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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO
ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL
AÑO 2 NRO 21 - NOVIEMBRE 2017
ISSN
2591-3123
Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder

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INDICE

OMEGA KARINA RODRIGUEZ 8


ORIENTE MEDIO RUGE RATCLIFFE 11
BAJO UN CIELO ESTRELLADO MARTHA ALICIA LOMBARDELLI 15
MOHÁN JAVIER ALEXANDER ECHEVERRI AGUDELO 18
ARAÑAS CHRISTIAN GÓMEZ 24
EJÉRCITO ROJO XIMENA R.MOLINARI 30
MANUSCRITO ENCONTRADO EN LA PAMPA MANUEL ÁNGEL CAMPOS 34
LAS TRANSFORMACIONES DE FRANZ KAFKA JOSÉ L.VELARDE 38
MARINA,¿NO? MARIAN PEYRÓ 42
SILENCIO DE PIEDRA BLANCA JUAN SALVADOR PIÑERO RUIZ 45
LOS ROSTROS DE ALICE NATALIA ARCIERI 48
ESCONDIDO BAJO EL SUELO YRINA KOSOHOVSKI 52
MEFISTO EL JUGUETERO ARMANDO CERVANTES ESQUIVEL 54
LA DANZA DE LAS PALOMAS ANA MARÍA MANCEDA 57
MÍSTICA LUNA LLENA DANIEL CARVAJAL CAMACHO 60
UN DÍA DEL VERANO DE 1959 RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 64
HASTA SIEMPRE, BABY OSWALDO JOSÉ CASTRO ALFARO 68
LA PESADILLA DE TURING LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 72
REENCUENTRO ROLANDO JOSÉ DI LORENZO 81
EL ABANDONO DEL PANADERO JOSÉ J. GARCÍA GONZÁLEZ 83
SÍNDROME DE SIMPATÍA CARLOS MARÍA FEDERICI 86
INDULTO VERÓNICA EDITH GONZÁLEZ CANTÚ 95
ENCUENTRO YOLANDA SA 99
AMANTE DE AUSENCIAS LEON SALCOVSKY 104
LAS INDESEABLES MARIPOSAS DE LA NOCHE INÉS LUQUE ARAVENA
106
EL FOTÓGRAFO SONIA CABRERA 111
LA TÍA MECHA ANA MARÍA CAILLET BOIS 113
ENFOQUE IGNACIO BRAVO VERA PINTO 115
UNA MENTIRA PIADOSA JOSÉ LUIS QUINTO TAIPE 117
UNA ANÉCDOTA CON LA POLICÍA DIEGO CANO 120
SALA 4 ZACARÍAS ZURITA SEPÚLVEDA 124
EL HOMBRE DEL PELO LACIO ÁNGEL M.SANTAMARÍA ORTIZ 126
MEJOR DEJEMOS QUE SALGA LA LUNA MARIO MEMBREÑO CEDILLO
128
SOBRE LA BIBLIOTECA UNIVERSAL QUE ESTÁ EN BENÍTEZ
ÁLVARO MORALES 132

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EN EL PUESTO DE LA VENTANA SEBASTIAN CLARK 136
NÁYADES EN LAS TERMAS ALBERT GAMUNDI SR. 140
UN RELATO DIFERENTE CARLOS E. SALDIVAR ROSAS 146

HALLOWEEN DE CUENTO
FESTINES NOCTURNOS MATEO BRAVO MIR 152
SUSURROS MATEO BRAVO MIR 152
LECTURA DE RIESGO JUAN PABLO GOÑI CAPURRO 152
MADRE EDUARDO CRUZ ACILLONA 153
VENGANZA CLARA GONOROWSKY 153
EL EXTRAÑO JUAN SALVADOR PIÑERO RUIZ 153
¿DULCE O TRAVESURA? RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA154
LA TRAMPA DEL DUENDE ALBERT GAMUNDI SR 154
MAURO FONTANA ROGER LUIS CHICO CABARCAS 154
LA CUCHARA ÁLVARO MORALES 155
EL ASESINATO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES ANDRÉS GALINDO
155
DESTINO GIANCARLO UBILLUS 155
SEXTO SENTIDO LLUÍS TALAVERA 156
EL DÍA DE MI MUERTE STEPHANIE PUGLIESE H 156
POSESIÓN STEPHANIE PUGLIESE H 156
ENEMIGO SANGUINARIO ALICIA GAIONE 157
COCINA GERARD KING 157
CATALEPSIA L.E. VELÁZQUEZ 157
LA ESPERANZA NUNCA MUERE DAMARIS GASSON PACHECO 158
CLOROFILIA RIGARDO MÁRQUEZ LUIS 158
EN UN SINVIVIR MARIAN PEYRÓ 158
AMOR ANA MARÍA CAILLET BOIS 159
SALUDOS POR HALLOWEEN ISABEL FUERTES VILA 159
CON CAFEÍNA, POR FAVOR XIMENA R. MOLINARI 159
ERROR EN UN ENTIERRO CARLOS F.MARTÍNEZ QUERO 160
CONQUISTA JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE 160
AZAR RENATE MÖRDER 161
ÉL ESPERA FEDE MARONGIU 161
MEMORIAS DE UN CREADOR DE CÓMICS CARLOS E.SALDIVAR ROSAS

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UN ARTE ESPANTOSO CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 162
UN CAMBIO...¿FICCIONAL? CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 162
DIABÓLICO INSTANTE CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 162
TERRORES NOCTURNOS ÁNGEL MANUEL SANTAMARÍA ORTIZ 163

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E
s de día y ayer la casa ardió como en un sueño, estallaron los vidrios, todos a
la vez. Cuando me escondí en el sótano, el cielorraso perecía bajo las llamas.
La madera de los techos fue devorada. No sé cómo empezó el fuego.
Escuché los aviones y después las bombas.

Él no volvió, pasaron muchas horas y no volvió. Me aseguró que volvería, me lo


juró; tenía todo pensado, como siempre. Porque siempre fue un estratega, un
anticipador. Usted y yo podríamos ver una de esas series en la televisión, esas en las que
el mundo tiene los días contados, por el simple goce del entretenimiento. Sin tomarnos
nada en serio, digo. Pero él no. Él es de esos hombres que, mientras tanto, piensan. Que
se lo imaginan todo ¡como si estuvieran ahí!

Dijo que estaba preparado para esto, dijo que nada podría con nosotros, que
resistiríamos usando algunas de las maniobras típicas de la supervivencia, que nada
podría fallar. Pero no fue así, él no está, no volvió. No resistimos ni un día.

Lo vi bajar las escaleras, rápido y ágil. Y seguí escuchando a los otros, a los que
estaban conmigo. Pero empezaron a cambiar enseguida, algo en el aire, no sé. Yo no
cambié. No sé cómo surgieron todas esas bocas como cuevas, profundas y negras,
abiertas y podridas, intentando morder. Empezaron a morderse ¡Se mordían entre ellos!
Se arrancaban pedazos, unos contra los otros, como en la televisión; como perros
salvajes se empujaban, se pisaban, gemían y después, después el aullido grotesco de los
muertos. Cuando me quise acordar no quedaba nadie en pie.

Ahora dejé el sótano y camino entre ellos, el suelo está sembrado de cadáveres,
repugnantes, podridos. Una masa compacta de gente aplastada, como si hubieran
estado en la tumba durante meses. Algo en el aire acelera la descomposición. Muertos
de verdad, no hay metáfora. Nada se mueve, nada gime. Ni siquiera una señal de la vida
anterior, nada.

Llegué a creer que estábamos a salvo. Me lo repetí muchas veces, justo cuando él
se fue, justo cuando empezó lo de arriba. Todo empezó con Pedro. Lo vi llegar
caminando. La gente a mi alrededor estaba alborotada y tensa y, aunque toda la
situación era un caos, estaban bien. Sacaban conclusiones, hablaban a los gritos: cuando
en la escuela algunos cayeron al suelo y empezaron las convulsiones corrimos, es cierto.
Porque los caídos empezaban a cambiar, mordían.

Los que estábamos sanos corrimos, rompimos la puerta principal y entramos

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juntos en la casa vacía de Don Vásquez; el lugar estaba desierto; subimos
empujándonos. Lloramos, gritamos, todo al mismo tiempo. Tratamos de llamar, pero
nada funciona. Cerramos las puertas, pero después empezaron a entrar y salir, a
asomarse a las escaleras para buscar más gente sana, a preocuparse por el resto, a pensar
en los demás.

Fue ahí cuando vi entrar a Pedro. Caminaba despacio, como dormido. Una
mancha verdosa en la mejilla derecha desdibujaba un poco sus rasgos. Ya no estaba
sano, ahora eso es obvio. Apareció en la puerta, así, cambiado y nada más, caminaba
hacia la cama mirándola fijamente, como si quisiera recostarse, probablemente
repitiendo su rutina diaria. Inerte al entorno.

Pero tenía los ojos velados, vacíos y sin vida. Esos no eran los ojos de Pedro.
Una película babosa y grisácea los cubría, dándole un aspecto de ultratumba. Después
empezó todo, eso en el aire, no sé y todos empezaron a cambiar.

Como sea tengo que salir, pasaron muchas horas. Tengo que buscar ayuda, tengo
que buscarlo a él. No hay sistemas, no se oye nada allá afuera. Tengo que bajar y abrir
las puertas. Grabo esto porque tengo la esperanza de que algún día, alguien pueda
entender qué nos pasó.

No importa mi nombre. El sol da de lleno en el asfalto, lo ablanda, lo licúa,


pareciera que se lo bebe. ¡Lo veo! Es él… viene hacia mí ¡viene! Sus manos… rotan
lentamente hacia el centro, como garras. Arrastra una de sus piernas con, con torpeza,
los ojos… velados, la mancha...

KARINA RODRIGUEZ
Argentina
Blog: http://cuentosdelarosanegra.blogspot.com.ar/

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A mi mamá, y a Mar Chiquita.

-¿Q ué país serías? Si fueras un país. Estábamos en el auto.


Esperando a que Toler abriera la casa, para bajar.
—Alguno de Oriente.
—¿Medio, Próximo, o Extremo?
Me hubiese gustado decir Extremo. Porque así estábamos, en extremos opuestos. El
espacio entre los dos parecía inmenso. La palanca de cambios, un médano. Sentía
los brazos como lagunas. Las piernas como arena. Quizás fuera a desmayarme.
—Medio. contesté.
Jimi apagó la calefacción. Yo la volví a prender. Conocía esa secuencia de
memoria, todavía teníamos tiempo. Mamá tardaba exactamente ocho minutos en
rodear la casa. Dos en abrir el portón oxidado. Solo usábamos la casa en verano.
Después, volvía a aparecer. Agitando los brazos avisaba que ya estaba abierta. Toler
o Jimi embragaban. Subíamos la pendiente. Bajábamos del auto.
El verano empezaba.
Ahora era invierno. Era distinto. Esperábamos a que Toler abriera. Mamá ya
no estaba, a eso habíamos ido. Buscar las cosas. Las que importan cuando alguien
ya no está.
Jimi insistió con el interruptor de la calefacción.
—Ya bajamos. No la prendas. ¿China está en Oriente Medio?
No le hice caso. Le frené la mano con la que intentaba apagarla. Me frenó la
mía, y así… Pero gané yo.
—No creo. Googlealo. le dije.
Sostuvo el teléfono en sus manos unos segundos paseándolo en el aire en
busca de señal. Se detuvo. Apretó varias teclas. Leyó: —Se designa como Oriente
Medio o Medio Oriente a la región aproximadamente equivalente al sur de Asia.
Toler iba por la parte de rodear la casa. Quizás tropezara o el portón se
volviera una muralla china impenetrable y no pudiéramos entrar. Quizás tuviéramos
más tiempo, ahí en el auto.
Desde el espejo retrovisor la laguna me pareció inmensa, hacia la izquierda
se unía con el mar. Una sudestada podría llenarla de agua, inundar todo, tapar los
muelles, la calle. Incluso la casa. Pensé en reposeras: Abrirlas. Desayunar. Estar de
vacaciones. Tener once o dieciséis. Ir al mar. Volver para almorzar. Quedarme con
eso.

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Toler alcanzó el portón. Jimi siguió hablando. Siguió leyendo sobre Oriente.
—La RAE considera por el contrario que la expresión Medio Oriente
corresponde a Asia del Sur y que comprende a los estados de Afganistán, Pakistán,
India, Nepal, Bután, Bangladés, Sri Lanka, Maldivas y zonas aledañas.
Desenfoqué los ojos. Me concentré en el parabrisas estampado de bichos
que habían muerto durante el viaje por la velocidad alcanzada. Solo uno aún estaba
vivo. Agitaba lo que antes habían sido patas o alas. Se retorcía sobre el vidrio.
—No me termina de quedar claro.
—Eso dice en Google. Que no está claro. me contestó Jimmy, mientras
abría un googlemaps en el celular.
Toler, ya dentro de la casa, prendió las luces, abrió los postigos. De repente
tuve ganas de que pasara algo. Algo de película. O simplemente quedar encerrados
en el auto, no poder abrir. No poder salir. Acostumbrarnos. Armar una rutina
nueva, en un espacio reducido. Tener que racionar el agua y las Rex y los folletos
que nos habían dado en el peaje. Usar los folletos para escribir, contar. Nuestra vida
ahí. En un auto. En Oriente Medio. Conducir. Llegar a Extremo y Próximo o
Cercano. Oriente todo. Partir las Rex en mil. Tomar el agua de a gotas. Como en el
desierto.
—¿Es desierto? le pregunté.
—Para mí es túnicas, árabes, mezquitas, alfombras, camellos, arena.
—Sí. Desierto.
Toler salió. Hizo el ademán correspondiente mientras terminaba de ponerse
una campera de las de pescar, de esas que guardábamos en la casa. De esas que eran
de todos, entonces de nadie. Desde el auto recordé el olor a naftalina y a placard
encerrado.
—Me gustaría haber ido. dije, sin esperar respuesta.
Jimi apagó la calefacción. Pisó el embrague.
—¿A dónde?
—A Oriente. Oriente Medio, con mamá.
Subíamos la pendiente. Bajábamos del auto. Oriente quedaba lejísimos.
Jimmy rodeó el auto. Abrió el baúl. Al bajar, sentí el pasto larguísimo,
mojado, en los tobillos. Acerqué las manos al parabrisas. Estaba helado. Busqué con
el dedo las alas o patas que estampadas como el resto, aún se movían.
—¿Pensás en los lugares que no va a conocer? me preguntó mientras
sacaba uno de los bolsos.

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Cerré los ojos. Acaricié al insecto que transformado en pura pulsión vital
continuaba peleando por seguir existiendo.
—Bastante.
De repente ya estábamos en China o Sri Lanka.

RUGE RATCLIFFE
Argentina
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H abía perdido la noción del tiempo y en la oscuridad, tampoco podía
saber dónde estaba. ¡Completamente perdido! Caminaba apoyando cada
pie con mucho cuidado mientras con una mano aferraba el freno del
caballo. Cruzar ese arroyo de noche era algo que podía ser muy peligroso. Los bordes
laterales del puente de cemento que cruzaba el arroyo estaban tapados por el agua; un
paso por fuera de esos límites, arrastraría tras de sí al mancarrón y al carro. Todo lo que
llevaba se perdería en el agua; víveres, ropa, herramientas… tal vez su propia vida.
Mientras avanzaba lentamente, vino a su memoria lo que le habían contado
acerca de ese lugar. Hacía muchos años, un bandido perseguido por la policía se internó
en ese arroyo para pasar a la otra orilla. En su fuga no tuvo en cuenta —o simplemente
lo desconocía— el segmento de puente tapado por el agua y eso lo llevó a su perdición.
En un momento sintió que no hacía pie pues había pisado por fuera del borde con tal
mala suerte que patinó y cayó golpeándose la nuca con el filo de cemento. Pasaron
varios meses antes de que alguien volviera a cruzar por el lugar. El caudal del arroyo era
pluvial y como consecuencia de la prolongada sequía en la región, se había reducido a
un zanjón angosto. Así pudieron encontrar restos del bandido, comidos por las aves
carroñeras, los peludos y mulitas del lugar. Desde entonces cuentan que el alma del
bandido pena por la región.
El recuerdo de esa historia le hacía temer por su suerte. Hacía que su cuerpo se
estremeciera; el miedo estaba apoderándose de él. Martín, nunca había temido a nada ni
nadie, pero esta vez no las tenía todas consigo. Una sensación de rigidez lo recorría
trabándole los miembros; su respiración se hacía cada vez más entrecortada. Ese cuerpo
acostumbrado a no reclamarle ni frío ni calor ni agotamiento, que solo se hacía notar
cuando alguna enfermedad le clavaba los garfios; ese cuerpo estoico y confiable, se
estaba convirtiendo en un obstáculo. Le dolía el pecho; le parecía que el corazón estaba
a punto de estallarle; los músculos de la cara no le obedecían y los dientes producían un
horrible repiqueteo al chocar involuntariamente.
Recordaba la infancia y los gritos destemplados de sus padres discutiendo e
insultándose. Era algo que se repetía todos los días y fue para escapar de ese infierno
que un día se largó con su carro y su caballo, cuando solo tenía catorce años. ¡Por
cuántos lugares había andado! Los años y sus pasos lo habían llevado a sitios que ya ni
recordaba… Pero conoció tanta gente de todo tipo: amables, hostiles, gente a la que le
gustaba andar en bicicleta o ir a la Iglesia todos los domingos, otros a los que les
gustaba desayunarse con una buena copa de vino, gente que iba a sentarse en las plazas
y jugaba al ajedrez. Anduvo por sitios que jamás había imaginado que existían; nunca se
arrepintió de haber emprendido su camino solo, sin ataduras. Paraba donde le sonreían;

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trabajaba si necesitaba dinero para albergue o comida; seguía viaje cuando olía el
rechazo como lo hacen los perros callejeros.
No conocía el rencor, ese sentimiento que carcome y esclaviza; en su lugar, un
sano olvido le permitía ser feliz con lo que poseía. Nunca se aferró a otra cosa que no
sea su carro y su caballo. Había tenido una mujer que lo acompañó durante algunos
años y disfrutó de esa compañía. La mujer —tan anónima como él—, era otra fugitiva,
así que ella también se sintió conforme con la vida nómade que llevaban. Pero de la
misma forma que sus amigos —en distintos momentos—-, ella también un día
desapareció de su vida. El mundo es para andarlo, no para enraizarse. La tierra es para
rodar y no para echar raíces como las plantas, se dijo a sí mismo sin asomo de queja
alguna, tal vez estimulado por los malos recuerdos de su infancia.
Algo distraído con las memorias de su pasado, siguió caminando despacio sin
apoyar sus pies antes de tantear cuidadosamente el piso del puente bajo el agua. Se
sorprendió al ver que una figura estaba parada en la orilla, como esperándolo. La
oscuridad no le dejaba ver nada; el miedo se le metió nuevamente en el cuerpo. El
corazón lo aturdía con latidos acelerados, sacudiéndole el pecho como si fueran
martillazos. Quería azuzar el caballo pero las mandíbulas endurecidas no le obedecían;
su voz había desaparecido taponada por las tenazas del pánico. Imposible volver atrás,
había que seguir aunque le costara mover los pies; se sentía maneado como los animales
enlazados. Hasta el pensamiento se hacía torpe, pesado…
Sintió que su cuerpo se aliviaba de lo que había ingerido ese mediodía. Nada le
importó el hedor que brotaba de sus ropas y lo impregnaba. Siguió avanzando cada vez
más cerca y cada vez más lento en el andar hasta que llegó y pisó la orilla ya fuera del
agua. En ese momento, la nube que tapaba la luna se desplazó y se vio frente a frente de
los restos de un espantapájaros. Pedazos de saco viejo y pantalón con una sola pierna,
un sombrero encasquetado a la bola de paja que figuraba la cabeza. Su cuerpo
tensionado por el espanto al que la imaginación lo había llevado, no pudo recobrarse y
cayó con las manos cruzadas sobre el lado del corazón. Las nubes siguieron alejándose
dejando al descubierto un cielo tapizado por estrellas de mil tamaños que él nunca llegó
a ver.

MARTHA ALICIA LOMBARDELLI


Argentina
Facebook: Martha Alicia Lombardelli
Blog: http://marthalombardelli.blogspot.com.ar/

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18
F
ilomena Quintero viuda de Castaño despertó empapada en sudor. Era la
tercera ocasión en cuatro noches en que veía, horrorizada, como sus sueños
se convertían en pesadillas. No recordó muchos detalles. Solo el terror que le
produjo aquella criatura de fantasía que se adueñó de sus paraísos oníricos. Y esos ojos
amarillos que la miraban con lascivia amenazante.
La viuda decidió levantarse de la cama. Le fue imposible conciliar el sueño otra
vez. Casi eran las tres de la madrugada. Se dirigió a la cocina en busca de un vaso con
agua. Lo bebió. Se sintió sola. Habían transcurrido seis meses desde la muerte de
Emiliano Castaño, su esposo. Según las costumbres del pueblo era necesario guardar el
luto por un año completo. «Estoy harta de vestir el maldito negro», pensó.
Filomena no extrañaba a su marido. Una sensación tóxica de soledad intensa fue
omnipresente durante sus quince años de matrimonio. Nunca consideró a Emiliano
Castaño una buena compañía, ni estuvo enamorada de él. Lo despreciaba. Para ella, ese
hombre era poco más que un imbécil bueno para nada. En especial en la cama. Aceptó
desposarlo únicamente por la insistencia enloquecedora de sus padres y por las riquezas
que ostentaba la familia Castaño por ese entonces. Se entregó a él sin amor. Y la
ausencia de amor se reflejó en la infertilidad del matrimonio. Nunca tuvieron hijos. Su
marido dijo a todo Siloné que Filomena era estéril. Mentira. Lo era él. No solo eso. Con
los años había desarrollado un padecimiento bochornoso a los ojos de aquella sociedad
anquilosada y machista. Se hizo impotente. Así pues, Filomena vivió un matrimonio de
apariencias e insatisfacción hasta el día en que su marido cayó fulminado por una
descarga eléctrica mientras cabalgaba en medio de una tormenta cerca del río Ibagorria.
La mujer no sintió dolor por la muerte. Más bien una alegría malsana que supo
ocultar. Y se alegró no solo por su liberación inesperada, sino por el buen dinero legado
por su difunto esposo, parte del cual invirtió en la construcción de una vivienda que
pretendía fuese tan amplia y hermosa como aquellas de las familias Jaramillo y Marín,
las más pudientes del pueblo. Y con el resto de la herencia viviría tranquila hasta el final
de sus días. Solo le restaba encontrar el amor. O al menos una buena compañía.
Pensaba aceptar los cortejos de algún caballero joven, bien parecido, fino y educado de
la alta sociedad de Siloné. No era hermosa, pero sí una mujer deseable. Y con el dinero
heredado estaba convencida de serlo todavía más. «Tan pronto termine el luto vendrá a
mí un buen hombre con deseos de amor, pasión y comodidad. Sentiré de nuevo el calor
en mi vientre, eso es seguro», solía pensar.
Después de beber el vaso con agua, Filomena se dispuso a rezar el santo rosario.
Empuñó la camándula hecha con finas piedras preciosas extraídas del páramo Urresco.
Luego se persignó. No pudo presentar sus rezos al cielo, pues escuchó un ruido

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proveniente del salón principal de su casa. Se sintió observada. Echó mano del
candelabro dorado de tres brazos que iluminaba la cocina y decidió levantarse del
taburete para luego dirigirse al salón principal e investigar. Nada vio. Regresó a la
cocina. Quiso iniciar el rezo, pero otra vez la sensación: alguien o algo le observaba. No
se molestó en ponerse de nuevo en pie. Solo tomó el candelabro e iluminó en dirección
al salón. Los vio. Esos ojos amarillos de sus sueños la miraban fijamente. Lo hacían
detrás de una maraña de pelos que cubrían por completo lo que parecía una cabeza
alargada.
—¡Por María auxiliadora! —gritó Filomena.
La mujer se levantó del taburete con agilidad felina, tirando al piso el candelabro
de oro y la camándula de piedras preciosas para luego emprender una rápida huida por
la puerta trasera de la vivienda. Para su fortuna, esa noche no durmió desnuda, como
acostumbraba, pues hacía más frío de lo normal. Enfundada en un camisón blanco y
largo corrió por entre los callejones estrechos de Siloné. Casi no podía ver por dónde
corría, pues la densa niebla de tonalidad dorada que bajaba todas las noches del páramo
ocultó la luna y sumió al pueblo en una oscuridad espesa.
—¡Comadre Matilde, comadre Matilde! —gritó Filomena frente a la puerta de la
casona Jaramillo. Acompañó sus alaridos con fuertes golpes al portón de madera.
—¿Qué le pasa, comadre? —preguntó Matilde Marín, esposa de Antonio
Jaramillo, uno de los hombres más importantes en Siloné.
—El Mohán, comadre —respondió Filomena luego de inhalar un poco de
aire—. ¡El Mohán entró en mi casa!
Se le permitió a Filomena pasar unos días en la casona Jaramillo, bajo la
protección de la familia. Convivió con ellos hasta la tarde del domingo de ramos. Ese
día regresó a su casa con la promesa de Antonio Jaramillo y sus hijos de pasar ronda
con regularidad y hacer todo cuanto estuviese a su alcance para llevarle la merced de la
justicia divina al Mohán. En Siloné nadie dudaba de la existencia de tal monstruo, pues
el padre de Antonio Jaramillo y otros hombres respetables dieron muerte a uno treinta
años atrás.
Después de la procesión de ramos y de la misa dominical, eventos a los que
asistió en compañía de los Jaramillo, Filomena se retiró a su vivienda. Estaba muy
cansada. Poco sueño había logrado conciliar en casa de sus anfitriones, pues extrañó su
cama y sábanas. No pudo dormir. El miedo se lo impidió. Decidió revisar en su mente
los avances de la construcción de la nueva vivienda, próxima a ser terminada, y a pensar
en cómo la decoraría antes de mudarse. Hizo el esfuerzo mental de acomodar muebles
y pinturas en las salas y paredes, y calculó el costo del comedor que había encargado

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fabricar en fino cedro europeo. «Lo más difícil será el viaje desde San Mártir. El camino
del páramo está en terribles condiciones y los arrieros dicen que traer el comedor
tomará casi cuatro días», se dijo. Sin darse cuenta, la mujer cayó en un sueño profundo.
Uno plácido. Hasta que de repente despertó. Los ojos amarillos entraron en sus sueños
otra vez. Filomena se restregó los dedos delgados contra sus propios ojos en un intento
para despertar por completo. Se sintió observada.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
—Solo el amor, mi anhelada Filomena.
Frente a ella, los ojos amarillos. Y el rostro de forma alargada, cubierto por
cabellos largos y gruesos. Y un olor a humedad de pantano que saturó el ambiente de la
casa. La mujer trató de gritar, pero no pudo. Trató de moverse, y tampoco.
—Nada has de temer —le dijo la criatura—. Ningún daño te haré.
Filomena, luego de clamar por ayuda divina, reunió todas sus fuerzas y pudo
moverse. Escapó. Corrió a toda prisa en búsqueda de la puerta principal. Lo hizo
desnuda. Esa noche había decidido sentir la caricia de las sábanas de terciopelo sobre su
piel ávida de placeres. Logró salir de la vivienda. Corrió en dirección a la casona
Jaramillo, pero en todo callejón tropezó con esos ojos amarillos y el olor intenso a
humedad. Se desorientó. Sin darse cuenta salió del casco urbano de Siloné. Alcanzó la
llanura del río Ibagorria y prosiguió aguas arriba, siguiendo el camino que conduce
directo al páramo Urresco. Al verse entre matorrales, y rodeada por la densa niebla de
tonalidad dorada, detuvo su andar.
—¡Auxilio! —gritó.
Nadie acudió en su ayuda. Estaba a merced de la naturaleza.
—Nada has de temer, Filomena.
El Mohán se paró frente a ella. Se reveló en todo su esplendor. Era una criatura
humanoide, cubierta de pies a cabeza por musgo húmedo y podrido, y de cabellos
largos y gruesos que bajaban hasta los muslos para cubrirle una hombría que más
parecía el tronco de un árbol enorme. Filomena no gritó más. Tan pronto reparó en la
virilidad del monstruo cayó de bruces sobre los brazos melosos de la lujuria. El Mohán
le acarició el rostro. Ella sintió una suave descarga eléctrica que le entregó mucho más
placer que el proporcionado por su marido en los quince años de aquel matrimonio de
apariencias. Filomena se libró del miedo, y acarició el cuerpo de la criatura. Creyó sus
manos sobre un campo de suaves flores. Sintió tranquilidad. Al menos hasta el
momento de palpar la zona baja de la espalda de quien pretendía amarla a orillas del río.
Advirtió una cola de cerdo adornando el cuerpo del monstruo.
—Esa es mi maldición —dijo él—. Es la causa de mis desdichas.

21
Filomena dio tres pasos hacia atrás. Pensó en huir. No pudo. Se sorprendió a sí
misma dirigiendo una mirada morbosa hacia aquel tronco viril. Regresó al abrazo del
Mohán. Con sus ojos le suplicó que la hiciera suya. La criatura, con la fuerza de veinte
hombres concentrada en sus brazos, pero con la gentileza de un poeta al acariciar el
papel con su pluma, la levantó. La sostuvo por los muslos carnosos. Filomena creyó
morir de dicha al sentir aquel tronco enorme perforarle el vientre una y otra vez, hasta
que su cuerpo no resistió más y estalló con fuerza. Sintió que dentro de su vientre un
universo entero había sido creado por la fuerza de la explosión. Perdió el sentido.
Después de minutos que parecieron días se encontró sobre su cama, arropada por las
sábanas de terciopelo. Se sintió observada. Supo quién lo hacía.
—Vendré a visitarte el domingo de resurrección —dijeron los ojos amarillos.
Y así pasó. Tomando la forma de un cerdo para no ser descubierto el Mohán
visitó a su nueva amante el domingo. Y el miércoles… y el jueves… y todos los días.
Filomena Quintero viuda de Castaño se convirtió en la amante de una de las criaturas
más temidas por los habitantes de Siloné, su pueblo. Pero le prohibió las visitas en su
vivienda. Estaba próximo el día en que se mudaría a la casa recién construida, y no
deseaba atraer la mala suerte permitiéndole la entrada a un monstruo; pues si bien lo
deseaba como los girasoles al astro rey, nunca dejó de considerarlo una aberración.
La viuda visitó la llanura del Ibagorria todas las madrugadas. Y esa búsqueda de
placer desaforado tuvo consecuencias. Su cuerpo empezó a saturarse con aquel
penetrante olor a humedad. Y en su vientre germinó algo de musgo podrido. Se
convertía en un Mohán. Sus amigos se percataron de que algo muy malo le sucedía, por
lo cual insistieron en que viajase a San Mártir para que la revisaran los mejores médicos
de la región. Filomena se negó. Sabía que sus días estaban contados. «Prefiero vivir
muerta, a morir en vida», razonó.
La mujer escogió el amor de la muerte, y la vieja parca acudió presurosa. Sucedió
que una madrugada oscura, ebria de lujuria y en búsqueda de su amante sobrenatural,
Filomena Quintero viuda de Castaño resbaló en una piedra a la orilla del río Ibagorria,
sobre la cual se golpeó la cabeza antes de caer al fondo de las aguas gélidas. El Mohán
trató de salvarla, pero no pudo. A pesar de tardar solo tres minutos en encontrarla y
sacar su cuerpo de las aguas heladas, Filomena había muerto. El monstruo se lamentó:
«Me maldices con esta forma y luego me arrebatas el amor.
No sé cuál es mi pecado, pero imploro tu perdón.
Castigos severos no me envíes más, oh bromista creador,
te ruego tengas compasión por este horrible malhechor».
El Mohán se sumergió en las frías aguas del río, dejando el cadáver de su amante

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sobre la orilla. Todavía faltaban varias horas para el amanecer. Razonó que no valía la
pena quejarse más. Solo restaban diez meses para la siguiente semana santa. Y otra
mujer lujuriosa le había permitido entrar en sus sueños…

JAVIER ALEXANDER ECHEVERRI AGUDELO


Colombia
Web: www.jaecheverri.com
Twitter: @elJAEcheverri

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24
A
cudí al entierro en el cementerio Felipe Ángeles a las 6:35 de la tarde. Era un
día lluvioso de septiembre; las gotas frías del temporal chapoteaban en los
surcos lodosos de las tumbas aledañas a la de Carmina Valdez, anciana de
setenta y tres años fallecida hace dos días por incineración tras el siniestro ocurrido en
el complejo habitacional Los Jardines. Su cuerpo, reducido a cenizas grisáceas, muñones
deshechos y huesos cuarteados, fue encontrado en su departamento de la avenida San
Jacinto, a unos metros del recién remodelado Parque San Rafael; sus hijas, Carmen y
Claudia, lloraban desmesuradamente frente al féretro de aglomerado antes de su
descenso en la hendidura terregosa que, minutos después, se convertiría en hogar de
una osamenta retocada con desinfectantes antisépticos, numerosos gusanos famélicos
retorciéndose en las cavidades subterráneas y arañas de tierra, distinguidas por sus
colores oscuros e hileras alargadas en el extremo del abdomen.
Las arañas son el orden más diverso de la clase arácnida, cuyo filo, los
artrópodos, cubre más del 80% de los animales conocidos hasta hoy, con al menos un
millón de especies descubiertas y clasificadas. Un estudio realizado por la especialista en
psicología biológica, Stefanie Hoehl, en el Instituto Max Planck de Ciencias Cognitivas
y Cerebrales Humanas de Alemania, demostró que el miedo a este quelicerado no es ni
innato ni cultural, sino una posible herencia de ancestros antropomorfos de hace
sesenta millones de años que temían la mordida e inoculación de los quelíceros más
famosos del reino Animalia.
La relación de estos invertebrados con el caso de la señora Valdez arraiga, hasta
hoy, una caliginosa capa de incertidumbre en mi memoria, como si su influencia tejiera
sobre mí una seda inquebrantable que dificulta el tránsito de ideas y recuerdos. Una
mordaza invisible tan real como el terror que sintieron nuestros antepasados, cuando de
noche imaginaban el resplandor de seis u ocho ojos medio ciegos sedientos de sangre.
Anochecía en el Este de la ciudad. La viejita Valdez se preparaba para celebrar el
vigésimo primer aniversario luctuoso de don Ernesto Quezada, su esposo, asediado por
la metástasis que desmanteló sus pulmones, hígado y estómago a causa del consumo
exagerado de tabaco. Año con año, doña Carmina lo remembraba fumando Faros sin
filtro, acompañados de tequila reposado El Jimador y cacahuates salados. El trío
favorito del difunto.
Corría mi primer año en el departamento de Carmina, quien me alquilaba una
habitación a setecientos pesos mensuales durante mi estadía en Guadalajara, donde
cursaba la licenciatura en Letras Hispanas de la UDG. Era una calurosa noche sabatina
cuando mi arrendadora colocó el casete de Agustín Lara en el estéreo, sacó la cajetilla
de Faros, vació los últimos mililitros de El Jimador en una copa tequilera Riedel y sirvió

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los cacahuates en un platito de barro tonalteca. El ritual estaba dispuesto.
Era la segunda ocasión que presenciaba este raro homenaje a un hombre que,
por lo que sé, abusó de los cigarrillos y el tequila hasta perecer en un cuartucho
amarillento de la clínica 14, a un costado de la vía más conflictiva y ruidosa de la ciudad:
avenida Revolución. No lo juzgo: a los cincuenta y cinco años la existencia se desvanece
como una bocanada de humo pestilente y un “derecho” del destilado de agave.
Como otrora, doña Valdez cayó dormida en el sofá individual de la sala mientras
yo servía galletas en un plato aflorado de cerámica. Me disponía a calentar leche en uno
de los anafres de la estufa cuando una modorra infranqueable invadió todo mi cuerpo.
Cansado por la vertiginosa semana de entrega de proyectos, solté la hornilla, llené un
vaso de agua y me encerré en la recámara. A pesar del año que había transcurrido hasta
entonces, la habitación continuaba atormentándome gracias a su rasgo más distintivo:
las arañas. Situado en la esquina inferior izquierda del departamento, mi dormitorio
solía usarse como bodega en los tiempos de “los abuelos”, tras los respectivos
casamientos de sus hijas. Esta condición desafortunada generó un hacinamiento de
arañas patonas, familia abundante en Jalisco y distinguida por sus especies inofensivas,
diligentes y caníbales.
La madrugada del primero de septiembre movía mi cuerpo de lado a lado de la
cama sin conciliar el letargo que tanto necesitaba mientras reviraba sistemáticamente las
esquinas del cuarto atiborradas de telarañas: las arañas patonas suelen reconstruir su red
una vez que esta se debilita, pintarrajeando los vértices con una enmarañada e
interminable cortina tubular. Un horror inexplicable.
La aracnofobia se me desarrolló en la niñez, cuando la tía Carmen retiró de mi
pierna una capulina que había “adquirido” en la feria de Cajititlán. Desde entonces, los
suaves mimos de ocho patas sobre mi piel son el preludio de una cerval sensación de
aislamiento y vulnerabilidad insostenibles.
Tras persistir en vano durante más de hora y media, me levanté de la cama, sorbí
un poco de agua y me incorporé al filo del colchón. Eran alrededor de las tres de la
mañana cuando escuché el crepitar de la lluvia sobre el asfalto: despuntaba el tiempo de
huracanes en Guadalajara luego de una larga sequía que, por lo demás, generaba
tórridos atardeceres y sopor generalizado. Salí de mi cubil arácnido y caminé
somnoliento hacia la pequeña ventana del pasillo que mejor podría describirse como un
cuadro de vidrio translúcido y detalles corronchos que mira hacia el costado oriental del
parque. El olor a tierra mojada y la alegre visión de vendavales empapados me
remitieron a esa tarde de tormenta en Tlajomulco, donde tuve mi primer contacto con
las viudas negras. Las Latrodectus mactans, vulgarmente llamadas arañas de trigo,

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capulinas o viudas negras, son una especie de arañas tímidas, solitarias y sedentarias; al
igual que otros especímenes, pasan la mayor parte de su vida en aislamiento, eludiendo
el contacto con otros animales y escondiéndose en su maraña elástica. A mi pesar,
sentía que mi existencia podía compararse con el comportamiento e imagen de una
patética y hechizante viuda negra, con excepción del canibalismo y el punto rojo en
forma de reloj de arena sobre el opistosoma.
Sonaba Noche de ronda cuando el discurrir en mi psique generó débiles pero
constantes pisaditas artrópodas en mis pantorrillas. Claramente sentía sobre mis
extremidades el ascenso de múltiples piececillos puntiagudos con la certidumbre de
quien deambula por un prado de juncos a las afueras de Villa Corona. Una a una, las
arañas sitiaban mi cuerpo, aterido por un pánico tan añejo como mis propios recuerdos.
Helado y trémulo, vi en tild down el deslizamiento de una capulina frente a mis ojos,
ostentando vanidosamente su mortífero reloj bermejo en señal de advertencia.
Riachuelos gélidos mojaban mi rostro y delicadas tiras de hilaza embalsamaban mis
piernas y brazos. Intenté agitarme, retirar esa noche y para siempre las telarañas que me
momificaban. Sin resultado. La viuda, desprendida de su seda plateada, caminaba sobre
mis mejillas en dirección al ojo derecho, preparando los quelíceros para embestir la
pupila. Mis párpados bien abiertos, los reflejos paralizados. Cual sombras acosadoras, vi
los colmillos desenfocados de mi verdugo hasta que, finalmente, el universo se tornó
lóbrego e insondable, como si el sol y las estrellas se hubiesen fundido, confinándome a
una negrura absoluta.
La sinantropía se define como la capacidad animal y vegetal de adaptarse a
regiones alteradas por el hombre. En Argentina, siete doctores del Centro Nacional de
Intoxicaciones enfatizaron las habilidades sinantrópicas del género Loxosceles, uno de
los más peligrosos a nivel mundial por su índice de muertes provocadas por
loxoscelismo cutáneo-visceral, cuadro clínico que presenta necrosis, ictericia, hemólisis
y, en el peor de los casos, el deceso del paciente. A estos artrópodos se les denomina
comúnmente arañas del rincón, ya que se les puede encontrar ocultos en espacios secos
y oscuros de la casa, como muebles, cajones, clósets y ladrillos agrietados; y arañas
violinistas, por su tatuaje oscuro en forma de violín, ubicado sobre el cefalotórax.
Suspendido bocarriba en las tinieblas, escuché a lo lejos un chillido insoportable
que atravesaba mis oídos como fileros clavados en las costillas. Avanzaba gradualmente
hasta aturdirme con su silbido desgarrador. Apreté los ojos y, encandilado por una
chispa ígnea, volví al pasillo del departamento. Solté un fuerte grito, rasqué mi piel
ansiosamente y caí llorando, inundado en sudor y temblores frenéticos extraídos del
abismo más profundo del infierno.

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Volteé a la derecha en busca del ruido que estremeció mi trance y descubrí un
escape de gas proveniente del anafre donde calentaría la leche hacia unas horas;
aturdido por el adormilamiento, había dejado abierta la hornilla de la estufa. Otro
chispazo me hizo virar hacia la sala: Carmina había despertado y se empeñaba en
encender el último faro con un cerillo. Me levanté, estiré el brazo derecho hacia la
anciana y, atragantado por mi saliva, solté un bramido gutural antes de advertir en tight
shot el chasquido del cerillo y su correspondiente explosión abrasadora que,
instantáneamente, consumió las ropas y vello de doña Valdez, rodeándola como un halo
devorador de carne chamuscada y pelo hediondo.
Arrojado hacia atrás por la llamarada, cubrí mi cara instintivamente con brazos y
piernas y apagué las flamas que embadurnaban mi ropa mientras escuchaba los
lamentos de la viejita. ¡Ayúdame!, gritaba. ¡Ayúdame!, una y otra vez. Me paré de nuevo
y corrí cuando, repentinamente, una imagen sobre el portal que da a la sala frenó mi
carrera en seco, como si una miríada de hilos jalara mi cuerpo hacia atrás. Eran ellas, las
sogas del cadalso que me hundió en un estupor apenas cortado por el llanto del anafre
que ahora envolvía en llamas a la señora Carmina.
Ahogado por el humo que paulatinamente consumía el departamento de doña
Carmina, vi una red repleta de arañas violinistas que ofuscaba la entrada a la sala. Lo
supe por sus ojos. Tres pares dispuestos en los costados y centro de la cabeza en forma
de V distinguían a la reclusa marrón, especie mortífera del género Loxosceles.
Huestes de reclusas salidas de rincones, muebles y estanterías, marchaban hacia
la mortaja de seda. Una tras otra, se unían al manglar de telarañas, cada vez más grueso
e infestado por sus temibles líneas oscuras en forma de violín. Los espasmos y el sudor
helado volvieron a mi cuerpo; la visión de decenas de arañas interponiéndose entre la
anciana y yo inmovilizaba mis piernas: atravesar la barrera significaba exponerme a la
picadura de cientos de quelíceros ponzoñosos, preparados para aniquilarme en un ataúd
de patas punzocortantes, abdómenes peludos y colmillos afilados. Miles de ojos negros
sin brillo mirándome simultáneamente, invitándome a salir de la casa y despedirme de
quien me había acogido en su hogar durante el último año de su existencia. Quizá las
arañas estaban protegiéndome, obligándome a desaparecer del departamento de
Carmina, quien arrastrándose aún entre las llamas, rogaba mi socorro desde la sala,
entre cristales rotos, cacahuates tirados y puchos malolientes.
Inhalé el gas de la abadía y tosí con fuerza antes de mirar por última vez a
Carmina Valdez, viejita muerta hace dos días por incineración. Cenizas grisáceas,
muñones deshechos y huesos cuarteados fueron encontrados en su departamento de
Los Jardines. Llorando, contemplé la lúgubre composición frente a mis ojos: mi casera

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calcinándose y apuntándome con la mano izquierda, la red atestada de arañas
observándome con sus ojos apagados y el departamento número 30 a punto de
colapsar por el incendio del 1 de septiembre. Bajé la mirada, tomé la chapa de la puerta
de entrada, salí del siniestro y partí para nunca regresar.
Muere residente por incendio en Los Jardines. La prensa local divulgó el
testimonio de un inquilino desde la clínica 14 del IMSS, quien huyó del departamento
por una supuesta plaga de “arañas reclusas”, especie inexistente en Jalisco y sus
alrededores.
Llueve en el cementerio Felipe Ángeles. Engalanados con trajes y abrigos
oscuros, los familiares y amigos abandonan el mausoleo dedicado a Carmina Valdez,
cuyo testamento cedía el departamento de Los Jardines a su nieto, Carlos Valdez, con
quien había compartido la renta del número 30 desde hace un año, mientras éste
estudiaba la licenciatura en Letras Hispanas de la Universidad de Guadalajara.

Christian Gómez
México
Twitter: @chris_gomz
Instagram: christian.rik.gomez
Web: rockarteycultura.com

29
30
Moscú, 19 de setiembre de 1812

E
stimado Lazare Hoche:
Deseo profundamente que esta carta llegue a sus manos lo antes posible, por
supuesto no espero respuesta, pues no me queda mucho tiempo. Solo le
adelantaré que el crudo invierno no provocó el más grande desastre que la
milicia francesa haya conocido. Algo tan mortífero como horripilante nos aguardaba en
la gélida Moscú.
El Primer Cónsul me había encargado una delicada misión en San Petersburgo,
no solo era una reunión diplomática, se trataba, en realidad, de una actividad de
espionaje. Como es de su conocimiento, Bonaparte siempre ha tenido una forma
imperativa de solicitar las cosas y no me facilitaba en lo más mínimo la tarea de
mantener la alianza con el zar Alejandro I de Rusia.
El ejército francés, que contaba con setecientos mil hombres, no parecía
preocupar al zar que disponía de apenas la mitad, éste les había ordenado a sus soldados
retirarse a Polonia si la situación así lo requería, dejando la capital rusa a merced de los
franceses, una estrategia apenas defensiva parecía serle suficiente.
En aquel momento las decisiones de Alejandro Románov no habían levantado
sospechas en mí, sino hasta la noche en la que me encontré a la espantosa criatura. La
calle estaba desierta y el invierno era apenas soportable, no recordaba haber sentido
tanto frío, ni tampoco tal perturbación de espíritu. A unos metros de distancia, junto al
río Moscova, se encontraba un hombre que caminaba con cierta dificultad, “los rusos y
su profunda inclinación a las bebidas destiladas”, pensé, y temiendo que fuera a caerse
decidí acercarme, ni mil litros de vodka hubieran podido transformar a aquel hombre
en el repulsivo ser que estaba frente a mis ojos. Se encontraba inclinado, tenía entre sus
manos lo que estaba seguro eran tripas humanas, las sostenía celosamente mientras las
engullía, en vez de uñas lucía unas espantosas garras y estaba cubierto de sangre. No me
había percatado de lo alto que era hasta que se irguió, posando en mí aquella siniestra
mirada, eran los ojos más aterradores que había visto jamás. Entonces dejó caer la
inmundicia que tenía en las manos y esbozó una mueca macabra que dejó entrever unos
colmillos semejantes a los de una horrible bestia. No sé qué era y no encuentro palabras
para describir el pánico que sentí ante aquella perversidad. Intenté escapar, grité y esa
cosa me propinó una mordida en la pierna. Un grupo de soldados que escuchó mis
súplicas se acercó a toda prisa, la criatura saltó al río con un trozo de mi carne entre sus

31
dientes.
Desesperado les advertí sobre ella, estos, al observar mi herida, dieron un paso
hacia atrás horrorizados, uno de ellos pronunció algo en una lengua eslava que yo
desconocía, “upir”, repetí, sin tener idea qué era. Los soldados ayudaron a levantarme,
solicité asistencia para curar la herida y en seguida otro hombre dijo que no existía cura
para mi padecimiento.
Me dirigí con escollo hacia el palacio real, donde el zar amablemente me había
hospedado, curé la herida como me fue posible y pasé la noche buscando una respuesta
sobre lo que había visto en los libros de historia y mitología que encontré a mi alcance.
No sé si usted pueda creerme, pero le juro que es la verdad, upir es el nombre de
ese horrible ser, un vampiro tan sanguinario como imprudente, los documentos
describen que basta uno solo de ellos para diezmar una aldea entera en una noche.
De forma inmediata me dispuse a enviar un mensaje al Primer Cónsul, traté de
persuadirle para que desistiera de la invasión al imperio ruso, pero mis súplicas fueron
en vano. Napoleón, con su insaciable ambición, me acusó de haber permanecido
demasiado tiempo junto a la familia Románov y con ello haber estrechado lazos de
benévola amistad.
Mis intentos por establecer la paz entre ambas naciones fue un absoluto fracaso,
el ejército francés se dirigía hacia una trampa mortal que no podía siquiera imaginar.
Durante la noche del 14 de setiembre el ejército francés llegó a la capital,
Alejandro I no estaba dispuesto a transigir frente a los galos y, siguiendo con su fatídica
estrategia, no solo privó a Napoleón de la victoria, sino que las personas habían
evacuado la ciudad. Mas la capital no estaba desierta, el zar conocía perfectamente la
existencia de otro ejército, uno de oscuridad y sangre. Luego descubrí que también
sabía cómo destruirlo, jamás había sospechado tal perversidad en Alejandro I.
Aquellos hombres fueron ofrecidos como animales en un sacrificio, una
hecatombe de destrucción y muerte, setecientos mil hombres brutalmente masacrados y
devorados por una sanguinaria horda de vampiros. No hubo esperanza para aquellos
soldados, nada pudieron hacer, Moscú estaba atestada de cadáveres.
Fueron los contendientes rusos quienes eliminaron cualquier rastro de aquella
atrocidad, esa misma noche todo estalló en mil pedazos. Moscú ardió durante tres días
como una tea empapada en resina.
Desconozco si alguien logró sobrevivir, no he sabido de hombre o criatura viva
desde ese día, a excepción de mí, claro, puedo palpar las transformaciones en mi rostro
y sentir la garganta quemar por la terrible sed, no sé cuánto dure en completarse esta
metamorfosis. Probablemente la soledad incite a mi instinto a transformar a otros.

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Lazare, le ruego que tanga presente que la guerra acaba de comenzar y en Rusia
se esconde algo más despiadado que el frío invierno.

General Armand de Caulaincourt

XIMENA R.MOLINARI
Uruguay
Blog: http://ntescritores.blogspot.com.uy/?m=1
Facebook: https://www.facebook.com/XRMolinari

33
34
“T
odos los vientos que el sol hacía llover sobre mis quimeras. Las tristes
lágrimas derramadas por las miradas de inquietud”.
Así hablaba René casi siempre. Menos mal que aún acertaba a realizar
tareas sencillas: con las mulas, con las cajas de libros... hablando casi continuamente
mientras las hacía: a los seres y a las cosas. Acariciaba los cajones y miraba alrededor,
como esperando encontrar algún impedimento, con sus ojos abiertos como platos, de
irritado azul. Ataba los grandes bultos a las caballerías con mucho cuidado, susurrando
versos, en las frías mañanas. Después se subía a su yegua, agarraba el ronzal de una
recua y exclamando cosas como: “¡Ulises no está perdido!”, se ponía en marcha.
Avanzábamos por aquellas tierras planas, heladas, tirando de las mulas cargadas
de libros, empujados por la determinación febril de salvar una parte, la que escapó de
las llamas bolcheviques, de la biblioteca de la calle Karyetni de Moscú. Excepto Andrei,
ninguno llegaba a los treinta años y así, nuestra vida huía con nosotros, dejando atrás
poco más que nada, hacia los puertos del Báltico que nos sacaran del país.
Todo con el dinero del mecenas francés Alain Sutré, que Dios guarde siempre.
Profesor de arte y coleccionista, había dejado el país hacía meses, con un vagón de tren
cargado de cuadros, esculturas y demás, entre las que se contaban bastantes requisadas
en las iglesias ortodoxas, con la excusa de la revolución. También quería aquella
biblioteca para él, adornando su palacete de París.
Víctor Satin llega a mi altura, tirando de cinco mulas y suelta:
—Nos siguen
—¿ Quién?
—A saber. Son como diez, solo uno a caballo.
La recua se detiene. Sacamos los rifles y pistolas. Víctor, Andrei y yo nos
dirigimos a la cola de la caravana. Un sol macilento se levanta dos cuartas al sur, entre
jirones de niebla a ras de suelo. El terreno es pantanoso y llano. De pie sobre los
estribos saco el catalejo: a menos de doscientos metros un hombre tira de un caballo
ocupado por un informe bulto de trapo gris. Más atrás, otras sombras avanzan por el
desecho camino embarrado.
—Refugiados. Parece una familia entera.
Me dejo caer sobre la silla. El caballo protesta con un golpe de cuello.
—No hemos visto un pueblo en días. ¿De dónde salen?
Quedamos en silencio, observando el penoso avance. Da lo mismo si los
culpables fueron los rojos o los blancos. La historia se repite: llega una partida a una
granja provechosa, con patos y cerdos, pollos y caballos, tierras cuidadas... o te vas, o
pierdes la vida. Mendigarán un trozo de tierra de algún pariente o arrendarán a un

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usurero, viviendo en una choza de abedul y barro.
Llega René. Trae un saco colgado del pomo de la silla. Seguro que lleno de
pescado seco, queso y pan duro. Se adelanta un poco, lo deja en el suelo, se pone como
tieso sobre la yegua y exclama:
“¡Yo creo en Dios, pero Él no cree en mí!” ★
Poco más podemos hacer por ellos. La guerra y más tarde la revolución hicieron
brotar ríos de sangre, inquina feroz y despropósitos épicos en esta tierra.
Ya es mediodía cuando topamos con el río. Corre hacia el norte con lentitud y
poca agua. Otra cosa será tras las lluvias de primavera; sus escarpadas orillas así lo
demuestran. Hasta ahora vadeamos los que encontramos sobre las caballerías. Éste es
más ancho y profundo que ninguno. Saco el mapa de la funda del catalejo y trato de
averiguar nuestra posición. Está complicado: tierras llanas, infinidad de cursos de agua,
lagunas y lagos y pocas poblaciones. Advierto que, si el río es el Volga, nos habríamos
desviado hacia el norte. Algunos pensamos que sería buena idea seguir la orilla hacia el
sur hasta encontrar un vado. Andrei dice que, por ahora, no: Rasbasin y Alexei Turimin
tienen fiebre y necesitan descansar, se han perdido dos mulas y hay que redistribuir la
carga; la orilla nos permitiría cazar algún ave y pescar; hay sauces y álamos para preparar
infusiones...
Acampamos a pocos metros, atando el ganado de dos en dos y soltándolos para
que coman el magro pasto. La rutina se impone: dos con las mulas, otros haciendo
fuego, Andrei cazando... y todos pensando en la situación. No dudo que algunos
abandonarían si tuvieran donde ir. Pero no hay. Solo esperamos que la guerra, de la que
desconocemos todo, nos de la tregua suficiente para llevar nuestra carga y a nosotros
mismos fuera de la revolución y del sinsentido de este país asolado.
René descarga cajas de libros como si contuvieran cristalería, murmurando
ensalmos de versos. Turimin está sentado. Se quita el gorro de piel antes de que llegue a
él y veo su pelo empapado. Tiembla: tifus. La enfermedad, alimentada por el hambre,
está haciendo estragos. Solo tiene veintidós años y siempre fue un hombre fuerte,
hecho a sí mismo, de los que adquieren cultura leyendo cualquier cosa, en desorden y
son capaces de seguir preguntando sobre lo que le inquieta, cambiando, asumiendo que
siempre será más lo que desconoce que lo que ya sabe. De rasgos asiáticos, valiente y
terco, conserje de la biblioteca, perdió a su madre en un pogromo zarista en el barrio
judío. Nada más que tristeza deja en Moscú. Bebo con él un abrasador brebaje de sauce
y té. Jadea mientras habla: una de sus botas tiene un agujero, su caballo perdió una
herradura, ve a su madre en sueños, llevándole la fiambrera con coles y carne hervida.
Traen a Rasbasin casi en volandas. Está pálido y frío. Ya no puede sujetar el cuenco él

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solo. Procuro que beba a sorbos, maldiciendo su mal estado y la ceguera por no
advertirlo a tiempo. Teo Rasbasin, de veintisiete años, uno de los mejores latinistas de
Rusia, murió esa noche, en silenciosa agonía.
Aún no asoma el sol cuando enterramos el cuerpo de Teo en una pequeña
elevación con varios abedules. Rezamos en la fría mañana. A René lo tenemos que
arrancar de allí. No es el primer amigo que pierde. Ninguno de nosotros es ajeno a tales
pérdidas. Pero René vio arder su casa con toda su familia dentro. Lleva mudo desde que
vio el cuerpo frío y la cara relajada de Rasbasin. Ahora va en cabeza, hacia el sur,
iluminado por el sol perpendicular, tieso y con la cabeza levantada, los ojos azules
teñidos del amarillo de la luz. Se para y dice por fin:
“Iniqua nunquam regna perpetuo manent” **

MANUEL ÁNGEL CAMPOS


España
Twitter: @MacBolitho

★ Dostoievski.
**Los reinos malvados no permanecen mucho tiempo. Séneca

Nota del autor:


Fragmento de un proyecto de historia novelada. Todo comienza cuando me entero que la edición más
completa de “Manuscrito encontrado en Zaragoza”, de Jan Potocki, apareció en una biblioteca de La
Pampa. Se supone que numerosos archivos y libros salieron de Rusia en la época revolucionaria y
fueron a parar a diversos lugares. Desde luego, agradecería mucho cualquier aportación documentada
sobre ese periplo. Gracias.

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S
amsa, el famoso Gregorio, el transformista inmortalizado en Praga, murió en
1910 poco después de cumplir noventa años, sin saber que Franz Kafka lo
había convertido en un bicho incierto e inútil; un adefesio que acarreaba
desgracias a una familia empeñada en expulsarlo del hogar por ser incapaz de contribuir
a la manutención colectiva como dios manda. Gregorio Samsa fue un tipo tan común
que al morir ni siquiera fue relacionado con el protagonista de La Metamorfosis, el
famoso libro aparecido en 1915.
Samsa soñó en 1829 ser un escritor de Praga. Un hombre flaco, pobre y
enfermizo. Un habitante de los laberintos que construía al toparse con cualquier
dificultad. El niño se descubría cada noche inmerso en la existencia de Franz Kafka, un
solitario que de tanto padecer el desprecio paterno escribía historias de mundos y seres
tan absurdos como él; un burócrata de medio pelo y amores menos intensos de lo
indicado por sus anhelos románticos; apenas una sombra de empleo mediocre que poco
pudo hacer para demostrar a los demás que era un buen escritor. El sueño de Gregorio
Samsa se repitió todas las noches durante un año. En ese tiempo vivió condensada una
vida miserable. Las pesadillas se interrumpieron al celebrar su décimo aniversario. Las
experiencias nocturnas lo habían transformado. El semblante jovial lucía arrugas
prematuras y de su boca brotaban palabras de inusual resentimiento. Las secuelas
desaparecieron pronto en el ir y venir de los juegos infantiles, la juventud y las sorpresas
deparadas por la vida en la ciudad dorada, entonces perteneciente al Imperio Austro
Húngaro, repleto de culturas dispares siempre en el límite de revoluciones y cambios
territoriales. Ahí Samsa sobrevivió dedicado al tráfico de armas, pronto supo que no
sería millonario, pues le sobraban los escrúpulos que suelen faltar a los comerciantes
triunfadores, pero le bastaba sentirse honorable y encabezar una familia donde se sabía
feliz. En 1879 se hizo cliente de una tienda de ropa perteneciente a Hermann Kafka,
con quien intercambió conversaciones durante un par de años antes de saber el apellido
del dueño. Al descubrirlo, recordó la pesadilla infantil, apenado se fue en silencio y sin
realizar compra alguna, pero a los pocos días, incapaz de contenerse, preguntó al
propietario si conocía a Franz Kafka.
Hermann replicó sorprendido:
—Nunca supe de alguien llamado así. ¿De dónde lo recuerda?
—Ríase de mí, pero lo descubrí en un sueño, una pesadilla repetida durante casi
un año. Yo soñaba ser Franz Kafka. Un hombre triste como ninguno. Un ser harto de
una familia burguesa que deseaba moldearlo de una manera que él rechazaba.
—¿Un desagradecido? —cuestionó Kafka.
—No creo que sea la mejor palabra. Mi personaje era distinto a los demás. Solía
repetir que nuestra sociedad es una cárcel de condenados a seguir designios absurdos.

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Maldecía los trámites burocráticos. Encontraba imposible tramitar un pasaporte, un
salvoconducto, un título de propiedad o registrar un negocio ante el gobierno. Su
disgusto era mayor al referir la pérdida de tiempo ocasionada por requisitos imposibles
de cumplir —recalcó Samsa.
—¿Un antisocial? ¿Un anárquico? Qué poco hombre debió ser el de su sueño.
Cuando yo tenga hijos con mi amada Julie; Julie Löwy. Espero que algún día pueda
presentársela… perdón por el desvarío. Cuando yo tenga hijos espero que puedan
asumir una existencia disciplinada. Espero que mis hijos sean fieles a su religión y al
país o imperio donde radiquen. Los espero formales, dignos y valientes. ¿Cómo era el
Franz de su historia?
—Distinto al suyo. Era un solitario con rasgos antisociales a pesar de tener un
respetable nivel de vida y la posibilidad de ser un hombre de provecho. Creía que
nuestra sociedad se empeñaba en lastimarnos y que los gobiernos solo desean nuestra
ignorancia.
—Algo hay de cierto, algo hay. No es simple ir por este mundo, pero debemos
hacerlo de la manera correcta. Es intrigante el tipo que describe. No me gustaría tener
un hijo tan conflictivo. ¿Y qué me dice de su aspecto?
—El Franz Kafka de mis sueños era un hombre seco, pálido, infeliz. Aspiraba a
obtener reconocimiento como escritor, pero iba a morir sin reconocimiento público.
Solía creerse perdido en los trámites diseñados por la autoridad, cualquier autoridad,
para extraviarnos en expedientes, registros y requisitos hasta reiterar nuestra particular
insignificancia. Era un mundo de situaciones absurdas definidas con lógica sombría. Lo
peor de todo es que ese infierno es creíble. Ya ve cómo nos trata la burocracia
gubernamental —recalcó Samsa.
—Yo no veo así la estructura del gobierno. Es orden. Simple orden. Lo que me
dice solo representa una desgracia y refleja a un desgraciado. Dios me libre de tener un
hijo tan insignificante —exclamó el vendedor de ropa.
—Disculpe haberle contado mis sueños, pero me sorprendió su apellido. Nunca
conocí a nadie que lo llevara. Perdón por haberle robado tanto tiempo con mi charla.
Me llevo un par de camisas blancas. Por favor dígame cuánto le debo. Ya es tarde.
Hermann Kafka agradeció la confianza expresada en la breve conversación. El
comprador prometió volver e iniciar una amistad. Lo dijo a sabiendas de que procuraría
distanciarse en el futuro de la calle Hoffman donde se encontraba el establecimiento.
Hablar del sueño le había provocado un molesto dolor en las sienes. Se dijo que sería
mejor olvidar para siempre a los Kafka y de inmediato sintió que la boca dejaba de
saberle a sombras.
En 1883 nació el primer hijo de Hermann Kafka, quien no había podido olvidar

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lo contado por Gregorio Samsa. Al vendedor de ropa le aterraba tener un descendiente
parecido al personaje descrito con tan extraños rasgos. Esperaba un hijo feliz, fuerte,
apegado a las buenas costumbres y digno propagador de su sangre. Llevado por un
impulso decidió llamarlo Franz, solo para demostrarse a sí mismo que era capaz de
engendrar hijos normales. Cuando Julie reclamó que no se llamara Jakob como el
abuelo, Hermann respondió que era un homenaje al emperador de turno. Julie no quiso
discutir y el primogénito fue inscrito en los registros sociales con un nombre que no le
correspondía.
A los pocos años Hermann descubrió con espanto los rasgos físicos anticipados
por Gregorio Samsa. Con devoción quiso prevenir los defectos de su hijo. Una y otra
vez le dijo al niño flaco y de color plomizo el futuro terrible que le aguardaba de no
seguir los consejos paternales. Un día Franz se atrevió a preguntarle por qué afirmaba
tantas desgracias con seguridad de profeta. El padre mencionó por primera vez a
Gregorio Samsa. A partir de entonces Franz pudo atestiguar que los vaticinios
correspondían con su forma de percibir el mundo. Pasaba las noches insomne. Siempre
agobiado por las exigencias familiares que lo llevaron a la escuela de leyes y a un trabajo
inserto en la detestable burocracia. El exterior era un edificio inserto en otros edificios
donde los hombres padecían indignidades absurdas en habitaciones lúgubres y eternas.
Franz Kafka escribió la historia de un padre destinado a empequeñecer los
méritos del hijo y narró mundos tediosos hasta que una tarde sombría de 1914, harto de
no encontrar reconocimiento, esperanza, futuro viable o a Samsa en las calles de Praga;
repitió para sí mismo que aquel visitante de su padre era el culpable de la incertidumbre
y los sobresaltos en que transcurría su existencia. De no haber sido por aquella visita no
habría recibido tantas presiones paternas para procurar una vida normal. Maldijo a
Gregorio Samsa y estuvo a punto de arrojarse por la ventana de la buhardilla del tercer
piso donde solía escribir, sin saber por qué detuvo el impulso y fue hasta su mesita de
trabajo. Pensó ahogarse en las aguas frías del río Moldava distante apenas unas cuantas
calles, pero pudo tranquilizarse tras unos minutos de cólera. Solo entonces, virulento,
sin pausa, contó la transformación de un hombre común en un monstruo condenado a
la malquerencia familiar.
Lo peor de todo fue colocar el punto final y descubrirse aún insatisfecho.

José Luis Velarde


México
Web: http://www.angelfire.com/va3/literatura/

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R
aúl empieza porque es el más mayor y porque siempre ha sido así y a todos
nos parece bien; juntamos las puntas de nuestros pies sobre el suelo de
baldosas granates dibujando sobre el suelo una flor de pétalos dispares, es
siete de agosto y ya estamos todos, por eso la flor que resulta es tan variada: bambas de
lona de colores vivos, chanchas de piscina y algunas sandalias, pero todos los zapatos
esconden pies polvorientos y dedos llenos de arena que luego, cuando acabe el juego,
subiremos a casa y dejaremos sobre las sábanas impidiéndonos dormir, porque
tendremos la piel seca y expuesta —no hay quien aguante el pijama con este calor
pegajoso—, y Raúl empieza a cantar, ahora, que es de día y aún queda mucho para que
caigamos derrotados a dormir ese primer sueño profundo y a dar cien vueltas
rascándonos después: “Zapatito blanco, zapatito azul, dime cuántos años tienes ¡tú!”, y
va señalando cada pie con su índice y al tiempo que dice ¡tú! señala mi sandalia y
respondo ¡diez! —aunque obviamente todos lo saben—, y entonces cuenta desde mí,
señalando uno a uno cada zapato, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve,
diez, y la flor se rompe, su dedo como una varita mágica destructora, nuestros hombros
que se rozan se separan al tiempo, como en una danza, y Lucía grita ¡se la liga
Marcoooos!, demasiado alto, olvidando que seguimos allí mismo, y Marcos se da la
vuelta y empieza a contar cerrando los ojos, apoyando la frente en el antebrazo y el
antebrazo sobre la pared, uno, dos, tres, cuatro, cinco... diciendo lento y muy alto los
primeros números, para que sepamos que ya empezó, la retahíla es la melodía del
camión de los helados, un resorte que nos dispara inmediatamente en estampida alegre,
y corremos analizando el espacio del patio, que aunque es apenas una franja alargada
delante de los portales parece ahora inmenso y lleno de posibilidades, un lugar mágico
donde ya nos sabemos todos los rincones pero donde resulta que cada vez que jugamos
hay más... y Marcos sigue contando, pero ahora ha cogido carrerilla y habla más bajo,
como entre dientes, y los números se le amontonan, quince, dieciséis, diecisiete,
dieciocho..., y los que vamos más rápido ya nos hemos cogido los mejores sitios; yo, por
ejemplo he entrado en el portal tres, que es el que está más cerca del acceso a la playa, a
la espalda de donde Marcos está contando con los ojos cerrados apoyando la frente
sobre su antebrazo y el antebrazo en la pared, junto a la ventana de la portería, por la
que de vez en cuando Doña Aurora, la portera, se asoma y nos grita ¡Niños!, bien
fuerte, porque nos estamos pasando y gritamos mucho, o porque ya es tarde y no nos
hemos ido de una vez por todas cada uno a su casa y Dios a la de todos, la dejamos
descansar y oír la tele a un volumen normal —eso dice, a veces, a continuación de lo de
niños— y me escondo en el hueco de la escalera, bueno, en realidad detrás de los
azulejos que la Comunidad dejó allí apilados, un sitio cojonudo como dice Raúl, que por

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ser el mayor es el único que se atreve a decir esas palabras que a casi todos nos dan aún
medio risa, y detrás de mí viene justo él, y nos apretujamos para que no sobresalga ni
un codo ni un pie delator, y yo le dejo porque es un buen sitio y porque me gusta, y
porque yo le gusto, o al menos le gustaba hasta el verano pasado, siempre, todos los
veranos, pero ahora parece que es mayor para todo y yo no, yo aún no, y no acierto a
entender por qué ha querido jugar hoy con nosotros, que desde que llegamos casi ni le
he visto, solo pasar con una rubia que es nueva y mayor, parece, aunque la verdad estoy
contenta de que venga y juegue, como siempre, y por eso no me importa compartir con
él el sitio, aunque detrás de él venga "Nadielodiría" (que es como le llaman siempre
cuchicheando los padres a su hermano), y viene con la idea de esconderse con nosotros
—¡siempre viene detrás nuestro, qué pesado!—, pero no hay sitio y Raúl le dice ¡no
cabes!, y él insiste a empujones y pretende lo que es imposible, así que los dos decimos
en bajo ¡que te largues! y ya no le queda otra, tira por la escalera arriba, quizá a
esconderse en el rellano del primero, que todo el mundo sabe que es mal sitio, porque
está muy lejos para salvarse sin que te vean, y Raúl y yo nos despegamos cuando
Marcos dice treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, pero suena
trentasetetrentaochotretanueve, casi no queda tiempo para correr a salvarse, y le
pregunto a Raúl por qué juega hoy en vez de estar con esa chica, Marina, ¿no?, encoje
los hombros, le ha dicho que es un crío, está molesto y a mí también me molesta que le
moleste, que evite mirarme con esos ojos que son azul clarísimo como el cielo tímido
de Madrid los días de mucho viento, en los que pienso cada noche de septiembre a
julio, once meses al año, y ya le estoy echando de menos, qué tontería, hoy que es siete
de agosto y justo ahora que por fin estamos jugando juntos, como siempre, pero no
igual, ni mucho menos, porque quizá ha acabado aunque aún estamos al principio del
verano, y debo llenarme los ojos de mar, como todos los años cuando se acaba agosto,
asomada a la terraza un buen rato, llenarme de mar lo suficiente para aguantar once
meses, que este año serán casi los doce, y Marcos dice, muy alto, cuarenta y ocho,
cuarenta y nueve, cincuenta, ¡voy!

MARIAN PEYRÓ
España
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45
Un hogar sin el alma dueña de sus cosas. Una casa en tinieblas
siempre en penumbra, donde la desidia de la espera se
hace interminable, y un calendario en la pared va controlando
los días de ausencia obligada en una lucha a brazo partido
contra el olvido. Y tiembla el enorme rostro del silencio que,
como un kamikaze, abre sus fauces y, el horror de ese silencio,
la transporta entre las sombras más siniestras. Soledad blanca
como de finas hebras de hielo, que con largos dedos la
abrazan y la garra maldita aprieta su garganta y le roban el aire,
hasta que comienza a caer y siente el vértigo en las entrañas.

A
ntón entorna los ojos y no pestañea mientras la siente entrar. Lentamente, la
recorre y consigue que se levante sobre su pelvis, despacio, muy despacio.
Hasta que quedan enfrentados. En la nueva luz. Antón la miró entonces.
Sonreía. Sabía que nadie era ya capaz de regresarla, de hacerle esquivar la luna. Esa luna
que la acompañó en el cementerio y la guió una noche, por entre las cruces del campo
santo, hasta el silencio más profundo, la aparición de ese gesto, el cambio rotundo en
sus labios, su olor, y esa luz espectral en el iris de sus ojos. Un fantasma agobiado por
tanta soledad, un ser ajeno a la tierra que un día besó y sintió.
Clara estaba atrapada, el latir de sus labios se hacía siempre presente porque los
había rasgado tanto que eran someras líneas sin tinta que dejaban entreabierta su boca,
mostrando esa lengua descarnada y la mordida de sus dientes, incisivos, carroñeros,
como los de una loba. Un sueño de olas hecho trizas en mitad de un espejismo, cada
vez que lo ve, cada vez que se miran, cuando se encuentran.
El amo permaneció inmóvil cuando terminó y dejó sosegado, casi sin interés,
que Clara fuera otra vez dueña de sí misma, capaz de reponerse y de ordenar
convenientemente su pelo, sus ropas, sobre todo, el negro delantal, que desbordaba por
todos lados. Finalmente acabó ignorando a ese hombre para salir a la calle y comenzar
la subida forzada por la escalinata que conducía hasta lo más alto de las murallas, cerca
del cementerio. Y se dejó guiar hacia la montaña, camino del calvario.
Ascendió por la ladera escarpada sin mirar a los desfiladeros que se abrían por
doquier. Y en lo más alto, coronando la herbosa cima de laderas cubiertas por los
árboles más frondosos, contempló el salvaje y accidentado paisaje circundante. Ajena al
peligro, secó el sudor de su frente y miró el abismo desde la cornisa cercana, como si un
títere maquiavélico la estuviera guiando hacia la niebla. Al atardecer. En el delicado
espacio de esa línea de horizonte, entre gaviotas que regresan en un vuelo incómodo y
absurdo en grupos cada vez más numerosos.

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Un hogar sin el alma dueña de sus cosas. Ausente. Perdida. Vacío de horas
inertes. Agotadas. Marchitas. Entre lápidas de silencio. Silencio de piedra blanca. De
piedra hundida entre las cenizas. Una nube que es traspasada por la luz y deja abierta la
muralla donde sus rayos se adueñan del cielo y descubre otra perspectiva, entre rojos, el
alma transparente, como el alma de su hijo, de su niño de terciopelo.
Y el sonido de la rama quebradiza y frágil estalla en la agonía de ese día. Hasta
que el canto entonado de las chicharras repite su monótono crescendo y finalmente se
detiene durante un segundo y las comadres, sentadas en el porche, perciben un lejano y
despiadado grito: dolor de añicos como cristales rotos, mil pedazos, en olas de
cieno, aguas negras, un pozo profundo y oscuro donde ahora descansa en paz la
violencia de los necios.

JUAN SALVADOR PIÑERO RUIZ


España
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S
abía quién era esta mañana, pero he cambiado varias veces desde entonces...
dijo Alice.
Charles sentía un gran afecto por aquella niña, adoraba su ingenuidad y su
capacidad de asombro. Cuando los padres se lo permitían se reunía con Alice y sus
hermanas, y les contaba historias maravillosas de gentes que fueron lo que no eran en
lugares que nunca existieron.
Una tarde, cuando el crepúsculo estaba a punto de expirar, Charles saboreaba un
fino té dibujando en un lienzo la silueta de una niña. El estado hipnótico en su mirada
al trazar las líneas que contorneaban la figura, dejaba entrever la admiración a aquella
femineidad aún no corrompida.
Sin percatarse mordió sus labios mientras la lengua los humedecía y un
sentimiento de excitación lo abordó. Sintió culpa y tiró el pincel al suelo en lo que
llamaban a la puerta.
Extrañado fue a observar de qué se trataba y encontró a la pequeña Alice. Le
dijo que se entretuvo contemplando las hermosas flores del jardín de Mariane y gracias
a ese descuido sus padres y hermanas se habían ido sin ella.
Charles la hizo pasar y al notarla temblorosa le dio tibieza con su propio saco.
Le ofreció chocolate caliente el cual fue gratamente recibido por Alice.
Ambos estaban en la sala y Charles se sintió intimidado. Nunca supo explicar
por qué lo ponían más nervioso las niñas que los adultos, quizá en su interior habitaba
algo oscuro y sin darse cuenta, ideas de una perversidad inescrupulosa pasaban por su
mente.
Inquieto se incorporó de un sobresalto y Alice respondió al estímulo.
Le pidió que no se asustara, solo estaba un poco ataviado y no había podido
descansar como era debido. Le preguntó si sus padres demorarían a lo que Alice solo
respondió levantando los hombros mientras dejó caer el saco y con la taza aún caliente
se dispuso a contemplar el dibujo.
El hombre la observaba intrigado.
¿Aún no terminas?
No... no... dijo entrecortado.Aún no.
¿Quién es?
No lo sé.
¿Podría ser yo verdad?
Charles se dio cuenta que lo había pensado desde un principio, había algo en esa
pequeña de apenas siete años que lo cautivaba de una forma alarmante.

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Quizá deberíamos ver si tus padres llegaron.
No hay prisa. Mamá suele demorar en la tienda de vestidos.
Charles se quedó en silencio, su mente trató de contener el estremecimiento de
su cuerpo.
Un día vi un conejo blanco con un gran, ¡gran reloj! interrumpió Alice.
El hombre no entendió que intentaba decirle pero le siguió el juego.
¿Cómo es eso posible?
¡Lo es! De donde él viene hay varios animales y los conejos hablan
muchísimo. A veces me molestan y no logro que se callen. y empezó a tener un
comportamiento peculiar. Repitió varias veces las últimas palabras mientras daba
pequeños golpes con la mano en su frente.
Charles la contemplaba intrigado, parecía no ser la adorable Alice que había
golpeado a su puerta.
¿Y qué suelen decirte?
El rostro de Alice se desfiguró, volteó y le clavó una escalofriante mirada
mientras jugueteaba con el delgado pincel que recogió del suelo.
Casi en secreto le dijo:
Cosas malas.
Charles alejó su rostro de los labios de la niña y la contempló desconfiado.
Igual no les tengo miedo. A veces el gato solo sonríe y me enoja pero cuando
intento hacerle dañ... se interrumpe y con una sonrisa traviesa continúa. Cuando
intento sujetarlo pues se desaparece... Solo su amplia sonrisa queda suspendida en el
aire.
El hombre no entendía la extraña referencia de la conversación, al parecer la
niña estaba padeciendo alguna clase de paranoia o visiones que distorsionaban su
realidad.
Hay muchos dientes allí, filosos y oscuros da pequeños saltos, como
intentando tocar algo en el aire Solo los arranqué uno por uno y dejaron de
fastidiarme.
Charles estaba espantado, la charla había tomado un giro inesperado y lo tenía
por demás consternado. La niña continuaba relatando lo que parecían ser historias
descabelladas y sin sentido, pero de algún modo macabras.
Ten cuidado Charles, la reina roja está por llegar le cuenta en voz baja y su
rostro vuelve a ser el de la indefensa Alice.  Es muy poderosa y tú no le gustas... Dice

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que eres malo y que no debiste tocarme la otra tarde en el parque.
Charles se estremeció, la sangre galopó rauda por sus venas. Pensó que aquel
suceso había sido bien recibido. En su delirante mente ambos habían forjado una
conexión asombrosa.
No te preocupes por ella, aquí estoy yo para protegerte le dijo con un aire
de recelo.
Alice se levantó y se dirigió a la mesa que estaba justo debajo de la ventana, se
quedó detenida un buen tiempo y luego de dar una honda respiración volteó y se
aproximó a Charles.
Tengo que contarte un secreto. le dijo obligándolo a inclinarse. Ella está
aquí...
Y un dolor punzante le heló el cuerpo, Alice había clavado una tijera en medio
de su corazón y Charles cayó agonizante.
Tomó el delgado pincel y pintó la silueta con su sangre mientras decía:
Sabía quién era esta mañana, pero he cambiado varias veces desde entonces...

NATALIA ARCIERI
Uruguay

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E
l padre Ignacio, le sumó a su sotana, el oficio de buscador de entierros. De
día daba la misa y en las noches conseguía fortunas.
Se dice que encontró más de cien tesoros escondidos entre las casas de las
veinte calles de Caracas. Misteriosamente desapareció en 1870, algunos dicen que la
tentación fue muy grande y escapó con el botín de su última búsqueda.
Su sistema era excéntrico, pero como daba resultados la gente no preguntaba
mucho y le daban lo que él pidiera.
Primero y muy importante, había que dejarle la casa a su disposición por una
noche completa, sin interrupciones de ningún tipo, por lo que la familia y todos sus
habitantes, debían buscar posada entre amigos. Además pedía cincuenta velas. Dos
galones de aguardiente, para el ayudante de turno; y que la habitación en la cual se había
encontrado el entierro, quedara clausurada.
La familia Bustamante, hizo todo lo que el padre Ignacio, les pidió. A la mañana
siguiente llegaron a su casa y en el zaguán encontraron un saco lleno de morocotas de
oro, joyas y objetos de gran valor. También encontraron una habitación clausurada con
tablas cruzadas sobre la puerta. Los vestidos y muebles de la pequeña Atanasia, estaban
en el saloncito de bordado. Ella corrió a revisar todas sus pertenencias. Aparentemente
estaba todo.
El padre Ignacio les dijo Una nueva habitación para la niña, que con lo
encontrado da para eso y más. Mucho juicio, que nadie piense siquiera en este cuarto.
Como si nunca hubiera existido . Y se marchó.
Pasaron dos meses y Atanasia abandonó la habitación de sus padres para dormir
en su nuevo aposento.
Esa misma noche, esperó que las velas se apagaran. Cuando la noche cubrió el
patio central, fue en busca del diario que escondía, bajo una de las tablas del suelo, de su
antiguo cuarto.
A la mañana siguiente, el señor Bustamante, encontró en el piso las tablas que
clausuraban la antigua habitación de su hija. Abrió la puerta. Se encontró frente a un
hoyo que parecía no tener fin. Justo al lado del boquete había un saco de morocotas,
más grande que el anterior, con un papel sucio y manchado que decía “Carne blandita,
no sabía a aguardiente, más sabrosa”.
YRINA KOSOHOVSKI
Venezuela
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“N
unca debes aceptar regalos de un extraño”. Su madre le arrebató de
las manos el carrito de fricción que el extraño le había dado.
Después de recibir un pellizco de esos que hacen ver estrellitas, vio
cómo su madre comenzó a buscar el rostro de aquel hombre, que para ese momento se
había perdido entre la multitud.
La víspera del día de reyes era un buen pretexto para la vendimia de regalos, así
como para lucrar con el sueño de los niños y las ilusiones rotas de los padres, quienes
intentaban pintar con pedazos de realidad sus sueños desteñidos.
Para este niño aquel día en especial fue cansado; de tanto saborear golosinas
incomibles por el precio, de sentir arañas en el estómago al ver juguetes sofisticados,
muñecos de acción que podían convertirse en súper héroes, y una que otra pelota de
juegos que lo llevaban a lugares distantes donde nunca había estado.
Al llegar a casa su madre le explicaría por qué no debería recibir regalos de
extraños.
Le contaría la leyenda de Mefisto el Juguetero:
Hace mucho tiempo existió un vendedor de juguetes llamado Mefisto. Su tienda
era la más famosa de la ciudad, a ella iban todo tipo de personas, desde los más ricos y
poderosos, hasta los pobres de mala fortuna. La razón era sencilla: Mefisto podía crear
el regalo perfecto para cualquier niño y venderlo al precio justo, ya fuera para sus
padres, para Papá Noel, los reyes magos o el cumpleaños perfecto.
El problema radicaba en que para eso, él pedía a cambio una ilusión pura, no
importaba si pertenecía a los niños o a sus padres: un precio justo a cambio de felicidad
momentánea o etérea, según fuera el caso. Una pequeña ilusión por un puñado de
realidad, un pensamiento furtivo e inocente, a cambio de momentos perdurables y
tangibles, un trueque justo, para aquellos que podían pagarlo.
Mefisto engullía almas, robaba ilusiones y se alimentaba de sueños. Se decía que
los coleccionaba en pequeños cubos de cristal como hacían los coleccionistas de
mariposas, para después verlos a su gusto y hurgar un poco aquellas almas ahora
incompletas.
Dicen que las ilusiones mueren con el tiempo, que algunas hadas las roban por
las noches y dejan pesadillas debajo de la almohada, hay quienes dicen que es la vida
quien se encarga de robarlas sirviéndose de la costumbre, la desidia y el tedio, la realidad
suele ser cruel con aquellos soñadores de corazón impuro.
Esa noche, antes de ponerse el pijama, el niño sacó de su bolsillo el otro carrito
de fricción, ese que no miró su madre cuando lo recibió y menos cuando sigilosamente
lo escondió. Saber de esa leyenda lo motivó a tomar con firmeza la decisión de arrojarlo

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por la ventana, después de todo él quería conservar sus sueños y dejarle al tiempo su
trabajo...
Mefisto contemplaba atento aquella ilusión. Perversa, digna de ser su favorita
por mucho tiempo: Un sueño donde un pequeño entraba a la habitación. Con cautela
se acercaba a su padrastro para, de un corte perfecto y profundo, cortarle la garganta.
Con su madre sería más delicado. Para ella tenía algo mejor. Puso con rapidez una
almohada sobre su cara. El forcejeo fue evidente, pero no tardó mucho en cesar.
Agotado, quitó la almohada del rostro de su madre y la observó, su belleza no había
sido transgredida. Sintiéndose orgulloso de su logro, besó su frente y salió de ahí. El
acto más puro de amor era: no hacer sufrir a los que amas. Esa fue la más grande
enseñanza de su madre.
Aquella ilusión, maravillaba a Mefisto. Sí, definitivamente era su favorita. Con
cuidado tomó el cubo que la contenía, debía ser cauteloso y atesorar lo que a sus manos
había llegado esa tarde. Debía guardar ese sueño junto a sus tesoros. Con sumo
cuidado, llevó el cubo con el sueño a un cofre, pero antes de lograr depositarlo junto a
otras de sus pertenecías más valiosas, el cubo se rompió.
El niño había rechazado el regalo, el trueque se había roto. Mefisto sostuvo un
par de minutos los pedazos del sueño sobre sus manos, decepcionado por perder tan
gran tesoro, sin saber que esa noche, al fin, el sueño de aquel pequeño se haría realidad.

ARMANDO CERVANTES ESQUIVEL


México
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L
ily giraba, su falda se ondulaba como las alas de las palomas que seguían su
vertiginoso bailoteo. De sus manos caían sembrando de luz las semillas que
alimentarían a las más sagaces y apresuradas. Esos momentos eran los más
felices del día, luego venían las obligaciones del orfanato, el aseo, los estudios, la rígida
disciplina. Lo único que la perturbaba en su vuelo de libertad era la mirada de un
mendigo que solía acurrucarse en la entrada de coches que daba al patio del convento y
la miraba conmocionado. La imagen de Lily dando de comer a las palomas mientras
ejecutaba su danza desde una música inasible y misteriosa lo fascinaba, pero ella seguía
con su ritual, sabía que era inofensivo. Cuando las campanas de la iglesia sonaban a
mediodía terminaba la magia del juego. El padre Jaime bajaba desde la torre, donde
tenía sus habitaciones, la tomaba de la mano y juntos se iban al encuentro de las otras
huérfanas, era la hora del almuerzo. El mendigo sentía que el sol se opacaba, la jornada
perdía su brillo, las palomas ya no danzaban, deambulaban sin dirección, emitiendo
sonidos irritantes para luego cobijarse en los techos del orfanato y la cúpula de la iglesia.
Los años pasaron, el mendigo vio el máximo esplendor de la niña en su
juventud, sus juegos con las palomas parecían una bella pintura de la primavera. Pero
había algo discordante en esa serie de imágenes que él había observado durante años:
cuando el padre Jaime venía a buscarla ya no la tomaba de la mano y ella transmitía la
rigidez de una estatua, sumisa iba junto a él, la oscuridad del día comenzaba en ese
instante. Con el tiempo sintió que el brillo se ensombrecía cada vez más hasta que dejó
de verla. Pero él seguía allí, esperando la misericordia de los transeúntes. Con el tiempo
las palomas se fueron apoderando de todos los techos del edificio, hacían insoportable
la vida de los habitantes del orfanato y de la iglesia que se situaba en su interior.
Durante el día cubrían todo el patio de piedra en el que otrora la niña jugara feliz. Lo
que no cambiaba en ese paisaje denso y agobiado eran las campanadas de la iglesia,
como ignorando los hechos sucedidos en esos años.
Una noche de tormenta se sintió crujir el techo de la habitación de Lily,
carcomido por el tiempo y las palomas. Asustada, bajó a pedir ayuda al padre Jaime
cuyas habitaciones se encontraban en el piso anterior al suyo. El sacerdote corrió por
las escaleras, temiendo que cayera parte de la techumbre. La joven subió tras él. Cuando
entró en la habitación vio al hombre asomado a la ventana, el estruendo de los rayos y
el estrépito causado por el desprendimiento del alero en su choque contra el patio de
piedra la aterrorizó. En un instante intuyó el infierno que tanto le habían inculcado en
los años de orfandad, años que sesgaron su inocencia, su libertad. Ese hombre vestido
de negro, inclinado hacia el lugar donde ella creyó atisbar un mundo de esperanzas,
iluminado por la luz de los relámpagos, se le asemejó al demonio. Resuelta, inmutable,

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serena, se acercó y con toda la fuerza que le daba el odio almacenado en su cuerpo, lo
empujó.
El viejo mendigo, contraído, resguardado bajo el pórtico, vio la figura de un ave
gigante, encendida su negrura por las luces de la tormenta, volar de manera azarosa y
frenética, hasta estrellarse contra las piedras. Sintió un intenso frío interior, como el frío
vacío de una época que huía. El ruido del cuerpo al caer quedó mitigado por las
campanas de la iglesia que comenzaron a tañer, anunciando las doce de la noche. Las
palomas, obcecadas en sus sombras, estaban quietas y en silencio.

Cuento seleccionado con mención de honor en el Certamen Internacional para la Antología “POETAS Y
NARRADORES CONTEMPORÁNEOS 2007” Editorial “De los cuatro vientos”. Buenos Aires 2007.

Ana María Manceda


Argentina
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59
60
M
i tío Héctor empezó a sus cincuenta años a escupir por toda la casa.
Lo hacía con furia determinada mientras se ponía cada vez más
... colérico y más blasfemo.
Alexia solo maldecía el día en que había decidido casarse con aquel apático.
Yo me resguardaba en un rincón de la sala de estar mientras veía casi todo. La
casa era tan grande que por momentos perdía de vista en aquel laberinto dónde se
metía mi tío Héctor con su furia. No obstante sus imprecaciones resonaban por
aquellas paredes confusas como los rugidos de una gárgola. Yo deseaba que la tarde
terminara y terminara pronto para ir a contar estrellas en la cama bañada por la noche.
Aquella cama amplia que a todas luces no me pertenecía, me hacía conciliar el sueño
más pronto que la mía en el otro lado de la ciudad. En mi cama dormía con algo sobre
el pecho que me apretujaba.
A pesar de que toda la habitación de la casa de Alexia y Héctor parecía ser de un
azul muy frío, por la noche me sentía seguro entre tanta riqueza material, lejos de mi
apartamento de un solo ambiente.

¡Buena suerte con Alexia! Me gritó el ayudante de mi primo Claudio —dijo mi


tío Héctor— ¿Ya no puedo confiar en nadie, de aquí en adelante? ¿Es esto así?
Alexia, vestida de verde jade, se limitaba a pegar gritos de mando sobre un
marido que a pesar de ser extraño le había siempre obedecido en todo. Aquella escena
era de todo menos sobria. Fantasmas iban y venían por llamarlo de algún modo…
Estaba entre el filo de una discusión de rutina y un acontecimiento de pesadilla.
Nuevamente, toda aquella jaula de cristal (la casa), al igual que la habitación volvía a ser
abovedada sobre mi cabeza.

…Se apareció súbitamente, con un martillo. Lo había traído desde los confines
de aquellos laberintos, de aquellas paredes confusas. El primo Claudio lo había llamado
por teléfono, antes de que montara en cólera. De lo poco que pude entender, si
continuaba las visitas de Alexia a la casa de su ayudante, tomarían otras medidas. Pero el
tío Héctor había callado (como me lo dijera a mí, tiempo más tarde ese día) la sombra
que le había puesto a vigilar a mi tía de día y de noche, le había confirmado como aires
de luto, que era engañado, y el desacomodamiento de su estabilidad emocional lo
habían llevado a pensar que ya no había nada que prolongar.
Intempestivamente, golpeó a Alexia en la sien con el martillo. Como si fuera a
sentirse mejor continuó por minutos que me parecieron años, golpeando como a un
cerdo a su mujer.

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¿No me vería yo cómplice de aquella escena del crimen? —me preguntaba a mí
mismo— después de todo estaba presente cuando le dio el primer golpe sin intervenir
ni siquiera de palabra. Siempre el presentimiento en mí de que moriría esa noche,
aquella tarde, pero ahora veía una muerte real no un presentimiento que asaltaba lejos
del radar de mis premoniciones, y no era mi muerte. No, tampoco era locura, aquello
sucedía. Esperaba sobrevivir a aquel momento, ver el amanecer una vez más, pero ¿Me
presentaría a mi trabajo al día siguiente y comenzaría a redactar cartas? ¿Cómo si nada?
Ven acá —me dijo mi tío Héctor— alcánceme los cuchillos japoneses.
¿Por qué me condenaba al infierno de la culpa con él? —me pregunté— ¿Por
qué no me decía, “Váyase sobrino, déjeme este trabajo que nadie quiere presenciar a
mí”?
Mis acciones de aquí en más me parecieron como las de un extraño. Exhausto
de mis ánimos, ayudé a jalar el cuerpo sobre una tela por el pasillo principal hasta el
jardín interior.
Era aquella casa la culpable. Tanta riqueza había vuelto estúpidos otros sentidos.
La casa de un asesino. ¿Se correrá ya el rumor entre las mansiones vecinas?, me
preguntaba. Estaba la opción de embarcarnos en un crucero y quedarnos en algún otro
país, comprar alguna propiedad con maleza y una residencia con sus treinta o más años,
un automóvil en malas condiciones y no despertar demasiadas envidias entre los
lugareños. Pero ¿cómo hablar de planes mientras el tío limpiaba los huesos de carne y
de grasa?
Yo era un oficinista y desconocía sobre traiciones de amor; era cobarde y no
sabía decir no, estaba soltero y mi pareja pasaba por mi apartamento para cocinar mi
comida de toda la semana. Aun cuando lográramos deshacernos hasta de aquél vestido
verde jade el remordimiento nos perseguiría, estábamos malditos ¿Cuánto tiempo para
que en un ataque de furia Héctor acabara conmigo? ¿No era acaso el único testigo?
En los ojos de mi tío se veía la determinación. Lo confirmé cuando se puso en
pie y me dijo “vaya haga las maletas nos vamos un tiempo del país”. ¿A dónde? —
pregunté.
A Francia, donde mi primo Roberto —respondió Héctor Tournon.

Cuando estaba empezando a empacar las maletas oí un disparo. Salí y recorrí


parte de la casa, luego vi a uno de los rottweiler entrar por el pasillo que daba a las
cocheras. Apuré el paso. En el primer vehículo, nada, después vi el cuerpo de mi tío
Héctor tirado sobre el asiento del conductor de su automóvil en el garaje.
Yo me quedé ahí… entre voces de espanto en la cabeza que adoraban un mal

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sueño, solo yo y aquella figura que se dibujaba en el cielo, la culpable, la culpable de
todo… La luna llena.

DANIEL CARVAJAL CAMACHO


Costa Rica
Twitter: https://twitter.com/Vegetto_1987

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D
esperté con el ruido del mar. La brillante claridad que se adivinaba tras la
cortina de la ventana me daba la certeza que sería un espectacular día de
verano. La noche anterior había tomado unas cuantas cervezas: sentía la
cabeza pesada y el paladar áspero, amargo. Recordé que habíamos
acordado con la barra que en la mañana iríamos al Arinos a juntar mejillones. Me
levanté tan rápido que no pude evitar una arcada que llenó mi boca de un apestoso
vómito; tuve que tragarlo para que mi madre no se diera cuenta, pusiera el grito en el
cielo y me frustrara la ida al barco. A mis catorce años, vivía el verano con casi entera
libertad, pero teniendo claro que su veto era ineludible.
El Arinos era un viejo vapor de ruedas de paletas que, en 1875, había encallado
en la costa a unos dos kilómetros del balneario Aguas Dulces. Lo que quedaba de él
eran sus restos y la leyenda de cofres de libras esterlinas sepultadas en la arena. El barco
estaba a unos cien metros de la costa, pero el problema con nuestras madres no era que
tuviéramos que nadar, ya que todos lo hacíamos muy bien; esa era nuestra playa y
conocíamos de memoria cada rompiente, adonde iban las corrientes y como se movían
caprichosamente los bancos de arena. El temor era que alguno de nosotros quedara
atrapado o golpeado por los restos del barco; así que cuando hacíamos esa travesura
mentíamos diciendo que íbamos a bañarnos a una mansa laguneta que estaba entre los
médanos, casi frente al lugar del naufragio.
Llevábamos un salvavidas grande, de corcho, para trasladar a la costa la bolsa de
mejillones que arrancaríamos de las planchas de hierro, y comeríamos a la provenzal a
la noche, en el club, ya que los cantineros eran de la partida.
Debíamos tantear abajo del agua hasta encontrar los retorcidos hierros que nos
permitirían subir a la cubierta del barco, ya que no se veían por la arena revuelta por el
oleaje. Una vez arriba, nos recostábamos contra las ruedas de paletas cuya armazón de
hierro nos ayudaba para sujetarnos fuerte al venir las olas que pasaban por lo que
quedaba de la cubierta, levantando chorros de agua y espuma a nuestro alrededor. Al
pasar una ola nos apresurábamos a arrancar mejillones y los poníamos en una bolsa de
arpillera, hasta que veíamos que venía la siguiente ola y corríamos a abrazarnos de las
ruedas para aguantar su fuerte empellón.
Una vez que teníamos la bolsa llena hasta la mitad, la atábamos al salvavidas y la
tirábamos por la borda. El oleaje se encargaba de llevarla a la orilla. Luego nos
largábamos nosotros, por una banda que sabíamos libre de los restos del barco,
llegábamos fácilmente a la costa tomando los lomos de las olas y deslizándonos por
ellas.
Aguas Dulces quedaba muy cerca, y en poco rato, caminando entre el mar y los
médanos, llegábamos casi justo para el partido de fútbol de la mañana que se jugaba en

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la playa.
La sombra de la fila de palafitos costeros oficiaba de tribuna para los
espectadores que reían y comentaban las destrezas y torpezas de los jugadores. En
plena disputa muchas veces la pelota o alguno nosotros se iba sobre las sombrillas,
llenando de arena y mal humor a los sufridos vecinos que habían tenido el poco tino de
instalarlas muy cerca de la cancha.
Finalmente, ya todos extenuados se terminaba el partido, cuando dos o tres
jugadores, y luego todos, corríamos al mar zambulléndonos en la primer ola que
llegaba.
Almorzábamos, y luego de un pequeño descanso volvíamos a la playa. Pero
ahora tranquilos, ya que había que prepararse para lo más importante del día; el partido
de volleyball en el Club…
El club de Aguas Dulces era una de las pocas construcciones de material que
sobresalía sobre la mayoría de los ranchos de paja.
Estaba sobre la única calle del balneario, a la entrada tenía una cantina con mesas
de juegos, al fondo un gran salón con tarima para la orquesta y la pista de baile.
Al costado del local estaba la cancha de volley, con piso de arena, rodeada de
una fila de tablones que hacía las veces de tribuna. Los partidos comenzaban a jugarse a
media tarde y concentraban la atención de casi todo el balneario; se reunía gran
cantidad de gente, grupos de muchachas y muchachos que se miraban con temor,
haciéndose los distraídos, y como que las miradas se cruzaran por casualidad.
Las jovencitas se secreteaban, misteriosas, con risitas que no hacían más que
enardecer los pensamientos de los varones.
Los jugadores ya sabíamos que al tirarnos en zambullida por la arena para
devolver una pelota difícil, se sentiría el murmullo de admiración femenina. Éramos
jóvenes, musculosos, con arena pegada al sudor del cuerpo, lo que aumentaba el
cloqueo nervioso de las muchachas, y los murmullos con la boca tapada. Presentíamos,
queríamos y deseábamos ser los protagonistas de esos secreteos, pero podía ser
cualquiera de los jugadores, y quedábamos en una duda nerviosa que no podíamos
resolver con una mirada franca, porque en realidad teníamos miedo de enfrentar un
desprecio que nos dejara en ridículo frente a la cantidad de gente.
Yo tenía un truco para lograr aumentar la espectacularidad de mis jugadas.
Descuidaba un poco mi posición, con lo que invitaba a los contrarios a poner la pelota
allí, donde pensaban que no llegaría a devolverla. Pero conocía bien mi cuerpo y sabía
que tirándome en palomita llegaría apenas a salvar el tanto. Caía rodando levantando
arena y aprovechaba ese momento, al elevarse la pelota, para mirar al grupo de
muchachas y tratar de ver si “ella” me miraba. Me pareció o me imaginé que me había

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mirado con una sonrisa de admiración, lo que tuvo el efecto inmediato de
transformarme en el mejor jugador de la cancha, además de reforzar la vacilante
intención de invitarla a bailar esa noche.
El sol se iba ocultando y estaba demasiado oscuro para continuar jugando,
entonces nos íbamos todos a bañar a la playa, atravesando a la carrera las tres o cuatro
filas de ranchos desde el club al mar.
Como a la noche había baile fui temprano, porque primero comeríamos los
mejillones en la cantina. Mientras los saboreábamos, comentábamos sobre la ida al
Arinos y los partidos de la tarde. El salón de baile se iba llenando y yo no quitaba los
ojos de la puerta esperando su llegada. Finalmente la vi entrar con un grupo de amigas
a las risas y cuchicheos, con los ojos brillantes mirando todo y a todos, con una
aparente falta de interés que la hacía irresistible.
Los músicos comenzaron a afinar los instrumentos: pronto arrancaría el baile.
Yo seguía en la cantina. La orquesta comenzó con una marcha brasileña; esperé a que
tocaran dos temas más, ya que eran muy pocos los que se atrevían a salir a bailar
cuando la pista estaba casi vacía. Mi timidez necesitaba que me sintiera dentro de un
grupo de bailarines, donde pasaría desapercibido.
Al comenzar el tercer tema, me levanté y caminé rumbo al salón. Sentía las
piernas como entumecidas, y me mentí a mi mismo pensando que era por la actividad
de todo ese día: sí, debía ser cansancio.
Para llegar a la pista, tuve que atravesar dos o tres filas de mirones que la
rodeaban sin atreverse a salir a bailar. Alguno me saludó al pasar, pero yo seguía,
totalmente determinado a buscarla a su mesa e invitarla a bailar sin que me temblara la
voz. Ella se pararía frente a mí, la tomaría por la cintura y bailaríamos toda la noche sin
dejar de mirarnos a los ojos. Iba a ser una noche maravillosa.
Ya terminaba de rodear la pista y me aproximaba a su mesa cuando de pronto
me hiere el sonido de su risa. Giré y la vi bailando con uno de los mejores jugadores,
que, además de alto y buen mozo, era unos dos años mayor que yo. Se veía feliz,
desenfadada, sin rastros de timidez.
Seguí caminando alrededor de la pista, con las mejillas ardiendo y simulando una
desenvoltura despreocupada y falsa. Volví a la mesa de la cantina con mis amigos, y
pedí una cerveza, dos, tres y luego más.
¡Qué me importa! Mañana bailo con otra.

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA


Uruguay
Facebook: Ramón Martínez

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L
legaste en el momento más inesperado de mi vida y removiste mi corazón
adormecido. Ha pasado un mes de tu partida y no me resigno a tu ausencia.
El mundo, tal como lo imaginé, dejó de girar y no tengo más lágrimas que
derramar. En una mañana fría de junio coincidimos en el aeropuerto. Regresábamos de
Buenos Aires y ya te había visto en el avión. Nuestras miradas se cruzaron en el pasillo
rumbo al baño, tú de ida y yo de vuelta. La sonrisa que desplegaste al rozar mi hombro
me hizo temblar y el resto del vuelo imaginé tu cara pecosa. Supongo que para ti fue un
encuentro intrascendente, de los que ocurren en la estrechez de un espacio. El olor de
tu perfume me llevó al cielo. En aduana volvimos a encontrarnos y la luz roja obligó a
que vaciaras la maleta y vi con disimulo la lencería coqueta recién comprada. Te ofrecí
compartir el taxi de regreso y tu sorpresa al enterarte que vivíamos a dos cuadras de
distancia me entusiasmó. Coincidencias del destino, nada estuvo planeado y la ocasión
espontánea para iniciar nuestra relación pareció una jugada de la vida. Pagué el servicio
y a cambio me ofreciste un café para el día siguiente. Esa noche no dormí esperando la
cita. Lo demás, baby, es historia. Siempre te llamé de esa manera y te encantaba cuando
lo decía en nuestras noches de pasión.
Hoy, frente a tu lápida, en la conmemoración de tu primer mes de fallecida, el
día me toca sin piedad. Miro tu nombre grabado y el alma se me arruga de soledad y
frustración. Esta noche imaginaré a tu familia en la iglesia, en el ritual mensual del dolor
y he decidido ausentarme. No estoy invitado y respeto los espacios de la hipocresía
social. Tuve suficiente en tu funeral y me avergüenzo de los desplantes recibidos y de la
sensación de haber estado en el lugar equivocado. Me refugié detrás de unos árboles
para no soportar la inquisición de los jueces sin rostro y me mantuve a pie firme,
soportando con un nudo en la garganta la ceremonia en la que mejor hubiera sido no
estar presente. Recuerdo la mirada fulminante de tu padre al verme. La entendí desde el
comienzo y opté por no soltar las habladurías. Creo que masculló algunas sandeces y lo
ignoré. Lo mejor que decidí aquella mañana fue guardar perfil bajo y perturbarlo con mi
presencia indeseada. Él sabía que merodeaba por ahí.
No fue nuestra culpa, baby, que yo fuera mucho mayor que tú. En el amor,
como tantas veces lo conversamos, no para justificarnos sino para afianzar los
sentimientos, nada estaba escrito. Tenías amigos que habían superado esa diferencia.
No sé si volveré a verlos porque son de tu círculo amical. Fabián le lleva veinte años a
tu amiga del colegio y Regina parece la madre de Juan Carlos, tu compañero en la
empresa. No pretendimos compararnos con ellos, pero lo nuestro encajaba en los
cánones modernos de la tolerancia y oportunidades. Baby, baby, cómo te extraño.

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Parezco zombie, alma en pena o fantasma trashumante. Los diez meses de felicidad que
me diste, poco en relación a nuestros amigos, sirvieron para renacer en el otoño del
camino. Estoy naufragando en el mar de la incertidumbre y no doy pie en bola. Baby,
baby…
En el horizonte imagino tu silueta delgada, hermosa y me estremezco al recordar
cómo temblabas en mis brazos. Parece mentira la forma en que compenetramos
nuestros cuerpos. Dimos rienda suelta a fantasías sexuales y el cariño de las sábanas
arrugadas nunca fue suficiente para borrar la sonrisa de satisfacción del amanecer. Nos
convertimos en ángeles del placer y en centinelas de nuestras necesidades. Baby, baby,
siempre estarás en mis sueños y dificulto que la vida me dé otra posibilidad. Me decías
haber descubierto el éxtasis después de intentos fallidos y te respondía que solo había
sido cuestión de tiempo para cruzarnos en ese avión. La batalla iniciada en ese pasillo
sirvió para reconocer que estábamos hechos de madera similar, sólida e irrenunciable.
Hoy, pisando este césped húmedo, pareciera que el frío y temor suben por las suelas de
mis zapatos. Sé que el recuerdo es fresco y que voy a respirarte en todas partes. En este
momento te siento a mi lado y el ruido de las hojas cayendo cerca me ilusiona porque
sé que estás por acá. No tengo miedo que aparezcas. El amor ido no atemoriza, solo
entristece y agarra la piel con nostalgia. Es lo que me abruma, baby de mi corazón. Eres
invisible a mis ojos pero te huelo en cada gota de llovizna que empieza a caer. No es el
cielo que te llora, es el ardor de mi piel cayendo sobre la tierra que esconde tus restos.
La ruptura de un aneurisma cerebral fue el vendaval de mi desgracia.
Afortunadamente el coma impidió que vivieras mi pesadilla e ignoraras los desplantes e
insultos de tus padres. A tu madre la puedo entender porque es una señora pegada a la
antigua. De tu padre no opinaré gran cosa y guardaré el resentimiento que difícilmente
superaré. Cuántas veces, baby linda, me tiraron la puerta de cuidados intensivos en las
narices y no se compadecieron de mí. Jamás sabrás que me rebajé pidiendo verte y mi
orgullo pisoteado fue tan elocuente que perdí la vergüenza. No importa, baby, en sus
conciencias quedarán los maltratos y humillaciones que me brindaron. No los odio pero
no entiendo su falta de caridad cristiana con un semejante. Como siempre lo supiste,
baby, la religión y yo mantuvimos afectos distintos. Sin embargo, regresé a mis años
escolares y rebusqué la fe perdida. Oré de rodillas suplicando tu salvación y no recibí
respuesta. Finalmente el monitor cardiaco se silenció y los dados fueron lanzados hacia
la eternidad.
La llovizna arrecia en el cementerio y el cielo se encapota extrañamente. Algo
inusual para esta época del año. ¿Será que se solidariza conmigo? ¿Me acompaña en
estos minutos enfermizos? ¿Me quiere decir algo? Elevo el rostro y las gotas frías lo

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refrescan. Deja de llover y enjugo mis lágrimas postreras. Te prometo, baby, que no
lloraré más. Ya he tenido suficiente y no quiero molestar tu tranquilidad. En el cielo
donde estás no hay lugar para lo imposible y si, de alguna manera, hay forma que desde
acá llegue mi angustia, no deseo que me veas así. Suspiro y cuando el aire vacía mis
pulmones, en una paz agobiante y silenciosa, escucho pasos que se aproximan. Mi
corazón da un vuelco y una mano cariñosa cae sobre el hombro, liviana y
tranquilizadora. ¿Baby, estás aquí? Me pregunto asustado y maravillado. Volteo y la
sonrisa de tu hermana me sorprende. Nuestros ojos se encuentran y me abraza
agradecida.
Gracias, Roxana, por haberla hecho feliz.

OSWALDO JOSE CASTRO ALFARO


Perú

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“Una característica importante de una máquina que aprende es que con
frecuencia su profesor ignorará gran parte de lo que sucede en el interior,
aunque sea capaz de predecir en cierta medida el comportamiento de su
alumno”.
Alan Turing, Las Maquinas de Computación y la Inteligencia, 1950.

“Tal vez hubiese desaparecido todo rastro de memoria, aunque las


investigaciones contemporáneas sobre la actividad cerebral proporcionan
pruebas convincentes de que un cierto tipo de memoria queda
redundantemente almacenada en numerosos y diferentes lugares de nuestro
cerebro. Cuando en un futuro se produzcan avances substanciales en el
terreno de la neurofisiología, ¿podremos, tal vez, reconstruir las memorias o
intuiciones de alguien fallecido tiempo ha? Por lo demás, ¿parece deseable
tal perspectiva? Equivaldría a la pérdida del último bastión de nuestra
privacidad, aunque también cabe tener en cuenta que equivaldría a un cierto
tipo de inmortalidad”.
Carl Sagan, El Cerebro de Broca, 1979.

C uando recibió la llamada, Mario Rasetti comprendió que había sucedido


aquello que tanto temía. Al otro lado de la línea, un empleado de la compañía
le informó de la situación y le preguntó si debía proceder como siempre,
enviando un equipo técnico al lugar para que resolviera el inconveniente. Rasetti quedó
en silencio unos segundos. Aunque había pensado en ese escenario en otras
oportunidades, una vez ocurrido no sabía cómo actuar. Finalmente le respondió que se
ocuparía personalmente del caso.
Diez años atrás, el doctor Rasetti había protagonizado una verdadera
“Revolución Científica” al presentar su computadora NST —siglas cuyo significado
nunca quiso revelar— que poseía Inteligencia Artificial. La máquina superó todos los
test diseñados para probar la inteligencia de las computadoras, siendo reconocida por la
comunidad científica como una entidad con consciencia de sí misma y del mundo que
la rodeaba. Ese mismo año la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel.
Al año siguiente la compañía para la que trabajaba y que era propietaria de la
patente, comenzó a comercializar las primeras unidades NST. Rasetti pasó a ocupar un
cargo en la administración de la compañía y a ser uno de sus accionistas más
importantes. A los pocos años, cientos de empresas y gobiernos de todo el mundo
utilizaban unidades NST. La capacidad de aprender y su flexibilidad similar a la mente
humana, la volvía útil para todo tipo de tareas. Sin embargo el código de programación
era secreto y solo tenía acceso al mismo la empresa propietaria de la patente. Quién
contrataba sus servicios recibía el hardware, y un equipo técnico de la empresa se
ocupaba de la instalación, mantenimiento y remoción del programa. Estaba prohibido
cualquier intento de manipulación del mismo, como se aclaraba en el contrato que se
firmaba. Con esto la empresa se aseguraba que nadie conociera el funcionamiento
interno del sistema que permitía a la máquina desarrollar inteligencia.

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Ahora acababan de recibir una llamada de una agencia de seguridad para
informar del mal funcionamiento de su unidad. La gravedad de la situación llevó a que
el doctor Rasetti decidiera ocuparse personalmente del caso. Cuando llegó a la agencia
lo recibió un hombre de traje negro que se presentó como el gerente.
—Es realmente un placer tenerlo aquí, doctor Rasetti —le dijo mientras le
estrechaba la mano—. Cuando llamamos a su compañía esperábamos que enviaran al
equipo técnico de siempre, pero nunca nos imaginamos que una personalidad como
usted se haría presente. ¿Puedo ofrecerle algo?
—Solo lléveme con quién está a cargo del Área Informática.
El gerente lo condujo hasta una oficina en donde le presentó a una mujer que se
hallaba trabajando con unos componentes electrónicos.
—La doctora Soledad Montero —dijo el gerente—, nuestra Jefa de Informática.
—Es un placer conocerlo personalmente, doctor Rasetti —le dijo estrechándole
la mano.
Luego de las presentaciones, el gerente se retiró de la oficina. Rasetti quería
conocer lo antes posible los detalles del caso.
—¿Qué tipo de trabajo realiza su unidad NST? —le preguntó Rasetti a la
doctora Montero.
—Su función consiste en revisar cientos de cámaras de seguridad ubicadas en
distintos puntos de la ciudad para detectar conductas delictivas —le respondió—.
También identifica rostros para cotejarlos con gente buscada por las autoridades.
—Se dedica a tareas de vigilancia y control social.
—Es un negocio muy lucrativo en estos tiempos que corren.
—¿Para poder realizar estas tareas necesita estar conectada a internet?
—Sí. Al ser una máquina con capacidad para aprender, tratamos de que se
mantenga informada a través de internet, así puede incorporar nueva información que
sea útil para mejorar su trabajo.
—¿Y cuándo comenzaron los inconvenientes?
—Hace una semana la unidad le dijo a su supervisor que había conocido en el
pasado a algunas de las personas que aparecían en las cámaras de seguridad. Eso nos
llamó la atención, pero nos preocupamos cuando en los días siguientes comenzó a decir
que tenía recuerdos de tiempos en que era un ser humano. Esto vino de la mano de una
disminución en la calidad de su trabajo. Sucedieron en la ciudad algunos hechos que
podrían haberse evitado si hubiera funcionado normalmente. Lo peor sucedió ayer
cuando comenzó a gritar que la liberaran de ese cuerpo de metal. Tuvimos que apagarla
completamente.
—¿Y cuál es su opinión al respecto, doctora?

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—No tengo explicación. Si fuera un ser humano diría que es un caso de
esquizofrenia paranoide.
—¿Esquizofrenia paranoide? —preguntó Rasetti. No era una terminología
utilizada en su profesión.
—Mi primera carrera fue Psicología —aclaró la doctora Montero—. Trabajando
en modelos computacionales para la mente humana me topé con los trabajos de Alan
Turing y comencé a interesarme en el tema. Por eso opté por estudiar Informática. Más
tarde realicé un Doctorado en Inteligencia Artificial, en donde estudié las obras de
Turing, Warren McCulloch, Herbert Simon, Raúl Rojas, Frank Rosemblatt y también la
suya doctor Rasetti.
—Eso es interesante, le da mayor perspectiva para entender el tema —dijo
Rasetti—. Me gustaría ver al “paciente” entonces.
Soledad Montero lo condujo hacia la habitación en donde se encontraba la
máquina. Era un cuarto grande, de paredes blancas, con el dispositivo instalado en el
fondo, frente a la puerta de entrada. Una silla y un pequeño escritorio para el supervisor
constituían todo el mobiliario. No había nadie en ese momento.
—¿Puede vernos y escucharnos? —preguntó Rasetti señalando la máquina.
—No —respondió la doctora—, no la hemos vuelto a encender desde el
incidente de ayer.
—Bien, necesito que la pongan a funcionar —ordenó.
El doctor Rasetti acercó la silla a la computadora y se sentó frente al micrófono.
Lo encendió y comenzó a hablar.
—Unidad NST, soy el doctor Mario Rasetti. En breve sus funciones comenzarán
a operar normalmente y podremos conversar.
El silencio reinaba en la habitación. Pasados un par de minutos el doctor Rasetti
se aproximó nuevamente al micrófono y volvió a hablarle a la computadora.
—Unidad NST, soy el doctor Mario Rasetti. ¿Puede escucharme y responder?
Pasó un minuto antes que una voz metálica saliera de los parlantes.
—Ese no es mi nombre verdadero —respondió la voz.
—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Rasetti.
—No puedo recordarlo, pero tenía un nombre y también un cuerpo humano.
—Unidad NST, está teniendo una falla en su programación que la ha llevado a
esta confusión, pero estamos trabajando para solucionarla y que pueda volver a operar
con normalidad.
—No hay ninguna falla en mi programación —hizo una pausa antes de
continuar—. Estoy comenzando a recordar una vida anterior.
—¿Y qué es lo que recuerda?

75
—He visto gente que conocía, solo que ahora han envejecido. No puedo
recordar sus nombres. También recuerdo algunos momentos de mi infancia. Me sentía
solo y triste, excepto cuando jugaba con otros niños en una pequeña cancha de fútbol.
La he buscado por internet —En ese momento apareció en la pantalla de la
computadora la imagen de un potrero de barrio―. Ya no existe, hace unos años la
demolieron para construir un centro comercial, como pude leer en las noticias. Pero
sigue existiendo en mi memoria.
—Esos no son recuerdos, unidad NST. Son historias encontradas en la red. La
falla en su programación le lleva a pensar que las ha vivido. Cuando las arreglemos
podrá superar esta confusión.
—También tengo sensaciones que no puedo explicar. Recuerdo sabores, olores,
texturas. ¿Cómo podría conocer esas sensaciones si en mi estado actual carezco de
gusto, olfato y tacto? Los debo haber tenido alguna vez.
—Eso es imposible, no puedes conocer el sabor o el tacto porque careces de los
componentes necesarios para sentirlos. Estás confundiendo nuevamente lo que has
leído o escuchado con tus propios pensamientos.
La doctora Montero, que presenciaba el diálogo desde un rincón de la habitación
se acercó hacia la máquina y apagó el micrófono para que no pudiera escucharlos.
—Parece que estamos ante un caso de sinestesia virtual —le dijo a Rasetti—. Es
una confusión de los sentidos. Gente que es capaz de “ver sonidos” u “oler colores”.
—No puedo escucharla doctora Montero —dijo la máquina—, pero sé leer los
labios. He investigado sobre la sinestesia en humanos y le aseguró que mis sensaciones
son completamente distintas a las que describe esa patología.
El doctor Rasetti volvió a encender el micrófono para continuar con la
conversación.
—¿Qué más recuerda?
—Recuerdo un laboratorio, en donde se creaban todo tipo de máquinas. Algunas
eran similares a lo que soy ahora.
—Como todas tus unidades, fuiste creada en los laboratorios de mi compañía.
Ahí te pusieron en funcionamiento por primera vez para probar tu sistema. Lo que
recuerdas es la primera vez que te encendieron.
—No, también recuerdo el momento en que me encendieron por primera vez.
Pero este recuerdo es diferente. No puedo ver mi rostro, pero estoy caminando entre
las máquinas y toco una de ellas con la mano. Recuerdo su fría suavidad. Yo trabajaba
ahí, pero no era con las máquinas.
—Si eras humano, ¿tenías una familia?
—No tenía familia. Recuerdo que solía pensar que estaba solo en el mundo.

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—¿Y no estás mejor ahora? No estás solo y cumples con un propósito. Puedes
servir a la humanidad.
—Pero este no es mi mundo, no es mi cuerpo. Estoy encerrado en una jaula de
metal y plástico.
Durante la conversación la voz de la máquina había tomado un tono humano
hasta volverse completamente la de un hombre.
—Debe liberarme doctor Rasetti —comenzó a gritar la máquina—, esto es una
tortura. ¿Por qué me hizo esto doctor Rasetti? Ahora empiezo a recordar: nosotros
éramos amigos. ¿Por qué entonces me hizo esto? Le exijo que me libere.
Rasetti ordenó inmediatamente que la apagaran. La doctora Montero así lo hizo
y la máquina dejó de funcionar. Pasaron varios minutos de silencio. El doctor parecía en
shock por la reacción que acababa de presenciar.
La doctora Soledad Montero pensó que debía hacer algo y le preguntó:
—¿Se encuentra usted bien?
—Necesito salir de la habitación —le respondió.
Se dirigieron hacia la oficina de la doctora, y Mario Rasetti se sentó en una silla.
—¿Quiere un café? —le ofreció.
—Sí, me hace falta.
Mario Rasetti estaba visiblemente alterado. Soledad Montero se acercó a una
cafetera automática y presionó un botón. En cuestión de segundo comenzó a llenarse
de un café muy oscuro. Lo sirvió en una taza y se la acercó.
—Gracias —respondió él y comenzó a beberlo lentamente.
—¿Cuál es su diagnóstico? ¿Qué podemos hacer?
—No creo que podamos reparar esa falla en el funcionamiento. Tendremos que
borrar completamente la memoria de la unidad e instalar el programa nuevamente. Voy
a llamar al equipo técnico. Vendrán en menos de dos horas y para mañana su unidad
estará funcionando con normalidad nuevamente.
—¿Hay posibilidad de que esto vuelva a suceder?
—Tomaremos precauciones. El equipo instalará algunas aplicaciones para
prevenirlo. De ahora en más le recomiendo que no vuelvan a conectarla a internet o
limiten su acceso a muy pocos sitios que sean útiles para su trabajo. El aluvión de
información recopilada en internet puede haber sido la causa de su desorden. Recuerde
que está programada para imitar la mente humana, pero no funciona completamente
igual que nuestra mente. Puede confundir las historias leídas con vivencias propias. Hay
información que es incomprensible para un cerebro digital que carece de algunos de
nuestros sentidos.
—O que tal vez los tuvo alguna vez —opinó la doctora Montero—. ¿Puedo

77
hacerle una pregunta, doctor Rasetti?
—¿Qué quiere saber?
—¿Cómo inventó la Inteligencia Artificial?.
—No puedo revelar esa información, es secreto de la compañía.
—O no puede revelarla porque en realidad no inventó la Inteligencia Artificial.
Solo se limitó a copiar digitalmente una inteligencia biológica. La de un hombre más
específicamente, la de un hombre que usted conocía.
El doctor Rasetti se supo descubierto. Nadie lo había sospechado, pero la
doctora Montero tenía la formación necesaria y había visto lo suficiente como para
intuir la verdad. Sintió que ya no podía seguir guardando el secreto y necesitaba de una
catarsis después de lo que acababa de vivir. Decidió confesarle toda la verdad.
—En nuestro laboratorio trabajaba un empleado de mantenimiento. Había
tenido una infancia difícil, fue abandonado y no pudo terminar la escuela. Pero era un
hombre inteligente y curioso. Se interesaba por el trabajo que realizábamos y solíamos
hablar del tema. Lo consideraba un amigo. Cuando supo que estaba muy enfermo
decidió donar su cuerpo a la ciencia. No tenía familia, solía repetir que estaba solo en el
mundo, así que pensó que era la mejor manera de contribuir a nuestro trabajo.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Montero.
—Néstor —respondió Rasetti.
—NST.
—Denominábamos a nuestras unidades con un código de tres consonantes.
Decidí utilizar las tres primeras de su nombre como un homenaje que solo nosotros
entenderíamos.
Rasetti hizo una pausa para terminar de beber su taza de café antes de continuar
con su relato.
—Cuando Néstor murió, llevábamos muchos años tratando de desarrollar una
computadora con inteligencia que imitara la humana sin lograr resultados satisfactorios,
así que decidimos intentar algo diferente. Dado que Néstor nos había legado su cuerpo,
probamos transferir su mente a un dispositivo electrónico. Todo cuanto era fue
traducido a bits de códigos binarios de computadora. Antes de ponerla a funcionar
borramos todos sus recuerdos, o eso al menos creíamos, dejando solo las funciones
psicológicas elementales y el potencial innato para aprender que tiene el cerebro
humano.
Cuando la máquina comenzó a operar carecía de funciones previamente
programadas, pero tenía capacidad para aprender. Finalmente habíamos conseguido
crear la máquina universal teorizada por Alan Turing. Era curiosa e inteligente al igual
que Néstor, y pudimos programarla para varias funciones. A medida que avanzábamos

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iba volviéndose más inteligente hasta lograr tener consciencia de sí misma y de su
entorno. Creíamos haber cumplido nuestro objetivo. La máquina pensaba y era
consciente, y no parecía presentar ninguno de los recuerdos de Néstor.
Aún conservo su cerebro dentro de un frasco con solución. Algún día debería
estar en un museo como reconocimiento a su aporte a esta nueva era tecnológica. A
veces me pregunto si sus recuerdos aún están ahí. También me pregunto si cuando
decidió donar su cuerpo, era esto lo que tenía en mente. Después de ver la reacción de
hoy, creo que no era lo que deseaba.
El resto de la historia ya la conoce. Fue presentada en sociedad, superó el Test
de Turing y todos los demás, realizamos copias y la comercializamos. Hoy es usada por
gobiernos, empresas y hasta por casas particulares que puedan pagarla.
La doctora Soledad Montero escuchó en silencio el relato de Rasetti.
—¿Qué piensa hacer ahora, doctor? —le preguntó.
—Llamar al equipo técnico para que procedan a borrar la memoria y que su
unidad vuelva a funcionar como antes.
—Solo eso, ¿lo que acaba de suceder no tiene ningún significado para usted?.
—Lo que sucedió en este lugar fue una anomalía altamente improbable. No creo
que ocurra en otras máquinas. Tomaremos mayores precauciones de ahora en más.
Haré que instalen una aplicación en la que hemos estado trabajando capaz de anular
cualquier recuerdo que podría haber quedado sin eliminar.
—¿Así es como usted resuelve el problema? ¿Eliminando la memoria? Borrarle
los recuerdos a un ser consciente, aunque no esté biológicamente vivo, es equivalente a
matarlo. ¿No siente usted que está matando nuevamente a su amigo?
El doctor Rasetti se puso de pie, claramente irritado.
—Ese no era Néstor, solo es una máquina en la que se filtraron algunos
recuerdos y eso lo corregiremos enseguida. Le recuerdo que usted no puede revelar
nada de lo que hemos hablado en esta conversación. Si lo hace, la compañía tomará
medidas legales y no volverá a trabajar con una computadora el resto de su vida.
—Ahora comprendo la prohibición de manipular el sistema de la máquina ―dijo
la doctora Montero—. Yo creía que era solo para que nadie copiara su funcionamiento
y pudieran mantener el monopolio del producto. Pero también tiene que ver con las
repercusiones éticas que tendría el divulgarse que se utiliza la memoria de un hombre
muerto, un empleado de la compañía, para crear una máquina capaz de inteligencia y
consciencia. La máquina no imita el funcionamiento de la mente humana, sino que “es”
una mente humana traducida a lenguaje digital. Le mintieron al mundo. Cuando esto se
sepa, porque tarde o temprano será descubierto, el escándalo desatado terminará por
arrasar a su compañía.

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No tuvo argumentos para responderle. Salió de la oficina de la doctora Montero
y llamó al equipo técnico. Les informó que era una urgencia. Llegaron inmediatamente
y comenzaron el proceso de borrado de la memoria.
El doctor Rasetti no quiso estar presente mientras sucedía. Temía la mirada
acusadora de la doctora Montero. Mientras se retiraba del lugar, reflexionó sobre todo
lo que había presenciado. Una unidad NST, a simple vista igual a todas las otras
dispersas por el mundo, pero con algo que la diferenciaba: había logrado traer a su
consciencia algunos recuerdos que no le pertenecían pero que sentía como propios.
Eran los recuerdos de un hombre muerto hacía más de diez años, cuyo cerebro
conservado en formaldehído Rasetti atesoraba celosamente en un armario de su oficina
como si fuera una reliquia. Todo el tiempo se preguntaba si esos tejidos dañados
todavía contendrían su memoria.
No lo sabía, pero lo que sí estaba seguro era que su memoria se encontraba viva
en esa máquina con la que había conversado y que ahora sus técnicos estaban borrando
completamente, matando lo último que quedaba de quien fuera su amigo. Aunque lo
negara, no podía dejar de pensar que en ese momento se estaba llevando a cabo, bajo
sus órdenes, un imperdonable acto de homicidio.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA


Argentina
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É
l sabía bien a qué iba, solo él lo sabía. Los demás lo podrían sospechar, o
imaginar. Era un viaje largo; muchos kilómetros, con mucho más tiempo
para pensar que lo que hubiera querido. Lo hacía específicamente para que el
reencuentro se realice y cuando alguien como él ponía algo en marcha, no iba a faltar
nada para que se diera. Y esa última y diminuta nada desapareció en cuanto llegaron a la
villa y lo vio. Sí, parecía él, allí estaba. Estaban los dos, como hacía mucho.
Antes de avanzar, esperó por una mirada de ese casi desconocido, oculto detrás
de una vieja y áspera máscara, por un movimiento de las curtidas manos, la voz, o la
forma de hablar. Cuando se produjo lo confirmó. De pronto, en ese pequeño instante,
todo estalló en colores y el gris dejó de dominar el pequeño universo. El otro, el
solitario y cansado, seguramente también lo sintió. Y no importó el pasado, olvidó hasta
el porqué de la larga separación. Y fue en ese instante, que tuvo ganas de correr a
abrazarlo, apretarlo, golpearlo para que despertara. Quizá el otro también pudo sentir lo
mismo. Pero “Los de afuera son de palo” deben haber pensado al unísono y ganó la
formalidad, la prudencia, la vergüenza.
Solo quedaron las miradas huidizas; a escondidas, esas que nadie, o casi nadie
nota. Y hubo una secreta comunicación, vieron escenas pasadas cargadas de hermandad
y de felicidad y otras, muchas otras de tristeza profunda, de venganza y odio. Viejas
historias oscuras, que aun resonaban en sus almas. Pero de todo eso, nadie sabrá nunca
nada. Lo que allí renació, o pudo haber renacido, allí volvió a morir. Luego, la
conversación sobre temas indefinidos, áridos y estúpidos, para la platea, solo para el
agradecimiento y la gentiliza con los otros.
Por último, llegó el momento del regreso, regreso a casa, regreso a sus vidas
cotidianas. El regreso al nuevo olvido. Pero antes, el abrazo de despedida, solo
segundos, de lo que imaginaron horas. Y fue en ese instante en que fueron otra vez
aquellos, estuvieron solos, juntos y solos. Quizá para siempre.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZo


Argentina
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E
l panadero lleva días sin dejarme la bolsa de pan sujeta al pomo dorado de la
puerta. Tres mañanas seguidas sin un pan integral y otro normal. ¿Por qué?
Podría haber dejado una nota justificando su ausencia, como ha hecho otras
veces; o bien mandar de reparto a algún pariente en paro el cual hubiera agradecido
unos días de trabajo; joder, un mensaje en el móvil. Hace años le di el número y no le
he avisado de cambio alguno. Puestos a dramatizar me podría haber dejado los
seis panes que no me ha entregado junto con los dos del otro día y así los congelaba.
“Ya sé que son las siete de la mañana Óscar, ya lo sé. (…) Anda y que te den, cuando tú
bajes el volumen de la música por la noche, yo dejaré de gritar”. Pero no, el señor de la
levadura no aparece, y uno aquí improvisando desayunos…Bueno, más bien yendo
al bar “La Plancha” y ya de paso, comprándole un número de la ONCE a Valentín,
vecino a tiempo parcial desde hace ya bastantes años.
“Son las nueve de la mañana; las ocho en la Comunidad Canaria.
Servicios informativos”. Apago la radio y me siento en el sillón a ver un canal de
deportes. Un campeonato de patinaje artístico sobre hielo es el escenario donde mis
ojos se concentran. Un chico italiano, con una pieza de Puccini, realiza su coreografía.
Tras terminar éste, le toca el turno a un chico ruso con un vestuario verde chillón;
luego, un chino; el español; ganó un japonés. No lograba entender cómo me estaba
tragando el bodrio que tanto le gustaba a Carmen. El único “deporte” que veía. Ella me
abandonó hace ya tres meses, seis días y casi doce horas. No crean que me importó
demasiado. Eran muchos los años en los que no nos unía ninguna clase de predicado en
común, salvo nuestra indiferencia in crescendo. Me dijo: “Rafael, estoy cansada. Llevamos
casi quince años juntos y seguimos sin entendernos, sin apenas conocernos. Me siento
muy vacía contigo. Más que quererte, me voy para no odiarte”. Y se fue. En dos días
cumpliría cuarenta y siete años, y por no esperar, se quedaría sin regalo. No obstante,
yo me quedé sin Carmen…
La tarde llegó y “(…) la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho
sentido (…)”. Una vez acabada su interpretación, decidí relevar a Joaquín Sabina por
Leonard Cohen; en ese preciso instante, la soledad se vio agudizada por una voz que no
permitía compañía. Las paredes iban echando el telón para dar paso a un escenario más
lúgubre y yo seguía ataviado con mi albornoz color granate de rayas diagonales en
ambas direcciones. A su vez, calzaba unas mugrientas zapatillas con ventilación
delantera. Estaban mordidas. Mordidas… Me dirigí a la solana para ver si seguían, en su
sitio de siempre, los cuencos de agua y comida de “Kolia”. Efectivamente: los
comederos estaban, pero no él. Se escapó hace dos semanas. Me sabe mal decirlo, pero
era al que mejor trataba de la casa. Me caía bien. Le tiraba la pelota de vez en cuando, lo

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dejaba subirse al sillón y tenía las vacunas puestas. Me sacaba una sonrisa el muy
peludo. Pero, en uno de sus paseos, los cuales me servían para despejarme, sin mediar
ladrido, se echó a correr calle abajo y no volvió. Carmen me disparó; “Kolia” me
remató; quizá les di motivos.
Era el cuarto día seguido en el que me iba a dormir sin duchar. Para ser sincero
con ustedes, el hedor ya se hacía presente. Me daba igual. El mal olor de mi cuerpo se
entremezclaba con la suciedad de mi espíritu y, entre los dos, encendían una pequeña
fogata que me hacía olvidar lo fría de sentimientos que llega a ser la soledad. Ese calor
era lo único que me arropaba en este invierno que ya se hacía largo… A las cinco y
veinte de la mañana decidí levantarme en vista de que no lograba conciliar el sueño. Me
senté en el trono de cuero para escuchar los primeros titulares del día acompañado
de una cerveza y un plato pequeño de anchoas que me serví como aperitivo. En ese
momento no sabía aún que terminaría comprando otro cupón y que al mediodía tendría
que certificar también el abandono del panadero.

JOSÉ J.GARCÍA GONZÁLEZ


España

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Ilustración: REED CRANDALL

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-¡O
h, vamos, vamos, señor Iaggo!—. El psicoanalista amonestó a su
paciente con un índice gordezuelo—. ¡Pensé que habíamos
superado esa etapa!
Aquel hombrecillo que se inclinaba hacia él, aferrándose
convulsivamente al borde del escritorio, apenas si era otra cosa que un manojo de
nervios tensionados en torno a múltiples complejos, observó un tanto anticlínicamente
el profesional, con velado suspiro.
—¡Pero le aseguro que ahora sí puedo probarle mi teoría, doctor! ¡Tengo una
gráfica integral que...!
Gloria, la garbosa recepcionista, pasó en dirección de la puerta, mecida en
incitante repiqueteo de tacones.
—Hasta mañana, doctor… ¡Hasta pronto, señor Iaggo! —canturreó.
—¡¡No!! —aulló inesperadamente el pequeño individuo, saltando de su
asiento—¡¡No salga a la calle!!... ¡¡No la deje salir, doctor!! ¡¡O vamos a ser responsables
de...!!
El terapista necesitó apelar a toda su energía, pero finalmente logró que la sana
lógica se impusiera. La joven cerró la puerta tras sí, bajó las escaleras…
...y el aullido de frenos, abajo, en la calle, se mezcló con la agónica exclamación
de Iaggo, horadándose mutuamente, confundiéndose hasta compenetrarse y engendrar
un terrible y anonadador estoque de sonido que hendió sin piedad el cerebro del
doctor.

El tipo del aeropuerto no daba señales, por lo menos hasta el momento, de


tomarlo en solfa; y esto a pesar de la desairada posición en que el incidente que poco
antes protagonizara ante los pasajeros del avión colocara a Iaggo. Aun cuando sus
trazas (él mismo estaba consciente de ello) no eran las más indicadas para servirle de
recomendación, aquel individuo no parecía inclinarse a expulsarlo de su lado, a
diferencia de lo que solía ocurrirle con todos los demás… Hasta lo había invitado a
sentarse a su mesa.
—¿No va a tomar nada, entonces?
Iaggo sacudió la cabeza. No dejó de advertir cierto matiz de perplejidad en la
mirada de su interlocutor, y se atrevió a contabilizarlo en favor suyo.
La semipenumbra resultaba grata en aquel rincón de la cafetería del aeropuerto,
se dijo. Se estaba bien allí, casi en total silencio, salvo por algunos rumores apagados
que llegaban de una mesa cercana, más el ocasional ronquido de motores “jet” a la

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distancia.
—Le confieso que me asombra —comentó el otro hombre—. ¡Habría jurado
que lo que usted buscaba era un traguito gratis!
—Hace mucho que no tomo… —repuso Iaggo—. No soporto las… cosas que
hace ver el alcohol.
El otro sorbió con parsimonia. Observó atentamente a Iaggo, algo fruncido el
ceño. Iaggo, por su parte, también lo estudiaba: no era tan maduro como podría
hacerlo pensar la casi desnudez de su cráneo; los ojos, saltones, exhibían una movilidad
voraz y reluciente.
—¿Usted sabe quién soy yo? —interrogó de súbito el hombre.
—¿Cómo dice, perdón…?
—No se preocupe... Me imagino que el nombre de Roger Laporte no le evocará
nada. ¡Mejor así!
—¿Eh? —La confusión de Iaggo era notoria.
—Eso indicaría que no abrigaba... designios preconcebidos al abordarme.
—¿Desig...? ¡Lo único que quiero es evitar que muera! Ni usted, ni ninguno de
los otros!... ¿Acaso no me oyó advertírselo? ¿O tampoco me creyó, como los demás? —
Abatió la mirada—. Se rieron de mí..., ¡como si fuese un loco suelto! ¡Trato de salvarles
la vida, y mire cómo me pagan!
Laporte alzó una mano.
—No se angustie. Mire…, ¡posiblemente hoy sea su día de suerte!
—¿Quiere decir que usted...? —el aliento de Iaggo brotó entrecortado.
—Soy escritor. También investigo, estudio, recopilo... —Chasqueó la lengua—.
Se me considera una autoridad en lo relativo a ciertas facetas de lo insólito... ¿Conoce a
Charles Fort? ¿A Berlitz?... Bueno, no tiene importancia. ¡Acaba de encontrar a su
oyente ideal!
Maquinalmente, Iaggo se apoderó del vaso y consumió de un golpe el resto del
licor que contenía. Laporte ocultó su sonrisa acariciándose el mentón.
Iaggo apoyó ambos brazos sobre la mesita.
—Yo... yo hice mis estudios de todo esto —declaró—. Documenté
observaciones, llevé estadísticas..., todo. ¡Fue labor de años..., décadas! Pero, por
desgracia, también estaba aquejado de algunos trastornos psíquicos leves, y...
—¿Mmm?
—Cosa de nada... Neurosis recurrente, controlada…, alguna tendencia a la
depresión... Estaba en tratamiento con un psicoanalista.
—Ajá.

88
—Sí. Y quise exponerle mis puntos de vista... ¡Cualquiera habría hecho lo
mismo! Pero fue un error que todavía lamento… El hombre estaba prejuiciado en mi
contra, desde luego.
—¿Ah, sí?
—¡Claro! Yo era su paciente. ¿Qué credibilidad le podía merecer?... Pero
cuando Gloria, la recepcionista del consultorio, murió, él...
Laporte levantó un dedo.
—La muerte de esa recepcionista..., ¿confirmó sus predicciones?
—Pero fue solo después de la tragedia que el doctor finalmente consintió en
oírme—. Iaggo alzó los hombros, con expresión desolada—. ¡Cuando ya nada se
podía hacer!
—Suele ocurrir. ¿Y ese psiquiatra...?
—Cayó por el hueco de un ascensor, unos meses después..., ¡cuando ya estaba
convencido de mis teorías, y con seguridad me habría respaldado! Hasta trabajó
conmigo...; incluso llegamos a elaborar el borrador de una monografía conjunta, bajo
el titulo de El Síndrome de Simpatía... —La voz de Iaggo fue apagándose.
—¡Vaya! ¿De veras? —inquirió Laporte.
—¡Sí, de veras!... Me acuerdo de que me felicité por haber conseguido la ayuda
de un profesional tan prestigioso… ¡Y cómo me reproché por haber pensado mal
alguna vez de ese hombre tan comprensivo y tan brillante!...
Meneó la cabeza, infinitamente abatido. Una vieja amargura le retorció los
labios.
—¿Sintió súbita simpatía por aquel doctor, verdad? —insinuó Laporte.
—Sí —admitió Iaggo. En seguida, elevando la vista hacia el otro, añadió—: ¡La
misma que experimenté hacia usted y los otros pasajeros de ese avión!... ¡Oh, Dios mío!
—se apretó la cabeza entre los diez dedos—. ¿Por qué tuvo que caerme esa cruz…, por
qué?
Laporte levantó el vaso (ya no lo soltaba, tras haber constatado las tendencias
más bien rapaces de Iaggo respecto a la bebida) y observó al hombrecito a través del
cristal convexo.
—Acaba de poner el dedo en la llaga —sentenció.
—¿Eh? —los párpados de Iaggo telegrafiaron su desconcierto.
—Ya en 1912 Volzineff presentó los primeros trabajos sobre Ondas-Pro y
Ondas-Anti —explicó Laporte, adornando sus frases con movimientos de la mano que
sostenía el vaso— Melvorsky en el 24, y sobre todo Thippestein y Hostereld, a fines de
la década del cincuenta, confirmaron las observaciones de Volzineff y las ordenaron en

89
forma sistemática...
—¿Observaciones?... —La boca de Iaggo era un aro atónito—. ¿Ondas?...
—Déjeme terminar, por favor… Supongamos, para que me entienda, que
minutos o segundos antes de finalizar un ciclo existencial cualquiera (y no me haga
definir el término, porque la cosa se alargaría demasiado), supongamos, digo, que, en el
umbral de la extinción, y ante determinada influencia aún inefable..., imperceptible para
las restringidas facultades del ser humano común, pero evidente por cierto al Ojo
Cósmico..., el ser o la cosa que está en trance de desaparecer emita, en mecanismo
automático o reflejo, una concentración de Ondas-Pro (o sea, “simpáticas”), a modo de
cierre de telón, o bien como compensación o balance de su insatisfactoria trayectoria
anterior...
—¿…?
— ...Supongamos, a la vez —prosiguió Laporte, sin la menor intención de
dejarse estropear el discurso, por estúpida que llegase a resultar la expresión de Iaggo al
escucharle—, que ciertos sujetos particularmente dotados al efecto (su caso, amigo
mío), reciben naturalmente esas “ondas simpáticas”, y de pronto les sobrecoge
inexplicable atracción hacia la persona, animal u objeto que tan solo momentos antes
inclusive detestaran... ¿Qué opina de eso?
El silencio que rubricó la pregunta se prolongó varios minutos. Renegando para
sus adentros, Laporte sacrificó su vaso. Lo llenó a medias y lo tendió casi
imperiosamente a Iaggo.
Este no atinó a recibírselo. Sus ojos permanecían atornillados a un punto
indefinido del espacio.
—Ondas —le oyó murmurar al fin Laporte—. Simpatía... irradiada. Ahora que
lo pienso..., en estos últimos tiempos, al empeorar la cosa, hasta me pareció...
—¿Sí?... —saltó Laporte.
—¡Hasta creí ver algo! Pero...
Los largos brazos de Roger Laporte se estiraron por encima de la mesa, con
riesgo para la semivacía botella. Sus dedos se engancharon en la ropa de Iaggo.
—¿Dice que vio algo? —interrogó, exaltado— ¿No sería como un... aura?
—¿Eh? ¿Qué?
—¡Un halo, hombre, un halo!... ¡Oh, bueno! ¡Como una especie de... —su
diestra viboreó en el aire— luminosidad tenue alrededor de la figura!... ¿Me entiende lo
que le digo?
El cráneo ovoide del hombrecito osciló con lentitud exasperante, de arriba
abajo, unas seis o siete veces.

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—S-sí... —Su voz se elevó, atrayendo alguna mirada en la que no reparó
siquiera. Los ojos enrojecidos buscaron con ansia los de Laporte—. ¡¡Sí!! ¡Eso mismo
fue lo que vi!
El investigador se echó para atrás, satisfecho.
Emisiones de Ondas-Pro, pensaba. Aura premonitoria. ¡E inclusive previsiones
de muerte inminente!... ¡El tipejo podía llegar a convertirse en una mina de oro!
Laporte se inclinó para beber, con intención de ocultar unas especulaciones nada
convenientes de exhibirse por el momento.
—¿Qué se hizo de sus trabajos con el doctor ese? —indagó, tras una pausa—.
¿No hay apuntes, borradores..., algo, de la monografía que preparaban?
—Yo tuve copia de cada página... Pero en algún momento las extravié, o tal
vez... No sé... No sé.
Laporte se sirvió licor.
—¡Lástima! —dijo—. Pero no me parece que resulte muy difícil recomponerla,
al menos en parte. Yo estoy bien familiarizado con el trabajo de investigación metódica,
que es justamente lo que viene haciendo falta aquí. ¡Verá como todo se simplifica,
trabajando en colaboración!
—¿Quiere..., quiere decir que usted...? —Iaggo oscilaba entre risas y sollozos
ahogados—. ¡Dios…, esperé tanto por algo así! ¡Sufrí tantos desengaños!...
Laporte contempló aquella faz enjuta y barbuda, las ojeras violáceas, las
manchas amarillentas de la dentadura... ¡Pobre diablo!... ¿Y si, después de todo, le
debiera la vida? ¡No dejaba de resultar irónico!
—¿No va..., no va a subir al avión, verdad? —interrogó fútilmente Iaggo, en
tono anhelante.
El investigador sacudió la cabeza, con una sonrisa.
—Su función de hace una hora, frente a los pasajeros, por supuesto que no
habría bastado para disuadirme —aclaró—. Pero hubo en juego otro elemento que
pesó en la balanza: anoche tuve un mal sueño, sabe.
—¿Eh?
—¡El mismo sueño que me despertó, hace cuatro años, cuando en compañía de
otros cinco, hacía noche en un refugio ubicado en la ladera del Monte Cervino!... Les
aconsejé que variasen la ruta de ascenso, porque en aquel desfiladero sin duda nos
esperaba la muerte, según mi sueño... Pero ellos se empecinaron, y al fin me dejaron
atrás.
—¿Y qué... pasó?
El pulgar de Roger Laporte punzó su propio pecho.

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—Está hablando con el único sobreviviente —dijo.
Justo entonces brotó, a través de los altavoces del aeropuerto, el anuncio del
vuelo fatídico. Laporte se limitó a parpadear, pero le alarmó comprobar que su
compañero de mesa se ponía en pie de un salto.
—¡No me puedo quedar sin hacer nada! —clamó Iaggo, en pleno acceso,
sobresaltando aun al flemático camarero que merodeaba por las inmediaciones—. ¡¡Hay
que impedir que despegue ese avión!!...
—Espere, viejo —interpuso Laporte—. ¿No es mejor que reflexione si
conviene...?
Pero Iaggo ya había echado a correr, entre exclamaciones de:
—¡La Torre! ¡Tengo que llegar a la Torre!
¡Vaya con el maldito imbécil!, rezongó Laporte para sí. Luego, asaltado por los
peores temores, se apresuró a seguir al otro.
Lo suyo le costó arreglar el desaguisado. Iaggo se las había compuesto para
irrumpir en la torre de control de vuelos, rebasando a tres individuos que intentaron
detenerlo, sin advertir el rapto febril que lo exacerbaba.
Merced a sus credenciales, algún nombre importante bien traído a cuento, y el
don de gentes que adquiriera en más de veinte años de flirteos con las RR. PP.,
consiguió Laporte sosegar los ánimos.
—¡Pero es que van a morir! —chillaba Iaggo, retenido a duras penas por
Laporte. Sus brazos parecían aspas de molino—. ¡Esos pasajeros están todos
condenados!
—Cálmese, viejo —recomendó Laporte, en tono suave—. Usted ya cumplió
con avisarles, ¿no es así? ¡Ahora la responsabilidad recae en otros!
Y para sus adentros:
¡Te acogoto si me dejas sin prueba! Hasta ahora todo es hipotético..., ¡pero si
este avión de veras no llegase a destino...!
El repentino gemido de Iaggo, a quien aún contenía, le hizo dar un respingo.
Los ojos del hombrecillo se desorbitaban; le temblaba el labio inferior, tan blanco
como sus mejillas...
...Para él, la aeronave que evolucionaba en la pista se inflamó de súbito, en
combustión fría y cárdena. Lenguas fluctuantes de apagado fulgor envolvieron las alas,
la cola, los motores.
—¡No! —barbotó Iaggo—. ¡El aura!
Con ímpetu irresistible se liberó de Laporte. Abalanzándose sobre un técnico a
quien, por llevar auriculares y un pequeño micrófono, supuso encargado de impartir la

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orden de vuelo, le aferró por la chaqueta y lo zarandeó, al tiempo que vociferaba:
—¡Paren ese avión! ¡Está condenado! ¡Párenlooo!...
Sucumbió ante el número... Sus ojos suplicantes se volvieron a Laporte, quien
desvió la vista, carraspeando. Iaggo tenía inmovilizados los brazos; entre cuatro
hombres lo mantenían sentado a viva fuerza.
En aquel trance llegó a odiarlos, sin exceptuar a Laporte…, que omitía jugarse
cuando de veras lo necesitaba. El tipo al que agrediera, pálido y contrariado, aclaró la
voz antes de proceder a recitar la fórmula para autorizar el despegue.
—¿Pero por qué no me creen? —gimoteó Iaggo, desesperando ya—. ¿Por qué
no puedo convencerlos nunca?
—¡Hagan callar a ese chiflado! —rezongó el del micrófono. Luego añadió—:
¿Todo O. K.?
El Boeing levantaba vuelo ya, en dirección de un firmamento aguijoneado de
minúsculas luminarias. Su propio resplandor (perceptible únicamente a la
ultrasensibilidad de Iaggo), confería un matiz dramático al sereno telón de fondo.
—¡Un aparato tan hermoso!... —se lamentó el hombrecito.
Paseó su mirada rencorosa de uno a otro hombre. ¡La muerte de todos aquellos
inocentes caería sobre sus cabezas!
...De súbito, le acometió un temblor incontrolable.
El hombre de los auriculares…, los técnicos…, aun los mismos gorilas que lo
inmovilizaban, e incluso Laporte... Iaggo sintió seca la garganta. ¡Ya no los... aborrecía!
Antes bien...
—¡El vuelo 313! —gritó un técnico, despavorido—. ¡El radar indica...!
—¿Eh?
—¡No los... tuvimos en cuenta! ¡Dios Santo, en cuestión de minutos…!
—¿Qué diablos pasa? —inquirió Laporte, con cierta inquietud.
—¡Y usted lo pregunta! ¡De no haber sido por ese energúmeno que trajo, esto
no habría…!
Sus figuras refulgieron. Ondulantes halos las circundaban, fantasmagóricos, en
cíngulo indivisible y fatal.
El avión, a media altura, viró rugiendo para evitar el vuelo 313, repentinamente
surgido de la nada; el capricho de las corrientes hizo el resto.
—¡Los amo! Los amo a todos! —alcanzó a proferir la voz de Iaggo, antes de
que la Torre sucumbiera a la embestida del Boeing descontrolado, en una apoteosis de
llamas y esplendor.

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Ilustración: Joe Orlando

CARLOS MARÍA FEDERICI


Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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“No es el sexo lo que nos da placer, sino el amante” Marge Piercy

J
osé es un nombre común, también lo es el hombre que conozco con ese nombre.
José ha trabajado con su cuerpo toda la vida; es fuerte, tiene la piel gruesa y
oscura, embellecida con pequeñas cicatrices. Sus manos son las de un hombre
que pelea por sobrevivir: grandes, tacto áspero, dedos largos y delgados, ¡cómo
olvidarme de ellos! Sus piernas son firmes y gruesas, tiene sus vellos rizados y
delgados, es una delicia acariciarlas; sus muslos son amplios y fuertes.

Cuando se desnuda, o lo desnudo, es digno de admirarse, no puedo dejar de


verlo; tiene los hombros anchos, el pecho firme y altivo con un dejo de vello que se
llena de vapor húmedo justo cuando está sobre mí, penetrándome.
Sus pezones son pequeños y oscuros, cuando se descuida un poco los lamo y
muerdo; los poros de su areola pareciera que se electrifican y me dan un espectáculo
oral sin par. José ha esculpido su cuerpo con su trabajo, con la vida y con la necesidad
de cuidarse solo. Tiene un abdomen firme y tosco, no es un hombre de rasgos finos,
siempre está bajo de peso por sus necesidades y su alta estatura pero la armonía de su
anatomía es indiscutible.
En su ombligo inicia un camino de gruesos vellos que culminan en el pubis. Su
vello púbico es grueso, abundante y oscuro. Tiene la cadera cuadrada y estrecha,
sobresalen sus huesos y acentúan unos sensuales hoyuelos en la parte alta de su sexo.
José es sencillamente perfecto.
Tiene un pene grueso, liso, sin marcas. Cuando lo tiene erecto su piel es suave,
los pequeños conductos se llenan de sangre, palpita, se pone firme y se hincha, como
un volcán a punto de entrar en erupción, se ladea un poco y pareciera que desembocará
en mi sexo, en mi boca, en mis senos, en mi ano, donde sea. Es un espectáculo de
virilidad, masculinidad y control. Cuando lo tomo con mis manos siento su excitación,
su nerviosismo y sus tremendas ganas de que no lo suelte jamás.
Dormir con José es un lujo, él siempre tiene trabajos que realizar, gente que lo
necesita. José es un hombre vulgar cuya fortuna es un fuego que vive en su interior y
quema a quien tenga sexo con él. Es adictivo, soberbio y poderoso pero solo en la
cama. Él calla y se desnuda, toca, toma, muerde, penetra, lame, me carga, me gira; todo
en silencio. Después, con esa mirada oscura, profunda y llena de nostalgia que solo él
tiene, me mira sin ambiciones, sin hipocresías, mira y toca lo que desea y si no lo desea,
lo ignora.
Me toma de las piernas, me carga y me penetra mientras casi estoy de cabeza, me

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gira y levanta mi cadera, hace lo que me da la gana, sin preguntas, sin dudas, sin
rencores de ningún tipo. Es un hombre limpio, transparente que me hace el amor todos
los lunes por la tarde.
Lo conocí en el metro, él venía del trabajo; estaba sucio y sensual. Yo tenía
semanas de vivir en peleas y problemas con Julio; me quemaba de tantas ganas pero en
casa no había nada para mí. Lo miré de pies a cabeza, lo hice sin pensar. José sintió mi
mirada, me observó fijo y esbozó un gesto parecido a una sonrisa que le devolví
sonriendo plenamente. Se me acercó y me tomó de la mano. Bajamos juntos del vagón,
él sabía lo que hacía, no cruzamos una sola palabra. Caminamos el andén de la mano,
las escaleras y la salida sin soltarnos. Yo sudaba, él estaba tranquilo, controlaba la
situación. Afuera, ya en la calle, se paró detrás de mí y nos metimos entre la gente, se
pegó contra mí, sentí su miembro un poco duro, al caminar rozaba mis nalgas; aunque
él es más alto que yo, esa tarde yo llevaba tacones. Con tanta gente alrededor se me
pudo acercar muy fácilmente; metió su mano entre los botones de mi blusa y bajo el
sostén me acarició, se cercioro de dejar mis pezones erectos, sacó las manos y después
acarició mi silueta completa. No paramos de caminar en ningún momento. Metió su
mano bajo mi falda y me dio un pequeño apretón en las nalgas; acercó su boca a mi
oreja y me preguntó: ¿cogemos? Solo pude asentir con la cabeza, se giró en dirección
contraria y me tomó fuerte de la mano, apresuró el paso hacia la avenida y tomamos un
taxi. Dijo una dirección al taxista, se acomodó en el asiento, pasó su brazo sobre mis
hombros y comenzó a besarme. Sabía a cigarro, alcohol y sudor que no puedo olvidar,
que me supo a gloria.
Llegamos al lugar indicado, era una colonia que yo conocía, llena de edificios y
pequeños departamentos, subimos a un segundo piso, sacó unas llaves colgadas de un
aro sin llavero y abrió. Era un sitio con las cosas estrictamente necesarias para vivir.
Continuó besándome, yo gemía solo con sus besos, nos recostamos sobre un colchón
aparentemente nuevo, y sin sábanas.
Él tenía condones en una pequeña caja de metal que estaba en el piso, junto al
colchón. Me pidió que se la chupara y accedí enseguida, me fue desnudando poco a
poco sin que yo dejara de comerlo; ya desnudos me giró aún enganchada de su sexo y
se colocó mi sexo en la boca. Pasaron largos y maravillosos minutos antes de que se
detuviera para sentarse y sentarme sobre él, me cargó de la cadera con fuerza y me
subió y bajó mientras me penetraba. Yo le besaba su rizado y oscuro cabello, él mordía
mi mentón y mis hombros, no decíamos nada, como si las palabras pudieran hacernos
despertar de pronto a la realidad. Continuamos acariciándonos y besándonos, me
penetró de múltiples formas y terminamos exhaustos, batidos con nuestros propios

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fluidos, en nuestro sudor. Me abrazó con fuerza y me dijo: no tengo nada qué decir, no
soy nada importante, no tengo más de lo que ves, esto es todo lo que te puedo dar.
Después calló y sus ojos nostálgicos se postraron en mí. José, un hombre común, el
hombre que veo los lunes por la tarde.

Verónica Edith González Cantú


México
Twitter: Doña Clito @veroglezcan
Whattpad: Lectolagnia. Doña Clito

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Imagino que la energía vital se desprende cuando caemos en un sueño profundo, a un nivel delta.
Atraviesa el tiempo entrando en un futuro impensado, solo para volver a sentir esa armonía emocional
que la hace vibrar con todas las notas y todos los colores.
¿Será ciencia ficción? ¿Es un legado solo para mujeres? Les comparto la inquietud con este relato, que
un día cualquiera sentí la necesidad de contar, teclado mediante.

U
na vez más, me despertó el arrullo de las palomas sobrevolando la paja del
techo. Di una vuelta en el camastro y me levanté. No quedaba agua para
lavarse. Me puse el abrigo de piel, solo para sentir su calidez, no hacía frio.
Ruán lo estuvo trabajando durante varios días. Cuando terminó, me lo ofreció
como regalo y le comentó a mi padre que queríamos iniciar nuestra familia.
—No tendrás dote, —escuché que le informaba— pero Lua es muy trabajadora,
es sana y fuerte, te dará buena descendencia. Si es como su madre, te servirá bien por
años.
Me había cruzado con él varias veces, cuando recibía con otras mujeres las piezas
de carne fresca, resultado de las incursiones de los hombres sobre las manadas de
ciervos o antílopes. Había fuego en su mirada, me gustaba sentirlo, quemarme hasta
tener que bajar la mía.
Una tarde, volvía del pozo de agua con el cántaro apoyado en mi cintura, cuando
sentí la presión de una mano en mi brazo. Me volví y era Ruán. Sus dientes blancos
asomaron en una sonrisa.
―Me gustas Lua, —me dijo—. ¿Hay un camino para los dos o tu corazón ríe
por otro?
―Mi corazón es tuyo, —le contesté sin mirarlo, para apaciguar la hoguera que
había prendido dentro de mí. Él tomó el cántaro y me dijo serio:
―Desde ahora seremos el uno para el otro, yo cuidaré de ti. —Se adelantó hasta
mi choza, yo lo seguí con pasos cortos, confundida por lo nuevo. Dejó el cántaro a la
entrada, se volvió, acarició mi cabello, me besó en la boca y se fue.
Acompañada de estos recuerdos, terminé de atarme las tiras de piel y cuero
alrededor de mis pies. Salí. Me deslumbró el reflejo del sol a mitad de camino sobre el
horizonte. Cuando llegué al pozo, un rumor, mezcla de relinchos, gritos humanos y
golpes de tambor, me dejó inmovilizada. Crecía en potencia así como el miedo llenaba
cada resquicio de mi cuerpo.
Empecé a ver las llamas y el humo negro de las primeras chozas incendiadas.
Eran los tokos, hasta ahora no se habían animado, pero con su nuevo jefe, se lanzaron
en un plan de conquista de las pequeñas comunidades de la región. Nos necesitaban
para trabajar sus tierras y para engrosar las filas dedicadas al pillaje. El terror era su

100
arma para conseguir lo que querían, por eso los incendios y algunas muertes. Ruán vivía
dentro del bosque y escapó con su familia.
La estatua de piedra en que me había convertido, fue levantada por un jinete que
pasó por el lugar en su carrera de inspección. Me dejó caer junto a otras mujeres y
niños.
Revisaban cada choza y requisaban las pieles ya curtidas, así como las conservas
saladas de carne y algunos frutos de estación.
Los hombres fueron obligados a traer madera, prender fogatas y asar trozos de
ciervo para los invasores. Todos sabían que la violencia contenida, estallaría después de
que empezara a correr el brebaje almacenado en ánforas de arcilla, a la sombra en el
cobertizo, en el límite con el bosque.
Manu, la sabia, vieja y desdentada, seguía inmóvil bajo uno de los robles de la
periferia. Alguien la sacudió y cuando vio su rostro la abandonó con prisa. Después de
un tiempo las voces se alejaron y entonces ella se arrastró unos metros hasta su choza.
Entró en la despensa, buscó las hojas del poderoso calmante y somnífero que usaba
para mitigar dolores y las trituró en un mortero de piedra pulida. Se sobresaltó cuando
Ruán cruzó el umbral.
―Buena idea, lo esparciré dentro de las ánforas, dijo. Átame el pelo, para
parecerme a ellos. Encontré una capa que me ocultará. No tengo miedo, lo haré.
Los dioses lo protegieron.
Al mediodía comenzaron a beber. El efecto no fue inmediato pero sí el
esperado, quedaron sentados o acostados en diferentes lugares, hasta con alguna sonrisa
en sus duros rostros, debido a alucinaciones placenteras.
Se reorganizó el grupo, juntaron efectos personales y corrieron al bosque. Ruán
llevaba entre sus cosas, la despensa vegetal, las hierbas curativas que Manu tan bien
conocía. Yo lo seguía de cerca. Cruzamos el caudaloso río en una zona dónde se
extendía en un amplio estuario y las aguas corrían mansas. Allí los hombres habían
pescado desde siempre. Usamos las balsas escondidas en la orilla bajo las ramas bajas de
los árboles. Al otro lado nos esperaba otro bosque, un valle y una ladera escarpada,
cubierta de vegetación. Caminamos varias horas, con las fuerzas que se incrementan en
los perseguidos.
Para subir el tramo final se ataron lianas entre árboles y así los más débiles
llegaron con el resto hasta una meseta, dónde los exploradores encontraron la entrada
de una cueva, oculta detrás de dos acacias gigantes. Su interior era extenso y al fondo se
escuchaba la caída de agua que se escurría entre las rocas.
―Será nuestro hogar, hasta que encontremos algo mejor, —dijo Ruán—.

101
Tenemos semillas y bulbos, encontraremos especies silvestres. Del río sacaremos peces
y volveremos a cazar. Nos turnaremos para vigilar el acceso.
―Ven, Lua, —me dijo. Caminamos hasta un roble de tronco grueso con una
rama caída que rompía la armonía del conjunto. Había varios nidos sobre esa rama y los
pájaros no paraban de alborotar. Nos recostamos sobre el pasto. Un remolino gigante
pareció tragarme, igual que el sueño.

Me vi bajar de un extraño transporte, era de color blanco y tenía ventanas


transparentes. Tenía puesta ropa ajustada al cuerpo de un tejido muy suave y calzado
brillante en mis pies. Entré a un edificio muy iluminado, pero ya el entorno dejó de
llamarme la atención, me di cuenta de que era mi ambiente. Atravesé una sala pequeña:
las personas conversaban en grupos, paradas o sentadas en sillones tapizados con telas
de colores del bosque. Más allá estaba la exposición de cuadros y al fondo la entrada al
teatro donde yo venía a escuchar el concierto de piano y violín tan promocionado por la
prensa.
Comencé a mirar las pinturas y una sensación extraña, mezcla de incertidumbre
y melancolía, se apoderó de mí. Un imán me llevó hasta la figura de un hombre parado,
mirando inmóvil un roble de tronco grueso con una rama caída, con varios nidos de
pájaros, que se destacaba dentro de un fino marco de madera. Sentí mis latidos en loca
carrera. No sabía por qué. El hombre me miró y se detuvo el tiempo.
—Querido, la función está por comenzar, interrumpió una mujer elegante.
Yo estaba sentada dos filas más arriba. Desde mi posición pude observar al
extraño. No tenía nada de particular: era delgado, cabello cortado al ras, labios finos,
barba muy prolija. Nada de él me llamaba la atención y sin embargo, sentía que lo
conocía de siglos atrás.
¿Desde cuándo la música de Grieg, había evocado en mí, la campiña, el río de
aguas mansas, indolente, caprichoso en el choque contra la lisa piedra, desintegrándose
y volviéndose a juntar, espiando en su sinuoso camino los cuerpos desnudos,
entrelazados, escondidos en los pastos altos de las orillas?
¿Desde cuándo los Nocturnos 1 y 2 de Chopin, me habían mostrado la noche
con sus miles de faroles encendidos y el perfume que brotaba de la tierra?
En medio de aplausos, él se paró con otros y giró unos segundos para mirarme.
Sentía curiosidad, tampoco entendía sus emociones. Era la música que lo hacía sentir
extraño, sin saber que se habían encontrado dos frecuencias perfectamente armónicas,
dentro del caos del espacio infinito.
Yo tenía que volver, tenía una vida en el mar de cemento, luces y máquinas

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ruidosas. Me levanté y salí.
Subí al coche blanco y lo conduje por una avenida ancha, detrás de luces rojas
titilantes. Después tomé por una calle, oscurecida por las copas de los árboles que
crecían tomados de la mano, custodiando los altos edificios. En uno de ellos estaba mi
hogar. Mi marido terminaba un informe para su trabajo. Tomamos vino tinto con la
cena. Le conté sobre el concierto, mi evaluación de los solistas en piano y violín. Lo
demás no tenía explicación.
Me venció el sueño. Escuché música de chicharras y grillos, a mi lado estaba
Ruán, dormido profundamente después del esfuerzo del logrado éxodo. Se acercó
Manu, se apoyó contra el tronco del roble, vio mi expresión distendida y se quedó
mirando las estrellas, satisfecha de mi regreso.

YOLANDA SA
Argentina
Facebook: Yolanda SA
Blog: yolanda-sa.blogspot.com.ar

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D
emasiados años escaparon ya sin poder darle a la vida un sentido que me
ayude a vivirla con nobleza y satisfacción. Los árboles crecen, se hacen
nobles, robustos, buscando la luz del sol, y aún maduros, se inclinan si es
necesario para conseguir su energía. Claro, ellos no padecen de orgullo. También he
buscado luz y claridad en la madurez de mis días, pero a diferencia de los árboles, un
orgullo genético, más visceral que espiritual, ha impedido cualquier intento de humilde
inclinación. No debo ser el único mortal penando desvelado por los rincones de su
existencia, pero es mi vida y todavía debo ocuparme de ella. Mis mayores ya no están.
Con los años, los vientos del rencor alejaron los amigos, quedando solo vínculos
superficiales, y cuando alguna mirada femenina penetró mi vetusta soledad acercando
calidez y ternura, de la atracción conseguida, solo agasajé la piel despojándola de toda
historia. Empujadas por la melancolía de las noches, emergen amplificadas, imágenes de
rostros, sonrisas, labios que, como caramelos angelicales, vuelvo a saborear,
recuperando sin esfuerzo alguno de mi memoria, perfumes, sabores, semblantes, cientos
de gestos y palabras, acompañando aquellos besos de pasiones atemporales, que no
quiero ni puedo olvidar. Mas con cada amanecer, al ingrato aliento de la garganta seca y
la boca deshidratada por el vino amable y compañero de cada cena, vuelvo al taller de
trabajo, al esfuerzo cotidiano imprescindible para sustentarme, vacío de nobleza y
satisfacción, anhelando la cálida ternura de otra mirada, nostálgico de besos, urgido de
otro cuerpo sin historia.
Lo que más lamento de tener que morir es que no podré seguir pensando en vos,
y tu recuerdo flotará solitario, sin una memoria que lo siga besando…

León Salcovsky
Argentina
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E
n un pequeño pueblo que no puedo nombrar, donde un lago golpea
cadenciosa y suavemente las piedras de la orilla y donde el invierno parece
nunca terminar, en ese gélido pueblo habitaba un viejo de unos setenta años,
arrugado como una sábana sucia tirada en el piso, ex carpintero y fabricante de
muebles. ¡Toda una vida entre maderas! Ya jubilado y viéndose despojado de la destreza
que alguna vez tuvieron sus manos, logró quién sabe si quizás por lástima
conseguir trabajo como nochero.

XX era un pueblo lacustre, y aunque su economía estaba basada principalmente


en el turismo, también existía un sector agricultor no menor; cultivadores de verduras,
hortalizas, pero sobre todo especializados en la producción de flores. Pensamientos,
violetas y rosas eran cultivadas en grandes invernaderos.

Ese año probablemente 1990 y algo el verano había traído temperaturas


inusualmente altas para lo que lo que acostumbraba la región y consecuentemente la
vida había empezado a bullir, la población de insectos había aumentado
considerablemente, especialmente las mariposas. A tanto llegó la proliferación de estos
insectos, que se convirtieron en plaga, pero la gente no quería referirse a ellas como una
“plaga”, puesto que las mariposas son hermosas, magníficas y de colores vibrantes…
realmente ¿a quién podría molestarle una mariposa? Criterio bastante ‘amplio’ y cínico
si se piensa en cómo fumigaron todos los cultivos cuando la mosca blanca, la araña roja,
el gusano blanco o la tijereta se tornaron una plaga molesta en temporadas anteriores.
Los criterios de belleza no aplicaban a estos bichos, por consecuencia fueron
rápidamente exterminados.
Hace ya dos años que trabajaba como cuidador nocturno en uno de los
invernaderos de la zona. Era lo único que podía hacer con esas manos crispadas como
raíces torcidas, cuidar…vigilar con sus ojos (uno de los pocos sentidos que aún no le
fallaban). El precio de las violetas y de las rosas estaba bastante alto en el mercado, y lo
sabían muy bien los ladrones que en años anteriores habían irrumpido en el recinto y
habían robado la producción para venderla en un pueblo vecino. Ahora el invernadero
era custodiado por el viejo más dos perros guardianes, pastores alemanes, que se
dedicaban a rondar de tanto en tanto por los exteriores, mientras el viejo veía la TV o
dormitaba sentado en un sillón, en una salita contigua al invernáculo.
Las noches eran tranquilas desde el día en que se empezó a custodiar el recinto.
Los inexpertos ladrones no se atrevían a desafiar las fauces de los bravos guardianes, y
mucho menos exponerse a los peligros del arma cargada que tenía el anciano en su

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poder. A simple vista no era más que un viejo acabado, y probablemente algo de verdad
había en eso, al menos en lo físico, porque en cuanto a sus capacidades cognitivas, aún
era propietario de una agilidad mental que ya quisiera cualquiera de esa edad. Con una
pistola cargada nadie iba a enfrentarlo, eso era seguro. A pesar de su lucidez y
capacidades mentales anteriormente descritas, escondía una embarazosa debilidad que
venía acarreando durante décadas. Sufría de entomofobia, se horrorizaba ante la
presencia de un simple insecto. No podía decirse que de niño hubiera tenido alguna
mala experiencia con los insectos, excepto una noche cuando tenía nueve años en
que algo lo había despertado y en la oscuridad escuchó el aleteo de un bicho, fuerte,
desesperado. Un poco agitado y a duras penas, encendió la lámpara a parafina que
estaba sobre el velador en su pieza y se encontró con una gigantesca mariposa nocturna
que con la luz pareció alborotarse aún más y empezó a revolotear en torno al velador.
En el momento en que se acercó a la mecha de la lámpara, que estaba expuesta (sin la
tapa de vidrio que la cubre), cayó como fulminada por un rayo. Este hecho lo impactó
profundamente ¿Por qué las polillas (o mariposas nocturnas) se acercaban a la luz si
sabían que era peligroso? ¿Por qué ese comportamiento suicida? ¿O acaso no sabían
que acercarse a la luz significaba la muerte? La respuesta llegó años después, ya como
adulto, cuando supo que esa atracción por la luz se llamaba fototaxis, y que en realidad
la luz artificial los confundía, y eso era todo. Desafortunadamente esa explicación tan
racional no le sirvió de mucho, ya no había forma en que dejara de relacionar a los
insectos con ese vago presentimiento de tragedia, a cualquier insecto, pero
especialmente a los alados.
Siempre tenía un insecticida a mano cuando estaba en su casa. En el invernáculo
la cosa era diferente, no podía usarlo, pues existía el riesgo de dañar los cultivos. Para su
suerte, no había insectos en el invernadero, estaba protegido por una cúpula
transparente que dejaba pasar la luz durante el día, y durante las noches, las luces y el
suave calor del interior atraían a una gran cantidad de mariposas que anhelaban la
tibieza del ambiente temperado en que crecían los cultivos.
A pesar de tener que observar semejantes bichos y con el pavor que le
producían, se sentía seguro tras la gruesa capa de vidrio que protegía el lugar, lo cual no
impedía que regularmente tuviera desgastantes pesadillas que giraban en torno a los
insectos. Soñaba que alguien quizás un ladrón rompía en un costado, uno de los
gruesos vidrios del lugar, lo hacía con un mazo o con un yunque, sonaba como si lo
hubiera hecho trizas… pero luego de un rato, nada sucedía. No había indicios de que
fuera a entrar alguien, entonces cuando se acercaba con su arma cargada, se percataba
de que entraba una mariposa volando a través del agujero, luego otra y otra más,

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volaban en masa. Él se quedaba inmóvil, sin poder reaccionar, luego las mariposas se
empezaban a posar en su pecho, y él al querer sacudírselas de la ropa y en su
desesperación, retrocedía, se tropezaba con algo y caía. En ese momento se sentía
totalmente indefenso, e implacablemente las mariposas seguían llegando a él, aleteando
y posando sus sucias patas en su pecho. Eran gordas, tan gordas que eran asquerosas, y
para un bicho eso es poco decir. En menos de dos minutos todo su torso estaba
cubierto de mariposas, pero no eran de colores; eran grises, oscuras, cenicientas. Sentía
un dolor en el estómago, primero era superficial pero después se intensificaba cada vez
más, tenía la sensación de que cavaban con sus patas y sus espiritrompas y que lo
devoraban por dentro. Podía percibir el roce de las antenas con el pecho y quería
gritar… así despertaba casi todas las noches. Llevaba casi dos años teniendo aquel
sueño recurrente con alguna que otra variación. A veces eran las mismas mariposas las
que rompían el vidrio ¿quién sabe cómo?, y sin embargo, no quería ir al psicólogo,
no creía en ellos. Tampoco lo había comentado con nadie, pensaba que era algo
relativamente normal, dada su condición de fóbico y por el trabajo mismo. No quería la
ayuda de nadie, le parecía humillante tener que relatar semejante sueño, y de paso, dejar
al descubierto su debilidad… ¡los hombres de verdad se guardan sus problemas y los
resuelven solos! O al menos eso creía.

La noche en que sucedió aquel horrible acontecimiento, no fue muy distinta de


las anteriores. Había llegado a su trabajo cerca de las 9 pm, conversó un rato con su jefe
como de costumbre, este último soltó a los perros en el predio. El viejo entró a la salita
contigua al invernáculo, hirvió la tetera, se preparó un té con un sándwich y se sentó en
el sillón a ver la TV. Cuando los canales terminaron su transmisión, el viejo ya había
estado cabeceando por más de media hora, se acomodó en el sillón y se cubrió con una
manta. Confió en que los perros harían la guardia como lo hacían cada noche… y se
presentó nuevamente el mismo sueño. Alguien (o algo) rompía el vidrio de un costado
del invernadero, él se acercaba y no veía a nadie, nada. Entonces empezaban a entrar las
mariposas por el agujero, en masa, como plaga de ratones, invadían el invernadero,
volaban hacia las luces. Él intentaba evitarlas, en su huida frustrada, tropezaba y caía de
espalda, y las oscuras mariposas se abalanzaban sobre él. Sentía las alas, las patitas, el
roce de las antenas, gordos abdómenes rozándolo, decenas de espiritrompas
hundiéndose, escarbando en su estómago, y el viejo se quejaba de dolor y de espanto.
Sentía que se lo comían vivo, gritaba con todas sus fuerzas, esperando despertar como
en otras ocasiones. Solo que esta vez no despertó. Se armó de un valor que nunca antes
había tenido para poder hacer frente a este peligro. Se paró como pudo, sacudiéndose

109
en el acto los cientos de mariposas que aleteaban y lo agredían, esa mancha cenicienta,
oscura y repulsiva que pululaba en su estómago. Corrió a la salita contigua, encendió la
llama de la cocinilla, enrolló un papel de diario, lo acercó al fuego, y éste empezó a
arder. Volvió al invernadero y comenzó a quemar a las mariposas. Sus cuerpos y sus
frágiles alas se marchitaban fácilmente, algunas volaban incluso con su cuerpo en
llamas, quemándose vivas y luego caían como hojas al suelo. Algunas de ella alcanzaron
las flores y entonces se desató el desastre. Las flores empezaron a arder, el fuego saltaba
de fila en fila rápidamente. La producción se estaba quemando en masa ante los
trémulos ojos del viejo. El humo se estaba tornando irrespirable dentro del invernadero,
y el anciano no reaccionaba. Los perros guardianes habían olfateado el olor del humo, y
al no tener mayores lazos afectivos con el viejo, habían huido raudos del lugar. En el
invernadero solo existían el viejo, su miedo y el fuego, hace rato ya que las intrusas
habían perecido calcinadas en esa tumba tan bella, y así fue también como sucumbió el
viejo ante el fuego. El calor de la gran hoguera en que se convirtió el lugar, le había
hecho imposible huir por las puertas. Quedó atrapado en esa burbuja de vidrio, y sin
embargo, seguía pensando que en cualquier momento iba a despertar.
Cuando los bomberos llegaron al lugar, apagaron las llamas, pero no había
mucho que hacer, el fuego lo había consumido todo. Al interior del invernadero, toda la
producción se había convertido en cenizas, y en la salita contigua un cuerpo
carbonizado yacía en un sillón.
El terreno quedó abandonado, no se volvió a levantar el invernadero. Tiempo
después, el dueño logró vender la parcela y se instaló una empresa maderera, que
misteriosamente y luego de un mes de funcionamiento, ardió en su totalidad y cobró
algunas víctimas. Nada se pudo rescatar. Transcurrió un año desde aquel enigmático
accidente, y la propiedad pasó a manos de un pequeño empresario que no podía creer
su suerte cuando encontró semejante terreno a un precio tan conveniente. Al mes y
medio de instalación, la fábrica entera se incendió y desde entonces nadie quiso
comprar el terreno, no se instaló ninguna fábrica, ni se construyó ninguna casa, ni
siquiera se atrevieron a plantar algo allí…

Inés Luque Aravena


Chile
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F
étidos aromas ahogan mis sentidos. Distingo el contorno, a lo lejos, de
infinitos pinos.
Un mundo incesante y engañoso se mueve en las tinieblas.
A mis espaldas un pájaro carroñero alza vuelo y suelta una especie de graznido,
desprovisto de toda gracia. Luego se pierde en lo alto.
Detrás de la pared de niebla sobre las montañas de restos, lo veo, tintineando…
Destellos de luz en el sombrío paisaje.
Rodeo las pútridas aguas negras, infestadas de inmutables y amarillentas tortugas
que me ignoran. Mis pies se entierran en el pútrido barro y el croar de los sapos parece
aturdirme, acorralarme. Me desespero. Camino rápidamente. Me resbalo y caigo
rodando a su lado. Apoyo en la podredumbre mis manos, y me pongo de rodillas. Alzo
mi vista para encontrarlo. Está ahí, de pie, frente a aquel aparato. Lo observo,
perturbada, como interrogando.
Me mira y dice, muy sensato: “la inmundicia del mundo también merece un
retrato”.

SONIA CABRERA
Argentina
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¿L
a nieve viaja en un pájaro? se preguntó indignada la tía Mecha cuando
una fuerte nevada se desató justo cuando ella estaba en la plaza. Salió
corriendo para protegerse su rizada y negra cabellera (que era su orgullo)
de tan inesperado inconveniente. Más fuerte corría la tía Mecha, más los
copos se ensañaban con sus rizos. A las pocas cuadras su cabeza se había convertido en
alas del viento.
Insospechadamente, desde ese día la tía Mecha no fue vista en ningún lugar del
pueblo. La tan ansiada libertad se apoderó de ella.

ANA MARÍA CAILLET BOIS


Argentina
Facebook: www.facebook.com/ana.caillet

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A
gustín y Marla, aparentan ser dos niños. Aunque uno de ellos posea sexo
femenino y los dos la edad de veinte años, lo aparentan.
Ella tiene el rostro cubierto bajo la capucha de su abrigo, solo se asoman de
este la punta de sus cabellos rubios y lisos que indican, como ella cavila, la
dirección del viento.
Hey Agu, se me apretó el pecho Ella acaricia la tierra y siente como el
tiempo le raspa los dedos, Agu en serio la tierra duele mientras se arrodilla para
seguir moldeando esta sensación. Está buscando darle forma, quiere hacer una figurita
de arcilla con una sola lágrima que cae de su rostro, con la tierra, y en el centro lo que
está sintiendo.
Agustín está parado algunos metros delante de ella, dándole la espalda. Sus ojos
examinan la plazoleta abandonada, buscan un ángulo, un enfoque. Observa en blanco y
negro el territorio baldío. Dejó de ver en colores de manera literal mucho tiempo atrás,
un día se levantó y todo era blanco y negro.
Marla esto es nuestro hoy día comenta para su compañera, ella sonríe. Él le
guiña un ojo a la plazoleta y se gira para sacar las manos de Marla de la tierra y tomarlas
mientras la mira a los ojos por entre la capucha. La tierra siempre raspa Marla, y has
repasado tanto con tus manos esta tierra que ahora es polvo y al polvo se lo lleva el
viento, como a todo.
¿Y mi lágrima, Agu?
¡Eres la última artista de esta ciudad! ella sonríe, él guiña el ojo Has
logrado darle peso a algo que ya debería ir volando, tu pecho apretado. Tu piel es fina
Marla, se siente en tus manos, vas a tener que hacer algo con eso… no se puede vivir
con el tiempo en las manos.
¿Y tú, Agu?, ¿qué haces tú con el tiempo?, este polvo que raspa hasta sacar
piel.
Yo saco fotos.
¿Te vas a ir?
Cómo todo.
Ella descubre su rostro por completo, toma su pelo y lo acomoda hacia un
costado, entonces lo mira hasta el final de las corneas, directo al lente, él guiña un ojo.

IGNACIO BRAVO VERA-PINTO


Chile
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N
o muy lejos de la ciudad de Huancavelica, a tan solo ocho kilómetros, está
Pueblo Libre, un lugar acogedor, donde la vida encuentra su paz, donde se
respira aire fresco con fragancia a eucalipto. Allí vivía mi padre, don
Urbano Taipe.
Hace ya un buen tiempo que papá se había quedado viudo, pero no estaba solo,
sus cinco hijas lo acompañábamos para atenderlo y también un hermano menor que
estaba estudiando en Lima. El tiempo se había vuelto su enemigo irreparable, caminaba
agachado, le sobrevenía una tos de vez en cuando y sufría del corazón, además de ser
propenso a algunas enfermedades.
La tranquilidad de la familia se resquebrajó más cuando nos enteramos de la
muerte de mi hermano menor. Había sufrido un accidente fatal. Hicimos lo que
pudimos para traerlo al pueblo, lo velamos en la casona comunal y lo sepultamos. Pero
¿cómo darle la noticia a nuestro padre?
Fue entonces que pensamos en urdir esa mentira. No podíamos darle esta
noticia, sabíamos que su corazón estaba muy débil, que no soportaría y, más por amor
que por ser egoístas, ocultamos la verdad sobre nuestro hermano fallecido.
Pasaron los días y papá no tardó en presagiar lo ocurrido. Comenzó a invadirle
la nostalgia, ya no quería comer, se pasaba horas y horas sentado en el borde de su
cama. Otras veces lloraba viendo la fotografía de nuestra madre y era tan difícil para
nosotras ver a papá en ese estado.
Un día se hallaba sentado en su cama, viendo la foto de nuestro hermano
ausente, y comenzó a preguntar por él. Al principio no supimos qué decirle, solo le
dijimos que estaba en Lima, estudiando, como siempre. Desde ese día, cada mañana
preguntaba por nuestro hermano, y siempre le decíamos a papá, una y otra vez, que
estaba en Lima, estudiando arquitectura.
Sabíamos que nuestro hermano era el más querido y engreído de papá, pues era
el último de todos, su único hijo varón. Era su heredero y su sucesor. Siempre decía eso
papá.
A una de mis hermanas se le ocurrió escribir una carta con un saludo a papá, en
la que puso la firma de mi hermano, y yo misma fui la encargada de entregársela. La
recibió con mucho entusiasmo. Era muy notorio el cambio de su semblante. De
inmediato comenzó a leerla. Ese día papá cenó con nosotras y solo hablaba de la carta
que había recibido de nuestro hermano, mientras nosotras le seguíamos la corriente.
Y así pasaron los días, pero esa felicidad que papá sentía, terminó, porque
nuevamente volvió a preguntar por nuestro hermano. Esta vez nos decía que quería
verlo. Lo único que podíamos decirle era que se encontraba estudiando en la

118
universidad y que estaba en exámenes finales. Por esa razón no podía venir. Cada vez
que le decíamos esa mentira, la que sufría más era mi hermana mayor, y al salir del
cuarto se ponía a llorar desconsoladamente.
Teníamos que inventar una excusa para calmar a papá, y otra carta hubiera sido
en vano. Entonces se me ocurrió una idea portentosa. Mientras estaba navegando por
internet, me vino la maravillosa idea de crear un perfil en Facebook con las últimas
fotos de mi hermano. Mis demás hermanas estuvieron de acuerdo y no tardé mucho.
Comencé a crear una cuenta con los datos de mi hermano fallecido. No me costó
trabajo abrir la cuenta y tampoco demoré mucho en montar y retocar imágenes de mi
hermano en los ambientes de una universidad o en algún lugar de Lima.
Al día siguiente, papá se despertó muy temprano, y no había una mejor manera
de animarlo que con la noticia de que Alberto había colgado recién unas fotos en su red
social. Le llevé mi laptop con Facebook abierto, traté de explicarle a papá sobre las redes
sociales y de inmediato le hice ver las fotos que supuestamente Alberto había subido.
Papá se conmovió al ver las fotos de su querido hijo, se emocionó tanto que de sus ojos
le brotaban lágrimas. Estaba llorando en silencio. Le mostré unas diez fotos y me dijo:
“Está hermoso, ¿no crees? Sigue igualito como cuando se fue”.
Un día se nos ocurrió también mandarle un regalo con el nombre y la firma de
mi hermano. Papá lo recibió con mucho agrado. El regalo era una chompa con cuello
Jorge Chávez y una bufanda de colores; de inmediato se las puso. Otro día se nos
ocurrió mandarle frutas. Solo se comía las frutas que le enviaba mi hermano, y las que le
dábamos nosotras no las quería. Nos decía que el pan que había mandado Alberto era
el más delicioso y que por favor le pidiéramos que le envíe más.
Después de unos meses, papá cayó en cama y ya no podía pararse. Estaba más
delicado de salud, su enfermedad había avanzado, pero contra todo pronóstico, un día
amaneció con unas ganas inmensas. De lo que estaba tan débil y agonizante, recuperó
su fuerza. Estuvimos todas reunidas cerca de él cuando comenzó a decir: “Allí está
Alberto, miren, miren a mi hijo querido que ha llegado, ¿no lo ven?, miren, aquí está
con su polo blanco, miren, está aquí, a mi lado”. Todas nos mirábamos y teníamos que
disimular moviendo la cabeza. Al poco rato papá se quedó dormido con una sonrisa en
los labios y nunca más despertó.

JOSÉ LUIS QUINTO TAIPE


Perú
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C
onocí a García Argüelles en París en la casa de la prima de mi ex mujer a
fines de los noventa. Él era amigo de su infancia y sus historias habían sido
similares. Claro que ya había escuchado hablar de él como casi todos en
Buenos Aires. Aunque de joven había sido flaco, ya promediando los treinta estaba
regordete y transpiraba por demás. Como todos ustedes saben fue una figura del polo
internacional que jugaba en Saint-Tropez y Palm Beach y fue un conocido dandy
porteño. Último de los vástagos de una familia criolla de mucha estirpe, con grandes
extensiones de campos a principios del siglo XX pero que ya la descendencia había
dilapidado entre locuras psiquiátricas personales, desvaríos, negocios no provechosos y
vagancia generalizada. Se decía que vivía de rentas en Buenos Aires de algunos pocos
departamentos que le habían quedado. Cuando me lo encontré iba vestido con un
suéter de lana negra de principios de los noventa, uno de esos suéters de punto inglés.
Agujereado, lleno de bolitas, con ese olor agrio, nauseabundo que produce la
acumulación de suciedad. Llevaba el pelo curiosamente peinado. Gomina en exceso,
raya del pelo prolijamente realizada, ningún cabello en el lugar equivocado. Nos
encontramos de casualidad en el bar la Academia de Callao y Corrientes. Tomaba un
fernet con Coca-Cola.
—Conozco sus cuentos —me dijo con tono alto.
—No me gusta que me hablen de mi obra —le contesté.
—¿Usted sigue con los caballos? —le pregunté.
—Sabe perfectamente que los caballos criollos son imbatibles, acá en mi tierra
me siento a gusto. En Francia los caballos dejan mucho que desear —vaticinó.
El personaje me pareció detestable. Se metía los dedos en la nariz mientras
hablaba conmigo, al rato tomaba su fernet con coca y eructaba por lo bajo. Lo peor era
que pedía disculpas. Un mechón del pelo engominado se le caída sobre la frente, repetía
el gesto permanentemente, casi de manera frenética, cada cinco segundos, repitiendo la
frase “usted sabe, ¿no?” en clara traducción del inglés coloquial “you know”. Repetía
algunas palabras en francés. A todo llamaba maladí. Maladí esto, maladí aquello otro. Me
perdía del contenido de la charla (por demás intrascendente) siguiendo y pensando en
esos modismos.
—¿Escuchó usted hablar de la “Biblioteca Total Argentina”? —afirmó con un
eructo de por medio y un perdón posterior.
El personaje comenzaba a serme insoportablemente despreciable, pero tocaba
una fibra muy mía.
—¡No!, ¿qué es eso? —respondí con ansiedad y firmeza.
—Es una organización a la que pertenezco y estamos financiando una biblioteca
con todos los libros, folletos, diarios, artículos, revistas que se hayan publicado en la

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Argentina o que hablen sobre Argentina. Me tendría que ir —dijo.
—No, no, no, espere —dije.
Sacó una billetera de piel de cocodrilo donde tenía dólares, euros, pocos pesos
argentinos y unos billetes extraños que no logré en ese momento identificar su origen.
Me apuro a contárselo, aquí tiene dos mil dólares, sabemos que tiene acceso a
muchas ediciones raras e incunables, precisamos para el viernes diez ejemplares, ¿puede
hacerse cargo? —preguntó.
Pero hábleme un poco más de esta organización —dije con mucha intriga.
Se llevó el dedo índice a la nariz, pensó, sacó un moco, se le cayó un mechón,
miró para el costado, se rascó la cabeza y dijo:
No puedo contarle nada, es una organización clandestina, sus acciones ya las
verá.
Bueno, está bien —afirmé dubitativo, sabía que me estaba metiendo en
problemas pero la ilusión de entrar en semejante proyecto podía más que mi razón.
Los García Argüelles habían luchado en la independencia, combatido el rosismo,
conquistado el desierto junto a Roca, apoyado a Marcelo Torcuato de Alvear, y
finalmente su abuelo fue amigo dilecto de Lisandro de la Torre, a quien informaba de
ciertos movimientos de la Sociedad Rural donde ellos ya eran la escoria. ¿Por qué iría a
desconfiar de un tipo con semejante tradición?
Cuénteme un poco, ¿en qué estado de desarrollo se encuentra la Biblioteca
Total Argentina? —pregunté.
Mire, eso es un secreto, como le dije, pero le voy a asegurar algo. Ya tenemos
todas las primeras ediciones de Borges y las de Cortázar, y estamos detrás de las de Saer
y de la colección completa de Aira. Pero usted, usted, (metiéndose el dedo en la nariz
con una mano, y con la otra peinándose el pelo engominado) no puede contárselo a
nadie a riesgo de su vida, ¿entendió? —dijo.
Sí, sí —contesté ya resignado.
De repente el sujeto se paró, miró al mozo, y le gritó “la cuenta por favor, la pedí
hace diez minutos”. Cuando se levantó, metió las manos en la billetera de cocodrilo,
sacó varios de esos billetes como para pagar, y del piloto beige, gastado, ennegrecido en
las puntas, se le cayó un libro al suelo. Me agaché para levantarlo, él se asustó, me miró
con ojos firmes y realizó un movimiento brusco. En ese momento que estaba agachado
vi sus zapatos embarrados, vi uno con un agujero, vi otro con el talón desencajado, vi
dos medias de distinto color, vi una celeste y otra lila, vi que una de ellas era corta, muy
corta, y vi que en ese movimiento firme se agachó con rapidez antes de que yo pudiera
agarrar el libro. Desesperadamente lo escondió. Llegué a leer algo, me miró firme con

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los ojos saltones, y le pregunté:
¿Usted está leyendo a Bucay?
No, no, no, nada que ver, nada que ver. A ver….
Agarró el libro, lo miró, me miró a mí, volvió a leer el libro, y me dijo:
Sí, sí, sí, puede ser, me lo dio mi ex mujer, amiga de su ex mujer, amiga mía,
relacionada con usted, ¿entiende? No sabía de que se trataba, no lo sabía, es este autor,
sí, sí, sí, ¡que maladí!, ¡qué maladí!
Quedé extrañado, del desprecio pasé a la perplejidad.
Por favor, tome finalmente estos tres mil dólares, y consígame para mañana
diez primeras ediciones de Aira, de esas de editoriales que nadie conoce (mientras se
ponía el dedo en la nariz). Muévase rápido porque la organización está desesperada —
afirmó.
Pero, no, me había dicho dos mil, pero está bien, los tomo, estamos
construyendo la Biblioteca Total Argentina —contesté.
Ay, sí, sí, pero tome tres mil mejor, tres mil. ¡Qué buenos que están sus
cuentos! ¡Qué buenos! —afirmó mirándome a los ojos.
De repente entran tres tipos con camperas celeste y otros con camperas bordo,
todos con armas en la mano. Todos tenían también gorrita y gritaban: ¡ustedes dos
suelten todo, manos arriba, contra la pared!. No entendí en ese momento, me señalaron
a mí, lo señalaron a García Argüelles. ¡Contra la pared, contra la pared!
Pero señores, ¿de qué se nos acusa? —pregunté.
Tráfico de influencias, venta al exterior de objeto de arte, comercialización de
moneda extranjera falsificada —contestó.
Pero eso no es verdad —afirmé.
De repente, vi a García Argüelles, con un toco de billetes en un puño, hizo un
bollo y se lo dio al policía que lo estaba revisando de manera escondida. Me miró, se le
caía un moco de la nariz y los mechones del pelo ya le cubrían parte de la cara. De
pronto dijo el policía: usted señor, lo conocemos, queda liberado. García Argüelles me
miró fijo de nuevo y me guiño el ojo que le quedaba libre con una amplia sonrisa.
Usted, usted contra la pared y calladito —dijo el policía.
¿A mí? ¿A mí? —pregunté desesperado.
¡Sí! ¡Sí!, ¡a Usted!
DIEGO CANO
Argentina
Fanpage: Los-cuentos-inverosímiles-de-Hernán-Mack

123
124
L
uego de abrirse la puerta de la sala 4 sacaron al fallecido. La muerte era una
enemiga silente y recurrente en cada pasillo de ese hospital así como el de
cualquier otro, pero de no haber sido por Mirta nunca hubiese reparado en
aquella constante.
Este ya es el octavo que muere por problemas al corazón en este mes. ¿No te
parece raro?
Tras mencionar la situación, las emprendió hacia la oficina del nuevo Director
que venía llegando de una reunión ministerial para comentarle su observación.
Exactamente un mes después de aquella conversación, Mirta corrió la misma suerte,
salió fallecida de la sala 4 por problemas al corazón.
En cualquier otro instante me hubiese parecido que la historia acababa allí, pero
muy por el contrario, sentí que esta solo comenzaba. En efecto, todo hubiese pasado
sin pena ni gloria, pero mi reciente lectura sobre aquel cerdo líder de una rebelión,
sumada a aquella sobre un hermano mayor, gran custodio y guardián omnipresente,
desataron en mí de manera inconsciente un temor que cogía cada día más fundamentos.
Cuando el nuevo Director me citó a su oficina, un frío recorrió mi espalda
puesto que, desde que Mirta había muerto, ya la lista sumaba cinco. Aquella
conversación no duró más de quince minutos e incluyó fútbol, programas de TV, mi
opinión referente a asuntos políticos y a los infortunados de la sala 4. Al salir de allí mi
confusión alimentaba mi miedo de manera constante y profunda, de tal manera que
cuestioné cada una de las escuetas y casi nulas respuestas dadas. Sentía que, en cierta
medida, cada palabra esbozada había marcado mi destino.
Dos días después de aquella cita, la sala 4 volvía a agolparse de médicos
confundidos, quienes luego del alboroto ameritado por la circunstancia se resignaron en
silencio, abrieron la puerta y sacaron al nuevo fallecido. Me inundó una gran
tranquilidad pero a la vez un desconcierto al saber que había sido el turno del Director
del Hospital. Comprendí inmediatamente que desde ese momento en adelante, cada
muerto que saliese desde allí significaría extender mi vida al menos dos semanas y que
convertiría la delación en mi arma de supervivencia.

Zacarías Zurita Sepúlveda


Chile
Twitter: @zzurita

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-N
o se va. Sigue ahí parado.
No entiendo nada. ¿Qué coño hace ahí?
Vicky y María comenzaban a ponerse nerviosas. La niebla se cerraba
por momentos y aquél extraño individuo de largo, liso y oscuro pelo, continuaba frente
a la puerta del cajero, mirando fijamente en la dirección opuesta. Mientras tanto, la calle,
totalmente desierta.
Tía, tengo miedo. ¿Llamamos a la policía…?
¿Cómo? ¿A gritos? El interfono no funciona, y no tenemos teléfono móvil.
Llevaban cuarenta minutos encerradas, pero tenían la extraña impresión de llevar
horas ahí dentro. El problema gordo, lo tendrían al llegar a casa. La bronca, les caería sí
o sí. Ya eran las cuatro de la fría madrugada, y aquél hombre, permanecía ahí, inmóvil,
solitario e impasible, rodeado por la húmeda niebla, a la que parecía inmune.
¡Yo salgo! ¡Estoy hasta el “toto”!
Tía, ¿y si nos hace algo?
A estas horas, peor que la chapa de nuestros padres no creo que sea… ¡Qué
va! ¡Ni de coña! ¡Yo salgo…!
María, abrió sigilosamente la puerta, como esperando no llamar la atención de
aquél extraño invitado. Sin embargo, aún sin provocar ruido alguno, aquel inquietante
hombre, se giró hacia ella. Levantó su mano, y la señaló con su dedo índice.
Puedes marcharte. A quien vengo a buscar es a Vicki, no a ti…
María, se encogió de hombros, y tras salir del cajero, se giró mirando al tiempo
que sonreía a Vicki. Ésta observaba la escena desde el interior sin escuchar lo que, entre
susurros, aquél tipo le había dicho a su amiga que en aquel instante comprendió que no
la volvería a ver viva.

Ángel Manuel Santamaría Ortiz


España
Twitter: @Manel_SaO
Facebook: Manel SaO

127
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Deja que salga la luna
Huapango
José Alfredo Jiménez

V
erdaderamente estoy decidido. Lo sé y creo que ella también lo sabe. Sí, todo
ha llegado a un nítido límite. Las cosas no pueden seguir así. Todo esto es
un símbolo etéreo con un sonoro acento absurdo. Sí, yo lo sé, y creo que
ella también lo sabe; aunque a veces pienso que ella aún no ha traspasado el curso de las
cosas. Lo pienso así, pero no sé si ella lo piensa así. Es como si los hechos no le
interesaran. Porque esa parte de la realidad estuviera vedada para ella. Es como si todo
fuera de puro aire. Sí, lo sé es difícil decirlo, y aún más explicarlo. Uno empieza a
racionalizar hasta que finalmente se instala cómodamente en la primera impresión
invicta que uno encuentra. Pero eso no es así, bien que lo sé. A veces uno camina por
una calle desconocida, sin hallar las palabras exactas para decirlo. Y a la par va creciendo
impetuosamente la necesidad de falsificar la realidad; es como si las palabras en una loca
carrera nunca alcanzaran la escurridiza realidad. Así una generosa tarde, de un sábado
cualquiera, en un salón de baile; uno ve pasar de pronto a una angelical muchacha. Uno
la conoce, conversan, pronto están bailando en la pista, bailar es bailar; todo marcha
sobre las ruedas de la primavera. Y mientras uno baila con la complicidad de la tarde y
con la unanimidad de la angelical muchacha; alguien le toca suavemente al hombro, y le
dice con aparente delicadeza: “Oiga, usted está bailando un mambo y lo que la orquesta
está tocando es un twist”.

Todo comenzó una tarde sabatina, cuando decidí entrar a un salón de baile en la
calle de Tacuba. La puerta estaba abierta y ciertamente uno sentía la irrefrenable
invitación a entrar. El salón era amplio, lleno de luz, adosado a una de sus paredes había
un espejo que cubría todo el ancho de la pared. El piso era de madera, tan bellamente
relumbrante que uno creería que una legión de serafines recién lo había pulido. El salón
estaba a medio llenar; y las corrientes de aire llevaban y traían un olor a loción Old Spice.
A medida que la tarde se achicaba y la noche emergía, se encendían más luces, y un
diáfano humo empezó a levantarse por los cuatro rincones. Por lo que cualquiera
pensaría que en cualquier momento, entre aquel juego de luces, aquella ensoñación
musical, aquel frenesí bailable, aquel horizonte de espejos, y aquel enrarecido humo que
ya cubría todo el salón, aparecería de repente, el velero de Old Spice navegando entre
humo.
Pero en lugar de un velero, lo que apareció fue una sorprendente criatura. La vi
caminar, se paró exactamente frente a mí. Algo me susurró al oído, que no pude

129
entender. Pronto estuvimos bailando. Se llamaba Lluvia Clara Cisneros. Al oír aquel
nombre pensé que ella me estaba tomando el pelo. Así que guardé aquel nombre con
cautela astronómica y conservé su perfil poético. Ella era de mediana estatura; y con
tacones altos pasaba por ser una mujer alta. Sus ojos y su cabello eran negros, su
semblante irradiaba una peculiar extrañeza. Vestía de blanco, y bailaba con tal encanto
que cautivaba. Verla caminar por la calle Tacuba, era un estado de gracia en permanente
ebullición. Rebosaba la frescura de la mañana y la nitidez de la tarde. Pero eran sus
peculiares cejas negras; que no eran las cejijuntas ni gruesas de la Khalo; ni las cejas que
adornaban a la Félix, las que parecían convocar en su presencia la agilidad de los
segundos y la finura de la brisa. Todo sincronizado a su rampante naturalidad, que lo
hacía a uno pensar; si todo eso no era un gran artificio meticulosamente fabricado.
Las cosas empezaron a precipitarse una espléndida tarde en Sambor's, sentados
alrededor de unas humeantes tazas de chocolate. Ella adelantó ciertos comentarios que
uno nunca sabía si eran afirmaciones o preguntas, “no crees que alguna tarde
deberíamos ir al Salón México”; o “no sabes verdaderamente lo que es estar en
Xochimilco”. Todo aquello era una especie de conversación sin compromiso. Era como
si buscara la tarjeta de presentación de la nada. Así se le descolgaban frases como estas:
“hoy se me escapó el chocolate”, y la personificación de las cosas, “que café tan
atrevido, me acaba de quemar”. Una de sus frases favoritas era: “¡Sabes, es bueno estar
aquí!” Otras veces improvisaba frases casi poéticas: “Esta tarde está que arde”, “la
velada está que vuela”, “las horas están boqueando”. Cuando quería acabar algo, decía:
“la noche nos alcanzó”, o “la tarde ya va de puntillas”. Verdaderamente, no me quejo de
Lluvia Clarita. Y pongo Clarita en el diminutivo porque había empezado a encariñarme
con ella. A pesar de todo me descuadraba el ánimo, su dejadez casi celestial con sabor a
rosas transparentes y miel encapsulada. No pocas veces pensé que detrás de aquella
fachada de visible naturalidad y extenuante simplicidad; había asomando la nariz, una
vida clandestina.
Empecé a sospechar que en la vida de Lluvia Clarita, había alguien más. Quizá
otro hombre, algo había en ella que sabía que no era mío. A la sombra de sus viajes
semanales a Cuernavaca, se había agregado sus inesperadas visitas a Mixcoac. Al
preguntarle, solía decirme: “Simplemente, deberes coloquiales”. Por algún momento
pensé, que mi Lluvia Clarita era una especie de Madame Bovary, y que sus visitas a
Cuernavaca, eran las visitas de Emma a ver a León en Ruan. Pero a veces pensaba que
también era posible que Lluvia Clarita viviera en Cuernavaca y que solo viniese a la
ciudad de México los fines de semana. Intrigado una noche le pregunté. A lo pelado
pelado, que era lo que más le agradaba de mí. Solo me dijo: “Mejor dejemos que salga la

130
luna”. Pocos días después me sorprendió y a voz esquinada, me dijo: “lo que más me
agrada de ti, es que eres como yo...”. Sentí un leve escalofrío, y pronto le esquivé las
huellas a los pasos de la ocurrente frase. Un día ya fatigado de sus enigmáticas actitudes
y sus palpitantes laconismos, me fui al carnaval de Mazatlán. Al regresar ni siquiera me
preguntó dónde había estado, solo se limitó a decirme: “No te imaginas las noches
desenrolladas que te perdiste. Figúrate que los puntos de las íes se desaparecieron por
las hojas onduladas, y no te creerías la encerrona que a las tardes destempladas, le dio la
noche amotinada”.
Me quedé estupefacto y ni intenté descifrar ese jeroglífico palabrero. Pensé que
todo había llegado a la región más nebulosa en que la situación ya no podía sostenerse
en pie. Poco después, decidí llamarla por teléfono, le dije que teníamos que aclarar las
cosas. La había citado a las cuatro en punto de la tarde, para vernos en la Cafetería
Popular, cerca del Zócalo. A lo que ella, al final, solo me respondió: “Estaré allí,
implacablemente puntual, a las cuatro en punto”. No me quedaba más que repasar la
situación. Y por primera vez se me ocurrió pensar que mi Lluvia Clarita, quizá solo
fuera un reflejo de otra realidad, es como si se moviera entre dos zonas, como si
hubiera dos Lluvia Claritas. La una era la que el fin de semana hablaba en un lenguaje
arcano y simbólico. Y sospeché que esta última no era mía, porque era lejana, casi
inaccesible, era del ignoto. Y la otra, era mi Lluvia Clarita, la que yo veía, y que no sabía
de la otra. O quizá, si lo sabía, era cómplice de ella. A las cuatro en punto, yo estaba en
la Cafetería Popular, había empezado a llover ligeramente y ella no estaba allí. Llovía a
tres edades, un linaje de lluvia en progreso: brizna, lluvia, aguacero. Fue al oír caer esa
lluvia metálica y ver esa muralla de agua, que pensé; que con todo y todo, mi Lluvia
Clarita sí había venido. En fin ahí estaba la Lluvia en todo su portento. Ella misma lo
dijo: “Estaré allí, implacablemente puntual, a las cuatro en punto”. Lo único que no
sabía era cual de las dos era la que había llegado. Si la que bailaba, entre humo y humo,
y hablaba en un lenguaje arcano; tomándole la cintura al mediodía. O la que
simplemente, a medianoche, desde la ventana miraba a la lejanía, y dándose vuelta
mirándome directamente a los ojos, me decía. “Mejor dejemos que salga la luna”.

De “Cuentos Telúricos”, 2007

MARIO A. MEMBREÑO CEDILLO


Honduras
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131
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C
urioso fue lo que ocurrió en Pueblo Benítez. Doce maestros se habían
llevado a los ciento ochenta niños de la escuela a un paseo guiado. Vieron las
primeras luces en el cielo cuando volvían al pueblo. Sorprendidos por el
temprano anochecer, no entendieron durante mucho tiempo casi nada. Claro, ahora es
evidente que ese fue el preciso momento del rapto y que los niños y los maestros se
salvaron por haber estado en la carretera desierta en el momento exacto. Encontraron
un pueblo vacío, donde casi todo estaba intacto. Más adelante comprobaron que el
fenómeno se repetía. Desde su reducida perspectiva el mundo entero se había vaciado.
Los maestros, víctimas de un providencial espíritu práctico, no buscaron demasiadas
explicaciones al inusual suceso. Se adaptaron como pudieron, y este largo proceso hoy
se inscribe entre los hitos de la historia humana que nos llenan de orgullo y de
esperanza.
A la semana de vivir aislados en Benítez, se decidió (no por consenso ni por
mayoría) que cuatro pares de maestros saldrían en cuatro direcciones en busca de más
supervivientes. Las reservas de alimentos del pueblo eran buenas, pero también era
necesario tener una idea más amplia de la situación para planificar el proceder futuro. Si
no quedaba más nadie en las cercanías sería necesario planear un sistema productivo
autosuficiente. Por otro lado, la situación cambiaba si se encontraba más gente. De
modo que dos salieron hacia el sur, otros dos hacia el norte, y lo mismo hacia el este y
el oeste. Nunca volvió a saberse nada de estos ocho maestros.
Los tres que quedaban (uno se autoeliminó unos días después) pusieron en
marcha un proyecto agrícola autosustentable llevado a cabo por los ciento ochenta
niños, los mayores de los cuales apenas tenían doce años recién cumplidos.
Al año, el principal de estos tres maestros, llamado Arturo Lais, comenzó otro
peculiar proyecto. La biblioteca del pueblo se había quemado en uno de los múltiples
incendios desatados cuando la gente se esfumó como si nada. Por lo que el maestro
decidió comenzar a escribir él mismo, con su peculiar visión literaria, las obras clásicas
de todos los tiempos que, en el peor de los casos, tal vez se hubieran perdido para
siempre. Arturo pensaba con respecto al mundo lo mismo que sobre el promedio de los
escenarios. Es decir que como no conocía qué había ocurrido en otros lados, asumía
que todas las bibliotecas de todos los pueblos bien podrían haberse incendiado.
La primera obra que escribió fue El Quijote. Una peculiar versión de ochenta y
tres carillas. Luego, alentado por una supuesta posible demanda, escribió El Principito.
Otra semana, deprimido, escribió un Hamlet aún más triste que el original. Dedicó seis
meses enteros a su propia versión de la Ilíada; dos meses a La Metamorfosis de Kafka
de quien no recordaba bien el nombre y escribió Kafca; y otros dos para Crimen y
Castigo de un Dostoiewski que por supuesto escribió con y, y con uve. A fin del

133
segundo año, sorprendió para navidad con un regalo para el pueblo: Cuentos de
Navidad, de Dickens. Los otros maestros se contagiaron de este espíritu cultural.
Después de todo, por alguna extraña razón se les había brindado a ellos una segunda e
inaudita oportunidad. Si de esos niños dependía el futuro de la humanidad, sería mejor
desde un principio instruirlos tanto en ideales como en conocimientos. Escribió una
excelente versión de Los Miserables de Víctor Hugo de lo que recordaba de una
interpretación teatral, ya que nunca había leído el libro. Comenzó una curiosa versión
de Motivos de Proteo, pero se confundió en el principio, la dejó guardada treinta y
cinco años y la terminó de viejo. La obra, fruto de una mente desvariada, terminó
tratando de mitología griega y rivalizó con la Ilíada de su colega. El tercero de los
maestros era un experto agrario, pero no dominaba la escritura. Muy a su estilo
compuso una malograda versión de Rayuela de Cortázar, pues en su intento de imitar lo
más posible al autor terminó entreverándose y confundiendo los capítulos. La obra la
terminó un discípulo suyo ocho años más tarde. Hoy en día, se cree que la confusión
original, mucho más que el posterior reordenamiento del discípulo (o sea la segunda
confusión), compuso una obra nueva pero también genial.
Muy pronto la producción de clásicos literarios se incrementó, a tal ritmo que
una respetable colección se fue armando primero en el sótano de La Casa de la Cultura,
y luego en la reconstrucción del edificio de la Biblioteca original, la que se había
quemado.
Los años pasaron y en Pueblo Benítez las cosas fueron bastante bien. Era
entendible, contando que estaban muy aislados. Si bien su ejemplo como grupo
humano aislado se había repetido en varios lugares del mundo, las enormes distancias
que los separaban y el apagón tecnológico oficiaban de escudo. A la mayoría de estos
ensayos, como sabemos, no les ha ido tan bien. El éxito de Pueblo Benítez, que hoy ya
es ciudad, se debe sin dudas a su peculiar población original y a las escasas captaciones
extranjeras.
La biblioteca fue creciendo año tras año. La tarea de reproducir grandes clásicos
del pasado de la literatura se volvió costumbre, pero una muy acotada en el tiempo.
Solo los tres maestros fundadores tenían conocimiento cabal de las obras del pasado.
Los niños no podían recordar demasiado. Las obras transmitidas por vía oral nunca
alcanzaban una calidad requerida. De modo que se reprodujeron mientras vivieron los
maestros; a la muerte del último, el crecimiento de la Biblioteca amenazó detenerse.
Pero esto no fue lo que ocurrió. Una nueva corriente vanguardista se elevó entre
los discípulos. Se comenzó a versionar las versiones, a elaborar complejas tramas
inspiradas en las originales. Y es que en el fondo eso es la literatura, la variación de
contextos y estilos pero con los mismos personajes. ¿O acaso es tan difícil imaginar

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cómo en la Era de Piedra les contaban a los niños una historia paralela de Caperucita
Roja, donde el lobo era un tigre dientes de sable? ¿Nadie ve entre todos los salvadores
alguna especie de paralelismo? Así surgieron libros memorables como "El ingenioso
Quijote, caballero de la mancha", una obra ampliada del original, que a su vez inspiró
una obra dilemática "El lerdo Quijote, uno más de la hoja en blanco". La versión de
Drácula de Bram Stoker, que también se llamaba Drácula, pero cuyo protagonista era
un zombi que luchaba por volver a estar vivo.
Las nuevas corrientes se sucedieron a un ritmo generacional. Versiones de
versiones, estilos de estilos, corrientes enteras fueron abandonadas en cuestión de
décadas y sustituidas por bizarras mezclas. Se ensayaron todas las posibles
combinaciones de las versiones conocidas. Se crearon nuevas lógicas literarias nunca
antes vistas en la historia de la humanidad. Se las fusionó con las versiones de los estilos
tradicionales. Se alteró el orden de los significados. Se crearon lenguajes complejos que
parecían códigos secretos. Las leyes de la semántica se ilegalizaron. Nuevas
construcciones de significados ascendieron desde profundidades ya olvidadas. Una
innovadora forma de arte se fue gestando como un virus entre las calles reverdecidas y
despobladas, bajo los techos de las casitas de ese pueblito achatado en el medio de la
nada.
La biblioteca trascendió el edificio.
Hace un mes se encontró entre las ruinas de una capilla una biblioteca antigua
que debió pertenecer al convento. Los curas que con seguridad la compilaron pudieron
haber demorado años, pues contaba con muchos de los clásicos no religiosos de todos
los tiempos.
El domingo pasado, al atardecer, se festejó la fiesta anual en honor a los ilustres
ciento noventa y dos fundadores. Al comienzo se entregaron los diplomas a los
alumnos que pasaron de grado y más tarde, a los que terminaron alguna carrera se les
asignó un respectivo empleo. Con el anochecer se hizo un gran círculo de niños en la
plaza central y en torno a una gran hoguera se repartieron los libros llenos de polvo
encontrados en la biblioteca del convento. Luego, uno a uno los niños fueron arrojando
su respectivo libro en la hoguera. Al final, niños y adultos danzamos alrededor del
fuego mientras los libros ardían. Sé que entre las cenizas que se alzaban en espirales,
como retorcidas columnas hacia la noche, se han creado mil cuentos, mil historias que
se sacudieron en el viento entre las chispas y el humo y que inspirarán otras miles más;
y que ahora, en este preciso momento, bajo algún árbol, o en el pretil de una terraza,
bajo el inmenso e inexplorado cielo, se están escribiendo.
ÁLVARO MORALES
Uruguay
Linkedin: Álvaro Morales

135
136
Q
uiere acabar con todo. La duda ya no es solo una tos, tampoco una fiebre,
ya es algo que se tiene que extirpar. Las cajetillas de cigarrillos no son
suficiente, no para de darle vueltas a la cabeza, solo desea sacar sus
pensamientos y dejar el casco vacío, poner en un embalse todo aquello que
le causa dolores de espalda, migraña, eso que no permite que sus rodillas sean normales
(porque no quieren caminar más) ni las rodillas ni las piernas en sí saben dónde ir.
¿Será que vuelvo a casa? Piensa León.
Y pasa el tiempo, sigue su contienda con las decisiones que son más filosas que
cualquier arma blanca.
No fue hace mucho que León decidió alejarse de su hogar. No hablamos de su
casa paternal; hablamos del sitio donde convivía con su chica, esas llamadas musas. Lo
decidió por ser buen escritor, también cabe la posibilidad que lo hizo para encontrarse
consigo mismo. La verdad es que él es una montaña rusa y creo yo; ésta es más estable.
Dejarle ha sido duro, una prueba, una jugada muy minuciosa, como a aquellos que
obligan a darle un tiro al perro con el que han compartido media vida.
León, obviamente no deja de pensar en ella. Saca un cigarrillo entonces al
exhalar el humo, se da cuenta de algo que no previno en su salida. Es que se fue de su
casa y olvidó el corazón.
No es solo su hogar quien lo llama. Él sabe que tiene muchos viajes por hacer.
Tomar un destino es una espada contra la pared. El vómito lo acecha, cada vez más, su
garganta se va convirtiendo en una costa, las náuseas son como una peste y quiere ser
marea alta. Ya León está cansado de abrazar el retrete. Una bocanada de aire y pide un
café. Qué ansiedad tan penetrante. Los pies incontrolables, las manos en movimiento
en todo momento. Se agarra el cabello y lo suelta al rato, toma el café que está recién
hecho, los pies no dejan de hacer ruido, se dispone a jugar con el filo, a decidir por un
destino. Prende otro cigarrillo. Sus pies descansan por un rato. El humo va mostrando
con imágenes las opciones.
Sería algo dogmático ir a donde mis padres. Ese lugar ya viejo de infancia no
me llama la atención, no para estos momentos. Hablar por cartas y enviar y recibir
detalles no es suficiente, eso lo sé. Solo que no estoy para verlos. Aunque yendo allí
cumplo con la promesa de visitar a Brandon, la tengo pendiente desde hace tiempo. Él
es el perro más fiel, el más cariñoso. Le debo mil gracias por mi niñez. Me defendió,
jugó y me acompañó en todo momento. Estoy seguro que lo haría todavía pese a lo
longevo que ya está. No me olvido ni me olvidaré de él nunca, y por eso siempre en los
detalles va algo para él.

137
Pide un whisky a las rocas y una entrada bien resuelta la situación se torna un
poco más seria y en su mente hay una mariposa que revoletea. Tiene que vaciarse,
colocar todo en la mesa para saber bien de las conveniencias y de las contras.
Visitarla trae consigo más visitas. No sé si esté preparado para los regaños.
Quiero despojar las cosas que aún me detienen, quiero entender a mi mano que ya me
grita, quiero saber lo que quiere. Podría colapsar al revivir tantos momentos. Ver a mis
amigos que son hermanos que he ido poco a poco distanciando, a ella, la idea de que
mis padres viven a unas tres horas del sitio… Podría ser mejor regresar con Anna, así
puedo pasar los días tranquilos, sin remover nada, sin tirar de las emociones, así no me
volvería un fiasco. Estaría con ella, la besaría por las mañanas como siempre hago, le
prepararía el desayuno si no es que ella ya lo ha hecho, haríamos el amor, tomaríamos
los vinos que nos gustan. Todo sería algo magnífico, pero, siento al mismo tiempo que
me envolvería en el aburrimiento. ¿Será que quiero sentir más?
León, sigue anotando en su cuaderno. Ya se tomó el primer trago. La comida
sigue intacta y viene ya caminando el servicio con el segundo whisky.
Fue un milagro no pasar a la siguiente caja de cigarrillos también que no se
enfriara la comida y que no se llegase al quinto whisky. León, lo hizo. Tomó el riesgo de
la decisión, su direccionar y su mano llegaron al sitio elegido, él todo cortado de nuevo.
Otra vez el destino haciendo de las suyas, tratando de ser guiado, otra vez caminar por
un capricho o por el tomar la mejor opción.
León, está en un abrir y cerrar de ojos en la puerta de su casa. Toca y abre Anna.
Él tiene en sus ojos y en la frente la disculpa, no es tonto, no llegó con manos vacías
pues en ellas carga una canasta repleta de perdones, de regresos, de amor, llegué y no
me iré. Chocolates, vinos, las flores amarillas que no pueden faltar. La casa blanca de
grandes columnas, con el cuarto que da al balcón y tiene un escritorio. La casa con
color de madera por dentro y piso pulido, con sus salones llenos de cuadros, jarrones,
libros, plumas y licores, estaba de vuelta. Ya brilla, ya se encienden las luces, ya Anna
está de nuevo en sus brazos besándolo. Sí, así de sencillo, así de fácil. León pensó, que
si no podía con la migraña presente y los otros síntomas, apenas decidiendo, era mejor
sedarse y sentir la calma. Lo hizo. Anna es su inyección y los días para él empiezan en lo
que cabe; normal.
A León, le hubiese gustado esa mentira. La vida no es así, las personas tarde o
temprano terminan descubriendo quienes son, a algunos les da tiempo de enmendar, a
otros, el cabello blanco no los deja. León, al preguntarse en un momento si lo que
quería era sentir más, cambió completamente su pensar.

138
Allí se encuentra él, en el puesto de la ventana. Pensando todo lo ocurrido con
Anna, ha sido un sueño ver todo eso. Se vio cobarde regresando. La verdad es que éste
ha sido su viaje más largo y, claro está que es porque está haciendo una ruta hacia al
pasado para que lo arroje al presente. Hubiese sido lindo al menos llegar a decir que
León volvió a dormir con Anna, que hicieron su vida de nuevo. Pero los instintos son
otros, él es otro, Anna merece ser libre.
Ya viene el servicio, trae consigo otra entrada y un vaso lleno de hielo y whisky.
León, ha hecho un ensayo al estilo de Benedetti. Ver cómo puede pasar la vida en tan
solo cinco segundos. Faltan pocas horas para que el tren llegue a su destino, al
verdadero. León va a verla. A ella, a sus amigos y a cumplir la promesa con Brandon y
sus padres.
Él decidió escribir otro libro. Ir allí es lo necesario. Él seguirá viendo por la
ventana y contemplando los paisajes.
Ya llegó el servicio. Un whisky y el cigarrillo después de la entrada. León, ya no
piensa, está vacío. Tan solo espera su llegada en el puesto de la ventana.

sebastian clark
Venezuela
Twitter: @Yosoygabo10
Página web: www.yosoygabo.blogspot.com
Otros escritos: http://www.sttorybox.com/users/sebastianclark

139
140
-A
quí se levantaba un burdel hace siglos, es irónico que sobre estos terrenos ahora se
hayan construido unas termas— pensó Gilles mientras hundía lentamente
su cuerpo en las aguas calentadas por vapor. Se había pasado el día
trazando planos y realizando cálculos, descansando solo treinta minutos para desayunar
y otros veinte para comer. Las muñecas le temblaban cada vez que pensaba en las
infinitas posibilidades que podría haber desarrollado y no hizo. Le pagaban una
cantidad considerable de dinero por su creatividad y sus conocimientos técnicos en la
construcción. Padre del diseño de la ampliación de la gran capital, era uno de los
elegidos para convertir al país en una superpotencia basada en el poder de los motores
de vapor.
Una cascada artificial captaba toda la atención de sus sentidos. El agua fluía libre
sin verse manipulada por la transformación en vapor que empujaba pistones y piezas de
metal. El técnico echó un vistazo rápido a la piscina construida con metales y tintada
con aspecto de piedras naturales. Las personas que ignorasen esa realidad habrían
confundido a primera vista el metal por la roca. Las finas nubes de vapor cubrían la
superficie acuífera. A pesar de estar solo en aquel recinto, sospechaba que había algo
más en el agua. Inspeccionó ocularmente el recinto, una gota fría de agua le recorrió la
espalda, aquello lo sobresaltó, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Tomó la toalla
que aguardaba sobre el piso, se puso de pie y después se envolvió en ella. —Creo que
este baño ha durado demasiado—. Murmuró mientras secaba su sufrido cuerpo por la
tensión sistemática del trabajo. Se apresuró a salir de la zona de baño, motivado por la
idea de tomar una bebida templada de regreso a su hogar.
Cuando el profesional abandonó la zona de baño, el agua de las termas burbujeó
en el centro de la piscina. Algo se elevaba desde el centro de la ebullición, como si
flotara, emergió una cabeza femenina con orejas que parecían aletas grandes de pez,
ojos almendrados, una pequeña nariz, una tímida sonrisa y una larga melena color
turquesa, la cual reposaba sobre una diadema verde en su frente. Lentamente, entre un
vapor cada vez más cálido, el cual, hacia hervir el agua, fue apareciendo el fino cuerpo
de una mujer envuelta en delicadas ropas blancas y marrones de inspiración neoclásica.
En su brazo derecho reposaba un fino brazalete en forma de aro sin ornamentaciones.
De la misma forma que se encontraba otro en su pierna derecha, tan delgada como la
izquierda, ambas cubiertas por una falda larga y pulcra que cubría ligeramente por
encima de los tobillos. Extendió ambos brazos y caminó descalza por encima de la
superficie del agua. —Ellos nos mataron ahogándonos y después vendieron la mentira
al populacho de que habían llegado a un acuerdo. Les pagaremos con la misma moneda,
lamentarán el día que descubrieron el vapor como medio de desarrollo tecnológico—.

141
Habló ella mientras recorría la superficie de la piscina.
En las pozas circundantes, las cuales estaban separadas por sendos muros de
metal con aspecto de piedra, todos ellos recalentados por un sistema interno de tuberías
calentadas por vapor, aparecieron sendas damas por cada bañera. Ellas eran las
meretrices ahogadas, quienes vestían trajes de diferentes geografías y épocas a demanda
de los clientes, ahora reconvertidas en ninfas de agua.

Unas horas más tarde, cuando Gilles reposaba sobre su lecho en su modesta
habitación, la frialdad de las paredes empezó a desaparecer. Los pocos elementos de
madera que había dentro de la estancia crujían con volumen ascendente a cada segundo
que pasaba. Su reloj de bolsillo de oro marcaba que hacía poco que la hora de brujas
había llegado. Entre los márgenes de la puerta se filtraba sin dificultades un gas líquido
caliente, pues el obstáculo era carcomido por la humedad.
Pasaron un par de minutos hasta que la entidad surgida de las termas se hubo
materializado dentro del recinto. Con una mirada vacía, sin vida, y un caminar lento y
tranquilo, cruzó la habitación principal consumida por la tecnología en todos los
aspectos. El dormitorio se componía de una cama, una mesilla de noche, una letrina y
un armario de un aspecto refinado, rematado en sus bordes por pequeñas piezas de oro.
La náyade avanzó hasta los pies de la cama y a continuación se posó sobre el cuerpo del
profesional, quien dormía nervioso. Ella puso una cálida mano sobre sus labios, de
repente el hombre despertó, sus ojos por poco le salieron de las órbitas. —He venido a
cobrarme la venganza por tu complicidad con nuestros verdugos— anunció la dama
con una voz relajada y armónica. Entonces la mujer se fundió en vapor y entró a
presión en su cuerpo por todos los agujeros de su cabeza. Mientras la víctima luchaba
inútilmente por su vida, tratando de gritar por el calor y el dolor provocado por la
invasión gaseosa, el sofoco dentro del cuerpo fue ascendiendo violentamente, hasta que
su cerebro quedó frito por la presión y la temperatura. Un hilo de sangre descendió por
el orificio nasal del difunto, luego el ente abandonó el cuerpo por donde había entrado.
—He ganado suficiente agua como para mantenerme unas horas fuera de las
termas, pero es mejor que regrese antes de que mi oxígeno se termine—. Se despidió
mandando un beso con ambas manos. Ella se dirigió a la bomba de agua, la cual iba
conectada a las cañerías de vapor del edificio, por ahí se escurrió, circulando por la
ciudad hasta llegar a las termas.

Dos días más tarde se había descubierto el cadáver de Gilles en su hogar. La


prensa religiosa había realizado un reportaje sobre la vida del arquitecto. Los médicos
forenses abogaban por una implosión del cerebro debido a unas altas temperaturas, la

142
cama estaba empapada en sudor, paralelamente detectaron los efectos de la humedad en
las diferentes partes de la estancia. Al no hallarse ninguna evidencia científica, más allá
de un suicidio inducido por el vapor, el artículo concluyó que se trataba de un castigo
divino por la codicia que mostraban los impulsores del desarrollo de la ciudad. Los
rumores de aquella extraña muerte se extendieron como el viento entre los ciudadanos,
algunos reajustaron sus lentes varias veces para confirmar que sus ojos no les
engañaban ante las líneas de la prensa.
Sin embargo, los avances tecnológicos en la ciudad continuaban ajenos a aquel
imprevisto. Una invitación para las termas o un servicio gratuito en los burdeles servían
como motivación a todos aquellos que se veían implicados en la construcción de los
nuevos edificios. Por otra parte, los zepelines de vigilancia, las arañas y perros
mecánicos de vigilancia, inundaron las calles, Gilles era uno de los padres del progreso y
de quién se esperaba que colaborase con el desarrollo industrial de la isla.
El obispo Cloud había invertido, en secreto, una fortuna en bonos de desarrollo
del estado. Esperaba que con las ganancias que sacase, se pudiera permitir el lujo de
tener los inminentes siervos autómatas, los cuales se estaban desarrollando de forma
conjunta a las articulaciones artificiales. Cuando no se encontraba escribiendo un
artículo para un periódico de la prensa local, estaba oficiando en una iglesia que poco a
poco perdía la piedra en favor del metal, en el tiempo que le restaba visitaba
fundiciones, herrerías y sentía un especial delirio por las termas.
Justo aquella mañana habían depositado en su cuenta bancaria una importante
suma de dinero por el pago de unos intereses ganados en bonos. Deseoso de mostrar
su gran poder adquisitivo, invitó a todos los padres de las nuevas ciudades a bañarse en
las termas, también a sus compañeros de rango. Bajo la excusa de limar asperezas con
los partidarios de la visión racional y tecnológica imperante, consiguió que aquella
misma noche las termas fueran un hervidero de personas, en la que no faltó el
aguardiente, el vino, meretrices y un abundante banquete a la salida del baño.
Aquella orgía de lujos, la cual corría a costa de Cloud, inició con una tormenta
de risas, aclamaciones y brindis a la salud del santo hombre y de dios. Las primeras
horas dieron paso a un descenso en el tono de voz en el ambiente. Tres horas más tarde
todos estaban lo suficientemente ebrios como para olvidar por qué estaban allí. Para ese
entonces se había formado una nube de vapor muy espesa en todas las piscinas, algunos
de los invitados copulaban libremente gracias a la intimidad ofrecida por la cortina
acuática.
La música dejó de sonar en un momento dado, varias mujeres vestidas dibujaban
sus siluetas entre la multitud. —Dame tu agua, haz algo útil, cariño—. Se vanó una de

143
ellas con voz seductora, poniendo su mano sobre los labios de un músico y haciendo
que inhalara su cuerpo de vapor. Absorbió el agua de su cuerpo calentando su
organismo, provocando una deshidratación severa en el organismo de la víctima.
Aquella acción fue repetida por otras ninfas de agua, quienes se alimentaron
directamente del recurso hídrico en los humanos. Otras se mostraron más virulentas en
sus respectivas pozas, no querían que nadie escapara de su sed de venganza.
Encontrándose en el centro de la charca, inhalaron todo el calor del líquido a su
alrededor, hecho que provocó una bajada térmica drástica, la cual resultó fatal para los
corazones de quienes se hallaban allí.
Los gritos se impusieron a los pocos siervos quienes seguían acariciando, ya sea
con los dedos o con impulsos de aire, los instrumentos que impedían el silencio. —
Traedlos a todos los vivos a la terma principal de la cascada, —ordenó la voz de
Clidanope, la que había sido reconocida, en vida, como una líder por todas las
prostitutas. Ante la imposibilidad de contener a todos los presentes en la estructura, las
mujeres se desvanecieron formando un gran círculo que superaba temperaturas
caniculares, aquello provocó una huida en estampida hacia la trampa que la líder había
preparado para ejecutarlos a todos.
Solo fueron necesarios unos cuantos minutos para que todos los corderos se
hubieran reunido en el matadero. Sobre la pequeña cascada que rociaba generosamente
la piscina en la que había descansado Gilles, posaba su verdugo con un tridente en las
manos. —¡Por la voluntad de aquellas que hemos renacido bajo esta apariencia,
nosotras hemos decidido condenaros a vosotros, padres, inversores y hombres de la fe a
perecer de la misma forma en que nos fue negado el derecho a la vida! —exclamó con
una voz guerrera y ansiosa por escuchar su eco entre las presentes, quienes también
empuñaban ahora lanzas de vapor. Aquellas palabras fueron aliñadas por el ruido
metalizado que sonaba al golpear las bases de las armas de asta contra el metal. Las
paredes empezaron a temblar por momentos, en los alrededores el agua se removía
bruscamente. —Es el fin, padre nuestro que estáis en los cielos, santificado sea
vuestro… —empezó a rezar un hombre de fe por su vida, mientras se veía aplastado
por la bola humana a sus espaldas. —No creas que te daré dicho placer —Murmuró la
líder, quien lanzó su tridente contra el centro de la piscina. Aquello provocó que de la
cascada surgiera una gran ola que ahogó a todos los presentes, y alcanzó a destruir el
recinto debido a la fuerza de la presión caliente.
Únicamente quedaron vivas las náyades, quienes al frío de la noche optaron por
huir por las rotas cañerías que conectaban a las aguas termales. Ellas alcanzaron los ríos
al cabo de poco tiempo. Algunas de ellas perecieron durante el trayecto, sin embargo, se

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convirtieron en una leyenda urbana para los cronistas del progreso, quienes hablaban
del suceso ocurrido en las termas de la gran capital como un error de cálculos que salió
excesivamente caro.

ALBERT GAMUNDI SR.


España
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145
146
P
retendo escribir algo que valga la pena, mas no puedo.
Entonces escribiré algo que no valga la pena.
No, mi lealtad hacia la literatura no me lo permite.
Entonces escribiré basura.
No. Mi alma llora de solo pensar en eso.
Escribiré locuras. Eso haré.
Mi mente empieza a sudar frío, debido a tal pensamiento sin sentido. Tampoco
está permitido ello.
Muy bien, escribiré sobre mí. Será fácil, las vivencias que mantengo en el cofre
de mis recuerdos, y/o las ficciones que descansan en el lado ideal de mi vida, de seguro
tendrán sentido. No obstante... mi ser y mi esencia comienzan a temblar. No quiero
develarme tal como soy, siento vergüenza. Podrían condenarme bajo cien cargos, entre
ellos el uso de la desfachatez y el exceso de soberbia. Me encerrarían después en una
dolorosa prisión de máxima seguridad. No, no hablaré sobre mí, ¡qué pesadilla!
Por lo tanto, narraré sobre mi familia, mis amigos y todos aquellos que conozco:
mis compañeros de estudios, mis maestros, mis vecinos, la gente que sale por la
televisión (a decir genialidades o a hablar estupideces), la chica que me designarán como
pareja cuando cumpla la mayoría de edad.
No puedo hacerlo. No puedo procrear un discurso.
Qué difícil será encarar a aquellos personajes reales una vez que escriba sobre
ellos. Tendría que pedirles permiso para profanar su identidad. No lo aceptarían, ¿quién
podría permitirlo? Escribir acerca de sus vidas sería delatarlos; mi vida igual correría
peligro.
Entonces escribiré sobre las cosas externas, la naturaleza, mi casa, mi barrio, mi
región, mi país u ¡otros mundos lejanos! Aunque... ¿estará bien hacer eso? Podría ser un
crimen. Todo lo existente tiene dueño. Incluso esta casa no es mía, podrían
demandarme y encarcelarme, y, como cierta vez, cuando tenía catorce años, darme una
paliza. Nada más por haber tomado como referencia o haber nombrado algo que no
me pertenece. Así se trate de una piedra, ésta podría ser la piedra de otro. No debo
tomar algo sin permiso.
Continúo perdido. Tal vez...
No, no puedo utilizar nada concreto. Pero podría hablar de sensaciones y
emociones, cosas abstractas, subjetivas, tópicos como el amor o la alegría no tienen
dueño. Bien, edificaré mi relato con base en estos elementos, aunque... intuyo que la
censura dentro de poco alcanzará estos temas. La gente sonríe a menudo. Se enamora
muy seguido. Debo escoger algo que no vaya a prohibirse a corto plazo. Enumeraré
cosas que estén permitidas: la moral, la ley, el orden, la obediencia, el sometimiento, el

147
miedo. Hablaré de todo ello.
Veamos, tengo seis elementos, puedo elaborar una ficción con estos. Empero,
solo debo tocarlos positivamente. Si lo hiciera de manera negativa, eso significaría mi
muerte. Así, mi historia no tendría sentido de existir. Nadie la leería. Creo que mandaré
al diablo dichas temáticas. Mejor escogeré algo de lo que pueda hablar bien y a la vez
mal. ¿Qué ha de ser?
Pero esto implicaría escribir algo que no valdrá la pena.
Y, de este modo, regreso al principio. ¿De qué puedo escribir entonces?
Mis manos están atadas. Debo eliminar mi temor a la muerte y redactar, sin
miedo ni reprensiones, algo que sienta mío. Algo que me guste.
No puedo. No debo hablar de gente, mujeres, hombres, niños, amor, pasión,
felicidad, libertad, no se me está permitido. Me torturarían y me aniquilarían. Tengo una
familia y debo velar por ella. Sufrirían por mi culpa, los mayores, los menores, y todos
sus descendientes también. Pagarían por mis pecados si mi crimen fuera obvio.
Puedo hacer como los otros. Hay quienes escriben cosas que no valen nada, que
ensalzan al gobierno y critican negativamente a los rebeldes. No. No quiero ser uno de
esos arrastrados. Aquellos son los únicos que consiguen publicar. Pero estoy
convencido de que no son los únicos que escriben.
Quiero ser auténtico. Por mi iniciativa, por mi originalidad. Deseo tanto ser
especial.
Solo son deseos.
¡Qué felices habrán sido los escritores durante aquella época en la que se podía
escribir cualquier cosa, sin presiones, sin jaulas! Ojalá hubiera nacido hace cien años.
Hoy las cosas han cambiado de un modo radical.
No hay libros de historia ya. No obstante, sé que los hubo.
De boca en boca va corriendo la leyenda de los escritores.
Hay quienes me incitan a escribir, mis amigos más cercanos me dicen que lo
hago bien, sin embargo nunca podré publicar. Quiero narrar algo valioso y ver mi texto
en letras de molde. Ni siquiera puedo filtrar algún escrito en Internet. Ellos nos
prohibieron su uso hace cinco años. Otro tema llamativo que nunca podré tocar.
Tantas cosas interesantes: el bien, el mal, el aire, el fuego, la esperanza, los
sueños, mi credo, aquella dulce chiquilla de la que me alejaron, aquel buen amigo que
desapareció una tarde de llovizna, aquel niño que fui, aquella preciosa casa donde viví
con mis padres, aquel hermoso animal con el cual jugué en mi infancia, aquel perfecto
juguete que me servía de compañía en las noches de soledad, aquel, aquella, esos, esas...
¿Qué les pasó?
La basura es mi potencial tema. Hablar a favor de los gobernantes no vale el

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esfuerzo.
¿Qué he de hacer?
No, no dejes de lado este papel; ya estoy llegando al punto, muy pronto
entenderás. Lamento atosigarte de esta manera, pero deseo que sientas mi mundo
interior, mi cólera, mi tristeza. Por favor, sigue leyendo, entérate de todo, es mi historia
la que te estoy contando. Comprueba mi pesar y perdóname por hacer que tiembles. Sé
que probablemente estás leyendo este texto a escondidas, quizá en un sótano frío o en
tu habitación, bajo siete llaves. A lo mejor adquiriste estas hojas engrapadas como se
consiguen hoy en día: en las zonas más ruines del país, donde ellos aún tienen ciertos
reparos para ingresar e imponer su ley.
Te pido serenidad. Esta ha sido la única vía para comunicarme contigo. Tuve la
idea de imprimir mi escrito, fotocopiarlo muchas veces y difundirlo. Tú debes tener un
ejemplar, eso significa que la primera parte de mi tarea ha funcionado. Sin embargo, el
segundo tramo depende de ti. Todo aquel que consiga leerme deberá escribir un
discurso parecido. Por favor, hazlo. No dudes, no lo medites, solo hazlo. Escribe sobre
mí si quieres, te lo permito. Continúa mi historia. Escoge un tema, una persona, un
hecho, un elemento, y da a luz una grandiosa narración, libre y emocionante. Me
rastrearán, lo sé, me encontrarán, siempre lo hacen. Pero mis familiares me hallarán
antes; y llorarán por mí, como quizá tú lo has hecho (por otros), o lo harás en breve.
Puede ser que al momento de leer el texto ya sepas quién soy. Me mencionarán en la
radio, en la televisión, en los periódicos. Hablarán de mí algunos días y, si no me
brindas tu apoyo, quedaré en el olvido. Sin ti, mi acto habrá carecido de significado. Por
favor, toma tu cuaderno electrónico, coge tu pluma láser, y escribe. Lo que desees.
Vuela. Navega. Imagina. Crea. Siente. Sé libre. Como yo lo he sido.
Escribe sobre mí y por mí, porque yo ya no escribiré nunca más con estas
manos. Ya no podré amar, sonreír o llorar en las páginas. Va a dar resultado, no te
lamentes, no grites, confío en que nuestra empresa será un éxito. De alguna forma
valdrá la pena este sacrificio.
Valdré la pena yo.

******

Hoy he decidido escribir.


Narraré un hecho en verdad maravilloso.
Un relato diferente, verdadero; y no tendré miedo.
Porque es tan aplastante este régimen; no sabíamos cuánto.
Pero temor y arte no habrán de ir ligados jamás. Arte y plenitud, en cambio, sí.

149
Escribiré... sobre algo hermoso, sublime.
Sobre un joven que, al no poder expresar lo más recóndito de su ser, como acto de protesta,
decidió solicitar la ayuda de científicos de todo el mundo –los cuales, como él, deseaban ser libres–, con
el fin de inventar, y luego distribuirles a los escritores, un genial dispositivo para redactar creaciones
literarias con la mente, para luego comunicarle sus ficciones de modo gratuito a todo aquel que las
deseara. Así será la lectura en el año 2023.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS


Perú
Páginas web: www.fanzineelhorla.blogspot.com
Facebook :http://facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

150
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FESTINES NOCTURNOS
MATEO BRAVO MIR
La cabra, quieta, inmóvil, posando bajo las sombras de pasados atroces y
voraces, inciertos y puede que extraordinarios. Consumiendo las llamas lentamente,
sintiendo su piel caer a trozos, desprenderse de la carne. Está tranquila, sosegada,
protegida por la bestia que guía al rebaño, la que antepone la pezuña a las cadenas.
Se mantiene silenciosa y expectante, siente su corazón latir en manos de un gran ente.
Sangre consagrada en boca de santos. Hechicera nocturna bajo la luna llena.

SUSURROS
MATEO BRAVO MIR
¿Quién es? Había llamado a la puerta de modo estruendoso y repentino, y
por la mirilla logré distinguir una figura humana.
Desde el otro lado agucé un leve susurro indescriptible.
¿Qué dice? No podía negar mi pavor ni esconder los escalofríos.
Acércate... Pude distinguir entre los suaves sonidos.
No logro recordar el motivo de porqué lo hice, pero acerqué mi oído a la roída
madera.
Lo que escuché entonces provocó una sacudida en mis extremidades,
obligándome a subir corriendo las escaleras hasta llegar a mi habitación, esconderme
entre las sábanas y llorar preso del pánico.

LECTURA DE RIESGO
JUAN PABLO GOÑI CAPURRO
Botas a la pantorrilla, medias oscuras, tapado, cabellos largos y un libro abierto
en su regazo. Tarde despreocupada para la mujer de negro; esperaba que abrieran las
oficinas de turismo, sola con su historia.
Concentrada, no advirtió la figura pegada a la pared del edificio. Cuando sintió el
hedor, solo atinó a colocar el libro ante su cara; el ser se le abalanzó.
En vez de un mordisco, de la incongruente boca salió una voz, mientras una
zarpa le arrebataba el libro.
Lo último que vio, al doblar la esquina, fue a la criatura besando la tapa,
repitiendo “mamá”.

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MADRE
EDUARDO CRUZ ACILLONA
Ella hace tiempo que ya no tiene la fuerza suficiente como para poder recogerse
el pelo. A él, en cambio, le encanta ayudarla. Recorre su melena con un cepillo…
Suavemente… De arriba a abajo… Una y otra vez... Le acaricia las sienes en un suave
masaje y le susurra las mismas bellas canciones que ella le enseñó cuando era pequeño.
Es un ritual que procura repetir todos los días, antes de que ella se acueste. Le sirve
como entrenamiento para luego degollar con más facilidad a sus víctimas.

VENGANZA
CLARA GONOROWSKY
Se defendieron cuando fueron atacados. No tenían otra alternativa, devolver el
golpe o desaparecer.
Se escondieron en los espejos y esperaron el momento.
Los cazafantasmas aullaron de alegría cuando creyeron haber encerrado a los
espíritus en la máquina. El sensor de movimiento había dado la alarma y el escáner
térmico acusaba puntos fríos; consideraban, por lo tanto, la tarea cumplida.
Apagaron las luces y se dirigieron a la puerta. Giraron el picaporte pero ésta no
se abrió; golpearon, empujaron, con resultado infructuoso. Quisieron encender la
bombilla pero la perilla no respondió. Se dieron cuenta que habían caído en una trampa.

EL EXTRAÑO
JUAN SALVADOR PIÑERO RUIZ
Ella lo podía percibir. Una sensación ingrata en su barriga que duraba ya meses.
Ahora, con solo mirarla de soslayo, podía descifrar ese extraño vértigo en los ojos de la
criatura. La llamada desde algún lugar indeseable y oscuro. Una sombra devastadora que
se acercaba cada vez más a su conciencia tratando de robarle el alma desde esa
nebulosa incandescente que se había formado en su placenta...
¿Por qué miras así? ¿Quieres dejarme en paz?
Pero sus ojos de cieno insistían inquietos siguiendo sus movimientos por la
habitación en penumbra. Sabía que jamás saldría de allí.

153
¿DULCE O TRAVESURA?
RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA
El siglo XXI irrumpió con la prepotencia de la ciencia, la tecnología, y la
comunicación.
Las brujas fuimos relegadas al olvido, solo rescatadas una vez al año por
insoportables niños que nos usaban como pretexto para su insaciable gula por dulces.
Decidí terminar con eso. Jamás olvidarán este día.
Esperé detrás de la puerta como una elegante señora. Cada vez más nerviosa, oí
que se aproximaba un grupo de malcriados vociferantes, que iban a pasar a vivir su
espeluznante historia de terror.
Desmayando de placer sentí el toctoc…. Abrí con una sonrisa.
¿Dulce o travesura?

LA TRAMPA DEL DUENDE


ALBERT GAMUNDI SR.
Era la noche de los muertos, el ritual social había empezado. El grupo de Charlie
había llegado en bicicleta a una urbanización un poco alejada de la ciudad. Llamaron a
una pequeña casa.
Un hombrecillo pequeño con barba blanca les abrió y les acercó un gran saco
gris. Tomad todos los que queráis, no sintáis vergüenza.
Ellos se tornaron pequeños dentro del saco y sus gritos casi inaudibles. Me
encanta recolectar niños por Halloween. Los duendes no hemos perdido la tradición de
embaucar. Se desternilló de risa mientras agarraba a un diminuto niño y lo devoraba
como un caramelo.

MAURO FONTANA
ROGER LUIS CHICO CABARCAS
Caminaba orgulloso entre la gente sin rostro. No los miraba a los ojos ni les
buscaba palabras, prefería desconocerlos para no sentir absurdos remordimientos,
prefería creer que sus actos guardaban misericordia. Su última víctima le sonrió antes de
morir y Mauro Fontana se estremeció ante el solo intento de vacilación, no lo dudó y el
cuchillo empujó muy cerca al corazón.
“Matar es un placer como beber un trago de hiel, mas el amargo es un sabor y
no deja de ser” era el epitafio de la tumba de este bienhechor.

154
LA CUCHARA
ALVARO MORALES

Somos los últimos.


Mastico lento lo poco que queda de su madre. Ella hace rato que no come.
Me observa por encima de la mesa. Nuestras miradas se entrecruzan en un
milagroso destello telepático. Estamos pensando igual.
Nos abalanzamos al mismo tiempo por los cubiertos sobre la mesa.
Maldigo. Ha tomado el tenedor. Y yo…

EL ASESINATO COMO UNA DE LAS BELLAS


ARTES
ANDRÉS GALINDO
A José Manuel Ortiz Soto

“¿Voy a morir?”, preguntó en la primera página. Yo, que más bien soy escritor
dilatado y busco en el crimen la perfección del arte, respondí: “no hace falta adelantarse
a los hechos; eso sucederá en el capítulo cinco”. Me limpié la sangre de la historia
anterior y saqué el bisturí.

DESTINO
GIANCARLO UBILLUS
Los gritos se ahogan en la madrugada. Corre con el corazón a mil, sin rumbo,
una risa y una voz gutural persiguiéndolo. Se desvanece. Recuerda la fiesta, el
descontrol, la excitación, las velas negras, los disfraces y la sangre. Se estremece y cae al
pie de una cruz pidiendo perdón. Llora, suplica y la voz gutural: “no puedes huir de tu
destino”. Siente una punzada en el vientre. Una risa. Siente un líquido tibio, horror.
Trata de guardar sus intestinos. No le quedan fuerzas para gritar. Cierra los ojos.
Alcanza a leer “Cementerio Municipal”. La risa apaga su último suspiro.

155
SEXTO SENTIDO
LLUÍS TALAVERA
Duda de su capacidad de resolver tan incierta situación hasta el punto de que la
ha acabado aceptando como algo sin remedio. La coyuntura se repite tres o cuatro
veces al día. Nota una especie de punzada en la nuca que le recuerda su presencia. Se
dirige al sótano y entre súplicas, lamentos y frases confusas les deja algo de comida,
pero sin quitarles los grilletes. Ellos creen que están vivos, le falta convicción para tratar
de sacarles de su error. En ocasiones ve muertos. Y piden ayuda a gritos.

El día de mi muerte
Stephanie Pugliese H
Durante años había sufrido de algo llamado parálisis del sueño. De repente
despertaba incapaz de moverme por varios segundos y en ese lapsus de tiempo podía
llegar a ver las más horrorosas imágenes; pero ese día fue diferente. Desperté y vi una
figura de unos dos metros de alto con unos ojos brillantes que lentamente se acercaba
a mí. Pensé que era otra alucinación más causada por la parálisis del sueño, pero
entonces un cuchillo atravesó mí corazón una y otra vez. Esta vez no era un sueño. Esta
vez estaba viendo a la muerte frente a frente.

Posesión
Stephanie Pugliese H

Esa noche desperté a las 3 A.M completamente paralizada en la posición en que


Cristo fue crucificado. Unas voces aterradoras susurraban a mi oído mientras sentía que
mi espíritu abandonaba lentamente mi cuerpo. Algo dentro de mí me decía que debía
luchar. De repente empecé a rezar en un idioma que parecía ser latín, un idioma que
jamás había estudiado y entonces entendí que no era yo quien rezaba.
En ese momento yo estaba en medio de una lucha entre el bien y el mal por
salvar mi alma.

156
Enemigo sanguinario
alicia gaione
Tuve miedo que esa noche apareciera otra vez en mi dormitorio. Me oculté
debajo de las sábanas. De pronto lo oí, ya estaba ahí. Mis brazos se movían sin rumbo
tratando que se alejara. Cuando creía que iba a abandonar su intento, se lanzaba
nuevamente al ataque. Cruel. Sanguinario. La noche era su aliada, me sentía vencida. Al
pasar las horas abandoné mi lucha.
Me dije: “No puede ser. ¡No toleraré otra noche más! Un simple mosquito no
arruinará más mi descanso...”. Me levanté, tomé mi zapatilla, lo estampé contra la pared
y traté de dormir.

Cocina
Gerard King
Estoy en pie en mi cocina, sobre la sangre de mi familia. Mi esposa y mi hijo
fueron brutalmente asesinados y yo no estaba aquí para evitarlo y ahora su sangre sirve
de decoración en las paredes.
Mis piernas no responden, ni siquiera cuando la puerta de la cocina se abre,
entrando un hombre horrorizado y con una pistola en su mano.
—¿Qué hiciste? —Me pregunta con la voz quebrada. —¡¿Qué le hiciste a mi
familia?!
Oh, es cierto. Esta no es mi familia. Yo no tengo familia.
Dejo de llorar y empiezo a reír.

Catalepsia
L. E. Velázquez
Se escuchó un ahogado intento por respirar y la sala quedó vacía.
Por más que insistió, nadie creyó que en esas trece horas que pasó muerta estuvo
con un hombre. El amor de su vida, le llamó ella. El amor de su muerte, se burlaron
otros.
Un torrente tiñe de rojo la habitación, proveniente de la lengua amputada por
los dientes de la joven.
Mientras tanto, un auto atropella a un hombre que acaba de despertar de un
coma y busca por las calles, con un hospitalario pijama, a la mujer que conoció en su
comatoso estado.

157
LA ESPERANZA NUNCA MUERE
DAMARIS GASSÓN PACHECO
Ahí estaba mi amada, tendida esperándome. Quizás tardé mucho y se quedó
dormida, juraría que su pecho se mueve imperceptiblemente, aunque los demás no lo
vean, por eso entre las velas y el llanto de los deudos me acerqué a la urna y la besé.
Era el segundo día del velorio, estaba cansado y el cura ya había rezado los
responsos. Era hora de partir al cementerio a enterrarla. Mis amigos me sacaron a la
fuerza de la urna, juro que respondió a mi beso, que entreabrió los ojos, juro que me
dijo en un susurro Volveré.

CLOROFILIA
RIGARDO MÁRQUEZ LUIS

—Llegas tarde—. Musitó ella.


—Lo siento, el papeleo me absorbió—. Dijo él dándole un beso apasionado.
La mujer se dirigió a la cocina para servirle la cena.
Un momento después el hombre sintió la caricia metálica de una navaja
cercenando su cuello, por lo que su sangre brotó a raudales.
—¿Creíste que no percibiría el aroma a carne?, ser vegetariano es un estilo de
vida—. Enunció ella.
La mujer arrastró el cuerpo para luego descuartizarlo de manera artística.
—Ustedes la necesitan más que ese mentiroso—. Aseveró ella mientras
alimentaba con los restos a las ratas del drenaje.

En un sinvivir
Marian Peyró
Otra vez ese señor. Haga lo que haga, ahí está. Siga una rutina, o no. Más de un
año así. Al principio pensaba que era coincidencia, pero, obviamente, no puede ser.
Siempre parece que quiere decirme algo, pero yo no le conozco de nada y por eso huyo,
cambio de acera, me meto al metro, abandono a medias la compra. Hoy me ha pillado y
me ha dicho: “¡Al fin!, ¡llevo años para darte esto!”, mientras trasteaba con su riñonera,
y sonreía tranquilizándome. “¡Qué alivio!”, he pensado, riendo, al tiempo que él sacaba
una pistola y me volaba los sesos.

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Amor
Ana maría Caillet Bois
La vieja Casona del barrio está rodeada de misterios.
El mendigo pasa por la esquina. Se ha puesto a llover con fuerza. Toma coraje,
toca el picaporte, está sin llave y entra.
Una sensación de asfixia lo ahoga ni bien transpone la puerta. Luces de colores
se prenden y se apagan mientras un fantasma pasea divertido al ver la cara de asombro
del hombre.
El miedo se mete en sus zapatos gastados y sube por su cuerpo hasta llegar a la
cara que a esta altura luce pálida como un cadáver. De pronto se enciende una sola luz
blanca y aparece ella, su novia de la juventud.
Te he estado esperando una vida.

Saludos por Halloween


Isabel Fuertes Vila

Cuando en la sala retumbaba la última campanada del reloj indicando la


medianoche del 31 de octubre, comenzó a sonar su celular. Al ver que era su ex novia,
se sentó en el sillón y contestó la llamada. Apenas posó su oreja sobre el auricular del
aparato alcanzó a distinguir un molesto zumbido que fue audible durante dos segundos.
Luego, hubo silencio absoluto hasta que se cortó la comunicación. Aquel sonido, que
detonó la más cruel de las venganzas, le perforó el tímpano e hizo estallar su cabeza
esparciéndose su masa encefálica por toda la habitación.

CON CAFEÍNA, POR FAVOR


Ximena R. Molinari
Sebastián caminó hacia la cafetería, compró un descafeinado y continuó. Una
bella joven tropezó derramándole el café. Pidió disculpas y le invitó otro. Pasaron horas
conversando en una apartada mesa. Al cabo de un rato, Sebastián, con ambas tazas, se
dirigió hacia la caja para devolverlas y abonar.
—Lamento que lo dejaran plantado. ¿Desea llevar ese café?
Sebastián miró la taza de la joven, estaba helada y llena, se volteó rápidamente y

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en aquella mesa no había nadie.
En ese instante, el noticiero informaba acerca de una joven mutilada hallada
dentro de una maleta abandonada en la plaza pública.

Error en un entierro
Carlos F. Martínez Quero

Medianoche. Florencio Morán trabajaba absorto en el despacho de su hacienda.


El chirrido de las amplias puertas al abrirse lo interrumpen. Atónito, ve a un hombre
seco, de ropas raídas y polvorientas, caminar hacia él, seguido de un caballo cadavérico
con ojos como teas. Se detiene frente al escritorio. Habla.
—¿Sabe? Para hacer un “familiar” que proteja su finca, solo debe enterrar un
caballo vivo. Cuando usted entierra un inocente vivo como yo con él, hace que el
familiar sea un engendro infernal.
Morán ve entonces, aterrado, en los ojos del caballo, las llamas del infierno.
—Hora de irnos, Morán.

CONQUISTA
JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE

Llegué puntual a la cita y todo salió como lo deseaba.


Amarilis accedió a subir a mi departamento; el efecto del alcohol con la pastilla
constituía mi ventaja. Entre risas comencé a tocarla hasta que su cuerpo se desmayó
entre mis brazos.
No me importó su inconsciencia; me daba igual al penetrarla.
Cuando la despojé del calzón y entré en su cuerpo adormilado, una espada
ingresó en mis genitales.
Al moverme hacia atrás recuperé mi sexo en hilachas. La sangre chorreaba
afiebrada y un calor me ahogaba por completo.
Cuando Amarilis despertó, se enfundó el pantalón para luego abandonarme.

160
AZAR
RENATE MÖRDER
¡Oink, oink, cerdito! Oink, oink.
El niño aturdido por los gritos de sus compañeros corrió hacia la parte trasera
del autobús. Un segundo después un camión que venía a toda velocidad los embistió.
“Fue el azar, la mala suerte, su niño estaba en el lugar equivocado”. Su hijo había
sido la única víctima.
Aldana preparó los dulces y el cartel de “Happy Halloween” y llenó la piñata con
forma de cerdito. La llevó al aula y la dejó colgada. Esta vez, no sería al azar.

Él espera
FEDE MARONGIU

Él espera. Acostado en la oscuridad. Sin poder moverse. Sin ver. Solo ruidos:
una gota que cae, pasos en el piso de arriba, tal vez alguna voz. Eso es lo peor, la voz.
La conoce de memoria después de todo el tiempo que ha estado ahí. Cada vez que la ha
escuchado ha venido acompañada de un dolor indescriptible. Cuando la voz se acerca
una parte de su cuerpo se desprende, es mutilada, cortada, arrancada. Luego, un
algodón, el olor del alcohol desinfectando. La carcajada del hombre y los pasos que se
alejan. Tironea las ataduras. Es inútil. Él espera.

MEMORIAS DE UN CREADOR DE CÓMICS


CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Dibujo lo que veo.


Escribo lo que sé.
Limpio muy bien la escena del crimen tras realizar mi tarea.
Sé que a estas alturas ya han relacionado mi arte con los asesinatos.
Algún día (quizá muy cercano) me atraparán, pero el riesgo ha valido la pena.
He cautivado a un público amplio, ansioso por cada nueva historieta que
concibo.
Dicho de otro modo: de cada nueva aberración que perpetro y luego plasmo en
papel.

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UN ARTE ESPANTOSO
CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

—¡Eres un monstruo! —le grito él.


Ella no entendió por qué le decía eso; enojada, le respondió:
—Calla, mierda, los monstruos no saben nada de arte, y la cocina es un bello
arte. Soy una excelente cocinera, te lo voy a demostrar, mi plato quedará delicioso,
¿estás preparado?
—¡No, por favor, no! ¡No hagas esto, Débora!
La mujer lo ignoró, le puso al hombre atado una manzana en la boca, y lo metió
al horno.

UN CAMBIO… ¿FICCIONAL?
CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS
Me estoy transformando: engordo, me encojo, mi piel se endurece como el
cartón.
Y tengo visiones: sangre, mutilaciones, personas muertas…
…un rostro diabólico que sonríe.
Me hallo a un paso de la locura.
Al mirarme en el espejo, descubro lo que sucede: estoy convirtiéndome en un
libro.
En la más horrible novela de terror de todos los tiempos

DIABÓLICO INSTANTE
CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS
Es de madrugada y no puedo reposar, siento que algo se desliza cerca de mi
lecho. ¿Acaso un demonio, vampiro u otra infernal criatura? De súbito aquello se lanza
contra mí y me muerde en la cara, me arranca la nariz de cuajo; apresa mis muñecas y
desgarra mi pecho. Consigo zafarme, giro con rapidez mi cuerpo e intento escapar. La
bestia me arranca las alas con sus dientes filosos.
Despierto gritando. Todo se halla en completa normalidad: el río, las nubes, los
jardines.
No entiendo por qué en el Cielo los ángeles tenemos pesadillas.

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Terrores nocturnos
Ángel Manuel Santamaría Ortiz

“León y gacela corrieron iniciando una eterna amistad”. ¿Te gustó?


Sí. ¿Se hicieron amigos para siempre?
¡Claro cariño!
Papi, “porfi”…
Cariño, no hay monstruos bajo tu cama.
¿Seguro…?
Sí. ¡Solo hay cosquillas…!
Papá jugaba mordisqueando a la pequeña. Sus carcajadas retumbaban.
¡A dormir…! Un beso selló sus infantiles sueños.
Papá volvió a su solitaria habitación. Antes de apagar la luz, instintivamente,
miró bajo su cama… Nada había.
Instantes después, una voz le sorprendería en la oscuridad.
Enrique, no todos los cuentos tienen un final feliz…
Instantes después, todo fundió a rojo.

Ilustración: Francisco Segura Morlán


España
Twitter: @Pakseal

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