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La formación del Estado mexicano en la primera época liberal, 1812-1867

Brian R. Hamnett
Introducción
La ruptura política con el colonialismo español no fue un fenómeno instantáneo,
sino un proceso largo con interrupciones y reveses. El colapso del absolutismo
borbónico en España en marzo de 1808, la usurpación bonapartista, la
insurrección peninsular y la formación de las juntas provinciales de resistencia,
el golpe de estado del 15-16 de septiembre de 1808 en la ciudad de México
que derrocó al Virrey José de Iturrigaray (1803-1808), todos fueron
acontecimientos abruptos y brutales. De la misma manera, la insurrección del
16 de septiembre de 1810 dirigida en el Bajío por el Padre Miguel Hidalgo, la
prolongada insurgencia que de ello resultó, la masacre de los españoles en la
Alhóndiga de Granaditas y en Valladolid de Michoacán, el fusilamiento de los
principales dirigentes revolucionarios, el derrocamiento del Virrey Conde del
Venadito (1816-1821) por el ejército español, y la entrada del Ejército
Trigarante bajo el mando de Agustín de Iturbide en la ciudad de México en
septiembre de 1821, fueron acontecimientos dramáticos, que produjeron un
cambio fundamental en la cultura política mexicana. Sin embargo, no debemos
olvidar los elementos de continuidad escondidos detrás de esta turbulencia.
Dos factores centrales llaman la atención. El primero fue la supervivencia de
México como entidad política durante todo el período de la crisis del antiguo
régimen colonial. El segundo fue la deuda evidente de las nuevas instituciones
— y la ideología que las inspiraba — al Despotismo Ilustrado y al Liberalismo
de las Cortes de Cádiz (1810-1813).

El Legado colonial : durabilidad y tenacidad


La herencia colonial suministró al México independiente los medios para
sobrevivir como entidad política íntegra en un mundo adverso. México podía
aprovecharse de tres elementos centrípetos que le proporcionaban la
posibilidad de construir su integridad territorial como país independiente: la
herencia del sistema burocrático colonial, la estructura diocesana, y la
integración territorial del país por medio de los lazos comerciales y financieros
del período colonial tardío. La burocracia virreinal constaba de un ramo secular
y un ramo eclesiástico. Este último resultó del Patronato Real, que transformó a
la Iglesia virtualmente en un brazo del gobierno virreinal. A veces, la burocracia
eclesiástica era más eficaz en las localidades que la secular. La organización
diocesana, obra del siglo XVI, era igualmente centralizada en la ciudad
metropolitana de México. Esta contribuyó al proceso de integración y
coordinación del vasto territorio del Virreinato. Los mercaderes-inversionistas,
también con su centro efectivo en la ciudad de México (pero obrando desde
otros centros económicos como Puebla, Guadalajara, Veracruz o Oaxaca),
forjaron los lazos comerciales y financieros, que a veces eran más fuertes que
los del nivel administrativo. México era una ciudad capital en el centro de una
creciente unidad económica. Estos lazos comerciales superaron las
diversidades provinciales y los mercados locales autónomos. Estos factores
contribuyeron de una manera decisiva a la preservación de la integridad política
nacional durante la transición del virreinato al Estado soberano independiente.
Facilitaron también — y esto merece particular atención — el pasaje de este
nuevo Estado por los dieciocho turbulentos meses del período del federalismo
radical y soberanista en 1823-1824.
La herencia del Despotismo Ilustrado, como también de las Cortes gaditanas,
suministró al Liberalismo mexicano sus raíces ideológicas. A pesar del rechazo
al colonialismo metropolitano, el México independiente heredó de la España del
siglo XVIII el reformismo borbónico. Muchas medidas introducidas por los
regímenes liberales mexicanos se remontaron a esa época. Estas influencias
se podían identificar sobre todo con respecto al tema de las relaciones entre el
Estado y la Iglesia. Sin embargo, España no legó a México una tradición
política concreta de gobierno representativo. La experiencia gaditana no
solamente fue demasiado corta y tardía sino también abortada dos veces en
1814 y 1823 por Fernando VII en medio del período en que las antiguas
colonias hispanas estaban tratando de descubrir una identidad propia.
La transición del virreinato a la república no fue pacífica y sin trastorno. Esto
explica por que el nuevo Estado soberano mexicano no podía lograr una
estabilidad política fácil a partir de 1821. México, como casi todos los otros
territorios hispanoamericanos logró su independencia por medio de una
revolución violenta contra la corona española. Para justificar este acto de
rebelión y legitimar la ruptura, los nuevos regímenes americanos adoptaron la
doctrina de la soberanía del pueblo (o de la nación) derivada en última instante
de la Revolución francesa en condiciones históricas totalmente diferentes.
Ninguna postura tradicionalista podía ocultar que el nacimiento de los nuevos
Estados no fuera ilegítima y revolucionaria.
En México el problema político no era simplemente el de la discrepancia entre
la realidad histórica y la nueva ideología revolucionaria. Fue más profundo y
más complejo. La Nueva España pasó por más de una década de insurgencia
atrincherada (1810-1821). Por esta razón, debemos comprender la formación
del Estado mexicano dentro de un contexto de movilización popular ancha y
amplia. Esa movilización tendría repercusiones hasta por lo menos la década
de 1870, como la experiencia de las rebeliones populares de las décadas de
1840 y 1850 claramente lo mostraron. Cada crisis a nivel nacional
proporcionaría a los grupos etnosociales debajo de la élite dominante una
apertura política para presionar por sus propios intereses y a veces alcanzar
sus propios objetivos. Alrededor de cada crisis nacional brotó una serie de
rebeliones populares, algunas de ellas con fuertes raíces locales y amplia
distribución territorial. Así sucedió con la quiebra de la Primera República
Federal y la Guerra de Texas en 1835-1836, la caída de Santa Anna (1844), la
Guerra con los Estados Unidos (1846-1847) y la quiebra de la República
Centralista (1846), el derrocamiento de la Segunda República Federal (1852-
1853) y la Revolución de Ayutla (1854-1855), y la tentativa por parte del nuevo
régimen Liberal (1855-1857) para subordinar a la Iglesia, imponer una política
de desamortización de las propiedades corporativas y exigir un juramento de
fidelidad a la Constitución federal de febrero de 1857, a pesar de la fuerte
oposición de la jerarquía eclesiástica. Todas esas crisis a nivel nacional
tuvieron hondas repercusiones en el ambiente provincial. Por eso, cualquier
facción o partido político mexicano que quería ganar el poder o mantenerse en
él tendría que responder de una manera u otra a las presiones de estos grupos
etnosociales que se encontraban más allá de la élite política. Haciéndolo,
perdían su carácter original de facción minoritaria y se convertían en una
alianza o coalición multi-clasista con rasgos diferentes en cada provincia y
localidad. Esto ocurrió en el caso del liberalismo mexicano a partir de la
Revolución de Ayutla hasta la consolidación del poder por el General Porfirio
Díaz después de 1884.
Por esta razón, la política mexicano del siglo XIX no era exclusivamente una
política de élites. No había en México una polarización cruda entre "élites" y
"masas", sino, por el contrario, la estratificación social era complicada. Además,
la experiencia de la lucha insurgente de la década de 1810 fue profundamente
arraigada en la conciencia de muchos grupos sociales del país. Amplios
sectores de la población habían participado en esa lucha en una etapa u otra y
habían aprendido el manejo de las armas. Al responder a los llamamientos de
los principales caudillos revolucionarios o al sublevarse por su cuenta, muchas
comunidades habían tomado conciencia por primera vez de su fuerza, de ahí
en adelante estuvieron dispuestas a promover y defender sus intereses.
Durante las décadas de 1840 y 1850, la escala de protesta popular empezaba
con parecerse a la de la insurgencia de 1810.
La formación del Estado mexicano no fue de ninguna manera un proceso
tranquilo. Las rivalidades entre las facciones políticas, la repetida tensión entre
las élites provinciales y el gobierno central, y la presión popular todos fueron
factores indicativos que sería un proceso lleno de perturbaciones. Además, no
debemos olvidar que el México independiente no vivía en un vacuo geopolítico,
sino que formaba parte del continente norteamericano y ocupaba una posición
estratégica entre el mundo atlántico y el Pacífico. Al mismo tiempo que México
trataba de constituirse como Estado independiente viable, los Estados Unidos
iniciaban su proceso de expansión territorial por el mismo continente. México
comenzó su existencia como Estado soberano en septiembre de 1821 en la
forma de un gran Imperio Mexicano. Este Estado se extendía desde el norte de
California hasta el istmo de Panamá (con la adhesión al Plan de Iguala por el
Reino de Guatemala en 1821). Su capital, como lo comentó el Barón Alejandro
de Humboldt en 1803, tenía edificios espléndidos, instituciones antiguas y
distinguidas: además, era la ciudad más poblada del continente americano. Sin
embargo, el Imperio Mexicano fue esencialmente débil : la crisis de la industria
minera ya había comenzado durante la primera década del siglo debido a
dificultades tecnológicas en lo que era el sector más dinámico de la economía:
y desde el momento de la insurgencia faltaron inversiones suficientes para
resolver tales problemas. Al mismo tiempo, la industria textil se encontraba en
apuros por la competencia de manufacturas importadas más baratas y a veces
de mejor calidad. Además, el impacto de la crisis multidimensional de 1808-
1810 — social, económica, ideológica, religiosa, y política — hundió al país en
un trastorno de que todavía no había salido en la década de 1820.
La ascensión de los Estados Unidos como el poder principal del subcontinente
acompañó (pero no causó) la debilidad de México en el período de 1821 a
1867. Desde fines de la década de 1820, México ya no podía ignorar la
presencia de una potencia, a veces agresiva, más allá de su frontera norte.
Además, el país tenía que contar también con las ambiciones de las grandes
potencias europeas, con sospechas ante el creciente poder de los Estados
Unidos. Todos esos poderes extranjeros deseaban establecer una ruta de
comunicación entre los océanos Atlántico y Pacífico tras el istmo de
Tehuantepec para avanzar su comercio internacional. México, por
consiguiente, se sentía atrapado entre las ambiciones de las potencias
europeas y los Estados Unidos. Varios comentaristas europeos simpatizaron
con ese dilema mexicano de estar entre la espada y la pared, y compararon al
país con la malograda Polonia. Sin embargo, México, en contraste con Polonia,
logró mantener su soberanía nacional, a pesar de las dificultades internas.
México no perdió ni un instante su existencia como país independiente — ni
siquiera durante los días más oscuros de la Intervención francesa (1862-1867).
Polonia no tenía un Benito Juárez (1806-1872), que conscientemente llevaba la
República con su propia persona durante la larga peregrinación por el Norte
entre 1863 y 1867.
Por consiguiente, la historia de México hasta 1867 no era únicamente un
cuento de humillaciones y fracasos. El país no sucumbió al federalismo
soberanista de 1823-1824, repeló el atentado español de reconquista en 1829,
sobrevivió a la pérdida de Texas, reincorporó a Yucatán (que también se había
secesionado en 1836), sobrevivió igualmente a la derrota de 1847 y a la
pérdida de casi la mitad del territorio nacional arrebatada por los Estados
Unidos, y obtuvo la victoria contra el ejército francés en Puebla el 5 de mayo de
1862. Aún más importante todavía, presenció la retirada de las últimas fuerzas
francesas en febrero de 1867, la caída del Segundo Imperio (1864-67) en junio
y la restauración de la República. De esta manera, podemos apreciar que, a
pesar de sus debilidades y divisiones internas, el país gozaba de una
durabilidad y tenacidad que facilitó la victoria de 1867 y el triunfo del
nacionalismo juarista. Estas características debían mucho al legado colonial
que dio al país una forma duradera y una personalidad distinta. Aunque
rechazada por los Liberales, la herencia colonial era profunda: la verdadera
fuerza del país provino de esa mezcla de lo hispano y lo indio que producía una
nueva civilización en el continente americano.

El Liberalismo sin éxito


La terminología del constitucionalismo entró en la cultura política mexicana
desde la época de las Cortes gaditanas — "pueblo", "nación", "soberanía",
"constitución", "república", "ciudadano", "federación". Sin embargo, el
Liberalismo quedó verdaderamente sin éxito en el plano político nacional hasta
la derrota del Imperio en 1867. Intervenciones militares de algún tipo u otro
habían derrocado a regímenes populares o liberales desde la caída de Vicente
Guerrero en 1829: el General Antonio López de Santa Anna terminó con el
experimento liberal de 1833-1834 y extinguió la Primera y la Segunda
República Federal en 1835-1836 y 1853 respectivamente; el General Félix
Zuloaga terminó con la primera fase de la Reforma, comenzada con el triunfo
de la Revolución de Ayutla, en enero de 1858, y finalmente la Intervención
francesa expulsó a la administración de Juárez de la capital durante el verano
de 1863. La contribución conservadora y centralista al proceso de la formación
del Estado mexicano era considerable desde la síntesis intentada por el
iturbidismo en 1821-1823 hasta las Siete Leyes de 1836 y las Bases Orgánicas
de 1843. El triunfo del Liberalismo no fue de ninguna manera inevitable: hasta
la época de la Revolución de Ayutla su base popular permanecía estrecha y
débil. Los pequeños grupos liberales que habían capturado el control de los
gobiernos nacionales o estatales descubrieron rápidamente que no podían
mantenerse en el poder por mucho tiempo.
El iturbidismo trataba de preservar la estructura socioeconómica del régimen
borbónico, mientras que al mismo tiempo continuaba el experimento gaditano
en aquellos aspectos compatibles con la independencia mexicana. La caída del
Primer Imperio en marzo de 1823 destruyó este objetivo. En adelante, México
sería república. Por eso, una nueva definición de la soberanía tendría que ser
formulada para legitimar esta nueva dirección política. Desde la promulgación
de la Constitución de octubre de 1824, los principios liberales predominaron en
un país que apenas comprendía su verdadero significado. Ciertamente no tenía
ninguna tradición de gobierno representativo. Aunque la soberanía residía en el
"pueblo" o "nación", no existía ni un pueblo ni una nación. Además, la política
seguía siendo más elitista que popular. El temprano liberalismo no preveía la
inclusión de las clases populares en los procesos políticos del nuevo sistema
representativo. A pesar de la concientización popular durante la insurgencia, la
ausencia de participación popular caracterizaba el primer experimento liberal-
federalista de 1824-1836. Por eso, la política criolla de ese período tenía un
aspecto artificial. Las élites provincianas se convirtieron en senadores,
diputados de congresos, magistrados de tribunales supremos, y gobernadores
en los nuevos estados establecidos en 1824. Trataron de formar milicias
cívicas que podían sostener su hegemonía local, sea en contra del gobierno
central o sea contra la presión popular. Se negaron, además, a contribuir con
fondos adecuados para sostener al poder central. Por consiguiente, la historia
de la Primera República Federal fue una de conflictos entre facciones a todos
los niveles y de debilidad gubernamental en el plano nacional.

La Estructura institucional
El Estado mexicano heredó varios elementos de la estructura institucional del
virreinato. Las intendencias de provincia, creadas por la Real Ordenanza de
Intendentes de 1786, fueron el prototipo territorial de los estados formados en
1824. Las diputaciones provinciales formadas por primera vez en 1813 y
reconstituídas y extendidas a partir de 1820 prepararon la base para los
congresos estatales de la nueva república. Por supuesto, el objetivo original de
esas instituciones no correspondía de ninguna manera con su historia
subsiguiente en la República mexicana. El gobierno borbónico también
estableció un nuevo administrador subordinado, el subdelegado. La
Constitución de Cádiz mantuvo las intendencias pero adoptó el principio liberal
de la separación de los poderes: redujo los intendentes solamente al ejercicio
de la jurisdicción civil. Al mismo tiempo, los constituyentes gaditanos crearon
un nuevo oficial para suceder a los subdelegados, el jefe político. La
Constitución disminuyó la autoridad del virrey, reduciéndolo a ser meramente el
"jefe político superior" de la Nueva España.
La Constitución de 1824 estableció un sistema federal, explícitamente
rechazado en 1812. Creó 19 estados y cuatro territorios. Estos estados
formularon sus propias constituciones y empezaron la tarea de construir sus
instituciones internas. Debajo del Gobernador del Estado, elegido por el
"pueblo", habría un gobernador de departamento, y debajo de éste habría un
subprefecto de distrito, ambos nombrados por el Gobernador. El
constitucionalismo de 1824, de esta manera, no mantuvo el jefe político (de
1812) y prefirió establecer un nuevo oficial por cuatro años (y la posibilidad de
reelección). Este oficial, que no tendría un sueldo fijo, presidiría en los
ayuntamientos o repúblicas de indios (pero sin el derecho de votar)1. Después
de la quiebra del federalismo en 1836, el sistema centralista mantenía el
subprefecto a nivel distrital, mientras que desmanteló la estructura federal,
aboliendo los estados y nulificando sus constituciones. Redujo los antiguos
estados a "departamentos" con un "Gobernador" nombrado por el Presidente
de la República. Estableció una Asamblea Departamental en cada
Departamento. Entre el Gobernador y el subprefecto de distrito habría un
Prefecto nombrado por el gobierno nacional. Las Siete Leyes y las Bases
Orgánicas dieron forma jurídica a esas medidas que fueron restablecidas por
los regímenes centralistas de 1858 y 1863.
Los constituyentes de 1856-57 restablecieron al jefe político. A partir de la
Constitución de febrero de 1857, éste oficial llegó a ser la personalidad más
significativa en el proceso electoral en los distritos. Nombrado por el
Gobernador del Estado, el jefe político representaba la supervivencia de un tipo
de autoritarismo a nivel distrital. De profunda importancia durante la República
Restaurada (1867-76), el jefe político alcanzó su mayor importancia bajo el
régimen personalista del General Díaz (1884-1911), Cerca de 300 de ellos
funcionaban en la República alrededor del año de 18902. Esas tendencias
autoritarias existían al lado del esfuerzo de las élites por formar un sistema
representativo. Relativamente pocos argumentaron en favor de la dictadura,
por lo menos antes de 1884. Sin embargo, no se podía extinguir en un solo día
el legado de los tres siglos de absolutismo virreinal.

El proyecto de rehabilitación financiera


México tenía que reconstituirse después de once años de insurgencia en
condiciones económicas adversas. La rehabilitación del sistema financiero era
una necesidad prioritaria. El tributo indígena, que se remontaba al siglo XVI y
formaba una parte fundamental del sistema fiscal, fue abolido en 1810. Una
nueva estructura fiscal acompañaba la formación del federalismo a partir de
1824. La clave del nuevo sistema fue la "contribución personal", un impuesto
aplicado a toda la población masculina de los 16 a los 60 años. Cada
Gobernador de Estado tenía la obligación de presentar al congreso estatal
cada año una memoria o informe de su administración y manejo de finanzas.
En la mayoría de los Estados este nuevo sistema fiscal fue llevado a efecto en
el año de 1828. En el Estado de Oaxaca, por ejemplo, se cobraba la
contribución personal a razón de 2 reales mensuales por cada peso de ingreso
neto y un real por cada 1 000 pesos de valor de propiedad. Los subprefectos
cobraban el impuesto. Al mismo tiempo, muchos impuestos coloniales
subsistieron, sobre todo el alcabala, establecida por Felipe II (1556-1598),
mientras que el estanco de tabacos, creado por el Visitador General José de
Gálvez (1765-1771), continuaba en vigor. Muchos gobiernos estatales
encontraron grandes dificultades en la cobranza de los impuestos, fuesen
nuevos o tradicionales, en los pueblos. Sin embargo, muchas veces no tenían
fuerzas armadas suficientes para hacer cumplir el pronto pago de las
contribuciones, cuando no se podía lograrlo por los medios tradicionales de
consenso. Un déficit en el presupuesto anual era una cosa común.
Cada Estado tenía la obligación constitucional de enviar a la Federación una
contribución anual de sus ingresos locales llamado el contingente, establecido
por la ley del 21 de septiembre de 1824. La Federación estableció la cuota para
el contingente en función de la población de cada Estado. En los primeros años
de la Primera República Federal los cálculos hechos por Humboldt formaron la
base, pero éstos fueron demasiado altos y, por consiguiente, varios Estados se
quejaron frente al gobierno federal. En muchos casos, los Estados no podían o
no querían cumplir con sus cuotas. Sus deudas a la Federación persistían por
muchos años.
La presión de la deuda interna, después de 1824, la externa también y la
resistencia en contribuir a la solvencia del gobierno nacional por parte de las
élites provincianas explicaron en parte el fracaso de los experimentos
constitucionales de los primeros cuarenta años del Estado soberano mexicano.
El sistema centralista trató de rescatar al Estado de la bancarrota de la época
federal por medio de una serie de nuevos impuestos directos. Sin embargo,
encontró una fuerte resistencia. Durante la mayor parte del siglo XIX, el
gobierno nacional recibía la parte principal de sus ingresos no de los impuestos
directos sino de las aduanas marítimas y fronterizas. Por esta razón, el Estado
nacional quedaba a la merced de la estructura del comercio, una situación
intolerable en condiciones de recesión económica. Entre un 60% y un 80% de
los ingresos estatales procedían de las aduanas. Además, muchos impuestos
fueron hipotecados a mercaderes-financieros para garantizar créditos que ellos
habían suplido. Estos comerciantes no eran extranjeros, sino nacionales o
residentes de origen extranjero, porque el país no podía contar con ningún
apoyo financiero internacional por la quiebra de su solvencia a partir de 18273.
Por las leyes del 5 de julio de 1836 y 23 de diciembre de 1837 el régimen
centralista estableció un impuesto del 3 al millar a las fincas rústicas y urbanas,
con la excepción de las tierras comunales de los pueblos (pero no de sus
ranchos). Regulaciones aclaratorias siguieron en 1838, 1841, y 18424. Este
impuesto encontró una fuerte resistencia durante la década de 1840, un
período, como ya hemos dicho, en que la resistencia popular estaba
ampliamente difundida. El régimen liberal moderado de la Segunda República
Federal continuó este impuesto a pesar de su origen centralista. Juárez, como
Gobernador de Oaxaca, comisionó la formación de padrones de propiedades
bajo el reglamento del 3 de octubre de 1850 para expeditar el cobro del 3 al
millar. En varios Estados, los pueblos se aprovecharon de la proclamación del
Plan de Jalisco en 1852 por un grupo de comandantes militares santanistas
para rehusar el pago del impuesto. Sin embargo, el régimen liberal que tomó el
poder después del triunfo del Plan de Ayutla, que derrocó a Santa Anna por
última vez, intentó de nuevo imponer el 3 al millar. Aunque sus esfuerzos
últimamente fracasaron durante la Guerra Civil de la Reforma (1858-1861), el
régimen liberal insistió el 3 de diciembre de 1860 en el pleno cumplimiento del
pago5.
El régimen centralista también trató de sistematizar el cobro de la contribución
personal. El Supremo Decreto del 7 de abril de 1842 impuso la "capitación".
Los Prefectos cobrarían este impuesto directo, y se formarían padrones de
individuales y propiedades bajo la supervisión de la Contaduría General de
Contribuciones Directas. Las tesorerías departamentales recibirían el importe
de la capitación6. Después de la caída de Santa Anna en diciembre de 1844, el
nuevo Presidente, José Joaquín Herrera preparó el paso para la restauración
del federalismo cuando determinó la categoría de impuestos que pertenecerían
a los departamentos y a la Federación. La capitación pertenecía a esa primera
categoría. Esta medida fue nulificada, sin embargo, cuando el General Mariano
Paredes y Arrillaga tomó el poder en enero de 1846. Paredes intentaba volver
al centralismo y, según se decía, restablecer una monarquía en México. Este
intento fracasó cuando estalló la guerra entre México y Estados Unidos. El
sistema federal, restablecido el 6 de agosto de 1846, conservó la capitación y
encomendó su cobro a los subprefectos de distrito. Como se ve, cualquier
sistema, fuese federal o central, conservaba más o menos los mismos
impuestos, si deseaba recibir algún ingreso significativo.
El decreto del 17 de septiembre de 1846 del Presidente interino Mariano Salas
estableció para el sistema federal la distribución relativa de los ingresos
nacionales. A la Federación pertenecían todos los ingresos aduaneros
marítimos y fronterizos, la imposición sobre las mercancías extranjeras
establecida el 2 de abril de 1841, el 4% sobre la moneda establecida el 10 de
marzo de 1843, todos los ingresos provenientes del tabaco, del papel sellado,
del correo, de la Casa de Moneda, de la lotería nacional y de las salinas
nacionales, como también de las propiedades nacionales confiscadas de la
Sociedad de Jesús y del Santo Oficio, y finalmente del Distrito Federal y los
territorios. A los Estados pertenecían la capitación, el producto de los
impuestos internos (como la alcabala) y el impuesto sobre los husos en las
fábricas textiles establecido el 6 de agosto de 1845. Al mismo tiempo, el
Presidente reafirmó la obligación por parte de los gobiernos estatales a pagar
puntualmente el contingente.

La Constitución de 1857 y la realidad mexicana


El objetivo del grupo liberal que predominó en el congreso constituyente de
1856-1857 fue el de formular una constitución más radical que la de 1824. El
nuevo régimen, que salió de la Revolución de Ayutla, intentaba abandonar el
bicameralismo de 1824 y volver al unicameralismo de 1812. A pesar de su
admiración por los Estados Unidos, los liberales de la Reforma no adoptaron el
bicameralismo de la Constitución estadounidense de 1787 sino, al contrario,
que siguieron el ejemplo malogrado de las constituciones revolucionarias
francesas que habían tenido poco éxito en su época. Muchos aún en el mismo
campo liberal se oponían a un "jacobinismo" mexicano. Desde la presidencia
de Juan Alvarez (octubre-diciembre 1855) unas divisiones profundas
empezaron a brotar en el campo liberal entre los "moderados" y los "radicales".
El Presidente Ignacio Comonfort (1855-1857) claramente se oponía a las
tendencias radicales del constituyente y trataba de retardar el proceso de la
formulación de la constitución. Varios Gobernadores de Estados, incluso
Juárez en Oaxaca, protestaron contra el Estatuto Orgánico Provisional de la
República, publicado el 15 de mayo de 1856, como "centralista". Esa medida,
obra de José María Lafragua, intentaba rescatar el poder central del hondo
hueco en que había caído desde la Revolución de Ayutla. Lafragua mantenía
que el Estatuto fue influenciado principalmente por la Constitución de 1824 y
las Bases Orgánicas de 18437. Cuando fue promulgada la nueva Constitución,
el 5 de febrero de 1857, Comonfort no estuvo dispuesto a colaborar con la
renovación radical de las instituciones nacionales.
La Constitución federal de 1857 estableció por primera vez el sufragio universal
masculino pero, al mismo tiempo, seguía la práctica de elecciones indirectas
adoptadas en 1791 y 1812. Los distritos electorales consistirían en bloques de
40 000 votantes, que elegirían un elector para representar cada una de sus 500
secciones. De esta manera, los 80 electores de cada distrito formarían un
colegio electoral para seleccionar a los diputados al Congreso Nacional y al
Presidente de la República. La Constitución intentaba dar expresión a los
principios de la soberanía del pueblo, los derechos del hombre, la igualdad ante
la ley, la supremacía del poder civil y la propiedad privada. Sin embargo, la
discrepancia entre la realidad social mexicana y esta aspiración ideológica era
enorme. Los constituyentes pintaron su sistema como "representativo,
democrático, y federal". Previeron elecciones periódicas para todas las
instituciones representativas de la República. Muy pronto se dieron cuenta de
que el problema principal sería el de cómo manejar las elecciones en las
circunstancias reales del país. Por consiguiente, el jefe político llenó el vacío
entre lo ideal y la realidad, y en adelante ejercía una posición clave en la
determinación de sus resultados8.
Los Liberales intentaron secularizar la sociedad mexicana, comercializar la
propiedad raíz y liberar las fuerzas del mercado. Su proyecto era la
subordinación de la Iglesia al Estado frente a una jerarquía reconstituida y
consciente de su propia misión, y la introducción de un sistema de educación
pública y laica. Su último objetivo era la imposición de un nacionalismo que
podía determinar las primeras lealtades del pueblo mexicano más allá de las de
pueblo, comunidad, corporación, grupo étnico, idioma, o religión. A pesar de su
reacción en contra del absolutismo virreinal y del centralismo santanista, los
Liberales estaban resueltos a utilizar el máximo poder del Estado para imponer
su visión del porvenir del país. Las Leyes de Reforma de julio de 1859,
promulgadas por el régimen juarista de Veracruz en plena la guerra civil de la
Reforma, intentaron convertir esa visión en realidad. Separaron la Iglesia y el
Estado, decretaron el matrimonio civil — con la previsión de una forma de
divorcio — establecieron el registro civil y comenzaron el proceso de reducir la
influencia del clero en la educación. La Iglesia y sus defensores se opusieron
fuertemente a esas inovaciones que a su juicio reducían el carácter
esencialmente católico de la nación mexicana9.
Según los creadores del sistema de 1857, los dos problemas más
fundamentales del país eran el personalismo político y la herencia del
centralismo. Por esa razón, la Constitución intentaba formalizar la autoridad del
Ejecutivo y reducir el papel del gobierno nacional en los asuntos del país. El
resultado fue la promoción del poder del Congreso nacional en los procesos
políticos y la elevación de la posición de los Gobernadores de los Estados. Los
principales críticos a la Constitución identificaron precisamente esos aspectos
como sus objeciones más serias al nuevo sistema. El Presidente Juárez (1858-
1872) encontró en 1861-1863, y también a partir de 1867, una fuerte oposición
por parte del Congreso nacional a muchas medidas que él consideraba
urgentes. Durante la guerra civil de la Reforma y la Intervención el Presidente
tenía que luchar constantemente contra los Gobernadores de los Estados que
intentaban controlar todos los recursos fiscales de sus territorios. Esta
experiencia convenció a Juárez que tendría que conseguir del Partido Liberal y,
sobre todo, del Congreso, el apoyo suficiente para reformar la Constitución.
Esta convicción llegó a su cúspide con la convocatoria del 14 de agosto de
1867 a nuevas elecciones después de la restauración de la República. Sus
objetivos fueron mal interpretados en el campo liberal : el ala radical del partido
lo acusó de "presidencialismo", mientras que la oposición porfirista alegaba que
Juárez estaba preparando el terreno para perpetuar su propio régimen.
Juárez y su colaborador, Sebastián Lerdo de Tejada, intentaban entre otras
reformas proyectadas restaurar al Senado, abolido cuando en 16 de
septiembre de 1853, Santa Anna nulificó las instituciones federales creadas en
1824. La escala de la oposición a estas reformas fue tan grande en el campo
liberal que sorprendió a Juárez mismo, o por lo menos él así lo pretendió. La
controversia fue aumentando por el hecho de que Juárez intentaba introducir
medidas de esta naturaleza por medio de los poderes extraordinarios con que
el congreso de 1863 le había investido para combatir a la Intervención. Juárez
argumentó que las Leyes de Reforma de 1859 habían sido impuestas por el
régimen liberal en Veracruz por medio de decretos ejecutivos también pero,
como las reformas proyectadas en la convocatoria de 1867, fueron concebidas
en el interés nacional.
Esta controversia, además, acompañó a otra igualmente trascendental: la
reelección del Presidente. Juárez había ocupado la Presidencia desde enero
de 1858: fue elegido por primera vez en 1861. La Constitución estableció una
presidencia de cuatro años. Por consiguiente, Juárez debía haber terminado su
primer mandato constitucional en noviembre de 1864. La Guerra de la
Intervención lo impidió y, siguiendo los consejos de Lerdo, su Secretario de
Relaciones, Juárez empleó las facultades extraordinarias para prolongar su
término por los decretos del 8 de noviembre de 1865 durante la guerra. Por
esta razón, la cuestión de la reelección entró en la política mexicana por
primera vez como un tema de la mayor preocupación.
Después de la primera reelección de Juárez en 1867 y la reunión del Congreso
Nacional, las reformas proyectadas en la convocatoria recibieron una amplia
discusión. Su fuerte rechazo por el Congreso frustró los objetivos de la
administración. Juárez no consiguió el restablecimiento del Senado durante el
resto de su vida, y continuamente tuvo que prescindir de la colaboración en el
Congreso de las facciones opositoras en los Estados. Por consiguiente, el
resultado — y, por supuesto, el manejo — de las elecciones a nivel provincial
llegó a ser un asunto clave para el gobierno central10.
Las controversias sobre la reelección y la convocatoria aumentaron las
divisiones en el Partido Liberal, ya profundas desde muchos años, entre los
moderados y los radicales. Por esta razón, el partido, aunque triunfante en
1867 con la caída del Imperio y la degradación permanente del Partido
Conservador, no podía garantizar la estabilidad política ni la cohesión nacional.
El partido no podía superar a la región, y la identidad nacional no podía
trascender el personalismo y los lazos de patronazgo. El Partido Liberal,
aunque único y dominante a partir de 1867, empezó a descomponerse en el
momento mismo de su victoria.
Durante la dictadura de Porfirio Díaz (1884-1911) — que llegó a su culminación
con la séptima reelección del Presidente en 1910-se decía que la debilidad
esencial de la Constitución de 1857 explicó y aún justificó el establecimiento del
autoritarismo. Sin embargo, Juárez y Lerdo consiguieron la mayor parte de las
reformas proyectadas en 1867 en 1873-1874, sobre todo con el
restablecimiento del Senado. Esos dos Presidentes, aunque encontraron
dificultades serias con la Constitución debido a su origen ideológico, nunca
sostuvieron que no podían obrar de acuerdo con sus preceptos. Nunca trataron
de suspender la Constitución en condiciones normales, y nunca intentaron
gobernar definitivamente de una manera extraconstitucional. Juárez pidió y
recibió poderes extraordinarios en varias ocasiones no para subvertir la
Constitución, sino para atender situaciones de crisis a nivel nacional. El
Congreso mismo votó esos poderes, y Juárez siempre los devolvió al Congreso
cuando la emergencia había cesado. Además, el comportamiento de la política,
la libertad de la prensa, y la regularidad de las elecciones fueron
impresionantes durante la época de la República Restaurada. La
administración, por ejemplo, podía perder elecciones, como ocurrió en el caso
de Oaxaca en 1867 y 1871, cuando Félix Díaz las ganó en ese Estado.

Conclusión
La formación del Estado mexicano fue un proceso lento e incompleto. No fue
logrado de una manera definitiva durante el período concluido en 1867. El
triunfo liberal de 1867 y la restauración de la República no llevó este proceso a
su culminación, como lo demostraron los conflictos constitucionales y políticos
de la década siguiente. Sin embargo, México había sobrevivido a una serie de
profundas crisis poscoloniales y había mantenido no solamente su soberanía
como Estado independiente, sino también su integridad territorial interna (por lo
menos a partir de la cesión de La Mesilla en 1853). La inestabilidad política del
período desde 1821 hasta 1867 se debió en gran parte a los problemas
financieros que ningún régimen, cualquiera que fuese su orientación ideológica,
podía resolver. En muchos respectos, México continuaba siendo un país rico y
con gran potencialidad pero con un Estado nacional desprovisto de los
recursos que pudieran fortalecerlo. Tenía hombres de talento y originalidad,
pero poca experiencia del sistema republicano representativo. Sin embargo, no
se pudieron evitar la subversión de la Constitución de 1857 ni la construcción
de una dictadura. La formación del régimen porfirista resultó no de la debilidad
de las instituciones, aunque recién formadas, ni tampoco de la ausencia de
hombres de talento y de ambición política, sino del deseo insaciable del
General Díaz desde el triunfo republicano de 1867 de apoderarse del poder.
Durante el período entre la Independencia y la consolidación del régimen
porfirista, la política estuvo más abierta que en los períodos anterior y posterior.
Además, la debilidad del Estado — y la división de la autoridad entre muchos
centros de poder — hizo posible una mayor presión popular a varios niveles.
Por esta razón, la política no fue únicamente una lucha entre facciones o
personalidades de la élite. Al contrario, las acciones de grupos sociales más
allá de la élite podían retrasar o frustrar la realización de los objetivos de los
gobernantes.
Agradazco a mis colegas, Linda Arnold (en México) y Alfredo Galván (en
Essex) sus comentarios beneficiosos.

NOTAS:
1 Colección de leyes y decretos del Estado Libre de Oaxaca, Oaxaca, 1851, pp. 215-218.
2 J. Lloyd Mecham, "The Jefe Político of México," The South-Western Social Science Quarterly
13. 4 (1933), pp. 333-352.
3 José López Ortigoza, Exposición de su administración publica. Oaxaca, 1831, pp. 5, 28-29.
4 Archivo General del Estado de Oaxaca, Fondo Especial Benito Juárez, caja 13746. Colección
de leyes y decretos, pp. 701-707.
5 Ramón Cagija, Memoria de Gobierno. Oaxaca, 1861, p. 81.
6 El Regenerador VII, no. 40, Oaxaca 19 de mayo de 1842. Benito Juárez, Exposición de su
administración. Oaxaca, 1848, n°. 5 y 6.
7 Jorge L. Tamayo (comp.), Benito Juárez. Documentos, discursos y correspondencia. 15 vols.
México, 1964-71, I, pp. 249, 251; IV, pp. 792-793. Rosaura Hernández Ramírez, Ignacio
Comonfort. Trayectoria política. Documentos, México, 1967, pp. 40-55, 62.
8 Véase Emilio Rabasa, La Constitución y la dictadura. México, 1912, pp. 29, 52-55, y Daniel
Cosío Villegas, La Constitución de 1857 y sus críticos. México, 1957.
9 Brian Connaughton, Ideología y sociedad en Guadalajara (1788-1853). Mexico, 1992,
examina el desarrollo cambiante de las percepciones eclesiásticas de la política durante la
primera parte del siglo XIX. Véase también La Cruz: periódico exclusivamente religioso
establecido ex-profeso para difundir las doctrinas ortodoxas y vindicarlas de los errores
dominantes, 7 vols., México, 1855-56.
10 Martín Quiriarte, Relaciones entre Juárez y el congreso. México, 1973, proporciona detalles,
sobre todo, acerca de la cuestión de los poderes extraordinarios.

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