A partir de 1925, los beneficios empresariales tendieron a invertirse en la Bolsa.
Este auge bursátil fue el resultado de la buena situación de las empresas. Pero dio un paso a una burbuja especulativa: el aumento del valor de las acciones se producía sobre todo por el convencimiento entre los inversores de que cuanto antes compraran mayor sería la ganancia que obtendrían. Ante la confianza de que las cotizaciones seguirían subiendo, ningún inversor quería ser el último en comprar, lo cual generó una gran demanda que hacía aumentar todavía más su cotización en el mercado.
El interés por la bolsa llegó a los pequeños inversores, muchos perdieron
préstamos para comprar acciones. Mientras el precio de las acciones mantuvo su tendencia al alza, la euforia continuó y los prestamos pudieron devolverse sin problemas. El problema se inició en 1929 cuando el valor de las acciones empezó a descender.