar en las maquinaciones para la toma del poder por el
fascismo y a colaborar en el gobierno fascista.
LA CRISIS DE WEIMAR
La República de Weimar se derrumbó en una situación de crisis realmente extraordinaria
de legitimidad. La crisis de legitimidad fue al mismo tiempo una crisis de la política popular en
un sistema pluralista y de la política de élites. La reducida base de la legitimidad que la
República disfrutaba desde el principio quedó totalmente destruida en el contexto
socioeconómico de los primeros años del decenio de 1930, lo cual supuso la desestabilización

80
total del sistema político y un vacío en la política populista y en la representación de los
intereses en la derecha. Para entonces hacía tiempo que la única fuerza política que tenía
posibilidades de hacer frente al nazismo -la clase obrera organizada- llevaba años penosamente
dividida y hacía mucho que había dejado de desempeñar un papel significativo en la
determinación de la lucha por el poder.
Las élites eran fuertes en capacidad destructiva, lo cual aseguraba efectivamente que la
democracia no podía sobrevivir. Pero eran débiles en poder constructivo. Sin el control de la
política de masas, no podían llevar a cabo ninguna transformación duradera en un sistema
estatal autoritario. Hitler, en este clima, tenía la gran ventaja de ser un completo outsider en el
juego del poder político.
Cuanto más palpables se hacían las diferencias sociales de la Alemania de Weimar, más
atractiva era la idea de la “comunidad del pueblo” unificada que Hitler prometió crear. Cuanto
más débiles se mostraban los gobiernos de Weimar para dominar las crisis, más patente era el
atractivo del poder y la fuerza. Cuánto mayor era la debilidad que podía describirse como origen
de la crisis de la nación, mayor era la atracción de la unidad total que sería posible mediante la
implacable eliminación de las entidades débiles y corruptoras. El discurso nacionalista-racista-
imperialista de la derecha radical fusiono aquella mezcla de prejuicio, resentimiento y odio para
obtener una fe política, con Alemania y su dios, y con los judíos como diablo.
Cuando llegó la crisis económica, la corriente del mesianismo político ya había llegado a
vincularse a Hitler. En la siguiente crisis de legitimidad, la base impersonal del ejercicio
funcional del poder fue cada vez más atacada. Se registró un violento bandazo hacia la
aceptación de una premisa de gobierno totalmente distinta, basada en el ejercicio del poder
personal unido a la responsabilidad personal. Hitler estaba lejos de la posición de debilidad que
sus contemporáneos de la derecha y la izquierda imaginaban.
EL CARTEL DEL PODER
La alianza de 1933 entre las élites dominantes y los dirigentes nazis puede entenderse
como un pacto no escrito entre bloques diferentes aunque interdependientes de un “cartel de
poder”, con grandes afinidades, aunque no identidad, de objetivos y funciones. La posición de
Hitler desde el comienzo equivalió casi a un componente independiente y dominante en potencia
de ese cartel de poder, y en varias fases adquirió un grado mayor de autonomía tanto de las
élites nacional-conservadoras tradicionales como del aparato del Estado.
El cambio en la forma de Estado sobrevenido en 1933 no fue meramente superficial ni
significó la simple restitución de la democracia por un sistema autoritario. El fondo y la forma
cambiaron profundamente. Un estado cuya posición constitucional en 1934 se encarnaba por
entero en el “poder del führer” que era absoluto y total y no limitado por salvaguardias y
controles sino libre e independiente, exclusivo e ilimitado, era en efecto un Estado excepcional.
LOS CAMBIOS EN EL SENO DE LAS ELITES
Durante buena parte del decenio de 1930 no hubo necesariamente incompatibilidad
entre los objetivos nazis y los de sectores destacados de las élites dominantes. Pero esto no
debería ocultar el hecho de que en el seno de éstas tenían lugar cambios importantes, y de que
las antiguas “élites del poder” iban quedando reducidas en buena medida a simples “élites
funcionales”.
Entre los mandos de las fuerzas armadas tenía lugar un cambio significativo, a medida
que una nueva élite “funcional”, estrechamente vinculada a Hitler, sustituía a representantes de

81
la vieja guardia. Los importantes cambios que experimentó la estructura de poder del régimen
nazi entre 1933 y 1939 reforzaron la esfera de autonomía correspondiente a Hitler y fomentaron
la aplicación práctica de los imperativos ideológicos vinculados a la “concepción” del führer.
Hitler era el punto de referencia de las iniciativas políticas más que un agente de formulación de
políticas.
El impacto corrosivo de la autoridad “carismática” superpuesta de modo parasitario a las
estructuras formales de gobierno, el antes muy exaltado Estado alemán era visto ahora en
términos puramente funcionales como un medio para alcanzar un fin. Cuando, en opinión de
Hitler, una tarea podía realizarse fuera del aparato del Estado, el Estado simplemente era
evitado. El Plan Cuatrienal de Göring y el imperio policial de las SS de Himmler fueron los casos
más importantes.
Libre ahora de toda fuerza conservadora, la esfera de competencia y la propensión de
Hitler hacia jugadas peligrosas en política exterior quedaban plenamente complementadas por
factores estructurales: la intensificación de las dificultades económicas y el impulso de la carrera
de armamentos. Su expresión más extraordinaria e irracional no fue la apertura de un segundo
frente con la invasión de la Unión Soviética, sino la imprudente y frívola declaración de guerra a
los EEUU por vez primera, una jugada claramente perdedora.
También en la política antijudía se produjo una fragmentación de la formulación de la
política antes de 1938, alentada por la falta de directrices y de coordinación de la política
central. El objetivo quedó establecido merced al deseo conocido del führer de querer limpia
Alemania de los judíos. Hitler marcó la pauta mientras otros forzaron el ritmo.
Las afinidades entre las élites no nazis y los dirigentes nazis no comenzaron a
deteriorarse seriamente hasta las últimas fases de la guerra, cuando al derrota se presentía y la
irracionalidad y arbitrariedades crecientes de los dirigentes del régimen se consideraron
contraproducentes para la perpetuación del poder social de las élites tradicionales.
El peculiar modelo de poder que representaba Hitler era resultado de una tendencia de
cultura política burguesa alemana que alcanzó una significación desproporcionada. En resumen,
ni una crisis económica importante, ni la inestabilidad crónica del gobierno habrían sido
suficientes por sí mismas para poner fin a la democracia de Weimar. Pero la profunda crisis de
legitimación, reflejada en la parálisis y la destrucción progresiva de un sistema parlamentario y
pluralista, y la crisis paralela de las élites políticas, dispuestas a destruir el sistema
parlamentario y capaces de hacerlo pero incapaces de construir una base de masas alternativa
y viable para el sistema autoritario, brindaron el espacio político” en el cual el nazismo pudo
convertirse en arma deseable de la ofensiva de la élite contra la izquierda.

82
La esencia del nazismo: ¿una forma de fascismo, un tipo de totalitarismo o un
fenómeno único?
Ian Kershaw

Hay una creciente predisposición en las democracias occidentales y en los Estados


unidos a considerar al nazismo y al comunismo soviético las dos caras de una misma moneda
totalitaria, una visión aparentemente confirmada por el Pacto de No Agresión Nazi-Soviético de
1939. Esta línea resurgió con más fuerza al comienzo de la guerra fría.
Durante la guerra fía, las interpretaciones izquierdistas del nazismo como una forma de
fascismo perdieron su influencia, mientras que las teorías basadas en el concepto de
totalitarismo disfrutaron de sus buenos momentos hasta que fueron cada vez más atacadas sólo
a finales de los años sesenta.
Una tercera corriente de interpretación que demostró ser sumamente influyente es la
que dice que el nazismo puede sólo ser explicado como producto de las peculiaridades del
desarrollo prusiogermánico a lo largo del siglo anterior.
Fue menos la naturaleza del capitalismo alemán que el vigor de las fuerzas premodernas
en la sociedad alemana lo que determinó el camino a la victoria del nazismo en 1933. Esta
interpretación considera el nazismo, con todas sus características singulares, una forma de
fascismo en lo que hace a sus orígenes socioeconómicos y a su formación.
La posición alternativa ponía de relieve el carácter burgués de la sociedad y la política
alemanas de fines del siglo XIX y la necesidad de explicar al nazismo no por las “peculiaridades
alemanas”, sino por los desequilibrios particulares de la forma de capitalismo y del estado
capitalista que existían en Alemania. Las “peculiaridades” alemanas a las que se refiere esta
controversia son las que colocan a Alemania aparte de las democracias parlamentarias
occidentales, no aparte de Italia o de otras formas de fascismo. De acuerdo con esta
interpretación, el nazismo fue sui generis, un fenómeno que debe su singularidad sobre todo a
una persona, Hitler. Está tan intrínsecamente entretejido el nacionalsocialismo con el ascenso,
la caída, los objetivos políticos y la destructiva ideología de esa personalidad única, que es lícito
hablar del nazismo como “hitlerismo”. La forma y naturaleza del gobierno nazi hacía esencial
considerar el nazismo una clase de totalitarismo junto con el comunismo soviético (en particular
el estalinismo).

Totalitarismo
El concepto de totalitarismo es en realidad tan viejo como el de fascismo, que se
remonta a los años veinte. Fue usado al principio como un término antifascista de insulto. Para
dar vueltas las cosas y volverlas contra sus oponentes, Mussolini se apoderó del término en
1935, hablando de la “fiera voluntad totalitaria” de su movimiento. También los fascistas han
usado el término en un sentido más estatista: implicaba un Estado que todo lo abarca y que
habría de superar la división Estado-Sociedad. Las dos ideas, la del estatismo y la implicación
mussoliniana de la dinámica voluntad revolucionaria del movimiento, coexistieron una al lado de
la otra.
El uso dominante del adjetivo “totalitario” para relacionar al fascismo y al nazismo con
el comunismo estaba ya ganando terreno en los países anglosajones en los años treinta
impulsados por el Pacto Nazi-Soviético.

83
Desde el punto de vista de la teoría constitucional, Carl Friedrich desarrolló el “síndrome
de los seis puntos” que destacaba lo que él consideraba eran las características centrales de los
sistemas totalitarios: una ideología oficial, un solo partido de masas, control policial terrorista,
control monopólico de los medios de comunicación, monopolio de las armas y control
centralizado de la economía). La principal debilidad del modelo de Friedrich ha sido señalada
con frecuencia. Se trata sobre todo de un modelo estático y reposa sobre la exagerada
suposición de la naturaleza esencialmente monolítica de los “regímenes totalitarios”.
Bracher no quería atarse a las características estáticas, constitutivas e insuficientemente
diferenciadas del modelo de Friedrich, que poca justicia le haría a la “dinámica revolucionaria”,
considerada por él el principio central que distinguiría al totalitarismo de otras formas de
gobierno autoritario. El carácter decisivo del totalitarismo residía en el total reclamo de poder, el
principio de liderazgo, la ideología exclusiva y la ficción de la identidad de gobernantes y
gobernados. En su opinión, la pregunta básica acerca del carácter totalitario de los sistemas
políticos no puede evitarse tanto en interés de la claridad y objetividad erudita, como por las
consecuencias políticas y humanas de esas dictaduras, así como por las tendencias hacia el
totalitarismo en la sociedad actual.

Fascismo
Teorías marxistas
El primer intento de explicar el fascismo en términos teóricos fue emprendido por el
KOMINTERN en los años veinte. Derivada de la teoría leninista del imperialismo, la teoría
sostenía que la caída inevitable del capitalismo que se avecinaba daba lugar a una creciente
necesidad, por parte de los grupos más reaccionarios y poderoso dentro del ya altamente
concentrado capital financiero, de asegurar sus objetivos imperialistas manipulando el
movimiento de masas, capaz de destruir que se lograrían por medio de la guerra y la
expansión; era el estadio final del gobierno burgués capitalista. Los líderes fascistas eran, por
ello, los “agentes” de la clase gobernante capitalista.
Tanto Thalheimer como Bauer (pensadores marxistas heterodoxos) parten, para su
interpretación del fascismo, de trabajos de Marx sobre el bonapartismo, en particular El
dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. El trabajo de Marx se había apoyado en su afirmación de
que la neutralización mutua de las clases sociales en lucha por el poder en Francia había
permitido a Luis Bonaparte, apoyado por el lumpen-proletariado y la masa de los apolíticos
pequeños propietarios campesinos, constituir la autoridad ejecutiva del Estado en un poder
relativamente independiente. Esto les permite destacar la importancia autónoma del apoyo de la
masa al fascismo. El punto crucial fue la relación dialéctica entre el dominio económico de los
“grandes burgueses” y la supremacía política de la “casta gobernante” fascista, apoyada
financieramente por los capitalistas, pero no creada por ellos.
Los trabajos sobre el fascismo realizados por la izquierda fueron afectados de manera
significativa por una tercera corriente importante de interpretación marxista del fascismo,
derivada del trabajo de Gramsci y articulada por Nicos Poulantzas. El enfoque neogramsciano
coloca un acento mayor que otras interpretaciones marxistas en las condiciones de crisis
políticas que surgen cuando el Estado ya no puede organizar la unidad política de la clase
dominante y ha perdido legitimidad popular, y que hace atractivo al fascismo como una solución
radical populista al problema de restaurar la “hegemonía” de la clase dominante.

84
Interpretaciones no marxistas
La visión de “crisis moral” de la sociedad europea sólo ha producido un impacto muy
indirecto en las posteriores interpretaciones no marxistas del fascismo. El intento de Wilhelm
Reich de combinar marxismo y freudismo tampoco han proporcionado demasiado ímpetu
metodológico para el análisis actual del fascismo. Sólo el enfoque de Talcote Parsons se puede
decir que ha “dejado una impresión indeleble” sobre los análisis no marxistas posteriores del
fascismo ligados a las teorías de la modernización. Los estudiosos no marxistas de fascismo
comparado, desde su renacimiento en los años sesenta, derivaron su impulso principalmente de
tres direcciones diferentes.
El “método fenomenológico” implica en la práctica tomar seriamente la descripción que
de sí mismo hace un fenómeno, en este caso, los escritos de los líderes fascistas.
El segundo grupo importante de enfoques no marxistas está ligado a las teorías de la
modernización, en las que el fascismo es visto como uno de los muchos senderos diferentes en
la ruta hacia la sociedad moderna. La principal dificultad con esas teorías, que colocan la
fascismo sobre todo en un contexto agrario, es que no son fáciles de aplicar al caso alemán,
donde el nazismo se desarrolló en una sociedad altamente industrializada.
Un tercer enfoque no marxista muy influyente acerca del fascismo fue la interpretación
“sociológica” del fascismo que lo ve como un radicalismo de la clase media baja. De acuerdo con
esta visión, el fascismo surgió cuando el creciente malestar económico y la sensación de
amenaza tanto por parte del gran capital como por parte de los obreros organizados obligó a los
niveles de clase media a volverse hacia la extrema derecha. Este tipo de interpretación ha sida
puesta bajo fuego desde varias direcciones. Primero, se ha demostrado que el voto de la clase
media baja en Alemania era claramente derechista. En segundo lugar, el partido Nazi recibió su
principal apoyo de votos en las ciudades más grandes; eran los distritos de gente rica que
representaban la burguesía. En el otro extremo de la escala social, los nazis obtuvieron un
mayor nivel de apoyo de la clase trabajadora de lo que se había previsto.
No hay en perspectiva ninguna teoría del fascismo que pueda obtener la aprobación
universal. Ni “totalitarismo” ni “fascismo” son conceptos “puros” para los estudiosos. Ambos
términos tienen una doble función: como instrumento ideológico de categorización política
negativa y como instrumento heurístico que los estudiosos han usado en un intento por ordenar
y clasificar los sistemas políticos.
Las “teorías” del fascismo ponen el acento en los movimientos fascistas; en las
condiciones de crecimiento, los objetivos y la función de estos movimientos como algo diferente
de otras formas de organización política. Los modelos de totalitarismo, por otra parte, por
definición se muestran prácticamente y en gran medida desinteresados respecto de la fase
anterior al acceso al poder. El foco se pone más bien en los sistemas y las técnicas de gobierno;
destacan más bien las más importantes diferencias en objetivos, base social y estructuras
económicas de los regímenes fascistas y comunistas. Tanto “fascismo” como “totalitarismo” son
conceptos que se extienden más allá de sistemas individuales de gobierno hasta “tipos
genéricos”.
Quienes sostienen el concepto de un fascismo general fundamentan su posición en la
consideración de que las dictaduras de derecha son fundamentalmente diferentes de las
dictaduras de izquierda, mientras que quienes impulsan el enfoque basado en la idea de

85
totalitarismo comienzan con la premisa de que las dictaduras fascistas y comunistas son
básicamente similares. Esto parece conllevar la dificultad de aplicar conceptos comparativos a
un único fenómeno, mientras que se deja sin resolver el problema de si el concepto comparativo
mismo es válido.

Los críticos del concepto de totalitarismo se ubican en dos principales categorías:


aquellos que rechazan categóricamente cualquier despliegue de un concepto o teoría del
totalitarismo; y aquellos que están dispuestos a concederle alguna validez teórica, pero que
consideran que su despliegue práctico es una herramienta de análisis limitado potencial.
El rechazo categórico del totalitarismo se sustenta en dos ideas. Primero, el
totalitarismo no es más que una ideología de la guerra fría, diseñada y desplegada por los
Estados capitalistas occidentales en los años cuarenta y cincuenta como un instrumento
anticomunista de integración política. En segundo lugar, el concepto de totalitarismo trata la
forma como contenido, como su esencia. Como resultado, ignora del todo los diferentes
objetivos e intenciones del nazismo y el bolchevismo.
Quienes no rechazan de plano el modelo del concepto de totalitarismo hacen cuatro
críticas sustanciales. En primer lugar, el concepto de totalitarismo, sea como fuere que se
defina, puede sólo de manera insatisfactoria comprender las peculiaridades de los sistemas que
trata de clasificar. El concepto de totalitarismo puede, de hecho, sólo hablar de una manera
general y limitada acerca de las similitudes de los sistemas, los cuales al ser examinados más
de cerca están estructurados de maneras diferentes. En segundo lugar, el concepto no puede
incluir adecuadamente el cambio dentro del sistema comunista. Tercero, la desventaja decisiva
del totalitarismo como concepto es que no dice anda acerca de las condiciones socio-
económicas, funciones y objetivos políticos de un sistema, y se contenta sólo con poner el
acento en las técnicas y las formas externas de gobierno. (Misma crítica: “trata la forma
como contenido”) Por último, la legitimidad del concepto de totalitarismo se apoya en el
sostenimiento de los valores de las “democracias liberales” occidentales. Ellos afirman que es en
sí mismo un ejercicio legítimo el hecho de comparar las formas y técnicas de gobierno en la
Alemania bajo Hitler y en la Unión Soviética bajo Stalin.
Más allá de esto, me parece que las descripciones del nazismo como un “sistema
totalitario” deben ser evitadas. Queda una última posibilidad, la de desplegar el concepto en un
sentido no comparativo, restringiendo su uso a los sistemas nazifascistas solamente para
distinguir fases del desarrollo en el impacto de la dinámica de un movimiento de masa con
reclamos “totales” sobre las estructuras legislativa y ejecutiva del Estado.

Quienes se oponen al uso de un concepto genérico de fascismo presentan dos


principales y serias objeciones a la catalogación del nazismo como fascismo: la primera dice que
el concepto es con frecuencia ampliado, de manera inflacionaria, para cubrir una enorme
variedad de movimientos y regímenes de características y significación totalmente diferentes; la
segunda dice que ese concepto no tiene la capacidad de incluir de manera satisfactoria las
singulares características del nazismo.
La primera crítica proviene en particular de las interpretaciones marxistas del fascismo.
Extiende la idea de “dictadura fascista” para cubrir numerosos tipos de regímenes represivos, y
no traza una distinción fundamental entre dictaduras militares y dictaduras de partidos de masa

86
en lo que a la esencia del gobierno se refiere. Los estudios de la RDA sí llegaron a distinguir con
mucha claridad entre dos tipos básicos de dictadura fascista: la forma normal -usualmente una
dictadura militar- en países con economías relativamente no avanzadas; y la forma excepcional
-fascismo de partido masivo- de la cual sólo los dos ejemplos de Italia y Alemania hasta ahora
han sido experimentados.
La segunda crítica, relacionada con la anterior, afirma que ninguna teoría o concepto de
fascismo genérico puede de manera alguna hacer justicia a las peculiaridades y características
únicas del nazismo. Las diferencias centrales destacadas en este argumento se concentran en la
naturaleza dinámica de la ideología de la raza del nazismo, que no tiene un paralelo exacto en
el fascismo italiano; en los objetivos y la ideología antimodernos y arcaicos del nazismo,
comparados con las tendencias modernizadoras del fascismo italiano.
Unas cuantas de las supuestas diferencias principales entre el nazismo y el fascismo
italiano están abiertas al debate. Esto se aplicaría al acento puesto en la tendencia del nazismo
de mirar hacia el pasado, a diferencia de las presiones “modernizadoras” del fascismo en Italia.
El establecimiento de características genéricas fundamentales que enlazan el nazismo
con movimientos en otras partes de Europa permite una mayor consideración, sobre una base
comparativa, de las razones por las cuales esos movimientos pudieron convertirse en un peligro
político real y obtener el poder en Italia y Alemania, mientras que en otro países europeos
fueron sobre todo un desagradable elemento irritante.
El nazismo puede diferenciarse del fascismo de Italia y otras partes porque en su
esencia era “hitlerismo”. Según este último enfoque, lo decisivo no son las causas del
surgimiento del nazismo, sino el carácter de la dictadura misma. Por irremplazable que Hitler
indudablemente haya sido en el movimiento nazi, la ecuación nazismo = hitlerismo restringe
innecesariamente la visión y distorsiona el foco al explicar los orígenes del nazismo.
El concepto de fascismo es más satisfactorio y aplicable que el de totalitarismo para
explicar el carácter del nacionalismo. Las similitudes con otros tipos de fascismo son profundas,
no periféricas. El nazismo tenía un aspecto “totalitario” que tuvo consecuencias tanto para su
mecánica de gobierno como para la conducta de sus súbditos. El término “totalitarismo” debería
estar restringido a fases transitorias de extrema inestabilidad reflejadas en la sensación
paranoica de inseguridad de los regímenes, más que ser considerado una característica
permanente de la estructura de gobierno. Las características peculiares que distinguen al
nazismo de otras importantes manifestaciones de fascismo sólo serán completamente
entendidas dentro de las estructuras y condiciones de los desarrollos socioeconómicos e
ideológico-políticos alemanes en la era de la burguesía industrial. La persona, ideología y
función de Hitler tienen que ser ubicadas en esas estructuras y relacionadas con ellas. El
nazismo fue, en muchos sentidos, efectivamente un fenómeno único. Pero su singularidad no
puede ser solamente atribuida a la singularidad de su líder.

87
Capítulo 17 - Fascismo y frente Popular. La política de retirada, 1930-1938
Geoff Eley

La toma del poder por los nazis (1933) fue una catástrofe para la democracia cuyos
efectos repercutieron en toda Europa. Al llegar la primavera, el SPD y el KPD, los partidos
socialdemócrata y comunista más prestigiosos de Europa, habían desaparecido; se desató el
terror contra los enemigos del régimen; y la democracia alemana había muerto. El efecto en
otras partes fue inmenso. “Fascismo” daba nombre a la amenaza principal, en el plano
internacional las agresiones exteriores del Tercer Reich; en el nacional, un peligro para los
derechos del trabajo y el socialismo, para la unión Soviética, para la democracia, para la paz,
para la libertad cultural, para los valores decentes y civilizados, para las libertades individuales
y para el progreso. La consigna “Detener a los fascistas” dominaba los debates.
A finales del decenio de 1920, el fascismo italiano pasó a ser un régimen
posdemocrático maduro. Ante estos desastres, tres dramas marcaron las percepciones de la
izquierda: el desesperado intento de la Schutzbund austriaca de responder a la represión policial
con un levantamiento armado, la huelga general que los socialistas y los comunistas convocaron
contra la creciente violencia de la derecha francesa y la revuelta de los socialistas españoles.
Dos de estas iniciativas -la austriaca y la española- fueron fracasos sangrientos. La insurrección
española sofocada fue de vital importancia para la radicalización posterior. Sólo los
acontecimientos de Francia resultaron un éxito.
El PCF aplicó severamente la línea dictada por la KOMINTERN en 1928 y denunció a la
SFIO no sólo de ser un instrumento de la burguesía, sino también del “ataque capitalista contra
la clase obrera”.
Los avances hacia la unidad en Francia siguieron una vía doble. En primer lugar, los
líderes de los partidos enterraron el hacha de guerra. El 27 de julio de 1934 se firmó un pacto
de unidad y seguidamente se celebró un acto en recuerdo del asesinato de Jean Jaurés. Al cabo
de un mes el PSI y el PCI también firmaron un pacto. Reactivar el Frente Unido fue un refuerzo
muy necesario para la moral de la izquierda. En España, los socialistas independientes marcaron
la pauta. Los comunistas locales se dejaron arrastrar también, pero la KOMINTERN siguió dando
largas al asunto.
Esta fue la segunda vía. La sanción de la KOMINTERN era necesaria para que los pactos
nacionales entre socialistas y comunistas durasen. La toma del poder por los nazis y la violencia
derechista en Francia y otras partes impulsaron las primeras iniciativas a favor de un frente
unido en 1933-34. A partir de junio de 1934, el “Frente Unido desde Arriba” fue la línea oficial
de la III Internacional.
La KOMINTERN buscó alianzas en otras partes y pasó del Frente Unido al Frente
Popular, que era más amplio. El vocabulario de los comunistas franceses cambió de forma
elocuente y empezó a hablar de “el pueblo” y “la nación” en lugar de “la lucha de clases”. En
España el PCE también abandonó oficialmente el sectarismo por el apoyo de los frentes
populares. El 20 de mayo de 1935 se firmó el pacto del PCE con los partidos republicanos.
En el VII Congreso de la III Internacional (1935), Dimitrov pronunció el discurso
principal y presentó la definición de fascismo: “La dictadura descarada del capital financiero”.
Esta definición interpretaba muy mal al nazismo, que nunca fue un instrumento de las grandes
empresas ni un simple vehículo de los intereses capitalistas. Pero al contrastar las partes por

88
fascistas de las clases dominantes con las democráticas, creó la base para una alianza
antifascista con las segundas.
Era el Frente Popular, un reagrupamiento defensivo para poner obstáculos a la
propagación del fascismo y fomentar la resistencia allí donde había triunfado. Su objetivo era
poner fin al aislamiento del Partido Comunista encontrando los puntos en común de la izquierda.
Pero forjar la cooperación más amplia requería principios democráticos en lugar de socialistas,
porque los partidos obreros por sí solos carecían de la fuerza suficiente para vencer. Además, si
la izquierda lograba demostrar sus credenciales democráticas, las coaliciones podían ir más allá
de la democracia existente y sentar las bases de la transición al socialismo. La estrategia
frentepopulista tenía esta otra dimensión.
Esta estrategia frentepopulista reconocía algunos hechos de vital importancia. Era la
primera revisión del optimismo revolucionario que impulsaba al comunismo desde los años
fundacionales de 1919-21 y la primera vez que el modelo bolchevique se ponía en entredicho
desde adentro.
Las alianzas debían tener principios, porque las que engañaban a los demás miembros
eran contraproducentes. (Si lo sabremos los argentinos!!!) La democracia se convirtió en el
tema unificador de este planteamiento. Se mantuvo el internacionalismo, pero el patriotismo
democrático sustituyó el purismo que reinaba desde el extremo zimmerwaldismo de Lenin en
1915-16.
El frentepopulismo presentó ahora el socialismo como la forma más elevada de las
viejas tradiciones en vez de enemigo implacable de ellas. El nazismo no se alimentaba del
comunismo per se, sino del odio a las libertades de la República de Weimar: “El giro hacia el
fascismo no lo provoca tanto el miedo capitalista a la revolución como el empeño en deprimir
los salarios, destruir las reformas sociales conseguidas por la clase obrera y acabar con las
posiciones de poder político que ocupan sus representantes”.
Para Gramsci la oportunidad perdida en 1917-20 no se repetiría y los partidos
comunistas no debían prever una corta ofensiva frontal, sino una larga guerra de posiciones:
una política a largo plazo. (Muy cierto) Ésta era ahora la principal división de la izquierda
revolucionaria. A un lado estaba el clásico planteamiento insurreccional: levantamiento de las
masas oprimidas, destrucción violenta del Estado, enfrentamientos con las clases dominantes
para destruir las bases de su poder, castigos y represalias contra el antiguo orden, vigilancia
extrema de la seguridad de la revolución. En el otro lado estaba el gradualismo. El gradualismo
no daba importancia al climaterio revolucionario sino a una serie diferente de modalidades:
edificar el apoyo popular lentamente durante un largo período, atraer aspiraciones progresistas
de todos los sectores de la sociedad, adquirir influencia pública cada vez mayor por medio de
las instituciones existentes, incorporar la autoridad moral del movimiento obrero a los cimientos
democráticos de la transición. El carácter democrático de la reestructuración era crucial. La
necesidad de coaliciones con fuerzas no socialistas, así como la inevitabilidad de los períodos de
moderación. Sobre todo, la violencia de los enfrentamientos, la intolerancia y la coacción
aislaron la izquierda del resto de la sociedad. La amplitud del consenso era esencial para el
triunfo del socialismo. Por su gradualismo, esta segunda perspectiva confundió las diferencias
causadas por las escisiones de 1917-21 entre el comunismo y la socialdemocracia. No estaba
claro dónde estaban ahora los límites.

89
El Frente Popular francés despegó cuando los radicales se sumaron al mitin de masas
del PCF y la SFIO para la Fête Nationale (14 de Julio) de 1935. Las elecciones de mayo de 1936
dieron al Frente Popular una victoria decisiva y en las que el equilibrio se desplazó
acentuadamente desde los radicales a la SFIO y el PCF. En junio eran ya dos millones los
obreros que habían dejado el trabajo, complementando el Frente Popular con una huelga
general. No fueron planeadas por los sindicatos ni por los activistas organizados políticamente,
sino que fue la respuesta espontánea a la entrada del movimiento obrero en el gobierno, que
invirtió la tendencia europea de triunfo del fascismo y derrota de la izquierda. El ambiente de
poder popular era palpable.
El 7 de junio 1936 los patronos se entrevistaron con la CGT en el Hotel Matignon e
hicieron notables concesiones. El Acuerdo de Matignon reconoció los derechos sindicales e
incrementos salariales; Blum añadió una cláusula política que prometía la negociación colectiva,
la semana de 40 horas y dos semanas de vacaciones pagadas. Fue una victoria extraordinaria
para los trabajadores. De un solo golpe dio a los líderes de la CGT influencia corporativa
nacional, instituyó la representación de los obreros y comprometió un gobierno de izquierda con
la reforma social. No era frecuente que un gobierno socialista recién elegido se mostrara tan
decidido.
La novedad presentaba tres dimensiones. En primer lugar, fue el avance histórico del
sindicalismo en Francia. Segundo, el gobierno mostró una impresionante voluntad política. En
tercer lugar, la izquierda invadió la esfera pública.
Sin embargo, el descenso desde esta cima fue rápido. El programa del Frente Popular
era una apuesta sobre el consumo. El capital se declaró en huelga. Blum renegó de un
compromiso central y devaluó la moneda (Fue la misma apuesta que el oficialismo tanto
de NK como CFK). La producción tampoco respondió. La política fiscal de marzo de 1937
volvió a un conservadurismo extremo que recortó el gasto público y abandonó las promesas.
Blum quedó aislado en su propia coalición gobernante. El PCF criticaba desde la izquierda y los
radicales se pasaron a la derecha.
El PCF fue el verdadero beneficiario del Frente Popular. Tenía un pie en ambos mundos
del movimiento: uno en la legislatura y otro en las calles. Moderación, respeto a los
procedimiento, alta productividad para la economía nacional, disciplina, unidad: todo esto era
necesario para el éxito del gobierno. Pero los obreros se tragarían la retórica si se producían
avances. Debido a la reducción de gastos que Blum llevó a cabo después de septiembre de
1936, los avances cesaron bruscamente.
El ímpetu del gobierno Blum procedía de dos fuentes: su amplitud política y su apoyo
popular. Ambas daban a la izquierda un carácter inclusivo sin paralelo. La guerra civil española,
que empezó con el alzamiento nacionalista de los días 17 y 18 de julio de 1936 contra el
gobierno frentepopulista formado después de las elecciones del 15 de febrero, fue la prueba. La
victoria electoral del Frente Popular en dos países grandes y contiguos fue una oportunidad de
oro para la solidaridad recíproca entre naciones. Ayudar a España parecía una prioridad obvia en
la actuación del gobierno Blum.
Sin embargo, en lugar de cumplir los contratos militares de la República con España,
Blum cedió a las presiones del Ministerio de Exteriores francés, el gobierno británico, los
radicales de su propio gobierno y la prensa derechista y suspendió la ayuda militar,
sustituyéndola por un acuerdo internacional de No Intervención cuyo objetivo era bloquear la

90
ayuda italiana y alemana a los sublevados. Esta medida fue una catástrofe para la República
española. Pero también debilitó al frente Popular francés. No tuvo en cuenta la dimensión
internacional de la moral de la izquierda en 1933-36.
El Frente Popular español fue ambiguo desde el primer momento. Abarcaba el espectro
más amplio de la izquierda. Pero su núcleo era más específico: la coalición republicana-socialista
de 1931-33. En las elecciones de 1933 el PSOE había roto con el presidente del gobierno, el
republicano de izquierda Manuel Azaña, despejando así el camino para una victoria de la
derecha. La reacción consiguiente fue terrible y detuvo el avance hacia la reforma agraria y las
leyes laborales, y descargó un acoso incesante sobre el movimiento obrero. En 1934 Azaña
logró unir a los socialistas y los republicanos de izquierda para la restauración de la democracia.
Sin embargo, las esperanzas populares dejaron atrás estos horizontes parlamentarios y
abarcaron deseos más radicales de cambio.
El gobierno elegido en febrero de 1936 necesitaba concentrar la defensa de la República
sin empujar a las clases medias hacia la derecha. El PSOE se hallaba gravemente escindido
(Prieto apoyaba a Azaña y Largo Caballero se declaró revolucionario). Los socialistas se
abstuvieron de la política gubernamental constructiva justamente cuando más se les necesitaba.
Se negó a sostener conversaciones con Azaña y con ello debilitó la defensa de la República por
parte de Prieto.
Largo Caballero fue un desastre para la república. Denunció las ilusiones reformistas y
enardeció esperanzas utópicas sin tener la menor idea de cómo podía tomarse el poder. Era un
consumado político corporativista: ora burócrata sindical que negociaba un modus vivendi con
los regímenes en el poder y obtenía el acuerdo más favorable posible para los afiliados (el
período de Primo de Rivera); ora el ministro socialista reformista (1931-33); ora la voz de la
combatividad neosindicalista revolucionaria /1933-34). Después de formar gobierno el 4 de
septiembre de 1936, abandonó Madrid ante el avance de los nacionales el 6 de noviembre,
dejando la defensa de la capital en manos del general José Miaja, sin aviso previo ni planes para
armar al pueblo.
El anarquismo de Barcelona era inspirador, todo lo que una revolución debía ser. Pero
los anarcosocialistas rehusaron el poder del Estado una vez el pueblo controló la economía por
medio de las colectividades autogestionadas, y este apoliticismo apartó a los líderes de la CNT
de la coalición repúblicana. Cuando las cosas empezaron a ir mal para la República en el campo
militar, el “poder dual pasivo” de los anarquistas se volvió intolerable. El gobierno tomó las
medidas para desalojarlos del edificio de la Telefónica, y después de una semana de luchas
callejeras dominó la situación en Barcelona.
La derrota de la República se debió en gran parte a esta lucha interna. Largo caballero
había desaprovechado la oportunidad de estabilizar el gobierno a principios de 1936 e inmovilizó
el único partido que podía servir de base al Frente Popular. A las divisiones políticas, por tanto,
se sumaron la fragmentación geográfica y las rivalidades de incontables comités locales que
guardaban celosamente su autonomía. Continuar la guerra bajo un mando central y consolidar
los avances de la revolución no eran objetivos que se excluyeran mutuamente.
La no intervención por parte de los ingleses y los franceses, cuando la Alemania nazi y
la Italia fascista prestaban mucho apoyo a los nacionales, fue una calamidad absoluta para la
República. No era una guerra tradicional, sino una guerra civil, una guerra política. Desde luego,
era una guerra entre la democracia y el fascismo, pero era una guerra popular. Pese a ellos, no

91
se permitió el desarrollo de todas las posibilidades e instintos creadores de un pueblo en
revolución. (En referencia a la negativa de los republicanos a desarrollar una guerra de
guerrillas)
No sólo la República perdió la guerra civil, sino que también falló la estrategia de la
KOMINTERN. La esperanza de ésta era combinar el Frente Unido de partidos obreros y el Frente
Popular, que era más amplio. Stalin sacó sus conclusiones y firmó el Pacto de No Agresión con
Hitler en agosto de 1939. En el XVIII Congreso del PCUS (1939) se abandonó tácitamente la
estrategia del frente Popular.
Pero las lecciones de la guerra civil española no fueron sólo desolación y derrota. La
guerra civil significó Guernica, no sólo como escenario de una atrocidad, sino como el cuadro de
Picasso, el ejemplo más famoso de creatividad artística en la causa de la República. Para los
progresistas, la República simbolizaba la defensa de valores humanitarios y avanzados, el lugar
donde era posible propugnar la visión de un mundo mejor, más igualitario.

92
Dr. Benny y Mr. Morris
Ari Shavit - Ha'aretz

En los meses de abril-mayo de 1948, unidades de la Haganá recibieron órdenes


operativas que indicaban claramente que debían desarraigar a los aldeanos, expulsarlos y
destruir las aldeas mismas. "Al mismo tiempo, resulta que hubo una serie de órdenes del Alto
Comité Árabe y de los niveles medios palestinos de sacar a niños, mujeres y ancianos de las
aldeas.
En una gran proporción de los casos el evento terminó en asesinato. Ya que ni las
víctimas ni los violadores querían informar sobre estos eventos, tenemos que suponer que la
docena de casos de violaciones de los que se informó, lo que encontré, no muestran toda la
historia. Eran sólo la punta del iceberg. En algunos casos ejecutaron a cuatro o cinco personas,
en otros la cantidad fue de 70, 80, 100. También hubo una gran cantidad de asesinatos
arbitrarios. Dos ancianos son vistos caminando en un campo - los matan.. Una mujer es
encontrada en una aldea abandonada - la matan. Hay casos como el de la aldea de Dawayima
[en la región de Hebrón], en la que una columna entró a la aldea disparando con todas sus
armas y mató a todo lo que se movía. Es un hecho que nadie fue castigado por estos actos de
asesinato.
Desde abril de1948, Ben-Gurion proyecta un mensaje de transferencia. No hay una
orden explícita suya por escrito, no hay una política metódica general, pero existe una
atmósfera de transferencia. El cuerpo de oficiales comprende lo que se espera de su parte.
Comprendió que no podría haber un estado judío con una gran y hostil minoría árabe en su
medio. Ben-Gurion tenía razón. Si no hubiese hecho lo que hizo, no hubiera llegado a haber un
estado. Eso tiene que quedar claro.
No existe justificación para actos de violación. No hay justificación para actos de
masacre. Son crímenes de guerra. Pero bajo ciertas condiciones, la expulsión no es un crimen
de guerra. No pienso que las expulsiones de 1948 hayan sido crímenes de guerra. Uno no puede
hacer una tortilla sin romper huevos. Hay que ensuciarse las manos. Una sociedad que apunta a
matarte te obliga a destruirla. Cuando hay que elegir entre destruir o ser destruido, es mejor
destruir. Sin ese acto, no hubieran ganado la guerra y el estado no habría nacido.
Hay circunstancias en la historia que justifican la limpieza étnica. Pero cuando hay que
elegir entre la limpieza étnica y el genocidio - la aniquilación de tu pueblo - prefiero la limpieza
étnica. Ésa era la situación. Es lo que confrontaba el sionismo. Un estado judío no hubiera
nacido sin desarraigar a 700.000 palestinos. Por ello fue necesario desarraigarlos.
Siento compasión por el pueblo palestino, que verdaderamente sufrió una dura tragedia.
Siento compasión por los refugiados mismos. Pero si el deseo de establecer un estado judío aquí
es legítimo, no cabía otra alternativa. Incluso la gran democracia estadounidense no podría
haber sido creada sin aniquilar a los indios. Hay casos en los que el bien general, final, justifica
actos duros y crueles que son cometidos en el curso de la historia.
Hay que ver las cosas en proporción; en comparación con las masacres que fueron
perpetradas en Bosnia, no es nada. En comparación con las masacres que los rusos perpetraron
contra los alemanes en Stalingrado, es una nimiedad.

93
Si ya se había involucrado en la expulsión, tal vez debería haber completado su obra.
Hubiera estabilizado el Estado de Israel por generaciones. No completar la transferencia fue un
error.
Si nos vemos con armas atómicas alrededor de nosotros, o si hay un ataque árabe
generalizado contra nosotros y una situación de guerra en el frente con árabes detrás
disparando contra convoyes en camino al frente, los actos de expulsión serían enteramente
razonables. Incluso pueden ser esenciales."
Los israelíes árabes son una bomba de tiempo. Su deriva hacia la palestinización total
los ha convertido en un emisario del enemigo que está entre nosotros.
Arafat quiere mandarnos de vuelta a Europa, al mar del que llegamos. Verdaderamente
nos ve como un estado de cruzados. Toda la elite nacional Palestina tiende a vernos como
cruzados y es motivada por el plan en fases. Por eso los palestinos no están honestamente
dispuestos a dejar de lado el derecho al retorno.
Ideológicamente, apoyo la solución de dos estados. Es la única alternativa a la expulsión
de los judíos o a la expulsión de los palestinos o a la destrucción total. Pero en la práctica, en
esta generación, un arreglo de ese tipo no tiene sentido. El terrorismo volverá a estallar y la
guerra recomenzará.
He investigado la historia palestina y comprendo muy bien las razones para el odio. Los
palestinos están reaccionando no sólo por el cerco de ayer sino también por la Nakba. Pero no
basta como explicación. Así que hay algo más en todo esto, algo más profundo, que tiene que
ver con el Islam y con la cultura árabe.
Hay un profundo problema en el Islam. Es un mundo cuyos valores son diferentes. Un
mundo en el que la vida humana no tiene el mismo valor que en Occidente, al que le son ajenas
la libertad, la democracia, la transparencia y la creatividad. Por ello, la gente que combatimos y
la sociedad que los envía no tienen inhibiciones morales. Cuando uno tiene que ver con un
asesino en serie, no es tan importante descubrir por qué se convirtió en un asesino en serie. Lo
que es importante es encarcelar al asesino o ejecutarlo. Actualmente, esa sociedad está en un
estado de asesino en serie. Es una sociedad muy enferma.
Tenemos que tratar de curar a los palestinos. Pero mientras tanto, hasta que se
encuentre la medicina, tendrán que ser contenidos para que no puedan asesinarnos. Hay que
construirles algo como una jaula. Se trata de un animal salvaje y tiene que ser encerrado de
una u otra manera. Una cortina de hierro es una buena imagen. Una cortina de hierro es la
política más razonable para la próxima generación. Los árabes sólo comprenden la fuerza y que
la máxima fuerza es lo único que los persuadirá a aceptar nuestra presencia aquí.
Estoy tratando de ser realista. Sé que no suena siempre políticamente correcto, pero
pienso que la corrección política envenena la historia en todo caso. Impide nuestra capacidad de
ver la verdad. La preservación de mi pueblo es más importante que los conceptos universales
de moral.
Creo que en este caso existe un choque de civilizaciones (como afirma Huntington.)
Pienso que Occidente se parece hoy al Imperio Romano de los siglos IV, V y VI. Los bárbaros lo
atacan y podrían también destruirlo. Que los valores que mencioné antes son valores de
bárbaros. El mundo árabe tal como existe hoy en día es bárbaro.
Occidente es más poderoso pero no es evidente si sabe cómo rechazar esta ola de odio.
El fenómeno de la masiva penetración musulmana en Occidente; y su asentamiento allí, está

94
creando una peligrosa amenaza interna. Es una lucha contra todo un mundo que esposa valores
diferentes. Estamos en la línea de frente. Exactamente como los cruzados, somos la rama
vulnerable de Europa en este sitio. La posibilidad de aniquilación existe.
Pero es así para el pueblo judío, no para los palestinos. Un pueblo que ha sufrido
durante 2.000 años, que pasó por el Holocausto, llega a su patrimonio pero es lanzado a una
nueva vuelta de derramamiento de sangre, es posiblemente el camino a la aniquilación. Somos
la mayor víctima en el curso de la historia y también somos la mayor víctima potencial. Incluso
si estamos oprimiendo a los palestinos, somos nosotros el lado más débil.

95
Discurso del 15 de septiembre de 1956
Gamal Abdel Nasser

Egipto nacionalizó la Compañía del Canal de Suez. Cuando Egipto garantizó la concesión
a Lesseps fue establecido en la concesión entre el Gobierno Egipcio y la Compañía que la
Compañía del Canal de Suez es una compañía egipcia sujeta a la autoridad egipcia. Declaró que
la libertad de navegación será preservada. El secretario del Foreign Office británico olvida que
hace sólo dos años firmó un acuerdo estableciendo que el Canal de Suez es una parte integral
de Egipto.
Declaramos que no hay discriminación entre los usuarios del canal. Él también dijo que
a Egipto no se le concedería el éxito porque tal cosa significaría un éxito para el nacionalismo
árabe y estaría contra su política, que tiende a la protección de Israel.
Creemos en la ley internacional. Pero nunca nos someteremos. Mostraremos al mundo
como un país pequeño puede ponerse frente a los grandes poderes amenazantes con potencia
armada. Egipto será una pequeña potencia pero es grande en tanto tiene fe en su poder y
convicciones.

96
Discurso en la Conferencia de Bandung (1955)
Jawarharlal Nehru

Los errores de mi país y quizá los errores de otros países aquí presentes no tienen
mucho peso; pero los errores de las grandes potencias tienen un gran peso para el mundo y
pueden llevarlo a una catástrofe terrible. Hablo con el mayor de los respetos de estas grandes
potencias porque ellas no son solamente grandes en poder militar sino también en desarrollo,
en cultura, en civilización.
¿Si todo el mundo tiene que estar dividido entre estos dos grandes bloque cuál será el
resultado? El resultado inevitable será la guerra. En consecuencia todo paso que se tome en
reducir el área del mundo que puede llamarse no-alineada es un paso peligroso y conduce a la
guerra.
No importa lo que los generales y soldados aprendieran en el pasado, es inútil en la era
atómica. “Ha cambiado la concepción completa de la guerra. No hay precedentes.” Puede ser
así. Ahora no importa si un país es más poderoso que el otro en el uso de la bomba atómica y la
bomba de hidrógeno. Uno es más poderoso en su ruina que el otro. El mundo sufre; no puede
haber victoria.
Hoy, una guerra no importa lo limitada que sea está ligada a la conducción a una gran
guerra. La aniquilación ocurrirá no solamente en los países comprometidos en la guerra.

97
Declaración de la VI Conferencia de Países No Alineados, 1979

La evolución de la situación económica mundial que afrontaban los países en desarrollo


se habían tornado más agudos y se caracterizaban por el continuo ensanchamiento de la brecha
que separaba a los países desarrollados de los países en desarrollo y por el estancamiento de
las negociaciones para reestructurar las relaciones económicas internacionales, que se
caracterizan por la dependencia, la explotación y la desigualdad.
Consolidar la independencia política mediante la emancipación económica. La
quintaesencia de la política de no alineamiento, de acuerdo con sus principios originales y
carácter fundamental lleva aparejada la lucha contra el imperialismo, el colonialismo, el
neocolonialismo, el apartheid, el racismo, incluido el sionismo, y cualquier forma de agresión,
ocupación, dominación, injerencia o hegemonía extranjeras, así como la lucha contra las
políticas de gran potencia o de bloques (...).

98
Capítulo VIII
Hobsbawm - Historia del siglo XX

I
La historia del período en su conjunto siguió un patrón único marcado por la peculiar
situación internacional que lo dominó hasta la caída de la URSS: el enfrentamiento constante de
las dos superpotencias surgidas de la segunda guerra mundial, la denominada «guerra fría».
Generaciones enteras crecieron bajo la amenaza de un conflicto nuclear global que, tal como
creían muchos, podía estallar en cualquier momento y arrasar a la humanidad. No llegó a
suceder, pero durante cuarenta años fue una posibilidad cotidiana. Pese a la retórica
apocalíptica de ambos bandos, sobre todo del lado norteamericano, los gobiernos de ambas
superpotencias aceptaron el reparto global de fuerzas establecido al final de la segunda guerra
mundial, lo que suponía un equilibrio de poderes muy desigual pero indiscutido. No intervenían
en la zona aceptada como de hegemonía soviética. En Europa las líneas de demarcación se
habían trazado en 1943-1945, tanto por los acuerdos alcanzados en las cumbres en que
participaron Roosevelt, Churchill y Stalin, como en virtud del hecho de que sólo el ejército rojo
era realmente capaz de derrotar a Alemania. Hubo vacilaciones, sobre todo de Alemania y
Austria, que se resolvieron con la partición de Alemania de acuerdo con las líneas de las fuerzas
de ocupación del Este y del Oeste, y la retirada de todos los ex contendientes de Austria.
La situación fuera de Europa no estaba tan clara, salvo en el caso de Japón, en donde
los Estados Unidos establecieron una ocupación totalmente unilateral. El problema era que ya se
preveía el fin de los antiguos imperios coloniales, cosa que en 1945, en Asia, ya resultaba
inminente. Incluso en lo que pronto dio en llamarse el «tercer mundo», las condiciones para
la estabilidad internacional empezaron a aparecer a los pocos años, a medida que fue quedando
claro que la mayoría de los nuevos estados poscoloniales, por escasas que fueran sus simpatías
hacia los Estados Unidos y sus aliados, no eran comunistas.
En la práctica, la situación mundial se hizo razonablemente estable poco después de la
guerra y siguió siéndolo hasta mediados de los setenta, cuando el sistema internacional y
sus componentes entraron en otro prolongado período de crisis política y económica.
A la hora de la verdad, la una confiaba en la moderación de la otra, incluso en las ocasiones en
que estuvieron oficialmente a punto de entrar, o entraron, en guerra (crisis de los misiles
cubanos de 1962). Con la excepción de lo sucedido en algunos de los países más débiles del
tercer mundo, las operaciones del KGB, la CÍA y semejantes fueron desdeñables en términos de
poder político real, por teatrales que resultasen a menudo.
Es probable que el período más explosivo fuera el que medió entre la proclamación
formal de la «doctrina Truman» en marzo de 1947 («La política de los Estados Unidos tiene que
ser apoyar a los pueblos libres que se resisten a ser subyugados por minorías armadas o por
presiones exteriores») y abril de 1951, cuando el mismo presidente de los Estados Unidos
destituyó al general Douglas MacArthur, que llevó demasiado lejos sus ambiciones militares.
Una vez que la URSS se hizo con armas nucleares ambas superpotencias dejaron de
utilizar la guerra como arma política en sus relaciones mutuas, pues era el equivalente de un
pacto suicida. Ambas superpotencias se sirvieron de la amenaza nuclear, casi con toda certeza
sin tener intención de cumplirla.

99
II
La mayoría de los observadores esperaba una crisis económica de posguerra grave,
incluso en los Estados Unidos, por analogía con lo que había sucedido tras el fin de la primera
guerra mundial. Los planes del gobierno de los Estados Unidos para la posguerra se dirigían
mucho más a evitar otra Gran Depresión que a evitar otra guerra, algo a lo que Washington
había dedicado poca atención antes de la victoria. Si Washington esperaba «serias alteraciones
de posguerra» que socavasen «la estabilidad social, política y económica del mundo» era
porque al acabar la guerra los países beligerantes, con la excepción de los Estados Unidos, eran
mundos en ruinas habitados por lo que a los norteamericanos les parecían poblaciones
hambrientas, desesperadas y tal vez radicalizadas, predispuestas a prestar oído a los cantos de
sirena de la revolución social en ese mundo explosivo e inestable todo lo que ocurriera era
probable que debilitase al capitalismo de los Estados Unidos, y fortaleciese a la potencia que
había nacido por y para la revolución.
Desde cualquier punto de vista racional , la URSS no representaba ninguna amenaza
inmediata para quienes se encontrasen fuera del ámbito de ocupación de las fuerzas
del ejército rojo. Después de la guerra, se encontraba en ruinas, desangrada y exhausta, con
una economía civil hecha trizas. La URSS necesitaba toda la ayuda económica posible y,
por lo tanto, no tenía ningún interés, a corto plazo, en enemistarse con la única
potencia que podía proporcionársela, los Estados Unidos.
Por otra parte, desde el punto de vista de Moscú, la única estrategia racional para
defender y explotar su nueva posición de gran, aunque frágil, potencia internacional, era
exactamente la misma: la intransigencia. Nadie sabía mejor que Stalin lo malas que eran sus
cartas. Sin embargo, había en la situación dos elementos que contribuyeron a desplazar el
enfrentamiento del ámbito de la razón al de las emociones.
Como la URSS, los Estados Unidos eran una potencia que representaba una
ideología considerada sinceramente por muchos norteamericanos como modelo para el mundo.
A diferencia de la URSS, los Estados Unidos eran una democracia. Por desgracia, este segundo
elemento era probablemente el más peligroso. Y es que el gobierno soviético, aunque también
satanizara a su antagonista global, no tenía que preocuparse por ganarse los votos de los
congresistas o por las elecciones presidenciales y legislativas, al contrario que el gobierno de los
Estados Unidos. Para conseguir ambos objetivos, el anticomunismo apocalíptico resultaba útil y,
por consiguiente, tentador. Un enemigo exterior que amenazase a los Estados Unidos les
resultaba práctico a los gobiernos norteamericanos, que habían llegado a la acertada conclusión
de que los Estados Unidos eran ahora una potencia mundial.
No fue el gobierno de los Estados Unidos quien inició el sórdido e irracional frenesí de la
caza de brujas anticomunista, sino demagogos por lo demás insignificantes que descubrieron el
potencial político de la denuncia a gran escala del enemigo interior.
Al agresor en potencia había que amenazarlo con armas atómicas aun en el caso de un
ataque convencional limitado. En resumen, los Estados Unidos se vieron obligados a adoptar
una actitud agresiva, con una flexibilidad táctica mínima. Así, ambos bandos se vieron envueltos
en una loca carrera de armamentos que llevaba a la destrucción mutua, en manos de la clase
de generales atómicos y de intelectuales atómicos cuya profesión les exigía que no se dieran
cuenta de esta locura. Ambos grupos se vieron también implicados en el «complejo militar-

100
industrial», es decir, la masa creciente de hombres y recursos dedicados a la preparación de la
guerra.
Durante los años setenta y ochenta, algunos otros países adquirieron la capacidad de
producir armas atómicas, sobre todo Israel, Sudáfrica y seguramente la India, pero esta
proliferación nuclear no se convirtió en un problema internacional grave hasta después del fin
del orden mundial bipolar de las dos superpotencias en 1989. Si alguien puso el espíritu de
cruzada en la Realpoliük del enfrentamiento internacional entre potencias y allí lo dejó fue
Washington. En resumen, la «contención» era la política de todos; la destrucción del
comunismo, no.

III
Los Estados Unidos tenían prevista una intervención militar en caso de victoria
comunista en las elecciones italianas de 1948. La URSS siguió el mismo camino eliminando a los
no comunistas de las «democracias populares» pluripartidistas, que fueron clasificadas desde
entonces como «dictaduras del proletariado», o sea, de los partidos comunistas. Los efectos de
la guerra fría sobre la política internacional europea fueron más notables que sobre la política
interna continental: la guerra fría creó la Comunidad Europea con todos sus problemas; una
forma de organización política sin ningún precedente, a saber, un organismo permanente (o por
lo menos de larga duración) para integrar las economías y, en cierta medida, los sistemas
legales de una serie de estados-nación independientes.
Por suerte para los aliados de los norteamericanos, la situación de la Europa occidental
en 1946-1947 parecía tan tensa que Washington creyó que el desarrollo de una economía
europea fuerte, y algo más tarde de una economía japonesa fuerte, era la prioridad más
urgente y, en consecuencia, los Estados Unidos lanzaron en junio de 1947 el plan
Marshall, un proyecto colosal para la recuperación de Europa.
Lo máximo que los aliados o los satélites podían permitirse era rechazar la total
integración dentro de la alianza militar sin salirse del todo de la misma (como hizo el general De
Gaulle). El peso económico del mundo se estaba desplazando de los Estados Unidos a las
economías europea y japonesa,
Los dólares, tan escasos en 1947, habían ido saliendo de Estados Unidos como un
torrente cada vez mayor, acelerado por la afición norteamericana a financiar el déficit provocado
por los enormes costes de sus actividades militares planetarias, especialmente la guerra de
Vietnam (después de 1965), así como por el programa de bienestar social más ambicioso de la
historia de los Estados Unidos. El dólar se debilitó. Respaldado en teoría por el oro de Fort Knox,
en la práctica se trataba cada vez más de un torrente de papel o de asientos en libros de
contabilidad; los precavidos europeos, encabezados por los superprecavidos franceses, preferían
cambiar papel potencialmente devaluado por lingotes macizos. Así pues, el oro salió a chorros
de Fort Knox, se puso fin a la convertibilidad del dólar, formalmente abandonada en agosto de
1971.
Cuando acabó la guerra fría, la hegemonía económica norteamericana había
quedado tan mermada que el país ni siquiera podía financiar su propia hegemonía
militar. La guerra del Golfo de 1991 contra Irak, una operación militar esencialmente
norteamericana, la pagaron, con ganas o sin ellas, terceros países que apoyaban a
Washington.

101
IV
En un determinado momento de principios de los años sesenta, pareció como si la
guerra fría diera unos pasos hacia la senda de la cordura. Kruschev estableció su supremacía en
la URSS después de los zafarranchos postestalinistas (1958-1964). Este admirable diamante en
bruto, que creía en la reforma y en la coexistencia pacífica, y que, por cierto, vació los campos
de concentración de Stalin, dominó la escena internacional en los años que siguieron. Las dos
superpotencias estaban dirigidas, pues, por dos amantes del riesgo en una época en la que, es
difícil de recordar, el mundo occidental capitalista creía estar perdiendo su ventaja sobre las
economías comunistas, que habían crecido más deprisa que las suyas en los años cincuenta.
El resultado neto de esta fase de amenazas mutuas y de apurar los límites fue
la relativa estabilización del sistema internacional y el acuerdo tácito por parte de
ambas superpotencias de no asustarse mutuamente ni asustar a! resto del mundo,
cuyo símbolo fue la instalación del «teléfono rojo». Kennedy fue asesinado en 1963; a
Kruschev le obligó a hacer las maletas en 1964 la clase dirigente soviética, que prefería una
forma menos impetuosa de actuar en política., el comercio entre los Estados Unidos y la URSS,
estrangulado por razones políticas por ambos lados durante tanto tiempo, empezó a florecer con
el paso de los años sesenta a los setenta.
A mediados de los años setenta el mundo entró en lo que se ha denominado la
«segunda» guerra fría, que coincidió con importantes cambios en la economía mundial, el
período de crisis prolongada que caracterizó a las dos décadas a partir de 1973 y que llegó a su
apogeo a principios de los años ochenta.
La URSS creía que todo le iba viento en popa. Leónidas Brezhnev, el sucesor de
Kruschev, presidente durante lo que los reformistas soviéticos denominarían «la era del
estancamiento», parecía tener razones para sentirse optimista, sobre todo porque la crisis del
petróleo de 1973 acababa de cuadruplicar el valor internacional a precios de mercado de los
gigantescos yacimientos de petróleo y gas natural recién descubiertos en la URSS a mediados
de los años sesenta.
Pero dejando aparte la economía, dos acontecimientos interrelacionados produjeron un
aparente desequilibrio entre las superpotencias. El primero fue lo que parecía ser la derrota y
desestabilización de los Estados Unidos al embarcarse en una guerra de importancia: Vietnam.
Este contexto, demostró el aislamiento de los Estados Unidos.
Y, por si Vietnam no hubiera bastado para demostrar el aislamiento de los Estados
Unidos, la guerra del Yom Kippur de 1973 entre Israel, convertido en el máximo aliado de los
Estados Unidos en Próximo Oriente, y las fuerzas armadas de Egipto y Siria, equipadas por la
Unión Soviética, lo puso todavía más de manifiesto.
No obstante, entre 1974 y 1979 surgió una nueva oleada de revoluciones por una
extensa zona del globo. Esta tercera ronda de convulsiones del siglo XX corto parecía como si
fuera a alterar el equilibrio de las superpotencias en contra de los Estados Unidos, ya que una
serie de regímenes africanos, asiáticos e incluso americanos se pasaron al bando soviético . La
coincidencia de esta tercera oleada de revoluciones mundiales con el fracaso y derrota
públicos de los norteamericanos fue lo que engendró la segunda guerra fría. En esta
etapa los conflictos se dirimieron mediante una combinación de guerras locales en el tercer
mundo, en las que combatieron indirectamente los Estados Unidos, y mediante una aceleración

102
extraordinaria de la carrera de armamentos atómicos, lo primero menos irracional que lo
segundo.
Al pasar los restos del imperio colonial portugués en África (Angola, Mozambique,
Guinea Bissau, Cabo Verde) al dominio comunista y al mirar hacia el Este la revolución que
derrocó al emperador de Etiopía; al caer el sha del Irán, un estado de ánimo cercano a la
histeria se apoderó del debate público y privado de los norteamericanos. El régimen de
Brezhnev había empezado a arruinarse él solo al emprender un programa de
armamento que elevó los gastos en defensa ambos bandos podían convertir el uno al
otro en un montón de escombros. El esfuerzo sistemático soviético por crear una marina con
una presencia mundial en todos los océanos —o, más bien, dado que su fuerte eran los
submarinos, debajo de los mismos— tampoco era mucho más sensato en términos estratégicos.
Por supuesto, la histeria de Washington no se basaba en razonamientos lógicos. En
términos reales, el poderío norteamericano, a diferencia de su prestigio, continuaba siendo
decisivamente mayor que el poderío soviético. Tendrán que valorar la hondura de los traumas
subjetivos de derrota, impotencia y pública ignominia que afligieron a la clase política de los
Estados Unidos en los años setenta.
La política de Ronald Reagan, elegido presidente en 1980, sólo puede entenderse como
el afán de lavar la afrenta de lo que se vivía como una humillación, demostrando la supremacía
y la invulnerabilidad incontestables de los Estados Unidos con gestos de fuerza militar contra
blancos fáciles. Al final, el trauma sólo sanó gracias al inesperado, imprevisto y definitivo
hundimiento del gran antagonista, que dejó a los Estados Unidos como única potencia global.
Una larga etapa de gobiernos centristas y socialdemócratas moderados tocó a su fin con
el fracaso aparente de las políticas económicas y sociales de la edad de oro. Hacia 1980
llegaron al poder en varios países gobiernos de la derecha ideológica, comprometidos
con una forma extrema de egoísmo empresarial y de laissez-faire. La guerra fría de
Ronald Reagan no estaba dirigida contra el «imperio del mal» exterior, sino contra el
recuerdo de Franklin D. Roosevelt en el interior: contra el estado del bienestar igual
que contra todo intrusismo estatal.
No hay la menor señal de que el gobierno de los Estados Unidos contemplara el
hundimiento inminente de la URSS o de que estuviera preparado para ello llegado el momento.
Si bien, desde luego, tenía la esperanza de poner en un aprieto a la economía soviética, el
gobierno norteamericano había sido informado (erróneamente) por sus propios servicios de
inteligencia de que la URSS se encontraba en buena forma y era capaz de mantener la carrera
de armamentos. Lo que Reagan soñaba era un mundo totalmente libre de armas nucleares, al
igual que el nuevo secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, Mijail
Serguéievich Gorbachov.
La guerra fría acabó cuando una de las superpotencias, o ambas, reconocieron lo
siniestro y absurdo de la carrera de armamentos atómicos, y cuando una, o ambas, aceptaron
que la otra deseaba sinceramente acabar con esa carrera. Seguramente le resultaba más fácil
tomar la iniciativa a un dirigente soviético que a un norteamericano, porque la guerra fría nunca
se había visto en Moscú como una cruzada, a diferencia de lo habitual en Washington.
A efectos prácticos, la guerra fría acabó en las dos cumbres de Reykjavik (1986) y
Washington (1987). Las perspectivas del socialismo como alternativa mundial dependían de su
capacidad de competir con la economía capitalista mundial, reformada tras la Gran Depresión y

103
la segunda guerra mundial y transformada por la revolución «postindustrial» de las
comunicaciones y de la informática de los años setenta.
Que el socialismo se iba quedando cada vez más atrasado era evidente desde
1960. Ambas superpotencias abusaron de sus economías y las distorsionaron mediante la
competencia en una carrera de armamentos colosal y enormemente cara.
Fue la interacción de la economía de modelo soviético con la economía del
mundo capitalista a partir de los años sesenta lo que hizo vulnerable al socialismo .
Cuando en los años setenta los dirigentes socialistas decidieron explotar los nuevos recursos del
mercado mundial a su alcance (precios del petróleo, créditos blandos, etc.) en lugar de
enfrentarse a la ardua tarea de reformar su sistema económico, cavaron sus propias tumbas
Cuarenta años de miedo y recelo, de afilar los dientes del dragón militar-industrial, no
podían borrarse así como así. Los engranajes de la maquinaria de guerra continuaron girando
en ambos bandos.

V
La guerra fría había transformado la escena internacional en tres sentidos. En primer
lugar, había eliminado o eclipsado totalmente las rivalidades y conflictos, salvo uno, que
configuraron la política mundial antes de la segunda guerra mundial.
En segundo lugar, la guerra fría había congelado la situación internacional y, al hacerlo,
había estabilizado lo que era un estado de las cosas provisional y por fijar. La estabilización no
era la paz. No obstante, los conflictos estaban controlados, o amortiguados, por el miedo a que
provocasen una guerra abierta. Con la excepción de China, ningún país realmente importante
cambió de bando a no ser por alguna revolución local, que las superpotencias no podían
provocar ni impedir, como descubrieron los Estados Unidos en los años setenta.
En tercer lugar, la guerra fría había llenado el mundo de armas hasta un punto que
cuesta creer. Cuarenta años durante los cuales las superpotencias compitieron por ganar
amigos e influencias repartiendo armas por todo el planeta. Este comercio con la muerte no se
reducía a la amplia gama de aparatos que sólo podían utilizar los gobiernos, sino que el
surgimiento de una época de guerrillas y terrorismo originó una gran demanda de armas
ligeras, portátiles y suficientemente destructivas y mortíferas. En Afganistán, los Estados Unidos
habían distribuido al por mayor misiles antiaéreos portátiles y lanzadoras Stinger entre las
guerrillas tribales anticomunistas. No podía volverse al mundo de antes de la guerra fría porque
era demasiado lo que había cambiado y demasiado lo que había desaparecido.
El fin de la guerra fría demostró ser no el fin de un conflicto internacional, sino
el fin de una época, no sólo para Occidente, sino para el mundo entero.

104
Capítulo 6 - De Suez a la Guerra Fría árabe
Miguel Bastenier

A fines de octubre 1956, Eisenhower multiplica ese mismo mes las advertencias a Israel
y a los aliados para que no actúen unilateralmente contra Egipto. A Estados Unidos no le
repugna la nacionalización del Canal porque aparta a Londres de una escena política en la que
Washington aspira a ser la única potencia exterior.
El 29 de octubre el jefe de Estado Mayor israelí, Moshe Dayan, lanza sus tropas sobre el
SINAB, que desbordan en menos de veinticuatro horas las posiciones egipcias. Nasser al
ordenar un repliegue a la orilla occidental de la vía de agua, y la fuerza egipcia se convierte en
una masa que huye desordenadamente en el arenal.
Ese 30 de octubre Londres y París lanzan un ultimátum ordenando a los combatientes
que se retiren a 10 millas del Canal. Dos días más tarde el ejército israelí domina toda la zona.
Lo expeditivo de su victoria se explica también porque la aviación francesa ha protegido el cielo
israelí.
El Consejo de Seguridad exige el fin de las hostilidades y la retirada del agresor, esto
último con la insistencia de Washington. La Asamblea aprueba la creación de la primera fuerza
de la ONU cuyo objetivo será separar a los combatientes. Pese a que los blindados soviéticos
están ocupados en aplastar el régimen neutralista en Budapest, el líder del PCUS, Nikita
Jruschov, exige el fin de la guerra y la retirada de los agresores, haciendo una difusa alusión a
llegar hasta donde haga falta.
Eden comunica la inmediata retirada británica a París, que pugna por unos días más de
beligerancia para conquistar la ciudad de Suez. A fines de diciembre ya no habrás más soldados
aliados en la zona. El desastre diplomático era total.
El 8 de noviembre Washington también pide la retirada de las tropas israelíes,
amenazando con bloquear la concesión de créditos a Jerusalén.
Tras un regateo de varios meses Jerusalén se pliega a conservar, como antes de la
guerra, el acceso por el golfo de Akaba a su puerto de Eilat en el mar Rojo.
Lo que había sido un fiasco militar para Egipto se convierte por la intervención de
Washington y Moscú en un gran triunfo político.
Para Israel la guerra también ha sido positiva porque si en 1949 ha vencido en una
operación defensiva contra un enemigo apenas formidable, en 1956 ha tomado la iniciativa, las
armas francesas han barrido a las soviéticas, y el jefe de Estado Mayor se ha convertido en
héroe de la seguridad israelí como creador del ejército del Estado sionista.
Suez simboliza la entrada de la Unión Soviética en el equilibrio de fuerzas en la zona. La
dialéctica Este-Oeste ha infectado por primera vez el contencioso árabe-israelí con la formación
de un frente común de hecho entre los dos superpoderes.

Siguiendo los pasos de Truman al término de la II Guerra, Eisenhower suscribe una


nueva versión de la política de contención: utilizar las fuerzas armadas con el fin de asegurar y
proteger la integridad territorial y la independencia de las naciones o grupos de naciones que
pidieran esa asistencia contra una agresión armada, llevada a cabo por cualquiera de los países
controlados por el comunismo internacional.

105
Sólo Egipto y Siria quedan al margen de la alianza dominada por Estados Unidos, cuyo
objetivo fundamental es aislar a Damasco como enlace territorial entre Turquía y el petróleo de
Irán e Iraq. Siria firma un acuerdo de cooperación económica con Moscú. Además, Siria pide
ayuda a Egipto contra el cerco conservador. Damasco prefiere una federación de los dos países
pero Nasser impone sus condiciones: tendrá que ser una fusión, que en realidad es una anexión
de Siria. Así nace el 1 de febrero de 1958 la República Árabe Unida con un solo gobierno, que
domina El Cairo, un solo presidente, Nasser, y un solo partido. La fusión se ha hecho con dos
realidades nacionales diferentes.
La respuesta del eje hachemí es inmediata. Se anuncia en Bagdad y Ammán la
constitución de una federación jordano-iraquí. El arquitecto de la operación es el iraquí Nuri el
Said. El sha de Irán solo ve dominós tambaleantes a su alrededor: “Hay que salvar al Líbano de
su caída en manos de comunistas o nasseristas”. En el Líbano, el presidente maronita Camille
Chamoun se ha de enfrentar a una rebelión suní-nasserista, para la que el alineamiento con la
doctrina de Eisenhower viola el acuerdo de neutralidad libanesa en los asuntos interárabes. Y en
mayo de 1958 estalla la primera de las guerras del Líbano.
Un golpe militar en Bagdad liquida el régimen monárquico con el asesinato de Faisal II y
toda la familia real. El golpe republicano está dirigido por Kassem y Aref, que expresan en
sintonías diferentes los ecos del entusiasmo nasserista que sacude el Fértil Creciente. Kassem,
sabiendo que Nasser no aceptaría una unión federal, y, sin dejar de mostrar entusiasmo por la
unidad árabe, se resiste a las presiones por la fusión. La RAU fracasa por multitud de razones.

Nasser no ha entendido nunca el caso palestino como un objetivo autónomo, sino para
utilizar de forma que le permita cobrar fuerza en el área. (Por su parte, Kassem toma como
modelo el Gobierno argelino del FLN y propone la creación de un Ejecutivo Palestino.
Nadie lo secunda porque todavía se piensa que los palestinos pertenecen a Egipto,
Siria o Jordania)
Iraq, potencia creciente entre los productores árabes, en plena radicalización
revolucionaria, comienza a desarrollar una política agresiva. En 1960, antes la inminencia de
que Londres conceda la independencia a Kuwait, Bagdad reivindica el emirato como parte de la
antigua provincia mesopotámica del imperio otomano. Finalmente, el 4 de octubre de 1963
Kassem se resigna a reconocer la independencia del emirato y a firmar un acuerdo de
delimitación de fronteras, cuyas imprecisiones serán un pretexto para el conflicto de 1990-91.
Es la época de la evidencia de que el acercamiento egipcio a la URSS no entraña la más
mínima condescendencia con el comunismo casero. Todo ello permite al rais acentuar su
neutralismo, y la fundación del movimiento de los no alineados en septiembre de 1961.
Un grupo de oficiales republicanos se levanta contra la monarquía yemení el 25 de
septiembre de 1962 y estalla la guerra civil entre los militares modernistas y las tribus feudales
que sostienen al Imam Badr. Nasser decide apoyar a los republicanos y RIAD a los
monárquicos, sin que nadie sea capaz de ganar.
A fin de 1962 el mundo árabe está más enfrentado que nunca. Egipto se ha retirado
temporalmente de la Liga; Iraq sigue aislado por la cuestión de Kuwait; Egipto y Arabia Saudí se
enfrentan en Yemen; y la situación es aún más inestable en Siria.
El ejército iraquí, dividido sobre la adhesión a la RAU, se decanta por el Baath, al que
Kassem ha tenido lejos del ejercicio real del poder, y depone al dictador el 8 de febrero de

106
1963. Aref se proclama presidente con el apoyo de los nasseristas. El nuevo presidente se
deshace, a su vez, del Baath para volverse hacia El Cairo. Pero Nasser desconfía.
El 8 de marzo, Baath sirio, dirigido por Bitar, derriba con el apoyo del Ejército y de los
nasseristas del MNR a los nacionalistas. Entre los golpistas se encuentra Hafez el Assad que
comienza a crearse una base de poder en las fuerzas armadas. Un golpe por nasserista del MNR
es desarrollado el 18 de julio y Damasco rompe con El Cairo. La confusión es total; parece
necesario rehacer alguna clase de consenso, que sólo puede proceder de la causa palestina.
El impasse sobre Palestina es una llaga en la diplomacia de los Estados progresistas.
Con la nueva entidad se creará un Ejecutivo palestino, pero sin autoridad alguna sobre ningún
territorio. Ahmed Chuqueiri se convierte en punto de consenso para nombrarle en septiembre
de 1963 delegado de los palestinos -del pueblo, no del territori- en la organización panárabe.
Los miembros de la Liga se reúnen en El Cairo del 13 al 17 de enero de 1964 y anuncian
la creación de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Se la dota de sus propias
fuerzas armadas, pero controladas por Egipto. Se redacta una carta o constitución y se crea un
Consejo Nacional, órgano parlamentario que elige un ejecutivo de 15 miembros a modo de
Gobierno del Estado nómada.
En la cumbre se aprueba también un plan de construcción de presas en Siria que
maximice el caudal de agua propia y perjudique el del lago Tiberiades en territorio de Israel.
A fines de 1964 comienzan los atentados contra Israel y en ellos se distingue una
organización guerrillera fundada en 1957, Al fatal, cuyo jefe es Yasser Arafat.
La celebración de la cumbre de no alineados en El Cairo en octubre de 1964 ahonda en
la irritación de los Estados Unidos. Israel ha reaccionado a la cumbre con un plan de desvío de
afluentes del jordán que habría anulado todos los esfuerzos sirios en esa naciente guerra del
agua. El presidente norteamericano insinúa que Israel está a punto de disponer del arma
nuclear. Alemania Federal suministra armas a Israel, además de servir de campo de
entrenamiento para el ejército judío. (Nasser intenta mantener relaciones diplomáticas
con al RFA y la RDA hasta que se establecen relaciones entre Bonn-Jerusalén, La liga
rompe con la RFA pero no reconoce a la RDA, no obedeciendo a la lógica de la
bipolaridad. Finalmente Washington ayuda a Israel lo que favorece de rebote un
acercamiento entre El Cairo y Moscú)
Nasser cede a una antigua petición de la URSS. Los buques soviéticos reciben derecho
de visita al puerto de Alejandría a cambio de nuevas entregas de armas que compensen el
rearme que Jonson procura a Israel.
En Siria se desencadena el 23 de febrero de 1966 el decimotercer golpe militar. Los
golpistas son miembros del Baath, versión regional, que encarcelan a Bitar; el cual logra
escapar y refugiarse en Bagdad donde se halla el poder del Baath versión nacional.
Los primeros años sesenta son de guerra interna en el establishment israelí. Los estados
árabes neutralistas ven, al mismo tiempo, en una sucesión de acontecimientos internacionales
un complot imperialista contra su propia supervivencia.
Desde la extremidad de Asia a la Europa oriental, entre comunismo y capitalismo liberal
sólo median los neutralismos de Nasser y Nehru. Pero la india se hala sometida a la vigilancia
de Pakistán desde el lado occidental, y marcada por China. El neutralismo de Nasser sigue
pareciendo temible. Israel, que desarrolla su arma nuclear, resulta más que nunca el mejor
aliado de Occidente.

107
En enero de 1967 Israel lanza una incursión contra Jordania y en abril contra Siria. El
presidente egipcio se cree obligado a hacer lo mismo en el SINAB pidiendo el 18 de ese mes al
secretario general de la ONU la retirada de las fuerzas de interposición, de forma que entre el
19 y el 21 se produce la sustitución del destacamento internacional por tropas egipcias. (Es
interesante cómo respetaron los procedimientos avisando a la ONU siendo tan
“bárbaros” como los calificó Benny Morris) Jonson declara que el estrecho es una vía de
agua internacional libre a toda la navegación, lo que se interpreta en el mundo árabe como un
posible permiso a Israel de actuar. Jordania no va a evitar la guerra, ya que teme que los
palestinos no le perdonan su ausencia en la hora decisiva. Pero la toma de posición de Hussein
contribuye a inclinar la balanza de Israel del lado de los duros. Si los árabes pueden abrir un
tercer frente, además de en el SINAB y en el Golán, Jerusalén lo ve como el cerco de una
tenaza.

108
Capítulo 7 - 1967: volver a empezar
Miguel Bastenier

La escueta guerra de 1967 es, posiblemente, la mayor derrota jamás sufrida por los
pueblos árabes; una derrota militar, social y política, que es percibida por muchos como la de
toda una civilización.
En la madrugada del 5 de junio, los cazabombarderos, que han salido hacia el oeste,
viran al sur y entran en Egipto desde la frontera libia, por donde nadie los espera. En tres horas
han acabado con la práctica totalidad de la aviación enemiga. Sin cobertura aérea, 100.000
hombres se convierten en un blanco inerme en las arenas del Sinaí. Y, al igual que en 1956, se
desencadena la huída y el caos; y el 7 los últimos restos de la fuerza árabe pasan como pueden
al otro lado del Canal, dejando toda la península en manos de los atacantes. Entre los días 7 y 8
el Tsahal pasa a la ofensiva contra Ammán para conquistar toda Cisjordania y la Jerusalén
árabe. Cuando el 8 Egipto y Jordania ya han aceptado el alto el fuego decretado por la ONU,
Jerusalén prepara el contraataque sobre las colinas sirias del Golán. El 9 los soldados judíos
desbordan las posiciones enemigas y al día siguiente completan la ocupación de toda la meseta.
El mismo día 10 el mando sirio accede al alto el fuego. En seis días, dos para cada enemigo,
Israel se ha convertido en una superpotencia regional.
El Estado sionista domina más del doble de lo que le había atribuido la resolución de
1947. La conquista de la franja de Gaza completa el control judío desde el Líbano a Egipto. No
solo Cisjordania contiene la rica vega del Jordán, con una mano de obra barata e impotente,
sino que su gran factor de unificación geográfica es una cadena montañosa que va de norte a
sur y domina el litoral israelí, constituyendo un punto ideal entre el río y el mar para defender lo
que los judíos ortodoxos conocen como los antiguos reinos de Judea y Samaria. El Golán es una
meseta, punteada de colinas, cuya población es drusa en su mayoría. La fuga de pobladores es
casi absoluta, con lo que queda un territorio para colonizar y fortificar sin problemas.
El Estado hebreo ha anulado en la práctica la partición de 1947 al ocupar todo lo
asignado entonces a los palestinos. Las mayores consecuencias de la guerra del 67 son, sin
embargo, de cultura o civilización. Muchos intelectuales árabes ven en la guerra de 1967 la
victoria de una teocracia, la israelí, sobre otra, la de los países árabes-islámicos.
La apabullante derrota de Egipto exige una nueva política que solo puede ser la de la
recobrada potencia militar para obtener la paridad estratégica con Israel. Nasser anuncia
públicamente su dimisión el 9 de junio. Durante todo el día 10 una masa, que algunas fuentes
cifran en dos millones de personas, se concentra en la plaza Tahrir y alrededores en El Cairo.
Nasser retira su dimisión y su figura cobre un nuevo perfil trágico.
No rechaza frontalmente la búsqueda de la paz con Israel. El contraataque militar contra
Israel, y también político contra sus críticos, se produce también en marzo con la reanudación
de las hostilidades, pero dentro de medidos límites: la guerra de desgaste. Los enfrentamientos
sobre el Canal no han llegado nunca a cesar.
Desde marzo de 1969 las fuerzas egipcias en el Canal sistematizan la política de
hostigamiento del enemigo. El bombardeo de posiciones enemigas y la acción de comandos tras
las líneas israelíes se encaminan, de un lado, a impedir la consolidación de la línea Bar-Lev que
ha comenzado a construirse. La guerra de desgaste durará hasta julio de 1970.

109
Jerusalén decide intensificar hacia fin de año aún más la guerra con incursiones aéreas
en profundidad y acciones de comandos que no dejan a salvo ningún objetivo en todo Egipto.
Nasser reacciona ante la nueva profundidad de los ataques israelíes con dos viajes a Moscú en
demanda de armas. El primero se produce en enero de 1970 durante dos semanas. A su
regreso comienza la instalación de baterías de misiles con los que se quiere crear una barrera
impenetrable a lo largo del Canal. Nasser viaja por segunda vez a Moscú del 20 de junio al 17
de julio de ese año, con una razón todavía más acuciante: a su regreso Egipto aceptará el
primer alto el fuego en el Canal. La guerra de desgaste ha sido un nuevo fracaso del que ya no
se repondrá.
En Israel reina el consenso de que los territorios sólo están temporalmente bajo su
control. Pero a ese fin sólo se concibe una línea bilateral de negociación de cada Estado árabe
con Jerusalén, para anular cualquier posición conjunta de la otra parte. Israel se dirige a Egipto
y Siria; no incluye en la propuesta a Jordania, donde ya ha dispuesto una anexión de Jerusalén-
Este. La asamblea general de la ONU declara nulo cualquier cambio en la situación de la ciudad.
El 9 de diciembre de 1969, el secretario de Estado norteamericano propone a Israel y
Egipto una retirada prácticamente total del Sinaí y Gaza, supeditada a un reconocimiento mutuo
con garantías de seguridad a las partes. Y el día 18 presenta un plan similar para Jordania. El
plan Rogers no prevé la creación de entidad política palestina alguna, ni resuelve el futuro de
Jerusalén. Pese a ellos, ni Egipto ni Jordania rechazan el plan, pero sí Israel. La OLP, a la que se
sigue dejando fuera de juego, y Siria, a quien nos e ofrece nada, se oponen igualmente.
La derrota de 1967 ha sido a la vez la de la Nación-Estado y la del panarabismo. Del
descrédito de esas opciones nace una oportunidad para la guerrilla palestina. De los grupos
guerrilleros el más activo es Al Fatal de Yasser Arafat. La consigna de estas fuerzas patrióticas
es “La unidad árabe pasa por la liberación de Palestina”. En la cuarta reunión del Consejo
Nacional Palestino, dónde los grupos guerrilleros obtienen la mitad de los puestos, se firma una
declaración de independencia con respecto a los Estados árabes, y de existencia de una
nacionalidad palestina, en contraste con la visión puramente de pueblo refugiado que ha
prevalecido hasta el momento. En el quinto CNP en febrero de 1969, la guerrilla alcanza una
mayoría de puestos en el Ejecutivo y nombra a Arafat presidente.
Golda Meir, ante la aparición de un nuevo enemigo mejor definido y más político que los
anteriores, comunica al mundo que “la nación palestina no existe”, sin reparar en que la
prolongación de la ocupación israelí de Cisjordania y Gaza es el mejor fermento para la
nacionalización del pueblo refugiado.
En noviembre de 1969 se firma un acuerdo entre la OLP y el líder del Ejército libanés
por el que se codifica una realidad ya anterior, la de una presencia palestina que rápidamente
alcanzará las características de un verdadero Estado contenido en la precaria carcasa de Beirut.
Los disturbios que estallan en abril del año siguiente entre las fuerzas palestinas y milicias
cristianas preludian el Septiembre Negro que se avecina. Al mismo tiempo, el establishment
palestino en Jordania crece sin cesar, pero por creerse en tierra propia no siente ninguna
necesidad de tratar con la monarquía de Ammán. Sólo Siria tiene resuelto el problema de la
presencia guerrillera. Desde mayo de 1969 una directiva de Damasco establece un código de
conducta.
Los primeros choques entre guerrilleros y el Ejército beduino de Hussein se produjeron a
finales de 1968. Los fedayin se comportan en Jordania como en territorio conquistado, no

110
reconocen la ley del país. Piden el derrocamiento del rey, e incluso Fatal se les suma cuando
Hussein aprueba en junio de 1970 el plan Rogers.
La provocación contra el monarca es extrema. Hussein se asegura primero del apoyo de
Washington. El 17 lanza a su fuerza regular contra los 20.000 guerrilleros que puede haber en
el país, dotados sólo de armamento ligero. El18 una columna de 200 tanques sirios cruza la
frontera por Irbil para apoyar a la guerrilla. Washington ve en la acción siria la mano de Moscú
para inclinar a todo el cinturón de Estados que rodea a Israel hacia posiciones
antinorteamericanas. Seguro del eventual apoyo israelí Hussein lanza el 22 una brigada de
tanques y a su fuerza aérea contra los atacantes.
En Iraq el 17 de julio de 1968 un nuevo golpe en el interior del Baath antisirio derroca a
Aref, entregando el poder a Ahmed el Bakú y Sadam Hussein.
La fuerza beduina ya sólo se dedica a operaciones de limpieza. Nasser logra el día 27
conducir a las partes a un alto el fuego que regula la presencia palestina en Jordania.
Tan sólo la acción política parece ofrecerse como alternativa, pese a que tardará algún
tiempo en prevalecer sobre el esfuerzo preferentemente bélico. La guerrilla se va a concentrar
en el Líbano para librar su último combate dentro del mundo árabe.

111
Capítulo X
Hobsbawm - Historia del siglo XX

I
El cambio social más drástico y de mayor alcance de la segunda mitad de este siglo, y el
que nos separa para siempre del mundo del pasado, es la muerte del campesinado. Sólo tres
regiones del planeta seguían estando dominadas por sus pueblos y sus campos: el África
subsahariana, el sur y el sureste del continente asiático, y China. Lo extraño de este silencioso
éxodo en masa del terruño en la mayoría de los continentes, y aún más en las islas, es que sólo
en parte se debió al progreso de la agricultura, por lo menos en las antiguas zonas rurales.
Los países desarrollados industrializados, con una o dos excepciones, también se
convirtieron en los principales productores de productos agrícolas destinados al mercado
mundial, y eso al tiempo que reducían constantemente su población agrícola, hasta llegar a
veces a porcentajes ridículos. Todo eso se logró evidentemente gracias a un salto extraordinario
en la productividad con un uso intensivo de capital por agricultor.
En estas condiciones, la agricultura ya no necesitaba la cantidad de manos sin las
cuales, en la era pretecnológica, no se podía recoger la cosecha, ni tampoco la gran cantidad de
familias con sus auxiliares permanentes. En las regiones pobres del mundo la revolución
agrícola no estuvo ausente, aunque fue más incompleta.
Cuando el campo se vacía se llenan las ciudades. El mundo de la segunda mitad del
siglo XX se urbanizó como nunca. Paradójicamente, mientras el mundo desarrollado seguía
estando mucho más urbanizado que el mundo pobre (salvo partes de América Latina y del
mundo islámico), sus propias grandes ciudades se disolvían, tras haber alcanzado su apogeo a
principios del siglo XX, antes de que la huida a suburbios y a ciudades satélite adquiriese
ímpetu, y los antiguos centros urbanos se convirtieran en cascarones vacíos de noche.
Pero, curiosamente, el viejo mundo y el nuevo convergieron. La típica «gran ciudad» del
mundo desarrollado se convirtió en una región de centros urbanos interrelacionados, situados
generalmente alrededor de una zona administrativa o de negocios reconocible desde el aire
como una especie de cordillera de bloques de pisos y rascacielos. Jamás, desde la construcción
de las primeras redes de tranvías y de metro, habían surgido tantas redes periféricas de
circulación subterránea rápida en tantos lugares, de Viena a San Francisco, de Seúl a México. Al
mismo tiempo, la descentralización se extendió, al irse desarrollando en los distintos barrios o
complejos residenciales suburbanos sus propios servicios comerciales y de entretenimiento,
sobre todo gracias a los «centros comerciales» periféricos de inspiración norteamericana.

II
Casi tan drástico como la decadencia y caída del campesinado, y mucho más universal,
fue el auge de las profesiones para las que se necesitaban estudios secundarios y superiores. La
enseñanza general básica, es decir, la alfabetización elemental, era, desde luego, algo a lo que
aspiraba la práctica totalidad de los gobiernos.
El estallido numérico se dejó sentir sobre todo en la enseñanza universitaria, hasta
entonces tan poco corriente que era insignificante desde el punto de vista demográfico, excepto
en los Estados Unidos. Hasta los años sesenta no resultó innegable que los estudiantes se
habían convertido, tanto a nivel político como social, en una fuerza mucho más importante que

112
nunca, pues en 1968 las revueltas del radicalismo estudiantil hablaron más fuerte que las
estadísticas.
El extraordinario crecimiento de la enseñanza superior, que, a principios de los ochenta,
produjo por lo menos siete países con más de 100.000 profesores universitarios, se debió a la
demanda de los consumidores, a la que los sistemas socialistas no estaban preparados para
responder. Era evidente para los planificadores y los gobiernos que la economía moderna exigía
muchos más administradores, maestros y peritos técnicos que antes
Esta multitud de jóvenes con sus profesores, eran un factor nuevo tanto en la cultura
como en la política. Eran transnacionales, al desplazarse y comunicarse ideas y experiencias
más allá de las fronteras nacionales con facilidad y rapidez, y seguramente se sentían más
cómodos que los gobiernos con la tecnología de las telecomunicaciones.
En países dictatoriales, solían ser el único colectivo ciudadano capaz de emprender
acciones políticas colectivas.
El motivo por el que 1968 (y su prolongación en 1969 y 1970) no fue la revolución, y
nunca pareció que pudiera serlo, fue que los estudiantes, por numerosos y movilizables que
fueran, no podían hacerla solos. Su eficacia política descansaba sobre su capacidad de actuación
como señales y detonadores de grupos mucho mayores pero más difíciles de inflamar. (¿Hasta
qué punto el mayo francés promovía una verdadera revolución socialista y no más
bien un quiebre con el viejo orden?)
No fue hasta los años ochenta, y eso en países no democráticos tan diferentes como
China, Corea del Sur y Checoslovaquia, cuando las rebeliones estudiantiles parecieron actualizar
su potencial para detonar revoluciones, o por lo menos para forzar a los gobiernos a tratarlos
como un serio peligro público, masacrándolos a gran escala, como en la plaza de Tiananmen, en
Pekín.
El nuevo colectivo estudiantil era también, por definición, un grupo de edad joven, es
decir, en una fase temporal estable dentro de su paso por la vida. Los grupos de jóvenes, aún
no asentados en la edad adulta, son el foco tradicional del entusiasmo, el alboroto y el
desorden, como sabían hasta los rectores de las universidades medievales, y las pasiones
revolucionarias son más habituales a los dieciocho años que a los treinta y cinco, esta creencia
estaba tan arraigada en la cultura occidental, que la clase dirigente de varios países daba por
sentada la militancia estudiantil.
Antes de la segunda guerra mundial, la gran mayoría de los estudiantes de la Europa
central o del oeste y de América del Norte eran apolíticos o de derechas. En un sentido general
y menos definible, este nuevo colectivo estudiantil se encontraba, por así decirlo, en una
situación incómoda con respecto al resto de la sociedad. A diferencia de otras clases o colectivos
sociales más antiguos, no tenía un lugar concreto en el interior de la sociedad, ni unas
estructuras de relación definidas con la misma; el descontento de los jóvenes no era menguado
por la conciencia de estar viviendo unos tiempos que habían mejorado asombrosamente.
Los nuevos tiempos eran los únicos que los jóvenes universitarios conocían. Al contrario,
creían que las cosas podían ser distintas y mejores, aunque no supiesen exactamente cómo.
Paradójicamente, el hecho de que el empuje del nuevo radicalismo procediese de grupos no
afectados por el descontento económico estimuló incluso a los grupos acostumbrados a
movilizarse por motivos económicos a descubrir que, al fin y al cabo, podían pedir a la sociedad
mucho más de lo que habían imaginado. El efecto más inmediato de la rebelión estudiantil

113
europea fue una oleada de huelgas de obreros en demanda de salarios más altos y de mejores
condiciones laborales.
III
A diferencia de las poblaciones rural y universitaria, la clase trabajadora industrial no
experimentó cataclismo demográfico alguno hasta que en los años ochenta entró en ostensible
decadencia. Sólo en los años ochenta y noventa del presente siglo se advierten indicios de una
importante contracción de la clase obrera. El espejismo del hundimiento de la clase obrera se
debió a los cambios internos de la misma y del proceso de producción, más que a una sangría
demográfica.
Las viejas zonas industriales se convirtieron en «cinturones de herrumbre» incluso
países enteros identificados con una etapa anterior de la industria, como Gran Bretaña; se
desindustrializaron en gran parte, para convertirse en museos vivientes, o muertos, de un
pasado extinto, que los empresarios explotaron, con cierto éxito, como atracción turística,
mientras que las grandes empresas de producción en masa y las grandes fábricas sobrevivieron
en los años noventa, aunque automatizadas y modificadas, las nuevas industrias eran muy
diferentes.
Las crisis económicas de principios de los años ochenta volvieron a generar paro masivo
por primera vez en cuarenta años, por lo menos en Europa. Quedaba muy lejos el viejo sueño
marxista de unas poblaciones cada vez más proletarizadas por el desarrollo de la industria,
hasta que la mayoría de la población fuesen obreros (manuales).
No fue una crisis de clase, sino de conciencia. A finales del siglo XIX, las variopintas y
nada homogéneas poblaciones que se ganaban la vida vendiendo su trabajo manual a cambio
de un salario en los países desarrollados aprendieron a verse como una clase obrera única, y a
considerar este hecho como el más importante, con mucho, de su situación como seres
humanos dentro de la sociedad. También los unía la tremenda segregación social, su estilo de
vida propio e incluso su ropa, así como la falta de oportunidades en la vida que los diferenciaba
de los empleados administrativos y comerciales, que gozaban de mayor movilidad social)
Los unía, por último, el elemento fundamental de sus vidas: la colectividad, el
predominio del «nosotros» sobre el «yo». Lo que proporcionaba a los movimientos y partidos
obreros su fuerza era la convicción justificada de los trabajadores de que la gente como ellos no
podía mejorar su situación mediante la actuación individual, sino sólo mediante la actuación
colectiva, preferiblemente a través de organizaciones, la vida era, en sus aspectos más
placenteros, una experiencia colectiva.
La prosperidad y la privatización de la existencia separaron lo que la pobreza y el
colectivismo de los espacios públicos habían unido. No es que los obreros dejaran de ser
reconocibles como tales, Fue más bien que ahora la mayoría tenía a su alcance una cierta
opulencia. Los trabajadores, sobre todo en los últimos años de su juventud, podían comprar
artículos de lujo, y la industrialización de los negocios de alta costura y de cosmética a partir de
los años sesenta respondía a esta realidad.
Los situados en los niveles superiores de la clase obrera —la mano de obra cualificada y
empleada en tareas de supervisión— se ajustaron más fácilmente a la era moderna de
producción de alta tecnología, y su posición era tal, que en realidad podían beneficiarse del
mercado libre, aun cuando sus hermanos menos favorecidos perdiesen terreno.

114
Los trabajadores cualificados y respetables se convirtieron, acaso por primera vez, en
partidarios potenciales de la derecha política,
Así, los trabajadores cualificados en plena ascensión social se marcharon del centro de
las ciudades, sobre todo ahora que las industrias se mudaban a la periferia y al campo, dejando
que los viejos y compactos barrios urbanos de clase trabajadora, o «cinturones rojos», se
convirtiesen en guetos.
Al mismo tiempo, las migraciones en masa provocaron la aparición de un fenómeno
hasta entonces limitado, por lo menos desde la caída del imperio austrohúngaro, sólo a los
Estados Unidos y, en menor medida, a Francia: la diversificación étnica y racial de la clase
obrera, con los consiguientes conflictos en su seno. El problema no radicaba tanto en la
diversidad étnica, aunque la inmigración de gente de color, o que (como los norteafricanos en
Francia) era probable que fuesen clasificados como tal, hizo aflorar un racismo siempre latente,
El debilitamiento de los movimientos socialistas obreros tradicionales facilitó esto último, pues
esos movimientos siempre se habían opuesto vehementemente a esta clase de discriminación.
En esta clase de «mercado laboral segmentado» (por utilizar un tecnicismo), la
solidaridad entre los distintos grupos étnicos de trabajadores era más fácil que arraigase y se
mantuviera, ya que los grupos no competían, los nuevos inmigrantes ingresaron en el mismo
mercado laboral que los nativos, y con los mismos derechos.
Además, y por motivos parecidos, hubo tensiones entre los distintos grupos de
inmigrantes, aun cuando todos ellos se sintieran resentidos por el trato que dispensaban los
nativos a los extranjeros.

IV
Un cambio importante que afectó a la clase obrera, igual que a la mayoría de los
sectores de las sociedades desarrolladas, fue el papel de una importancia creciente que pasaron
a desempeñar las mujeres, y, sobre todo —un fenómeno nuevo y revolucionario—, las mujeres
casadas.
La entrada de la mujer en el mercado laboral no era ninguna novedad: a partir de
finales del siglo XIX, el trabajo de oficina, en las tiendas y en determinados tipos de servicio,
como la atención de centralitas telefónicas o el cuidado de personas, experimentaron una fuerte
feminización, y estas ocupaciones terciarias se expandieron y crecieron a expensas (en cifras
relativas y absolutas) tanto de las primarias como de las secundarias, es decir, de la agricultura
y la industria. En realidad, este auge del sector terciario ha sido una de las tendencias más
notables del siglo XX. No es tan fácil generalizar a propósito de la situación de la mujer en la
industria manufacturera.
Por otra parte, en los países de desarrollo reciente y en los enclaves industriales del
tercer mundo, florecían las industrias con fuerte participación de mano de obra, que buscaban
ansiosamente mano de obra femenina (tradicionalmente peor pagada y menos rebelde que la
masculina).
Las mujeres hicieron su entrada también, en número impresionante y cada vez mayor,
en la enseñanza superior, que se había convertido en la puerta de entrada más visible a las
profesiones de responsabilidad.
Desde que las mujeres de muchísimos países europeos y de Norteamérica habían
logrado el gran objetivo del voto y de la igualdad de derechos civiles como consecuencia de la

115
primera guerra mundial y la revolución rusa, los movimientos feministas habían pasado de estar
en el candelero a la oscuridad.
Sin embargo, a partir de los años sesenta, observamos un impresionante renacer del
feminismo. Si bien estos movimientos pertenecían, básicamente, a un ambiente de clase media
culta, es probable que en los años setenta y sobre todo en los ochenta se difundiera entre la
población de este sexo (que los ideólogos insisten en que debería llamarse «género») una forma
de conciencia femenina política e ideológicamente menos concreta que iba mucho más allá de lo
que había logrado la primera oleada de feminismo.
Lo que cambió en la revolución social no fue sólo el carácter de las actividades
femeninas en la sociedad, sino también el papel desempeñado por la mujer o las expectativas
convencionales acerca de cuál debía ser ese papel, y en particular las ideas sobre el papel
público de la mujer y su prominencia pública. Antes de la segunda guerra mundial, el acceso de
cualquier mujer a la jefatura de cualquier república en cualquier clase de circunstancias se
habría considerado políticamente impensable.
En el tercer mundo, igual que en la Rusia de los zares, la inmensa mayoría de las
mujeres de clase humilde y escasa cultura permanecieron apartadas del ámbito público, en el
sentido «occidental» moderno, aunque en algunos de estos países apareciese, o existiese ya en
otros, un reducido sector de mujeres excepcionalmente emancipadas y «avanzadas»,
principalmente las esposas, hijas y parientes de sexo femenino de la clase alta y la burguesía
autóctonas.
Estas minorías emancipadas contaban con un espacio público propio en los niveles
sociales más altos de sus respectivos países, las mujeres emancipadas de países
tercermundistas «occidentalizados» se encontraban mucho mejor situadas que sus hermanas
de, por ejemplo, los países no socialistas del Extremo Oriente,
El comunismo, desde el punto de vista ideológico, era un defensor apasionado de la
igualdad y la liberación femeninas, en todos los sentidos, incluido el erótico. En conjunto, la
situación pública de las mujeres en los países comunistas no era sensiblemente distinta de la de
los países capitalistas desarrollados y, allí en donde lo era, no resultaba siempre ventajosa.
Hasta una lectura superficial de las pioneras norteamericanas del nuevo feminismo de
los años sesenta indica una perspectiva de clase diferenciada en relación con los problemas de
la mujer.
Les preocupaba, con toda la razón, la igualdad entre el hombre y la mujer, un concepto
que se convirtió en el instrumento principal de las conquistas legales e institucionales de las
mujeres de Occidente. Pero la «igualdad» o, mejor dicho, la «igualdad de trato» e «igualdad de
oportunidades» daban por sentado que no había diferencias significativas entre hombres y
mujeres, ya fuesen en el ámbito social o en cualquier otro ámbito.
La fase posterior del movimiento feminista aprendió a insistir en la diferencia existente
entre ambos sexos, además de en las desigualdades, aunque la utilización de una ideología
liberal de un individualismo abstracto y el instrumento de la «igualdad legal de derechos» no
eran fácilmente reconciliables con el reconocimiento de que las mujeres no eran, o no tenían
que ser, como los hombres, y viceversa.
Entre las mujeres pobres o con dificultades económicas, las mujeres casadas fueron a
trabajar después de 1945 porque sus hijos ya no iban. La mano de obra infantil casi había
desaparecido de Occidente, mientras que, en cambio, la necesidad de dar una educación a los

116
hijos para mejorar sus perspectivas de futuro representó para sus padres una carga económica
mayor y más duradera de lo que había sido con anterioridad.
Si, a esos niveles, había alguna motivación para que las mujeres casadas abandonaran
el hogar era la demanda de libertad y autonomía: para la mujer casada, el derecho a ser una
persona por sí misma y no un apéndice del marido y el hogar.
Las mujeres fueron un elemento crucial de esta revolución cultural, ya que ésta
encontró su eje central, así como su expresión, en los cambios experimentados por la familia y
el hogar tradicionales, de los que las mujeres siempre habían sido el componente central.

117
Capítulo XI
Hobsbawm - Historia del siglo XX

I
A pesar de las variaciones, la inmensa mayoría de la humanidad compartía una serie de
características, como la existencia del matrimonio formal con relaciones sexuales privilegiadas
para los cónyuges (el «adulterio» se considera una falta en todo el mundo), la superioridad del
marido sobre la mujer («patriarcalismo») y de los padres sobre los hijos, además de la de las
generaciones más ancianas sobre las más jóvenes, unidades familiares formadas por varios
miembros, etc. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX esta distribución básica y
duradera empezó a cambiar a la velocidad del rayo, por lo menos en los países occidentales
«desarrollados», aunque de forma desigual dentro de estas regiones.
La crisis de la familia estaba vinculada a importantes cambios en las actitudes públicas
acerca de la conducta sexual, la pareja y la procreación, tanto oficiales como extraoficiales, los
más importantes de los cuales pueden datarse, de forma coincidente, en los años sesenta y
setenta. Oficialmente esta fue una época de liberalización extraordinaria tanto para los
heterosexuales como para los homosexuales, además de para las restantes formas de disidencia
en materia de cultura sexual.
Aunque no cabe duda de que unas leyes permisivas hicieron más fáciles unos actos
hasta entonces prohibidos y dieron mucha más publicidad a estas cuestiones, la ley reconoció
más que creó el nuevo clima de relajación sexual. Estas tendencias no afectaron por igual a
todas las partes del mundo.

II
El auge de una cultura específicamente juvenil muy potente indicaba un profundo
cambio en la relación existente entre las distintas generaciones.
Los acontecimientos más espectaculares, sobre todo de los años sesenta y setenta,
fueron las movilizaciones de sectores generacionales que enriquecían a la industria discográfica,
La radicalización política de los años sesenta, anticipada por contingentes reducidos de
disidentes y automarginados culturales etiquetados de varias formas, perteneció a los jóvenes,
que rechazaron la condición de niños o incluso de adolescentes (es decir, de personas todavía
no adultas), al tiempo que negaban el carácter plenamente humano de toda generación que
tuviese más de treinta años.
Con la excepción de China, a los jóvenes radicales los dirigían miembros de su mismo
grupo. Este es claramente el caso de los movimientos estudiantiles, de alcance mundial.
Nadie con un mínimo de experiencia de las limitaciones de la vida real, o sea, nadie
verdaderamente adulto, podría haber ideado las confiadas pero manifiestamente absurdas
consignas del mayo parisino de 1968 o del «otoño caliente» italiano de 1969: «tutto e súbito».
La nueva «autonomía» de la juventud como estrato social independiente quedó
simbolizada por un fenómeno que, a esta escala, no tenía seguramente parangón desde la
época del romanticismo: el héroe cuya vida y juventud acaban al mismo tiempo.
Aunque los componentes de la juventud cambian constantemente —es público y notorio
que una «generación» estudiantil sólo dura tres o cuatro años—, sus filas siempre vuelven a
llenarse. El surgimiento del adolescente como agente social consciente recibió un

118
reconocimiento cada vez más amplio, entusiasta por parte de los fabricantes de bienes de
consumo, menos caluroso por parte de sus mayores.
El hecho de que este grupo fuese cada vez más joven al empezar la pubertad y que
alcanzara antes su máximo crecimiento no alteraba de por sí la situación, sino que se limitaba a
crear tensiones entre los jóvenes y sus padres y profesores, que insistían en tratarlos como
menos adultos de lo que ellos creían ser.
La novedad de la nueva cultura juvenil tenía una triple vertiente. En primer lugar, la
«juventud» pasó a verse no como una fase preparatoria para la vida adulta, sino, en cierto
sentido, como la fase culminante del pleno desarrollo humano. Al igual que en el deporte, la
actividad humana en la que la juventud lo es todo, la vida iba claramente cuesta abajo a partir
de los treinta años. No obstante, se hicieron algunas concesiones tácitas y acaso no siempre
conscientes a los sectores juveniles de la sociedad, por parte de las clases dirigentes y sobre
todo por parte de las florecientes industrias de los cosméticos, del cuidado del cabello y de la
higiene íntima. A partir de finales de los años sesenta hubo una tendencia a rebajar la edad de
voto a los dieciocho años y también se dio algún signo de disminución de la edad de
consentimiento para las relaciones sexuales (heterosexuales). Los ejecutivos de más de
cuarenta años que perdían su empleo encontraban tantas dificultades como los trabajadores
manuales y administrativos para encontrar un nuevo trabajo.
La segunda novedad de la cultura juvenil deriva de la primera: era o se convirtió en
dominante en las «economías desarrolladas de mercado», en parte porque ahora representaba
una masa concentrada de poder adquisitivo, y en parte porque cada nueva generación de
adultos se había socializado formando parte de una cultura juvenil con conciencia propia y
estaba marcada por esta experiencia, y también porque la prodigiosa velocidad del cambio
tecnológico daba a la juventud una ventaja tangible sobre edades más conservadoras o por lo
menos no tan adaptables.
La tercera peculiaridad de la nueva cultura juvenil en las sociedades urbanas fue su
asombrosa internacionalización. Los téjanos y el rock se convirtieron en las marcas de la
juventud «moderna», de las minorías destinadas a convertirse en mayorías en todos los países
en donde se los toleraba e incluso en algunos donde no. El inglés de las letras del rock a
menudo ni siquiera se traducía, lo que reflejaba la apabullante hegemonía cultural de los
Estados Unidos en la cultura y en los estilos de vida populares,
La hegemonía cultural no era una novedad, pero su modus operandi había cambiado. En
el período de entreguerras, su vector principal había sido la industria cinematográfica
norteamericana, la única con una distribución masiva a escala planetaria.
Su moda juvenil se difundió directamente, o bien amplificada por la intermediación de
Gran Bretaña, gracias a una especie de osmosis informal, a través de discos y luego cintas,
cuyo principal medio de difusión, ayer igual que hoy y que mañana, era la anticuada radio. Se
difundió también a través de los canales de distribución mundial de imágenes; cuya capacidad
para comunicarse con rapidez se hizo evidente en los años sesenta. Y se difundió también
gracias a la fuerza de la moda en la sociedad de consumo que ahora alcanzaba a las masas,
potenciada por la presión de los propios congéneres. Había nacido una cultura juvenil global.
Fue el descubrimiento de este mercado juvenil a mediados de los años cincuenta lo que
revolucionó el negocio de la música pop, lo que definió los contornos de esa identidad fue el
enorme abismo histórico que separaba a las generaciones nacidas antes de, digamos, 1925 y

119
las nacidas después, digamos, de 1950; un abismo mucho mayor que el que antes existía entre
padres e hijos. Los jóvenes vivían en sociedades divorciadas de su pasado, ya fuesen
transformadas por la revolución, como China, Yugoslavia o Egipto; por la conquista y la
ocupación, como Alemania y Japón; o por la liberación del colonialismo. La edad de oro
ensanchó este abismo, por lo menos hasta los años setenta.

III
La cultura juvenil se convirtió en la matriz de la revolución cultural en el sentido más
amplio de una revolución en el comportamiento y las costumbres. Dos de sus características son
importantes: era populista e iconoclasta.
La novedad de los años cincuenta fue que los jóvenes de clase media y alta, por lo
menos en el mundo anglosajón, que marcaba cada vez más la pauta universal, empezaron a
aceptar como modelos la música, la ropa e incluso el lenguaje de la clase baja urbana, o lo que
creían que lo era. Los jóvenes aristócratas empezaron a desprenderse de su acento y a emplear
algo parecido al habla de la clase trabajadora londinense. Por primera vez en la historia de los
cuentos de hadas, la Cenicienta se convirtió en la estrella del baile por el hecho de no llevar
ropajes espléndidos. El giro populista de los gustos de la juventud de clase media y alta en
Occidente, que tuvo incluso algunos paralelismos en el tercer mundo, puede tener algo que ver
con el fervor revolucionario que en política e ideología mostraron los estudiantes de clase media
unos años más tarde. La moda suele ser profética, aunque nadie sepa cómo.
El carácter iconoclasta de la nueva cultura juvenil afloró con la máxima claridad en los
momentos en que se le dio plasmación intelectual, como en los carteles que se hicieron
rápidamente famosos del mayo francés del 68: «Prohibido prohibir». «Lo personal es político»
se convirtió en una importante consigna del nuevo feminismo. La liberación personal y la
liberación social iban, pues, de la mano, y las formas más evidentes de romper las ataduras del
poder, las leyes y las normas del estado, de los padres y de los vecinos eran el sexo y las
drogas.
Las drogas, en cambio, menos el alcohol y el tabaco, habían permanecido confinadas en
reducidas subculturas de la alta sociedad. Las drogas se difundieron no sólo como gesto de
rebeldía, ya que las sensaciones que posibilitaban les daban atractivo suficiente. No obstante, el
consumo de drogas era, por definición, una actividad ilegal, y el mismo hecho de que la droga
más popular entre los jóvenes occidentales, la marihuana, fuese posiblemente menos dañina
que el alcohol y el tabaco, hacía del fumarla (generalmente, una actividad social) no sólo un
acto de desafío, sino de superioridad sobre quienes la habían prohibido.
Lo que resulta aún más significativo es que este rechazo no se hiciera en nombre de
otras pautas de ordenación social, aunque el nuevo libertarismo recibiese justificación ideológica
de quienes creían que necesitaba esta etiqueta, sino en el nombre de la ilimitada autonomía del
deseo individual. Así, hasta los años noventa, la liberalización se quedó en el límite de la
legalización de las drogas, que continuaron estando prohibidas con más o menos severidad, y
con un alto grado de ineficacia. Este hecho, al igual que el crecimiento anterior y más plebeyo
del mercado de la heroína (también, sobre todo, en los Estados Unidos), convirtió por primera
vez el crimen en un negocio de auténtica importancia

IV

120
La revolución cultural de fines del siglo XX debe, pues, entenderse como el triunfo del
individuo sobre la sociedad o, mejor, como la ruptura de los hilos que hasta entonces habían
imbricado a los individuos en el tejido social.
La influencia generalizada de la economía neoclásica, que en las sociedades occidentales
secularizadas pasó a ocupar cada vez más el lugar reservado a la teología, y (a través de la
hegemonía cultural de los Estados Unidos) la influencia de la ultraindividualista jurisprudencia
norteamericana promovieron esta clase de retórica, que encontró su expresión política en la
primera ministra británica Margaret Thatcher: «La sociedad no existe, sólo los individuos».
Las instituciones a las que más afectó el nuevo individualismo moral fueron la familia
tradicional y las iglesias tradicionales de Occidente. En pocas palabras, para bien o para mal, la
autoridad material y moral de la Iglesia sobre los fieles desapareció en el agujero negro que se
abría entre sus normas de vida y moral y la realidad del comportamiento humano a finales del
siglo XX. La familia no sólo era lo que siempre había sido, un mecanismo de autoperpetuación,
sino también un mecanismo de cooperación social. Como tal, había sido básico para el
mantenimiento tanto de la economía rural como de la primitiva economía industrial, en el
ámbito local y en el planetario.
El viejo vocabulario moral de derechos y deberes, obligaciones mutuas, pecado y virtud,
sacrificio, conciencia, recompensas y sanciones, ya no podía traducirse al nuevo lenguaje de la
gratificación deseada. La incertidumbre y la imprevisibilidad se hicieron presentes. Las brújulas
perdieron el norte, los mapas se volvieron inútiles.
Este individualismo encontró su plasmación ideológica en una serie de teorías, del
liberalismo económico extremo al «posmodernismo» y similares, que se esforzaban por dejar de
lado los problemas de juicio y de valores o, mejor dicho, por reducirlos al denominador común
de la libertad ilimitada del individuo.
Al principio las ventajas de una liberalización social generalizada habían parecido
enormes a todo el mundo menos a los reaccionarios empedernidos, y su coste, mínimo;
además, no parecía que conllevase también una liberalización económica.
Tanto los cálculos racionales como el desarrollo histórico parecían apuntar en la misma
dirección que varias formas de ideología progresista, incluidas las que criticaban a la familia
tradicional porque perpetuaba la subordinación de la mujer o de los niños y adolescentes, o por
motivos libertarios de tipo más general.
En resumen, y tal como se había predicho hacía tiempo, la Gemeinschaft estaba
cediendo el puesto a la Gesellschaft; las comunidades, a individuos unidos en sociedades
anónimas.
Las ventajas materiales de vivir en un mundo en donde la comunidad y la familia
estaban en decadencia eran, y siguen siendo, innegables. De lo que pocos se dieron cuenta fue
de lo mucho que la moderna sociedad industrial había dependido hasta mediados del siglo XX
de la simbiosis entre los viejos valores comunitarios y familiares y la nueva sociedad, y, por lo
tanto, de lo duras que iban a ser las consecuencias de su rápida desintegración. Eso resultó
evidente en la era de la ideología neoliberal, en la que la expresión «los subclase» se introdujo,
o se reintrodujo, en el vocabulario sociopolítico de alrededor de 1980. Los subclase eran los
que, en las sociedades capitalistas desarrolladas y tras el fin del pleno empleo, no podían o no
querían ganarse el propio sustento ni el de sus familias en la economía de mercado

121
(complementada por el sistema de seguridad social), que parecía funcionar bastante bien para
dos tercios de la mayoría de habitantes de esos países.
La triste paradoja del presente fin de siglo es que, de acuerdo con todos los criterios
conmensurables de bienestar y estabilidad social, vivir en Irlanda del Norte, un lugar
socialmente retrógrado pero estructurado tradicionalmente, en el paro y después de veinte años
ininterrumpidos de algo parecido a una guerra civil, es mejor y más seguro que vivir en la
mayoría de las grandes ciudades del Reino Unido.
Y es que el sistema capitalista, pese a cimentarse en las operaciones del mercado, se
basaba también en una serie de tendencias que no estaban intrínsecamente relacionadas con el
afán de beneficio personal que, según Adam Smith, alimentaba su motor. Se basaba en «el
hábito del trabajo», que Adam Smith dio por sentado que era uno de los móviles esenciales de
la conducta humana; en la disposición del ser humano a posponer durante mucho tiempo la
gratificación inmediata, es decir, a ahorrar e invertir pensando en recompensas futuras.
La familia se convirtió en parte integrante del capitalismo primitivo porque le
proporcionaba algunas de estas motivaciones, al igual que «el hábito del trabajo», los hábitos
de obediencia y lealtad, El capitalismo podía funcionar en su ausencia, pero, cuando lo hacía, se
convertía en algo extraño y problemático.
Por eso los países capitalistas que no habían olvidado que el crecimiento no se alcanza
sólo con la maximización de beneficios (Alemania, Japón, Francia) procuraron dificultar o
impedir estos actos de piratería. El capitalismo había triunfado porque no era sólo capitalista. La
maximización y la acumulación de beneficios eran condiciones necesarias para el éxito, pero no
suficientes. Fue la revolución cultural del último tercio del siglo lo que comenzó a erosionar el
patrimonio histórico del capitalismo y a demostrar las dificultades de operar sin ese patrimonio.
La ironía histórica del neoliberalismo que se puso de moda en los años setenta y ochenta, y que
contempló con desprecio las ruinas de los regímenes comunistas, es que triunfó en el momento
mismo en que dejó de ser tan plausible como había parecido antes. El mercado proclamó su
victoria cuando ya no podía ocultar su desnudez y su insuficiencia.

122
Capítulo 21 - 1968. Se mueve, después de todo
Geoff Eley

Por primera vez, el mundo, o al menos el mundo en el cual vivían los ideólogos
estudiantiles, era auténticamente mundial. Los mismos libros aparecían en todas las librerías del
mundo.
El presidente estalinista de Checoslovaquia fue sustituido por un reformista a
regañadientes, Alexander Dubcek. En marzo de 1968, el KSC ya había liberalizado la prensa,
abolido la censura cultural y reconocido la libertad académica. Rehabilitó a las víctimas de las
purgas. Su Programa de Acción del 10 de abril centró las esperanzas políticas en lo que se
conocería por la Primavera de Praga. Simultáneamente, las protestas estudiantiles precipitaron
crisis en Polonia y Yugoslavia. También en la Europa occidental los estudiantes estaban en
marcha. En las universidades españolas pedían la reforma de la enseñanza. Los estudiantes
italianos ocuparon universidades hasta que la enseñanza superior quedó paralizada. Cuando los
estudiantes de Roma trataron de ocupar la Facultad de Arquitectura la brutalidad de la policía
encontró una respuesta no menos violenta.
Este enfrentamiento violento, la “Batalla de Valle Giulia”, se convirtió en la norma de
1968. En la Alemania Occidental, en junio de 1967 ya se habían registrado actos de violencia
durante las protestas. En Gran Bretaña, una sentada en la London School of Economics en
marzo de 1967 dio comienzo a la misma pauta.
En París había los mismos ingredientes combustibles que en Italia y Alemania Occidental
- enorme aumento del número de estudiantes, instalaciones insuficientes, entornos alienantes,
administraciones incapaces de comprender- pero la chispa tardó en llegar. La protesta empezó
en la nueva universidad de Nanterre, construida en un antiguo parque de la Fuerza Aérea.
El 22 de marzo, seis activistas de Nanterre fueron detenidos después de
concentraciones de protesta por la guerra de Vietnam y los estudiantes respondieron ocupando
las oficinas del rector. Nació el Movimiento 22 de Marzo, que forjó un frente común que iba más
allá de las divisiones sectarias de la izquierda. Divididos por sus creencias políticas diferentes
pero unidos por la voluntad común de actuar y un pacto en el sentido de que todas las
decisiones las tomarían asambleas generales.
Al empezar el mes de mayo, las señales ya se habían multiplicado. Otras universidades
francesas resultaron afectadas y a veces los estudiantes conectaban con los obreros. La
agitación llegó a las escuelas. La radicalización francesa formó parte del tumulto general que
había en Europa, con levantamientos de estudiantes en España, Italia y Polonia,
manifestaciones generalizadas en Alemania Occidental y Gran Bretaña y más muestras de
combatividad en Bélgica, Suecia y otras partes, todo ello dentro de un marco que vinculaba
Vietnam los asuntos estudiantiles y a las críticas revolucionarias del capitalismo.
Los estudiantes radicales hacían caso omiso de los parlamentos, elegían a sus
representantes y se comportaban de forma apasionada y desordenada. Las tensiones crecieron
a raíz de la guerra entre árabes e israelíes en 1967, la guerra civil de Niger (1967-70), los
enfrentamientos entre el Estado y los estudiantes en Argelia y la guerra en el sudeste e Asia.
La indignación ante el comportamiento de los agentes impulsó la combatividad de los
estudiantes de forma inesperada. Los líderes puestos en libertad convocaron una huelga para el
lunes 6 y la batalla del viernes se repitió con ferocidad. Después de contener a la policía,

123
volvieron a agruparse y emprendieron la marcha en dirección a la universidad, donde la batalla
se reanudó. La violencia era a la vez excitante y escandalosa, despertando la simpatía de la
gente hacia los estudiantes.
El 7 y 8 hubo grandes marchas pacíficas en las que tomaron parte entre 30.000 y
50.000 personas y el jueves tuvo lugar un intenso debate. Sectas ultraizquierdistas se
disputaban la atención pero ambos se vieron eclipsados por el Movimiento 22 de Marzo, la
coalición no sectaria forjada en Nanterre que había hincapié en la soberanía de las bases.
A partir del 3 de mayo, llevó la voz cantante un triunvirato; Geismar, uno de los
integrantes, dijo por radio “Hemos presentado nuestros puntos de vista públicamente, ante las
personas que están escuchando. Si el gobierno no está dispuesto a asumir su responsabilidad
en el asunto, entonces es el pueblo quien tendrá que hacerlo”.
La batalla se libró la noche del 10. Preparándose para el ataque de la policía, unos
20.000 manifestantes que ocupaban el Barrio latino arrancaron los adoquines de las calles. A las
dos de la madrugada, la policía atacó, con un salvajismo que la radió llevó a las salas de estar
de Francia. Nadie se libraba de su furia; la misoginia y la xenofobia se desataron. Cohn-Bendit
convocó por radio una huelga general.
El 13 800.000 obreros protagonizaron una marcha para expresar su apoyo a los
estudiantes, con lo que unió públicamente la vieja izquierda con al nueva. Terminó
triunfalmente: Pompidou retiró la policía y reabrió la Sorbona.
Pero mientras los estudiantes se deleitaban con su libertad, empezaron a notarse las
réplicas de la sacudida, en una movilización social como no se había visto en la Europa
capitalista desde 1936. El ímpetu pasó de los estudiantes a los obreros. La chispa se produjo en
Nantes ese mismo 13 de mayo.
El 18, los huelguistas ya eran dos millones y se habían ocupado 120 fábricas. Al
empezar la nueva semana, los huelguistas eran entre cuatro y seis millones, y al día siguiente,
entre ocho y diez millones.
Dos movimientos se estaban juntando. Los estudiantes convirtieron las universidades en
escenarios de experimentación eufórica, y desmantelaron jerarquías, democratizaron el proceso
administrativo, modificaron los planes de estudio. El teatro odeón albergaba un circo de debates
incesantes las veinticuatro horas del día. “Dado que la Asamblea Nacional se ha convertido en
un teatro burgués, todos los teatros burgueses deberían ser transformados en asambleas
nacional”. Pero los obreros también reclamaban su intervención. Inspirados por el ejemplo de
los estudiantes, su audacia cogió por sorpresa no sólo a los patronos y al gobierno, sino también
a los sindicatos. Los líderes de la CGT seguían empecinados en mantener los dos movimientos
aparte.
Continuó la violencia en parís y hubo choques en la Gare de Lyon, un incendio
provocado en la Bolsa de valores y ataques contra tres comisarías; volvieron las barricadas y los
adoquines. El Estado empezaba a perder el control de algunas ciudades. Los obreros querían
cambios que representaban calidad de vida: más respeto a uno mismo, mayor participación en
la toma de decisiones, mayor control de la vida cotidiana; todo lo que implícitamente significaba
la autogestión.
La Unión Nacional de Estudiantes convocó una concentración en el estadio de Charléty el
27 de mayo a la que asistieron 30.000 estudiantes y obreros; pero el Movimiento 22 de Marzo
encontró oposición: el PCF siguió su propio camino.

124
El 28 de mayo, Mitterrand declaró que estaba dispuesto a sustituir a De Gaulle.
El 29 de mayo, el PCF y la CGT encabezaron su propia y enorme marcha antigaullista.
Después de asegurarse la lealtad del ejército francés en el Rin, el 30 de mayo el general
se dirigió por radio a la nación: se disolvió la Asamblea para celebrar elecciones.
En las elecciones de los días 23 y 30 de junio la coalición gobernante venció con
facilidad. El sistema electoral de la V República ayudó a ellos (los gaullistas ganaron el 60% de
los escaños con un 40% de los votos). Los jóvenes menores de 21 años, los portadores activos
de los hechos de mayo, fueron excluidos de las votaciones.
Los comunistas no permanecieron pasivos. Una vez empezaron las huelgas, la CGT
ayudó en su organización, y después de que la propuesta de aumento salarial que hizo
Pompidou fuera rechazada, el PCF pidió con mayor insistencia un cambio de gobierno. Mientras
la sociedad cambiaba detrás del gobierno del general De gaulle después de 1958, el PCF se
mantenía en el terreno de antes. Los comunista vivían en un mundo más antiguo, el PCF
protegía sus costumbre arraigadas. Éste fue el fracaso decisivo de la vieja izquierda, porque
mayo de 1968 dejó libre un espacio para algo nuevo. El antiautoritarismo de los militantes fue
la fuerza principal, que estalló y se coló por las grietas cada vez mayores de la cultura política
gaullista. Esta era la segunda política de la izquierda: el Movimiento 22 de Marzo. La cultura
colectiva de las sentadas y las manifestaciones, los periódicos murales de los anarquistas, los
debates incesantes, las tareas prácticas de abastecimiento y distribución, y la colectivización del
espacio privado.
Conectar la vida cotidiana con la política requería desobediencia y mucho ruido.
Significaba infringir reglas: anular los protocolos conocidos de la vida pública, los límites de lo
que se podía y lo que nos e podía decir. Introducir la política en la vida cotidiana es librarse de
los políticos. Así pues, debatir la democracia redefinía la categoría misma de lo público. Hasta el
momento, hacer una revolución había significado tomar el poder en el Estado, junto con la
reorganización de la economía. En 1968 “descubrimos que el proceso revolucionario es un
resumen de cambios en la vida cotidiana. Esto era nuevo. Era interesante para otros
estudiantes. No proponíamos un cambio en la otra vida, después de morir por la revolución,
sino donde vives hoy… Queríamos ser responsables de nuestras vidas. Eso sigue siendo el
asunto principal hoy día.”
La opinión pública vinculó el nuevo consumismo al individualismo adquisitivo y a la
privatización de la forma de vida. Las culturas de sociabilidad quedaron limitadas al espacio
privado del hogar, donde los valores comerciales corroían la cohesión y la autoridad de la
familia. Tanto los conservadores como al izquierda veían este hecho con precaución.
Estos debates venían de más lejos y estaban relacionados con los temores a la
“americanización” y a las culturas populares estigmatizadas como “vulgares” y “estúpidas”. El
desprecio y la identificación relacionados con los modestos placeres de la economía de consumo
se manifestaron siguiendo líneas generacionales. La juventud radical se enfrentaba a una
política dominante -en la derecha y en la izquierda-. Su rebeldía tenía un tono antipatriarcal:
contra el poder del padre en las familias pero también contra la arraigada autoridad política que
encarnaba la gerontocracia gobernante de Adenauer (1876), De Gaulle (1890), Franco (1892) y
Macmillan (1894).
El número de estudiantes creció en la década de 1960. Asimismo, la escolarización
obligatoria también se prolongó, y la juventud se encontró con un pie en la dependencia infantil

125
y el otro en la “responsabilidad” adulta, lo cual creó una categoría nueva de jóvenes con tiempo,
conocimientos, dinero y una creciente conciencia de sí mismos que constituían un mercado y se
concentraban en instituciones distintivas, pero se veían excluidos jurídicamente de la
ciudadanía.
En la Nueva izquierda británica, las ideas se habían consolidado en torno a la Campaña
por Desarme Nuclear, que se formó 1958. Esta Nueva Izquierda criticaba el comunismo y la
socialdemocracia, proyectaba un internacionalismo que iba más allá de los bandos de la guerra
fría y analizaba los cambios en el capitalismo contemporáneo. Propugnaba la democracia
participativa dentro de una ética de “compromiso”. Sobre todo, argüía que los límites de la
política estaban cambiando: “Planteábamos problemas de la vida personal, la forma en que vive
la gente, la cultura, que no se consideraban temas de la política de la izquierda. Queríamos
hablar de las contradicciones de este nuevo tipo de sociedad capitalista en el cual la gente no
tenía lenguaje para expresar sus problemas privados, no se daba cuenta de que estos
problemas reflejaban cuestiones políticas y sociales que podían generalizarse.

En la Europa del Este también se estaba formando una nueva izquierda. El KSC había
sido el mayor partido comunista de Europa en el período de entreguerras y el más fuerte de la
Europa del Este después de 1945. A pesar de ello creó el estalinismo más repugnante de la
región y aplazó la desestalinización hasta 1962-63. para entonces, las economías socialistas de
la Europa del Este ya languidecían.
Las bases del partido se movilizaron rápidamente durante enero-abril, con la liberación
de la prensa e intensos debates internos en el partido. Pero después de reabrirse la esfera
pública, al entusiasmo democratizador se le quedaron pequeños los caces del partido y las
esperanzas populares más amplias revitalizaron la sociedad civil.
La Unión Soviética observaba con creciente nerviosismo que a los conservadores se les
iban escapando los acontecimientos. Después de exigir repentinamente promesas de
normalización, Breznev empezó a preparar una intervención militar. Pero la Primavera de Praga
había renovado la vitalidad reprimida de la tradición comunista de Checoslovaquia, activando
diversas esperanzas y reacciones. La esfera pública resultaba cada vez más difícil de controlar.
A estas alturas los líderes soviéticos ya habían decidido el rumbo que iban a seguir y
conspiraban activamente con los observadores del Presidium para expulsar a Dubcek y
restaurar el control. En opinión de Breznev y del PCUS, la reactivación del Comunismo Nacional
por parte de la primavera de Praga se había salido de los límites de la práctica comunista
tolerable.
La Primavera de Praga, al igual que el comunismo reformista húngaro de 1956, creó
problemas al monopolio político del partido Comunista. Poner fin al gobierno de partido único
era inaceptable. Las libertades de expresión, asociación y reunión, al abolición de la censura y la
liberación de la prensa, la institución de libertades culturales y la protección de las
universidades y las artes chocaban con las reglas soviéticas.
El KSC tenía la oportunidad de construir algo mejor: “Abrir camino en condiciones
desconocidas, experimentar y dar nueva forma al desarrollo socialista” basado en el
“pensamiento marxista creativo” y un conocimiento de las circunstancias checoslovacas, con las
ventajas de “una base material relativamente madura, niveles educativos y cultura poco
habituales entre el pueblo y tradiciones democráticas indiscutibles”.

126
La hostilidad soviética llevó a la opinión pública a respaldar en masa al gobierno, Los
“verdaderos enemigos” de la reforma estaban en “las secciones represivas e ideológicas del
aparato del partido, la seguridad y la judicatura, los comunistas de más edad.
El conservadurismo implacable de la URSS puso fin a la Primavera de Praga. Breznev
perdió la paciencia con las tácticas dilatorias de Dubcek y los ejércitos del pacto de Varsovia
llegaron a Praga el 20 de agosto para restaurar el gobierno normal. Los reformistas no tardaron
en verse atrapados en una retirada degradante e irreversible. El Congreso de Vysocany fue
anulado. Se reintrodujo al censura. Se dio carpetazo a la reforma del aparto de seguridad. La
esfera pública fue cerrada.
La invasión soviética de Checoslovaquia puso fin a las perspectivas del socialismo en la
Europa del Este. Para los líderes soviéticos estaba claro: liberación era ipso facto
contrarrevolución. Había tres puntos fijos en el sistema soviético que impedían cualquier
izquierda auténtica en los partidos comunistas de la Europa del Este después de 1968: El
primero ra el puño de hierro del dominio militar soviético, que se basaba en la división
geopolítica de Europa de 1945-49, consolidada por la OTAN y el pacto de Varsovia. La economía
socialista era el segundo punto fijo del sistema soviético. El tercer punto fijo era el monopolio
político comunista y el gobierno de partido único. Vigilancia de la esfera pública, castigo del
disenso.
La invasión de Checoslovaquia fue un cambio de signo también para los partidos
comunistas occidentales. En contraste con 1956, las acciones soviéticas fueron condenadas casi
universalmente. El desprecio soviético por el movimiento mundial era escandaloso y la
unanimidad del comunismo mundial se había disuelto. El lenguaje leninista -en el que los
partidos eran “fuerzas de vanguardias” con “objetivos idénticos” y una “ideología común”- se
había acabado.
Las revelaciones que hizo Jruschov destruyeron la credibilidad del progresismo de la
URSS, con el agravante de la invasión de Hungría. Su otra iniciativa, la “coexistencia pacífica”
de los dos bloques, que repudiaba las tradicionales ambiciones revolucionarias bajo el
capitalismo, también permitió que la revolución china se perfilara como polo opuesto combativo
para la izquierda internacional. El conflicto chino-soviético dividió aun más el movimiento
mundial.
Durante la década de 1960 también se produjeron notables reactivaciones del marxismo
que rompieron el molde ideológico estalinista y liberaron las ideas marxistas del aislamiento de
la guerra fría: Lukács, Althusser, la Escuela de Frankfurt, Sartre.
En Europa occidental, se promulgaron reformas universitarias y se abolió el peor
paternalismo in loco parentis. Pero nos e redujo la masificación, nos e transformaron los planes
de estudios y las universidades no se democratizaron, y mucho menos se convirtieron en “bases
rojas” como soñaban algunos revolucionarios. En Francia, nos e llegó a producir el
derrocamiento de De Gaulle. Las menos vigorosas revueltas estudiantiles de Alemania
occidental e Italia también fracasaron. En España, el franquismo sobrevivió. En la Europa del
Este, los movimientos estudiantiles polaco y yugoslavo tuvieron que emprender la retirada. En
Checoslovaquia, el comunísimo reformista expiró.
Los movimientos estudiantiles fueron necesariamente efímeros. En parte por la
brevedad de la carrera de estudiante, en parte por el empeoramiento de los mercados de
trabajo a partir de 1973-74. El legado de los movimientos estudiantiles sigue la penetración, “la

127
larga marcha a través de las instituciones existentes”. Esto significaba alguna versión de la
“guerra de posiciones” gramsciana: debilitar la estabilidad del sistema minando las tierras
removidas y las defensas exteriores de la sociedad civil trabajando por medio de la educación,
la labor social, la asistencia sanitaria, el derecho, la administración civil, las profesiones, los
sindicatos, etc., para que la resistencia del Estado fuera decayendo gradualmente hasta
desaparecer.
Otros dos legados de 1968 fueron: el renacer de la política extraparlamentaria: como
acción directa, organización comunitaria, ideales de participación, el énfasis en las bases. El otro
fue el feminismo y el auge de nuevos movimientos de mujeres que durante el decenio de 1970
fueron también el ejemplo más creativo de oposición extraparlamentaria.
Por supuesto, detrás de toda la agitación de 1968 perduraba el socialismo
parlamentario. La socialdemocracia resurgió por primera vez desde las derrotas de los
comienzos de la guerra fría.

128
Los Estados Unidos en el sistema interestatal (1972)
Raymond Aron

Las dos guerras del siglo XX - junto con la Guerra de los Treinta Años- marcan el trágico
epílogo del período europeo y del sistema diplomático, característicos del viejo mundo desde
que terminaron las Guerras de Religión. Obedecían al principio de mantener entre ellos, hasta
donde es posible, un equitativo equilibrio del poder, empleando sin cesar las negociaciones, aun
en medio de las guerras y manteniendo unas en otras embajadores.
El sistema interestatal vigente en Europa tenía la preocupación de prevenir la
hegemonía de una sola nación. El sistema eurocéntrico no incluía, en pie de igualdad, sino a
aquellos Estados extraeuropeos capaces de imponer por la fuerza el respeto de su existencia y
de sus derechos.
He aquí cómo aparecen los rasgos mayores del sistema interestatal en el que Estados
Unidos tiene ya el primer rango:
Sistema planetario: Los Estados Unidos no han podido, o no han querido, limitar sus
intervenciones a una sola zona geográfica, sino que han formado organizaciones, han hecho
alianzas y han firmado pactos con decenas de Estados por considerar que les compete todo lo
que pase desde el dentro de África hasta el corazón de la Siberia.
Sistema heterogéneo: La antigua cruzada anticomunista se ha visto sustituida poco a
poco por la coexistencia pacífica.
Sistema revolucionario: La retirada europea no ha aplacado la fiebre libertadora de los
pueblos; y el neocolonialismo, que designa confusamente la influencia o la presencia económica
de los Occidentales, está sufriendo la misma hostilidad que el antiguo colonialismo.
Sistema bipolar: sólo la Unión Soviética posee el necesario aparato de disuasión cuya
existencia se equilibra con el terrible aparato similar de que dispone Estados Unidos.
La historia de las relaciones internacionales desde 1945 no se reduce a la rivalidad
soviético-estadounidense sino que posee varios períodos:
1º 1941-45: Los Estados Unidos entran en la guerra contra el Japón y contra el tercer
Reich, y pactan con la Unión Soviética la “extraña alianza”.
2º 1945-47: Va de la Conferencia de Potsdam a la declaración de Truman y a la
renuncia de Molotov, incorporado a participar de la conferencia preparatorio del plan Marshall,
marca el deslizamiento de la anterior alianza hacia la ruptura.
3º 1947-53: Guerra fría en sentido estricto.
4º 1953-58: La muerte de Stalin da lugar al deshielo.
5º 1958-63: La diplomacia soviética juega, al parecer, con dos barajas: la de la
distensión y la de la ofensiva. La crisis de los cohetes instalados en Cuba (1962) marca el punto
final de la diplomacia de Krushev.
6º 1962-69: La Unión Soviética no retoma su confrontación directa con Estados Unidos.
Se convierte a su vez, en potencia mundial.

129
El ambiguo "No" francés a la Constitución europea
Immanuel Wallerstein

El 29 de mayo de 2005, los franceses rechazaron en referéndum la ratificación del


proyecto de Constitución europea. Tres grupos han aclamado su resultado y lo han saludado
como una victoria propia: los neocon estadounidenses, amplias franjas de la izquierda francesa
(en particular los altermundistas) y los euroescépticos derechistas de toda Europa.
Para los neocon estadounidenses, el "No" francés y holandés han sido sendas derrotas
de las élites europeas, arrogantes y antiamericanas.
Para los altermundistas franceses, el "No" representó tanto una expresión de repudio a
los valores conservadores anglosajones como un rechazo del programa neoliberal, a su
entender encarnado en el proyecto constitucional y representado por los miembros de la
Comisión Europea.
Para los euroescépticos derechistas, esos resultados representaban también un duro
golpe a esa misma Comisión a quienes atribuyen el empeño de imponer el socialismo en
Europa. Estaba presente también un fuerte componente xenófobo.
Las victorias del "No" representan el final definitivo de la Constitución propuesta. Esto,
desde luego, no significa el fin de la Europa institucional. La Unión Europea se queda con la
estructura que actualmente tiene.
A la larga, no cabe duda de que Europa seguirá alejándose de la dominación
estadounidense, pero en este asunto lo que más interesa a Bush es el corto plazo, en el que el
"No" francés le resulta francamente provechoso.

130
La irresponsabilidad organizada
Por Ulrich Beck

La actual etapa del industrialismo se puede caracterizar como «sociedad de riesgo», una
sociedad que no está asegurada, ni puede estarlo porque los peligros que acechan son
incuantificables, incontrolables, indeterminables e inatribuibles. Al hundirse los fundamentos
sociales del cálculo de riesgos, y dado que los sistemas de seguro y previsión son inoperantes
ante los peligros del presente, se produce una situación de irresponsabilidad organizada. Frente
a ella, nuevos sujetos sociales proponen un nuevo proyecto ilustrado, alternativo.
La «sociedad del riesgo» es la época del industrialismo en la que los hombres han de
enfrentarse al desaf ío que plantea la capacidad de la industria para destruir todo tipo de vida
sobre la tierra y su dependencia de ciertas decisiones. Esto es lo que distingue a la civilización
del riesgo en la que vivimos, no sólo de la primera fase de la industrialización, sino también de
todas las civilizaciones anteriores.
La mayoría de estas amenazas se caracterizan por la dificultad que presenta su
delimitación tanto desde el punto de vista espacio-temporal como desde el punto de vista social.
El hambre es jerárquica; la contaminación atómica es igualitaria y, por tanto, «democrática».
Todo el daño, la miseria y la violencia que los hombres han infligido a otros hombres se
han concentrado sobre «los otros», sin embargo, nos encontramos ante la «desaparición de los
otros», la distancia se ha esfumado ante la contaminación atómica y química.
El «efecto invernadero» hará que la temperatura ambiente y que el nivel del mar se
eleven en todo el mundo como consecuencia del deshielo. Las zonas más pobres del mundo
serán las más afectadas porque son las que poseen menor capacidad de adaptación ante
cualquier modificación del entorno. Quienes sientan amenazadas las bases de su existencia,
escaparán de las zonas más miserables. Se producirán auténticas migraciones de fugitivos del
desastre ecológico y climatológico en busca de refugio que inundarán los ricos países del Norte;
las crisis que se desaten en el Tercer y Cuarto Mundo pueden derivar fácilmente en guerras. Las
antiguas colonias corren en este momento el riesgo de una nueva «recolonización ecológica», si
tenemos en cuenta las «cruzadas ecologistas» que se han desatado en los mercados
internacionales.
Los conflictos entre aquellos que están soportando todos los riesgos y aquellos que se
benefician de tales riesgos están provocando profundas divisiones en los continentes, entre las
naciones, entre las clases sociales y los partidos. Habremos de hallar y de imponer soluciones
para las amenazas que hemos provocado, haciendo caso omiso de las fronteras y de las
enemistades tradicionales.
Las sociedades industriales de clases continúan atadas, en su dinámica evolutiva, al
ideal igualitario. No es eso lo que ocurre en la sociedad del riesgo: el principio normativo que
constituye su fundamento y que le da coherencia es la seguridad. La fuerza que impulsa a la
sociedad industrial de clases puede resumirse en una sola frase: ¡Tengo hambre! Por el
contrario, el impulso motor de la sociedad de riesgo se reflejaría más bien en esta otra frase:
¡Tengo miedo! En este sentido, la sociedad del riesgo corresponde a una época en la que la
solidaridad se produce como consecuencia del miedo y se convierte en una fuerza política.
Hace ya tiempo que nos encontramos con un pie en esa sociedad del riesgo y, sin
embargo, nuestro sistema político, nuestro sistema jurídico, la economía, la ciencia y también la

131
mayoría de los protagonistas de la vida política están todavía imbuidos de la idea de la sociedad
del bienestar. Es evidente que las instituciones derivadas del análisis estadístico de la previsión
social, de los principios de responsabilidad causal y jurídica, de la seguridad social siguen
obedeciendo a los riesgos que se derivaban de las sociedades industriales tempranas.
Esta «sociedad de riesgo residual» es, pues, una «sociedad no asegurada» en la que la
cobertura y la protección, paradójicamente, disminuyen al mismo ritmo en que aumenta el
grado de peligrosidad.
Los inmensos riesgos de catástrofe han acabado por socavar los cuatro pilares
fundamentales del cálculo de riesgos y de su cobertura. En primer lugar, nos hallamos ante
unos daños imposibles de cuantificar, globales y a menudo irreparables. En segundo lugar, la
previsión de una cobertura que proteja frente a la peor de las catástrofes queda excluida
cuando de lo que se trata es del riesgo de destrucción. En tercer lugar, la «desgracia» pierde
toda determinación (espacio-temporal) y, por tanto, también todo sentido y se convierte en un
«acontecimiento» con principio, pero sin fin. En cuarto lugar, y sobre todo, los inmensos riesgos
contemporáneos no pueden ser atribuidos a nadie en particular.
El fenómeno social más asombroso, sorprendente y peor comprendido de los años
ochenta es el representado por el inesperado resurgimiento de una «inmensa subjetividad». En
nuestra sociedad, son los grupos marginales quienes han tomado la iniciativa desde un punto de
vista reivindicativo; ellos fueron quienes incluyeron en el orden del día del debate social los
asuntos relacionados con las amenazas que pesan sobre nuestro mundo, pese a la oposición de
los partidos tradicionales.
La importancia económica de la protección del medio ambiente, su importancia para el
mantenimiento de puestos de trabajo ha sido reconocida desde hace ya tiempo y tal vez sea eso
lo que ha determinado el reconocimiento de su importancia en el ámbito de la política exterior y
también de su importancia en relación con la conciencia democrática de la sociedad.
Precisamente allí donde se originó y desarrolló esa lógica basada en el progreso industrial, es
decir, en Europa, es donde debería comenzar también esa Ilustración en torno y en contra de la
sociedad industrial.
La sociedad industrial ha traído como consecuencia una democracia limitada en la
medida en que todas las cuestiones relacionadas con la transformación de la sociedad
tecnológica quedan fuera del ámbito de las decisiones políticas y parlamentarias. Estamos en
una Edad Media Industrial que hemos de superar. Sin embargo, ello requiere formas de
organización diferentes de los binomios ciencia-producción, ciencia-opinión pública, ciencia-
política, técnica y derecho.

132
Capítulo XVI
Hobsbawm - Historia del siglo XX

I
En los años setenta, un país socialista estaba especialmente preocupado por su atraso
económico relativo. El comunismo chino no puede considerarse únicamente una variante del
comunismo soviético, y mucho menos una parte del sistema de satélites soviéticos. China no
sólo era mucho más homogénea «nacionalmente» que la mayoría de los demás países sino que
había formado una sola unidad política, aunque rota intermitentemente, durante un mínimo de
dos mil años. Y lo que es más, durante la mayor parte de esos dos milenios el imperio chino, y
probablemente la mayoría de sus habitantes que tenían alguna idea al respecto, habían creído
que China era el centro y el modelo de la civilización mundial. Con pocas excepciones, todos los
otros países en los que triunfaron regímenes comunistas, incluyendo la Unión Soviética, eran y
se consideraban culturalmente atrasados y marginales en relación con otros centros más
avanzados de civilización. No tenía ningún sentimiento de inferioridad intelectual o cultural,
fuese a título individual o colectivo, respecto de otros pueblos. La inferioridad tecnológica de
China, que resultó evidente en el siglo XIX, cuando se tradujo en inferioridad militar, no se
debía a una incapacidad técnica o educativa, sino al propio sentido de autosuficiencia y
confianza de la civilización tradicional china. Esto fue lo que les impidió hacer lo que hicieron los
japoneses tras la restauración Meiji en 1868: abrazar la «modernización» adoptando modelos
europeos.
El comunismo chino fue, por ello, tanto social como, en un cierto sentido, nacional. El
detonante social que alimentó la revolución comunista fue la gran pobreza y opresión del pueblo
chino. Primero, de las masas trabajadoras en las grandes urbes. Posteriormente, del
campesinado, que suponía el 90 por 100 de la inmensa población del país, y cuya situación era
mucho peor que la de la población urbana. El elemento nacional actuaba en el comunismo chino
tanto a través de los intelectuales de clase media o alta, como a través del sentimiento,
ampliamente difundido entre las masas, de que los bárbaros extranjeros no podían traer nada
bueno. Este sentimiento era plausible, habida cuenta de que China había sido atacada,
derrotada, dividida y explotada por todo estado extranjero que se le había puesto por delante
desde mediados del siglo XIX.
Los movimientos antiimperialistas de masas de ideología tradicional habían menudeado
ya antes del fin del imperio chino. No hay duda de que la resistencia a la conquista japonesa fue
lo que hizo que los comunistas chinos pasaran de ser una fuerza derrotada de agitadores
sociales a líderes y representantes de todo el pueblo chino. Que propugnasen al propio tiempo
la liberación social de los chinos pobres hizo que su llamamiento en favor de la liberación
nacional y la regeneración sonara más convincente a las masas, en su mayoría rurales.
En esto tenían ventaja sobre sus adversarios, el (más antiguo) partido del Kuomintang,
que había intentado reconstruir una única y poderosa república china a partir de los fragmentos
del imperio repartidos entre los «señores de la guerra» después de su caída en 1911. Y su
dirección procedía de la misma elite ilustrada, con la diferencia de que unos se inclinaban hacia
los empresarios, y los otros, hacia los trabajadores y campesinos.
Los comunistas se convirtieron en una fuerza muy importante gracias a este vínculo con
los soviéticos, que les permitió integrarse en el movimiento oficial nacional. El sucesor de Sun,

133
Chiang Kai-shek (1897-1975), nunca logró controlar por completo el país, aunque en 1927
rompió con los rusos y proscribió a los comunistas, cuyo principal apoyo en ese tiempo era la
pequeña clase obrera urbana.
Los comunistas, forzados a centrar su atención en el campo, emprendieron ahora una
guerra de guerrillas con apoyo campesino contra el Kuomintang, con escaso éxito, debido a sus
propias divisiones y confusiones, y a la lejanía de Moscú respecto de la realidad china. En 1934
sus ejércitos se vieron obligados a retirarse hacia un rincón remoto del extremo noroeste, en la
heroica Larga Marcha. Estos hechos convirtieron a Mao Tse-tung, que había apoyado desde
hacía mucho tiempo la estrategia rural, en el líder indiscutible del Partido Comunista en su exilio
de Yenan.
No obstante, la falta de atractivo que para las masas chinas tenía el Kuomintang y su
abandono del proyecto revolucionario, hizo que no fueran rival para los comunistas. Chiang
contaba con el apoyo de buena parte de la clase media urbana, y de una parte tal vez mayor de
los chinos ricos del extranjero; pero el 90 por 100 de los chinos, y casi todo el territorio, estaba
fuera de las ciudades.
Cuando los japoneses intentaron en serio la conquista de China los ejércitos del
Kuomintang fueron incapaces de evitar que tomaran casi de inmediato las ciudades costeras.
Mientras tanto, los comunistas movilizaron una eficaz resistencia de masas a los japoneses en
las zonas ocupadas. En 1949, cuando tomaron el poder en China tras barrer sin esfuerzo a las
fuerzas del Kuomintang en una breve guerra civil, los comunistas se convirtieron en el gobierno
legítimo de China. Y fueron fácil y rápidamente aceptados como tales porque, a partir de su
experiencia como partido marxista-leninista, fueron capaces de crear una organización
disciplinada a escala nacional, apta para desarrollar una política de gobierno desde el centro
hasta las más remotas aldeas del gigantesco país. La contribución del bolchevismo leninista al
empeño de cambiar el mundo consistió más en organización que en doctrina.
Para la mayoría de los chinos esta era una revolución que significaba ante todo una
restauración: de la paz y el orden, del bienestar, de un sistema de gobierno cuyos funcionarios
reivindicaban a sus predecesores de la dinastía T'ang, de la grandeza de un gran imperio y una
civilización.
La planificación del desarrollo industrial y educativo comenzó a principios de los años
cincuenta. Sin embargo, bien pronto la nueva república popular, ahora bajo el mando
indiscutido e indiscutible de Mao, inició dos décadas de catástrofes absurdas provocadas por el
Gran Timonel.
A partir de 1956, el rápido deterioro de las relaciones con la Unión Soviética, que
concluyó con la ruptura entre ambas potencias comunistas en el año 1960, condujo a la retirada
de la importante ayuda técnica y material de Moscú. Sin embargo, y aunque lo agravó, esta no
fue la causa del calvario del pueblo chino que se desarrolló en tres etapas: la fulminante
colectivización de la agricultura campesina entre 1955 y 1957; el «gran salto adelante» de la
industria en 1958, seguido por la terrible hambruna de 1959-1961 (probablemente la mayor del
siglo XX) y los diez años de «revolución cultural» que acabaron con la muerte de Mao en 1976.
A diferencia del comunismo ruso, el comunismo chino prácticamente no tenía relación
directa con Marx ni con el marxismo. Se trataba de un movimiento influido por octubre que
llegó a Marx vía Lenin, o más concretamente, vía «marxismo-leninismo» estalinista. Por debajo
de este revestimiento marxista-leninista, había un utopismo totalmente chino. Naturalmente,

134
este utopismo tenía puntos de contacto con el marxismo: todas las utopías revolucionarias
tienen algo en común, y Mao, con toda sinceridad sin duda, tomó aquellos aspectos de Marx y
Lenin que encajaban en su visión y los empleó para justificarla. Pero su visión de una sociedad
ideal unida por un consenso total, es lo opuesto del marxismo clásico que, al menos en teoría y
como un último objetivo, contemplaba la liberación completa y la realización del individuo. Lenin
nunca olvidó que las circunstancias prácticas imponían graves limitaciones a la eficacia de la
acción; incluso Stalin reconoció que su poder tenía límites. Sin embargo, sin la fe en que las
«fuerzas subjetivas» eran todopoderosas, las locuras del gran salto adelante son inconcebibles.
Los expertos decían lo que se podía y no se podía hacer, pero el fervor revolucionario podía
superar por sí mismo todos los obstáculos materiales y la mente transformar la materia. En
1958 una oleada unánime de entusiasmo industrializaría China inmediatamente, saltando todas
las etapas hasta un futuro en que el comunismo se realizaría inmediatamente. Eran totalmente
comunistas, no sólo porque todos los aspectos de la vida campesina estaban colectivizados,
incluyendo la vida familiar, sino porque la libre provisión de seis servicios básicos iba a
reemplazar los salarios y los ingresos monetarios. Estos seis servicios eran: comida, cuidados
médicos, educación, funerales, cortes de pelo y películas. Naturalmente, esto no funcionó. En
pocos meses, y ante la resistencia pasiva, los aspectos más extremos del sistema se
abandonaron, aunque no sin que antes (como en la colectivización
estalinista) se combinasen con la naturaleza para producir el hambre de 1960-1961.
En cierto sentido, esta fe en la capacidad de la transformación voluntarista se apoyaba
en una fe específicamente maoísta en «el pueblo», presto a transformarse y por tanto a tomar
parte creativamente, y con toda la tradicional inteligencia e ingenio chinos, en la gran marcha
hacia adelante. Era la visión esencialmente romántica de un artista.
Esto le llevó a realizar una llamada a los intelectuales de la vieja elite para que
contribuyeran libremente con sus aportaciones a la campaña de las «cien flores» (1956-1957),
dando por sentado que la revolución, o quizás él mismo, ya habrían transformado a esas alturas
a los intelectuales. Cuando, esta explosión de libre pensamiento mostró la ausencia de un
unánime entusiasmo por el nuevo orden, Mao vio confirmada su instintiva desconfianza hacia
los intelectuales. Ésta iba a encontrar su expresión más espectacular en los diez años de la
«gran revolución cultural», en que prácticamente se paralizó la educación superior y los
intelectuales fueron regenerados en masa realizando trabajos físicos obligatorios en el campo.
Mao estaba convencido de la importancia de la lucha, del conflicto y de la tensión como
algo que no solamente era esencial para la vida, sino que evitaría la recaída en las debilidades
de la vieja sociedad china, cuya insistencia en la permanencia y en la armonía inmutables había
sido su mayor flaqueza. La peculiaridad de la política maoísta estribaba en que era «al mismo
tiempo una forma extrema de occidentalización y una revisión parcial de los modelos
tradicionales».
El solo hecho de que el 84 por 100 de los pequeños propietarios campesinos hubiera
aceptado pacíficamente la colectivización en menos de un año (1956), sin que hubiera, a
primera vista, ninguna de las consecuencias de la colectivización soviética, habla por sí mismo.
La industrialización, siguiendo el modelo soviético basado en la industria pesada, era la
prioridad incondicional. Los criminales disparates del gran salto se debieron en primer lugar a la
convicción, que el régimen chino compartía con el soviético, de que la agricultura debía
aprovisionar a la industrialización y mantenerse a la vez a sí misma sin desviar recursos de la

135
inversión industrial a la agrícola. En esencia, esto significó sustituir incentivos «morales» por
«materiales», el campo seguía siendo la base del sistema, a diferencia de la Unión Soviética, el
modelo del gran salto también lo convirtió en el lugar preferido para la industrialización. Al
contrario que la Unión Soviética, la China de Mao no experimentó un proceso de urbanización
masiva. No fue hasta los años ochenta cuando la población rural china bajó del 80 por 100.
Comparado con los niveles de pobreza del tercer mundo, el pueblo chino no iba mal. La
esperanza media de vida al nacer subió, a causa, sobre todo, de un espectacular y casi continuo
descenso del índice de mortalidad. Puesto que la población china creció de unos 540 a casi 950
millones es evidente que la economía consiguió alimentarlos, a la vez que mejoró ligeramente el
suministro de ropa. La educación, incluso en los niveles elementales, padeció tanto por el
hambre, como por la revolución cultural. No obstante, no se puede negar que al morir Mao el
número de niños que acudían a la escuela primaria era seis veces mayor que en el momento en
que llegó al poder.
Sin embargo, resultaba innegable que a nivel internacional China había perdido
influencia a partir de la revolución. El desastroso y errático rumbo fijado por el Gran Timonel
desde mediados de los años cincuenta prosiguió únicamente porque en 1965 Mao, con apoyo
militar, impulsó un movimiento anárquico, inicialmente estudiantil, de jóvenes «guardias rojos»
que arremetieron contra los dirigentes del partido que poco a poco le habían arrinconado y
contra los intelectuales de cualquier tipo. Esta fue la «gran revolución cultural» que asoló China
por cierto tiempo. El nuevo rumbo bajo el pragmático Deng Xiaoping comenzó de forma
inmediata.

II
El nuevo rumbo de Deng en China significaba un franco reconocimiento público de que
eran necesarios cambios radicales en la estructura del «socialismo realmente existente», pero
con el advenimiento de los años ochenta se hizo cada vez más evidente que algo andaba mal en
todos los sistemas que se proclamaban socialistas. La ralentización de la economía soviética era
palpable.
La Unión Soviética se había convertido en algo así como una colonia productora de
energía de las economías industriales más avanzadas; en la práctica, de sus propios satélites
occidentales.
De hecho, hacia los años setenta estaba claro que no sólo se estancaba el crecimiento
económico, sino que incluso los indicadores sociales básicos, como la mortalidad, dejaban de
mejorar. Los reformistas soviéticos y de los países afines observaban estas evoluciones con
creciente ansiedad. De hecho, en los años cincuenta e incluso en los sesenta, el tono general de
los comentarios en Occidente y, en especial, en los Estados
Unidos señalaba que el secreto del avance global del comunismo residía en el sistema
organizativo de los partidos comunistas y en su cuerpo de cuadros altruistas y monolíticos que
seguían lealmente.
Por otro lado, el término nomenklatura, sugería precisamente las debilidades de la
egoísta burocracia del partido en la era de Brezhnev: una combinación de incompetencia y
corrupción. Y se hizo cada vez más evidente que la Unión Soviética misma funcionaba,
fundamentalmente, mediante un sistema de patronazgo, nepotismo y pago.

136
Con la excepción de Hungría, los intentos serios de reformar las economías socialistas
europeas se abandonaron desesperanzadamente tras la primavera de Praga. Comprar trigo en
el mercado mundial era más fácil que intentar resolver la en apariencia creciente incapacidad de
la agricultura soviética para alimentar al pueblo de la URSS. Lubricar la enmohecida maquinaria
de la economía mediante un sistema universal de sobornos y corrupción era más fácil que
limpiarla y afinarla, por no hablar de cambiarla.
El problema para el «socialismo realmente existente» europeo estribaba en que el
socialismo estaba ahora cada vez más involucrado en ella y, por tanto, no era inmune a las
crisis de los años setenta. El «socialismo real», en cambio, no sólo tenía que enfrentarse a sus
propios y cada vez más insolubles problemas como sistema, sino también a los de una
economía mundial cambiante y conflictiva en la que estaba cada vez más integrado.
La crisis petrolífera tuvo dos consecuencias aparentemente afortunadas. A los
productores de petróleo, de los que la Unión Soviética era uno de los más importantes, el
líquido negro se les convirtió en oro. Los millones entraban a raudales sin mayor esfuerzo,
posponiendo la necesidad de reformas económicas y permitiendo a la Unión Soviética pagar sus
crecientes importaciones del mundo capitalista occidental con la energía que exportaba. Se ha
sugerido que fue esta enorme e inesperada bonanza la que
hizo que a mediados de los setenta el régimen de Brezhnev cayese en la tentación de
realizar una política internacional más activa de competencia con los Estados Unidos, y se
embarcase en una carrera suicida para intentar igualar la superioridad en armamentos de los
Estados Unidos.
La otra consecuencia aparentemente afortunada de la crisis petrolífera fue la riada de
dólares que salía ahora de los multimillonarios países de la OPEP, muchos de ellos de escasa
población, y que se distribuía a través del sistema bancario internacional en forma de créditos a
cualquiera que los pidiera. Los créditos parecían una forma providencial de pagar las inversiones
para acelerar el crecimiento y aumentar el nivel de vida de sus poblaciones. Esto hizo que la
crisis de los ochenta fuese más aguda, puesto que las economías socialistas, eran demasiado
inflexibles para emplear productivamente la afluencia de recursos. Que los costos de producción
soviéticos aumentaran considerablemente mientras los pozos de petróleo rumanos se secaban
hace el fracaso en el ahorro de energía más notable. La única forma eficaz inmediata de
manejar esta crisis era el tradicional recurso estalinista a las restricciones y a las estrictas
órdenes centrales.

III
Políticamente, la Europa oriental era el talón de Aquiles del sistema soviético, y Polonia
su punto más vulnerable. Desde la primavera de Praga quedó claro, como hemos visto, que
muchos de los regímenes satélites comunistas habían perdido su legitimidad. Estos regímenes
se mantuvieron en el poder mediante la coerción del estado. Sin embargo, con una excepción,
no era posible ninguna forma seria de oposición organizada política o pública. La conjunción de
tres factores lo hizo posible en Polonia. La opinión pública del país estaba fuertemente unida no
sólo en su rechazo hacia el régimen, sino por un nacionalismo polaco antirruso (y antijudío) y
sólidamente católico; la Iglesia conservó una organización independiente a escala nacional; y su
clase obrera demostró su fuerza política con grandes huelgas intermitentes desde mediados de

137
los cincuenta. Estimulada desde 1978 por la elección del primer papa polaco de la historia, Karol
Wojtyla (Juan Pablo II).
En 1980 el triunfo del sindicato Solidaridad como un movimiento de oposición pública
nacional que contaba con el arma de las huelgas demostró dos cosas: que el régimen del
Partido Comunista en Polonia llegaba a su final, pero también que no podía ser derrocado por la
agitación popular. O bien los rusos se decidían a intervenir o, sin tardar mucho, el régimen
tendría que abandonar un elemento clave para los regímenes comunistas: el sistema
unipartidista bajo el «liderato» del partido estatal; se hizo cada vez más evidente que los
soviéticos no estaban ya preparados para intervenir.
En 1985 un reformista apasionado, Mijail Gorbachov, llegó al poder como secretario
general del Partido Comunista soviético. Resultaba evidente para los demás gobiernos
comunistas, dentro y fuera de la órbita soviética, que se iban a realizar grandes cambios,
aunque no estaba claro, ni siquiera para el nuevo secretario general, qué iban a traer.
La «era de estancamiento» (zastoi) que Gorbachov denunció había sido, de hecho, una
era de aguda fermentación política y cultural entre la elite soviética. Ésta incluía no sólo al
relativamente pequeño grupo de capitostes autocooptados a la cúpula del Partido Comunista,
sino también al grupo más numeroso de las clases medias cultas y capacitadas técnicamente,
así como a los gestores económicos que hacían funcionar el país: profesorado universitario, la
intelligentsia técnica, y expertos y ejecutivos de varios tipos. Prohibidas o semilegalizadas la
crítica y la autocrítica impregnaron la amalgama cultural de la Unión Soviética metropolitana en
tiempos de Breznev.
La amplia y súbita respuesta a la llamada de Gorbachov a la glasnost («apertura» o
«transparencia») difícilmente puede explicarse de otra manera.
Era el viejo imperio zarista con una nueva dirección. De ahí que antes de finales de los
años ochenta no hubiera síntomas serios de separatismo político en ningún lugar, salvo en los
países bálticos (que de 1918 a 1949 fueron estados independientes).
Además, el régimen soviético no sólo tenía un arraigo y un desarrollo domésticos, sino
que el pueblo, de forma difícil de explicar, llegó a amoldarse al régimen de la misma manera
que el régimen se había amoldado a ellos., que les proporcionaba una subsistencia garantizada
y una amplia seguridad social (a un nivel modesto pero real), una sociedad igualitaria tanto
social como económicamente y, por lo menos, una de las aspiraciones tradicionales del
socialismo. Es más, para la mayoría de los ciudadanos soviéticos, la era de Brezhnev no había
supuesto un «estancármelo», sino la etapa mejor que habían conocido, ellos y hasta sus padres
y sus abuelos.
Social y políticamente, la mayor parte de la Unión Soviética era una sociedad estable,
debido en parte, sin duda, a la ignorancia de lo que sucedía en otros países que le imponían las
autoridades y la censura. De donde quiera que viniese la presión para el cambio en la Unión
Soviética, no fue del pueblo.
De hecho vino, como tenía que venir, de arriba. No está clara la forma en que un
comunista reformista apasionado y sincero se convirtió en el sucesor de Stalin al frente del
PCUS el 15 de marzo de 1985, lo que importa no son los detalles de la política del Kremlin, sino
las dos condiciones que permitieron que alguien como Gorbachov llegara al poder. En primer
lugar, la creciente y cada vez más visible corrupción de la cúpula del Partido Comunista en la

138
era de Brezhnev había de indignar de un modo u otro a la parte del partido que todavía creía en
su ideología.
En segundo lugar, los estratos ilustrados y técnicamente competentes, que eran los que
mantenían la economía soviética en funcionamiento, eran conscientes de que sin cambios
drásticos y fundamentales el sistema se hundiría más pronto o más tarde, no sólo por su propia
ineficacia e inflexibilidad, sino porque sus debilidades se sumaban a las exigencias de una
condición de superpotencia militar que una economía en decadencia no podía soportar.
Por primera vez en varios años, las fuerzas armadas soviéticas se encontraron
involucradas directamente en una guerra. Se enviaron fuerzas a Afganistán para asegurar algún
tipo de estabilidad en aquel país, que desde 1978 había estado gobernado por un Partido
Democrático del Pueblo, formado por comunistas locales, que se dividió en dos facciones en
conflicto, cada una de las cuales se enfrentaba a los terratenientes locales, al clero musulmán y
a otros partidarios del statu quo con medidas tan impías como la reforma agraria y los derechos
de la mujer.
Sin embargo, los Estados Unidos decidieron considerar que la intervención soviética era
una gran ofensiva militar dirigida contra el «mundo libre». Empezaron a enviar dinero y
armamento a manos llenas (vía Pakistán) a los guerrilleros fundamentalistas musulmanes de las
montañas. Afganistán se convirtió, como algunas personas de Washington habían buscado, en
el Vietnam de la Unión Soviética.
¿Qué podía hacer el nuevo líder soviético para cambiar la situación en la URSS sino
acabar, tan pronto como fuera posible, la segunda guerra fría con los Estados Unidos que
estaba desangrando su economía?
Este era, por supuesto, el objetivo inmediato de Gorbachov y fue su mayor éxito,
porque, en un período sorprendentemente corto de tiempo, convenció incluso a los gobiernos
más escépticos de Occidente de que esta era, de verdad, la intención soviética. Ello le granjeó
una popularidad inmensa y duradera en Occidente, que contrastaba fuertemente con la
creciente falta de entusiasmo hacia él en la Unión Soviética, el objetivo de los reformistas
económicos comunistas había sido el de hacer más racionales y flexibles las economías de
planificación centralizada mediante la introducción de precios de mercado y de cálculos de
pérdidas y beneficios en las empresas.

IV
Gorbachov inició su campaña de transformación del socialismo soviético con los dos
lemas de perestroika o reestructuración (tanto económica como política) y glasnost o libertad de
información. Pronto se hizo patente que iba a producirse un conflicto insoluble entre ellas. En
efecto, lo único que hacía funcionar al sistema soviético, y que concebiblemente podía
transformarlo, era la estructura de mando del partido-estado heredada de la etapa estalinista,
una situación familiar en la historia de Rusia incluso en los días de los zares. Los reformistas, y
no sólo en Rusia, se han sentido siempre tentados de culpar a la «burocracia» por el hecho de
que su país y su pueblo no respondan a sus iniciativas, cualquier intento de reforma profunda
con una inercia que ocultaba su hostilidad. La glasnost se proponía movilizar apoyos dentro y
fuera del aparato contra esas resistencias, pero su consecuencia lógica fue desgastar la única
fuerza que era capaz de actuar. Como se ha sugerido antes, la estructura del sistema soviético

139
y su modus operandi eran esencialmente militares. Es bien sabido que democratizar a los
ejércitos no mejora su eficiencia.
Por otra parte, si no se quiere un sistema militar, hay que tener pensada una alternativa
civil antes de destruirlo, porque en caso contrario la reforma no produce una reconstrucción sino
un colapso.
Lo que empeoró la situación fue que, en la mente de los reformistas, la glasnost era un
programa mucho más específico que la perestroika. Significaba la introducción o reintroducción
de un estado democrático constitucional basado en el imperio de la ley y en el disfrute de las
libertades civiles, tal como se suelen entender. Esto implicaba la separación entre partido y
estado y el desplazamiento del centro efectivo de gobierno del partido al estado. Esto, a su vez,
implicaba el fin del sistema de partido único y de su papel «dirigente».
En la práctica, el nuevo sistema constitucional llegó a instalarse. Pero el nuevo sistema
económico de la perestroika apenas había sido esbozado en 1987-1988 mediante una
legalización de pequeñas empresas privadas y con la decisión de permitir, en principio, que
quebraran las empresas estatales con pérdidas permanentes. La distancia entre la retórica de la
reforma económica y la realidad de una economía que iba palpablemente para abajo se
ensanchaba día a día.
Pero mientras estaba muy claro contra qué estaban los reformistas económicos y qué
era lo que deseaban abolir, su alternativa —«una economía socialista de mercado» con
empresas autónomas y económicamente viables, públicas, privadas y cooperativas, guiadas
macroeconómicamente por el «centro de decisiones económico»— era poco más que una frase.
Significaba, simplemente, que los reformistas querían tener las ventajas del capitalismo sin
perder las del socialismo. Nadie tenía la menor idea de cómo iba a llevarse a la práctica esta
transición de una economía estatal centralizada al nuevo sistema, ni tampoco de cómo iba a
funcionar una economía que seguiría siendo, en un futuro previsible, dual: estatal y no estatal a
la vez.
Lo más cercano a un modelo de transición para los reformistas de Gorbachov era
probablemente el vago recuerdo histórico de la Nueva Política Económica de 1921-1928. Ésta, al
fin y al cabo, había «alcanzado resultados espectaculares en revitalízar la agricultura, el
comercio, la industria y las finanzas durante varios años después de 1921». Es más, una política
muy parecida de liberalizacíón de mercados y descentralización había producido, desde el final
del maoísmo, resultados impresionantes en China. Pero no había comparación posible entre la
Rusia paupérrima, tecnológicamente atrasada y predominantemente rural de los años veinte y
la URSS urbana e industrializada de los ochenta, cuyo sector más avanzado, el complejo
científico-militar-industrial (incluyendo el programa espacial), dependía de un mercado con un
solo comprador. No es arriesgado decir que la perestroika hubiera funcionado mucho mejor si
en 1980 Rusia hubiera seguido siendo (como China en esa fecha) un país con un 80 por 100 de
campesinos, cuya idea de una riqueza más allá de los sueños de avaricia era un aparato de
televisión. Lo que condujo a la Unión Soviética con creciente velocidad hacia el abismo fue la
combinación de glasnost, que significaba la desintegración de la autoridad, con una perestroika
que conllevó la destrucción de los viejos mecanismos que hacían funcionar ¡a economía, sin
proporcionar ninguna alternativa, y provocó, en consecuencia, el creciente deterioro del nivel de
vida de los ciudadanos. Por primera vez desde el inicio de la planificación, Rusia no tenía, en

140
1989, un plan quinquenal. Fue una combinación explosiva, porque minó los endebles
fundamentos de la unidad económica y política de la Unión Soviética.
De facto, gran parte de la Unión Soviética era un sistema de señoríos feudales
autónomos. Sus caudillos locales no tenían otro vínculo de unión que su dependencia del
aparato central del partido en Moscú, que los nombraba, trasladaba, destituía y cooptaba, y la
necesidad de «cumplir el plan» elaborado en Moscú.. Este sistema de tratos, trueques e
intercambios de favores con otras elites en posición similar constituía una «segunda economía»
dentro del conjunto nominalmente planificado.
El rechazo de la enorme y extendida corrupción de la nomenklatura fue el carburante
inicial para el proceso de reforma; de ahí que Gorbachov encontrara un apoyo sólido para su
perestroika en estos cuadros económicos, en especial en los del complejo militar-industrial, que
querían mejorar la gestión de una economía estancada y, en términos técnicos y científicos,
paralizada.
A pesar de lo corrupto, ineficaz y parasitario que había sido el sistema de partido único,
seguía siendo esencial en una economía basada en un sistema de órdenes. Gorbachov, al igual
que su sucesor Yeltsin, trasladó la base de su poder del partido al estado y, como presidente
constitucional, acumuló legalmente poderes para gobernar por decreto, mayores en algunos
aspectos, por lo menos en teoría, que aquellos de que ningún dirigente soviético anterior
hubiese disfrutado formalmente, ni siquiera Stalin.
Las líneas por la que se iba a fracturar ya se habían trazado: por un lado estaba el
sistema de poder territorial autónomo encarnado en la estructura federal del estado, y por otro,
los complejos económicos autónomos. la fractura nacionalista estaba, potencialmente, dentro
del sistema, si bien, con la excepción de los tres pequeños estados bálticos, el separatismo era
algo impensable antes de 1988.
La desintegración económica ayudó a acelerar la desintegración política y fue
alimentada por ella. Con el fin de la planificación y de las órdenes del partido desde el centro,
ya no existía una economía nacional efectiva, sino una carrera de cada comunidad, territorio u
otra unidad que pudiera gestionarla, hacia la autoprotección y la autosuficiencia o bien hacia los
intercambios bilaterales.
El punto sin retorno se alcanzó en la segunda mitad de 1989, en el bicentenario de la
revolución francesa, cuya inexistencia o falta de significado para la política francesa del siglo XX
se afanaban en demostrar, en aquellos momentos, los historiadores «revisionistas». No
obstante, los ojos del mundo estaban fijos en estos momentos en un fenómeno relacionado con
este proceso, pero secundario: la súbita, y también inesperada, disolución de los regímenes
comunistas satélites europeos.
Sin apenas un solo disparo, salvo en Rumania. En Yugoslavia estallaría pronto una
guerra civil. Cuando el movimiento por la liberalization y la democracia se extendió desde la
Unión Soviética hasta China, el gobierno de Pekín decidió, a mediados de 1989, restablecer su
autoridad con la mayor claridad, mediante lo que Napoleón llamaba «un poco de metralla». Las
tropas dispersaron una gran manifestación estudiantil en la plaza principal de la capital, a costa
de muchos muertos. La matanza de la plaza de Tiananmen horrorizó a la opinión pública
occidental e hizo, sin duda, que el Partido Comunista chino perdiese gran parte de la poca
legitimidad que pudiera quedarle entre las jóvenes generaciones de intelectuales chinos. Los

141
tres regímenes comunistas asiáticos supervivientes (China, Corea del Norte y Vietnam), al igual
que la remota y aislada Cuba, no se vieron afectados de forma inmediata.

V
Ninguno de los regímenes de la llamada Europa oriental fue derrocado. Ninguno, salvo
Polonia, contenía fuerza interna alguna, organizada o no, que constituyera una seria amenaza
para ellos. La amenaza más inmediata para quienes estaban en la órbita soviética procedía de
Moscú, que pronto dejó claro que ya no iba a salvarlos con una intervención militar, como en
1956 y 1968, aunque sólo fuera porque el final de la guerra fría los hacía menos necesarios
desde un punto de vista estratégico para la Unión Soviética.
La retirada de la URSS acentuó su quiebra. Seguían en el poder tan sólo en virtud del
vacío que habían creado a su alrededor, que no había dejado otra alternativa al statu quo que la
emigración o la formación de grupos marginales de intelectuales disidentes.
Pero casi nadie creía en el sistema o sentía lealtad alguna hacia él, ni siquiera los que lo
gobernaban. Sin duda se sorprendieron cuando las masas abandonaron finalmente su pasividad
y manifestaron su disidencia, pero lo que les sorprendió no fue la disidencia, sino tan sólo su
manifestación. En el momento de la verdad ningún gobierno de la Europa oriental ordenó a sus
tropas que disparasen. Salvo en Rumania, todos abdicaron pacíficamente. En ningún lugar hubo
grupo alguno de comunistas radicales que se preparase para morir en el bunker por su fe.
Los comunistas que se habían movido por sus viejas convicciones eran ya una
generación del pasado. En 1989, pocas personas de menos de sesenta años podían haber
compartido la experiencia que había unido comunismo y patriotismo en muchos países, es decir,
la segunda guerra mundial y la resistencia. Para la mayoría, el principio legitimador de estos
estados era poco más que retórica oficial o anécdotas de ancianos.
Cuando los tiempos cambiaron estaban dispuestos, de poder hacerlo, a mudar de
chaqueta a la primera ocasión. En resumen, quienes gobernaban los regímenes satélites
soviéticos, o bien habían perdido la fe en su propio sistema o bien nunca la habían tenido.
Mientras los sistemas funcionaban, los hicieron funcionar. Los dirigentes se marcharon
pacíficamente cuando se convencieron de que su tiempo se había acabado; tomándose con ello
una inconsciente venganza de la propaganda occidental que había afirmado que eso era
precisamente lo que no podían hacer los regímenes «totalitarios».
Fueron reemplazados, en suma, por los hombres y (una vez más, muy pocas) mujeres
que antes habían representado la disidencia o la oposición y que habían organizado (o, tal vez
mejor, que habían logrado convocar) las manifestaciones de masas que dieron la señal para la
pacífica abdicación de los antiguos regímenes.
Lo mismo sucedió en la Unión Soviética, donde el colapso del partido y del estado se
prolongó hasta agosto de 1991. El fracaso de la perestroika y el consiguiente rechazo ciudadano
de Gorbachov eran cada día más evidentes, Gorbachov fue, y así pasará a la historia, un
personaje trágico, como un «zar liberador» comunista, a la manera de Alejandro II (1855-
1881), que destruyó lo que quería reformar y fue destruidora a su vez, en el proceso.
Su problema no era tanto que careciese de una estrategia efectiva para reformar la
economía —nadie la ha tenido tras su caída— como que estuviera tan alejado de la experiencia
cotidiana de su país. Los últimos años de la Unión Soviética fueron una catástrofe a cámara

142
lenta. La caída de los satélites europeos en 1989 y la aceptación, aunque de mala gana, de la
reunificación alemana demostraban el colapso de la Unión
Soviética como potencia internacional y, más aún, como superpotencia.
Internacionalmente hablando, la Unión Soviética era como un país absolutamente derrotado
después de una gran guerra, sólo que sin guerra. La desintegración de la Unión no se debió a
fuerzas nacionalistas. Fue obra, principalmente, de la desintegración de la autoridad central,
que forzó a cada región o subunidad del país a mirar por sí misma y, también, a salvar lo que
pudiera de la ruinas de una economía que se deslizaba hacia el caos.
Sin embargo, cuando llegó, la crisis final no fue económica sino política. Para
prácticamente la totalidad del establishment de la Unión Soviética, la idea de una ruptura total
de la URSS era inaceptable, el 76 por 100 de los votantes en el referéndum de marzo del 1991
se manifestaron a favor del mantenimiento de la Unión Soviética «como una federación
renovada de repúblicas iguales y soberanas, donde los derechos y libertades de cada persona
de cualquier nacionalidad estén salvaguardados por completo».
El mundo, que había estado dispuesto a aceptar el golpe, aceptaba ahora el mucho más
eficaz contragolpe de Yeltsin y trató a Rusia como la sucesora natural de la fenecida URSS en
las Naciones Unidas y en todos los demás foros. El intento por salvar la vieja estructura de la
Unión Soviética la había destruido de forma más súbita e irreparable de lo que nadie hubiera
esperado. Como la mayoría de las repúblicas, contaba con grandes minorías de personas de
etnia rusa, la insinuación de Yeltsin de que las fronteras entre las repúblicas deberían
renegociarse aceleró la carrera hacia la separación total: Ucrania declaró inmediatamente su
independencia. Por vez primera, poblaciones habituadas a la opresión imparcial de todos
(incluyendo a los «granrusos») por parte de la autoridad central tenían razones para temer la
opresión de Moscú en favor de los intereses de una nación. Por ello, la destrucción de la Unión
Soviética consiguió invertir el curso de cerca de cuatrocientos años de historia rusa y devolver al
país las dimensiones y el estatus internacional de la época anterior a Pedro el Grande (1672-
1725).

VI
Dos observaciones pueden servir para concluir este panorama. La primera, señalar cuan
superficial demostró ser el arraigo del comunismo en la enorme área que había conquistado con
más rapidez que ninguna ideología desde el primer siglo del Islam. Aunque una versión
simplista del marxismo-leninismo se convirtió en la ortodoxia dogmática (secular) para todos los
habitantes entre el Elba y los mares de China, ésta desapareció de un día a otro junto con los
regímenes políticos que la habían impuesto.
El comunismo no se basaba en la conversión de las masas, sino que era una fe para los
cuadros. La aceptación del comunismo por parte de «las masas» no dependía de sus
convicciones
ideológicas o de otra índole, sino de cómo juzgaban lo que les deparaba la vida bajo los
regímenes comunistas, y cuál era su situación comparada con la de otros. El comunismo era, en
esencia, una fe instrumental, en que el presente sólo tenía valor como medio para alcanzar un
futuro indefinido.
En resumen, por la misma naturaleza de su ideología, el comunismo pedía ser juzgado
por sus éxitos y no tenía reservas contra el fracaso.

143
«la humanidad se plantea siempre sólo aquellos problemas que puede resolver». Los
problemas que la «humanidad», o mejor dicho los bolcheviques, se habían planteado en 1917
no eran solubles en las circunstancias de su tiempo y lugar; o sólo lo eran de manera muy
parcial. El experimento soviético se diseñó no como una alternativa global al capitalismo, sino
como un conjunto específico de respuestas a la situación concreta de un país muy vasto y muy
atrasado en una coyuntura histórica particular e irrepetible.
Una cuestión distinta es en qué medida el fracaso del experimento soviético pone en
duda el proyecto global del socialismo tradicional: una economía basada, en esencia, en la
propiedad social y en la gestión planificada de los medios de producción, distribución e
intercambio. El fracaso del socialismo soviético no empaña la posibilidad de otros tipos de
socialismo.

144
Capítulo IV
Hobsbawm - La era del Imperio

La comuna de París en 1871 reflejaba un problema fundamental de la política de la


sociedad burguesa: el de su democratización. Es muy improbable que las masas consideren los
asuntos públicos desde el mismo prisma y en los mismos términos que lo que los autores
ingleses de la época victoriana llamaban “las clases”, felizmente capaces todavía de identificar la
acción política de clase con la aristocracia y la burguesía. Este era el dilema fundamental del
liberalismo del siglo XIX que propugnaba la existencia de constituciones y de asambleas
soberanas elegidas, que, sin embargo, luego trataba por todos los medios de esquivar actuando
de forma antidemocrática, es decir, excluyendo del derecho a votar y de ser elegido a la mayor
parte de los ciudadanos varones y a la totalidad de las mujeres. El orden social comenzó a verse
amenazado desde el momento en que el “país real” comenzó a penetrar en el reducto político
del país “legal” o “político”, defendido por fortificaciones consistentes en exigencias de
propiedad y educación para ejercer el derecho de voto.
A partir de 1870 se hizo cada vez más evidente que la democratización de la vida
política de los Estados era absolutamente inevitable. De acuerdo con los criterio prevalecientes
en épocas posteriores, esta democratización era todavía incompleta, pero hay que resaltar que
incluso el voto de la mujer era algo más que un simple eslogan utópico.
Estos procesos eran contemplados sin entusiasmo por los gobiernos que los introducía,
incluso cuando la convicción ideológica les impulsaba a ampliar la representación popular. Las
agitaciones socialistas de la década de 1890 y las repercusiones directas e indirectas de la
primera revolución rusa aceleraron la democratización. Entre 1880 y 1914 la mayor parte de los
Estados occidentales tuvieron que resignarse a lo inevitable. La política democrática no podía
posponerse por más tiempo. En consecuencia, el problema era cómo conseguir manipularla:
poner límites estrictos al papel político de las asambleas elegidas por sufragio universal; la
existencia de una segunda cámara, formada a veces por miembros hereditarios; se conservaron
elementos del sufragio censitario, reforzados por la exigencia de una cualificación educativa; la
manipulación de los límites de los distritos electorales para conseguir incrementar o minimizar el
apoyo de determinados partidos; el sistema de votación pública; el clientelismo político;
dificultando el proceso de acceso a los censos electorales.
La consecuencia lógica de ese sistema era la movilización política de las masas para y
por las elecciones. Ello implicaba la organización de movimientos y partidos de masas. Cada vez
más, los políticos se veían obligados a apelar a un electorado masivo; incluso a hablar
directamente a las masas o de forma indirecta a través del megáfono de la prensa popular. La
era de la democratización fue también la época dorada de una nueva sociología política. La era
de la democratización se convirtió en la era de la hipocresía política pública, o más bien de la
duplicidad y, por tanto, de la sátira política.
¿Quiénes formaban las masas que se movilizaban ahora en la acción política? La más
destacada era la clase obrera, que se movilizaba en partidos y movimientos con una clara base
clasista.
Hay que mencionar a continuación la coalición, amplia y mal definida, de estratos
intermedios de descontentos, a los que les era difícil decir a quién temían más, si a los ricos o al

145
proletariado. Era esta pequeña burguesía tradicional. Las clases medias establecidas no era
proclives a admitir como iguales a los miembros de las clases medias bajas.
En Francia eso implicaba una gran dosis de chovinismo nacional y un potencial
importante de xenofobia. En la Europa central, su carácter nacionalista y, sobre todo,
antisemítico, era ilimitado. A partir del decenio de 1880, el antisemitismo se convirtió en un
componente básico de los movimientos políticos organizados de los “hombres pequeños”.
Los campesinos y granjeros se movilizaron cada vez más como grupos económicos de
presión y entraron a formar parte, de forma masiva, en nuevas organizaciones par la compra,
comercialización y procesado de los productos. Lo cierto es que el campesinado raramente se
movilizó política y electoralmente como una clase; cuando el campesinado se movilizó
electoralmente lo hizo bajo estandartes no agrarios.
Si los grupos sociales se movilizaban como tales, también lo hacían los cuerpos de
ciudadanos unidos por lealtades sectoriales como la religión o la nacionalidad.
La política, los partidos y las elecciones eran aspectos de ese malhadado siglo XIX que
Roma intentó proscribir. Nunca dejó de rechazarlo, como lo atestigua la exclusión de los
pensadores católicos que en las décadas de 1890 y 1900 sugirieron prudentemente llegar a
algún tipo de entente con las ideas contemporáneas.
La Iglesia se opuso a la formación de partidos políticos católicos apoyados formalmente
por ella, aunque desde la década de 1890 reconoció la conveniencia de apartar a las clases
trabajadoras de la revolución atea socialista y, por supuesto, la necesidad de velar por su más
importante circunscripción, la que formaban los campesinos. La iglesia apoyó generalmente a
partidos conservadores o reaccionarios de diverso tipo. Si la religión tenía un enorme potencial
político, la identificación nacional era un agente movilizador igualmente extraordinario y más
efectivo. La política de la porción austriaca del Imperio de los Habsburgos se vio paralizada por
esas divisiones nacionales. Ciertamente, tras los enfrentamientos entre checos y alemanes a lo
largo de la década de 1890, el parlamentarismo se quebró completamente.
En su forma extrema, la movilización política de masas no fue muy habitual. Ni siquiera
en los nuevos movimientos obreros y socialistas se repitió en todos los casos el modelo
monolítico y acaparador de la socialdemocracia alemana. Sin embargo, podían verse
prácticamente en todas partes los elementos que constituían ese nuevo fenómeno.
Eran éstos, en primer lugar, las organizaciones que formaban su base. El partido de
masas ideal consistía en un conjunto de organizaciones o ramas locales junto con un complejo
de organizaciones, cada una también con ramas locales, para objetivos especiales pero
integradas en un partido con objetivos políticos más amplios.
En segundo lugar, los nuevos movimientos de masas era ideológicos. Eran algo más que
simples grupos de presión y de acción para conseguir objetivos concretos. En países con una
fuerte tradición revolucionaria, la ideología de sus propias revoluciones pasadas permitió a las
antiguas o a las nuevas élites controlar, al menos en parte, las nuevas movilizaciones de masas
con una serie de estrategias.
En tercer lugar, las movilizaciones de masas eran, a su manera, globales. Quebrantaron
el viejo marco local o regional de la política, minimizaron su importancia o lo integraron en
movimientos mucho más amplios. En contraste con la política electoral de la vieja sociedad
burguesa, la nueva política de masas se hizo cada vez más incompatible con el viejo sistema
político, basado en una serie de individuos, poderosos e influyentes en la vida local, conocidos

146
como notables. Si bien el “jefe” no desapareció en la política democrática, ahora era el partido
el que hacía al notable, o al menos, el que le salvaba del aislamiento y de la impotencia política,
y no al contrario.
La democracia que ocupó el lugar de la política dominada por los notables no sustituyó
el patrocinio y la influencia por el “pueblo”, sino por una organización, es decir, por los comités,
los notables del partido y las minorías activistas.
Los movimientos estructurados de masas no eran, de ningún modo, repúblicas de
iguales. Pero el binomio organización y apoyo de masas les otorgaba una gran capacidad: eran
Estados potenciales. Lo que establecieron las Iglesias victoriosas, al menos en el mundo
cristiano, fueron regímenes clericales administrados por instituciones seculares.

II
La democratización, aunque estaba progresando, apenas había comenzado a
transformar la política. Pero sus implicaciones, explícitas ya en algunos casos, plantearon graves
problemas a los gobernantes de los Estados y a las clases en cuyo interés gobernaban.
En los Estado democráticos en los que existía la división de poderes, el Gobierno era en
cierta forma independiente del Parlamento elegido, aunque corría serio peligro de verse
paralizado por este último. La continuidad efectiva del gobierno y de la política estaba en manos
de los funcionarios de la burocracia, permanentes, no elegidos e invisibles. Desde luego, la
inestabilidad parlamentaria y la corrupción podían ir de la mano en los acasos en que los
gobiernos formaban mayorías sobre la base de la compra de votos a cambio de favores políticos
que, casi de forma inevitable, tenían una dimensión económica.
La nueva situación política fue implantándose de forma gradual y desigual, según la
historia de cada uno de los Estados. Esto hace difícil un estudio comparativo de la política. Fue
la súbita aparición de la política internacional de movimientos obreros y socialistas de masas en
los años 1880 y posteriormente el factor que pareció situar a muchos gobiernos y a muchas
clases gobernantes en unas premisas básicamente iguales. La preeminencia política que había
correspondido a la burguesía liberal a mediados de siglo se eclipsó en el caso de la década de
1870, si no por otras razones, como consecuencia de la gran depresión. Nunca volvió a ocupar
una posición dominante, excepto en episódicos retornos al poder.
Cuando los gobiernos se encontraron frente a la aparición de fuerzas aparentemente
irreconciliables en la política, tenían que aprender a convivir con los nuevos movimientos de
masas. Con posterioridad a 1918, el constitucionalismo liberal y la democracia representativa
comenzarían una retirada en un amplio frente, aunque fueron restablecidos parcialmente
después de 1945.
Pero si la sociedad burguesa en conjunto no se sentía amenazada de forma grave e
inmediata, tampoco sus valores y sus expectativas históricas decimonónicas se habían visto
seriamente socavadas todavía. Se esperaba que el comportamiento civilizado, el imperio de la
ley y las instituciones liberales continuarían con su progreso secular.

III
Las clases dirigentes optaron por las nuevas estrategias, aunque hicieron todo tipo de
esfuerzos para limitar el impacto de la opinión y del electorado de masas sobre sus intereses y

147
sobre los del Estado. Su objetivo básico era el movimiento obrero y socialista, que apareció de
pronto en el escenario internacional como un fenómeno de masas.
No fue fácil conseguir que los movimientos obreros se integraran en el juego
institucionalizado de la política, por cuanto los empresarios, enfrentados con huelgas y
sindicatos, tardaron mucho más tiempo que los políticos en abandonar la política de mano dura.
Pero hacia 1900 existía ya una ala moderada o reformista en todos los movimientos de
masas, incluso entre los marxistas. Entretanto, la política del electoralismo de masas, que
incluso la mayor parte de los partidos marxistas defendían con entusiasmo porque permitía un
rápido crecimiento de sus filas, integró gradualmente a esos partidos en el sistema.
Lo cierto es que la democracia sería más fácilmente maleable cuanto menos agudos
fueran los descontentos. Así pues, la nueva estrategia implicaba la disposición a poner en
marcha programas de reforma y asistencia social, que socavó la posición liberal clásica de
mediados de siglo. En muchos casos los viejos mecanismos de subordinación social se estaban
derrumbando.
Este fue el momento en que los gobiernos, los intelectuales y los hombres de negocios
descubrieron el significado político de la irracionalidad. Los gobiernos y las élites gobernantes
sabían perfectamente lo que hacían cuando crearon nuevas fiestas nacionales. No crearon la
necesidad de un ritual y un simbolismo satisfactorios desde el punto de vista emocional. Antes
bien, descubrieron y llenaron un vacío que había dejado el racionalismo político de la era liberal,
la nueva necesidad de dirigirse a las masas y la transformación de las propias masas. En este
sentido, la invención de tradiciones fue un fenómeno paralelo al descubrimiento comercial del
mercado de masas y de los espectáculos y entretenimientos de masas, que corresponde a los
mismos decenios.
Los regímenes políticos llevaron a cabo, dentro de sus fronteras, una guerra silenciosa
por el control de los símbolos y ritos de la pertenencia a la especia humana, muy en especial
mediante el control de la escuela pública. De todos estos símbolos, tal vez el más poderoso era
la música, en sus formas políticas, el himno nacional y la marcha militar, y, sobre todo, la
bandera nacional.

IV
En la mayor parte de los Estados del occidente burgués y capitalista, el período
transcurrido entre 1875 y 1914 y, desde luego, el que se extiende entre 1900 y 1914, fue de
estabilidad política, a pesar de las alarmas y los problemas.
Podían ser aislados los elementos irreconciliables de la ultraderecha y de la
ultraizquierda. Los grandes movimientos socialistas anunciaban la inevitable revolución, pero
por el momento tenían otras cosas en que ocuparse. Cuando estalló la guerra en 1914, la mayor
parte de ellos se vincularon, en patriótica unión, con sus gobiernos y sus clases dirigentes. La
única excepción importante de la Europa occidental confirma la regla. En efecto, el Partido
Laborista Independiente británico continuó oponiéndose a la guerra. Los partidos socialistas que
aceptaron la guerra lo hicieron, en muchos casos, sin entusiasmo y, fundamentalmente, porque
temían ser abandonados por sus seguidores.
Lo que destruyó la estabilidad de la belle époque, incluyendo la paz de ese período, fue
la situación de Rusia, el Imperio de los Habsburgos y los Balcanes y no la que reinaba en la
Europa occidental y en Alemania.

148
Para Marx y Engels, la república democrática, aunque totalmente “burguesa”, había sido
siempre como la antesala del socialismo, por cuanto permitía, e incluso impulsaba, la
movilización política del proletariado como clase y de las masas oprimidas, bajo el liderazgo del
proletariado.

149
Capítulo 5 - Doble poder en la España republicana
Broue y Temine

La “zona leal” no rebasaba casi los alrededores de Madrid, ciudad en la que sobrevivía
menos en virtud de su acción y de su prestigio propios que gracias a los de las organizaciones
obreras, a la UGT, cuya red de informaciones y de comunicaciones era la única que aseguraba
las conexiones del gobierno con el resto del país “leal”, y al Partido Socialista, cuyo ejecutivo se
hallaba permanentemente reunido en el Ministerio de la Marina donde Prieto, ministro sin carta,
se había instalado.
Sin embargo, poco a poco, entre las gentes que se habían lanzado a la calle y el
gobierno fueron apareciendo órganos del poder nuevo que disfrutaban de una autoridad real.
Estos fueron los innumerables Comités locales y, en la escala de las regiones y de las
provincias, verdaderos gobiernos. En ellos residía el nuevo poder, el poder revolucionario. Un
observador superficial u hostil no veía más que anarquía o desorden, sin captar su profunda
significación: que los trabajadores habían tomado en sus manos su propia defensa, y, con ello,
se habían encargado de su propio destino, habían dado nacimiento a un poder nuevo.
Barcelona era el símbolo de esta situación revolucionaria. No solamente ofrecía el
aspecto de una ciudad poblada exclusivamente de obreros, sino de una ciudad en la que los
obreros tenían el poder. Madrid ofrecía un espectáculo diferente; los obreros armados no
abundaban en las calles, casi todos vestidos con el nuevo uniforme, el “mono”. Había menos
Comités, pocas huellas de expropiación. Entre estos dos extremos, la España republicana ofrecía
toda una gama de matices, de una ciudad a otra y de provincia en provincia.

El combate, esperado o temido, liberó y desencadenó los odios y los temores


acumulados. Todo el mundo se batió sabiendo que no tenía otra salida más que la victoria o la
muerte y que el camino de la victoria atravesaba, en primer lugar, por la muerte de los
enemigos.
Por doquier desde el 18 o el 19 de julio, la huelga era general y se prolongó todavía
durante una semana por lo menos: los trabajadores estaban en la calle desde la mañana hasta
la noche, con las armas en la mano.
De tal manera el “terror” que han descrito todos los observadores es un fenómeno
complejo, a propósito del cual, a menudo deliberadamente, han confundido varios elementos.
Indiscutiblemente, en primer lugar, hubo un movimiento espontáneo, un verdadero “terrorismo
de masas” tanto por el número de los verdugos como por el de las víctimas. Reflejo provocado
por el miedo, reacción de defensa ante el peligro.
El terror se convirtió, a la vez, en acción preventiva y en fermento de la acción
revolucionaria. Las columnas de milicianos que llegaban a los pueblos arrebatados a la rebelión,
y que querían seguir su camino, no descubrieron otro medio de asegurar la retaguardia que el
de la limpieza sistemática, la liquidación inmediata y sin proceso de los enemigos de clase
tildados de “fascistas”. De esta manera perecieron, victimas de verdaderos arreglos de cuentas
políticos. La “frontera de clase” por lo demás, no siempre fue una protección suficiente. Tal
atmósfera, claro está, es propicia a las venganzas personales. Probablemente por razón de la
multiplicación, los partidos y los sindicatos reaccionaron contra su práctica y comenzaron a
organizar la “represión”.

150
El movimiento contra la Iglesia católica es más profundo que una simple reacción en el
transcurso de la lucha. Cierto es, algunas iglesias fueron saqueadas por simples ladrones. Pero,
las más de las veces, con sus tesoros se financiaron las primeras actividades revolucionarias.
Las manifestaciones espectaculares frecuentes nos muestran que estas iniciativas respondían a
la voluntad de afectar, hasta en el pasado, a una fuerza que los revolucionarios consideraban
como su peor enemigo. Querían extirpar definitivamente de España todo lo que a sus ojos
encarnaba al oscurantismo y a la opresión.
Todos los comités, cualesquiera que fuesen sus diferencias de nombre, de origen, de
composición, presentaban un rasgo común fundamental. Todos, en los días que siguieron a la
sublevación, se apoderaron localmente de todo el poder, atribuyéndose funciones lo mismo
legislativas que ejecutivas, decidiendo soberanamente en su región, no solamente en lo tocante
a los problemas inmediatos sino también las tareas revolucionarias de la hora. Lo que era
verdad a escala local, ya no lo era totalmente a escala regional, donde se enfrentaban o
coexistían poderes de origen diverso.

El poder real era el de los obreros armados y el de los comités de las organizaciones en
las calles de Barcelona, los comités-gobierno en los pueblos y en las aldeas.
Santillán comentó “pudimos quedarnos solos, imponer nuestra voluntad absoluta,
declarar caduca la Generalidad y colocar en su lugar al verdadero poder del pueblo, pero no
creíamos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros, y no la deseábamos cuando
podíamos ejercerla nosotros mismos a expensas de otros. La Generalidad habría de quedar en
su lugar con el presidente Companys a la cabeza, y en las fuerzas populares se organizarían en
milicias para continuar la lucha por la liberación de España. Así nació el Comité Central de las
Milicias Antifascistas de Catalunya, en el que hicimos entrar a todos los sectores políticos,
liberales y obreros”.

La poderosa CNT, cuya victoria total acababa de reconocer el presidente Companys,


aceptó una representación igual a la suya para la débil UGT catalana, formando el Comité
Central, un organismo híbrido. Salvo en Barcelona, donde estaba en contacto con las
direcciones de los partidos y de los sindicatos, su base en el país estaba constituida por los
comités-gobierno, los poderes locales revolucionarios de los que era, al mismo tiempo, la
expresión suprema.

En Valencia, hacia la misma época, mientras que la guarnición y los obreros en huelga
continuaban observándose, la junta delegada, que dirigía Martínez Barrio, oponía a la autoridad
insurrectita la autoridad legal del gobierno republicano, que quería poner fin al sitio de los
cuarteles, que se volvería al trabajo y que retornara la legalidad. EN nombre de la junta
delegada, anunció la disolución del Comité ejecutivo popular y declaró que tomaba las funciones
de gobernador civil, ayudado por un consejo consultivo formado por un representante de cada
partido y cada sindicato. El Comité se dividió: la CNT, el Partido Socialista, la UGT y el POUM
querían rechazar el ultimátum gubernamental. La Izquierda Republicana y el Partido Comunista
estimaban que el Comité debía poner un ejemplo de disciplina y someterse a la autoridad legal
del gobierno, encarnada en Valencia por la junta delegada.

151
Finalmente, el Comité Ejecutivo se negó a disolverse. En Madrid, el ministro de
Gobernación aseguró que se podía contar, por lo menos, con la neutralidad de la guarnición
valenciana. Los guardias civiles hicieron una matanza con los milicianos y se pasaron al
enemigo. Radio Sevilla anunció la sublevación de la guarnición y la caída de Valencia en manos
de los rebeldes.
En realidad, tres regimientos se habían sublevado, pero los soldados se amotinaron
contra los oficiales, mientras que los milicianos se lanzaban al asalto. La guarnición fue
desarmada. El gobierno capituló entonces: la junta delegada fue disuelta, la autoridad del
Comité Ejecutivo popular fue reconocida como gobernación civil.

Otros organismos tomaron el poder en sus manos en las demás regiones de España. En
Asturias, en las aldeas y en las poblaciones mineras, estaba en manos de los Comités de
Obreros y Campesinos. Por lo que respecta a la provincia en general, dos autoridades rivales se
enfrentaban, la del Comité de Guerra de Gijón, que presidía Segundo Blanco de la CNT, y la del
Comité Popular de Sama de Langreo que dirigieron, sucesivamente, los socialistas González
Peña y Amador Fernández. Fue en el curso de septiembre cuando los dos comités se fusionaron
en un Comité de Guerra.
En Santander, eran los socialistas quienes dominaban un Comité de Guerra. El Comité
de Salud Pública de Málaga se impuso poco a poco en toda la región Éste quedó formado
oficialmente, como un verdadero ministerio. Su presidente fue nombrado gobernador civil. La
legalidad se consagró el poder de hecho.
Fue en Aragón donde se constituyó, en último lugar, el poder revolucionario regional
más original. Allí, los jefes republicanos, como vimos, se habían pasado al bando de los
militares sublevados.

En las provincias vascas la situación era muy diferente del resto de España. El Partido
nacionalista vasco, que indiscutiblemente era mayoritario, tomó posiciones, el 19 de julio,
contra la sublevación militar y, algunos días después, se adhirió al frente Popular.
Sin embargo, sus objetivos ponían una enorme distancia entre él y los partidos y
sindicatos obreros cuyos militantes, en España entera, estaban llevando a cabo una revolución.
Los nacionalistas vascos eran ardientes defensores de la Iglesia y de la propiedad. Las juntas de
defensa que se constituyeron en todas las provincias vascas eran organismos de lucha contra la
insurrección militar y, al mismo tiempo, bastiones contra la revolución.
El hundimiento del Estado republicano en el país vasco no permitió la creación de un
poder revolucionario, sino de un Estado nuevo, específicamente vasco, de un Estado burgués
defensor de la propiedad y de la iglesia que a la vez que organizaba la defensa del país contra
los militares enemigos de las libertades vascas llevaba a cabo victoriosamente la lucha contra el
movimiento revolucionario interior.

A pesar de la repugnancia de los anarquistas a dividir lo que Santillán llamaba el “poder


revolucionario total”, la misma evolución se produjo en el campo de la justicia. Tribunales
revolucionarios de clase diferente aparecieron a principios de agosto: jueces, procuradores,
presidentes del Tribunal eran militantes designados por los partidos y los sindicatos. Sus
decisiones eran severas y el procedimiento sumario, pero los derechos de la defensa se

152
respetaban generalmente. También sabían absolver y constituían, en todo caso, a este respecto,
un franco progreso respecto de la práctica de los paseos.
En el marco de la guerra, la construcción de un nuevo ejército fue la tarea más urgente.
Las milicias nacieron por iniciativa de los partidos y de los sindicatos y, en sus orígenes, no
fueron sino estas organizaciones en armas. Santillán, que actuaba en nombre del Comité
Central, parece haber luchado en vano contra el espíritu de partido en las milicias y sus
consecuencias a menudo lamentables. En Madrid, cada organización tuvo sus propias tropas,
cuya única conexión era el gobierno que se contentaba con abastecerlas, como podía.
La masa de los milicianos ignoraba los rudimentos del manejo de las armas, y las reglas
más elementales de protección. Fue por falta de armas, cierto es, pero también por falta de
jefes por lo que se renunció a la movilización obrera.

El gobierno existía, sin embargo, y en primer lugar, ante el extranjero, para el cual se
esforzaba en encarnar la legalidad. En Madrid, algunos días después de la revolución, el
gobierno logró quitarle a las milicias el dominio de la calle y dárselo a su policía.
La situación era más difícil en el dominio de lo militar. El gobierno no tenía ejército. Un
puñado de oficiales republicanos organizaron una intendencia de las milicias, reclutando
oficiales, repartieron municiones: eran, al mismo tiempo, un embrión de Estado Mayor, al que
recurrieron cada vez más los jefes de columna. De esta manera, el Estado esperaba llegar a
constituir una fuerza armada y a afirmar con mayor audacia su autoridad.
Se había preservado una continuidad: el gobierno reconocía a los consejos y Comités
Revolucionarios porque no podía hacer otra cosa, pero no dejó de esforzarse por hacerlos
entrar, por lo menos nominalmente, en el marco que era el suyo, el del Estado republicano.

153
La dinámica de la crisis global
Giovanni Arrighi

La escala, el alcance y la sofisticación técnica de la expansión financiera actual son


mucho mayores que las de las anteriores. No son, sin embargo, sino la continuación de una
tendencia bien establecida de la longue durée del capitalismo histórico hacia la formación de
bloques cada vez más poderosos de organizaciones gubernamentales y empresariales, que
constituyen las agencias que lideran la acumulación de capital a escala mundial.
El advenimiento de la crisis del régimen estadounidense fue señalada en tres ámbitos
distintos: militarmente (Vietnam); financieramente (Bretón Woods); e ideológicamente (la
cruzada anticomunista).
La formación del mercado de eurodólares fue el resultado inesperado de la expansión
del régimen de acumulación estadounidense. Se conformó, en primer lugar, un “mercado de
depósitos de dólares” embrionario durante la década de 1950 como resultado directo de la
Guerra Fría. Pronto, sin embargo, los bancos londinenses se dieron cuenta de las ventajas que
se derivaban de colocar estos fondos según el modelo de lo que posteriormente se conocería
como eurodivisas, es decir, divisas “colocadas y utilizadas fuera del país en el que eran moneda
de curso legal”.
El conflicto emergió por primera vez en 1963, cuando la Administración Kennedy intentó
contrarrestar la presión que ejercían los pasivos estadounidenses frente a las instituciones
privadas y públicas extranjeras sobre las declinantes reservas de oro estadounidenses,
imponiendo restricciones a la concesión de préstamos y la realización de inversiones exteriores
por parte de las corporaciones estadounidenses. El intento de enfrentarse con el problema
efectuado por al Administración Kennedy se volvió contra ella. El mercado para la financiación
internacional en dólares se trasladó de New York a Europa.
Esta transnacionalización intensificada del capital estadounidense y no-estadounidense
se produjo en el contexto de una fuerte presión alcista sobre los precios de compra de las
materias primas; que se materializó en la primera crisis del petróleo.
La crisis-señal del régimen de acumulación estadounidense de finales de la década de
1960 y principios de 1970 se debió primordialmente, sin duda, a una sobreabundancia de
capital que deseaba ser invertido en mercancías.
El poder de compra inyectado en la economía-mundo a partir de 1968, en lugar de
provocar el crecimiento del comercio y la producción mundiales, como había sucedido durante la
década de 1950 generó una inflación de costes a escala mundial y una huída masiva de
capitales a los mercados monetarios extraterritoriales.
En Europa occidental, el gobierno estadounidense utilizó el Plan Marshall y la política de
rearme como instrumentos para integrar en un mercado único las economías domésticas
independientes de los Estados europeos. Europa occidental se convirtió rápidamente en el
terreno más fértil para la expansión transnacional de las corporaciones estadounidenses y esta
expansión consolidó, a su vez, una integración todavía mayor de Europa occidental en el
régimen de dominio y acumulación estadounidense.
La respuesta inmediata del gobierno estadounidense a este resurgimiento de las altas
finanzas privadas en la producción y regulación del dinero mundial fue reafirmar
vengativamente la posición central de Washington en la oferta de liquidez mundial. Dado que no

154
existía una alternativa viable al dólar como moneda fundamental de reserva y medio de
intercambio internacional, el abandono del patrón de cambio dólar-oro produjo el
establecimiento de un patrón dólar-puro. En lugar de disminuir, la importancia del dólar
americano como dinero mundial se incrementó. El sistema de tipos de cambio flotantes hacía
ocioso que los Estados unidos controlasen su déficit de la balanza de pagos, con independencia
de cual fuese su origen, ya que ahora era posible lanzar cantidades ilimitadas de dólares no
convertibles a la circulación internacional.
Los privilegios de acuñación de los Estados Unidos no fueron ilimitados como parecía a
mediados de la década de 1970. Durante unos cuantos años, sin embargo, estos privilegios
proporcionaron al gobierno y a las empresas estadounidenses ventajas competitivas
fundamentales en un momento de intensificación de la lucha intercapitalista por los mercados y
las fuentes de abastecimiento mundiales de materias primas.
En primer lugar, la ruptura del régimen de tipos de cambio fijos dio un nuevo impulso a
la expansión financiera, incrementando los riesgos y la incertidumbre de las actividades
comercial-industriales del capital corporativo.
Los gobiernos del tercer Mundo fueron afectados más gravemente que los restantes por
el nuevo régimen monetario. El valor de los ingresos procedentes de las exportaciones, de los
pagos en concepto de importaciones, de la renta nacional y de los ingresos públicos de los
países del tercer Mundo han fluctuado ampliamente en sintonía con las oscilaciones de las
modificaciones de los tipos de cambio entre el dólar estadounidense, otras divisas claves y sus
propias monedas nacionales. Pero la mayoría de estos países simplemente no controlaba los
recursos financieros que precisaba para protegerse contra estas fluctuaciones.
La primera crisis del petróleo de finales de 1973, que cuadruplicó el precio del crudo en
unos meses no produjo únicamente un excedente de 80 billones de “petrodólares”, que debían
ser reciclados por el sistema bancario, hipertrofiando de ese modo la importancia de los
mercados financieros, sino que también introdujo un factor novedoso que afectaba a la situación
de la balanza de pagos de los países consumidores y, finalmente, de los países productores.
La sustitución de los tipos de cambio fijos por los tipos de cambio flexibles significó no el
contenimiento, sino la aceleración de la tendencia de los gobiernos de los Estados capitalistas
más poderosos a perder el control sobre la producción y regulación del dinero mundial.
Anteriormente, todos los países, con la excepción de los Estados unidos, tenían que
mantener cierto equilibrio en su balanza de pagos. Con una liquidez susceptible,
aparentemente, de una expansión infinita, los países consideraron que la solvencia ya no
suponía ninguna restricción externa sobre el gasto exterior. En estas circunstancias, un déficit
en la balanza de pagos ya no proporcionaba, en sí mismo, una restricción automática a la
inflación doméstica. Los países que se hallasen en una situación deficitaria podían endeudarse
indefinidamente. Cada vez fue mayor el número de deudas “renegociadas” y un grupo de países
pobres se declaró totalmente insolvente.
Las finanzas no pueden alimentar una gran clase media, porque únicamente una
pequeña élite de cualquier población nacional puede compartir los beneficios de la Bolsa, de la
actividad bancaria mercantil y del asesoramiento financiero. La supremacía de las actividades
manufactureras, de transporte y comerciales, por el contrario, proporciona una mayor
prosperidad nacional gracias a la cual las personas ordinarias pueden organizar las actividades
productivas. Una vez que esta fase del desarrollo económico da paso a la siguiente, con sus

155
divisiones mucho más agudas de capital, cualificaciones y educación, las sociedades de grandes
clases medias pierden algo vital y único.
El endurecimiento de la política monetaria estadounidense se realizó conjuntamente con
otras cuatro medidas. En primer lugar, el gobierno estadounidense comenzó a competir
agresivamente por el capital mundial en busca de inversiones, elevando los tipos de interés muy
por encima de la tasa de inflación.
En segundo lugar, los incentivos pecuniarios concedidos al capital en busca de inversión
para centralizarlo de nuevo en los Estados unidos fueron suplementados y complementados por
una importante “desregulación”, que proporcionó a las corporaciones e instituciones financieras
estadounidenses y no-estadounidenses una libertad de acción en los Estados unidos
virtualmente sin restricción.
En tercer lugar, la Administración Reagan inició una de las más espectaculares
expansiones del adeudamiento público de la historia mundial.
En cuarto lugar, este incremento de la deuda nacional estadounidense se halló unido a
la intensificación de la Guerra Fría con la URSS, básica, aunque no exclusivamente, mediante la
Iniciativa de Defensa Estratégica.
Las corporaciones multinacionales hacen ineficaces muchos de los medios de
intervención tradicionales, la capacidad de imponer tributos, de restringir el crédito de planificar
la inversión, etc., dada su flexibilidad internacional. Surge un conflicto en un plano fundamental
entre la planificación nacional realizada por unidades políticas y la planificación internacional
llevada a cabo por las corporaciones.
La crisis del orden monetario mundial estadounidense del período postbélico se había
comportado desde un principio coherentemente respecto a la crisis de hegemonía mundial
estadounidense en las esferas militar e ideológicas. La crisis militar y la crisis de legitimidad del
poder mundial estadounidense era las dos caras de la misma moneda.
La inversión repentina de las relaciones de poder en el sistema-mundo a favor del tercer
y del Segundo mundo, el “Sur” y el “Este”, constituyó en sí misma una expectativa deprimente
para la burguesía occidental en general y para la de los Estados Unidos en particular.
El intento efectuado por el gobierno estadounidense para enfrentarse con la situación
recurriendo a la manipulación de los equilibrios de poder regionales, quizá fueron de ayuda en
ciertos aspectos, pero terminaron en el desastre allí donde resultaba crucial obtener éxito:
Medio Oriente.
Los efectos devastadores de las políticas monetarias restrictivas, los altos tipos de
interés reales y la desregulación estadounidenses pusieron inmediatamente de rodillas a los
Estados del Tercer Mundo. El endurecimiento de las políticas monetarias estadounidenses
recortó drásticamente la demanda de los suministros procedentes del Tercer Mundo.
Las atrofiadas estructuras del Estado soviético, empantanadas en su propio Vietnam y
desafiadas por la nueva escalada de la carrera de armamentos con los Estados Unidos,
comenzaron a resquebrajarse.
Así, mientras concluía la partida para el Tercer y el Segundo Mundo, la burguesía del
mundo occidental comenzaba a disfrutar una belle époque que recordaba en muchos aspectos a
la “época dorada” que la burguesía europea había vivido ochenta años antes. La similitud más
sorprendente entre las dos belles époques ha sido que sus beneficiarios han sido casi
totalmente incapaces de percibir que la repentina prosperidad sin precedentes que estaban

156
disfrutando no reposaba en la resolución de la crisis de acumulación, que había precedido a
estos buenos tiempos. Por el contrario, la recién hallada prosperidad se sustentaba en el
desplazamiento de la crisis de un conjunto de relaciones a otro. Que la crisis emergiera de
nuevo asumiendo formas todavía más perturbadoras era únicamente cuestión de tiempo.

157
Capítulo 23 - Clase y política laborista
Geoff Eley

Desde el decenio de 1980 hasta el último tercio del siglo XX, la centralidad de la clase
obrera fue un axioma del pensamiento socialista. La actuación colectiva de la clase obrera fue el
referente definidor de la interpretación sociopolítica izquierdista. La constante expansión
numérica de la clase obrera y su creciente explotación fueron la garantía a largo plazo del éxito
político del socialismo.
Antes de 1914, esto significaba un determinismo evolucionista, el marxismo automático
de la II Internacional. La coyuntura revolucionaria de 1917 trastornó dramáticamente este
inevitabilismo. Después de 1945, los partidos comunistas mantuvieron vivas las ideas de la
polarización de la sociedad y el empobrecimiento del proletariado.

A partir de la década de 1960, las rígidas premisas sobre la centralidad de la clase


obrera se pusieron en duda. En la mayor parte de Europa, el número de obreros empleados en
la manufactura siguió aumentando durante el decenio de 1950, pero a partir de entonces el
proletariado industrial desminuyó. La manufactura mostraba una pauta igualmente sombría.
Tuvieron lugar otras transformaciones. Los empleos agrarios descendieron en masa y en
1980 los campesinos ya se veían confinados a las periferias remotas de Europa. Al mismo
tiempo, hubo una expansión de los servicios. La pauta era universal, con variaciones. Cuanto
más avanzado el capitalismo, mayor el cambio estructural.
Esta transformación contemporánea tuvo implicaciones profundas. En primer lugar, las
economías capitalistas se desindustrializaron al decaer industrias “antiguas” y otras “más
nuevas” como la del automóvil huían. En segundo lugar, pese al crecimiento de la “alta
tecnología” os nuevos puestos de trabajo correspondió a tres sectores terciarios: alimentación y
restauración, sanidad y servicios empresariales y de información. En tercer lugar, este trabajo
nuevo quedaba fuera del alcance convencional del movimiento obrero y sus culturas e
instituciones.
Así pues, el desplazamiento del trabajo industrial especializado al trabajo no manual en
los servicios llevó aparejados otros cambios: preferencias por las mujeres en lugar de los
hombres, trabajo con dedicación parcial, desempleo creciente, disparidades extremas entre
regiones, nuevas industrias de alta tecnología basadas en los ordenares y el derrumbamiento
del antiguo núcleo manufacturero de la economía industrial.
Se hallaron en declive las capitales, con sus tradicionales mercados de masas, consumo
de lujo y manufacturas especializadas, asó como infraestructuras más amplias de construcción,
transportes y comunicaciones.

Para comprender las implicaciones políticas, es necesario que examinamos el lugar


cambiante de los sindicatos. Después de la derrota laborista en las elecciones de 1951, los
gobiernos conservadores siguieron una práctica de conciliación corporativista.
Las cosas cambiaron cuando la combatividad de los obreros creció demasiado para
poder controlarla. El número de huelgas se dobló con creces durante 1963-1970 cuando la
iniciativa pasó de las oficinas centrales de los sindicatos y sus cargas con dedicación plena a la
representación en los lugares de trabajo. Tal aumento representó un desafío para los sistemas

158
vigentes, que se basaban en líderes sindicales moderados pero con conciencia de clase y leales
al laborismo en industrias clásicas.
El Contrato Social proponía la moderación salarial en cuatro etapas, empezando por un
incremento uniforme que favorecía a los trabajadores que percibían salarios más bajos y volvía,
al llegar a la tercera etapa, a los porcentajes. La cuarta etapa fijó incrementos demasiados
bajos. Este “invierno del descontento” acabó con el gobierno y con los laboristas. Los
conservadores estarían en el poder durante los dieciocho años siguientes.
El Contrato Social requería un keynesianismo radicalizado por medio de controles de
precios, inversión pública, nacionalización, control del capital y reforzamiento del Estado de
Bienestar, con subvenciones para alimentos y transporte, expansión de la vivienda pública,
mejores servicios sociales y justicia social redistributiva, dando prioridad a los pensionistas y a
los trabajadores que percibieras salarios más bajos.
Una forma de neutralizar a los enlaces sindicales era recentralizar el poder sindical en la
oficina central, pero otra era absorberlos en la dirección y rodearlos de reglas. Las
negociaciones a nivel de compañía debilitaron tanto la fuerza de los sindicatos en toda la
industria, como el papel del enlace en la fábrica. Este modelo de negociaciones liberaba a las
grandes compañías del sistema nacional de relaciones laborales.
Pero requirió enfrentamientos feroces y una voluntad política decidida. Y así se hizo bajo
el gobierno derechista de Margaret Thatcher después de 1979. Con el poder que le daban el
mundo empresarial y la opinión de la clase media, Thatcher hizo la guerra a los sindicatos.
Allí donde el gobierno les era favorable y los valores públicos respaldaban el pleno
empleo, los sindicatos sobrevivieron, tanto si gobernaban los socialistas como los
conservadores. La política de una campaña antisindical era la explicación de la debilidad que
ahora aquejaba a Gran Bretaña.
Este etos “thatcherizado” demostró con qué facilidad el economicismo combativo
actuaba contra la izquierda, una vez hubo desaparecido el andamiaje corporativista del
ordenamiento de la posguerra. En contraste con este modelo nuevo, los acuerdos nacionales
cubrían a los menos especializados y peor pagados. Los argumentos a favor de los acuerdos
nacionales siempre había llevado aparejadas ideas colectivistas del interés general y el Contrato
Social fue un último intento en ese sentido

Los trabajadores mejor pagados se distinguían de los demás por los contratos
negociados con las compañías prescindiendo de las viejas reglas corporativistas. Al replegarse
los grandes sindicatos industriales en el sectorialismo, los sindicatos del sector público
asumieron su papel progresista. Éstos se desplazaron hacia la izquierda. Estos sindicatos
encabezaron al defensa del sector público: contra los ataques al gobierno local, los recortes de
la asistencia y la seguridad social, los cierres de hospitales y la privatización de los servicios.
Contra el sindicalismo empresarial, el activismo del sector público propugnaba un etos
de solidaridad obrera: organizar a la población activa, negociar colectivamente los salarios, las
prestaciones y las condiciones, asegurar las reglas y los derechos en el trabajo, y ejercer
presión para tener influencia. Pero vinculaba esta serie de medidas al bien público más amplio
que el Contrato Social no había conseguido expresar. Proporcionaban servicios al público en
general en lugar de producir artículos para el mercado. Esto cambió la repercusión de las

159
huelgas en la gente corriente de una forma que los sindicatos no podían permitirse el lujo de
descuidar.

La clase como categoría analítica y como condición organizadora de la vida social


probablemente se habían mantenido, pero su estructura y sus formas manifiestas habían
cambiado de manera profunda. Con las nuevas pautas de empleo, la geografía y el género de la
condición obrera cambiaron. También cambiaron las culturas de identificación.
La clase recibía sus significados de las circunstancias históricas en que se formaban sus
límites y capacidades. Así pues, en el año 2000 la socialdemocracia basada en la clase que
existió en 1945-1968 sencillamente no podía reavivarse. Una presencia obrera organizada en la
política llevaba aparejado algo más que la multiplicación de puestos asalariados dentro de una
estructura social. Había, por tanto, una dimensión política en la formación de clases bajo el
ordenamiento de la posguerra.
La socialdemocracia fue estigmatizada por su política de “cobrar impuestos y gastar”. Se
redujo e incluso se desmanteló el Estado del bienestar, con una retirada del universalismo, la
vuelta al individualismo y la caridad y el retorno de los servicios al mercado. Las nuevas
circunstancias no fueron uniformes en toda Europa.

Al empezar la década de 1970, la izquierda tenía un problema fundamental. Como


partidos que se basaban tradicionalmente en la clase obrera industrial, los socialistas y los
comunistas atraían a una población cada vez más reducida. Por otra parte, la “clase obrera”
estaba perdiendo su fuerza motriz. En este doble sentido la clase obrera entró en declive.
Algunas de las generalizaciones sobre las diferencias que complicaban u obstaculizaban
la “unidad” de la clase obrera en el presente eran evidentes. Existía una división entre
trabajadores manuales y no manuales. Las diferencias dentro de la propia clase trabajadora
manual aumentaron a partir del decenio de 1970. Los mercados de trabajo duales opusieron los
trabajadores especializados mejor pagados a la reserva de trabajadores eventuales y no
especializados. Esta naciente “sociedad de dos tercios, un tercio” estigmatizó a la minoría
empobrecida como “subclase”.
Estas diferencias se proyectaban en un tercer grupo, las que existían entre hombres y
mujeres. La edad era también un factor divisorio fundamental. Por último, la raza y la identidad
nacional afectaron gravemente a la solidaridad obreras. Las necesidades de mano de obra de
las economías occidentales en auge atrajeron inmigrantes; las tensiones crecían
constantemente. Los obreros también apoyaron iniciativas neofascistas.

La unidad de la clase obrera era siempre una proyección, la meta de política socialista,
en lugar de una cantidad dada determinada por la economía o la desigualdad social.
En 1960, los sociólogos y los críticos culturales ya señalaban la desaparición de la “clase
obrera tradicional”. Sin embargo, esta había sido una clase obrera muy específica que se
consolidó por medio de la industrialización de finales del siglo XX. Esta clase obrera “histórica”
nació sólo en parte de la industria per se y mucho más de su ubicación espacial en comunidades
especiales: pequeñas colonias de una sola industria alrededor de minas o fábricas, grandes
metrópolis como los puertos y las capitales, y sobre todo poblaciones medianas o distritos

160
urbanos delimitados. En el período de entreguerras, la conversión de la periferia en barrios
residenciales debilitó las comunidades donde se habían formado socialismos municipales.
Durante el deceno de 1980, el thatcherismo había logrado convertir al electorado
laborista en una desmoralizada minoría obrera. Así pues, el voto basado en la clase perdió
fuerza. Más allá de las relaciones entre el partido y los sindicatos estaba la percepción más
amplia del sindicalismo como arma de los débiles que movilizaba la fuerza organizada
colectivamente de los trabajadores como única defensa frente a la explotación, las
desigualdades sociales y el poder del capital.

Los pilares de la socialdemocracia -pleno empleo y economía keynesiana, Estado del


bienestar y expansión de los sectores públicos, corporativismo y sindicaros fuertes- se estaba
desmoronando y eran objeto de ataques.
El mundo ha cambiado de forma no sólo cuantitativamente, sino también cualitativa. El
nuevo orden social se caracterizaba por la diversidad, la diferenciación y la fragmentación, en
vez de por la homogeneidad, la estandarización y las economías y organizaciones de escala que
caracterizaban la moderna sociedad de masas. Tal como dijo Gramsci, lo viejo se estaba
muriendo, pero lo nuevo aún tenía que nacer.

161
Capítulo 24 - Nueva política, nuevos tiempos. Rehaciendo el socialismo y la
democracia
Geoff Eley

Durante el período de 1970-1990, las bases de los movimientos socialistas de tipo


clásico se disolvieron en Europa. Después de dominar la sociedad europea desde el decenio de
1880 hasta el de 1960, ahora este panorama iba desapareciendo lentamente. Las
infraestructuras gubernamentales de reforma socialista también fueron desmanteladas.
Una depresión económica mundial siguió a la crisis del petróleo de 1973-1974 y puso fin
al auge económico y sus promesas de prosperidad en continuo crecimiento. Para la Europa
occidental en términos generales, la elevada inflación, el creciente desempleo y el bajo
crecimiento se convirtieron en la nueva norma.
Se produjeron profundas rupturas con el pasado. Los sistemas políticos posteriores a
1945 habían traído beneficios fundamentales para la izquierda, dotando a la nueva influencia del
movimiento obrero organizado de convincentes significados democráticos. Los socialistas nunca
podrían vencer políticamente en solitario. Sus metas sólo podrían alcanzarse por medio de
coaliciones.

Para el movimiento comunista internacional, la invasión soviética de Checoslovaquia en


1968 fue un punto decisivo de separación, pues supuso la muerte del comunismo reformista en
la Europa del Este. E la Europa occidental, en cambio, la invasión soviética empujó a los
comunistas a formular una crítica antisoviética sin precedentes.
En 1974-1975 se derrumbaron las tres dictaduras del sur de Europa (Portugal, Grecia y
España). En cada uno de estos casos, los comunistas habían sido la única oposición sostenida y
esperaban que los agradecidos ciudadanos les recompensaran con sus votos. Los tres partidos
comunistas adoptaron estrategias de constitucionalismo y alianzas amplias. Los comunistas no
sólo pretendían demostrar sus credenciales democráticas y llegar a gobernar sino que los
peligros de golpes de Estado de signo derechista también parecían graves.
Mientras tanto, la democracia en Italia se hallaba peligrosamente cerca de
desmoronarse. En medio de estas tensiones y de las transiciones en Grecia, Portugal y España,
cuyo equilibrio era delicado, los comunistas pusieron de relieve las amenazas de la derecha.
Estas amenazas se hicieron realidad con el golpe militar de septiembre de 1973 contra el
gobierno de Salvador Allende en Chile. El PCI debía esforzarse por reactivar la coalición
fundadora de la democracia italiana buscando la colaboración no sólo de los socialistas, sino
también del tercer componente del “movimiento popular”, los católicos.
La política italiana estaba paralizada. Ni la izquierda ni la derecha podían establecer su
hegemonía. Tampoco podía la derecha gobernar por la fuerza, porque la capacidad de oposición
de la sociedad era demasiado fuerte. A pesar de la visible presión del secretario de Estado
norteamericano, Henry Kissinger, que recordó la intervención comunista de 1948, los
comunistas obtuvieron más votos que en ocasiones anteriores. Este fue el marco para el
eurocomunismo. La etiqueta la inventaron los liberales como toque a rebato para denunciar el
comunismo aparentemente reformado como simple cortina de humo que ocultaba la
sovietización progresiva de Europa.

162
El PCI salió de un punto muerto apoyando al gobierno de la DC desde la oposición y
negociando programas comunes. Si demostraba que sabía estar a la altura de las
circunstancias, el PCI dejaría sentado su derecho a gobernar. Se convirtió en “el partido de la
ley y el orden, el baluarte de la legalidad democrática, el escudo de la Constitución”. Al
realinearse tan decididamente con la DC, los comunistas dañaron sus vínculos con la izquierda
en general.
En 1977-78, propugnó una versión del Contrato Social que Jack Jones había formulado
en Gran Bretaña: moderación salarial más productividad a cambio de puestos de trabajo e
inversiones, vinculado todo ello a la capacitación política y la reforma social.
En 1979, el desempleo iba en aumento y el descontento cundía entre los trabajadores.
La DC indujo engañosamente al PCI a aceptar la responsabilidad y sofocó sus iniciativas con
habilidad consumada al tiempo que silenciaba su tradicional oposición. El PCI había perdido
ímpetu, después de reafirmar inicialmente el compromiso histórico, lo sustituyó por la
“alternativa democrática”, que representaba volver a cortejar al PSI.
El momento del eurocomunismo había pasado. Ya había empezado a retroceder después
de alcanzar su cenit en 1976. El PCE, durante la larga marcha de la oposición, dio prioridad a la
coaliciones más amplias, desde el Pacto de la Libertad en 1969 y el movimiento de la Asamblea
de Catalunya en 1971 a las diversas coaliciones que condujeron a las conversaciones finales de
1975-1977. Las credenciales democráticas del PCE eran intachables.
Sin embargo, la prudencia extrema de Carrillo comprometió al radicalismo que había
sostenido a los militantes del partido durante treinta y ocho años de oposición. Para conseguir la
legalización del PCE, Carrillo reconoció la monarquía, dio carpetazo a la Asamblea
Constituyente, aceptó la continuidad de la judicatura y de la administración civil y se
comprometió con un futuro contrato social. Fue el llamado Pacto de la Moncloa de octubre 1977,
un programa de austeridad acordado entre todos los partidos que compensó la moderación
salarial con promesas de reforma de la asistencia social y la creación de un impuesto sobre la
riqueza. Un PSOE reinventado, sin importancia bajo la dictadura pero financiado masivamente
ahora por la Internacional Socialista, suplantó a los comunistas. Al subir la estrella del PSOE,
cayó la del PCE. La moraleja que podía deducirse de este hecho era saludable: en condiciones
de democracia, la estrategia eurocomunista no cabía en un partido estalinista.
La izquierda francesa, encabezada por François Mitterrand por el nuevo PS, George
Marchais por el PCF y Robert Fabre por los radicales de izquierda, acordó el programa común en
julio de 1972. El pacto se derrumbó: los radicales de izquierda lanzaron un ataque contra los
comunistas, apoyados gustosamente por la derecha del PS.
Los partidos comunistas más fuerte de Occidente llegaron al borde del poder y
fracasaron. Oficialmente revolucionarios, estos partidos trataron de replantear su papel bajo el
capitalismo imaginando reformas estructurales que llevarían al socialismo.
En cambio, el eurocomunismo produjo algunos resultados duraderos. Sin la postura del
PCI con respecto a la Constitución o la lealtad del PCE a la transición negociada, los peligros de
signo derechista habrían sido mucho peores. En España, esta postura fue un puente que
permitió llegar a la Constitución democrática, aprobada por referéndum en diciembre de 1978.
El eurocomunismo introdujo la Europa meridional en el redil de la socialdemocracia.
Mientras que Escandinavia, los Países Bajos y la Europa de habla germánica compusieron un
“núcleo socialdemócrata” del norte y el centro de Europa desde 1900 hasta la década de 1960,

163
la Europa mediterránea, tenía un movimiento obrero diferente, al cual dieron forma el
anarcosindicalismo y luego, durante la guerra fría, partidos comunistas fuertes marginados por
los regímenes de derecha.
Las reformas italianas de 1968-1972 debieron tanto a los sindicatos como a la izquierda
parlamentaria. Pero los sindicatos también hicieron campañas de carácter progresista. Gustara
o no, se materializó una triangulación corporativista.
El eurocomunismo rechazó el modelo leninista del partido de cuadros. Si la disciplina
rigurosa había sido indispensable para el PCE durante el franquismo, esto cambió de repente
con la legalización y las elecciones.
Durante el eurocomunismo se hicieron llamamientos más amplios a un posible
electorado socialmente diverso, de los nuevos profesionales y los estratos no manuales a las
personas con educación universitaria y las mujeres, en particular sobre el eje generacional de
1968. Finalmente, el eurocomunismo abrió mayor espacio a la izquierda para la democracia
radical y sugirió una “tercera vía” entre la socialdemocracia de la Europa occidental y los
comunismos oficiales de la oriental. Esto era algo que ya había sucedido antes: en la Nueva
Izquierda de 1956-1958.

Alemania Occidental carecía de un partido comunista fuerte. El KPD se había marchitado


hasta quedar reducido a una huella del estalinismo de la Alemania oriental. El SPD reivindicó su
derecho a gobernar rechazando los radicalismos situados más a la izquierda.
La “cultura de insubordinación” del movimiento estudiantil, que “desafiaba casi todos los
dogmas de la sociedad occidental”, sin duda empujó a los alemanes occidentales a afrontar sus
hábitos autoritarios y suprimió los límites de lo que se podía pensar y decir.
En una coalición “socialista-liberal” con el pequeño Partido Demócrata Liberal (FDP), el
SPD volvió al poder como principal partido gobernante por primera vez desde 1930, a lo cual
siguió en 1972 el mayor apoyo que obtuvo en su historia. Las reformas resultantes, en especial
la normalización de las relaciones con la URSS, la Europa del Este y la RDA, hicieron que el
número de afiliados aumentara durante el período 1968-74. pero sobrevinieron la crisis del
petróleo y la sucesión de Brandt (gobernante por la SPD) por parte de un conservador adusto,
Helmut Schmidt. De 1972 a 1974 el SPD malgastó la oportunidad de sacar partido de las
energías de 1968. En lugar de “atreverse a más democracia”, según la frase evocadora de
Brandt, cerró las escotillas y reabrió la grieta que lo separaba de la izquierda.
Mientras las protestas celebraban la democracia de base por medio de un activismo
cívico sin paralelo, el gobierno replicó con autoritarismo, creándose así un abismo que
recordaba vivamente las batallas de 1968. El movimiento pacifista del decenio 1980 fue, con
mucho, el mayor movimiento social que jamás se había visto en Alemania Occidental y abarcó
una serie increíblemente amplia de grupos sociales.
En el “Otoño Alemán” de 1977, las tensiones alcanzaron un punto culminante. El
terrorismo ultraizquierdista y los ataques neomacartistas contra la izquierda ya se habían
enzarzado en una espiral de furia y miedo, lo cual avivaba aún más las acciones directas y
protestas de los ecologistas. La salud de la democracia quedó ligada retóricamente a un
aumento de concesiones a los poderes de la policía.
En menos de dos años, este grupo heterogéneo de ecologistas, veteranos del 68,
izquierdistas radicales y socialdemócratas desilusionados forjó una coalición que iba camino de

164
cambiar el panorama de la política alemana y la izquierda. Los Verdes no eran un partido de
tipo centralizado, sino un movimiento. La APO (Oposición Extraparlamentaria) había sido el
primero de los “nuevos movimientos sociales” en tal sentido. La vieja izquierda miraba con
recelo la política de los Verdes; en el SPD se alzaron voces de arrogante desdén.

“España” tenía un significado especial para la izquierda europea porque simbolizaba la


lucha contra el fascismo y la tragedia de esperanzas revolucionarias perdidas. La transición a la
democracia resultó prosaica. Se llevó a cabo con notable fluidez, controlada por el sucesor
nombrado por Franco, el Rey Juan Carlos. La democracia tomó forma parlamentaria. Las
votaciones, los acuerdos negociados y la ratificación jurídica -elecciones, el Pacto de la Moncloa
y la nueva Constitución- caracterizaron la normalización.
Para la izquierda, el retorno de la democracia supuso una decepción doble. En primer
lugar, los comunistas españoles (PCE) fracasaron al respaldar a Juan Carlos en la que
consideraban una “estrategia de responsabilidad” en vez de edificar desde las bases, los
comunistas malgastaron su capital político. En segundo lugar, la decepción se reprodujo en la
trayectoria del PSOE, el verdadero beneficiario de la Transición. El programa de 1976 prometía
la transformación socialista más allá de la “simple reforma del sistema”. Pero en 1980, esta
transformación ya había caído en el olvido. De presentarse como el partido socialista más
radical de Europa, el PSOE pasó a comportarse como el más tecnocrático, en una versión
espectacular de la traición socialista.
La metamorfosis del PSOE tuvo como telón de fondo la modernización de España. En los
últimos años de Franco, el país experimentó una transformación extraordinaria. España adquirió
una estructura social comparable con las de Italia y Francia. La industrialización tuvo dos
efectos clave. Desorganizó una cultura obrera “tradicional” formada por comunidades
residenciales y ocupacionales y la convirtió en una extensión urbana descontrolada y sin rasgos
distintivos. La represión también extirpó las tradiciones sindicales y políticas; impidió que el
nuevo movimiento obrero creciera hasta convertirse en una fuerza nacional. Los liberalizadores
del régimen crearon activamente un consenso pasivo, basado en el consumo individualizado.
El PSOE reapareció en España en medio de una extraordinaria agitación democrática.
Pero entró en el proceso político a través de negociaciones secretas en vez de integrándose en
las protestas populares. Una vez en el poder, el PSOE desmovilizó a la clase obrera. Desplegó
una economía neoliberal comparable a la del gobierno derechista británico de Thatcher.
La privatización, el apoyo al capital multinacional, el cierre de industrias y una fuerte
restricción monetaria, más la entrada de España en la CE, representaron una catástrofe de
desindustrialización para la clase obrera. La paciencia de los sindicatos se agotó. Felipe
González concedió un programa social que incluía la tanto tiempo reclamada reforma de las
pensiones, la expansión de la asistencia sanitaria y oportunidades de educación. Estos gestos en
honor de los compromisos socialdemócratas de 1976-1982 le valieron la reelección en 1989 y
de nuevo en 1993. pero el neoliberalismo siguió en vigor.

165
Capítulo 25 - Gorbachov, el fin del comunismo y las revoluciones de 1989
Geoff Eley

El estalinismo fue un desastre total para la izquierda. Como nombre genérico de la


rigidez característica de los partidos comunistas a partir de finales del decenio de 1920,
perjudicó enormemente su credibilidad. Fue necesaria una lucha larga y difícil para que los
comunistas occidentales pudieran salir de esta negra noche de la guerra fría y recuperar legados
democráticos de mediados de la década de 1940 y después. El eurocomunismo fue el empujón
decisivo en este sentido.
En la Europa del Este, el centralismo de tipo soviético tenía una fuerza mortal. Con la
guerra fría, Moscú reafirmó su control, acabó con los caminos nacionales al socialismo e impuso
una represión brutal a toda la región.
El sistema soviético era algo más que el gobierno personal de Stalin. El comunismo
soviético era un programa de industrialización forzosa basado en la propiedad estatal y el plan
administrado centralmente. Era una campaña acelerada desde arriba que se desencadenó sobre
una sociedad encerrada en el atraso. Pero como tosco esfuerzo en pos del desarrollo, su éxito
fue asombroso y entre el decenio de 1930 y el de 1950 despertó la admiración general.
Pero el sistema soviético entró en la posguerra con notorios defectos estructurales que
con el paso de los años empeoraron. La agricultura fue un fracaso. La burocracia económica era
una fuente constante de ineficacia generalizada.
La guerra civil había asfixiado la democracia soviética, y Lenin aprobó gran parte de lo
que facilitó la llegada del estalinismo. Pero fue Stalin quien en su discreto empeño en
monopolizar e poder aplastó de forma despiadada la promesa latente de la democracia. Stalin
creó la dictadura personal, la dotó del culto a la personalidad e instituyó el terror político. Esto
representó una ruptura profunda con los socialismos de antes de 1914, que al menos eran
democráticos. Stalin ambicionaba regular la totalidad de los pensamientos y vidas de la
ciudadanía soviética y esa ambición era completamente ajena a la II Internacional.

A pesar de la enorme crisis de 1968, los regímenes neoestalinistas de la Europa del Este
parecían seguros. La normalización checoslovaca siguió la pauta húngara y la resistencia cedió
ante la resignación abatida.
La estabilidad socialista se agrietó de forma dramática a causa de Polonia. Huelgas
masivas fueron la respuesta a los aumentos de precios de los alimentos, que se anunciaron sin
previo aviso, primero en 1970 y de nuevo en 1976. En ambas ocasiones, el Estado se echó
atrás ante la combatividad de la clase obrera.
La oposición polaca se distinguía por ser obrera. Del mismo modo que la huelga general
francesa de 1968, presupuso el levantamiento de los estudiantes y la crisis del gaullismo, las
acciones polacas fueron necesariamente un desafío dirigido al Partido-Estado. Gierek se abstuvo
de desencadenar la represión general y, en vez de ello, optó por la conciliación. Puso en marcha
la modernización industrial con créditos occidentales, que se financiarían por medio del deseado
crecimiento de las exportaciones. Un 1975 la deuda externa de Polonia era extrema.
Gierek ganó tiempo apaciguando las protestas. La denominación comunista se apoyaba
en su contrato social del mínimo social y el Estado del bienestar, vinculado a salarios altos,
alimentos baratos y reconocimiento social. El principal defensor de los derechos humanos en la

166
jerarquía, el cardenal Wojtyla de Cracovia, se convirtió en el papa Juan Pablo II, y su visita de
junio de 1979 a Polonia inspiró tanto la disensión pública como la organización social.
Una tercera insurgencia empezó en agosto de 1980, de nuevo tras una serie de
aumentos de precios, pero esta vez fue un movimiento nacional no violento. El gobierno se libró
de las primeras huelgas con dinero. Los obreros hicieron un inventario de reivindicaciones
políticas en el que la creación de sindicatos independientes ocupaba el primer lugar. Solidaridad
se fundó gracias a un huelga nacional. El enfrentamiento entre el Partido y Solidaridad era
constante. Esta última se debatía entre coexistir bajo el comunismo, lo cual requería renunciar a
las ambiciones políticas y el dinamismo de su propio crecimiento. Jaruzelski ofreció un pacto
corporativista como alternativa a la ley marcial. Peor aunque esto tal vez hubiera dado buenos
resultados antes, los acontecimientos habían llegado ahora a un punto que impedía la
conciliación.
En su primer congreso, en septiembre-octubre de 1981, Solidaridad abandonó su
postura sindicalista, pidió “una república autónoma” y atacó la “supremacía” del Partido
Comunista. Lo que hizo fue entrar en el terreno de la primavera de Praga y dejar atrás el país
del “socialismo que existe en realidad”.
Dados los tres pilares del sistema soviético -el poderío militar y el derecho de
intervención, la economía dirigida socialista y el gobierno único del Partido Comunista-, la ley
marcial era de prever.
Desde la perspectiva del futuro, la historia de Solidaridad tuvo una trascendencia
cuádruple: provocó la desaparición definitiva del Partido Comunista, deslegitimó fatalmente el
lenguaje del socialismo, presenció la ascensión de una democracia obrera singularmente
poderosa y organizada nacionalmente, y dio cuerpo a la utopía de una “sociedad civil”
organizada de forma independiente que de un modo u otro pudiera librarse de ser contaminada
por el Estado.
El invierno polaco confirmó la lección de la Primavera de Praga: la reforma nunca saldría
de los partidos comunistas gobernantes mientras perdurase el dominio soviético.

La URSS pisoteó la democracia y destruyó los tres movimientos reformistas más fuertes
de los países socialistas: la Revolución húngara (1956), la primavera de Praga (1968) y
Solidaridad (1980-81).
Todos esto cambió en 1985-86. Después de dieciocho años de conservadurismo
paralizante, Breznev murió en noviembre de 1982, lo sucedió Chernenko (1984) y en 1986
Mijail Gorbachov fue nombrado de inmediato su sucesor.
Fue el primer reformador auténtico desde Jruschov. Gobarchov recuperó tradiciones no
estalinistas de reforma identificadas con la NEP, Bujarin y gran parte de la era de Jruschov. A
medida que iba cobrando forma, el programa de Gorbachov recordaba la Primavera de Praga.
En el XXVII Congreso (1986) lanzó sus consignas definidoras: perestroika (reestructuración o
reforma radical) y glasnost (apertura).
Se necesitaba desesperadamente algo que sacudiera la economía y la sacase del
estancamiento. Chernobil (Abril 1986) sacó a la luz todos los problemas de ineficacia y
desinformación que la glasnost se proponía tratar.
Para que la reforma económica diera buenos resultados, había que liberalizar la esfera
pública. Se nombraron directores liberales para las publicaciones, se desmanteló la censura, se

167
liberaron las artes, se reexcavó la historia. Gorbachov tomó medidas audaces para poner fin a la
guerra fría, que se había vuelto a intensificar con el despliegue de misiles de crucero por parte
de la OTAN y la política exterior de Ronald Reagan. Para mitigar la presión sobre los
presupuestos nacionales, la URSS necesitaba descansar de la carrera de armamentos.
Gorbachov propuso una y otra vez una nueva détente.
Bajo Jruschov y Breznev, los soviéticos habían continuado apoyando a los movimientos
antiimperialistas en el Tercer Mundo. Gorbachov abandonó esta actitud. Por primera vez, el
XXVII Congreso del PCUS en 1986 no se comprometió con ningún movimiento de liberación
nacional y decretó que la ayuda al exterior consistiese en resistencia social en lugar de armas.
En 1987 los europeos occidentales estaban convencidos de que el compromiso de Gorbachov
con la paz y la democracia era sincero y en 1990, Gorbachov recibió el Premio Nobel de la Paz.
En 1988-89, le reconfiguración de la política de Europa del Este ya había empezado, con
Hungría y Polonia a la cabeza. Y una vez mencionada la democracia para la Europa del Este, se
propuso también para las repúblicas soviéticas.
En el verano de 1987, el aniversario del Pacto Nazi-Soviético de 1939, que llevó a la
ocupación de Lituania, Letonia y Estonia por los soviéticos en agosto de 1940, fue recibido con
protestas. En el verano de 1989, los partidos comunistas bálticos se separaron del PCUS. En
Bielorrusia, Moldavia y Ucrania surgieron movimientos parecidos que en el Cáucaso se volvieron
violentos. En febrero de 1988 estalló la guerra entre Armenia y Azerbaiján. En febrero de 1989
hubo grandes concentraciones independentistas en Georgia. En abril, tropas soviéticas atacaron
una concentración nacionalista en Tbilisi.
Gorbachov albergaba la esperanza de que reclutando líderes nuevos empujaría al PCUS
hacia una versión soviética de la primavera de Praga al tiempo que inspiraba confianza en el
pueblo. Con tantos estímulos, resultó inevitable un nuevo pluralismo. Mientras Gorbachov
trataba de encauzar sus energías, la sociedad civil estaba buscando sus propias formas.
En 1989, el ímpetu favorable al cambio quedó fuera de su alcance: el poder se alejó del
partido y su líder llegó a la calle, a las repúblicas nacionales y a las salas de reunión de las
organizaciones políticas y sociales independientes. El ideal de reforma controlada que
propugnaba Gorbachov se desvaneció en una nueva polarización. La Unión se estaba
desintegrando. Sin el poder unificador del Partido Comunista, sus poderes sólo podían disminuir.
Gorbachov había llegado tan lejos como podía llegar sin deshacerse del Partido. Había renegado
de la verdad absoluta del marxismo. Trasladó estratégicamente la autoridad del partido al
Estado. Pero no podía hacer nada más sin abandonar el partido per se. Los demócratas se
habían vuelto anticomunistas.
Los vencedores no fueron Gorbachov ni su proyecto de perestroika -una URSS
democratizada y un Partido Comunista revitalizado, reinventado como partido socialdemócrata
comprometido con el socialismo de mercado-, sino Yeltsin y la República Rusa.

Las revoluciones mostraron una pauta común: sustitución de los gobiernos comunistas
de partido único y las economías dirigidas por democracias de múltiples partidos y capitalismos
de mercado basados en la propiedad privada y el imperio de la ley.
En Polonia se llegó a un acuerdo para celebrar elecciones libres. Rechazó una coalición
de unidad nacional y formó su propio gobierno. Así terminó dominación comunista en ese país.

168
Desde febrero de 1989, el Partido Comunista húngaro estaba de acuerdo con una
democracia multipartidista y en junio los reformadores ya dominaban el partido.
Para entonces, sin embargo, la atención internacional se estaba volviendo hacia
Alemania Occidental. En julio, las embajadas germano occidentales en Budapest, Varsovia y
Praga estaban abarrotadas de ciudadanos de la RDA que se habían refugiado en ellas. El éxodo
húngaro se convirtió en una inundación. Era visible, desbordante y cargada de ira, y se produjo
en el peor momento posible.
En octubre de 1989, la Europa del Este se encontraba al borde de la revolución. El
nuevo internacionalismo de Gorbachov no sólo había enterrado la Doctrina Breznev; aún no
estaba claro hasta dónde llegaría.
El 4 de noviembre, en Berlín Oriental, un millón de personas se concentró a favor de la
democracia, la libertad de expresión, los derechos humanos, un cambio de gobierno y la
renovación socialista. Mientras Krenz remodelaba desesperadamente su gobierno, el aparato
local del partido se derrumbó. El 9 de noviembre, en circunstancias confusas, cayó el muro de
Berlín.
Estos acontecimientos fueron revolucionarios: las protestas populares se intensificaron
hasta convertirse en un desafío al gobierno. Noviembre de 1989 sacó el proceso político de las
salas de reuniones de los comités a las calles. En noviembre-diciembre 1989, una reacción
revolucionaria en cadena introdujo la democracia en la Europa del Este.
El 10 de noviembre Bulgaria, el 23 de noviembre Checoslovaquia, el 22 de diciembre
Rumania. En Eslovenia, la Liga Comunista Eslovena había fomentado partidos independientes.
En diciembre anunció que se celebrarían elecciones democráticas en abril de 1990. La LCE se
opuso al rumbo etnocentrista extremo de los comunistas serbios bajo Slobodan Milosevic.

Fueron revoluciones democráticas en sentido riguroso. Las exigencias principales se


repitieron: elecciones libres, gobierno parlamentario, libertades civiles, competencia
multipartidista.
Las revoluciones de 1989 conllevaron una auténtica transformación estructural. Se
redactaron nuevas constituciones; se reconstruyeron los panoramas institucionales; y se
instauró el imperio de la ley.
En la Europa moderna, tres coyunturas anteriores trajeron grandes incrementos de la
democracia: la década de 186., 1917-1923, y 1944-1949. En otras épocas hubo enormes
movilizaciones populares, pero sin resultados comparables: en 1858 y 1968 las esperanzas
democráticas fueron derrotadas. Otro momento constituyente transnacional fue 1989.
El espacio organizativo común a las revoluciones fue el “foro”: un frente amplio e
informal, improvisado a toda prisa, integrado principalmente por intelectuales. Las mesas
redondas obtuvieron un éxito notable como vehículos de transición inmediata.
Las primeras elecciones después del comunismo fueron referéndums apasionantes sobre
la democracia y rompieron claramente con el pasado. El foro albergaba la esperanza más amplia
de trasladar la base de la política a un renacimiento ético y derrotar las “mentiras” del
totalitarismo con la “verdad” de la sociedad civil, pero esta esperanza se vio defraudada.

169
Los gobiernos poscomunistas compartían una creencia neoliberal en la mercadización.
La economía política era el punto de partida del pensamiento socialista. Separar la política de la
economía y reconocer que la buena economía y el interés democrático podían chocar era difícil.
Un caso especial de “big bang” fue la antigua RDA, donde la unificación de Alemania
desmanteló por completo la antigua economía administrada por el Estado. Se hizo por medio del
Treuhandanstalt, que se creó para que dirigiera la privatización de las empresas germano
orientales.
Por lo demás, los dos casos de “terapia de choque” fueron Polonia y Checoslovaquia. Un
pacto llevó al gobierno, los patronos y los sindicatos a la mesa de negociaciones y bajo un
nuevo gobierno de izquierdas, comisiones tripartitas empezaron a reducir la velocidad de la
transición. En Checoslovaquia, la economía fue reestructurada brutalmente. La transición checa
al capitalismo supuso un auge económico. Pero los resultados sociales también fueron funestos,
y el ímpetu no duró.
En medio de la euforia por haberse librado del estalinismo, este triunfalismo neoliberal
arrolló los ideales de la democracia. El FMI y la UE dictaron la forma de transición: desmantelar
el Estado del bienestar, liquidar el sector público, desregular la economía. Fue menos una
transición a la democracia cuanto un brutal sometimiento de la región al sistema capitalista
mundial.
A mediados del decenio de 1990, muchos ciudadanos de las nuevas democracias ya
expresaban un mayor escepticismo sobre los beneficios materiales de la mercadización y sus
efectos redentores.
Si el “socialismo real” estableció algo perdurable en las culturas políticas de la Europa
del Este, ese algo fue un complejo de poderosas expectativas populares sobre las
responsabilidades del Estado para con la sociedad. Ingresos básicos garantizados, acceso libre e
iguala la educación, servicios baratos y accesibles, protección del empleo, la fuerza del Estado
del bienestar: planteamientos que definían el espacio político donde las izquierdas
poscomunistas podían crecer.

170
La globalización y sus efectos en las naciones del sur
Hugo Fazio Vengoa

Una de las mayores dificultades que enfrentan los analistas internacionales en la


actualidad consiste en encontrar un mapa conceptual que permita interpretar y entender el
voraginoso presente. Podemos determinar dos corrientes interpretativas. La primera,
íntimamente asociada con la lógica del poder internacional. La noción “nuevo orden mundial”,
en el cual las antiguas potencias competidoras por la supremacía junto a los demás grandes
Estados actuarían en un marco de colaboración para solucionar los problemas más candentes de
la nueva configuración planetaria.
La segunda lectura, inspirada en una nueva visión más totalizadora, constituyó, en la
época de la Guerra Fría, una mirada que centraba su atención precisamente en los nuevos
elementos que habían aparecido en la vida internacional y sobre todo en aquéllos que estaban
erosionando el poder de las grandes potencias. Para estas perspectivas analíticas, el derrumbe
del sistema socialista fue un acontecimiento importante en la medida en que posibilitó la
universalización de tendencias que se encontraban reprimidas por la lógica bipolar del poder. Ha
puesto su atención en las tendencias que están dando origen a la conformación de un nuevo
sistema mundial.
La caída del Muro de Berlín significó, en efecto, el fin de la bipolaridad y de la
supremacía de los vectores políticos y militares como elementos ordenadores de la vida
internacional. La desintegración del campo socialista se tradujo en la eliminación del último gran
obstáculo que existía para la universalización de un modelo de acumulación que desde la década
de los años setenta se encontraba en ciernes: el capitalismo transnacional.

En los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el mayor


dinamismo que estaban comenzando a tener los procesos de índole internacional, los cuales
cumplían una función agregadota de las disímiles economías nacionales. Esta
internacionalización encontró su máxima expresión en la revolución tecnológica. La
mundialización, sin embargo, no pudo transformar totalmente el espacio mundial porque
chocaba con cuatro procesos que mantenían el perfil de la anterior configuración.
Los Estados seguían siendo la articulación principal de la vida internacional. La tarea de
reconstruir las economías llevó a que se fortaleciera el capitalismo dentro de una modalidad
“nacional”. Ello fue sin duda un significativo obstáculo para los nuevos procesos de
transnacionalización.
La universalización de esta modalidad capitalista enfrentaba un serio obstáculo, debido a
que coexistía con otros dos modelos de desarrollo: las estrategias desarrollistas entre las
naciones del tercer Mundo y el modelo soviético en los países del Este. Concebían el desarrollo a
través de una parcial desvinculación de sus economías respecto de la economía mundial.
Durante las dos primeras décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial se
crearon unas situaciones que estimularon la consolidación de factores y procesos
internacionales pero que, debido a la dinámica política generada por la competición Este-Oeste,
no pudieron trascender la lógica interestatal de funcionamiento de las relaciones
internacionales.

171
Hacia mediados de la década de los años setenta se produjo un paulatino deslizamiento
del poder internacional hacia los procesos y factores transnacionales. Los tres modelos de
desarrollo ingresaron en una fase de crisis, a lo que sólo el capitalismo industrializado de los
países desarrollados pudo encontrar una salida mediante la sustitución del anterior modelo por
un proceso de acumulación flexible.
Los orígenes de la crisis del sistema soviético se remontan a finales de la década de los
años sesenta, cuando en los países occidentales se dio inicio a la tercera Revolución Industrial.
Sin embargo, por razones estructurales no pudieron dar el salto de un desarrollo extensivo a
uno intensivo.
Una situación similar se presentó en muchos de los países del Tercer Mundo. El
agotamiento golpeó por igual a las diferentes estrategias de desarrollo, ya fuera la estrategia
autárquica o la promoción de exportación de productos tradicionales. A pesar de sus logros
iniciales, las políticas desarrollistas no pudieron romper el círculo vicioso de la dependencia. Su
inserción en los flujos planetarios se limitó casi exclusivamente a la exportación de materias
primas y artículos con escaso grado de elaboración. Este modelo de desarrollo no pudo romper
con los marcos de la antigua división del internacional del trabajo.
La crisis de la deuda externa estimuló la transformación: las políticas de ajuste
patrocinadas por el FMI y el Banco Mundial propiciaron el establecimiento de un nuevo patrón
de acumulación y crecimiento. Se puso en boga una nueva vertiente de la doctrina de la
modernización: el neoliberalismo. Contenía un recetario que debía estimular el crecimiento y el
desarrollo entre las naciones atrasadas.
Mientras antes se argumentaba la necesidad de crear un poderoso Estado que
equilibrara el peso de los sectores público y privado, en la década de los años ochenta se ha
respaldado básicamente el desarrollo del sector privado, el mercado y las estrategias de
desregulación de la economía.
Este programa constó de tres etapas. En la primera se propugnaba la introducción de
políticas de estabilización monetaria, encaminadas a controlar el flagelo de la inflación por
medio básicamente de una drástica reducción del déficit fiscal. Después vinieron los programas
de ajuste estructural, orientados a poner en funcionamiento la economía de mercado a través
de la eliminación de las distorsiones a los precios y al mercado, la reducción del papel del
Estado en la economía y la flexibilización laboral. Por último, se dio inicio a una tercera etapa
caracterizada por el estímulo al crecimiento de las exportaciones. La crisis de los modelos de
desarrollo se presentó también entre las naciones altamente industrializadas.
A diferencia de los casos anteriores, la crisis del fordismo pudo ser superada al
encontrarse un sustituto en el capitalismo transnacional o “liberal productivista”. Se inició así
una nueva fase de acumulación flexible. La anterior inclinación de las empresas a producir para
un mercado interno se sustituyó por la producción para los mercados mundiales: la
internacionalización. De esa manera se convirtió en un requisito para la sobrevivencia de las
empresas y para mantener la competitividad de las economías nacionales.
Algunos de los puntos derivados del acuerdo de Breton Woods fueron reemplazados por
un sistema de tasas de cambio flotantes. Con ello, el capital productivo se volatilizó en dinero y
se orientó hacia inversiones de racionalización, por oposición a las inversiones destinadas a
aumentar la capacidad productiva.

172
La economía mundial dejó de ser el resultado de la suma de economías nacionales que
funcionaban de acuerdo con sus propias leyes. Estas economías nacionales empezaron a
convertirse en partes integrantes de un único sistema mundial
El sistema monetario no fue ajeno a estos procesos: se flexibilizó, se concentró en las
actividades a corto plazo. Los Estados no tan sólo perdieron el control sobre el capital, sino que
se vieron obligados a empezar a competir por atraerlos y conservarlos.

173
Texto de la resolución propuesta por Bush al Congreso de los EEUU para
autorizar el ataque militar contra Iraq
The Washington Post, 21 de septiembre de 2002.

Considerando que el actual régimen iraquí ha demostrado su capacidad y voluntad de


usar armas de destrucción masiva contra otras naciones y sus pueblos;
Considerando la capacidad demostrada de Iraq así como su intención de usar armas de
destrucción masiva, se combina para justificar el uso de la fuerza por EEUU con el fin de
defenderse a si mismo;
Para que Iraq deje de amenazar a sus vecinos o a las operaciones de Naciones Unidas
en ese país;
"La represión iraquí de su población civil viola la resolución 688 del CS de NNUU" y
"constituye una amenaza continua a la paz, la seguridad y la estabilidad de la región del Golfo
Pérsico", y que el Congreso "apoya el uso de todos los medios para conseguir las metas de la
resolución 688";
El presidente queda autorizado para usar todos los medios que él determine apropiados,
incluida la fuerza, con el fin de hacer cumplir las resoluciones del CS de NNUU arriba referidas,
para defender los intereses de la seguridad de EEUU contra la amenaza que representa Iraq, y
restaurar la paz internacional y la seguridad en la región.

174
Campo minado. Una reflexión sobre los Balcanes
Paloma García Picazo

Por esos eufemismos aparentemente inexplicables -y que luego resulta que sí lo son-
ahora no se habla de "guerra", sino de "conflicto", no ya sólo en referencia a los Balcanes sino a
cualquier otro lugar del mundo. Parece ser que las indemnizaciones virtualmente percibibles por
los afectados y que deben pagar las compañías de seguros tienen bastante que ver con ello.
Una catástrofe climática en los Balcanes, tal vez debida a las devastaciones. La guerra
ha trastocado el clima. La agricultura es imposible, a causa de los campos sembrados de minas.
En los Balcanes la gente sigue desmoralizada y como perdida. Quedan, para sobrevi-
vir, los negocios sucios, el trapicheo, el vagar de aquí para allá sin un eje, ni vital, ni político, ni
económico, ni cultural. Queda, sobre todo, el aturullamiento de un consumo frágil y como sujeto
con alfileres, de bienes "occidentales" triviales, que representan una ilusión momentánea de
normalidad. Esto es algo que además constituye un rasgo esencial de la "cultura de la pobreza",
caracterizada por un consumo insensato de bienes que parecen suntuarios -en un contexto de
depauperación absoluta- y que constituyen el único símbolo de prestigio y felicidad en un
mundo ya inhumano.
El siglo XIX fue un siglo de búsqueda desesperada de identidades nacionales por
grupos humanos constituidos románticamente como naciones y étnicamente como pueblos
genuinos, provistos de culturas milenarias, valiosas lenguas vernáculas, costumbres y usos que
no por ancestrales dejaban de ser los idóneos en muchos casos. Parte de la desgracia de los
Balcanes, el hecho de su reparto entre imperios que ejercieron sobre ellos el dominio más
abyecto, el de la sumisión, la explotación y la negación de la realidad sustantiva de sus pueblos
y naciones.
Bien es verdad que el derecho de autodeterminación tiene límites y es, sobre todo,
hijo de su tiempo, pensado para los pueblos sometidos a dominación colonial en África o en
Asia. Uno de los problemas que presenta el derecho de autodeterminación es que se confunde,
en términos generales, con la secesión, que puede ser uno de sus efectos, pero no el necesario
o inevitable. En un proceso de autodeterminación puede muy bien suceder que un territorio y
un pueblo expresen la voluntad de integrarse en un Estado, no la de separarse de él.
"¿Por qué derecho de autodeterminación para los alemanes reunificados y para los
checos y eslovacos a punto de desunirse y no para los demás?"
La autodeterminación es, en sentido primario y decisivo, un derecho fundamental del
individuo. Una suma de individuos autodeterminados -libres y, en consecuencia, responsables
de sus actos, que les pueden ser imputados, nunca se olvide- da como resultado una sociedad
autodeterminada, que será esencialmente libre.
La conversión al islam, a lo largo de varios siglos, de algunos eslavos sometidos por el
Imperio otomano y que, en razón de la misma, podían acceder a una vida civil y política plena.
Para la totalidad de los eslavos cristianos los bosnios musulmanes descienden de apóstatas y
traidores,
El mal no reside en la autodeterminación, sino en la configuración de un Estado que
practica la segregación nacional y étnica, además de religiosa y lingüística.

175
El sufrimiento de los albaneses kosovares justificaba la intervención "occidental", la
convertía en una "guerra justa"; la guerra se ofrece, a los ojos cegados de la mayoría, como un
mal necesario. Ésta es siempre el problema, nunca la solución.
Todas las guerras lo son, pero las más fratricidas de todas son las guerras entre
pueblos hermanos. Y los pueblos eslavos, aun sin una conciencia clara de formar un universo
propio, son hermanos por razones que trascienden a la semántica, a la lingüística, a la filología,
al nacionalismo, al imperialismo. Lo son, principalmente, a causa de su hermandad espiritual,
derivada de la fuerza escatológica de una religiosidad mal conocida en Occidente y que puede
ser el cauce de una renovación de la conciencia moral arrasada por la guerra. En esta
religiosidad laten valores esenciales como son el amor, divino-humano y humano-divino,
engarzado en un círculo de profundísima sensibilidad que abre la vía de la salvación; la libertad
creadora, que impulsa a superar la opacidad cotidiana con visiones de un mundo nuevo; la
transfiguración de la cultura, convertida en experiencia mística que totaliza la comprensión del
mundo; la vivencia trascendental del tiempo, elevada a categoría superadora de las
contingencias históricas.
El universo ortodoxo se ha visto acosado, a lo largo de los siglos, por peligros externos
-islam, catolicismo romano- frente a los que ha adoptado una actitud de cierre, de repliegue
comunitario sobre sí mismo. Desde esta posición, en la mayoría de los casos, los patriarcas
-sometidos a una estricta jerarquía o taxis- han actuado como etnarcas, imbuidos además a
menudo de un sentimiento mesiánico respecto de su misión histórica.
Lo que propongo es la búsqueda consciente, deliberada, precisa, de símbolos comunes
que, por la vía de la elevación, hagan posible hilar un nuevo tejido social y cultural que una lo
desunido y restaure lo destruido. Y que, sobre todo, establezca cimientos sólidos sobre los que
construir el futuro.

176

También podría gustarte