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EL BLUES DE LA CALLE 51

COLLAGE DEL GRUPO SÍ, VANGUARDIA INFORMALISTA


Y LOS COMIENZOS DE LOS AÑOS ‘60 EN LA PLATA
EL BLUES DE LA CALLE 51
COLLAGE DEL GRUPO SÍ,
VANGUARDIA INFORMALISTA
Y LOS COMIENZOS DE LOS AÑOS ‘60
EN LA PLATA

LALO PAINCEIRA

APÉNDICE
ANA MARÍA FERNÁNDEZ

NOTA
GONZALO CHÁVES
Painceira, Eduardo
El blues de la calle 51 : collage del Grupo Sí, vanguardia informalista y
los comienzos de los años '60 en La Plata . - 1a ed. - La Plata : Univer-
sidad Nacional de La Plata. Facultad de Periodismo y Comunicación
Social. , 2013.
444 p. ; 21x15 cm.

ISBN 978-950-34-0958-9

1. Arte. 2. Estudios Culturales. I. Título


CDD 306

Arte de tapa y diseño interior: Jorgelina Arrien


Revisión de textos: Adrián Ferrero

Derechos Reservados
Facultad de Periodismo y Comunicación Social
Universidad Nacional de La Plata

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723


Queda prohibida la reproducción total o parcial, el almacenamiento,
el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro,
en cualquiera forma o cualquier medio, sea electrónico o mecánico,
mediante fotocopia, digitalización u otros métodos, sin el permiso
del editor. Su infracción está penada por la Leyes 11.723 y 25.446.

La Plata, Provincia de Buenos Aires, República Argentina.


Junio de 2013
ISBN 978-950-34-0958-9
A Susana, a nuestros hijos Luz Mariana, María Carolina
y Sergio y a mi nieto Justino, fuente del sustento diario
del que no podría prescindir.

A la memoria de mis amigos que ya no están:


Nelson Blanco, mago y duende, además de artista,
con toda la carga que presupone esa calificación;
Chalo Larralde, poeta de la vida; Hugo Soubielle,
gran plástico y dueño de un agudo sentido del humor;
Carlos Pacheco, maestro, por la generosidad
de sus continuas enseñanzas; Saúl Yurkievich,
revolucionario de la poesía y del lenguaje,
guía necesaria para deconstruir lo establecido en el arte;
maestro Edgardo Vigo, francotirador de la vanguardia
y del compromiso; Jorge Blarduni, músico de avanzada,
militante de la vida y de la libertad;
y Manolo López Blanco, que aportó la ideología
y el método crítico necesarios para leer los signos
de los tiempos.

A mis hermanos del Grupo Sí que siguen en la lucha,


como diría Squirru, y a todos los pintores, músicos,
escritores, actores, bailarinas, a los entonces estudiantes
de Humanidades y a los militantes que nos acompañaron
aportando inteligencia y energía a nuestra formación.
AGRADECIMIENTOS

A Florencia Saintout, a Pablo, Ulises, Adrián


y a todos los compañeros
de la Facultad de Periodismo de la UNLP

A Daniel Cruppa por la edición del texto


y por su lectura crítica a Josefina López Mac Kenzie

A Julia y a la biblioteca del MACLA


ÍNDICE

PRÓLOGO ........................................................................ 13

Aclaración Preliminar .............................................. 17

Introducción ............................................................ 27

Primera Parte
Capítulo I
Había una vez una ciudad, un país, un mundo ............... 55

Segunda Parte
Capítulo I
Contextualización cultural, miradas,
modos y debates ............................................................ 189

Capítulo II
En busca del tiempo vivido ............................................ 267

Capítulo III
El “Grupo Sí” no estaba solo ......................................... 343

Capítulo IV
El razonado encanto de la geometría ............................. 367

Capítulo V
Y la banda seguía tocando ............................................. 381

Apéndice
“Las ‘chicas sixties’”
Por Ana María Fernández .............................................. 433
PRÓLOGO

Hay pocas verdades, llegar a ellas como, decía Descartes, es


fruto del razonamiento y de la experiencia, sin la cual quedamos
en un subjetivismo que se esparce en el desierto.
En este valioso libro, su autor -Lalo Painceira- es un testigo
vivo de  los años 60–década de oro en la ciudad de La Plata.
Con gesto de poética humildad y nostalgia, junto al Grupo
Sí, fue actor enamorado de sus propuestas. Grupo de amigos que
dio el grito del libertad, concientes de lo que no querían....pero,
insistiendo en la aventura de lo que sí necesitaban.
Decía Conrad Fiedler:”en la creación de una obra de arte el
hombre se  entrega a una lucha con la naturaleza, no por su exis-
tencia física, sino por su existencia ‘espiritual’”. Lalo es un ejem-
plo claro de este permanente devenir.
Su casa natal, el bar “Capitol”, el molino de Ringuelet de Pa-
checo, el aula de Bellas Artes, en donde un maestro sin igual -Héc-
tor Cartier- los llenaba de  imágenes y conocimientos virtuales,
para que después ellos, en sus  confrontaciones lúdicas, pasaran
a la historia del arte con formas que dejaban atrás los itsmos, de
cercenantes  teorías, huecas de sentido y llenas de soberbia.

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Peregrinos del Todo, vivían al límite de la Nada, dejando el


informalismo para abrirse en otros “itsmos” acompañados por
un creador de voluntades, que además era un visor  de horizon-
tes artísticos. Me refiero a Rafael Squirru.
Lalo Painceira, quizás  un auténtico “ratón de biblioteca (él lo
dice), interlocutor válido  de una reconstrucción  histórica, estu-
vo arropado por una familia que lo amaba: artista, actor, no por
oídas ni por rumores de aplausos. Nos regala hoy lo que fue ayer
y lo que será el mañana.
Somos la nada en la infinitud del espacio-tiempo, y sólo mo-
rimos ante el olvido. El gran poeta español Quevedo señala:”lo
asumido con plenitud y dignidad en la vida-que ha de morir- a la
larga serán cenizas, pero sí “cenizas enamoradas”.
Carl Sagan sostenía, no sin razón, que “el origen de esta ma-
ravillosa existencia terrenal es polvo de estrellas en permanente
creación”.
Lalo Painceira: cincuenta años después del Grupo Sí y de la
dorada  época del ‘60, encarna una vivencia, una memoria en-
noblecida, sólida, veraz, no indiferente, con la amistad y el amor
que implica una revelación compartida.
En este completo y ameno libro, imprescindible en toda bi-
blioteca de arte, compartimos idénticos sentires.

                                                   
César López Osornio
Creador y director
del Museo de Arte
Contemporáneo de Latinoamerico (MACLA)

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Lalo Painceira

                  
         Lo efímero no es lo opuesto a lo eterno.
Lo opuesto a lo eterno es el olvido
John Berger

Creo que ese grito, ese grito de deseo es el mismo, es el mismo


que se había proferido ante Dios.
Marguerite Duras

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ACLARACIÓN PRELIMINAR

Sigo caminando, como docente y ciudadana, con más


ilusiones que desencantos, acaso porque no puedo ni quiero
olvidar, y he decidido recordar lo que me calienta el alma.
María Dolores Béjar

Perdón. Los acontecimientos históricos


han sido tan numerosos desde entonces,
tan rápidos y abrumadores,
que no puedo dar cuenta de ellos si no es en forma
autobiográfica. En realidad,
me estoy refiriendo a mis propias limitaciones.
H. G. Wells
(Citado por David Viñas
en Literatura argentina y realidad política)

A David Viñas le bastó la cita de Wells para escribir en pri-


mera persona el último capítulo del segundo tomo de su Litera-
tura argentina y realidad política. Desde ya, es David Viñas, con
toda su comprometida lucidez. Fue un acto de libertad y asumió
la responsabilidad de sus juicios sin ampararse en cánones aca-
démicos ni pretendidas miradas impolutas.
No recordé la cita de Viñas cuando comencé a escribir esta
crónica sobre el Grupo Sí, fundado en 1960 por jóvenes pin-
tores informalistas platenses, de cuya creación fui uno de los
responsables. Quizás, por formación profesional al ser perio-
dista, pretendí encarar el relato en tercera persona, escondiendo

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detrás de esa falsa objetividad, una parte muy cara de mi propia


vida. Y no pude. Estoy comprometido desde la sangre con la
historia que quiero narrar.
En ese intento permanecí empantanado más de un mes, has-
ta que me topé con “Las playas de Agnès”, el semidocumental
autobiográfico de Agnès Vardá, recomendado por una amiga,
joven pero sabia, que conocía mi dificultad.
Apenas me senté en el living de mi casa ante el televisor para
ver el film, sentí que Vardá me hablaba directamente a mí, como
si aprovechara esa intimidad que siempre tienen los encuentros
en invierno. La vi mirarme desde la pantalla para decirme con
desenfado: “Yo no quiero hablar de mí, quiero hablar de los
otros”. Sin embargo, no pudo evadirse de narrar su film en pri-
mera persona. Es ella la que habla, la que recuerda. Y me habla-
ba como si supiera lo que me ocurría. En realidad la cita textual
es que ella representa “el rol de una anciana gordita que cuenta
su vida. Sin embargo, yo no quiero hablar de mí, quiero hablar
de los otros”. Esto es lo que me importó, a lo que me aferré.
Porque vislumbré una salida que me permitía construir el relato
en primera persona. Escribir la crónica sobre el Grupo Sí y en
realidad, contar mi historia que es la nuestra.
La película mantiene la estética de Vardá. Por lo tanto, tam-
bién es provocadora, con signos de una rebeldía todavía viva,
similar a la que nos impactó en los años sesenta. ¿Quién olvida
su inquietante “La felicidad” (1965), que hizo trastabillar los
valores burgueses de la pareja? Pero transcurrió el tiempo y este
semidocumental es de 2008, realizado por una Vardá de ochen-
ta años que insiste en no hacerle caso al almanaque. Se muestra
burlona, luciendo flequillo y pelo bicolor, bandera de las viejas
rebeldías. Así me aconsejó a mí, desde su cara tan redonda y
sonriente como la luna de Méliès.
Me di cuenta de que ese era el camino y opté por acatar su
consejo, pese a ser conciente de la distancia abismal que me
separa de su talento y de esa enorme capacidad que posee de
generar poesía visual. Pero sucede que a los dos nos ocurría
lo mismo. Y comencé a hablar de los otros aunque para poder
hacerlo, esté obligado a hablar de mí.

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Lalo Painceira

Entonces comienzo por lo obvio: al empezar esta crónica


tenía setenta años y ahora cumplí sesentaitrés años, soy perio-
dista, estoy casado y tengo dos hijas, un yerno que es un hijo
más y mi hija mayor me convirtió en abuelo de Justino, una be-
lleza que me asombra cada día, y todo sucedió mientras cuento
la historia, involucrado totalmente en la narración. Porque la
contaré desde la primera persona, desde mi propia mirada, vol-
cando sin pudor mis opiniones sobre movimientos artísticos y
también sobre la coyuntura histórica de finales de los años cin-
cuenta y comienzos de los sesenta que nos tocó vivir y que obró
como despertador de conciencias. Al menos de la mía. Como
consecuencia, también me propongo volcar las ideas con la pa-
sión de aquellos años, como si estuviéramos viviendo los ‘60.
Entiendo con Karen Armstrong que “un ateísmo apasionado y
comprometido puede ser más religioso que un teísmo cansado
o inadecuado” (Una historia de Dios, Paidós, Contextos, 1995).
Pienso ahora cuando repaso lo escrito, que parí estas memorias
que también son crónica y ensayo, alterando los cánones aca-
démicos que definen los distintos géneros, según los puristas.
Advierto desde ahora que lo que leerán, es anticanónico. No por
rebeldía, sino porque en la memoria de cada uno se mezclan y
cruzan las diferentes formas de expresión con esa libertad que
sólo nos guardamos para la intimidad. Quiero recordar a los
canónicos que en aquellos tiempos, las charlas y discusiones no
tenían título ni género. Llegábamos con un libro en el que ha-
bíamos subrayado un párrafo y lo leíamos en la mesa del bar en
el que nos reuníamos y lo discutíamos y de eso, saltábamos a las
confesiones personales o a los relatos imaginarios y poéticos de
Javier Villafañe o de Nelson o de Mario Stafforini o de cualquie-
ra de nosotros. Esas reuniones no eran académicas ni canónicas,
porque la vida no se aprisiona en moldes estrictos. Se impone tal
como nace, no es cronológica ni deja para después lo que nace
abruptamente. Mezcla. Apela a textos escritos, a relaciones, a
dichos de amigos. Porque sólo necesita de disparadores. Por eso
no es una crónica, tampoco memorias ni ensayo ni un artículo
demasiado largo. Es mi mirada personal, mis recuerdos expues-
tos. Tal cual nacen.

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Lo que quiero, es revivir y transcribir aquella religiosidad


laica y encendida que nos embargaba entonces. Aunque resulta
confuso ese salto formal. Porque nosotros tratábamos de ex-
presarnos con nuestra pintura en un mundo que no era sen-
cillo, que fue doloroso y no sólo para los demás, para el resto
del planeta, sino también para los argentinos. Supongo hoy que
por eso elegimos el camino del expresionismo pictórico, porque
inocentemente guardábamos la esperanza de ser escuchados.
Por eso exponíamos nuestras pinturas. Porque buscábamos el
diálogo. Como Bacon, aspirábamos a pintar el grito, aquél que
dejó estampado Munch para la historia en su icónica obra. Pen-
sábamos que nadie, sensible al dramatismo de su tiempo, podía
contemplarlo desde la altura que impone el racional goce de las
armonías tonales, de las formas geométricas jugando con el es-
pacio -forma o con el espacio- tiempo. Pensábamos, o al menos
yo lo hacía, que ante determinados hechos y sucesos, se grita,
se putea, o se siente el dolor de la mordaza que esconde todo
desierto. Eso no involucra desconocer el respeto por el oficio,
porque está integrado a uno. Los conocimientos sobre composi-
ción, sobre color, están internalizados. Forman parte de uno y ya
no necesita pensar previamente que debe sujetarse a ellos. Está
en uno y aparecerá siempre. Incluso para romper algo, como lo
hizo el informalismo. Y a esto lo dejo en claro ahora porque ya
no lo repetiré. Porque la mayoría de nosotros nos proclamába-
mos autodidactas. ¿Y qué es ser autodidacta cuando a su vez se
reconocen influencias y maestros? Todos amábamos el oficio, lo
cuidábamos y siempre tuvimos la humildad de preguntar cuan-
do surgía una dificultad.
Pero seré parcial. No habrá disfraz de objetividad. Trataré
de repetir con la mayor fidelidad posible lo que pensaba enton-
ces, hace cincuenta años. Apelaré a categorías que posiblemente
para muchos teóricos, para los que saben de esto, están peri-
midas. Hablaré desde los valores de aquellos años en los que
todavía nadie había teorizado sobre culturas híbridas, como lo
haría treinta años más tarde el platense Néstor García Canclini,
y tampoco habíamos comenzado a escuchar las voces de Los
condenados de la tierra de Fanon ni leído el Prólogo escrito

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Lalo Painceira

por Sartre. Por lo tanto, volveré sin culpa a ser orgullosamen-


te una de aquellas “polillas románticas”, apelando al término
condenatorio de Tomás Maldonado, y defenderé la pasión y el
misticismo en el arte en contra del racionalismo excesivo al que
había llegado la vanguardia geométrica.
Es posible que mi memoria no sea coincidente con la de mis
hermanos que vivieron aquellos años. Sucede siempre en todo
grupo humano, entre amigos e incluso en los viejos matrimonios.
El año pasado, en 2011, leí los diarios de Susan Sontag en
donde hace referencia a una conferencia a la que asistió cuando
era una precoz alumna de Berkeley (tenía sólo dieciséis años. La
disertación era la del filósofo George Boas, profesor de la “John
Hopkins”, y en ella hablaba de la antítesis estética entre lo “ro-
mántico y lo clásico”, criterio que no compartía Sontag en aquel
entonces, pero que demuestra la vigencia que en ese tiempo tenía
esa bipolaridad, tiempo que era el nuestro, al menos, el que vivía-
mos nosotros en La Plata, lejos de las rebeldías que ya desperta-
ban en California. Apelaré muchas veces a esas denominaciones
para oponer el arte expresionista o informalista al geométrico,
que modestamente, considero la vanguardia del arte clásico. Seré
fiel tercamente a los viejos sueños, aunque hoy algunas palabras,
muy caras para todos nosotros en aquellos años, carezcan del
sentido virginal de antaño, sentido que las tornaba en reales y
posibles. El mundo actual es otro, sí. Pero sin embargo, no siento
derrotada a mi generación aunque esa afirmación parezca irreal
en este mundo dominado por ideas que trataron de detener el
curso de la historia, disimulando su bipolaridad y las ideologías.
Mundo que no está partido como en el ‘60, sino desgajado, que
es diferente. Descascarado. Mundo impiadoso que no mira a los
excluidos ni escucha las voces del hambre y si suenan demasiado
fuerte, las reprime. Mundo que no se indigna. Y hablo específica-
mente de aquella santa indignación de los sesenta, profundamen-
te ideologizada. Mundo que hoy habla de globalización mientras
levanta muros para hacer concretas las fronteras y excluir a los
no elegidos, muros de protección para los selectos. Y como re-
conoce mi amigo Carlos Aprea en uno de sus poemas, nosotros
quedamos “siempre del lado equivocado del muro”.

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EL BLUES DE LA CALLE 51

Pese a todo y contra una realidad internacional cada vez más


preocupante y sorda, al menos yo perseveré en la esperanza co-
lectiva, así, como estoy, convertido en un viejo mástil de viejas
banderas al que le siguen doliendo injusticias, pobreza, exclu-
sión de los diferentes. Mástil que no luce tan erguido como an-
tes, que a veces tiembla y no por temor ni por el viento, sino por
el peso del tiempo transcurrido o por enfermedades crónicas
heredadas; mástil que carece de aquella fuerza, ésa que brinda el
poder mirar el futuro sin divisar el límite. Pero aunque las ban-
deras luzcan pálidas, con el color rojo de la esperanza desteñido,
las sigo levantando tercamente, con esa terca pureza que sólo
tienen los niños y los viejos.
Tampoco lloro. Necesitaba decirlo como una simple aclara-
ción porque me apresto a saltar al ruedo de los ‘60, que es ha-
blar de un mundo otro plural y esperanzador, tan caro a quienes
lo vivimos y asumimos. Tendré que volver a optar en viejas anti-
nomias y defender las ideas desde la misma trinchera de antaño,
como si el almanaque se hubiera detenido. Me convertiré en una
especie de actor que dará vida a pasiones que son de él, que son
propias, pero dando vida a otras muy añejas, recurriendo a las
motivaciones, como enseña el método de Strasberg, esa memo-
ria emotiva que inyecta la necesaria verdad al texto para hacerlo
creíble. Al fin y al cabo, estaré contando parte de mi vida, que
fue mi participación grupal.
También vale aclarar que a veces no podré evadirme de mi-
rar el mundo de hoy, la coyuntura actual que vivo, porque des-
de este mundo fragmentado y amurallado que podría generar
miradas trágicas a lo Cioran, hablaré de arte y de vanguardia,
que es hablar, de modernismo tratando de instalarme en la se-
gunda mitad del siglo XX. Y el trasplante me costará menos de
lo esperado porque en este comienzo del siglo XXI se vislum-
bra, al menos en nuestra Patria Grande, un horizonte similar.
Pero atención, hasta ahora nada más que eso, similar a aquel
que vivenciábamos desde nuestras utopías en los ’60, lo que ha
bastado para revivir ilusiones dormidas. Perdón. Sé que nada
de esto tiene que ver con el tema de mi crónica. Lo sé. Pero
tengo que advertirlo porque estas luces nuevas son las que me

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Lalo Painceira

dan vida y fortalecen las ganas de encarar mi relato. Además,


esta realidad me atora y es seguro que se me escapará cuando
escriba o que le dará particular fuerza a la defensa de ideas que
para las clases dominantes de hoy, son históricas, pasadas, pero
sepan que no están vencidas. Lo sé. Y aparecerán desaliñada-
mente. Por último, quiero subrayar que esta crónica está escrita
desde lo que soy: un viejo periodista de un diario de provincia
en un país unitario dominado por el centralismo porteño. Quie-
ro dejar en claro también que no soy un teórico. Por lo tanto,
apelaré a los que saben o desempolvaré los libros que nos ali-
mentaron en aquellos años cuando haga falta. Es sabido, pero
vale la pena aclararlo, que el arte de vanguardia no expulsa ni
excluye a los otros caminos expresivos. Eso sí, los supera, mira
más allá, abre caminos nuevos penetrando en esa zona oscura
que es toda exploración creativa. Es desde allí que emergerá
como movimiento nuevo. Pero no invalidará manifestaciones
genuinas del arte con las que convive, coexiste y que son válidas
mientras no pierdan su autenticidad. Sólo un necio dejaría afue-
ra al “Guernica” de Picasso aduciendo que cuando fue pintado,
la vanguardia transitaba por los carriles de la razón y la pureza
de la geometría. El “Guernica”, netamente expresionista, sin-
tetiza el siglo XX como ninguna otra obra. Hay más ejemplos,
incluso en nuestro país, en donde convivieron informalistas y
geométricos con grandes artistas, como Berni, Carlos Alonso,
Castagnino o Carpani, por nombrar sólo a cuatro que desde la
figuración aportaron al arte argentino obras notables. El “Jua-
nito Laguna” y la “Ramona Montiel” de Berni; los homenajes a
Van Gogh y a Spilimbergo de Alonso, el “Martín Fierro” de Cas-
tagnino, y el combate popular y la trinchera de Carpani, consti-
tuyeron presencias ineludibles de la plástica de los ‘60. También
convivieron los surrealistas, el Mail- art, además de otros artistas
experimentales que no ataron su lenguaje a movimiento alguno.
Ahora retorno a “Las playas…” porque Vardá aclara en su
film que cada persona contiene en su interior un paisaje que lo
define y lo representa. Es lo que Siri Hustvedt define como “lu-
gares que tienen poder de evocación”, dejando en claro más ade-
lante que “los recuerdos explícitos anidan en lugares” (La mujer

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temblorosa, Anagrama 2010). Los lugares son la necesaria esce-


nografía para que el alma alumbre y alimente a los recuerdos.
Vardá optó por las playas del norte de Bélgica. Yo, modes-
tamente, elegí sólo una cuadra de la vieja calle 51 de La Plata,
aquella comprendida entre 7 y 8, porque allí estaba el “Capitol”,
el bar en donde nació el Grupo Sí una noche de octubre de 1960.
A diferencia de Vardá, que encontró las playas de su infancia
tal cual las recordaba y lo que no estaba lo hizo reconstruir, mi
paisaje no está. Estoy obligado a apelar a mi memoria. Debo
recrearlo desde la evocación. Como si armara un rompecabezas
con los recuerdos que la misma fragilidad de la memoria fue
fragmentando con los años. Porque la calle 51, nuestra esceno-
grafía de cada noche entre 1960 y 1963, fue modernizada -como
dicen los viejos platenses- y está irreconocible. Desapareció hasta
la rambla fundacional que vertebraban bancos de madera y ele-
gantes faroles decimonónicos con pie. Tampoco están los pláta-
nos que en verano nos daban sombra pero que en las noches nos
ocultaban las estrellas.
La historia y la transformación de la ciudad borró a los ba-
res que nos cobijaban: el “Capitol”, el “Adriático” y el “Tirol
Chopp”. Hay nuevos, sí, pero los habita la premura de un hom-
bre sin tiempo para sí mismo, ni para el diálogo con el otro. De
aquellos años sólo queda un bar, el de la esquina, el “Parlamen-
to”, al que jamás fuimos en los años sesenta. Pero fundamental-
mente, en toda la realidad actual, faltamos nosotros siendo jóve-
nes. ¿Se dan cuenta? No estamos más allí, acodados en las mesas
hasta muy entrada la madrugada, discutiendo, hablando, riendo,
tejiendo relaciones, buscando dar sustento a nuestra rebeldía.

La memoria sólo nos brinda sus dones cuando


algo del presente la refresca. La memoria no es un
depósito de palabras e imágenes fijas sino un en-
tramado neuronal de asociaciones que funcionan
de un modo muy dinámico, que nunca descansa y
que está sujeto a continuas revisiones cada vez que
exhumamos alguna fotografía o frase del pasado,

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Lalo Painceira

asegura uno de los protagonistas de Elegía para un americano,


también de Siri Hustvedt (Anagrama, 2009). Y es así. A diferencia
de Vardá y sus playas verdaderas, mi pasado no está presente en
esta ciudad de La Plata. Ya no vive. Deberé espolearlo desde mi
propia alma, que es en donde permanece vivo.

25
INTRODUCCIÓN

I.

Siempre tiene que haber un punto de partida para que se dis-


pare la memoria. Y lo elijo: una foto coral, la que aparece en la
portada, tomada en las salas del “Museo Provincial de Bellas Ar-
tes” en junio de 1961, cuando estábamos exponiendo allí nuestras
obras. Yo soy el que está a la derecha del espectador, como se dice
en el teatro, aunque en realidad haya sido el que está más a la iz-
quierda de mis compañeros. Y me causa gracia verme como aquel
joven que se hacía el distraído ante el fotógrafo, ignorándolo, mi-
rando hacia otra parte.
Me divierte también esa pose de piernas cruzadas en actitud
tanguera, aunque mis anteojos denuncien al ratón de biblioteca que
me habitaba. Mirar ahora la foto en la soledad mañanera de mi es-
tudio, catapulta recuerdos dormidos, frases, números, imágenes de
entonces, olores, lecturas. Todo parecía olvidado y hoy se agolpa
contra esa puerta recién abierta, forcejeando, buscando el hilo con-
ductor que le dé verosimilitud, coherencia narrativa para integrarse
al relato, para escapar del encierro permanente del olvido.

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EL BLUES DE LA CALLE 51

Porque toda fotografía es un recuerdo en hibernación, que


sólo despierta ante una mirada nueva que la ponga de pie, que le
brinde aire. En este caso, nos puso de pie. Somos once los que es-
tamos allí porque cuatro faltaron a la cita. Somos once, como un
equipo de fútbol. Pero somos un grupo de pintores y eso queda
claro al observarla; tanto que hoy, en pleno siglo XXI, vuelvo a
percibir ese aroma a óleo, aceite y aguarrás que desprendían las
telas multicolores que nos rodeaban. Sí, hasta veo nuestras ma-
nos manchadas y ásperas de trabajar en el taller hasta momentos
antes de posar. Telas cubiertas desde la disconformidad y tam-
bién desde esa rabia que sólo se puede sentir a los veinte años.
Pero ¿rabia de qué? Mejor dicho ¿contra qué? Cuando digo
“rabia”, digo rebeldía y lo sé, está mal porque no son sinónimos
aunque muchas veces la rebeldía se despierta desde la bronca,
desde la presión del poder. Y en ese momento, la presión, el po-
der en pintura, era la academia. Es curioso, pero las paredes y
los paneles de esa gran sala de exposiciones que ocupaba todo el
subsuelo del viejo cine “San Martín”, eran blancas. Paredes que
habían permanecido impolutas hasta nuestra llegada, porque allí
sólo se mostraba la virginidad de lo establecido, de lo permitido.
Y nosotros las desfloramos. Las poseímos y las tornamos vio-
lentas porque violentas eran nuestras obras, ésas, las que están
colgadas detrás de nosotros en aquél junio de 1961, queriendo
quebrar el frío y la humedad de una ciudad que pese a nuestras
críticas, fue la que nos dio vida y cobijo. La que hoy me da vida.
Porque esa foto está ahora, aquí, cincuenta años después, im-
presa en un catálogo actual que nos rescató de la historia. Foto
grupal que nos muestra a nosotros, integrantes de un colectivo
de pintura de vanguardia, en la muestra más importante realiza-
da por el grupo en La Plata, que era nuestra ciudad, exposición
que nos visibilizó masivamente ante sus habitantes. A nosotros, a
los que estamos allí parados, en actitud desafiante. Como conté,
no estamos todos. Los cuatro restantes no pudieron participar
de ese momento.
En esa pose, sólo unos pocos del grupo miran hacia la cáma-
ra, porque el resto la desconocemos, como si nuestra presencia
fuera accidental en ese espacio del que nos apropiamos casi un

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Lalo Painceira

mes en jornadas de diálogo, pero a veces de discusiones con un


público todavía atado a los dictados tradicionales. Y concurría-
mos allí cada tarde para dar razón de nuestra fe, como conven-
cidos misioneros del informalismo.
También los aniversarios disparan la memoria. Sobre todo
para los que acumulamos años de vida. Aniversarios redondos,
como si el sólo transcurrir del tiempo constituyera un valor. Pero
ocurre así. En 2011 pasaron cincuenta años de esa fotografía, de
esa exposición. Y tengo que admitir que sobrevivir medio siglo
y ser recordado encierra todo un mérito en el mundo de hoy. Y
doy nombre y apellido a cada uno de los que estamos en esa ima-
gen, de izquierda a derecha: César Paternosto, Omar Gancedo,
César Ambrossini, Carlos Pacheco, Alejandro Puente, Dalmiro
Sirabo, Horacio Ramírez, Antonio Trotta, Horacio Elena, Anto-
nio Sitro y yo, con gabán negro, borceguíes y un pelo desordena-
do “cortado a la francesa”, como me decía Roberto, el peluquero
de 13 y 48, que era mi barrio. De las cuatro ausencias, con los
años tres se transformaron en permanentes. Ausencias que a to-
dos nos duelen aún mucho. Nelson Blanco, Hugo Soubielle y
Saúl Larralde ya no están con nosotros. El cuarto está lejos, pero
muy vivo, y es Mario Stafforini, presente por sus pinturas que
sirven de fondo para la foto, y que hoy atrapa bellos paisajes me-
diterráneos en España. A esa muestra que realizamos en junio de
1961 se sumaron dos invitados puntanos, Carlos Sánchez Vacca
y Roberto Rivas; también el hermano mayor de Nelson, César
Blanco, y en un escalón superior a todos nosotros, ese que ocu-
pan los maestros, Edgardo Vigo, admirado precursor, solitario y
anárquico, del arte nuevo.
Pero al Grupo Sí lo constituimos aquellos primeros quince.
Una parte fuimos los fundadores y los que realizamos la primera
muestra en noviembre de 1960 en el “Círculo de Periodistas”
aunque al mes de esa exposición, ya éramos quince. Aunque la
historia comenzó exactamente un mes antes de la primera expo-
sición, cuando cinco de nosotros coincidimos en un salón pro-
vincial y allí nos conocimos.

29
EL BLUES DE LA CALLE 51

II.

La noticia se difundió en los dos diarios platenses, “El Día”


y “El Argentino”. A las siete y media de la tarde del viernes
siete de octubre de 1960 quedó inaugurado en el “Museo Pro-
vincial de Bellas Artes”, calle 7 Nº 917 de La Plata (subsuelo),
el “VI Salón Estímulo de la Provincia de Buenos Aires”, cuyo
catálogo está debidamente archivado en la biblioteca del “Mu-
seo Provincial de Bellas Artes”, en donde puede consultarse.
El jurado del salón, integrado por uno de los máximos pin-
tores argentinos de vanguardia, Kazuya Sakai, y por los más
académicos Francisco De Santo y Horacio Martínez Ferrer,
permitió que por primera vez se exhibieran en La Plata pintu-
ras informalistas. Fueron trabajos de Omar Gancedo, Horacio
Ramírez, Mario Stafforini y el restante mío. Nelson Blanco
también fue expositor en ese salón pero su obra pertenecía a
una época anterior. Se trató de un ejercicio geométrico clásico
en el que jugaba con la dualidad de fondo y forma, apelando
a una paleta fría con acentos cálidos en colores complemen-
tarios.
Concurrieron a la muestra para acompañarnos a Stafforini
y a mí, dos amigos, Horacio Elena y Dalmiro Sirabo, también
pintores informalistas pero que no habían enviado obras al
salón. Con Blanco y Gancedo estuvieron Carlos Pacheco, que
era personal de planta del Museo además de un pintor de só-
lida formación académica que comenzaba a ser reconocido en
La Plata, y un amigo de Nelson, Alejandro Puente.
Esa misma noche o al otro día, sábado, después de haber
concurrido a la clase de Héctor Cartier en la “Escuela Superior
de Bellas Artes”, pusimos la piedra fundamental de nuestro
colectivo al que se sumarían otros al poco tiempo. Un dato cu-
rioso de ese Salón Estímulo fue la participación de Raúl Fortín
con un retrato denominando “Lida” (Lida Barragán), de factu-
ra académica. Ambos, Raúl y Lida, constituirían al muy poco
tiempo un colectivo de poesía de vanguardia, “Los Elefantes”,
de vinculación directa y diaria con nosotros, los integrantes
del Grupo Sí.

30
Lalo Painceira

III.

Así comenzó la historia. La nuestra. La de los bárbaros que


invadieron la monotonía conservadora reinante en La Plata. Así
lo pensábamos y nos veíamos nosotros, lo que luego corrobora-
ría un ardoroso texto de Rafael Squirru. Elena, Sirabo, Staffo-
rini y yo, nos enteramos esa tarde de que no éramos los únicos
informalistas de La Plata. Que había al menos dos más y que
se habían atrevido a mostrar sus trabajos al mismo tiempo que
nosotros.
Los curadores habían colgado nuestras obras en el mismo
panel, una junto a la otra, y fue verlas para buscar a los autores
de esas obras similares y empezar a hablar allí mismo, delante
de los trabajos. Fue de esa manera espontánea, que hoy supon-
go casi defensiva, que nos reunimos en ese salón, tratando de so-
brevivir en un ambiente que sentimos hostil. Blanco, Gancedo,
Ramírez, Stafforini y yo, acompañados por Sirabo, Elena, Pa-
checo y luego Puente, empezamos a responder a los cuestiona-
mientos y a dar fundamento de nuestras obras. Pero el comba-
te era desigual y quedábamos expuestos como gladiadores sin
escudo. Al menos así lo recuerdo ahora, aunque puede ser una
exageración impresa en mi memoria, lo que no debe sorprender
porque en los recuerdos, los años anulan los tonos intermedios
y acentúan los contrastes. La imagen que guardo hoy es la de
nosotros parados ante nuestros trabajos. Como si estuviera mi-
rando una fotografía de ese momento, veo a Nelson hablando,
con sus ademanes ampulosos, la cabeza tirada levemente hacia
atrás, con su pañuelo azul cobalto anudado al cuello a lo Modi-
gliani; a su lado Omar Gancedo con barba a lo Fidel, vistiendo
un sacón similar al mío, casi negro; a Sirabo, que tenía un gabán
de corderoy verde oscuro que le había hecho su mamá; a Elena
enfundado prolijamente en su blazer azul y Stafforini, vistiendo
vaqueros y camisa a cuadros o remera de cuello redondo y color
liso; Ramírez, usaba corbata como Pacheco, pero éste por obli-
gación ya que cumplía funciones en el museo. Así comenzamos
a caminar juntos en dirección al Grupo Sí, todavía impensado,
motorizados desde la solidaridad.

31
EL BLUES DE LA CALLE 51

Con Elena, Sirabo y Stafforini ya éramos amigos. Más aun,


Sirabo había sido el introductor del informalismo entre no-
sotros porque lo trajo desde su San Luis natal; allí, Carlos
Sánchez Vacca obró de adelantado y lo importó desde Buenos
Aires a la capital puntana. Pero no conocíamos a Blanco ni
a Gancedo ni a Pacheco ni a Puente. Tampoco a Ramírez.
No obstante, nos hermanamos de inmediato haciendo frente
común en defensa de cada uno de nuestros trabajos. Al rato
de polemizar, nos hartamos y nos fuimos. Todos juntos. Deci-
dimos ir al bar “Capitol”, que quedaba a la vuelta, y allí per-
manecimos hablando el mismo idioma. Escena que se repitió,
desde ese momento, cada noche, hasta fines de 1962. Exhi-
biendo con impudicia el desparpajo de nuestros veinte años.
El “Capitol” no existe más, pero es fácil de describir y de
imaginar. Un salón rectangular de techo a la altura de las
construcciones modernas, instalado sin preocupación ni es-
tilo. No era atractivo y sólo seducía por no cerrar nunca sus
puertas. Así permanece en cada uno de nosotros. Tenía me-
sas de fórmica y un estandarizado estilo americano en sus
sillas. La larga barra perpendicular a la calle, era común y allí
estaban montadas la caja y la máquina de café express. Sus
dueños, verdaderos santos solidarios que nos aguantaban con
consumiciones mínimas durante horas y horas, generosamen-
te nos prestaron sus paredes para colgar de manera perma-
nente nuestros cuadros. Es decir, nos dejaron marcar nuestro
territorio.
Ese bar fue nuestro cafetín discepoliano, allí aprendimos,
filosofamos, amamos, debatimos, creamos, compartimos y
crecimos. La mezcla de gente que lo habitaba nos fascinó de
inmediato y lo convertimos en la escenografía principal de
aquella treintena de meses. También lo será de este relato. Nos
sedujo todo lo que allí se respiraba y se oía, porque cuando
llegamos ya era el reducto de jóvenes músicos de jazz que le
aportaban un clima atractivo y sonoro.
El jazz no nos era ajeno. La amistad con Toro Stafforini,
hermano mayor de Mario y excelente guitarrista que además
tocaba otros instrumentos, nos abrió la puerta al jazz moder-

32
Lalo Painceira

no, a ese jazz que ponía música a las novelas de Kerouac, a


los poemas de Ginsberg y, sin saberlo nosotros, acompañaba
a Julio Cortázar en París. Y fuimos totalmente atraídos por
sus exponentes más notables, cuyas grabaciones escuchába-
mos con religioso respeto y un amor que todavía perdura.
Buscábamos el jazz hasta en las bandas sonoras de las pe-
lículas de ese tiempo, como en “Los tramposos”, de Marcel
Carné (1957), banda que contaba con músicos de la talla
de Stan Getz, Coleman Hawkins y Oscar Peterson, y que en
este momento, cuando escribo esto, escucho porque Horacio
Elena me envió el CD desde España, donde vive. Lo atesoro
como si estuviera bendito. Otra banda sonora que reiterá-
bamos en el Winco de Toro era la de “La mentira maldita”,
del mismo año, que pertenecía a Chico Hamilton y su quin-
teto. Pero todo esto fue entre 1958 y 1959. Gracias a él, con
quien compartíamos horas en su pieza escuchando sus LP de
jazz mientras fumábamos y tomábamos algo, conocimos la
música de Parker, Mulligan, Baker, Davis, Monk, Brubeck,
Silver, Kenton y todas las escuelas del jazz moderno. Creo que
gastamos el LP que contenía el Bernies’s Tune por el cuarteto
de Mulligan, con la trompeta de Baker y con Chico Hamilton
y Bobby Whitelock. También habíamos asistido juntos a un
concierto que se hizo en la Facultad de Medicina de la UBA y
allí escuchamos en vivo al Gato Barbieri, a Jorge López Ruiz
(platense que entonces era trompetista), a Bebe Eguía (gran
saxofonista, también platense), al Mono Villegas, al Chivo
Borraro, entre otros. Con esto quiero decir que cuando irrum-
pimos en el bar entendíamos perfectamente el idioma de los
músicos de jazz que lo habitaban.
En el “Capitol” tiramos el ancla la misma noche de la inau-
guración del “Salón Estímulo” y volvimos, como conté, cada
atardecer durante casi tres años. Allí sentados, ante las mis-
mas mesas, permanecíamos hasta muy avanzada la madruga-
da. No todos. Pero se constituyó una especie de elenco esta-
ble integrado por Nelson, Gancedo, Ramírez, Puente, Sitro,
Trotta, Elena, Sirabo, Soubielle y por mí. Muchas noches nos
acompañó Larralde, algunas Paternosto, que ya era abogado,

33
EL BLUES DE LA CALLE 51

trabajaba en la Fiscalía de Estado y era casado, y también


Pacheco y Ambrossini. Pero el Grupo Sí siempre estaba allí
para quien quisiera hablarnos y esa presencia continua nos
convirtió, sin ser conscientes de ello, en anfitriones de una
socialización cultural que atrajo a jóvenes diversos y enrique-
cedores de distintas disciplinas, incluyendo los noctámbulos y
su sabiduría de estaño.
El primer encuentro entre nosotros, que no nos conocía-
mos, fue una suerte de examen o de primer día de clase. Inter-
cambiamos información, nos pavoneamos con lo que sabía-
mos, con lo leído, describíamos las obras que mencionábamos
y desde ya, nombramos a nuestros maestros. Horacio, Dalmi-
ro, Stafforini y yo, a Alfredo Kleinert; el resto, a Héctor Car-
tier, a cuyas clases se podía concurrir como alumnos libres. Y
nos invitaron. Las clases eran los sábados desde muy tempra-
no y hasta las doce, por lo que acordamos ir a la mañana si-
guiente. No recuerdo bien lo que bebimos esa primera noche,
supongo que pudo ser un café que luego alargamos con una
ginebra o con un pingüino de aquel tinto del “Capitol” que
raspaba la garganta. Y si fue así, los habremos acompañado
con cazuelas de queso, salamín y pan, como hicimos luego
cada noche. Y de esa manera nos debe haber sorprendido la
madrugada del sábado.

Mi memoria no respeta almanaques. Se queda como foto


fija en los ojos renegridos y con fuego de la muy joven Lu-
crecia Chávez, esposa de Villafañe, y junto a ella, nosotros,
meros espectadores, escuchando siempre los relatos de Javier,
enfundado en su jardinero beige. La mayoría constituían una
ingeniosa justificación de su impuntualidad crónica. Siempre
apelaba a una historia nueva, a encuentros casuales que en
realidad pasaban a ser parte de un cuento que exponía con su
voz de poeta y titiritero, seduciendo, divirtiendo, con un hu-
mor inimitable que encendía su cara de diablo desde sus ojos
brillantes. Siempre con salidas imprevistas y rápido para las
respuestas y acotaciones.

34
Lalo Painceira

Una noche de noviembre de 1960 comimos un asado en mi


casa de calle 49 entre 13 y 14, a una cuadra de la Plaza Mo-
reno, centro histórico de La Plata que protege su imponente
Catedral. Estaban todos los del Grupo Sí, a los que se habían
sumado otros amigos y amigas, porque nosotros estábamos
exponiendo, en ese mismo momento, en el “Círculo de Perio-
distas” y veníamos de la muestra la que había dado una charla
sobre informalismo el barbado y grueso Eduardo Fasulo. Klei-
nert, que lo había presentado, y Javier, también tenían barba,
lo mismo que Gancedo. Un amigo de mi padre les advirtió,
tratando de hacerles una broma, que tuvieran cuidado porque
era el diablo el que usaba barba. Rápido Javier le respondió:
“Se equivoca. Las barbas están en el cielo y en los altares. Las
llevan los santos”.
Ya en la madrugada, con mis padres durmiendo en el piso
superior, nos encerramos todos en el garaje de mi casa, habien-
do bebido de más. Después de un largo rato se despidieron
Javier y Lucrecia. Nosotros nos quedamos escuchando a Ho-
racio Ramírez que tocaba la guitarra y cantaba. Al rato sonó el
timbre y ya era de madrugada. Con precaución abrí la puerta y
me encontré con un policía y detrás un patrullero estacionado
con Javier y Lucrecia instalados en el asiento trasero. Cuando
me vio, Javier empezó a gritarme por la ventanilla: “¡No les ha-
gas caso, Lalo, son polizontes trotskistas!”. Y les gritaba como
insulto: “Ustedes son trotskistas”. El policía me contó que los
habían encontrado discutiendo en voz muy alta en mitad de la
Plaza Moreno y notaron que habían bebido de más. Cuando les
preguntaron el domicilio, dieron el de mi casa y entonces los
llevaron para comprobar si era verdad.”¡Lalo, son polizontes
trotskistas! ¡Cuidáte!”, seguía gritando Javier, que ya estaba
muerto de risa como Lucrecia y nosotros. Por fin, los bajaron
del patrullero y los policías partieron. Ellos entraron y siguie-
ron un rato con nosotros. Después de algunas bromas y más
risas, Lucrecia y Javier se tomaron de la mano reconciliados,
y se fueron caminando tranquilamente. A la noche siguiente,
en el “Capitol”, Javier nos aseguraba levantando sus cejas de
diablo: “En serio, Lalo, ¡eran polizontes trotskistas!”, en medio

35
EL BLUES DE LA CALLE 51

de nuestras carcajadas y de su propia risa. Esta calificación de


trotskistas a manera de insulto provenía de la formación recibi-
da por Javier en su paso por el Partido Comunista.
En 1985, ya separado de Lucrecia, Javier visitó La Plata para
presentar en la librería de Emilio Pernas “El caballo celoso”, que
había ilustrado Hugo Soubielle (Libros del Sudeste). Su presen-
cia era convocante porque nos permitía, a los que habíamos sido
amigos, reeditar aquellas noches del “Capitol”. Era un gentío,
pero un grupo entre los que me contaba, logró apartarlo para
hablar o mejor dicho, para escucharlo. Ese mediodía de sába-
do, Javier lucía un impecable jardinero blanco, lo que aprove-
chó para aclararnos que ese mameluco era “histórico porque lo
compré en España para ir al Palacio invitado por el Rey Juan
Carlos. Cuando llegué a la “Zarzuela”, todo de blanco, me turbé
por el protocolo y le dije al rey que, habiendo yo escrito tanto
sobre príncipes y reyes, sin embargo no sabía cómo saludarlo. Se
rió mucho y simplemente me dio la mano y hablamos de varios
temas. Cuando me iba me dijo que seguramente yo no tendría
auto. Le dije que no. Que en mi vida sólo había tenido un vehí-
culo y que había sido una carreta (la célebre “Andariega”). En-
tonces me envió a casa en su gran auto negro con el escudo real
estampado en sus puertas, conducido por un chofer de uniforme
y yo sentado atrás, solo.

Una maravilla. Miraba por la ventanilla y la gen-


te se asombraba de ver a un barbado de jardinero
blanco sentado en el auto del rey paseando por
Madrid, ¿y quieren creer que cuando llegué a mi
barrio no había nadie, ni siquiera una vecina para
que me viera? Entonces le pedí al chofer que me lle-
vara a la casa de un amigo y después a la de otro, y
así recorrí todas las casas de mis amigos. Tenía que
tener testigos, si no ¿quién me iba a creer?

36
Lalo Painceira

Y todos nos largamos a reír con él.


Y, como ocurría en el “Capitol” de los ’60, cuando sintió nues-
tra risa le brillaron los ojos y estimulado, arrancó con otra historia:

“¿Les conté lo que me ocurrió con el Guardiacivil


de la cuadra de mi casa en Madrid? Una madru-
gada llegué caminando y me topé con él, que es-
taba de espaldas. Entonces yo, de jardinero blan-
co, me escondí detrás de un árbol y con el índice
tieso le disparé: ¡bang! ¡bang! y él saltó detrás de
otro árbol y me respondió con su dedo enguan-
tado: ¡bang!¡bang! Así transcurrieron varias no-
ches. Algunas veces ingresaba a la cuadra por la
otra esquina para sorprenderlo e intercambiar los
disparos apuntándonos con nuestros dedos. Pero
una vez no respondió a mis tiros. Me acerqué y le
pregunté qué le ocurría y él, casi con tristeza y mi-
rando hacia abajo me respondió muy respetuoso,
‘mire, señor, no vamos a jugar más porque anoche
nos vieron y me dieron una semana de arresto’”.

Y todos largamos la carcajada y él junto a nosotros, feliz por-


que daba vida al niño que guardaba. Javier Villafañe, y nom-
brarlo me turba, ya era un personaje famoso en la Argentina y en
el mundo en el año ‘60. Era todo un nombre. Un grande, como
dirían ahora en televisión. Había recorrido el país y el mundo
con sus títeres, escribiendo su propia leyenda. Y resulta increí-
ble que muchas noches se llegara al “Capitol”, casi siempre con
Lucrecia, para compartir la mesa con nosotros y regalarnos sus
historias maravillosas.

El sábado 8 de octubre de 1960, Horacio, Dalmiro, Mario y


yo asistimos por primera vez a una clase de Cartier. Y nos deslum-
bró. Hizo accesibles aquellas puertas que pensábamos que jamás

37
EL BLUES DE LA CALLE 51

podríamos abrir, sin darnos cuenta de que la llave siempre está en


el interior de cada uno. Sólo hay que descubrirla y dejarla libre. Esa
misma mañana conocimos además a otros pintores, jóvenes como
nosotros, interesados en la misma búsqueda.
Yo había quedado en ir a la clase con Nelson. Llegamos después
de caminar por diagonal 73. Si bien el inicio de la clase era a las 8hs.,
lo sustancioso y la exposición libre de Cartier, no sujeta a ningún
programa, comenzaba a las 10hs. y se extendía hasta después de las
12hs. Cuando terminó, junto a los que concurrían regularmente a
sus clases, como Nelson, Gancedo, Pacheco, Puente y los que conoci-
mos allí, como Chalo Larralde, Hugo Soubielle, Poroto Sitro y César
Ambrossini, fuimos al bar “Costa Brava”, de 7 y 59, y compartimos
un café. No puedo precisar si ese día, nuestro primer sábado con
Cartier, estaban todos ellos. Recuerdo la presencia de Puente porque
llegó en su Siam Lambretta y también que todos hacíamos Informa-
lismo y que de manera natural empezamos a hablar de la creación
de un grupo, idea que dejamos madurar en la penumbra de nuestras
ganas. Por la tarde visitamos los talleres de cada uno y comproba-
mos que la obra realizada justificaba la creación del colectivo porque
había que mostrarla. A la noche nos volvimos a encontrar en el “Ca-
pitol” y entonces comenzó el trabajo de parto del Grupo Sí.
Ese fue su nacimiento. El día y el año. Y, veinteañeros prepotentes,
nos aferramos a negar lo vigente desde su mismo nombre. Porque
lo bautizamos “Grupo Informalista No”. ¡Qué joder! A esa edad y
en ese momento, negamos el tradicionalismo y fijamos posición de
vanguardia como antagónica a la Geometría, a la que reconocíamos
también como vanguardia pero a la que chicaneábamos. A los pocos
días cambiaríamos el No por el Sí, tan rebelde como la negación
explícita. La modificación fue sugerida por Rafael Squirru, director
del “Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires, que auspició todas
nuestras exposiciones además de darnos al año siguiente todas sus
salas para una gran muestra del grupo en la ciudad de Buenos Aires.
También nos envió a Perú como parte de una delegación artística
que incluía a poetas como Juan Carlos Martelli; una bailarina del-
gada, pálida, muy bella y también poeta en ese entonces, llamada
Laura Yusem, hoy una de las grandes del teatro argentino, y Juan
Falzone, reconocido coreógrafo de danza moderna.

38
Lalo Painceira

“¡Hay que estar en la lucha!” era el lema que enarbolaba en


aquel entonces Squirru, al que admirábamos, y nos arrastraba
desde su arenga con la fuerza de un huracán. Lo visitamos en
el “Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires a los pocos días
de concretarse la fundación del Grupo, en octubre de 1960, y se
interesó por nosotros y por lo que le contamos. Lo invitamos y
visitó nuestro taller de Ringuelet a los pocos días, para ver las
obras. En mi caso, ya me había instalado en una de las dos piezas
de la casona, Pacheco pintaba en la otra, que era la más grande y
tenía dos ventanas, y en el galpón del fondo trabajaban Puente,
Blanco y Antonio Sitro. Soubielle, Larralde y Ambrossini pinta-
ban en un garaje que alquilaba éste, el resto lo hacía en sus casas.
A Squirru le gustaron los trabajos pero sobre todo le fascinaron
esa rusticidad y nuestras historias, imaginarnos trabajando allí
todos los días, ante un paisaje descampado en ese tiempo, ro-
deado de manzanas baldías, bebiendo agua de un viejo molino,
careciendo de luz eléctrica. Y allí, “en medio de la Pampa”, como
diría luego, pintábamos Informalismo. Eso lo conmovió.
En los dos años y medio que vivió el grupo nos visitó varias
veces. Venía en tren y se bajaba en la estación Ringuelet, donde
lo aguardábamos. Compartimos asados, los célebres tallarines
de Sitro regados con vino suficiente como para terminar, en una
oportunidad, con Squirru sentado en el último escalón de una
escalera, recitando íntegro el Martín Fierro y Poroto, aferrado a
su brazo, rogándole, “¡Pará, Flaco, pará, que me hacés llorar!”.
Squirru tenía la humildad del profeta, siempre generoso, im-
pulsor de aquellos jóvenes en los que adivinaba un contenido que
le interesaba. Tenía una apertura de mente envidiable, con cono-
cimientos de arte que nos abrumaban porque hasta conocía per-
sonalmente a todos los autores extranjeros que nos citaba y a los
monstruos sagrados de la pintura. Sin duda fue también nuestro
gran maestro. No sólo se ceñía a lo pictórico, al Informalismo,
sino también a la literatura. Gracias a él conocimos el Adán
Buenosayres de Leopoldo Marechal. A veces llegaba a los asa-
dos con invitados y habló tanto de nosotros a los pintores por-
teños que un día se llegaron solos a nuestro taller de Ringuelet,
Alberto Greco, Martha Minujín y Jorge López Anaya. Algunos

39
EL BLUES DE LA CALLE 51

agregan en su memoria a Macció. Yo no lo recuerdo, lo que es na-


tural dada la exuberancia de Greco y la presencia de la rubia muy
joven y atractiva, Minujín. Después del asado ocupamos plateas en
el Paraíso del viejo Argentino y vimos “La idea”, el ballet de Dore
Hoyer, junto a un Greco fascinado con los angelotes pintados en el
techo del teatro.
Por problemas en su trabajo, Squirru no pudo venir para inau-
gurar la muestra del ‘Museo Provincia’l de junio de 1961. Llegó
después, una tarde fría y lluviosa. Recorrió las salas asintiendo ante
cada obra y fue allí, al finalizar el recorrido, que nos invitó a expo-
ner en el “Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires, además de
enviarnos a Lima, Perú, como parte de esa delegación de arte joven
argentino. “Las obras las mando yo. Pero hay sólo dos pasajes en
avión y estadía y comida para dos. Ustedes decidan quienes van
del grupo”.
Cuando se fue Squirru acordamos una reunión para la tar-
de siguiente en mi casa, donde vivía con mis padres y hermanos,
pero que por estar en el centro de La Plata y ser amplia se había
convertido en una subsede del Grupo. Nos instalamos en lo que
familiarmente llamábamos “la pieza grande”, ubicada en la planta
alta. Y resolvimos votar en secreto, democráticamente, depositan-
do cada uno de nosotros dos papelitos en una caja de zapatos a la
que le hicimos la correspondiente ranura. Finalizado el escrutinio,
resultamos elegidos Alejandro Puente y yo. “¡Hijos de puta, nadie
me votó!”, gritó Nelson. “Si tuviste dos votos”, le contestamos. Y
rápido confesó a las carcajadas: “Eran los dos míos. No voy a votar
a otro ¿no?”.
El viaje con Alejandro fue una aventura. El resto de la delega-
ción ya se encontraba en Lima y a nosotros dos nos hicieron viajar
en un avión militar, sentados a los costados como paracaidistas de
película de guerra norteamericana. Al cruzar la Cordillera debimos
colocarnos máscaras de oxígeno. Nunca había sentido tanto frío
como en ese momento. Otro pasajero convidó a todos los que via-
jábamos con un aguardiente yugoslavo de cuyo envase salió humo
al abrirlo. Bebimos tragos para calcinarnos por dentro y fue eficaz.
En Lima nos alojamos en la Ciudad Universitaria y tuvimos
pocos días de convivencia con el resto de la delegación porteña,

40
Lalo Painceira

que retornó a la Argentina antes que nosotros. Pero nos relacio-


namos con los plásticos de Lima, incluyendo los grandes maes-
tros del momento como Alberto Dávila y Fernando de Szyszlo,
por ejemplo. Todos nos trataron con suma amabilidad, nos invi-
taron a comer a sus casas y se turnaron entre ellos, hasta los más
jóvenes, para mostrarnos Lima y sus alrededores. Nos llevaron a
museos, a los sitios arqueológicos precolombinos cercanos a la
capital peruana -como los de Pachacamac, con las ruinas de sus
templos del Sol y de la Luna-, nos hicieron saborear la comida
limeña y, por primera vez en mi caso, la china. También con ellos
llegamos a conocer hasta la Lima prostibularia.
Fueron con nosotros sencillos, cálidos, aunque sus estéticas no
se emparentaban con la nuestra. En el caso de Dávila y Szyszlo,
que ya eran en ese momento dos de los grandes plásticos de Amé-
rica, su obra contenía raíces profundas en el continente y estaba
muy lejos de los movimientos predominantes en nuestro país.
Ellos se tuteaban cotidianamente con la cultura precolombina, a
la que descubrimos rica y bella en su producción simbólica, y nos
sentimos atrapados por sus formas y colores, tejidos o cocidos
en el barro de sus cerámicas. Pienso que aún hoy ese peso ances-
tral constituye para los artistas andinos una barrera inexpugnable
contra la vulnerabilidad que presentan a la penetración extranjera
culturas como la nuestra; sobre todo, a la estadounidense y a la
europea, como lo señaló de manera categórica Marta Traba.
Pero más allá de las diferencias y de nuestra juventud, fuimos
respetados como plásticos. Y nuestra visión precolombina se am-
plió al acceder a las salas del “Museo de la Magdalena”, donde
contemplamos colecciones maravillosas de cerámicas de diferen-
tes culturas, incluida la sala cerrada al público, que contiene los
huacos eróticos que nos permitió admirar todo el imaginario se-
xual conocido y además, el respeto que tenían los pueblos origi-
narios a la diversidad en lo que respecta a la sexualidad.
También en Lima, cuyo presidente en ese momento era Be-
laúnde Terry, pudimos comprar Trópico de Cáncer y Trópico de
Capricornio, libros emblemáticos de Henry Miller que estaban
prohibidos en la Argentina pese a que el presidente era Arturo
Frondizi, un gobierno supuestamente constitucional. Por último,

41
EL BLUES DE LA CALLE 51

en mi caso, por primera vez en mi vida accedí a una imponente


colección particular que me enfrentó con originales de la mejor
pintura moderna del mundo. Fue en la bellísima casa de Fernan-
do de Szyszlo.

V.

Siglo XXI. Es de mañana y mientras cuento las historias de mi


grupo y de mi pago chico se impone a través de la ventana de mi
estudio, un cielo celeste, inmenso, sin nubes. Es ese cielo “invi-
sible, inaccesible, pero íntimo y cercano” que narra John Berger
(El tamaño de una bolsa, Taurus, Alfaguara, 2004). Pero enga-
ña, porque hace mucho frío. Y pienso que es también junio, el
mismo mes de la exposición de 1961 en el “Museo Provincial de
Bellas Artes”, la más importante y potente de las realizadas por
el Grupo Sí en La Plata y la que amplió la movida de calle 51.
Me basta mirar por la ventana, prestar atención a los ruidos
de la ciudad para comprobar que La Plata es otra. Aunque hoy
también los dedos se entumezcan al escribir como me ocurría al
pintar en aquel entonces en el taller de Ringuelet. Y me invade
un vacío. A veces el paso de los años se hace sentir con brutali-
dad. Lo que cuento ocurrió hace medio siglo y no puedo creer-
lo, ¿se dan cuenta, amigos del alma, estén donde estén? Porque
cuando comenzamos a caminar esta aventura yo tenía 21 años
flamantes; Nelson, 25; Ramírez y Stafforini, sólo 19; Elena, 20;
Sirabp, 22; Pacheco, 28; Puente, 27; Sitro, 27; Ambrossini, 28;
Larralde, 28; Soubielle, 26; Trotta, 22 y Paternosto, 29. Todos
menores de treinta años. Y los números repican con la crueldad
de lo inapelable.
El salvavidas es la memoria. Y me aferro a ella para revivir
aquella semana fundacional del Grupo Sí, sin frío que nos casti-
gara, porque era primavera. Así me sostengo en aquel octubre y
en la muestra del mes siguiente en el “Círculo de Periodistas”, la
primera del grupo.
En este día frío suena simbólico que el grupo naciera en pri-
mavera en una ciudad caminable por veredas que todavía hue-

42
Lalo Painceira

len, en esos meses, a tilo florecido, sumándose la diagonal 73,


techada por los jacarandás de color lila a partir de noviembre.
Así disfrutamos ese paisaje varias veces con Nelson rumbo a las
clases de Cartier, caminando lentamente hasta la “Escuela Supe-
rior de Bellas Artes”. Y creo que esos árboles lilas desde el sol
mañanero, hacían repicar las campanas de la “Basílica del ‘Sa-
grado Corazón’ ”. O quizás era el duende que escondía Nelson.
Y estaba bien. Porque al fin y al cabo habíamos comenzado a
construir nuestro propio cielo. El cielo de Berger.
Como es sabido, no hay cronología en la memoria.
Los recuerdos aparecen impuestos por la prepotencia de las
imágenes. Y ahora estoy en una mesa del “Costa Brava” después
de asistir en grupo a una clase de Cartier. Está Puente presentán-
donos a Sitro, Larralde, Soubielle y Ambrossini. No recuerdo si
haciendo gala de su particular lenguaje, Nelson nos explicaba
su “teoría sobre el abismalismo”. Si lo hizo, habrá entrecerrado
sus ojos como asumiendo lejanía ante nosotros, para musitar esa
teoría de su total creación, utilizando un tono de voz similar al
de Javier Villafañe, repitiendo como muletilla el “¿te das cuenta,
Lalito?”, porque para el Grupo Sí fui Lalito desde el primer día.
Y lo sigo siendo pese a mis años. Nelson habrá definido su teoría
como si fuera casi un título: “Es el espacio abismal. Ese que nos
enfrenta… El precipicio. La nada. La angustia… ¿O no?”.
Antonio Sitro, que siempre fue para nosotros “Poroto”, to-
davía no se había enamorado de los griegos sobre los que ela-
boraría luego una lectura muy propia, teoría que narraría con
pasión mediterránea. Dalmiro, Horacio, Gancedo y yo éramos
ratones de biblioteca. En aquel tiempo nos aferrábamos a lo leí-
do en Cirlot, Herbert Read y algunos teóricos franceses como
Cassou y Ragón. Yo me consideraba sartreano, lo que era una
audacia ya que sólo conocía el Sartre literato de La Náusea, El
muro y Los caminos de la libertad, sus obras de teatro y también
su conferencia sobre existencialismo y humanismo. Después me
llegaría su maravilloso Baudelaire. Ramírez callaba y siempre
me llamaron la atención sus silencios profundos, prolongados.
Puente, Soubielle y Larralde fueron los que mejor traducían las
propuestas de Cartier. A ese equipo se sumaría luego Trotta que

43
EL BLUES DE LA CALLE 51

dejó trunca su carrera de Arquitectura. Pero todos éramos con-


testatarios y también con una cuota de soberbia adolescente o
joven que nos permitía juzgar y ser categóricos.

Imposible no hablar de la pieza grande de mi casa. La compartí


hasta 1961 con mi hermano mayor y con mis telas, pinturas, la
mesa de dibujo, los tableros, nuestra biblioteca, donde se mez-
claban mis libros de arte, arquitectura y narrativa con los de mi
hermano, de medicina pero también de filosofía y poesía. La pieza
grande que tenía siete metros por cuatro siempre fue el eje de nues-
trars vidas, los tres hijos, porque tenía otro hermano, el del medio,
que dormía en una pieza, solo. En ella jugábamos desde niños y
sus baldosas amarillas fueron circuitos para los pequeños autitos
que preparábamos con esmero, países en conflicto para la guerra
de soldaditos de plomo o cancha de fútbol para los equipos arma-
dos con figuritas, según el juego elegido con los amigos del barrio.
La pieza grande, al crecer nosotros, cambió su decoración. En
una pared colgaba una gigantesca tela mía de escritura automática
y tachismo, con fondos manchados, pintada en el patio de mi casa.
De esa tela, realmente lograda, sólo quedó una pequeña fotogra-
fía. En la pieza grande pintaba y tenía la mesa de dibujo. Con esa
escenografía mi madre y sus amigas tomaban clases de costura y
hacían plumeros multicolores de paño lenci.
Ese espacio, casi un SUM familiar como dirían los arquitectos
de hoy, se constituyó en la subsede del Grupo Sí, alternativa del
“Capitol”, del taller de Ringuelet y de la habitación de Gancedo.
Pinté allí hasta fines de octubre de 1960, cuando instalé mi taller
en Ringuelet, junto a varios integrantes del colectivo. Los miem-
bros del Grupo iban cotidianamente a mi casa y lo curioso es que
la mayoría llamaba a mis padres por sus nombres: Lalo y Carola,
agregándoles el don y doña. Fue una manera de integrarlos, junto
a mis dos hermanos, a nuestra movida.
¿Cómo fui construyendo mi propio camino? Al andar, como
Machado. Pero ya pintaba Abstracto desde los 15 o 16 años gra-
cias a los libros que me regalaba mi hermano mayor y a mi vora-
cidad lectora.

44
Lalo Painceira

En 1958, siendo ya estudiante de primer año de la Facultad


de Arquitectura, cada mañana ascendía al tranvía 11 o al 15 en
la esquina de mi casa, 49 y 13. Allí trepaba con mi tablero rumbo
al quonset donde se dictaban las materias básicas de la carrera.
En ese tiempo todavía mi hermano mayor no se había casado
y mantenía conmigo un diálogo casi de tutor. Hoy, reconocido
psicoanalista y radicado desde hace añares en Buenos Aires, se-
guramente desconoce todas las puertas que me abrió desde su
curiosidad intelectual, aunque camináramos por veredas distin-
tas pero en una misma dirección. Él se había enamorado de la
filosofía y de la poesía y todavía escribe poemas en los momen-
tos que le deja su trajín psicoanalítico. Alfredo, o “Mocito”, o
“Moci”, de acuerdo con el sobrenombre familiar, significó para
mí el acceso precoz a los autores existencialistas, a la poesía mo-
derna europea y al arte de vanguardia.
En la Facultad tuve como compañeros a un hermano por elec-
ción, Horacio Elena, y ambos nos hicimos amigos entrañables de
Dalmiro Sirabo. Los tres adoptamos a nuestro primer maestro
de arte: el arquitecto Alfredo Kleinert, que dictaba Plástica y
pintaba expresionismo abstracto, con chorreados a lo Pollock.
Kleinert, que murió en diciembre de 2009, llegó a ser el primer
decano de la Facultad de Arquitectura, carrera que siempre tuvo
una barrera infranqueable para mí: análisis matemático con inte-
grales, el uso de la regla de cálculos y todo lo que es fundamental
para levantar sin riesgos una casa o un edificio.
Kleinert daba las clases en un quonset enorme y helado. Para
nosotros fue una especie de ángel con barba rubia que se defen-
día del frío con un montgomery beige y que nos hizo conocer el
arte nuevo, impulsándonos para que hiciéramos lo que él no se
había animado a hacer cuando era adolescente: dejar la carrera.
Yo fui el primero. Abandoné en 1959 y fue Squirru quien se lo
informó a mi padre. Porque Squirru tenía hasta ese tipo de gestos
paternales hacia nosotros. Volviendo a Kleinert, fue él también
el que nos habló de la literatura beat y nos facilitó En el camino,
de Kerouac, y una antología con poemas de Corso, Ferlinghetti
y otros, que incluía fragmentos de ese conmovedor “Aullido”
de Guinsberg que nos inflamó: “Yo he visto a las mejores men-

45
EL BLUES DE LA CALLE 51

tes…”, repetíamos en nuestra adhesión a la Beat Generation y


con ella, al jazz moderno y al expresionismo abstracto.
Pero ahora asocio y estoy casi seguro que además hubo un
elemento genético. Porque veo a mi padre, Lalo (siempre lo lla-
mé por su sobrenombre), sentado en los atardeceres en ese sillón
que era intocable para los otros, como si se tratara de un trono.
Él allí, sonriente, con la copa de whisky en la mano, aguardando
a alguien, a cualquiera; lo importante era hablar, dialogar como
lo hacía antes del EPOC que limitó sus desplazamientos. Pero ya
es otro tiempo y el Grupo Sí había quedado lejos, era ya recuerdo
cuando establecimos esas charlas entre los dos. Hoy, en mi me-
moria, Lalo está sentado en el parque de la casa de Gonnet y es
un anochecer de primavera, porque las flores lucen espléndidas.
Mi padre tenía aspecto de español, una imagen similar a la de
Fernando Rey pero con tez de criollo. Lo español era hereda-
do de don Julio, su padre gallego, y su tez nativa provenía de
su madre, hija de don Pantaleón Gómez, que había sido muer-
to en un duelo en el siglo XIX por Lucio V. Mansilla, historia
que nos infundió a todos nosotros un incurable rencor contra el
autor de Una excursión a los indios ranqueles. Don Pantaleón
era escribano, aunque luchó en el Paraguay, fue gobernador-in-
terventor en el Chaco y en Corrientes y dirigió “El Nacional”,
diario de Sarmiento, causa del duelo con Mansilla. Don Julio
también fue escribano, como mi padre, al que recuerdo leyendo,
puede sostener entre sus manos el Don Camilo de Guareschi,
que le causó mucha gracia, o los poemas de Enrique Banchs, en
un libro heredado de don Julio. Lo pienso así porque tengo ese
libro entre mis manos hoy, en el siglo XXI, y veo marcados dos
versos: “La vida en vano me ha labrado fuerte/ para dejarme
a mi memoria atado…”. Curioso. Porque este blues es hijo del
mismo sino. Y retomo con don Lalo el diálogo interrumpido ya
en aquellos años, cuando mis opciones políticas me obligaron a
dejar nuestros encuentros en suspenso y así me llegó, en 1974,
estando lejos de La Plata, la noticia de su muerte. Necesito re-
cordarlo así, como un homenaje personal. Porque si bien nunca
fue al “Capitol”, nosotros invadimos su casa, que en realidad
era también la mía, muchísimas veces. Además, por él fui pintor

46
Lalo Painceira

y protegió mi vida desordenada para los cánones burgueses de


aquel tiempo y jamás se quejó ni me criticó por mis opciones
aunque fueran opuestas a las suyas. Y en 1971, cuando mi radi-
calización me llevó a la cárcel, me visitó cada semana aceptando
las humillaciones a las que fue sometido por los penitenciarios.
Nunca me reprochó nada y después, el 24 de mayo de 1973, es-
tuvo esperándome a las once y media de la noche en Ezeiza para
abrazarme a mi regreso del exilio obligado.
Él había sido hijo de otro tiempo y cuando llegó el momento
de casarse con Carola, mi madre, bajó la cabeza de bohemio y se
sometió a los dictados de la sociedad platense. Volvió a la Uni-
versidad y se recibió en sólo un par de años de escribano, para
heredar el Registro y la escribanía de su padre.
“Don Lalo”, como le decían mis amigos del Grupo Sí, o
“Lalo”, como siempre lo llamé, dibujaba muy bien y era dueño
de una línea envidiable. Era un hombre de buen humor, algo que
no heredé, y muy sociable, lo que tampoco llegó a mi sangre. Mi
hermano intermedio, Julio o“el Negro”, recibió con creces esos
dos dones. Pero don Lalo había sido en su juventud un bohemio,
muy amigo de poetas como Panchito López Merino y otros de
su generación. Guardaba un manuscrito de Panchito dedicado al
motorman del tranvía 4, que llevaba a él y a su grupo de amigos
a los prostíbulos de Ensenada; un poema con mucha gracia, con
un humor delicioso, hablando de la ansiedad que le provocaba la
incertidumbre de su horario hasta que veía la lucecita lejana del
tranvía y divisaba a su conductor. También guardo, dejado por
don Lalo, un retrato de Panchito dedicado a “A mi amigo Eduar-
do Painceira, con mi más puro afecto. Francisco López Merino,
noviembre 29 de 1922”. La vida inquieta de don Lalo joven, en
una ciudad pequeña y universitaria, lo hizo participar de las pri-
meras reuniones de la Reforma Universitaria, acompañando a los
hermanos Sánchez Viamonte, de los que era amigo, aunque luego
transitara una vereda diferente. Siempre fue fiel a ese liberalismo
español anticlerical que lo mantuvo distante de todo dogma.
Don Lalo tuvo un estrecho vínculo con los integrantes del
Grupo Sí, sobre todo cuando terminaban las reuniones realiza-
das en la casa de 49, en el centro, antes de que nos mudáramos a

47
EL BLUES DE LA CALLE 51

Villa Castells. También permitió que algunas de nuestras fiestas


se realizaran en esa casa, donde supo ignorar lo evidente cuando
alguno o alguna bebía de más o cometía un exceso. Le gustaba
hablar con Nelson y con Dalmiro y se divertía mucho con el
humor de ellos. Recibió a Squirru varias veces en nuestra casa
y allí escuchó, de su boca, las razones por las cuales yo debía
abandonar la carrera universitaria cuando eso era ya un hecho
consumado.
Pienso que secretamente, al no exigirme que yo recorriera su
mismo camino, me impulsó a descubrir el mío. Y ahora lo sien-
to en mí, como si lo personificara en la forma de hablar, en los
gestos y hasta cuando socialmente bebo un vaso de vino para
disimular mi propio temblor esencial, que fue su mismo padeci-
miento. Por todo esto merece esta mención en esta crónica. Es mi
pequeño homenaje. Porque fui pintor gracias a él, a sus genes, a
los de mi abuelo gallego, que también pintaba de adolescente en
su Padrón y en Santiago de Compostela, y porque también por
ellos soy terco, melancólico y devoto de la morriña.
¿Cómo contar desde el hoy aquella vida si la ciudad, el país,
el mundo, las ideas y los intereses dominantes son otros? ¿Cómo
pretender que me entiendan si ya no se escucha el paso del tran-
vía 11 por la puerta de mi casa, aquella marcha ruidosa por una
calle que casi no tenía autos? ¿Podrá el hoy imaginarse una vida
sin computadoras, sin Internet, sin celulares, con estabilidad la-
boral, con pensamiento plural creyendo que es posible otro mun-
do justo y a la brevedad?

Era el año 1960. Exactamente el mes de noviembre de 1960.


Nada mejor que ser fiel a mi biblioteca de antaño y recurrir a
Kandinsky en De lo espiritual en el arte (Ediciones Galatea, Nue-
va Visión, 1957) cuando afirma, con innegable vigencia, pese a
haberlo escrito en 1910: “Toda obra de arte es hija de su tiempo
y muy a menudo, la madre de nuestros sentimientos”. Cita a la
que retornaré pero que me obliga a comenzar mi relato contan-
do cómo era aquella ciudad de fines de los cincuenta, aquél país,
aquel mundo. Y pienso que, precisamente en ese año, cuando

48
Lalo Painceira

Kandinsky fundamentaba en su libro la abstracción en el arte, la


oligarquía vacuna en el Gobierno de mi país festejaba el Cente-
nario de la Argentina y lo hizo bajo estado de sitio, aplicando a
los inmigrantes la temida ley de residencia. Y hoy me encuentro
buscando al Kandisky de 1910 después de haber vivido lo opues-
to: un bicentenario masivo, popular, de fiesta y con esperanza.
Tengo una última advertencia. Esta crónica es mi homena-
je al Grupo Sí y también, modestamente, a los ‘50 y ‘60, años
maravillosos de transformaciones, de revoluciones y de libera-
ción nacional de pueblos del Tercer Mundo. Los derrumbes y
derrotas posteriores no han podido impedir que aquellas ideas,
aquellos sueños permanezcan vivos en un horizonte que algún
día alcanzará la humanidad. Incluyo en el homenaje a todos los
que hicieron posibles esos sueños aunque no hayan compartido
nuestra propia vereda pero que caminaron en la misma direc-
ción. Por ejemplo, nuestros rivales pictóricos de entonces, los
jóvenes pintores concretos; también, ya con una perspectiva más
abierta, los pintores sociales, los figurativos, los creadores soli-
tarios como Edgardo Vigo y Lido Iacopetti, los que estaban en
Bellas Artes y lo extiendo a quienes fueron amigos y compañeros
de búsquedas, como actores, bailarinas, narradores, poetas, filó-
sofos, sociólogos, psicólogos, músicos o simplemente bohemios,
y a todos los integrantes de aquellas madrugadas encantadoras
de humo tan espeso como los temas de debate y como esa alegría
que nos iluminaba a todos desde la esperanza. Porque entonces
tener esperanza no era ser un iluso.

“Con referencia al arte de este período, se ha po-


dido decir: el mundo que existe es el mundo de la
‘materia en movimiento, tempestades pasionales o
magnéticas’, las modalidades más dinámicas y her-
vorosas, la obsesión por lo inventivo, que también
caracteriza la creación actual, puede proceder de
otra faceta del mundo contemporáneo. El infor-
malismo, al rechazar el ilusionismo de la pintura
tradicional y al orientar la actividad creadora ha-

49
EL BLUES DE LA CALLE 51

cia un profundo enfrentamiento con la materia, lo


hace con una fe, un interés apasionado por ella y
por todos los elementos que se consideran necesa-
rios y plantea de nuevo las relaciones del hombre
con el cosmos. El grueso empaste, el gesto petrifi-
cado en la materia, bien a chorro o por grattage,
el signo, la tensión de lo natural a lo tectónico y
a cierta configuración simbólica, atrayente por lo
nuevo y desconocida, son factores dominantes de
esta tendencia que se revela ante todo como una
transformación en la técnica creadora, suprimien-
do los últimos residuos del ilusionismo pictórico”.

Para dejarlo en claro desde el comienzo, esto es el Informa-


lismo, el movimiento al que adherimos totalmente con el Grupo
Sí, en la voz de quien fue su gran teórico: Juan Eduardo Cirlot.
Y nosotros lo adoptamos como precepto y lo leíamos de sus li-
bros en las mismas mesas del “Capitol” para debatirlo. Al Infor-
malismo lo entendimos como un hijo directo del Expresionismo,
amado y profético, que dotó de luz a la convulsionada Europa
para que tomara conciencia de la profunda crisis que atravesaba;
Expresionismo que conmovió a la filósofa cristiana de origen ju-
dío, Edith Stein, convertida en monja carmelita con el nombre de
Teresa Benedictina de la Cruz, asesinada en Auschwitz, hoy en los
altares del catolicismo y que la hizo escribir esperanzada: “…Pero
el nuevo espíritu ha hecho ya acto de presencia, y no hay duda
de que acabará imponiéndose. Lo advertimos palpablemente en
la filosofía y en los principios de un nuevo arte, en el expresio-
nismo” (Vidas filosóficas, Edith Elorza; Tomás Abraham y otros,
Editorial Eudeba).
Antes de penetrar en la vida del Grupo Sí y en el pensamiento
de los teóricos que entonces leíamos desordenadamente, debo
cumplir con el precepto de Kandisky. Por lo tanto, corresponde
contar cómo era La Plata o, para ser más exacto, cómo recuerdo
yo a aquella ciudad universitaria de fines de los ’50, a mi país y
a ese mundo con fisuras insoldables.

50
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
HABÍA UNA VEZ UNA CIUDAD,
UN PAÍS, UN MUNDO

I.

Con toda humildad y sin que esto encierre un juicio de valor,


señalo que los integrantes del Grupo Sí, no nos identificábamos
con nuestros pares de capa social y por lo tanto, no frecuentá-
bamos locales de moda ni íbamos a bailar en ellos o al “Jockey
Club” o a sitios similares. Sencillamente no cumplíamos con esos
ritos que daban identidad a la mayoría de los jóvenes de las ca-
pas medias platenses. Nos asumíamos como pintores y nos sen-
tíamos representados por el Informalismo, la beat generation,
los “iracundos británicos” y el cine europeo, pese a no haber
atravesado las condiciones que engendraron esos movimientos.
Pero así pintábamos, esas eran nuestras lecturas y las películas
que veíamos, debatíamos y que nos formaron.
Realmente nos sentíamos habitantes de un limbo sin raíces:
hijos de una cultura que no era la propia y ajenos a La Plata, a
la que no sentíamos como nuestra sino como perteneciente a la
generación de nuestros padres y a los jóvenes que los imitaban y
que se mostraban en las calles del centro. Por lo tanto, sentíamos

55
EL BLUES DE LA CALLE 51

la necesidad de desprendernos de ella si queríamos crecer, ma-


durar y avanzar en el camino elegido. A La Plata la juzgábamos
conservadora y pequeñoburguesa, como un reino de la denomi-
nada “clase media” -término discutible que obliga a preguntarse
sobre la amplia diversidad de sus integrantes, pero es así como
orgullosamente se autocalifican y como se la llama en general.
Al ser la ciudad sede administrativa del gobierno provincial y de
todos los poderes, la juzgábamos como una gigantesca oficina
pública abierta sólo para trámites y largas esperas. Para noso-
tros, también sus habitantes adoptaban esa grisura oficinesca al
caminar por sus calles, cuyos nombres ignoraban porque lo que
vale es el número, y por sus diagonales, verdaderos laberintos
para todo visitante. Los platenses en aquellos años caminaban
sin prisa y en realidad, nosotros también. Todos seguíamos a
los lentos y ruidosos tranvías que imponían a todos el ritmo de
marcha desde sus ruedas gastadas. Hablo desde nuestra mirada
encendida, llena de sed y de cambios urgentes que no encontraba
respuestas.
Pero en realidad ésa era la ciudad de nuestros mayores y de la
pequeña burguesía, nada más. Porque La Plata profunda, no era
y nunca había sido así.
“Hay otro mundo y está en éste”, advirtió Paul Éluard en
la Francia herida de posguerra. Y La Plata no era una excep-
ción. Bastaba atravesar el espejo de Alicia, romper los límites de
lo posible, para ingresar a mundos llenos de luz, color, poesía,
movimiento, música y también dolor, angustia, rebeldía, voces
discordantes y gritos, clamores nacidos en la protesta, paridos
desde el corazón mismo de la lucha. Porque las ciudades no son
sitios muertos, estancos y uniformes. Viven, sufren cambios, se
modifican, crecen, nunca son de manera definitiva sino que se
van construyendo con sus habitantes, con su propio relato his-
tórico. Sí. Las ciudades viven. Y La Plata, como se verá en la
contextualización de nuestra pequeña historia, fue exponente de
su época, de lo que acontecía en el país y en el resto del planeta.
Y sus habitantes, incluyéndonos, establecimos esa relación dia-
léctica de transformación mutua que toda persona mantiene con
su tiempo.

56
Lalo Painceira

Usando como pretexto este relato o este recuerdo del Grupo


Sí, trataré de describir cómo La Plata vivió ese año bisagra en la
historia del siglo XX, que fue 1960. Para eso se debe atravesar
el espejo, mostrar los “mundos otros” que habitaban la ciudad
y cómo empezaba a tomar cuerpo, desde sus entrañas cultura-
les, artísticas, universitarias y obreras, esa década que cambió al
mundo o mejor dicho, que hizo soñar al mundo. Cruzar la fron-
tera de ese espejo es atravesar la propia imagen reflejada, su su-
perficie, la ficción que mostramos a los demás y que divide la piel
de la sangre, del alma, del deseo y de los sueños compartidos. Al
fin y al cabo, mostrar ese mundo otro es también el propósito de
este blues dedicado a la movida joven de la calle 51 a principios
de los ‘60. Cruzaré el espejo utilizando ese pretexto, esa prima-
vera que sentimos brotar de manera arrebatadora en la pintura
platense de 1960, haciéndose visible para una ciudad pensada
desde el orden y que paradójicamente, siempre acunó rebeldías.
¿Por qué en 1960? Porque voy a contar la vida del Grupo Sí
y su fundación se concretó en ese año. El relato continuará hasta
su extinción, a fines de 1962. Años en los que, refiriéndome a la
pintura, pateamos el tablero de la cordura y clavamos el impre-
visto y la incertidumbre en el corazón de la rutina platense. Así
lo vivimos y sentimos, porque representábamos a una vanguar-
dia que hasta hoy es la última que produjo el modernismo. Qui-
zás se podrían sumar algunas expresiones del conceptualismo y
desde ya, la anárquica rebeldía del Mail-art. Pero no todo está
concluido ni cerrado. Existen corrientes del pensamiento moder-
no que permiten ilusionarnos y percatarnos de que todavía se
mantienen abiertas algunas expectativas y, por lo tanto, quizás
todavía se puedan parir nuevas vanguardias. Lo cierto es que el
Informalismo tuvo en La Plata su clara y única manifestación en
el Grupo Sí.
Fuimos una consecuencia o derivación de un movimiento
cuyo origen más cercano se remonta al Expresionismo y con in-
fluencias innegables del Surrealismo. En las principales capitales
del Norte, el Informalismo nació a comienzos de los años cin-
cuenta. En nuestro país irrumpió a fines de esa década. Lo cierto
es que se visibilizó a través de una mutación en la plástica que

57
EL BLUES DE LA CALLE 51

acompañó los cambios que se hacían notables en la vida mis-


ma y que abarcaron, además del arte, expresiones políticas, las
costumbres y las relaciones sociales, incluyendo los espacios que
comenzaron a ganar la mujer y los jóvenes, ambos protagonistas
principales de la década que comenzaba. Así nacieron los ‘60.
Desde ya, como es sabido, no todo es mecánico en la vida ni
en el arte. Mucho menos, la relación particular del artista con su
tiempo; hablo de ese juego dialéctico entre lo personal y lo colec-
tivo. La pintura es una creación individual, un parto en la soledad
más absoluta donde el autor vuelca su ser íntegramente, incluida
su ideología, aunque no sea de manera explícita y más aún, aun-
que no sea consciente. Así establece el diálogo con su tiempo que
derivará, se quiera o no, en un compromiso existencial a través
del ejercicio de su libertad. Se suma a esto el oficio necesario para
sustentar la obra y ese misterio que le brinda el halo fundamental,
el aura, la poesía en su sentido más elevado que, a veces, inclu-
ye la profecía. Y sí, es un concepto romántico. Como comienza
vislumbrarse en este relato, narro la visión de un grupo que optó
orgullosamente, en aquella etapa de la vida, por ese camino. El
que transitan dentro de la bipolar historia del arte, las “polillas
románticas”, como lo descalificó un joven Tomás Maldonado a
fines de los años cuarenta.
Esta irrupción del arte nuevo que significaron el Informalismo
o el Expresionismo abstracto se hizo visible en La Plata a partir
de aquel “XVI Salón Estímulo” que mencioné en el Prólogo y
después, en las tres exposiciones de pintura que realizó el Grupo
Sí en 1960, 1961 y también en la de 1962, aunque ésta no abar-
có a todo el grupo ni se realizó con esa denominación colectiva.
Cuando salimos a la luz, lo hicimos manejando fundamentos teó-
ricos suficientes para poder defender nuestra estética ante el cues-
tionamiento de los sectores tradicionalistas y también, los que
provenían de los artistas geométricos, descendientes del grupo
porteño de Tomás Maldonado y del Madi. Y ganamos nuestro
espacio desde la lucha, como clamaba Squirru, y no nos queda-
mos experimentando y buscando cobijo y seguridad personal en
la tranquila soledad de un taller y en la palmada condescendiente
de un amigo. Dimos la cara. Dimos pelea.

58
Lalo Painceira

Como ocurre en todo relato histórico, también me referiré a


los años anteriores y reconoceré a los precursores y a los maestros.
Al mencionar a los precursores debo advertir que el Cubismo
y el Futurismo, vanguardias pictóricas de las primeras dos déca-
das del siglo XX, llegaron a La Plata tempranamente e incluso
antes que a Buenos Aires. Sus introductores fueron Juan Cruz
Mateo y sobre todo -por su trascendencia internacional- Emilio
Pettoruti, que enfrentó una dura oposición y hasta burlas de los
académicos de su tiempo y de sectores sociales con mentalidad
conservadora, tanto en nuestra ciudad como en Buenos Aires.
Ocurrió en los años veinte, treinta y cuarenta y, como no podía
ser de otra manera, fueron los jóvenes poetas los que se alinearon
a su lado, como Francisco “Panchito” López Merino en La Plata
y los integrantes del grupo “Martín Fierro” en Buenos Aires.
A la lista de precursores del arte nuevo en La Plata se sumará
posteriormente, a fines de los cincuenta, Antonio Vigo, que rea-
lizó una muestra influenciada por el Dadaísmo que escandalizó
a los platenses al punto de tener que levantar la exposición por
orden de los directivos de la “Biblioteca popular” en donde se
realizaba. Vigo fue siempre un francotirador libertario y también
un notable docente. Como reconocimiento a su obra, el Grupo
Sí lo convocó a exponer como artista invitado en la muestra que
realizó en junio de 1962 en La Plata y en la posterior del “Museo
de Arte Moderno” de Buenos Aires.
Si los precursores fueron tres, los maestros fueron muchos en
nuestra ciudad aunque la mayoría provenía de Buenos Aires. En
la plástica se destacan Héctor Cartier, Dorothy Ling de Hernando
(también en música, danza y expresión corporal), Manuel López
Blanco, Adolfo De Ferrari, Guillermo Martínez Solimán, Miguel
Elgarte y Raúl Pacha, todos en la “Escuela Superior de Bellas Ar-
tes”; en la Facultad de Arquitectura, Alfredo Kleinert; además
habría que señalar el paso por el “Conservatorio Provincial de
Música” y por Bellas Artes, de maestros como Luis Gianneo, Al-
berto Ginastera, Gilardo Gilardi y en teatro, en diferentes épo-
cas y lugares de la ciudad, de Juan Carlos Gené, Oscar Fessler,
Francisco Javier, Carlos Gandolfo, Augusto Fernándes y Agustín
Alezzo. En danza es obligatorio nombrar a esa gran creadora que

59
EL BLUES DE LA CALLE 51

fue la alemana Dore Hoyer y debo mencionar a Clarita Maiztegui,


precursora en todo lo relacionado con el movimiento expresivo y
el conocimiento sensorial del cuerpo.
Son sólo algunos nombres a los que deberían agregarse profe-
sores de la Facultad de Humanidades, de las carreras de Filosofía,
Letras, Historia, Ciencias de la Educación y la flamante Psicología,
quienes a través de la enseñanza teórica o práctica abrieron mentes
jóvenes y las vaciaron del lenguaje insípido de la rutina platense,
que no sólo existía en el arte, sino también en las ciencias humanís-
ticas y en la política.
Receptora de este combustible, la nueva generación irrumpió
en los ‘60 para tutearse con su tiempo y con lo que sucedía en el
mundo en una suerte de internacionalismo iconoclasta.
Teniendo en cuenta lo ya contado cabe aclarar que nuestra visi-
bilización no se circunscribió a las aulas ni a las exposiciones o sa-
lones y museos de arte. En esa ciudad con la que no comulgábamos,
encontramos un refugio, una isla, que nos permitió convocar a otros
jóvenes inquietos con los que intercambiábamos información y de-
batíamos hasta altas horas de la madrugada, lecturas e información
que recibíamos que valorizó y dio contenido a los encuentros noc-
turnos. Nuestra cueva fue el “Capitol”, pero hubo otros grupos de-
dicados a disciplinas distintas que encontraron sus propios lugares,
sitios que a veces compartían con otros, incluyéndonos a nosotros.
La actividad y los debates diarios en esos enclaves ubicados en
el centro de la ciudad fueron importantes. Muchos de aquellos jó-
venes trascendieron luego el límite platense para ser reconocidos
artistas, literatos, sociólogos, filósofos, psicólogos y profesores,
tanto en el país como en el exterior. Este fenómeno notable en los
primeros años de la década de los años sesenta, por sus caracterís-
ticas grupales y colectivas, no volvió a repetirse jamás en La Plata.
Cabe preguntarse qué lo generó o si brotó espontáneamente; si
hubo otras razones que abonaron el nacimiento de esa primavera
que entre muchos otros aportes, parió un arte rebelde y nuevo para
la ciudad al mismo tiempo que brotaba en Buenos Aires. Ambos
como herederos de los grandes centros emisores de cultura que
empezaban a mostrar sus llagas y angustias después de la Segunda
Guerra Mundial.

60
Lalo Painceira

Mi memoria no será la única fuente. Escuché y transcribiré tes-


timonios de otros protagonistas de ese año bisagra entre las dos
décadas que cambiaron al mundo, que lo empujaron hacia adelan-
te. Parte de esta crónica estará compuesta también por las lecturas
que, como decía Antonio Gramsci, nos formaron e impulsaron a
“enfrentar la vida con el pesimismo de la inteligencia pero con
el optimismo de la voluntad”. Fuerza que nos permitió genera-
cionalmente abrir ventanas de libertad y creatividad, apelando al
grito cuando fue necesario e incluso abrazando, más adelante, el
compromiso político para los que sentimos ese paso como algo
imprescindible.
Por todo esto, opté por la afirmación de Wassily Kandinsky en
1910 como punto de inicio y justificación para atravesar el espejo
de Alicia y sumergirme en aquella ciudad que sentíamos conser-
vadora y pueblerina y de la que, sin embargo, sin darnos cuenta,
fuimos sus hijos. La cita completa de Kandinsky es la siguiente:

Toda obra de arte es hija de su tiempo y muy a


menudo, la madre de nuestros sentimientos. Cada
época de una civilización crea un arte que le es pro-
pio y que jamás puede repetirse. Intentar revivir los
principios del arte pasado sólo puede conducir a la
producción de obras nacidas muertas.

El encuadre dialéctico propuesto por Kandisky, que comparto,


no abarca sólo a los artistas. Se extiende a todo hombre, ya que
todos somos hijos y a la vez hacedores de nuestro tiempo. Este
concepto, que es básico, lo explica con claridad Isabel Jiménez: “La
comprensión del mundo social pasa necesariamente por la cons-
trucción del espacio de las posiciones de los hombres y mujeres
que lo construyen, al mismo tiempo que son construidos por él”
(Estudio preliminar a Pierre Bourdieu, Capital cultural, escuela y
espacio social, Siglo XXI editores, 2003).
En síntesis, sin excluir otras maneras de pensar, el arte es un
producto histórico y por lo tanto, social. Responde a su tiempo

61
EL BLUES DE LA CALLE 51

como integrante de ese espacio complejo y múltiple que se deno-


mina “cultura”. Pero frente al arte no caben esquematismos ni
posiciones rígidas. Porque si bien el artista es hijo de su tiempo y
a la vez, uno de sus hacedores colectivos, también lo trasciende
y a veces lo anticipa proféticamente. Esta particularidad quedó
demostrada por varios exponentes que se adelantaron a su épo-
ca. Basta mencionar, sin pretender desde ya una comparación, a
gigantes de la pintura como El Bosco, Bruhegel, El Greco, Goya,
Turner, los impresionistas, los cuatro post-impresionistas, Munch,
los expresionistas, los cubistas, los Dadá, los constructivistas y los
abstractos rusos, los holandeses del Neoplasticismo, Picasso, la
Bauhaus y a otros más recientes. Todos ellos incomprendidos por
sus contemporáneos y valorados con posterioridad.
Pero por ahora retomo la frase de Kandisnsky porque me obli-
ga a contextualizar las expresiones de vanguardia que generó. Por-
que si toda obra y todo artista sons hijos de su tiempo, ¿qué hechos
se produjeron en aquellos años en el mundo, en nuestro país y en
nuestro caso, en La Plata, que justificaran las vanguardias y los
sueños colectivos que instalaron cambios radicales en la sociedad?
En este primer capítulo trataré de enumerar sintéticamente los
principales sucesos que conformaron aquella coyuntura histórica
y única. Señalaré sólo los que influyeron de alguna manera en el
nacimiento del arte de su tiempo. Tomaré un camino inverso al
que generalmente se sigue en una contextualización. Partiré de La
Plata y continuaré con el país y el mundo. De lo micro a lo macro,
para retornar luego lo particular.
El relato, además de contener el testimonio de quienes protago-
nizamos aquella movida estética, contará con dos aportes (uno de
ellos, como apéndice). Los escribieron dos muy queridos compa-
ñeros de vida y de utopías: la Dra en Psicología y profesora titular
de la UBA Ana María Fernández, que en su adolescencia se integró
como amiga a nuestro colectivo, aportando un trabajo sobre las
jóvenes “sixties”; y Gonzalo Cháves, que se refiere al grupo de
pintores geométricos del que formaba parte en aquellos años.
Aclarado todo esto, a zambullirnos en los años ‘50, que fue el
gran vientre que parió con dolor la década de la esperanza.

62
Lalo Painceira

II. (El pago chico)

La Plata de los años cincuenta se mantenía fiel al trazado per-


geñado en 1882 por Pedro Benoit y contaba, dentro de su famo-
so cuadrado fundacional, algunas calles con empedrado original
y otras directamente de tierra, con veredas angostas estrechadas
por zanjas.
Si mi padre viviera y me quisiera contar cómo era aquella ciu-
dad, se hubiera aferrado a la melancolía, una afección endémica
entre los habitantes del cuadrado perfecto y las calles numera-
das, y hubiera comenzado su relato con un dato: en esos años
todavía había tranvías en La Plata.
Y el dato no es vacuo, porque a partir de olvidos honestos
y también de recortes interesados, la memoria colectiva de las
capas medias platenses ha construido una imagen calma y pue-
blerina de aquella ciudad que parecía marchar al ritmo de los
enormes y ruidosos elefantes eléctricos que, no obstante su apa-
rente deterioro, prestaban un servicio eficaz en calles en las que
había pocos automóviles y que habitaba la mitad de su pobla-
ción actual. El censo de 1960 estipuló que La Plata (sin Berisso
ni Ensenada) contenía sólo 337.060 habitantes; el censo de 2010
determinó que la habitan 649.613 personas.
Esa dimensión que tenía La Plata en 1960 facilitaba a sus ha-
bitantes un andar pausado porque la ciudad parecía pequeña, se-
mejante en sus costumbres a un pueblo grande de provincia. Y se
parecía tanto, que era común que para recorrer sólo cinco o seis
cuadras recurrieran al tranvía, porque en los pueblos siempre las
distancias se estiran como si se midieran en cuadras de campo.
Además de los tranvías, La Plata contaba entonces con otros
medios de transporte: automóviles de alquiler con paradas fijas
sobre arterias principales y ante edificios públicos o con mucho
movimiento de gente, como por ejemplo la Estación (para los
viejos platenses, “la Estación” era y será siempre la de trenes.
Las de “Ómnibus” eran y serán “las terminales”). Tampoco se
olvidaría mi padre en su relato de los últimos mateos, ya viejos,
con caballos de trote cansino que se estacionaban en unas pocas
paradas fijas. A los tranvías, taxis y mateos se agregaban algunas

63
EL BLUES DE LA CALLE 51

líneas de ómnibus y el trolebús, que unía La Loma, Tribunales,


la Universidad y la estación. Juntos, constituían el servicio de
transporte público en aquella ciudad de piel tranquila en la que
cada barrio mantenía su identidad.
Los mateos dejaron de caminar La Plata en 1965 y los tran-
vías y trolebuses, un año después. Todos ellos, víctimas de la
prepotencia del automóvil.
También en los años cincuenta y en 1960 era muy utilizado
el ferrocarril para trasladarse del casco urbano a Tolosa, Ringue-
let, Gonnet, City Bell y Villa Elisa, y a Hernández, La Granja,
Romero y Abasto. Ese fue nuestro transporte preferido cuando
establecimos nuestro taller en Ringuelet, a sólo una cuadra de la
estación. Muy esporádicamente usábamos el ómnibus 18. El tren
también era utilizado para viajar a Capital Federal por profesio-
nales, estudiantes, obreros y, desde ya por nosotros, que en sus
vagones llegamos a transportar los cuadros de gran porte que
expusimos en el “Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires. Los
trenes de entonces eran seguros, cómodos y limpios. Cumplían
sus horarios y a la mañana, mediodía y noche, contaban con
un salón comedor para los de primera clase. Para Buenos Aires
se podía optar también por dos líneas de ómnibus. El “Expreso
Buenos Aires”, con unidades azules y terminal en Plaza Italia, y
el “Río de la Plata”, con unidades rojas, en 6 entre 54 y 55.
Así viajábamos, aunque los tranvías eran reyes indiscutidos
y los preferidos por todos. Los domingos de fútbol los tranvías
eran copados por los hinchas que viajaban colgados y hasta en
el techo. Un dibujo excelente de Calé que publicó “Rico Tipo”
mostraba ese fenómeno en Buenos Aires.
Es cierto, no eran rápidos. Pero, ¿qué importaba esa lentitud
en una época en que sólo las urgencias requerían velocidad? Esa
relación afectiva de los platenses con los tranvías fue prolongada
porque había sido muy precoz. La Plata fue una de las prime-
ras ciudades latinoamericanas que utilizaron tranvías eléctricos.
Ocurrió en 1910, hace algo más de un siglo, y en su apogeo llegó
a contar con 19 líneas y un tendido de vías de 139 kilómetros
que unía grandes distancias: el centro platense con Los Hornos
y La Loma, y hasta con Berisso y Ensenada, que en ese tiempo

64
Lalo Painceira

eran parte de La Plata y constituían sus Secciones electorales 8ª


y 4ª, respectivamente. Es importante subrayar que los eficaces
tranvías, trolebuses y trenes eran estatales.
Este pequeño resumen a partir del transporte quizás ayude a vi-
sualizar esa ciudad de aparente vida pacífica cotidiana, distinta
de las premuras actuales, en la que no eran comunes las injusti-
cias sociales ni la miseria. La escandalosa pobreza que eclosio-
nó en 2001 comenzó a visibilizarse a fines de los ‘50, al imple-
mentarse en el país las políticas neoliberales de ajuste. Por esta
causa, poco a poco se fue deshaciendo aquella imagen sosegada
y mansa de los relatos de los viejos platenses que todavía pare-
cen extrañar ese damero de barrios definidos, siestas obligadas
y anocheceres de verano en familia, con sillas instaladas en las
veredas mientras los pibes correteaban y jugaban seguros, por-
que no había tráfico.

La vida social y estudiantil, y el centro

En aquella ciudad de características pueblerinas, la 7 era la


calle principal. El centro era la denominación que recibía su
tramo comprendido entre Plaza Italia y Plaza Rocha, incluidas
sus adyacencias hasta 5 y hasta 9. Todavía a fines de los ’50 y
comienzos de los ’60, los platenses típicos se vestían para ir al
centro y lo común era ver a los hombres, incluidos los jóvenes,
que se apostaban en “La París” y “La Perla” de saco y corbata,
y a las mujeres, de pollera. Recién a mediados de los ‘50 se
aventuraron a usar pantalones las jóvenes estudiantes, gracias al
desembarco de los vaqueros o tejanos o jeans, como se los prefiera
llamar. Antes el pantalón femenino tenía usos exclusivos: quintas
de verano, Mar del Plata, Córdoba, sitios turísticos en general
y campos deportivos de algunos clubes, como el balneario del
“Jockey Club” o el “Regatas” en Punta Lara. Pero no era común
verlos en el centro hasta fines de esa década.
Debe remarcarse que La Plata fue siempre una ciudad de
jóvenes gracias a su Universidad pública, gratuita y laica. Su
prestigio continental atraía a alumnos de países distantes como

65
EL BLUES DE LA CALLE 51

Panamá, Colombia, Venezuela o Perú, además de los limítrofes


como Paraguay y Bolivia. Siempre los estudiantes pintaron la
ciudad de un color y una vida distintos del gris de sus capas
medias, aunque muchos de los que concurrían a la universidad
fueran sus hijos.
¿Cómo se rompe el cordón umbilical que ata a preceptos
familiares y de clase? En nuestro caso específico, integrantes del
Grupo Sí y de la llamada “clase media”, ¿cómo dimos el primer
paso? ¿Quién nos empujó? ¿Cómo empezamos a alejarnos de
la pequeña burguesía platense de la que proveníamos, de sus
usos y costumbres? ¿Qué nos hizo romper los lazos que nos
ataban a un futuro previamente planificado, seguro? ¿Cómo
hicimos conciente esa iluminación que nos apartó del camino
prefijado? ¿Fue repentina, “a lo Zen”? Y, de ser así, ¿quién o
quiénes oficiaron de maestros y nos propinaron el golpe con la
Gracia que nos puso en marcha en la senda propicia y personal,
la particular, la nuestra?
Supongo que en primer lugar lo debemos a la época que nos
tocó vivir y que sumamos aquella rebelión colectiva a la propia
del crecimiento. Ese coctel nos impulsó al combate contra las
fronteras y los valores que no compartíamos y que nos trataba
de imponer una sociedad a la que enjuiciábamos. Todo sostenido
desde la necesidad de construir poco a poco el espacio propio. Y
desde ya, la rebeldía personal, intransferible, que nos embargaba
a cada uno de nosotros. Es importante recordar que en los años
cincuenta no era común en las capas medias de La Plata que
adolescentes y jóvenes se rebelaran, al menos grupalmente. Por el
contrario, la mayoría ansiaba con fervor parecerse a sus mayores
y hasta se disfrazaban de ellos copiando sus vestimentas y hasta
sus gestos. Desde ya que en estas apreciaciones no tomo en cuenta
a los protagonistas de las rebeliones obreras, de las grandes
huelgas, de las luchas sindicales y tampoco de las estudiantiles.
Hablo del platense típico. Del adolescente del centro. Y nosotros
no lo fuimos y cada uno por sus razones particulares. Yo me
escudo de nuevo en Vardá y opto, como si llevara una cámara
de cine en mano, por subjetivas que me permitan visualizar a los
que influyeron en mí.

66
Lalo Painceira

El primer paso es reconocer que la rebeldía, al menos en mi


caso, no se debió a una herencia cultural familiar. La oposición
de valores inculcados fue creciendo conmigo como algo innato
y desde pibe fui discutidor y opositor a las afirmaciones de mis
mayores. Como si hubiera nacido en la vereda de enfrente. Así
de simple. Por lo tanto, mi visión del mundo fue diferente. Si
busco un origen lo encuentro en mi predisposición natural hacia
determinadas lecturas que provocaron mi adhesión y también a
palabras de personas que, sin darse cuenta, obraron sobre mí.
Desde ya, son caminos personales que ni siquiera los hermanos
comparten. Por lo tanto, cada uno de nosotros, integrantes del
Grupo Sí, habrá tenido una mano tendida que lo subió a ese
barco nuevo que tenía la proa apuntando hacia otro puerto,
opuesto al conocido y al tradicional.

Si en este día de julio de 2010, invernal y helado, mirara ha-


cia mis años juveniles, empezaría agradeciendo nuevamente a mi
hermano mayor, Alfredo, por introducirme en lecturas y disci-
plinas que sin su ayuda, hubieran sido caminos impenetrables.
Además a mi padre, por brindarme la libertad y por su pacien-
cia. Pero también aparece de manera temprana el maestro de
mi barrio. Porque en aquellos años en donde todos se conocían,
en cada barrio había un maestro particular, como se lo llama-
ba. Y a él nos enviaban nuestros padres con absoluta confianza
cuando tropezábamos con obstáculos en alguna materia, tanto
en la enseñanza primaria como en la secundaria. El maestro que
vivía en nuestra misma cuadra se llamaba Fernández Coria y
fue un maestro en el más amplio sentido que tiene esa palabra.
Era un hombre de izquierda, el progresista en una cuadra en la
que abundaban los profesionales o empleados públicos radicales
y conservadores. Nos atendía en grupos en una habitación que
daba a la calle en la que había dos mesas grandes y dos bibliote-
cas que admiré desde el primer día motivado por la curiosidad
que siempre me despertaron los libros. Y me hubiera gustado
recibirlos en préstamo o que me los ofreciera, pero me tuve que
contentar con mirar sus lomos y retener a sus autores: Héctor

67
EL BLUES DE LA CALLE 51

P. Agosti; Juan B. Justo y su resumen de El Capital, de Marx;


Rodolfo Ghioldi; la colección de una revista llamada “Cuader-
nos de Cultura” de la que desconocía su origen. Mi curiosidad
la saciaría años más tarde porque Fernández Coria nunca hizo
proselitismo ni mención de sus libros, aunque sonreía cuando me
veía pasar revista a su biblioteca. Su testimonio pasó por la soli-
daridad y ante hechos concretos, por sacarnos las anteojeras de
clase y darnos una mirada más abarcativa de la realidad, siempre
ampliando los textos del colegio.
Otra persona importante en mi formación desde la rebeldía,
fue Bibi Párraga, más grande que yo y amigo en mi adolescen-
cia, ávido lector. De una inteligencia brillante, se definía como
existencialista de izquierda y había flirteado con el Partido Co-
munista. Era muy delgado, ligeramente encorvado, de gestos ner-
viosos y hablar rápido. Usaba anteojos que nunca representaron
un impedimento para la pelea ni para el combate callejero contra
la policía cuando participábamos de las manifestaciones estu-
diantiles a favor de la enseñanza laica. También era contundente
y descalificador en las discusiones, pero generoso en el prestar li-
bros y compartir sus conocimientos. Por él llegué a Los caminos
de la libertad, de Sartre, y pienso que realmente se vivía como
uno de sus personajes, Mateo, ése que descubre que él mismo
es su libertad. Cuando comencé a pintar nos dejamos de ver.
Sólo encuentros muy esporádicos, porque mi círculo de amigos
era distinto, con otros intereses. También fue importante Miguel
Zabala Rodríguez, “el Puntano”, acribillado por parapoliciales
en los tiempos isabelinos. Al conocerlo estaba relacionado con el
grupo Praxis de Silvio Frondizi y recién años más adelante y ya
siendo abogado, derivó al peronismo revolucionario. Después de
ellos, la influencia más importante fue la de Víctor Grippo, pero
esta amistad y otras formarán parte del relato central.
Reitero: la primera puerta fueron los libros y las charlas con
mi hermano mayor. A su infinita paciencia y a su biblioteca les
debo haber podido tutearme precozmente con el Sartre filósofo
y con el endiablado lenguaje de Heidegger, sobre todo en aquel
trabajo en donde entre otras obras, analiza la pintura de los za-
patones de Van Gogh con una profundidad existencial que sólo

68
Lalo Painceira

encontré posteriormente en el Baudelaire de Sartre. Gracias a su


biblioteca supe que las realidades más duras y combativas tienen
alas. Allí leí a Éluard, a Neruda, pero también me topé con los
silencios metafísicos de Ungaretti. Por su generosidad, ya que él
trabajaba, recibí de regalo libros imperdibles como el de Kan-
dinsky, que ya mencioné en el comienzo, y todo lo publicado por
Nueva Visión, editorial que comandaban Osvaldo Svanascini y
Tomás Maldonado. Eso me impulsó a pintar, a tirar mi mano
detrás de la línea y llegar al color y a la materia. Paralelamente, a
mis 16 años conocí a Bibi Párraga y me facilitó por fin aquellos
“Cuadernos de Cultura” que había visto en la biblioteca color
verde claro de mi maestro de barrio, y me encontré con Agosti
y con los otros intelectuales marxistas y liberales que poblaban
sus estantes. En primer año de Arquitectura, a los 18, accedí a
la rebeldía de Jack Kerouac, Allen Ginsberg y los escritores, dra-
maturgos y cineastas ingleses del “Manifiesto de los Jóvenes Ira-
cundos”. Ellos y otros, como César Vallejo, Miguel Hernández,
Prattolini, Vittorini y sobre todo, Pavese, me fueron señalando
una dirección, una vereda que desde entonces no abandoné pero
que en un lapso de mi historia, tuve que ocultar. Ahora se cruza
en mi memoria la presentación en los años cincuenta del “Ballet
Nacional” de Chile dirigido por Ernst Urhoff, discípulo del gran
Kurt Joos, con “Carmina Burana”, que me mostró que el Expre-
sionismo podía ser movimiento corporal. Es decir, que el Expre-
sionismo era vida y estaba vivo. En mi mundo también reinó el
jazz desde pequeño por amigos de mi hermano del medio. Ellos
amaban el hot, el New Orleans, pero en mi caso, poco a poco,
me fui enredando con Parker y todo el jazz moderno, como ya
conté. Desde ya, el tango era la música que se escuchaba en mi
casa y yo amaba a Pugliese. Por último, todavía Dios era un des-
conocido que no se había cruzado en mi camino. Ni siquiera lo
tenía presente. Pasarían años para que reconociera su presencia
en mi vida y tomara conciencia de que siempre había estado vivo
en mí, pero en silencio.

69
EL BLUES DE LA CALLE 51

Retorno al territorio de la memoria. ¿Habrá sido La Plata a


mitad del siglo pasado como la describí? De lo que estoy seguro
es de que La Plata permanecía entonces fiel al cuadrado funda-
cional y estaba sectorizada socialmente, con fronteras de clase
definidas en su interior. Con un reino pequeñoburgués estable-
cido en el centro, integrado por los que caminaban por calle 7 y
sus adyacencias, por los que vivían no lejos de allí o en quintas
grandes y paquetas (palabra de aquella época y de ese sector so-
cial) del Norte platense, en Gonnet o City Bell y algunos sobre la
calle Arana de Villa Elisa. Pero era en el centro donde se recono-
cían todos. Allí paseaban como si lo hicieran por las calles Santa
Fe o Alvear de Buenos Aires. Eran exponentes de la clase media,
como se definían con orgullo, imitando la moda y los modos
de las clases dominantes porteñas. Mientras tanto, los sectores
populares se movilizaban por otras arterias en busca de precios
más acomodados, para consumir lo mismo. Caminaban por ca-
lle 12 y por diagonal 80, y en una ciudad sin supermercados ni
shoppings, recurrían a los negocios barriales.
Paradójicamente, en ese reino pequeñoburgués, exactamente
el “centro”, era la vidriera en la que se manifestaban las contra-
dicciones de la ciudad, incluidos sus brotes de rebeldía. Sobre la
calle 7 se levantaba como hoy, el “Rectorado de la Universidad”
(entre 47 y 48), viejo edificio que compartía el frente con la Fa-
cultad de Derecho y el contrafrente, sobre calle 6, con la siempre
arisca y contestataria Facultad de Humanidades, donde se dic-
taban todas las carreras humanísticas. Todavía el Onganiato no
había levantado la mole estilo carcelario que puede verse hoy
sobre 48. En el subsuelo del viejo cine “San Martín” (7 entre 50
y 51) se encontraba entonces el “Museo Provincial de Bellas Ar-
tes”, en donde expusimos, y sobre calle 6 entre 49 y 50, la “Peña
de las Bellas Artes”, bastión del arte más tradicional y conserva-
dor, aunque contara con muy buenos pintores, se me ocurre en
este momento como ejemplo, Ambrosio Aliverti, Roberto Della
Crocce, Cleto Ciocchini, entre otros valores. En una vieja caso-
na de altos ubicada en 7 entre 54 y 55, se encontraba la recién
mudada “Escuela de Teatro” de la Provincia (antes había fun-
cionado en un espacio provisorio del viejo “Teatro Argentino”).

70
Lalo Painceira

También en lo alto y en la misma cuadra, pero en la esquina de


55, estaba la sede del Partido Comunista, con fuerte impacto
en esos años en el estudiantado y en los sectores intelectuales.
Sobre Plaza Rocha, 7 y 60, todo permanece igual. Allí estaban
la entonces “Escuela Superior de Bellas Artes2 (hoy Facultad), la
“Biblioteca de la UNLP” y la “Radio” de la misma. En 51 entre
9 y 10 se levantaba el viejo y elegante “Teatro Argentino” y en
10 entre 46 y 47, el histórico “Coliseo Podestá”; en 49 entre 10
y 11, la “Casa del Pueblo del Partido Socialista”, todavía en pie
como “Universidad Popular ‘Alejandro Korn’ ”; en 48 entre 5 y
6 ya estaba la “Casa Radical” y en 45 y 5 funcionaba la sede del
“Partido Conservador o Demócrata Nacional”, de acuerdo con
la fracción interna que lo condujera, hoy una agrupación política
extinguida con esos nombres, pero no ideológicamente.
Las Facultades, centros culturales y políticos, aportaban al
centro la presencia de la juventud, que le daba un aspecto menos
formal, más libre y desestructurado, que también se expresaba
en actos y manifestaciones que solían finalizar con duros enfren-
tamientos con la policía. En 1958 recuerdo haber escuchado
en los jardines del “Rectorado” a Alfredo Palacios defendiendo
la enseñanza laica, pública, gratuita y el ingreso irrestricto a la
Universidad. En ese mismo acto escuché por primera vez voces
plurales del estudiantado, al haber compartido la tribuna los ra-
dicales junto a sus sempiternos aliados socialistas y anarquistas
con la izquierda marxista, representada por agrupaciones trots-
kistas y comunistas. Desde ya, había un gran ausente: el peronis-
mo, en ese momento prohibido, encarcelado, aunque mantenía
su presencia hegemónica en el movimiento obrero que resistía
en la clandestinidad. A partir de mediados de los ’60 la realidad
estudiantil variaría y la Juventud Peronista ganaría un espacio
importante que a comienzos de los ‘70 la convertiría en conduc-
ción a través de la JUP. Pero faltaba una década.
Retornemos a la calle 7 señorial de fines de los ‘50 y a su des-
cripción casi escenográfica, porque de alguna manera ese también
fue territorio para nuestras rebeldías y las de otros, como el movi-
miento de teatro independiente, que adquirió una dimensión im-
portante y convocante en La Plata desde mediados de esa década.

71
EL BLUES DE LA CALLE 51

Habría que señalar también otros lugares que la gente con-


virtió en centros culturales. Por ejemplo, determinadas librerías,
como la de “Benvenuto”, en 48 entre 5 y 6; “La Normal’, en
7 y 55; “Atenea”, en diagonal 80 y 49 (hoy en 49 entre 4 y 5);
“Oitavén”, en 9 y 48 (hoy funciona allí un local de la cadena de
librerías “Yenny”), y a partir de comienzos de los sesenta, “Tar-
co” (diagonal 77 entre 5 y 6), comandada por Jorge Blarduni,
músico e intelectual destacado. Pero fueron fundamentalmente
“Benvenuto” en su época y luego “Tarco” las que se constituye-
ron en verdaderos núcleos de tertulia de intelectuales, artistas,
jóvenes y en “Tarco”, también de militantes.
Fueron tiempos iluminados para la cultura platense. Sobre
todo a partir de 1958, gracias a la política del gobernador Oscar
Alende, con posiciones claramente progresistas que lo diferen-
ciaron del giro a la derecha del gobierno nacional que encabe-
zaba Arturo Frondizi. Esa actitud progresista obró benéficamen-
te para la ciudad. Comandaba la cartera educativa bonaerense
Ataúlfo Pérez Aznar, que había sido en sus tiempos de estudiante
uno de los más lúcidos exponentes de la generación de la Refor-
ma Universitaria de 1918.
Pero más allá de la movida cultural, la calle 7 también tenía
un constante tránsito peatonal, porque sobre ella se levantaban
los tres principales bancos de la ciudad -el Provincia, el Nación y
el Hipotecario-, las sedes de los Ministerios de Hacienda y Obras
Públicas y la Legislatura. Y sobre 6, la “Casa de Gobierno”. El
Correo, que era estatal, ocupaba entonces todo el Pasaje “Dar-
do Rocha”, con ingreso en 7 entre 49 y 50 pero cubriendo toda
la manzana. Los empleados públicos y bancarios, por lo tanto,
circulaban por esa arteria. También lo hacían los mercantiles,
porque sobre 7 y adyacencias estaban los comercios más im-
portantes. En la esquina de 50 estaba la gran tienda “Gath &
Chaves”, de planta baja y dos pisos, construida a imagen de la
“Harrod’s” porteña; “Delmar”, para hombres y mujeres (“da-
mas, caballeros y niños”, decía su publicidad), estaba frente a la
Universidad; “El Siglo”, en 7 y 54; las sederías se ubicaban en la
zona de 46 entre 7 y 8, y en 54; la farmacia “Manes”, en 49 entre
7 y 8 (como hoy); la relojería y joyería “Leiger”, en 7 entre 48

72
Lalo Painceira

y 49, junto a la óptica “Mezzanote”. En tanto, la farmacia “Zo-


rich” estaba en 7 y 55. Y son sólo algunos de los comercios más
conocidos de ese tiempo, a los que habría que sumar “Renin”
(47 entre 7 y 8), “Macchi” (7 entre 53 y 54), “Vicent” (48 entre
7 y 8), “Filardi” (6 entre 45 y 46) y la zapatería “La Moderna”
que vendía el calzado que usaban en la calle Santa Fe porteña.
En estos locales, sobre todo en “Vicent” y en “Filardi”, se vestían
los jóvenes elegantes de La Plata.
Con estos imanes atrayendo a la gente, era natural que sobre
calle 7 y en zonas aledañas se levantaran cafés y confiterías, a las
que se sumaron dos lecherías históricas, como la “Don Julio”, en
6 y 49 (en la misma manzana del “Jockey Club”), y la de “Pedri-
to”, junto a la “Librería Oitavén”, en 48, casi esquina 9. En estos
dos lugares los chicos, adolescentes y jóvenes platenses probaron
sus primeros licuados y panchos. “Don Julio” tenía mesas de
estilo, antiguas, y lucía un aire porteño similar a “La Giralda”,
era muy luminosa por sus grandes vidrieras y su concurrencia
habitual estaba compuesta por los estudiantes de Humanidades.
En cambio la de “Pedrito” era pequeña y más oscura, contaba
con una larga barra en forma de U con banquetas altas y fijas
para sentarse y consumir. Su clientela estaba compuesta en gene-
ral por la gente del centro.
Los bares tenían su importancia en la vida social de la ciudad.
Su personalidad estaba dada por la clientela habitual -en algu-
nos casos, de rasgos distintivos- . Si se sigue el orden creciente de
numeración de las calles del centro de La Plata, por 7 desde 44
hasta 60, el primer café era “La Cosechera” (7 y 45), que debía
su nombre a la empresa de seguros aledaña. El edificio que lo
contenía fue el primer rascacielos platense, que seguía las líneas
modernistas del Kavanagh de Buenos Aires, pero más pequeño.
Fue construido en 1935 por los mismos arquitectos que el por-
teño, con un notable frente, definidamente Art Decó que todavía
perdura. “La Cosechera” era un café tradicional que había sido
elegido por la gente de pensamiento conservador, de riguroso tra-
je y corbata, personas que cuando se ponía el sol podían estirar
la tertulia compartiendo ‘la copa en el ‘estaño’ del viejo y amplio
restaurante “Gentile” (7 entre 45 y 46), o en el “Jockey Club”. Al

73
EL BLUES DE LA CALLE 51

atardecer y a la noche, “La Cosechera” mutaba y se poblaba de


parroquianos vestidos de informalidad. En su sótano funcionaba
el teatro independiente “La Lechuza” (hoy en 58 entre 10 y 11),
un reducto vanguardístico comandado por Lisandro Selva que
hizo conocer a los platenses desde el teatro de avanzada europeo,
como Ionesco, hasta el realismo comprometido estadounidense.
Y no puedo dejar de mencionar su inolvidable puesta de “Las
brujas de Salem”, de Arthur Miller.
A la vuelta, sobre 44 entre plaza Italia y 6, estaba el “Teatro
Nuevo”, con una actitud más política y comprometida al esti-
lo del movimiento independiente porteño. En ese reducto de 44
actuaba en ese tiempo, dando sus primeros pasos, un grupo de
berissenses encabezados por Lito Cruz y Federico Luppi, al que
se sumaban Víctor Manso, Walter Zuleta, Mariano García Iz-
quierdo (además recordado poeta) y Martín Adjemián.
En 7 y 47 había otro bar, el “Bristol”, cuyos clientes habitua-
les eran los estudiantes universitarios y algunos sectores radica-
les y anarquistas, socios en las mismas agrupaciones estudianti-
les; allí se prologaban o epilogaban las reuniones nocturnas de
la Federación Universitaria de La Plata (FULP). Era el escenario
de acuerdos, “trenzas” y “roscas” entre los diferentes grupos. A
media cuadra del “Bristol” pero sobre 47, estaba el “Teutonia”,
cervecería típica alemana con mucha madera a la vista, reserva-
dos y hasta un palco para orquesta. Al “Teutonia” concurrían
los jóvenes de la sociedad platense, los mismos que a las 5 de la
tarde habían tomado el té con masas en “La Perla” o simplemen-
te habían permanecido parados en la esquina, para ser vistos y
mirar a las chicas del centro. En 48 entre 7 y 8, pegado al “Cine
Mayo”, estaba el viejo bar “Astro”, que después fue remodela-
do. “El Astro” original era pequeño, casi sin mesas, famoso por
sus precios económicos y sus sándwiches de mortadela que se
acompañaban con gaseosas hoy inexistentes, como la Sidral que
constituían el sueño de los chicos que concurrían a las funciones
matutinas de series y dibujos de los domingos en el “Astro”, o
de los adolescentes que iban religiosamente a los continuados de
los martes en el Mayo. Además, eran muchos los que se mostra-
ban en la puerta de “La Perla” pero, a la hora de consumir, se

74
Lalo Painceira

pasaban al “Astro”, una de las tantas simulaciones típicas de la


clase media platense.
En 7 y 49 se instalaba el reinado de “La París”, tradicional
confitería que convocaba a un grupo heterogéneo pero de cierto
nivel social o cultural, distribuido en un salón amplio que no
contaba, como hoy, con una barra central. La tenía instalada en
la pared lateral lindante con su cocina. A “La París” concurrían
profesionales, empleados públicos, bancarios, estudiantes y pro-
fesores universitarios, y tenían su mesa poetas de la generación
del ‘40, como Roberto Themis Speroni, Gustavo García Saraví,
Horacio Nuñez West y los Ponce de León. También iban a La
París las familias platenses.
En la vereda de enfrente, sobre 7, se levantaba el majestuoso
edificio del Jockey Club en cuyos salones se mezclaron a través
de la historia figuras progresistas como Alejandro Korn o los
Sánchez Viamonte, con la pequeña burguesía conservadora y ra-
dical. A media cuadra de “La París”, sobre 49 y hacia 8, junto
al cine “Rocha”, estaba el bar americano “Víctor”, con asisten-
cia de adolescentes de los barrios que empezaban a acercarse al
centro. Siempre sobre 49, pero entre 8 y 9, estaba el edificio de
“La Protectora”, con sus baños turcos y restaurante. Además,
era sede del teatro independiente “Los Duendes”. Al lado, pero
hacia 8, había un restaurante cuyo nombre no recuerdo, creo
que se llamaba “Malvinas”, y enfrente, el local de “La Venecia-
na”, heladería histórica de la ciudad. Junto a ella se instaló una
fábrica de sándwiches de miga que vendía a precios económicos
sus formidables planchas y rollos. En la esquina de 9, pero sobre
49, se abrió el primer bar americano de La Plata, pequeño pero
similar a los que maravillaban en Mar del Plata y con las mismas
ofertas. El segundo y deslumbrante bar americano se abrió en 8 y
47. En diagonal 80 y 48, pegado a la tradicional basílica de “San
Ponciano”, estaba la otra heladería histórica platense: “Pérsico”.
El resto de los cafés y pizzerías se enhebraban a lo largo de
calle 7 hacia 60: “El Parlamento” (7 y 51), “El Cabildo” (7 y
54), “Pizzería Sorrento” (7, 56 y 57) y en 7 y 59, el “Costa Bra-
va”. Cada uno con sus clientes habituales. “El Cabildo”, que ya
se había reducido al local de la esquina, con los alumnos de la

75
EL BLUES DE LA CALLE 51

“Escuela de Teatro” y algunos de sus profesores notables, como


Oscar Fessler y Francisco Javier, que se mezclaban con tangueros
melancólicamente fieles a la historia del lugar. El “Parlamento”
era el sitio de reunión de platenses de la entonces generación
intermedia, para hablar de política. Ubicado frente a la Legisla-
tura, sostuvo esa identidad aun cuando los golpes militares de-
jaron sin funcionamiento por largos años al Poder Legislativo.
“El Parlamento”’ es el único de calle 7 que aún hoy mantiene las
características de entonces, incluida las de su clientela. Sorrento
era el lugar elegido para comer pizza después del cine, el teatro
y los ensayos de coros o de orquestas. Allí se mezclaban todos:
familias, profesionales, artistas, intelectuales, estudiantes, traba-
jadores. “Costa Brava, en cambio, era el reducto de los alumnos
de Bellas Artes que allí estiraban con un café o una copa de vino
o ginebra el trabajo de los talleres y el debate de las clases. Las
mesas eran compartidas por estudiantes y profesores.
Había otros sitios de reunión emblemáticos para la época. La
cervecería “Modelo”, en 54 y 5, que guarda intacta su identidad,
congregaba a grupos heterogéneos con fuerte presencia estudian-
til universitaria, algunos intelectuales e integrantes de coros; la
pizzería “Bacci”, en diagonal 79 entre 1 y 2, que comenzó a im-
ponerse a mediados y finales de los ‘60, con una clientela similar
a ‘Sorrento’ pero entre los jóvenes predominaban quienes habían
comenzado a adherir a los sectores progresistas del peronismo.
Otros lugares emblemáticos de aquella ciudad de fines de los cin-
cuenta y comienzos de los sesenta fueron el “Rivadavia”, en 50
entre 7 y 8, que permanecía abierto toda la noche y contaba con
billares y mesas de ajedrez o dados, con reservados para comer
sus famosas milanesas cortadas con papas fritas acompañadas
por cerveza o vino, al que concurrían universitarios y noctám-
bulos. A su lado, “La Aguada”, otro de los que hoy mantienen el
aspecto de antaño, que permanecía abierto hasta la madrugada
porque recibía a quienes habían ido a la función noche o tras-
noche del cine o el teatro o, simplemente, a los trasnochadores.
En aquellos años, el cine fue una de las ventanas más po-
tentes para asomarse al mundo, a la coyuntura histórica que se
vivía. Fue un aporte fundamental en la formación nuestra y de

76
Lalo Painceira

los jóvenes en general. La concurrencia era masiva y no para


las superproducciones comerciales, como sucede hoy, sino para
las películas de mayor valor y contenido artístico y hasta ideo-
lógico. La Plata contaba con varias salas ubicadas casi todas en
el centro, sobre la calle 7 o sobre 48, 49 y también sobre 8.
Había otras más alejadas, como las juveniles y bullangueras del
“Belgrano” (diagonal 80 y 49) y el “Roca” (1 entre 43 y 44,
frente a la Estación), y el “Güemes” y el “América” sobre 51
entre 5 y 6, desaparecidos a fines de los ‘50, además de otras
pocas salas periféricas. Pero el cine que provocaba y abría las
mentes se estrenaba en las salas del centro: principalmente en
el “Astro”, “Ocho”, “París”, “Mayo” y “Rocha”, y en pocas
oportunidades en el “San Martín”, que era enorme. “El Select”
no era sala de estrenos pero sí de ciclos de Cineclub después de
que éste abandonara el coqueto cine “París” y luego el “Astro”.
No había, como hoy, un horario continuado de exhibición, sino
secciones. Lo máximo era agregar una película a horario más
temprano que a la tarde y los fines de semana, el trasnoche. Por-
que en todos los cines se exhibían dos películas por función y
en algunos, como “‘Roca”, “Belgrano”, “América” y “Güemes”,
tres. Un clásico: para los aniversarios de Gardel, se exhibían sus
tres películas y cuando Carlitos finalizaba una canción, la gente
aplaudía como si hubiera cantado en vivo.
Como ya mencioné, el nuevo cine convocaba a gran cantidad
de público y se hacían colas para ver “La dolce vita” (1959),
ese magnífico fresco que trazó Fellini de la Italia de los cincuen-
ta; “Los cuatrocientos golpes” (1958) de Truffaut; “La noche”
(1960), del todavía paveseano Antonioni (a “La aventura” su
filme anterior, tuve la suerte de verlo como primera película en
el viejo Astro y me deslumbró); “Hiroshima mon amour”, de
Resnais y Duras (1959) o “Recordando con ira” (1958) de Ri-
chardson y Osborne.
Ese es el cine que formó a nuestra generación junto a lecturas,
que se discutían entre artistas, universitarios e intelectuales en
los cafés que los congregaban, porque se sentían expresados por
esos parientes tan lejanos. Tendría que retomar la primera perso-
na, nos sentíamos expresados por esos parientes tan lejanos. En

77
EL BLUES DE LA CALLE 51

la producción nacional cinematográfica la identificación pasaba


por el cine de Leopoldo Torre Nilsson y luego, por la irrupción
de aquella generación constituida por directores como Lautaro
Murúa (que vivió en La Plata), Rodolfo Kuhn, David Kohn (que
en sus últimos años se radicó en City Bell), José Martínez Suárez
y desde ya, Leonardo Favio.
En este recorrido tengo que hacer una mención especial; en
realidad, un homenaje. No puede obviarse el “Club de Ajedrez”
de 6 y 54 que albergó nada menos que a Rodolfo Walsh cuan-
do estuvo radicado en La Plata, a fines de los cincuenta. En sus
mesas comenzó a trabajar Operación masacre, publicado pri-
mero como notas periodísticas en el diario “Mayoría” de julio
de 1957. Esa historia empezó allí, frente a la plaza San Martín,
como lo recuerda Walsh en su libro: “Seis meses más tarde, una
noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hom-
bre me dice: -Hay un fusilado que vive-…”. Sirva como testigo
de la vinculación de Walsh con La Plata, el Padrón Electoral,
donde todavía figura en la Sección Primera: “Walsh, Rodolfo.
Clase 1927. LE: 4.330.759, calle 54 Nº 418”.
Como indiqué anteriormente, el teatro independiente fue otra
actividad convocante de los jóvenes. Las principales salas esta-
ban en sitios cercanos al centro. “La Lechuza” (7 y 45) y “Teatro
Nuevo” (6 y 44); “Los Duendes”, un temprano desprendimiento
de “La Lechuza” (49, 8 y 9); el de la Universidad, que dirigía
Gené (en Bellas Artes); el CLIMN, del Centro Max Nordau (58
entre 10 y 11); el “Teatro Universitario”, heredado del mítico
grupo que integraron en los ‘40 entre otros, Clarita Maiztegui y
Atilio Gamerro y que en su versión de esa época dirigían María
Mombrú y Enrique Escope. Por último, el elenco oficial bonae-
rense, la “Comedia de la Provincia”, que tenía sede en calle 47
entre 7 y 8.
Esta era la gran escenografía en la que nos movíamos los jó-
venes, algunos casi adolescentes, con inquietudes a flor de piel y
mentes abiertas.
En ese paisaje urbano debe ubicarse al bar “Capitol”, nues-
tro albergue de cada noche desde el 7 de octubre de 1960 hasta
fines de 1962. Se constituyó en uno de los centros de la movida

78
Lalo Painceira

platense a partir de 1961, movida que se extendió a los pocos


meses hacia 7 con la apertura de un bar al lado (el “Adriático”,
con un entrepiso con mesas) y, pegado, continuando hacia 7, la
cervecería “Tirol Chopp”. En las noches de verano, las mesas
de la vereda borraban toda frontera entre bar y bar y hasta se
llegaban a confundir con las del “Parlamento”.
¿Por qué elegimos el “Capitol”? No hay una razón concreta.
Fuimos el 7 de octubre de 1960 y nos sentimos cómodos y ade-
más nos gustó porque estaba abierto toda la noche y los músicos
de jazz, la mayoría conocidos y amigos nuestros, le aportaban
un clima particular. En ese bar se visibilizó, a través de nosotros,
la vanguardia que protagonizamos desde el Grupo Sí. Fue tam-
bién nuestro ámbito de formación y hasta de noviazgos, matri-
monios, algunos aún vigentes. Allí debatimos hasta el hartazgo,
intercambiamos información, programamos exposiciones, fies-
tas en nuestros talleres y, sobre todo, fue allí que abrimos nues-
tras mentes al conocer a jóvenes que transitaban distintas líneas
de pensamiento y cursaban diferentes carreras o se dedicaban a
otras disciplinas.
No fue exclusivo, desde ya, ni marcábamos tarjeta. A veces
nos trasladábamos a otros cafés, como “El Cabildo”, para acom-
pañar a la gente de teatro, o al “Costa Brava” con los de Bellas
Artes, o a “Don Julio” con los de Humanidades y también a
“La París”; también comíamos en ‘La Aguada’ y en la cervecería
“Modelo”, que era el sitio de mis encuentros de aquellos años
con Ricardo Piglia. Muy pocas veces fuimos al “Rivadavia”.
Después del cine, frecuentemente concurrimos a la “Sorrento”.
Las librerías también fueron punto de reunión y encuentros y
no sólo un sitio en donde comprábamos los libros de aquellos
autores que nos iluminaron entonces y nos dieron las opciones
para elegir un camino y una dirección de marcha. Benvenuto,
por ejemplo, era un formador de lectores. Guiaba al cliente. Sa-
bía qué quería cada uno.
En esa ciudad y en esos lugares se nos tiene que visualizar.
Algunos vistiendo de una manera menos convencional que otros,
pero todos caminando por esas calles, tomando el tranvía, el
troley o un micro; nunca un taxi o un mateo.

79
EL BLUES DE LA CALLE 51

A la quinta de Pacheco, donde estaba nuestro taller colectivo


y sede principal del Grupo Sí junto al “Capitol”, solíamos viajar
en tren. Llegábamos a la estación Ringuelet, bajábamos hacia 7
y caminábamos una cuadra y algo más. Sobre la mano derecha
había dos casitas modestas pero con jardín al frente, separadas
por terrenos llenos de pajonales. En la esquina de 510, por esa
misma mano, estaba la quinta de Pacheco y allí nuestro taller.
Enfrente había baldíos llenos de cardos que nos permitían ver
a lo lejos el terraplén de las vías del ferrocarril. La casa carecía
de electricidad, por lo cual al anochecer hacíamos el camino in-
verso. Saludábamos en la puerta de su casa al Sargento Benítez,
que además de vecino hacía la gauchada de cuidar la quinta, y
en tren, como habíamos llegado, nos volvíamos. Desde 1 y 44
caminábamos pausadamente con Nelson y Pacheco por diago-
nal 80 hasta el “Capitol”. Puente, dueño de la envidiada Siam
Lambretta, ya había llegado junto a Poroto Sitro al bar en don-
de estaban los otros: Elena, Gancedo, Stafforini, Trotta, Sirabo,
Ramírez, Soubielle y a veces Ambrossini, Larralde, Paternosto y
otros amigos. Allí nos quedábamos hasta la madrugada. Llegado
el momento de irse a dormir, también caminando, riéndonos de
las ocurrencias de Nelson o recordando las de Poroto, marchá-
bamos con Stafforini, Nelson y Gancedo de regreso a nuestras
casas. También venía con nosotros Ramírez que se quedaba en
10 y 51, donde vivía y pintaba. Con el resto nos despedíamos en
la plaza Moreno. Yo tomaba hacia 49 entre 13 y 14, mi casa, y
ellos hacia las propias. Stafforini hasta la plaza de 13 y 60; Gan-
cedo a su domicilio en 55 entre 13 y 14; y Nelson, solo, seguía
hasta su casa familiar de 20 entre 60 y 61, donde se reencontraba
con su parra y sus gatos, imágenes que lo acompañaron toda la
vida, como testimonian sus pinturas.

Soy conciente de que con el tiempo muchos recuerdos se pue-


den haber transformado en reconstrucciones sustentadas en rela-
tos reiterados que terminan suplantando al hecho verídico. Pero
no importa. Siempre se parecen al original, a lo sucedido, aunque
se miren a través de esa bruma que los hace más tenues, porque

80
Lalo Painceira

convengamos que la memoria suele convertir al recuerdo en una


pastoral limpia e impoluta.
A través de los años los integrantes del Grupo Sí nos seguimos
reencontrando periódicamente, sobre todo cuando regresa por
unos días al país alguno de los que viven en Europa, que son cin-
co. Entonces compartimos una comida. Nosotros, los del grupo,
solos para permitir que los recuerdos se reiteren como sucede en
las reuniones anuales de ex compañeros de colegio. Recuerdos
que a fuerza de repetirlos se han convertido en cuento, en una
réplica de lo contado años anteriores...
Algunos recuerdos o cuentos nos causan mucha gracia y pe-
dimos siempre que se repitan. Las estrellas son Puente y Sitro,
amigos desde la infancia y oriundos del mismo barrio, El Dique,
que los interpretan y hasta se ponen de pie en el restaurante en
donde estemos, para imitar gestos y complementarse entre am-
bos. No importa las veces que escuchemos el relato, nos reímos
igual de aquellas aventuras de los chiquilines de El Dique, pe-
gados a la 122, esa frontera administrativa que separa La Plata
con Ensenada. Hoy con sólo cruzar la calle se cambia de ciudad.
Alejandro y Poroto pertenecían a una barra esquinera nume-
rosa y diversa en la que había personajes que ganaron protago-
nismo a fuerza de travesuras. Algunas teñidas de humor negro en
donde merodeaban bromas a familiares mayores y los tours por
velorios de la zona para tomar anís y apropiarse de la ceremonia
al mejor estilo de los cronopios o del Adán Buenosayres.
Los dos crecieron en ese barrio de gente trabajadora, en ge-
neral de YPF, del puerto y de los frigoríficos. Junto a esa barra
empezaron a ir a los bailes de los clubes de la zona y allí, en ese
paisaje suburbano de casas de chapa como en el Dock, también
nacieron sus necesidades artísticas. ¿Cómo se despertó en ambos
esa sed creativa? ¿Qué misterio la motivó, quizás encuentros ca-
suales, libros escolares o hasta la temperatura de la propia sangre
o de la imaginación, que no tiene límites cuando se aprende a vo-
lar y se es pequeño o adolescente? Alejandro es hoy miembro de
la “Academia Nacional de Bellas Artes”, adquirió una dimensión
internacional y ya desde el tiempo del Grupo Sí fue un buscador
intelectual del necesario sustento teórico para emprender su pro-

81
EL BLUES DE LA CALLE 51

pio vuelo. Poroto Sitro, que luego de incursiones teatrales abrazó


la pintura, es más pasional, romántico aunque paradójicamente
haya anclado en un Minimalismo geométrico, casi a lo Malevich,
lo que habla de una pintura de predominio mental. Ellos mismos
contarán más adelante cómo se dio ese milagro.
Horacio Elena era hijo de un reconocido médico marplatense
y esa fue la carrera de sus hermanos. Pero no la de Horacio, que
desde chico fue muy buen dibujante y hasta diría que ilustrador.
También él, como me sucedió a mí, optó por Arquitectura como
lo más cercano a su vocación real, que era la pintura, y luego, ya
pintor y en España, se dedicó a la ilustración de libros para niños.
Dalmiro Sirabo, en su San Luis natal, cuando cursaba el se-
cundario, conoció a Carlos Sánchez Vacca, que ofició como pri-
mer maestro en pintura y lo introdujo tempranamente al Infor-
malismo.
Gancedo siempre tuvo una inteligencia brillante. En la ac-
tualidad es antropólogo y realiza aportes fundamentales a esa
disciplina que se exhiben en una vitrina del Museo de Ciencias
Naturales de La Plata. Su mente abarcadora y abierta, como
buen libertario, lo hizo, además de antropólogo, poeta, pintor y
escultor, siempre con posturas radicales, extremas.
A Nelson lo introdujeron César, su hermano mayor, y sobre
todo Van Gogh, al que amó profundamente.
Larralde, un auténtico dandy, Soubielle y Ambrossini, llega-
ron por amistades (se destaca la de César López Osornio, en
1960 becado en Japón y por esa causa no integró fundacional-
mente el Grupo Sí), por lecturas y por las clases de Cartier.
Trotta llegó de la mano de la arquitectura y Paternosto por
su amistad con Mieri, ese místico que nos convocaba a la calle
Nirvana, nombre sugerente, en un sector de City Bell en ese en-
tonces casi virgen.
Stafforini era y es un pintor de raza que nunca pensó ser otra
cosa. Expansivo y vital, no asombró cuando eligió el Expresio-
nismo abstracto.
Ramírez, silencioso pero atento siempre a todo lo que lo rodea-
ba, empezó a pintar solitariamente un prolijo Informalismo con
fuerte base geométrica y ordenada; hoy diseña joyas en Suecia.

82
Lalo Painceira

Algunos de ellos contarán su acercamiento a la pintura, como


me lo transmitieron a mí mientras compartíamos un almuerzo.

Retomo el relato en 1960 para decir que aquella ciudad que


nosotros sentíamos pueblerina siempre convivió con focos de
resistencia y de rebeldía. Porque además de la visión oficial y ge-
neralmente pacata, hay una historia real, que es la que constru-
ye la memoria colectiva de los pueblos. Y a esa historia pueden
contarla los obreros que protagonizaron las grandes luchas en
Berisso y Ensenada y los estudiantes de entonces que lentamente,
con tropezones y errores, empezaban a buscar los caminos del
hombre nuevo. Porque la otra, la ciudad pacífica y provinciana,
fue siempre la cáscara de La Plata. Su piel. Lo que estaba a la
vista. Fueron las luchas las que expresaron en toda su historia
el contenido profundo, levantisco y a veces revolucionario de la
ciudad. En La Plata se cumplió y se cumple la remanida cita de
Eluard: “hay otro mundo y está en éste”. Mundo que en esta
ciudad se ocultaba detrás del cuadrado perfecto, de la burocracia
administrativa y de las calles numeradas.
Paradójicamente, La Plata, ciudad inventada como prenda de
paz, siempre acunó rebeldías.

83
EL BLUES DE LA CALLE 51

III. La ciudad arisca

A fines de los años cincuenta, los jóvenes que buscábamos tu-


tearnos con nuestro tiempo histórico, teníamos que apelar a los
medios con los que contábamos entonces: libros, revistas, diarios
y publicaciones partidarias si queríamos ampliar la mirada so-
bre la coyuntura. El arte también nos aportó una mirada crítica
del hombre y de la realidad, fundamentalmente desde el cine de
autor, pieza fundamental en el armado de nuestra relación con
el mundo y nuestro tiempo, en una especie de internacionalismo
espontáneo producto de las inquietudes particulares. En el caso
personal, y de muchos del Grupo, esa relación con los grandes
autores, pensadores y creadores enriqueció nuestro lenguaje, que
empezó a poblarse de palabras no habituales hasta ese momento.
Eran tiempos de fragua (¿hablando de fragua, cómo no re-
cordar al herrero Maciste de Crónica de los pobres amantes, de
Pratolini, ejemplo de militante?) porque los ’50, nacidos desde
la angustia de la posguerra, empezaban a templarse y a ganar
temperatura. El relato histórico del mundo dejó de marchar al
paso o al trote ligero y comenzó a galopar ligero hasta desem-
bocar en los ‘60 y así lo cantó Paco Ibáñez con los versos de Al-
berti: “Galopa, caballo cuatralbo/ jinete del pueblo/ que la tierra
es tuya. /¡A galopar!/¡A galopar!/ hasta enterrarlos en el mar”,
como si su voz aguardentosa llamara al combate. Porque todos
los acontecimientos comenzaron a sucederse en el mundo de ma-
nera vertiginosa, e impactaron de lleno en nuestras mentes abier-
tas y vírgenes de jóvenes pintores que empezábamos a transitar
nuestro propio camino.
Leíamos desordenadamente. Y de todo. Poesía, teatro, narrati-
va beat, “iracunda” y la perteneciente a ese grupo comprometido,
política y socialmente, de escritores y cineastas franceses e italia-
nos. En cuanto a los ensayos, manejamos un abanico ideológico
que mirado desde el hoy, resulta paradojal. Porque era extenso y
quizás demasiado abierto como para ser debidamente rumiado.
En mi caso, por ejemplo, además del Sartre literato y dramatur-
go, de su estupendo Baudelaire y de su conferencia sobre existen-
cialismo y humanismo, también me interesaron los textos de D.T.

84
Lalo Painceira

Suzuki sobre el “budismo Zen”, y los beatniks americanos no


fueron ajenos a esta seducción, atracción que hizo, por ejemplo,
que el cuadro mío que adquirió el “Museo de Arte Moderno” de
Buenos Aires se llamara “Homenaje a Han Shan”, recordando a
ese poeta chino de finales de la dinastía Tang (618-907) a quien
llamaron el “Sabio de la Montaña Fría” y que, además de poeta y
sabio, fue monje y uno de los exponentes religiosos del budismo
Chan del que derivaría luego “el Zen”. También leí a maestros
cristianos contemplativos como Merton, que profundizaron cier-
ta veta mística que no sentí lejana al existencialismo, sobre todo
al de Jaspers y Marcel, aunque en lo personal Dios no tuviera
todavía para mí un vínculo ligado a la religión aunque sí a la
religiosidad. Paralelamente leíamos a Cirlot, Max Bense, Read,
Tapié, Ragón, porque eran quienes daban fundamento a nuestra
pintura. En mi caso debo confesar que esta paradojal biblioteca
duró nada más que hasta comienzos de 1962, cuando mi sed
lectora y mi necesidad de compromiso personal fueron saciadas
por otros libros. Paulatinamente desde entonces comencé a leer
individualmente o en grupos a Marx, Engels, Garaudy (y su diá-
logo con los cristianos), Lenin, Gramsci, Trotsky y luego Mao,
los vietnamitas, Fidel y el Che, Frantz Fanon, sin olvidarme, aun-
que fue a partir de mediados de los ’60, de esa puerta abierta al
peronismo y al socialismo popular y nacional que significaron
Juan José Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos, John Wi-
lliam Cooke, Rodolfo Puigrós, Arturo Jauretche, Rodolfo Ortega
Peña y Eduardo Duhalde (“el bueno”, como solemos acotar hoy
los compañeros). Y también los textos de la revista “Cristianismo
y Revolución” y de aquellos que abrieron las ventanas para que
ingresaran los tiempos nuevos, como lo quiso Juan XXIII, a una
Iglesia dormida y anquilosada en su tradición medieval y por eso
convocó al Concilio. Pero eso será más adelante. Se trata de otra
historia personal que se desarrolló en un diálogo más directo con
la historia colectiva. Volvamos al tiempo de este relato. Finalizan
los ‘50 y comienzan los sesenta.
Reconozco lo descarado de nuestra búsqueda formativa en
ese tiempo que no debe generalizarse a toda la juventud de en-
tonces ni a todo el Grupo Sí, porque otros tenían diferentes in-

85
EL BLUES DE LA CALLE 51

quietudes, modelos o seguían caminos diferentes. Me refiero sólo


a los que necesitaron mirar al mundo para descubrirse a sí mis-
mos y hallar un lugar que los cobijara y una esperanza colectiva
que les marcara el rumbo.
Esta aleación que puede parecer confusa, de pensamientos
diferentes absorbidos desordenadamente, tiene no obstante su
explicación. Mis inquietudes para elegir el lugar desde donde
mejor podía mirar el mundo y participar de él, nacieron, como
mencioné, tempranamente y con un Sartre que me enfrentó a la
nada y a mi soledad interior, ésa que aún tanto me cuesta do-
mar pese a que convivo con ella desde entonces. Por ese Sartre
llegué al Informalismo matérico, porque para mí era el arte de
la angustia, la experimentación de la nada. Como informalista
empecé a recorrer los andariveles que tendían sus teóricos. Y
allí apareció “el Zen”, el deslumbramiento por la belleza de los
haiku y aquella soledad existencial se convirtió en recogimiento
y silencio. Un arte para expresar el propio desierto. Dejé el Ex-
presionismo abstracto con el que había empezado a expresarme
(y al que retornaría seguramente si regresara a la pintura) y me
sumergí en el mundo de las texturas que me permitían fundirme
con mi hacer, o mejor dicho, desaparecer en ese hacer que se
transformaba en ser, como si esa materia se fuera formando na-
turalmente, tomando color de manera independiente. Después
llegó a mis manos el “Manifiesto de los jóvenes iracundos ingle-
ses”, que no tenían la inocencia ni los habitaban los fantasmas
de sus pares norteamericanos, sino que poseían una sólida base
teórica y marxista que los anclaba en la realidad. No eran gol-
peados: eran ellos los que pegaban. Y muy fuerte. Basta compro-
barlo con su cine de ese tiempo, con su teatro, sus narraciones
y sus pintores. Pero que quede claro: siempre me sentí, y hasta
ahora me siento, un hijo de Sartre, aunque balbuceante y básico.
Esa paternidad sartreana tuvo adherido el concepto compro-
metido de la libertad, más allá de la seducción que siempre des-
pertó en todos nosotros esa especie de virginidad que revestía a
Camus, el eterno extranjero de su tiempo.
Parte de nuestra generación y de nuestro grupo fue permea-
ble a todas esas influencias que nos ayudaron a cortar el cordón

86
Lalo Painceira

umbilical que nos ataba a la historia familiar y a la colectiva


como platenses, quizás porque todavía desconocíamos los otros
mundos que habitaban la ciudad, esos que contaban con viejos
pergaminos de revueltas y luchas. Y es bueno recordar a esos
mojones.
Berisso, perteneciente en aquel tiempo al partido de La Pla-
ta, fue una de las cunas del 17 de octubre de 1945 y además,
escenario de históricas luchas obreras comandadas por socialis-
tas, comunistas, anarquistas y luego por peronistas. Punta Lara
(perteneciente a Ensenada, convertida en ciudad autónoma de
La Plata junto con Berisso), además de ser sede de coquetas
instalaciones deportivas como las del “Jockey Club” de La Plata
y del “Club de Regatas”, albergó en sus recreos populares a los
obreros y a los estudiantes de izquierda que realizaban sus pic-
nics y encuentros masivos desde las primeras décadas del siglo
pasado. José María Lunazzi, maestro libertario platense, me re-
lató hace un tiempo que a fines de los ‘20 mantuvo un encuentro
en un pic nic anarquista de Punta Lara, con un joven de gorra,
aspecto hosco y pocas palabras pero de gran formación que se
llamaba Severino Di Giovanni. En 1931, a los 30 años, ese joven
sería fusilado por la dictadura de la década infame.
El Gran La Plata amamantó y dio vida a la Resistencia del
peronismo que se negó a morir por decreto militar en 1955. En
esta ciudad nació John William Cooke que, junto con Evita,
encarnó la expresión del peronismo revolucionario, y fue en
la parroquia de “San Francisco” -calle 12 entre 67 y 68- en
donde se casó Evita con Perón. También en Gonnet, en el sector
Norte platense, Evita fundó la “República de los Niños”. El
16 de junio de 1956, el “Regimiento 7 de Infantería”, ubicado
en 51 y 19 (hoy Plaza “Islas Malvinas”), se constituyó en una
de las bases de la revolución encabezada por el general Valle
que pretendió reinstalar la democracia avasallada. No pocos
platenses mayores y pertenecientes a las capas medias suelen
olvidar o no mencionar el salvaje asedio y bombardeo a esa
sede militar y los fusilamientos posteriores, el verdadero inicio
de la violencia política en la Argentina de la segunda mitad del
siglo XX.

87
EL BLUES DE LA CALLE 51

Sí, La Plata siempre tuvo una cara arisca, y no siempre desde


el pensamiento nacional y popular encarnado por el movimiento
peronista.
La rebeldía estudiantil enfrentó muchas veces al peronismo,
sobre todo desde su Universidad, eje principal del perfil más
prestigioso de la ciudad pensada por la Generación del ‘80. Los
estudiantes fueron (y son) uno de los rostros más combativos de
La Plata, y no precisamente de las últimas décadas. La historia
se remonta mucho más atrás, a 1918, cuando en sus Facultades
y colegios se luchó junto a los estudiantes cordobeses para de-
fender las banderas revolucionarias y latinoamericanistas de la
Reforma Universitaria. La Plata aportó a ese movimiento, en-
tre otras figuras, a Gabriel Del Mazo, a los hermanos Sánchez
Viamonte, a Juan Manuel Villarreal, a Ataúlfo Pérez Aznar, a
José María Lunazzi, sin olvidarme de Alejandro Korn, el gran
maestro libertario de toda esa generación. Años después, en la
Universidad y en sus colegios secundarios, se resistió a la década
infame de los años treinta, como bien lo recordaba Ernesto Sába-
to, alumno en esos años de ambos claustros. Posteriormente, en
1943, sus estudiantes y profesores fueron reprimidos duramente
cuando defendieron la autonomía universitaria avasallada. En
1958 ganaron la calle nuevamente para luchar por la Universi-
dad fundacional, siempre pensada como pública, laica, gratuita
y de ingreso irrestricto. Hubo actos y movilizaciones que casi
siempre finalizaban con verdaderas batallas callejeras entre los
estudiantes y “los cosacos” (Policía montada), que a veces se
extendían a pedradas y golpes de puño contra los partidarios
de la enseñanza libre, apañada desde los púlpitos y las grandes
empresas.
Estas batallas fueron uno de los telones de fondo de nuestros
primeros pasos expresivos dentro del informalismo dos años an-
tes de fundarse el Grupo Sí, cuando empezábamos, de manera
individual y tímida, a sumarnos a una vanguardia geográfica-
mente lejana que asumíamos vitalmente cercana.
Fue y es la última aparición de la poderosa corriente Expre-
sionista, terminó de dinamitar las puertas del arte tradicional en
todo el mundo, sumándose a la Geometría, su contratara, como

88
Lalo Painceira

última expresión vanguardista en la pintura. Las primeras obras


de este arte nuevo comenzaron a conocerse en las grandes ciuda-
des europeas y norteamericanas en la posguerra y a comienzos
de los ‘50. Como mencioné antes, el Informalismo y el Expre-
sionismo abstracto se sumaron al cine, la literatura, el teatro, la
danza, la música de conservatorio y la popular. También había
adelantado que los cambios fueron más abarcadores y llegaron
al mundo de las ideas, a la praxis política y religiosa y también a
las costumbres sociales, para redefinir los roles de la mujer y de
la juventud. Sobre eso también se hablará más tarde, pero esos
caminos abiertos desde fines de los ‘50 constituyeron hasta el
momento la última gran representación del Modernismo, van-
guardia que abarcó todos los territorios humanos. Vanguardia
que por realista terminó pidiendo lo imposible, como escribieron
los estudiantes franceses en mayo del ‘68 en uno de los graffitis
más descriptivos de aquel sueño colectivo, recordando la convo-
catoria que había lanzado antes el “Che” Guevara.
El siempre necesario Nicolás Casullo, que nos dejó demasia-
do pronto, se interesó sobre la relación de vanguardia con el
aún inconcluso modernismo. En uno de sus trabajos, citando al
teórico marxista Perry Anderson, explicó que las vanguardias

se coagulan como istmos que procuran adecuar el


mundo de valores, conductas, visión de vida, prácti-
cas del mundo vital, a la altura de la propia moder-
nización que viene sufriendo la historia en su con-
junto (…). La vanguardia estética se plantea dentro
de su campo el rechazo a las tradiciones estéticas
y, a la vez y concomitantemente, la denuncia a las
morales, a las costumbres y a los valores sociales
establecidos y anacronizados por los nuevos vien-
tos de la historia. Plantea que no hay gusto artís-
tico universal para siempre, sino que cada época,
cada tiempo tiene sus gustos, sus modos, sus for-
mas de expresarse (…). A cada tiempo su arte y al
arte, su libertad”. Casullo prosigue afirmando, en

89
EL BLUES DE LA CALLE 51

coincidencia con Kandinsky, que “no hay belleza


permanente. Es fugaz, circunstancial, perseguida
inútilmente, en todo caso. Está marcada por valo-
res históricos dominantes y las modas sociales (…).
La vanguardia está viviendo el nuevo mundo de la
metrópolis, de las masas, mundo fragmentado en
el cual nosotros estamos absolutamente habituados
a vivir, este mundo real resquebrajado, de la des-
agregación permanente de lo real. La vanguardia
trata de expresar eso” En: Casullo, Nicolás; Fors-
ter, Ricardo y Kaufman, Alejandro. Itinerarios de la
modernidad. Bs. As., UBA, 2ª edición, 1997).

Casullo afirma que el Modernismo otorga un sentido a la his-


toria. Sin ese objetivo no puede hablarse de vanguardia. Dotar
de un sentido es tender la vida a la utopía para transformarla
en realidad. Torcer el brazo opositor en la pulseada dialéctica,
en un presente que siempre se convierte en pasado. No puede
haber vanguardia sin resistencia a vencer. No puede haber van-
guardia sin ideología ni proyecto histórico colectivo. Y es posible
que muchas de las afirmaciones mías parezcan perogrulladas o
simplezas esquemáticas. Como advertí en el comienzo, no soy
un teórico. Sólo un narrador de una crónica sustentada en la
memoria personal.
Los conceptos de Casullo obran a manera de Prólogo para
comprender mejor a ese Expresionismo de vanguardia al que
voy a referirme en esta crónica.
Intercalo ahora algunos conceptos extraídos de un reportaje
publicado en Página/ 12 al pensador francés Alain Badiou (6 de
noviembre de 2010), lúcido testigo de la porfiada persistencia del
Modernismo pese a que algunos iluminados del “pensamiento
único” habían “decretado su muerte”. El “Primer Manifiesto”
(se refiere a su primer libro, “Manifiesto por la Filosofía”, 1989)
recoge las últimas esperanzas del mundo de antes. Pero en los
últimos veinte años hubo cosas esenciales que cambiaron; entre
ellas, la hegemonía del capitalismo liberal competitivo y violento.

90
Lalo Painceira

Intervino también otra cosa: una suerte de clara complicidad con


ese sistema por parte de los intelectuales, incluidos los franceses.
Ha sido una forma de decir de la que no se puede hacer ni espe-
rar otra cosa, que el mundo natural es así. Esto se aceleró con
la desaparición de la Unión Soviética y de los Estados socialis-
tas. En mi opinión éstos ya se habían muerto hacía mucho. Su
experiencia ya no tenía más fuerza, ya no proponía nada nuevo
a la humanidad. Lo cierto es que la desaparición completa de
todo eso fue vivida por el capitalismo como una victoria que le
abría el espacio del mundo entero para desplegarse. Las formas
de violencia y de complicidad intelectual con esa violencia se
desarrollaron mucho. Creo que esto se inició a finales de los ’70.
La nueva figura fundamental es que la opinión, en vez de estar
drásticamente dividida, es masivamente consensual. Este resulta-
do cambia el horizonte, la perspectiva, de un filósofo. El filósofo
es aquel que siempre lucha contra las opiniones dominantes, es
decir, las opiniones del poder. Hoy el combate es mucho más
complejo y singular que en los ‘60. En esos años los filósofos
críticos y comprometidos públicamente dominaban el escenario
intelectual. Eso se dio vuelta. Hoy son los perros guardianes de
quienes mandan. Hemos estado, con los años de Bush, en una
combinación extraordinaria de violencia y de mentiras. En el
fondo, los occidentales, la población incluida, fueron culpables
porque aceptaron todo eso. Hay que salir de todo esto. La Hu-
manidad no podrá continuar en este camino, si no irá hacia su
eliminación. Se trata de reconstruir una visión del mundo y de la
acción alejada de este horror (…) debemos preservar la potencia
subversiva del amor y apartarlo de esas amenazas (su domesti-
cación). Y ello es extensivo a otras cosas: el arte debe también
apartarse de la potencia del mercado, la ciencia igualmente. Allí
donde hay un pensamiento humano activo y desinteresado hay
un combate para liberarlo de los intereses”.
Años atrás pude entrevistar a Tomás Maldonado en La Plata
(entrevista publicada en el diario “El Día” del 20 de noviembre
de 1994) en el lobby del hotel Corregidor, frente a una plaza
San Martín que lucía estupenda. Maldonado había llegado a La
Plata desde Milán, donde vive, con el firme propósito de defen-

91
EL BLUES DE LA CALLE 51

der la modernidad pero desde “un pesimismo constructivo. (…)


Desde ya que para nuestra generación fue una sorpresa no fácil
de asumir saber que las cosas no habían ido en el sentido que ha-
bíamos imaginado. Tanto es así que hoy nos encontramos en un
proliferar de ideologías nacionalistas, de fanatismos religiosos,
de formas que niegan ese núcleo de valores fuertes que habían
sustentado el Iluminismo de la Revolución Francesa y también la
Americana. La falta de solidaridad también en el hombre de hoy,
la deserción de aquellos ideales, es una constatación realmente
descorazonante. Entonces hay que aceptar esas realidades; vivi-
mos un momento muy crítico que ha permitido renacer a esos
valores retrógrados (…). Nosotros no podemos ya prediseñar ni
predeterminar una sola línea para resolver los problemas y ali-
nearnos en el progreso. No creo más, como alguna vez pensamos,
que existan esas grandes autopistas. Creo que parte del nuevo
estilo es aceptar una nueva hipótesis más modesta: existen inters-
ticios, pequeños a veces, a través de los cuales con cierta astucia
podemos crear islas positivas en el mundo de hoy. Pensar la fun-
ción del arte, el diseño y la arquitectura, entra en esta hipótesis
mía de los intersticios. La de poder influenciar la historia a través
de procesos más modestos. Esto no significa que esté a favor de
un pensamiento débil, como se dice ahora en Europa (Gianni Vat-
timo). Estoy, diremos, con un pensamiento semifuerte, ya que uno
fuerte sería pensar que todavía hay grandes autopistas para la
solución de los problemas”. Lo mismo que Badiou, el pensamien-
to de Maldonado es de resistencia. Tanto que al despedirnos me
advirtió: “Los enemigos de la modernidad son los conservadores
y los retrógrados que piensan en volver hacia atrás”.

92
Lalo Painceira

IV. Un protagonista de la ciudad arisca

En aquellos años fuimos testigos, a través de las noticias, los


libros y el cine, del nacimiento del Tercer Mundo, con las expec-
tativas y esperanzas que despierta siempre la vida nueva, pero
también con el dolor que acompaña todo parto.
Este hecho convulsionó aún más el marco internacional que
ya se encontraba agitado por la Guerra Fría y la demonización
del comunismo, del marxismo y de toda idea que pregonara la
justicia social. Hasta ese momento estábamos ante un panorama
que parecía simplificar las opciones. Eran sólo dos caminos: la
derecha y la izquierda. Occidente y el Este. Pero a comienzos
de los años cincuenta, todo comenzó a complicarse: el Tercer
Mundo había comenzado el trabajo de parto abriendo un sen-
dero nuevo, que difería de las rutas existentes. Su mirada era de
izquierda, pero correspondía a un socialismo nacional aunque
mantuviera el enfrentamiento con el capitalismo. A ese Tercer
Mundo naciente, los argentinos estábamos ligados histórica, cul-
tural y políticamente, aunque los gobiernos que sucedieron al
peronismo lo negaran y se sintieran parte de Occidente, del Pri-
mer Mundo, el de los dominadores, queriendo ignorar nuestra
condición de sometidos.
Se abría un mundo nuevo particularmente seductor para los
jóvenes y se vivía un tiempo de compromiso aunque pasara des-
apercibido para los carentes de inquietudes política sociales o
culturales. Este fenómeno también se vivía en la Argentina pese
a que sus capas intelectuales y artísticas continuaron mostrando,
con excepciones desde ya, una acentuada admiración hacia el
Occidente, hacia ese norte integrado principalmente por Europa,
sentimiento quizás heredado de los abuelos inmigrantes, pero
también de los modelos de dependencia cultural y económica
que habían gobernado y gobernaban el país.
Otto Vargas, hoy dirigente máximo del Partido Comunista
Revolucionario (PCR), fue uno de los jóvenes agitados por los
vientos de cambio que protagonizaron aquellos años ariscos de
La Plata. Su testimonio es una puerta que nos permite ingresar a
la ciudad de los cincuenta y comienzos de los sesenta.

93
EL BLUES DE LA CALLE 51

Vargas, que había arribado a La Plata para convertirse en abo-


gado, tuvo su “primera sorpresa al comprobar el grado de agita-
ción y politización del estudiantado”. Convivió en pensiones y en
“casas de estudiantes” con militantes de izquierda, relación que
poco a poco le hizo adquirir conciencia política. Al poco tiempo
se incorporó al Partido Comunista, donde se formó para termi-
nar por ser uno de sus más importantes cuadros políticos pese a
su juventud. Alcanzó cargos relevantes locales y nacionales con
proyección internacional. Fue también en La Plata, junto a Jorge
Rocha y a otros jóvenes dirigentes, intelectuales y artistas, quien
comenzó en 1962 la discusión interna que constituyó el primer
paso del sismo más importante sufrido por el tradicional y mo-
nolítico PC Argentino. Pero eso ocurrirá más adelante.
Ahora estoy con él en pleno siglo XXI, en una noche solitaria
de Buenos Aires. Compartimos un vaso de vino en una tradicio-
nal cervecería de calle Libertad. Vargas está acompañado por
Jaime Lipovetzky, reconocido abogado laboralista que fue partí-
cipe a comienzos de los sesenta, de algunos encuentros en el “Ca-
pitol”. Entonces lo llamábamos simplemente “Lipo” y asistía al
bar como responsable del Frente Cultural que reunía a artistas
del PC y a sus aliados.
Transcurrió más de medio siglo de aquel desembarco de Var-
gas en La Plata y sin embargo siguen vivos en su memoria aque-
llos aires caldeados que lo recibieron y lo impulsaron a formarse
como militante. Recuerda con precisión hasta los lugares en los
que se reunía políticamente y también de los otros, esos sitios
buscados para distenderse, como el “Rivadavia” o ya en los se-
senta, el “Caprex”, frente a la Facultad de Humanidades, donde
se escuchaba tango en vivo. Pero antes subraya el asombro que
le causó el desarrollo que había logrado el Partido Comunista
en esos años y su peso en los ambientes universitarios, intelec-
tuales y obreros, sobre todo en Berisso y Ensenada. No le cuesta
sumergirse en esos tiempos de agitación juvenil, de inquietudes y
militancia política. Sobre todo, aquel vuelco de mediados de los
sesenta de los jóvenes comunistas que habían empezado a leer al
“Che” y a otros líderes de la Revolución Cubana, los escritos de
Mao Tse Tung y de la Revolución China.

94
Lalo Painceira

Llegó a La Plata en 1948 para estudiar Derecho y concluyó su


carrera en 1953. En ese lapso ingresó al Partido Comunista, que
entonces tenía su sede en una casona de calle 12 y 55.

“Pero me acuerdo de La Plata de fines de los años


cincuenta como una ciudad en efervescencia, sobre
todo en el ambiente estudiantil, que era muy com-
bativo, con un desarrollo muy fuerte de la izquier-
da. El Comedor Universitario, que era el centro de
reunión obligado, estaba ganado por los sectores
más progresistas. Eran miles de estudiantes los que
concurrían diariamente y allí se creó una comisión
que presidió Jorge Rocha. Las movilizaciones eran
continuas. Los motivos variaban, podía ser por el
precio de los vales pero también problemas como
la eterna falta de presupuesto. El comedor funcio-
naba en ese tiempo en el ex Hotel Provincial, en 8
entre 50 y 51, donde hoy funcionan los juzgados
federales”.

En su memoria ocupan un lugar preponderante la lucha obre-


ra y las conquistas de gremios por parte del PC, que no sólo tenía
fuerte influencia en los ambientes medios del estudiantado.

Se ganaron cinco sindicatos. Uno de ellos fue el de


la carne, tan importante en el Berisso de entonces.
Basta mencionar a un dirigente de la talla de Pe-
ter. Además se ganaron la Unión Ferroviaria y los
Petroleros, porque en Destilería trabajaba y era di-
rigente gremial ese poeta notable y compañero de
lucha que fue Imar Lamonega, ‘Premio Casa de las
Américas’ en Cuba y que hoy está desaparecido”.

95
EL BLUES DE LA CALLE 51

Los lugares de reunión no políticas de Vargas y sus amigos


y compañeros eran un café que quedaba en 50 entre 7 y 8, de
la mano de los números pares, y a la noche el “Caprex” (se lo
denominaba así porque principalmente iban los estudiantes y el
nombre aludía a “cagazo-pre-examen”) de calle 6, 47 y 48. “Allí
tocaba un compañero, Walter Elenco, en el conjunto de tango
de vanguardia de Omar Luppi”, recuerda que también fue un
asiduo visitante del legendario “Rivadavia”, en 50 entre 7 y 8,
“donde se comían unas milanesas deliciosas y enormes. Allí ha-
bía billares, mesas para jugar a los dados pero también otras con
tableros de ajedrez… Estaba justo enfrente de la pensión donde
yo paraba”.

Volviendo a la política, subraya Vargas:

Fue un momento histórico a nivel mundial, con re-


percusión fuerte en toda América. La Revolución
Cubana del ‘59 ejerció una influencia decisiva y
también las manifestaciones masivas que organi-
zamos contra la invasión norteamericana a Santo
Domingo, además de otras luchas que se dieron en
el continente. La Plata vivió todos esos sacudones.
Fueron dos décadas de movilizaciones y de reunio-
nes continuas, de discusión, de formación política y,
desde ya, de estudio.

Y también de lucha interna, sobre todo dentro de un anqui-


losado Partido Comunista. Vargas señala como punto de par-
tida del debate interno en el PC la discusión de un documento
de Vittorio Codovilla que hacía referencia al peronismo y el
giro a la izquierda. En 1962 en La Plata se generó un enfrenta-
miento de los jóvenes contra la vieja dirigencia, que luego Jorge
Rocha y Otto Vargas, entre otros, convertirían en 1967 en la
creación del Partido Comunista Revolucionario (PCR), con un
fundamento teórico que evidenciaba la lectura profunda de los

96
Lalo Painceira

clásicos marxistas, incluidos Mao y el “Che”. Ambos fueron ca-


lificados por las autoridades del PC como fraccionistas en 1967.
Y se fueron. Pero no solos. Arrastraron, al menos en La Plata, al
grueso de la poderosa Federación Juvenil Comunista y también
a artistas e intelectuales. Pero antes, en el momento que abarca
este trabajo periodístico, 1959 y los primeros años de los sesenta,
aquella rebeldía contra la gerontocracia del PC ya estaba latente.
Y esa lucha interna del PC entre una esperanza que se había
burocratizado y un mundo emergente y nuevo es un buen prólo-
go para dejar momentáneamente lo micro y sumergirnos en ese
mundo complejo y en ebullición de fines de los cincuenta, esa
cuerda tensionada a punto del corte total, cuyos remezones lle-
garon a La Plata y como jóvenes, nos conmovieron, impulsaron
y movilizaron.
Mundo complejo pero inmensamente seductor, donde era di-
fícil visualizar y dimensionar las pasiones que despertaba. A fines
de los ’50 y en los ’60 todo estaba en discusión. No había un
camino único a seguir o acatar; desde 1917 existían dos mundos
antagónicos pero en ese momento estaba naciendo el tercero.
No se sentía el peso mediático de hoy y no había globalización
aunque existía un internacionalismo que se enarbolaba desde
diferentes ideologías. Aquella realidad compleja y fragmentada
permitió que, más allá de la dependencia existente, sobrevivieran
particularidades nacionales y continentales que constituyeron el
nuevo aporte de las revoluciones del Tercer Mundo.
Ese planeta del macartismo, de la Guerra Fría, del Este so-
viético y de las revoluciones de los pueblos nuevos del Sur obró
de incubadora del arte nuevo. Cumpliendo con la máxima de
Kandisky, ése fue el mundo que parió a pintores, escultores,
narradores, poetas, actores, directores, dramaturgos, bailarines
contemporáneos, músicos y cineastas, pero que siempre dieron
respuestas particulares.
A los jóvenes nos atrajo y nos importó ese mundo que aunque
muchas veces estuviera lejos de las diagonales platenses, sentía-
mos que nos formaba y modelaba. Además, en ese mundo par-
tido en dos y luego en tres, lejano al orden platense, a su rutina
oficinesca e incluso a sus rebeldías juveniles y obreras, nació el

97
EL BLUES DE LA CALLE 51

Informalismo, el Expresionismo abstracto y las nuevas expresio-


nes figurativas paridas desde un dolor profundo y en carne viva.
Creo que esa realidad fue el contenido que avivó el fuego de
la fragua del nuevo arte, de su revolución estética; de su carozo
esencial que además escondía la semilla de la esperanza.
Desde ya, cada obra es como siempre, producto de respuestas
individuales, personales, compuestas desde esa instancia que re-
laciona a todo hombre con su propio tiempo, en un juego mutuo
de construcción. Nosotros éramos románticos radicales, deno-
minación que, como mencioné, irritaba a la Sontag estudiante de
Berkeley, pero que era utilizada en ese tiempo y yo la retomaré
a veces para suplantar la antítesis entre la apuesta racional sin
abandonar lo sensible de la geometría y el mundo a veces des-
bordado de las emociones del Expresionismo.

98
Lalo Painceira

V. (El mundo fragmentado de los años ‘50 y los ’60)

En los años cuarenta y principios de los cincuenta, los inte-


grantes del Grupo Sí éramos simples escolares. Por lo tanto, lo
que conocimos de la guerra y sus consecuencias lo aprendimos
de lecturas y de escuchar charlas entre adultos. Fue a partir del
‘55, ya adolescentes, cuando esa memoria bibliográfica y oral se
empezó a mezclar con vivencias propias y a convertirse en nues-
tra memoria la que comenzó a acuñar recuerdos propios.
¿Qué hechos nos marcaron? ¿Cuáles quedaron en la memoria
personal? ¿Qué acontecimientos pueden haber favorecido, direc-
ta o indirectamente, la creación de nuevos lenguajes artísticos y
en los creadores que los encarnaron y dieron contenido estético
a un inconformismo de hondo contenido humano?
Ya había viejas vanguardias vigentes, arte político o movi-
mientos que impulsaban la creación hacia su socialización. El
arte figurativo, la geometría lírica, el arte nuevo que encarnó
la esperanza colectiva que había despertado la Revolución rusa,
extendiénsose durante los años veinte y treinta, peregrinos impe-
nitentes del camino racional del Arte concreto. Pero las vanguar-
dias encontraron su camino: laGFeometría y el Informalismo
o Expresionismo, como postas antagónicas del último avance
dialéctico del arte. Y sumaría algunas obras conceptuales que
se están gestando desde la incorporación de la nueva tecnolo-
gía. Pero el Conceptualismo nacerá después del período que nos
tocó vivir. Por eso me referiré exclusivamente al Informalismo,
etapa última del Expresionismo, y a la Geometría, como las últi-
mas vanguardias. Además son lenguajes que aún hoy mantienen
plena vigencia y hasta han comenzado a dialogar en la obra de
muchos creadores.
Para nosotros eran entonces los rumbos enfrentados en un
relato bipolar de la historia del arte: lo clásico y mental por
un lado y lo romántico o expresionista por el otro. El “pien-
so, luego existo” contra el “siento, luego existo”. En su libro,
La mujer temblorosa (Anagrama, 2010, op.cit.), Siri Hustvedt,
apela al libro El error de Descartes, de Antonio Damasio, para
recordarnos que siempre la emoción es crucial para todo buen

99
EL BLUES DE LA CALLE 51

razonamiento. Esto es la síntesis del antagonismo anterior. Hoy


se comprenden, dialogan, pero en aquellos años de disputa, se
rechazaban. Nos rechazábamos.
La sinopsis que sigue será obligadamente esquemática y con-
tendrá arbitrariedades, omisiones y olvidos, como ocurre en
toda síntesis.
Es ya sabido que los grandes períodos históricos no responden
al almanaque. Según Eric Hobsbawm el siglo XX no comenzó
en 1900 ni finalizó con la llegada del 2000. Se inició en la Gran
Guerra (1914) y finalizó en 1991, con el derrumbe soviético. “Es
un siglo corto”, concluye en su necesaria y comprometida His-
toria del Siglo XX (Grijalbo Mondadori, 1998). A diferencia de
Hobsbawn, para la historiadora María Dolores Béjar, que acaba
de publicar su propia historia del siglo XX, el siglo de las gran-
des guerras comienza a fines del siglo XIX y se extiende “casi
hasta nuestros días”. Concepto que explica en la introducción de
su valioso aporte (Historia del siglo XX. Europa, América, Asia,
África y Oceanía, Editorial Siglo XXI, 2011). Es decir, se trataría
de un siglo largo pero que mantiene su falta de respeto por los
almanaques. Pero Béjar, en diálogo con el periodista Cristian Vi-
tale agrega lúcidamente, una barrera contra los esquematismos
y simplificaciones:

Cuando se trabajan los procesos históricos, lo que


busco es que los alumnos se hagan preguntas clave
sobre cómo pensar lo social. Tales como que la
realidad social no se puede recortar, que es com-
pleja, que está compuesta por distintas caras: lo
político, lo social, lo económico, lo cultural, las
vidas privadas, en fin… y la clave que te enseña la
historia es que todas se articulan entre sí” (Página/
12, 5 de junio de 2011).

100
Lalo Painceira

Por lo tanto, no es aventurado asegurar que la década de los


sesenta nació un año antes, exactamente en enero de 1959, cuan-
do un puñado de jóvenes barbudos encabezados por Fidel Cas-
tro, el “Che” Guevara, Camilo Cienfuegos y Raúl Castro entra-
ron triunfantes en La Habana. La Revolución Cubana demostró
a los jóvenes de todo el mundo, pero especialmente a nosotros,
los latinoamericanos, que lo que parecía una esperanza remota
era una posibilidad real y cercana.
El sueño ya no anidó en horizontes inalcanzables y la Revo-
lución Cubana tiñó de manera decisiva los sesenta y setenta. Su
influencia llega hasta hoy, cuando vuelve a sentirse a Latinoa-
mérica como la Patria Grande. Porque el sueño sigue vivo pese
a las batallas perdidas y aún está presente, casi milagrosamente,
en esa isla diminuta, valiente, invencible pese a su soledad y al
asedio de los poderosos del planeta, y que persiste tercamente
como los santos, en su verdad.
Si la síntesis abarcara a todo el siglo XX, la concreción de la
esperanza colectiva habría que rastrearla mucho antes, pero para
no remontarnos hasta la Revolución bolchevique de 1917 o a
nuestro 17 de octubre de 1945, tiro el ancla en la década previa
a los ‘60. En los olvidados ‘50.
En esa década se hicieron visibles las contradicciones existen-
tes en el planeta y golpearon fuerte en las naciones que mante-
nían colonias, porque esto las mostró débiles y vulnerables des-
pués de la guerra. Esa flamante realidad ofrecía posibilidades
nuevas. Los estados que habían sido escenarios bélicos o habían
participado de la contienda se aferraron vitalmente a la nece-
sidad de resurgir, de reconstruirse, mientras los pueblos de las
viejas colonias, los sometidos, los condenados de la tierra, para
utilizar terminología “fanoniana”, comenzaron a aprovechar la
coyuntura para rebelarse y liberarse de las ataduras. Porque “los
grandes imperios coloniales que se habían formado antes y du-
rante la era del imperio se derrumbaban y quedaban reducidos a
cenizas” (Hobsbawm, op.cit.).
Este fue el clima, lo evidente que ocultaba lo latente, repitien-
do la máxima de Mao; el magma que encendió todos los ámbitos
de la vida humana, incluido el arte.

101
EL BLUES DE LA CALLE 51

Ignorando de nuevo los almanaques, puede afirmarse que la


década del cincuenta fue incluso más larga que la del sesenta
porque comenzó en 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mun-
dial. Y su nacimiento se produjo sobre un escenario trágico que
mostraba un Occidente desnudo, que ya no pudo ocultar su
enorme capacidad de crueldad y destrucción. Todo quedó allí, a
la vista. Con toda crudeza. Y los orgullosos occidentales tuvie-
ron que mirarse en el espejo de sus propios horrores, reflejados
en Auschwitz, Lodz y cada campo de concentración, en cada uno
de esos esqueléticos rostros suplicantes fotografiados y filmados,
acostados en grandes camastros de madera, aferrados al último
aliento de su condición humana. Después de contemplar seme-
jante horror, se pudo pensar que el infierno había concluido.
¿Fue realmente así? ¿Los países poderosos habían aprendido la
lección? Desde ya que no. A los pocos días, la mañana del lunes
6 de agosto de 1945, Estados Unidos arrojó la primera bom-
ba atómica en una ciudad japonesa que recién se desperezaba.
Y aquellas víctimas del Holocausto del pueblo judío pasaron a
compartir el mismo espanto con las de Hiroshima y tres días
después, con las de Nagasaki: miles de niños, mujeres y hom-
bres calcinados por el hongo atómico. Fue entonces cuando el
amnésico Occidente, siempre propenso a enarbolar la bandera
de su supuesto cristianismo, quedó absolutamente desnudo ante
su propia barbarie.
Y el mundo fue otro. Sus fisuras quedaron expuestas. Estaba
quebrado, fragmentado, pero sin embargo no se cayó, al decir de
Cornelius Castoriadis. Permaneció en un tenso equilibrio, soste-
nido quizás por el amor de nuevos santos, aunque la mayoría de
ellos fueran ateos. Porque ellos plantaron una bandera de espe-
ranza y de cambio; ellos tendieron hacia adelante el relato de la
historia teniendo por objetivo al hombre.
Hobsbawm resalta:

Una de las ironías que nos depara este extraño


siglo (se refiere al XX) es que el resultado más
perdurable de la Revolución de Octubre, cuyo ob-

102
Lalo Painceira

jetivo era acabar con el capitalismo a escala pla-


netaria, fuera el de haber salvado a su enemigo
acérrimo, tanto en la guerra como en la paz, al
proporcionarle el incentivo -el temor- para refor-
marse desde dentro al terminar la Segunda Guerra
Mundial, al dar difusión al concepto de planifica-
ción económica, suministrando al mismo tiempo
algunos de los procedimientos necesarios para su
reforma. Ahora bien, una vez que el capitalismo
liberal había conseguido sobrevivir -a duras pe-
nas- al triple reto de la Depresión, el fascismo y
la guerra, parecía tener que hacer frente todavía
al avance global de la revolución, cuyas fuerzas
podían agruparse en torno a la URSS, que había
emergido de la Segunda Guerra Mundial como
una superpotencia” (Hobsbawm, op.cit.)

En un mundo irreconciliable, los dirigentes occidentales se


abocaron a la tarea de rescatar a sus países manteniendo el sis-
tema capitalista y esforzándose por mostrarse fuertes para con-
tinuar su dominación sobre el Tercer Mundo. Paralelamente cre-
cía el bloque comunista, anexando el Este europeo y naciones de
Asia, a caballo del imponente desarrollo de la URSS y luego de
China. Esta bipolaridad tuvo sus consecuencias en las políticas
del mundo entero.
La primera reacción de Estados Unidos, como cabeza visible
de Occidente, fue imponer la Guerra Fría como relación entre
ambos bloques, con graves secuelas. Guerra Fría que también
padeció el pueblo latinoamericano con la imposición de gobier-
nos obedientes que representaron la ideología y los intereses
de los grandes países occidentales, aprovechando democracias
endebles y económicamente dependientes. La Guerra Fría tuvo
también consecuencias internas en los Estados Unidos, en donde
se desató la persecución ideológica con la aplicación metódica
del terror sobre el que pensara diferente. Había nacido el ma-
cartismo.

103
EL BLUES DE LA CALLE 51

Guerra Fría, persecuciones internas, economías que todavía


trastabillaban y buscaban resurgir desde la nada, convivían en
Occidente, sobre todo en Europa, con movimientos obreros y
juveniles fuertemente concientizados que sabían que otra socie-
dad era posible, no sólo porque ya había un camino abierto ha-
cia el socialismo, sino también por ese nuevo amanecer que em-
pezaba a vislumbrarse desde los pueblos del Sur. Era el Tercer
Mundo, con expresiones revolucionarias distintas, heterodoxas
en lo ideológico y con características nacionales y propias.
Este fue el contexto que transformó a los ’50 en un período
particularmente significativo y crítico. En los Estados Unidos y
Europa los intelectuales comenzaron a reflejar las inquietudes
y sueños de la clase obrera y en Europa, de los desocupados y
sin techo. Hablo de los intelectuales y artistas y hasta de los
mismos estudiantes que poco a poco asumieron definiciones
ideológicas más nítidas.
Desde ese amanecer se gestó el cambio que se visibilizaría
con claridad en la década siguiente, en los famosos ‘60, y abar-
caría todos los ámbitos de la vida.
Curiosamente en el Este se padeció, en el mismo período,
una situación inversa. La URSS era gobernada por una geron-
tocracia, llamada críticamente, heredera del poder a la muerte
de Stalin, que mantuvo la mano férrea para frenar la dialéctica
del cambio con la imposición de estructuras rígidas que nega-
ron la posibilidad del desarrollo revolucionario. Esa negación al
cambio también cayó sobre el arte y la cultura y, sobre todo en
la URSS, continuó con la persecución despiadada sobre quienes
transgredían sus rígidos preceptos.
Mientras tanto, los artistas occidentales comenzaron a tu-
tearse con la angustia, la soledad existencial, pero también con
la libertad y el compromiso sartreanos. Los filósofos ya habían
redescubierto la Fenomenología y habían sumado la monumen-
tal obra de Heidegger para parir el existencialismo, filosofía que
dominó el pensamiento europeo en los cincuenta y parte de los
sesenta.
El existencialismo, filosofía de la libertad, asumió que la exis-
tencia siempre precede a la esencia y desde este concepto básico,

104
Lalo Painceira

le dio un corte totalmente humano a la esperanza. Inevitable-


mente se encontró con el marxismo.
Siguiendo los pasos del profeta de esos años, Jean-Paul Sar-
tre, muchos adhirieron al poco tiempo a las ideas de Marx pero
nunca respondiendo a la rígida burocracia soviética. De esta ma-
nera se abrió la posibilidad de una nueva lectura de los teóri-
cos marxistas y comenzaron a difundirse sin tutelas, los escritos
de Antonio Gramsci, Lukacs, Garaudy, entre muchos otros, y
se abrieron accesos no ortodoxos a los clásicos del socialismo.
También nació el interés por la obra de Trotsky y de Mao. Con
estos aportes fundamentales, la nueva generación de intelectua-
les y artistas occidentales se permitió tener una mirada propia
con la que acompañó los procesos revolucionarios y de libera-
ción nacional que se extendían contemporáneamente en las vie-
jas colonias. También pudo asumir su propio compromiso en la
praxis revolucionaria. Porque, en palabras del propio Sartre, “el
hombre es responsable de lo que es (…). No queremos decir (con
esto) que el hombre es responsable de su estricta individualidad,
sino que es responsable de todos los hombres” (El existencialis-
mo es un humanismo. Ediciones del 80).
Sartre, marxista y existencialista, y Camus, de pensamiento
libertario, se disputaban en esos años la pole position del pensa-
miento occidental. Precisamente esta polémica dividió aguas en-
tre los sectores más intelectualizados de todo el mundo, incluso
en nuestro país. El debate entre ambos fue marcado como mojón
fundamental en aquellos años. Lo recuerda muy bien nuestro
Abelardo Castillo en una extensa nota realizada por Ariel Dillon
para la revista Ñ (2 de enero de 2010). Castillo recuerda allí que
la polémica tuvo lugar en 1951 en “Les Temps Modernes”, que
entonces dirigía Sartre, a raíz de una crítica a El hombre rebelde,
de Camus, escrita por Francis Jeanson, que por el ‘53 o el ‘54 se
publicó en la Argentina en la revista “Capricornio”, que dirigía
Bernardo Kordon. Castillo extiende su memoria: “Yo tenía 18
o 19 años y con un amigo de San Pedro leíamos la polémica
Sartre/Camus a la sombra de un árbol. Lo que da la medida de
la irradiación que tenían esos nombres en esa época”. Años más
tarde la leeríamos con la misma devoción algunos integrantes

105
EL BLUES DE LA CALLE 51

del Grupo Sí, tomando partido, como correspondía. Gancedo,


fiel a su pensamiento libertario, por Camus; yo me inclinaba por
Sartre y fiel a su pensamiento, al poco tiempo comenzaría con
mis lecturas marxistas de manera más sistemática.
Albert Camus murió en un accidente automovilístico justo en
1960, en ese año bisagra en la historia del mundo, y su muerte
sumó otro hecho importante al inicio de la nueva década. Sartre
lo despidió de pie, escribiendo un célebre “obituario” donde ex-
presó su profundo respeto hacia quien era “el heredero actual de
esa larga fila de moralistas cuyas obras constituyen quizás lo más
original en las letras francesas”. Sartre definió entonces, como lo
recuerda Castillo, por su

“humanismo terco, estrecho y puro, austero y sen-


sual (…). Pero, inversamente, por la terquedad de
sus repulsas, reafirmaba, en el corazón de nuestra
época, contra los maquiavélicos, contra el becerro
de oro del realismo, la existencia del hecho moral.
Es, por así decir, esta inquebrantable afirmación.
Por poco que se lo leyese o reflexionase, uno se
topaba con los valores humanos que él sostenía
en su puño apretado, poniendo en tela de juicio
el acto político. Incluso su silencio, estos últimos
años, tenía un aspecto positivo: este cartesiano del
absurdo se negaba a abandonar el terreno seguro
de la moralidad y a entrar en los inciertos caminos
de la práctica” (Revista Ñ, op.cit.).

Como telón de fondo, los dirigentes de los países del Primer


Mundo no modificaron sus políticas de confrontación pese al
Holocausto y al impune genocidio atómico. Los gobernantes si-
guieron fieles a su amnesia y, pasados pocos años del fin de la
guerra y sus horrores, volvieron a activar los volcanes dormidos
y estalló una nueva guerra. Esta vez en Corea que enfrentó, por
primera vez, a los dos polos de un mundo partido. Si bien no

106
Lalo Painceira

hubo un ganador en la contienda, resaltó el poderío alcanzado


por las naciones socialistas que confrontaron de igual a igual con
los Estados Unidos que pagó un costo enorme aunque los hechos
bélicos ocurrieran lejos de su propio territorio.
También la Guerra de Corea tuvo sus consecuencias en el
interior de los Estados Unidos. Comenzó a aflorar una postura
crítica y antibelicista, sobre todo entre los jóvenes intelectuales y
artistas, pero también en los sectores más progresistas de la clase
trabajadora y de los afroamericanos. Eso intensificó la persecu-
ción ideológica, situación retratada sin piedad por sus artistas.
Un ejemplo fue el teatro de Arthur Miller, con “Las brujas de Sa-
lem”, desnudando al macartismo con toda crudeza. Él mismo fue
víctima de esa persecución junto a artistas como Joseph Lossey
(que se refugió en Inglaterra), Bertold Brecht (en ese momento
residente en los EE.UU. y que retornó a Berlín) y Dalton Trumbo
(que se radicó en México y firmaba con seudónimo sus guiones
cinematográficos protegido por amigos de Hollywood), entre
muchos otros. Pero además del descontento interno, la guerra de
Corea mostró que EE.UU. era vulnerable o que, al menos, había
otra potencia que lo enfrentaba de igual a igual. Norteamérica
no pudo derrotar a su enemigo y tuvo que aceptar en 1953 el
armisticio de Panmunjon, que dejó el mapa exactamente como
antes, con la amenaza de expansión de Corea del Norte.
A diferencia de la paranoia interna norteamericana, Francia,
Italia y Gran Bretaña mantuvieron las libertades dentro de sus
propias fronteras, beneficio que no extendieron a sus colonias,
donde aplicaron el terror y apelaron a la cárcel, la tortura siste-
mática y al asesinato de quienes luchaban por la liberación de
sus pueblos, lo que sumó nuevos horrores para la historia de
la crueldad en el Occidente cristiano. Como si las dos Guerras
mundiales, el Holocausto, Hiroshima y Nagasaki no hubieran
existido y se tratara de un viejo mal sueño, de una pesadilla que
había que olvidar y dejar atrás.
En un tiempo sin computadoras hogareñas -por lo tanto, sin
Internet- y con una televisión no tan difundida como hoy, noso-
tros contábamos sólo con los medios gráficos y radiales como
fuentes informativas. Las noticias respondían a intereses, como

107
EL BLUES DE LA CALLE 51

sucede hoy, y provenían de agencias occidentales. Si queríamos


ampliar el panorama teníamos que recurrir a la prensa parti-
daria del comunismo o de alguna corriente trotskista porque
los órganos del socialismo argentino (“La Vanguardia”) y del
anarquismo (“La Protesta”) mantenían una mirada netamente
anticomunista y a favor de las intereses del poder hegemónico
de Occidente. Emulando a Goebbels, el cine fue utilizado por los
Estados Unidos como vehículo de propaganda bélica y hasta de
macartismo.
Ese es el mundo que llegaba a nuestras mesas de café aunque
la era la agitada realidad nacional la que acaparaba priorita-
riamente la conversación. En nosotros, jóvenes con inquietudes,
provenientes de las capas medias, el interés por los temas polí-
ticos comenzó a acentuarse a partir de 1958 de la mano de la
participación en las movilizaciones en defensa de la enseñanza
laica y gratuita. No obstante, nosotros, los que integraríamos
el Grupo Sí, manteníamos como eje fundamental de nuestros
diálogos, el arte. Pintura, cine, a veces teatro y sobre todo, la
rebelión que estaban protagonizando los jóvenes artistas en ese
mundo quebrado pero más lejano de lo que en nuestra inocencia
suponíamos.

En este juego, que paradójicamente es al mismo tiempo de


introspección y expresión, con centro en la memoria, te asomás
Nelson de repente, como si tocaras el timbre de mi casa de 49 y
preguntaras a Carola, mi madre: “¿Está Lalito?”. Y cómo deci-
diste irte de este mundo, te hablo hoy y supongo que escucharás
en ese espacio- tiempo que habita el misterio último y que está
en nosotros aunque lo instalemos en el infinito.
¿Cómo contarte para la gente que no te conoció, si vos ha-
cías un arte de la narración de tu vida, que transformabas en
mágica, y lo usabas para seducir a quien te escuchara? Y aparece
Fellini, porque recuerdo haber leído entre las anécdotas del autor
de “Amarcord” que después de escuchar las respuestas que daba
Marcello Mastroiani a un periodista sobre su familia y su padre
que era empleado, lo cortó de plano, lo llamó aparte y le aconsejó

108
Lalo Painceira

que en los reportajes no contara que su papá había sido ofici-


nista. “Es aburrido. ¿A quién le importa? Tenés que inventarle
una vida más interesante. Decí, por ejemplo, que tu papá era
pirata”. Porque al fin y al cabo, ¿qué es la verdad sino lo que se
cuenta a través de la propia subjetividad? Y si esa subjetividad
puede ponerle alas al relato, ¿por qué impedirlo? Hacerlo lírico,
poético, sumar trapecios, vida de circos con colores luminosos y
ese sol que a veces se filtró en las parras pintadas por vos para
iluminar el cuerpo de Nadègge o de los gatos que la rodeaban.
Como hacía Javier Villafañe, ¿te acordás? ¿Qué era verdad y
qué imaginación en sus relatos? ¿Qué importaba determinarlo?
¿Acaso tenemos que ser escribanos y dar fe de la exactitud de lo
ocurrido? ¿No basta con la felicidad de crear algo distinto? ¿No
encierra eso en sí belleza, una nueva verdad, algo así como una
revelación?
Nos conocimos en el Salón Estímulo de la Provincia en oc-
tubre de 1960. Pero vos ya eras figura conocida con tu andar
pausado, el pañuelo bohemio azul cobalto anudado al cuello,
tu cabello largo y rubio, tu aspecto nórdico pese a ser descen-
diente de españoles. Y como todo mago, sabías hechizar cuando
hablabas, casi musitando, entrecerrando los ojos, con ademanes
amplios. Te lo cuento hoy, en 2011, cuando ya hace once años
que nos siempre en Nàdegge. Y también a tus hijos hijos, con tu
paleta inconfundible y estoy seguro de que cada arco iris que se
forma en el cielo es obra tuya aunque otro se lleva el rédito.
Es mucho lo que recuerdo de vos. Sobre todo la riqueza plás-
tica de tu creatividad pictórica, pero también la verbal, la poética
y tu humor. Porque nos hacías reír desde tu ingenio. Con tus
ocurrencias, como aquella vez en que comías junto a otros plás-
ticos en Buenos Aires en una larga mesa, lejos de donde estaba
sentado Romero Brest y querías hablar con él, no con los que
tenías al lado. Entonces te metiste bajo la mesa porque te cubría
el mantel y entre las piernas de los comensales llegaste gateando
a la otra cabecera, abriste el mantel y asomaste la cabeza ante un
Romero Brest que te miraba atónito, que no se daba cuenta de lo
que había ocurrido. Y le dijiste: “Corréte, Romero, que te quiero
hablar”. Anécdota que desconozco si fue cierta, pero ¡qué me

109
EL BLUES DE LA CALLE 51

importa si así me la contó Hugo Soubielle, que te imitaba! ¿Te


acordás qué bien nos imitaba Hugo a todos?
Fuiste (en realidad sos), un gran pintor, pero sobre todo ar-
tista y con lenguaje propio. Personal. Inconfundible. Tan tuyo
como ese mundo que volcabas en las telas. Desde aquel colori-
do empaste del Expresionismo abstracto en tiempos del Grupo
Sí a los gatos y la parra. En 1965 ganaste el premio “Georges
Braque” y te fuiste a París. Un sueño cumplido. Allí, a los pocos
meses, conociste a Nàdege, una muy joven bailarina de danza
contemporánea, rubia y luminosa como uno de tus soles. Te ca-
saste y tuviste dos hijos a los que adorabas y me describías en tus
cartas, porque era tiempo de cartas y no de mails. Te mudaste a
la Picardía francesa, a un pueblo donde fundaste tu“Taller de lo
Imaginario” que visitó en más de una oportunidad Jack Lang,
ministro de Cultura del socialista Mitterrand, porque el gobierno
francés subvencionó tu taller por la obra social y solidaria que
desplegaste. Allí dabas clase a los chicos y trabajabas infatigable-
mente. Hiciste murales callejeros y hasta pintaste los ómnibus.
Al mismo tiempo, ganabas un nombre y tu pintura alcanzó re-
percusión en el competitivo París. Recuerdo la muy ponderativa
carta que te envió nada menos que Jean Dubuffet, uno de los
padres del Arte nuevo, después de conocer tu obra en una galería
parisina. No obstante, a causa del futuro que intuías, no quisiste
exponer más. No te interesó la competición absurda de las mo-
das estéticas que se suceden buscando únicamente lo novedoso y
lo vendible. Esa sumisión del arte a las leyes del mercado.
Pese a la lejanía, seguimos dialogando. Me escribiste en 1997
y me recordaste pasos previos a conocernos aquí en La Plata.
Naciste en Tres Arroyos en 1935. Como parte de la rehabilita-
ción por la poliomelitis adquiriste habilidades deportivas y acro-
báticas y te destacaste en natación y en gimnasia con aparatos.
Pero todo quedó atrás cuando te topaste con la vida y la obra de
Van Gogh. Tenías 19 años y empezaste a pintar. Sólo reconociste
a Cartier como maestro porque, como decías, “me abrió el mun-
do mágico de la pintura. Yo soy la antiteoría. En mí influyeron el
gato y la parra, ésos fueron mis otros maestros. A mí siempre me
reventaron el diseño y la geometría. Y el Grupo Sí fue un milagro

110
Lalo Painceira

donde nos juntamos todos los que en aquella época tuvimos ga-
nas y necesidad de hacer. Yo tenía 25 años y fue una experiencia
increíble”.
Instalado en tu bellísima casona campesina del 26 de la rue
de Grandvilliers en Crévecoeur-le-Grand, en la Picardía (¿dónde
podías vivir sino en una región con ese nombre?), me contaste
tu presente:“Hace años que pinto gatos. No creo en rupturas
dentro de la plástica. Los grandes pintores tienen una coherencia
en sus obras. La pintura es una revelación. Y las revelaciones las
tienen muy pocos. Barrabás estuvo al lado de Cristo y no lo vio
resucitar. Hay mucha gente ciega para la pintura y ve el mundo
gris, sin colores. Pero yo creo que el hombre es un ser cósmico
que tiene que abrirse en algún momento. Todavía estamos en el
Paleolítico. Lo fundamental reside en ver y experimentar totali-
dades, no sus partes”.
A los dos años de haberme escrito esa carta, una tarde de sol
te fuiste a pescar. Y te quedaste allí, en la orilla, como si te hu-
bieras dormido. Pero eso sucederá después de lo que tengo que
contar en esta crónica, mucho más tarde. Ahora tengo que re-
gresar a los ’50, con todas las movidas artísticas que se pusieron
en marcha y nos nutrieron. A vos te dejo allí, en la infinitud del
tiempo, habitando ese espacio abismal que tanto te inquietaba.

El nuevo grito

Ese mundo de los ’50, quebrado, polarizado e irreconcilia-


ble, con una Europa que todavía no se había repuesto completa-
mente de la devastación provocada por la guerra, gestó la van-
guardia expresionista que fue el Informalismo. Siguieron otros
movimientos, es cierto, pero en general fueron claudicando ante
las leyes del mercado y dejaron que sus obras se convirtieran
en mercancía. Además, carecieron de una ideología que los sus-
tentara y no proyectaron la historia hacia un nuevo amanecer.
Por el contrario, fueron los profetas del Posmodernismo, los que
pretendieron vaciar de contenido ideológico el relato histórico,
los Fukuyama del arte y los creadores del “pensamiento débil”,

111
EL BLUES DE LA CALLE 51

como atacó Tomás Maldonado en su visita a La Plata cuando


finalizaba el siglo XX. Me refiero al Arte Occidental y el de paí-
ses dependientes como el nuestro, porque los del Este siguieron
padeciendo otra realidad, sometidos al rígido molde del “rea-
lismo socialista stalinista”. Las voces disidentes, que las hubo y
muy importantes, fueron perseguidas y se buscó enmudecerlas.
Aunque nunca pudieron hacerlo totalmente.
Nosotros éramos y nos considerábamos hijos de ese Occiden-
te, cuyo magma estaba a la vista y corría incontenible como lava
encendiendo el arte de nuestro tiempo. Hijos de ese Occidente
crítico de su propia historia y coyuntura. Ese que, renovando la
afirmación de Kandinsky que abrió el libro, hizo decir a Sartre
que la literatura siempre “agita las ideas de su época”. Pro-
puesta que algunos entendimos extensible a toda manifestación
artística.
¿Cómo nos instalábamos en ese mundo y nos dejábamos en-
cender? A través de lecturas, de visitas a muestras y espectáculos,
a charlas, a esos diálogos interminables que se retomaban al día
siguiente en el “Capitol”, el “Adriático”, el “Tirol Chopp” o el
bar elegido. Parte del relato es la información sobre el fruto de
esas lecturas desordenadas, devoradas como hambrientos que
nunca respondieron a un estricto y académico programa de estu-
dios ni a tutorazgos rígidos.
Por otra parte, la conexión entre el momento histórico y el
mundo de las ideas y del arte no es algo mecánico y previsible.
Es parte del misterio que sigue rodeando a la creación artística
y a todo lo que comprende, esa síntesis de belleza, imaginación,
vuelo poético y compromiso que es siempre personal, individual,
aunque apele al lenguaje de su tiempo. Porque, como dice la
ya citada Siri Huvstvedt en su libro La mujer temblorosa, “Lo
cierto es que nuestra personalidad tiñe inevitablemente cualquier
manifestación de nuestra vida intelectual (…). En el arte esto
se considera una ventaja, pero en la ciencia se considera una
contaminación (…) a menudo es difícil separar nuestra perso-
nalidad y nuestros estados de ánimo de las creencias, las ideas y
las teorías” (Op. Cit.). En fin, todo hace a ese milagro que es la
existencia y desde ya, como producto, la obra de arte. Esa es la

112
Lalo Painceira

respuesta personal, propia, nacida del tejido que une la ideología


con la sensibilidad, la belleza y la creatividad, con el compro-
miso del creador con su tiempo, trascendiéndolo. Y más aún, a
veces anticipándose proféticamente a la historia. Los ejemplos en
este sentido, sobran.
Roger Garaudy, teórico del Partido Comunista francés de que
inició la apertura marxista al arte nuevo y al cristianismo, lo
explica con claridad:

La obra de arte no es pues, exclusivamente, un


modelo de las relaciones entre el hombre de una
época y el mundo en el cual vive; es también un
proyecto o una proyección anticipadora de un
mundo que no existe todavía, de un mundo en vías
de nacer. El artista verdadero tiene entonces esa
función profética: es por excelencia quien ayuda a
sus contemporáneos a inventar el futuro” (citado
por Andrea Giunta en su imprescindible Vanguar-
dia, internacionalismo y política- Arte argentino
en los años sesenta. Siglo XXI editores, 2008).

Fueron profetas los pintores expresionistas a principios


del siglo XX cuando desnudaron anticipadamente la tragedia
que asolaría años más tarde al mundo con la guerra de 1914,
mientras el resto de la Humanidad vivía sumergido en la gran
fiesta de la esperanza positivista decimonónica, ignorando la
metástasis que la consumía en ese mismo momento. Lo había
advertido con anterioridad “El Grito”, el descarnado aullido de
Munch pintado en 1893. Un grito que nadie escuchó.
Los caminos de la vanguardia en el arte nunca son
únicos. Suelen abrirse en búsquedas personales o grupales
pero mantienen el vínculo original con su tiempo histórico,
siempre hablando de arte y no de simulacros que respondan a
modas o a expresiones frívolas o directamente a las leyes del
mercado. El verdadero artista lo hace de manera comprometida,

113
EL BLUES DE LA CALLE 51

hundiéndose en el momento del cual emerge para expresarlo en


todo su dramatismo y dolor. Así lo hicieron en los cincuenta el
Informalismo y el Expresionismo abstracto o como se lo quiera
denominar. Otras veces el artista se rebeló desde su racionalidad
y sensibilidad buscando renovar el orden de la visión clásica de
la belleza para integrarlo a la geometría o a la vida cotidiana del
hombre a través del diseño y la arquitectura. Pero los caminos
del arte no se agotan en las búsquedas de la vanguardia. Existen
senderos anteriores que mantienen siempre su vigencia. Porque
otro de los misterios de la obra de arte es su permanencia, su
ser en el tiempo. Por eso aún conmueven las pinturas rupestres,
los huacos y los tejidos precolombinos, la belleza pura del arte
griego, ese gigante de Miguel Ángel con su Sixtina y las diferentes
versiones de “La Piedad”. También Leonardo. Y sería interminable
la lista. Otros permanecen invitando a la aventura de recorrer
las expresiones del mundo de los sueños, juego disputado en
el terreno de lo surreal. También deben mencionarse los que
buscaron su lugar en la inmediatez de la trinchera para compartir
el combate de los pueblos que buscaban construir un mundo
mejor o la liberación de viejas ataduras imperiales. Lo cierto es
que para informalistas, expresionistas, concretos, artistas de lo
social, figurativos, surrealistas, metafísicos y abstractos líricos,
el momento histórico, la coyuntura, constituyó un sino obligado
que cada uno transitó y expresó a su manera.
Pero ¿el artista está obligado a expresarlo? ¿cómo hacerlo?
La respuesta fue una de las grandes batallas estéticas de los ‘50
y los ‘60 y de gran parte del siglo XX.
Susan Sontag fue categórica en 1961: “Reducir la obra de arte a
su contenido para luego interpretarla es domesticarla”, y agregaba
más adelante en su polémico libro Contra la interpretación
(Alfaguara, 1996): “La obra de arte, considerada como obra de
arte, es una experiencia, no una afirmación ni la respuesta a una
pregunta”. De una manera o de la otra debe tenerse en cuenta
que “la belleza es parte de la historia de la idealización, que a la
vez es parte de la historia de la consolación”. Esta visión del arte
levanta rejas y arremete contra esquematismos que impiden el
vuelo.

114
Lalo Painceira

En otro andarivel marchaba la también muy inteligente


y brillante Marta Traba. Para esta intelectual argentina de
intervención clave en los ‘60 y ‘70,

cuatro siglos de dominaciones culturales sucesivas


explican - aunque no justifican- la docilidad con
que al comenzar el siglo XX este arte [el latinoa-
mericano] copia prolijamente los borradores que
le suministra Europa y, al definirse la hegemonía
de Nueva York en la estética actual (década del
sesenta), marca el paso a la estética del deterioro
sin presentar resistencia

El título del libro que contiene esta aseveración es todo un


manifiesto: Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoa-
mericanas -de 1950 a 1970, (Siglo XXI editores, 2005). Su pri-
mera edición data de 1973, una década después de haber dejado
de existir el Grupo Sí.
Estas dos posiciones referidas siempre a expresiones de van-
guardia, la que sostiene con firmeza que el arte no tiene la función
de explicar ni contar nada sino que debe vivirse y hasta gozarse
como una experiencia en sí, y la otra, que rescata la necesidad de
una identidad cultural anclada en la propia historia y que guarda
un contenido político, serán ejes del debate en los ’60 los ‘70.
Aunque debe aclararse que muchas veces convergerán y coincidi-
rán, sobre todo ante excepciones vanguardistas latinoamericanas
-que resalta y pondera el libro de Traba-, y también en el Primer
Mundo. Incluyendo contenidos políticos.
Uno de los casos más emblemáticos de la alianza entre mili-
tancia y vanguardia estética en esos años fue el del “Living Thea-
tre”, grupo y comunidad de Nueva York que condujeron Julian
Beck y Judith Malina. Su obra “The Connection”, de 1959, mar-
có un antes y un después en la escena norteamericana y de todo
Occidente, pero la actitud militante de este grupo, que adhería
a ideas libertarias, al pacifismo y a un mundo sin exclusiones de

115
EL BLUES DE LA CALLE 51

género, raza y elección sexual, unificó vanguardia y momento


histórico, lucha social y combate estético. Fueron figuras míti-
cas a las que adherimos a la distancia desde alguna mesa del
“Capitol” cuando alguien -no recuerdo quién- nos hizo llegar
sus propuestas y experiencias a principios de los ‘60.
Personajes clave de su tiempo, Beck y Malina realizaron es-
pectáculos de gran contenido político, como “The brig”, donde
mostraron una prisión militar norteamericana con todas sus
humillaciones y torturas, similares a las que hoy imponen a sus
prisioneros los “marines” en las cárceles de Guantánamo. En la
obra estrenada en 1960, el público ingresaba no a una sala tea-
tral sino a una cárcel, y quedaba separado sólo por una reja real
de los actores, que interpretaban acciones de una crudeza bes-
tial. Las rejas eran endebles fronteras entre el mundo cotidiano,
ese “afuera descomprometido”, al decir de Malina, y la cárcel,
ese adentro doloroso y castigado. Con esa precaria división casi
indefinida que visualmente se borraba, el espectador se sentía
involucrado en experiencias límite. En “The Connection”, el
público compartía con los actores personificando a un grupo de
drogadictos que esperaban al “dealer” que les traería morfina o
heroína, un cuarto sórdido, mientras escuchaban jazz ejecuta-
do en vivo. El verismo de las actuaciones conmocionaba a un
espectador habituado a la convención teatral del escenario a la
italiana, que lo defendía de la posibilidad de involucrarse en el
drama que contemplaba. Con el “Living theatre” era imposible
permanecer neutral.
En un país que vivía una paranoia aguda, como los Estados
Unidos, Beck y Malina pagaron con la cárcel su lucha estético-
política y cuando el grupo fue especialmente invitado al festival
“Théâtre des Nations”, de París, no recibieron ni un céntimo
del Estado norteamericano, que en cambio envió como repre-
sentante oficial a ese festival a un espectáculo convencional.
Entonces, un puñado de pintores, poetas y narradores de
la “beat generation”, que es decir la vanguardia del arte es-
tadounidense de esos años, les financiaron el viaje mediante
una subasta -sin precedentes por su sentido solidario y políti-
co radical- de pinturas y manuscritos originales. Aportaron de

116
Lalo Painceira

manera directa para que se remataran sus obras pintores de la


talla de De Kooning, Kline, Johns, Rauschemberg, entre otros,
y se remataron los manuscritos originales del poema “Cádiz”
de Allen Guinsberg. Desde ya, el “Living Theatre” viajó a París,
compitió en el certamen y arrasó con todos los premios. Ade-
más, fue un éxito de público impensado, casi como si se tratara
de un recital actual de una estrella de rock. La obra fue vista,
sólo en París, por más de 20.000 personas, y el grupo fue invi-
tado para realizar una gira por Italia y Alemania, con idéntico
resultado.
Esta conjunción militante de los mejores pintores, narrado-
res, poetas y un grupo teatral bregando por la misma causa, fue
un primer paso a otros movimientos colectivos y sirve como
ejemplo del fuego que dominaba a toda aquella generación.
La urgencia de esa vanguardia se hizo patente con crudeza
en el nombre del último espectáculo del “Living Theatre”, “¡El
paraíso ya!” Judith Malina explicaba: “Ese es nuestro lema.
El paraíso ahora. ¡Exijo todo a todo el mundo! Quiero amor.
No quiero gobiernos. No quiero ejércitos ni Policía ni guerras.
No quiero dinero. ¡Pido amor como estandarte!”. (Citado en:
Little, Stuart. Teatro Profético, México, México Editores Aso-
ciados). “El paraíso ya” fue una de las primeras experiencias de
arte callejero. El espectáculo comenzaba en la sala del grupo en
el Village de Nueva York y terminaba en la calle, con los actores
vestidos como ‘marines’, dando armas a los transeúntes y orde-
nándolos matar a los demás porque era vietnamitas.
Fue una despedida tormentosa que sacudió al arte de su
tiempo. Además, “¡El paraíso ya!”, ¿no parece un graffiti del
Mayo Francés, escrito casi diez años antes?
Otro caso emblemático de comunión expresiva fue el del
Free Jazz, quizá el movimiento musical que más tuvo que ver
con el Informalismo y con su libertad. No fue casualidad que su
gran artífice, Ornette Coleman, desembarcara en Nueva York
con una serie de conciertos a fines de los ‘50 en la misma galería
en donde exponían De Kooning, Pollock, Kline, entre otros. El
primer LP que grabó Coleman en 1961, se llamó precisamente
Free Jazz y reprodujo en su cubierta un cuadro de Pollock.

117
EL BLUES DE LA CALLE 51

Este entrelazamiento entre distintas disciplinas artísticas no es


casual y corrobora la afirmación dialéctica de Kandinsky. Eviden-
temente, “toda obra de arte es hija de su tiempo y, muy a menudo,
la madre de nuestros sentimientos”.

Como corresponde a un país “vulnerable” como el nuestro,


la realidad que se vivía en los países del Norte, repercutió en los
artistas argentinos y agregó fuego a la disputa estética que se li-
braba sobre todo en Buenos Aires. Unos se sintieron representa-
dos por la política cultural que llevaba a cabo Romero Brest en
el “Instituto Di Tella”, claro representante de la “vulnerabilidad”
denunciada por Traba y al que dedicó punzantes escritos. No
obstante, no se debe generalizar al hablar del Di Tella, que fue
mucho más abierto y desprejuiciado de lo que hoy suele recor-
darse y enarbolarse como sus logros. Lo demostraron muchas
experiencias y muestras allí realizadas. Pero la visión, sobre todo
exaltada por revistas de actualidad de ese tiempo, era tomar al Di
Tella como expresión del Pop Art y de un hippismo domesticado,
pese a que ésa no era la totalidad. Se experimentaba seriamente
en todas las artes. Además, los que no se sentían expresados por
los postulados del Instituto, exponían en galerías independientes.
Aunque debe reconocerse que casi todos los artistas que sobre-
salieron en Buenos Aires en los ‘60 nacieron o tuvieron un paso
ditelliano. Unos lo abandonaron luego para adherir al proceso de
concientización política que vivieron los jóvenes argentinos en la
segunda mitad de los ’60, con expresiones de alta calidad y fuerte
impacto, como lo visto en el “Tucumán Arde” y en una muestra
de arte político realizada a principios de 1971 en Buenos Aires.
Otros no, y se internaron el terreno frívolo de cierto snobismo
pop, que es el que predomina en el recuerdo actual del Instituto,
sin tomar en cuenta su gran aporte como verdadero laborato-
rio de experiencias artísticas. Porque es por eso que el Di Tella
merece un reconocimiento. Abrió sus salas a plásticos notables
y expuso sus obras sin importar la ideología que los motivaba.
Realmente fue un ámbito valioso de experimentación, no sólo en
plástica y diseño, sino también en teatro, danza y música.

118
Lalo Painceira

Antonio Trotta nació en Italia. Pero Toni es un italiano tan-


guero. Llegó al país con sus padres de muy chico, aquí estudió
todo el ciclo primario y secundario y comenzó Arquitectura. Pese
a los años vividos aquí, a su concurrencia a los bailes populares y
su amor por el tango, nunca perdió ese acento que lo identificaba
como peninsular. Le gustaba contar que había sido el primer niño
de La Plata al que le habían inyectado penicilina. “La hizo traer
Evita”, repetía en aquellas noches del “Capitol”, a las que no fal-
taba. No era locuaz sino medido, y buscaba cada palabra con la
exactitud de un científico. Sin embargo, eso no limitaba su vuelo.
Por el contrario, lo estimulaba. Nos causaba gracia su espíritu
latino y enamoradizo, pero sobresalía por ser un gran lector y por
la profundidad con la que sostenía intelectualmente su obra. Por
eso no sorprende su conceptualismo actual.
El Informalismo de Trotta era muy del tipo de la “Escuela de
París”, refinado y lírico en el tratamiento del color aunque man-
tenía cierta gestualidad. Actualmente, ya convertido en uno de los
más importantes artistas conceptuales de Italia, vive en Pietrasan-
ta, muy cerca de Carrara. Sus trabajos siguen fieles a ese lirismo
inicial y alcanzan, en algunos casos, un alto vuelo poético. Sus
obras, muchas en mármol blanco, son de una belleza turbadora.
En 2001, el “Centro Cultural Borges” de Buenos Aires y la
entonces secretaria de Cultura de la Municipalidad de La Plata,
Susana López Merino, unieron esfuerzos y recursos para realizar
una muestra de homenaje al Grupo Sí exponiendo obras de aquel
entonces. Se exhibió en La Plata y luego en las salas del Borges,
en la “Galería Pacífico” de Buenos Aires. El catálogo-libro contó
con un excelente trabajo sobre el colectivo platense de pintores
informalistas realizado por la Dra. y docente en Arte de la UBA
Cristina Rossi. Como parte de la investigación, Rossi incluye una
carta de Trotta desde Pietrasanta en la que Toni abre su memo-
ria y se refiere al Grupo Sí y a cada uno de nosotros con toda la
subjetividad que eso encierra e incluso conteniendo viva aquella
pasión meridional a la que hice mención. A continuación trans-
cribo parte de aquel texto:
“La exposición realizada por el Grupo Sí en 1961 en el sub-
suelo del Cine ‘San Martín’ fue un suceso inusitado e inesperado

119
EL BLUES DE LA CALLE 51

para tal tipo de manifestación -la primera que La Plata vivió


en su corta historia-. Fue visitada por todo tipo de ciudadanos,
desde el lustrabotas o el canillita hasta los intelectuales y profe-
sionales, que veían por primera vez arte contemporáneo joven,
recién hecho. Pintura fresca, se podría decir. Fue tal el clamor
que los límites del Grupo se hicieron incontenibles y naturalmen-
te se transformó en un movimiento cultural que logró despertar
muchas conciencias hasta ese entonces en letargo o tímidas, dio
coraje a todos y entonces los críticos podían decir: ‘Estos jó-
venes venidos de la pampa, aunque para muchos la pampa era
una madre por adopción’ ”. Para ser fiel históricamente a los he-
chos y prefiriendo hablar más que de formas, estilos y cuadros,
de seres individuales y personajes. Es necesario aclarar que en
aquel tiempo nos definíamos casi todos con gran orgullo como
autodidactas; o sea, no académicos. Parte de nosotros venía de
la desilusión de nuestras experiencias universitarias, ya fuera de
Arquitectura o Bellas Artes”.

En el grupo predominaban los personajes más


que los adeptos al oficio, venidos de los lugares de
origen con historias de lo más variadas y dispara-
tadas. El más notable y muy querido fue siempre
Antonio Sitro, Poroto, con sus continuas y refina-
das disquisiciones sobre el cosmos. Con absoluta
indiferencia pasaba de El Dique, su barrio, al ga-
llinero del padre salernitano, desde la Grecia im-
perial a sus novias ausentes, de los hipódromos a
Baudelaire, del dandismo a la lamparita quemada
de su pieza, de la cocina y el vino al diario que
se ponía en el pecho debajo del excelente chaleco
para protegerse del frío de las mañanas.

Nadando contra las violentas olas del océano vino desde Mar
del Plata Mario Stafforini. Joven y fuerte, robusto y desafiante,
gran tomador de cerveza. Nos conquistó no tanto por su vitalidad

120
Lalo Painceira

y belleza como por su plena identificación con el poeta amado


por todos nosotros por su Retrato del artista cachorro. Hablo de
Dylan Thomas. Mario con la jarra de cerveza en la mano alzada
declamaba: ‘Oh, mientras fui joven y libre a la merced de sus ar-
bitrios, el tiempo me mantuvo verde y moribundo, aunque canté
en mis cadenas como el mar”. Otro respondía: “Nada me impor-
taba, en los días inocentes, que el tiempo me llevase de la sombra
de mi mano hasta el desván atestado de golondrinas”. Entonces
yo le respondía: “Ah, el rocío gris acuchillado de flores”.
Otro que venía del mítico Dique -mítico porque siempre me
imaginé que para ellos era como un pedazo de Venecia en casa
así como podía recordar el arroyo Maldonado a El hombre de
la esquina rosada- era Alejandro Puente, el Gallego. Todavía,
las pocas veces que logra regresar a la Argentina, pasamos las
noches de bar en bar. Con él es posible tener infinitas conver-
saciones como verdaderos sofistas. En aquellos tiempos ya te-
nía, como hoy, esa inteligencia y sabiduría callejera del auténtico
cara sucia que se hizo en el barrio, diría Bioy Casares. Sagaz
como quien vivió ciertas experiencias de vida, de esos que tienen
ventajas sobre los demás porque son aquellos que nadie puede
engrupir con falsos mitos, de esos que siempre elegí como mis
vecinos. En Alejandro es admirable su dedicación, no sólo a su
obra sino a todo lo que le pasa por delante. Todo en su vida es
problema poético, luchando para poder continuar viviendo en
la verdad, maníacamente griego, fanáticamente gallego, comu-
nicativo “desde cuando somos diálogo”… De su “te das cuen-
ta”, Alejandro logró hacer una categoría filosófica. El “te das
cuenta” permite dialogar del arte, de El Dique o de la Grecia, de
Barracas al Sur, de la calle Pepirí o de “Arte Zen”, como el nom-
bre de su barrio de City Bell: Nirvana. Junto a César Paternosto
y otros amigos, fueron los hacedores de ese lugar maravilloso
que costea el arroyo Rodríguez, donde cada uno se construyó
una casa-taller como les parecía, debajo de eucaliptos gigantes
que recuerdan los titánicos robles de Hölderin, con el viento y el
agua arrullando un canto de paz, viviendo en una paz espiritual
como sólo ciertos seres benditos se pueden permitir. O sea, el
Nirvana”.

121
EL BLUES DE LA CALLE 51

Hay nombres o apodos que describen a la persona


que los lleva y no podría ser más apto para des-
cribir a Lalo Painceira el apodo de Lalito. Lo he
visto habitar en los desiertos de arena que eran
sus cuadros con inusitada felicidad, con mística
ternura y con una intensidad poética pocas veces
vista, recorriendo sus desiertos con sus anteojitos.
Como si quisiera caminarlos por toda la vida, así
miraba a sus dunas saharianas que el viento le mo-
dificaba constantemente. Painceira era un líder sin
quererlo, el más culto, el más seguro en sus edu-
cados modos, el más abierto a todo el acontecer.
Tal vez creyó demasiado en el acontecer cuando
llegó el tiempo de la tragedia griega donde es más
difícil ser consciente del engaño que ser engañado,
porque la representación se confunde con la rea-
lidad, y se nublan los límites. Lalito todavía es él,
tal cual él, en todo lo que hace siempre, sea como
artista, como padre o marido, escritor o hijo, por
su mismo carácter no podía atravesar más allá del
desierto y reposarse un tiempo para morar en su
austera, mística y poética vida

César Paternosto era un tipo de argentino así como ciertos


brasileños, que me fascinaba porque soñaban a lo grande. ¿A
quién se le ocurre hacer una una nueva Capital en medio de la
selva? Y construyeron Brasilia en los años cincuenta, que aún
hoy parece una obra del 3000. También en La Plata un señor se
despertó una mañana y supo que quería una casa diseñada por
Le Corbusier y allí está, sobre avenida 53 y frente al Bosque,
esa joyita de la Arquitectura. De la misma manera, César pensó
en construirse una casa taller como una gran escultura. Eligió al
arquitecto más apto para hacerla (Vicente Krause) y allí está su
casa en la calle Nirvana de City Bell, donde vivió hasta trasladar-
se a Nueva York (…). Hace cinco o seis años nos encontramos
unas horas en San Telmo y noté su bienestar al volver al barrio:

122
Lalo Painceira

algunas veces, en una calle amiga o en una esquina es posible


encontrar extractos culturales y poéticos así como en la quietud
metafísica de un barrio se pueden hallar depósitos culturales de
nuestros orígenes, muchas veces en letargo, que vienen a la luz
apenas debajo de nuestros pasos. Si el profesor Cartier la veía en
la pelota que salta, Nelson Blanco, como Baudelaire, la veía en
las profundidades de los ojos de un gato. Nelson era mayor aun-
que parecía más pequeño. Tanto física como mentalmente tenía
la agilidad de un saltimbanqui a pesar de su pierna, desobediente
como él. Parecía entonces el más antiguo, el más lúcido, el más
luchado y el más dulcemente maldito (algunos pretendían ser
malditos sólo porque eran jóvenes, felices y nada les faltaba).
Nelson era como una cascada de dichos y frases compuestas con
un gran sentido del humor como sólo las personas muy inteligen-
tes pueden hacer con sí mismo y con los demás. La última vez
que lo vi, en Locarno, Suiza, estaba haciendo un espectáculo tea-
tral entre títeres, cuadros y la danza de su compañera de siempre
y en esa performance contaba la historia de su vida.
Dalmiro Sirabo, para nosotros “El Puntano”, venía de la be-
llísima tierra de San Luis. Era uno de los más jóvenes, tan lento
como elegante, parecía salido de una película de Truffaut. Siem-
pre con bellas novias, El Puntano era una verdadera promesa,
irónico, agudo para describir las cosas y las personas, era un
minimalista inteligente. Informado, siempre rodeado de amigos
interesantes, como aquellos que recuerdo del garage de calle 66:
Rogelio Ramón, Miguel La Battaglia, Víctor Grippo y Di Paola
(Dippy). Por pura curiosidad, un verano lo visité en su tierra. Era
un lugar maravilloso, todavía no contaminado, bañado por ríos
de aguas frescas, lleno de verde y bosques. Me recordó tanto el
lugar de mi nacimiento, el Cilento, cerca de Paestum, o sea, la
Grecia imperial que entendí cómo el origen de nuestra afectuosa
amistad y la similitud de nuestra infancia pasada, libre y feliz en
esos lugares. “Si no era la infancia, ¿qué había entonces allí que
no hay ahora?”.
Otra joven promesa de carácter diametralmente opuesto al
Puntano, era Ramírez, llamado afectuosamente “El Loquito”, por
su tensión, sus silencios y su escasa comunicación. Sus cuadros

123
EL BLUES DE LA CALLE 51

eran muy originales. También interesado en la Antropología, con


su barba negra y tupida, Gancedo asaltaba sus cuadros con un
cuchillo para demostrar su interés en todo lo que fuera vital. No
quisiera olvidarme de otros pintores aunque haría falta un libro.
Pintores como Larralde, Soubielle, Ambrossini, Horacio Elena,
hoy gran ilustrador de cuentos infantiles, etc. El Grupo, ya Mo-
vimiento, se iba enriqueciendo continuamente con nuevas perso-
nalidades mientras perdía otras. Estuvieron cerca los poetas de
“Los Elefantes” así como el poeta Héctor Rivera, cuando no la
pasaba en la soledad y tristeza de las pensiones de calle 50. Otro
que se acercó fue Víctor Grippo, con su imagen tan intelectual
y su cuerpo que parecía inexistente, sólo los anteojos brillaban
en la flacura de su figura. Refinado conocedor de todo lo que es
posible conocer: literatura, poesía, filosofía, marxismo, teología,
arqueología, mayas o etruscos, incas o griegos, Rilke o Byron.
Un día llegamos juntos a Viareggio en tren y, aunque él arribaba
por primera vez, sabía sobre sus habitantes como si hubiera vivi-
do allí en otra vida. Era y es un refinado artista conceptual (…).
En el bar ‘Capitol’ nos encontrábamos por la noche, colgába-
mos nuestros cuadros en sus paredes, discutíamos sobre el len-
guaje del arte nuevo por realizar, sobre cómo custodiar el cono-
cimiento y el individuo para superar un tipo de artistas reducido
a una firma, a un estilo, a una forma vacía o a un esteticismo
mercantilizado… Al bar comenzaron a acercarse todo tipo de
personajes, poetas, abogados, músicos, gente de teatro y de dan-
za (cerca daba lecciones Dore Hoyer). Pasaban muchachas nun-
ca vistas, desde la primera tóxico-dependiente que no sabía qué
hacer con su crisis de abstinencia, hasta escritoras y estudiantes.
Había una que recuerdo en particular. Era pequeña, morocha,
con cabellos largos, hablaba poco o nada, entraba y se sentaba
observando. Supe que se llamaba Amanda y años más tarde co-
nocí una canción: “Te recuerdo Amanda”…
Quise respetar ese último recuerdo como homenaje a aquella
Amanda de la que quedó prendado el Trotta juvenil. Porque Toni
desconoce que aquella morocha, más bien pequeña pero muy
inquieta, lúcida, apasionada y solidaria, era Amanda Peralta, que
asumiría al poco tiempo la militancia popular y luego, con sin-

124
Lalo Painceira

gular coraje, el combate contra la dictadura militar instaurada en


1966. Después de haber sido presa política, de haber protagoni-
zado fugas heroicas como la de El Buen Pastor, Amanda Peralta
murió en Suecia, en donde vivió un prolongado exilio, en enero
de 2009.

Trotta no menciona a los dos grandes profetas del arte nuevo


de aquella Argentina de finales de los cincuenta y comienzos de
los sesenta, a los que nombré en reiteradas oportunidades: Jorge
Romero Brest, conductor del Di Tella y Rafael Squirru, uno de
nuestros maestros, que cuando lo conocimos dirigía el “Museo
de Arte Moderno” de Buenos Aires y luego fue conductor de la
política cultural de la “Cancillería”. A Squirru siempre lo carac-
terizaron su energía positiva y batalladora, su mente abierta y
desprejuiciada y su conocimiento profundo del arte. Pero tam-
bién sumaba un sentimiento nacional que le hizo no invalidar
otras manifestaciones artísticas. Squirru supo gustar, compartir
y apoyar tanto al compromiso militante de Ricardo Carpani y
del grupo “Espartaco” como el informalismo o las experiencias
vanguardistas de Alberto Greco o la geometría de Vidal y Mac
Entyre, Kosice, el Madi y desde ya, esa síntesis de vanguardia y
arte social que fue el “Juanito Laguna” de Berni, al que Squirru
vio nacer e impulsó categóricamente.
En ese Occidente convulsionado, la irrupción del vendaval
del expresionismo no pasó desapercibida ni navegó por aguas
calmas, sino que desató verdaderas batallas estéticas que comen-
zaron a manifestarse con envergadura en la segunda mitad de los
cincuenta y a comienzos de los sesenta, cuando ese camino nue-
vo y radical se derramó a todas las disciplinas, desde la plástica
a la música, incluyendo la poesía, la narrativa, la danza, el cine
y, desde ya, el teatro.
No es casual que estas expresiones esgrimidas por las golpea-
das generaciones de posguerra hayan sido contestatarias, rebel-
des, iracundas y profundamente comprometidas con su tiempo,
mientras otros exponentes del arte buscaron su cauce creativo
en el orden de la geometría.

125
EL BLUES DE LA CALLE 51

El teórico italiano Mario De Micheli asegura en su libro so-


bre las vanguardias refiriéndose al expresionismo y a las prime-
ras manifestaciones abstractas:

El arte moderno no nació de la evolución de los


principios del arte instaurados desde el siglo XIX.
Por el contrario, nació de una ruptura con los va-
lores decimonónicos. Pero no se trató de una sim-
ple ruptura estética (…). Fue la unidad espiritual
y cultural del siglo XIX la que se quebró, y de la
polémica, de la protesta y de la revuelta que esta-
llaron en el interior de esa unidad, nació el arte
nuevo” (Las vanguardias artísticas del siglo XX,
Alianza Editorial, 1998)

Las rupturas a las que se refiere De Micheli, no tienen que ser


necesariamente explícitas; tampoco el arte tiene la obligación de
ser explícito. El arte es en sí un escalón para ascender a la com-
plicada trama que teje la conciencia en su paso de lo individual
a lo colectivo, de las tinieblas a la luz, como toda creación. Pero
explícito, metafórico o experimental, el arte siempre está inscrip-
to en su tiempo y debe contener sus pautas de belleza. Valor
que no es sinónimo de lindo, o si se prefiere utilizar un término
actual, de marketinero.
Esas pautas estéticas las cumplieron desde los poemas mili-
tantes y combativos de Maiakovski, leídos en las trincheras por
los revolucionarios bolcheviques, y que eran bien explícitos, has-
ta la poesía metafísica de Ungaretti o la angustiante de Pavese.
También debe incluirse la bipolaridad estética que marcó desde
mediados del siglo XX al arte. Por un lado, el orden purista y
concreto, continuador de la geometría de principios del siglo, y
por el otro, las llagas convertidas en color y chorreados, azota-
das sobre telas por los expresionistas abstractos, o convertidas
en silencios desérticos, existenciales y místicos por el informalis-
mo matérico, como lo denominó Ragón.

126
Lalo Painceira

En su Dos décadas… Marta Traba rescata a las vanguardias


que cavaron sus cimientos en sus culturas ancestrales. Y Traba no
fue una teórica de mente estrecha ni dogmática. Por el contrario,
fue bien amplia. Los ejemplos que rescata como positivos abar-
can tanto al surrealista chileno Matta como a pintores abstractos
muy cercanos al informalismo, tal el caso del peruano Fernando
de Syzlo y, obviamente, la abstracción constructivista de ese gran
maestro latinoamericano que fue el uruguayo Torres García. Des-
de ya, en el buen ejemplo está incluido el muralismo mexicano
y sus descendientes de Centroamérica y del arte andino contem-
poráneo. Y sumaría el Brasil de Cándido Portinari, que dejó su
huella profunda en el continente. Todas expresiones de vanguar-
dia con sello latinoamericano innegable y reconocido. Camino al
que aportaron en los setenta, Puente y Paternosto, ya lejos de sus
experiencias informales del año 1960 con el Grupo Sí.

En sus Dos décadas… (publicado en una colección


de Siglo XXI), Traba es contundente y no teme a
las adjetivaciones: “…Cuando los artistas del pop-
art o algunos practicantes del óptico (derivación
de la geometría y la cinética europeas) defienden
su absoluta carencia de intenciones críticas y des-
autorizan a los teóricos que ven en ellos jueces
sutiles y cáusticos de la sociedad de consumo, no
hacen más que fijar un criterio nuevo y verdadero
en su caso, por más que resulte insostenible desde
el punto de vista de la estética europea, donde no
se concibe un arte sin intenciones ni propósitos
preconcebidos. Por eso la energía de los nuevos
artistas norteamericanos es típicamente una ener-
gía de producción (…), energía que, aceptando las
progresivas incitaciones de la tecnología, no hace
más que reiterar sus servicios a la sociedad de con-
sumo. No de otra manera se puede enjuiciar un
espacio con luz de neón de Dan Flavio o la silla
eléctrica color naranja de Andy Warhol.

127
EL BLUES DE LA CALLE 51

A continuación Traba nombra algunas excepciones a estas


concepciones, como el cubano Wilfredo Lam que transcurre
“como un aire salvaje y refrescante entre los pulidos pintores
surrealistas, en la misma década”. Traba asegura que “no es peli-
grosa, por consiguiente, la recepción de un lenguaje, siempre que
dicho lenguaje sólo represente el conjunto de signos que puede
ser utilizado para fines diferentes y propios”. Por lo tanto, acepta
el uso de los lenguajes contemporáneos de las vanguardias siem-
pre que estén enraizadas en la propia cultura.
Los libros de Traba y de Sontag ya mencionados, son dos
de los textos fundamentales para comprender el arte de aquel
tiempo porque fueron escritos desde la trinchera, bajo fuego
cruzado, durante los años sesenta, y sintetizan pensamientos no
coincidentes que ambas ya habían hecho públicos. Sontag y Tra-
ba pelearon en su tiempo defendiendo sus posiciones, tanto en
sus países como en Europa. Sus libros llegaron tarde a nuestras
manos, pero sus opiniones se conocían a través de sus interven-
ciones en publicaciones especializadas.

Los años sesenta exigían estar despiertos, con la sensibilidad


como piel. Una noche, que ahora recuerdo como de invierno y
muy fría de 1961, estábamos reunidos charlando en el garage
que servía de taller a Ambrossini, Chalo Larralde y Soubielle.
Apiñados entre telas, sentados donde se podía, compartimos
seguramente un mate, un café o quizás una ginebra en busca
de calor interior. Charlábamos de temas diversos cuando Chalo
extrajo un libro cuya tapa contenía dibujos infantiles y nos pro-
puso leerlo. Se lo había recomendado Javier Villafañe para que
se lo comprara para sus hijos y agregó: “Lo empecé a leer y es
poesía pura. Una especie de Platero y yo, ¿se dan cuenta? ¿Lo
leemos?”. Y en ese garage con perfume a aguarrás, a esmaltes y
óleos, él, vestido de manera impecable, comenzó a leer el libro
desde su famosa dedicatoria:

128
Lalo Painceira

A León Werth. Pido perdón a los niños por haber


dedicado este libro a una persona mayor. Tengo
una seria excusa: esta persona mayor es el mejor
amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa:
esta persona mayor puede comprender todo; hasta
los libros para niños. Tengo una tercera excusa:
esta persona mayor vive en Francia, donde tiene
hambre y frío. Tiene verdadera necesidad de con-
suelo. Si todas estas excusas no fueran suficientes,
quiero dedicar este libro al niño que esta persona
mayor fue en otro tiempo. Todas las personas ma-
yores han sido niños antes (pero pocas lo recuer-
dan). Corrijo, pues, mi dedicatoria: A Leon Werth
cuando era niño”

Y ya teníamos los ojos ganados por alguna lágrima que no


nos animábamos a mostrar. Todavía. Así, conteniendo la emo-
ción, escuchamos El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry,
con quien confirmamos lo que ya sabíamos por práctica existen-
cial y pictórica: “lo esencial es invisible a los ojos”.
Chalo era siete años mayor que yo, estaba casado y tenía tres
hijos. Chalo quedó impreso en mi memoria bajo una noche es-
trellada de verano, sentado en el patio grande de su casa jugando
con sus pequeños, dos varones y una nena, criaturas con plena
libertad que se le trepaban y se trenzaban en ese abrazo perma-
nente, sin pausas, que mantenían.
Sale a la luz hoy aquella imagen y pienso que Chalo no había
cumplido todavía los treinta años. Y ya era un hombre grande.
Delgado, alto, un verdadero dandy, ocupaba una jefatura admi-
nistrativa en IOMA, la mutual de los empleados públicos bonae-
renses que pertenece al Estado. Sin embargo, esa formalidad era
sólo un atuendo, porque Chalo estaba encendido por el fuego
de la bohemia. Gran lector, protector de amigos necesitados de
conchabo a los que llevaba a trabajar a IOMA, nos acompañó
totalmente en esa vida que llevábamos los más jóvenes, a con-
tramano de la pacatería platense. Siempre fue parte importante

129
EL BLUES DE LA CALLE 51

en ese comensalismo noctámbulo del “Capitol”. Se divertía con


nosotros. Se reía de nuestras charlas y de nuestras aventuras y
travesuras pequeñas y pueblerinas. Y mucho.
Pintaba en ese garage y creo que su pintura lo expresaba to-
talmente. Su informalismo era afrancesado como el de Soubielle
y el de Trotta, elegante, tipo “Escuela de París”, con un cuidado-
so trabajo del color. La suya era una pintura sin violencia. Lírica,
no gestual ni expresionista pero, sin embargo, profundamente
romántica. Aplicaba lo que había aprendido con Cartier por-
que era infaltable a las clases del maestro. Tampoco se perdía
las clases de Filosofía existencial que nos daba privadamente el
profesor Emilio Estiú.
En 1964 me mudé a Buenos Aires y dejé de verlo. Después,
vinieron mi soledad intramuros obligada, mi exilio y luego un
prolongado insilio, razones que me alejaron de la ciudad. Sólo
pude reencontrarlo cuando regresé a La Plata, en enero de 1984.
Habían transcurrido más de veinte años de nuestros primeros
encuentros en el “Capitol” y ya se había jubilado. Tenía el pelo
totalmente blanco y había suplantado la corbata de antaño por
un pañuelo elegante anudado en el cuello. Mantenía la calidez
de siempre en el trato, su humor agudo, esa ironía que siem-
pre comenzaba a disparar contra él mismo. Había ingresado a
la Facultad de Psicología y se dio cuenta de que ya no estaba
para ese nivel de exigencias. Entonces ingresó a la carrera de
Psicología Social y se recibió el año en que partió para siempre.
Tuve la oportunidad de ver a sus hijos que recibieron el título
en su nombre. Sus hijos, a los que adoraba, aquellos purretes
saltarines que se le trepaban por el cuello como si quisieran ser
parte de él.

Nosotros, o al menos en mi caso, en 1960 éramos fieles ex-


ponentes de esa vulnerabilidad que señaló Traba. Por lo tanto, el
arte y los movimientos intelectuales que nos importaban eran los
gestados en el Occidente de la posguerra.
Era reciente el nacimiento de la Beat Generation, hija directa
de dos enfrentamientos bélicos de los EE.UU.: la Segunda Gue-

130
Lalo Painceira

rra Mundial y Corea. La Beat Generation estuvo integrada por


un puñado de intelectuales y artistas jóvenes que desde la litera-
tura, la pintura, el teatro, el cine, la danza y el jazz, cuestionaron
severamente los valores del sueño americano, incluido su puri-
tanismo.
Pero los Beatniks, como se los llamó, no fueron un fenómeno
excepcional en Occidente. De manera simultánea nacieron en
Europa expresiones similares que también protagonizaron sus
artistas e intelectuales jóvenes.
A continuación mencionaré esos caminos del arte y el pen-
samiento occidental junto a sus referentes, aquellos que noso-
tros conocimos y admiramos a través de la reproducción de sus
obras, por sus libros, sus filmes, su teatro, su danza, su música
y constituyeron el tema permanente de charla o de discusión en
nuestras mesas compartidas desde 1959.
Comenzaré con Inglaterra, que contemplaba paralizada
cómo se deshilachaba su imperio y cómo perdía uno a uno sus
dominios coloniales. En 1956 los flemáticos londinenses queda-
ron impactados al presenciar la puesta en escena de “Recordan-
do con ira”, obra de John Osborne que dio origen y nombre
al movimiento de los “Jóvenes Iracundos” (además de Osborne,
integrado entre otros por Colin Wilson, Doris Lessing, Kenneth
Tynan, Alan Silitoe y Shelagh Delaney). “Los Iracundos” tuvie-
ron visibilidad plástica en el expresionismo figurativo de Bacon y
de Lucien Freud. En la pantalla grande se expresaron a través del
Free Cinema, movimiento crítico en contra de la artificiosidad de
Hollywood y que contó con realizadores tan destacados como
Tony Richardson, Karel Reisz y Lindsay Anderson, a quienes se
sumó luego Joseph Lossey cuando pudo escapar de la paranoia
instalada en los Estados Unidos por el senador Joseph Mc Car-
thy. A este grupo de “Los Iracundos” le dieron rostro y pusieron
alma y cuerpo actores como Rita Tushingham (la conmovedo-
ra protagonista de “Sabor a miel”, de Richardson - Delaney),
la bella Julie Christie, Sarah Miles, Richard Burton, Alan Bates,
Albert Finney, Tom Courtnay, Dirk Bogard y Edward Fox, entre
otros. Paradójicamente, con los años, la casi totalidad de ellos
fueron ganados por Hollywood y sus grandes estudios.

131
EL BLUES DE LA CALLE 51

Al mismo tiempo que los británicos, los estadounidenses re-


cibieron un demoledor cross a la mandíbula en 1957 a través de
la novela En el camino, de Jack Kerouac.

En otoño dejé la ciudad de México para volver a


casa, y una noche cruzando la frontera de Laredo,
en Dilley, Texas, estaba de pie en la ardiente carre-
tera bajo una luz contra la que se estrellaban las
mariposas, cuando oí el ruido de pasos que se me
acercaban por detrás, y he aquí que vi acercarse a
un viejo muy alto con el pelo blanco al viento que
llevaba un bulto a la espalda, y que cuando pasó a
mi lado dijo: Llora por el hombre. Y se perdió en
la oscuridad” (Suplemento Ñ)

En dos páginas más finaliza la novela cuya primera edición


en español llegó a Buenos Aires a fines de los cincuenta gracias
a la editorial Losada. Un año antes, el poema “Aullido” de Allen
Ginsberg gritó a la cara del sueño americano:

Vi las mejores mentes de mi generación destruidas


por la locura, hambrientas histéricas desnudas/
arrastrándose por las calles de los negros al ama-
necer en busca de un colérico pinchazo/ hipster
con cabezas de ángel ardiendo por la antigua
conexión celestial con la estrellada dínamo de la
maquinaria nocturna, que pobres y harapientos
y ojerosos y drogados pasaron la noche fumando
en la oscuridad sobrenatural de apartamentos de
agua fría, flotando sobre las cimas de las ciudades
contemplando jazz…(Fragmento inicial, Anagra-
ma, 2006).

132
Lalo Painceira

Kerouac y Guinsberg dieron vida, junto a Burroughs (El al-


muerzo desnudo, 1959) y otros poetas y narradores, a la Beat
Generation literaria, con vínculos estéticos y de vida con el ex-
presionismo abstracto de Pollock, De Kooning, de los grafismos
orientaloides de Kline y también de la descarnada propuesta
escénica del Living Theatre. Su expresión fílmica hay que bus-
carla en el naciente cine independiente de Nueva York, con rea-
lizadores como John Cassavetes (“Sombras”). También hubo
actores que se vistieron con la piel y la angustia existencial de
los beatniks, como el Marlon Brando de sus primeros filmes, el
James Dean de “Al este del paraíso” y el Montgomery Clift de
los dramas de Tennessee Williams. El Be Bop, el Cool, el Free y el
llamado genéricamente Jazz moderno, con figuras como Parker,
Mulligan, Baker, Hamilton, Coleman y otros, expresaron desde
la música a esta generación.
En los mismos años Francia ponía a punto su Nouvelle Va-
gue con directores cinematográficos tan notables como Resnais,
Truffaut, Goddard, Chabrol, Demmy, Varda, entre otros, que
aportaron a la renovación del cine mundial. En la plástica des-
cubrieron también el Informalismo matérico y L’art brut de la
mano de maestros como Fautrier, Dubuffet, De Staël. En lite-
ratura aparecieron los poéticos textos de Marguerite Duras y
los herméticos de la Nouveau Roman, con Nathalie Serraute y
Alain Robbe-Grille como máximos exponentes, que se sumaban
a los aportes del existencialismo, que no cesaron, de Sartre, de
Beauvoir y Camus. No debe olvidarse como antecedente el duro
y áspero Viaje al fin de la noche de un escritor maldito como
Louis Ferdinand Céline. En las salas de teatro se mostraba el
drama existencial y su angustia en obras como “A puerta cerra-
da” (“El infierno son los otros”, se repetía) de Sartre, el “Calígu-
la” de Camus, pero también “Las sirvientas” de Jean Genet. En
tanto, Gerard Phillipe, María Casares y Jean Vilar daban vida al
compromiso político con su teatro popular recorriendo en una
carpa gigantesca, las barriadas y ciudades obreras de Francia.
Con todos ellos convivía el teatro del absurdo personificado por
Ionesco a partir de “La cantante calva” (1950) y esa obra funda-
mental que es “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett (1952).

133
EL BLUES DE LA CALLE 51

En esos momentos, la vida cotidiana de París era la fiel ilustra-


ción de toda esa movida, desde sus caves y cafetines en donde
se exhibía una libertad de vida que pegaba duramente contra la
moral burguesa, mientras se escuchaba a la lánguida, pálida y
muy bella Juliette Greco cantar su inolvidable versión de “Las
hojas muertas”, sobre versos de Jacques Prévert.
Tomando siempre como referencia los mismos años, en Ita-
lia se conocieron los primeros filmes de los talentosos hijos del
Neorrealismo: Visconti, Fellini, Pasolini, Antonioni, Zurlini y
Pontecorvo, entre otros, mientras continuaban aportando films
fundamentales, De Sica, Zavattini y Rossellini. No puede ob-
viarse el alto nivel de su literatura, comprometida con Pratolini,
compromiso que se transformó en vuelo poético con Vittorini,
en dolor profundo con Pavese y en furia justiciera con Pasoli-
ni. La expresión plástica estuvo representada en el informalismo
con las costuras sobre arpilleras de Burri y en los tajos sobre te-
las tersas impuestas al bastidor con algo de relieve, del argentino
Fontana, entre otros.
Un párrafo aparte merece el sueco Ingmar Bergman, hijo an-
gustiado de su tiempo que supo dialogar directamente con Dios
y que nos inyectó, a través de imágenes, todos sus interrogantes
metafísicos, pero también valores como la libertad, el amor y la
crítica a esa burguesía que se rompía, junto al mundo que había
creado e impuesto. Su film más paradigmático en aquellos años
fue “El séptimo sello” (1957), la primera de sus obras maestras.
Todo el arte de esa época expresaba una sublevación contra
los valores instituidos por la burguesía. Lo hicieron los beatniks
en sus reductos de Frisco, como llamaban a San Francisco, o
Nueva York, “Los iracundos” en Londres, los franceses en sus
caves y bodegones, los italianos a través de su participación po-
lítica directa y los alemanes en sus lugares convocantes, sobre
todo desde el teatro y la danza. Esta rebeldía encarnada por ar-
tistas jóvenes se transformó poco a poco en revolucionaria y ges-
tó cuestionamientos que muchas veces se acompañaron con el
compromiso social y político. Desde ya, muchos ya traían en sus
valijas ideologías revolucionarias, sobre todo “Los iracundos”,
algunos de los integrantes de la Nouvelle Vague, como Chabrol

134
Lalo Painceira

y Goddard, y todos los italianos, de sólida formación marxista o


cristiana de izquierda.
Pero mi objetivo es detenerme en las artes visuales y comen-
zar recordando que el informalismo en ese tiempo convulsio-
nado, no buscó refugio en la clásica jaula de cristal, ordenada,
limpia y equilibrada, sino que gritó de manera desgarradora o se
sumergió en el silencio existencial en donde algunos encontraron
un mundo otro. Los demás, buscaron el cambio a través del or-
den geométrico para oponerse al mundo fragmentado, quebrado
y roto que todos los jóvenes habían heredado.

Puente supo acuñar toda la sabiduría que da una esquina de


barrio. Cuando nos reunimos ahora, transcurridos más de sesen-
ta años de su niñez en El Dique, recuerda anécdotas de aquella
barra que creció en patios de tierra con higueras, parras y los in-
faltables gallineros pegados a la pequeña huerta familiar. Cuando
recuerda una anécdota se le iluminan los ojos y se ríe con antici-
pación al relato. Tiene una risa casi infantil, aguda, contagiosa.
Y nosotros comenzamos a escuchar su historia acompañándolo.
“En la barra nuestra de El Dique había verdaderos persona-
jes. Javier (Villafañe) me pedía siempre que le contara aquellas
anécdotas y se reía muchísimo. Me hacía repetir una de ellas,
cuando ya éramos adolescentes. Resulta que uno de los amigos
del barrio les prestó a los otros la casita de los viejos en la que
él vivía, porque viajaban. Él volvió antes que sus padres y se en-
contró la cocina vacía, sin nada para comer. ‘No tenemos guita’,
se justificaron los que ocupaban la casa. Él los miró y arremetió
con un ‘Qué importa la guita. ¿O se acabaron los gallineros en
El Dique?’, y salieron a robar una gallina que después devoraron
hervida”.
Alejandro cuenta que despertó vocacionalmente gracias a un
amigo, sobrino del filósofo Emilio Estiú. ‘Un día, en su casa de
Punta Lara, estaba uno de los Estiú que pintaba. Como a mí me
gustaba dibujar me puse a charlar con él y me regaló una caja de
pinturas. Yo tenía catorce años.Pasó el tiempo y a través de César
López Osornio llegué a las clases de Cartier y cambió mi vida.

135
EL BLUES DE LA CALLE 51

Conocí a Hugo Soubielle, a Nelson Blanco y después a los que


habían participado del ‘Salón Estímulo’. Fundamos el Grupo Sí y
empecé con los encuentros diarios en el boliche de calle 51 a la que
se sumaron muchos jóvenes platenses”.
Mientras que Poroto, su amigo de la infancia, era y es pasional,
Alejandro era y es muy cerebral. En aquel entonces pintaba y orien-
taba su búsqueda planteándose objetivos definidos. Era mayor que
nosotros y tenía un alto cargo en Obras Públicas, lo que le permi-
tió acceder a la Siam Lambretta plateada con la que iba al taller y
después al bar, en cuya vereda la dejaba estacionada. Alejandro era
infaltable en el “Capitol”.
En su Siam Lambretta viajamos todos. A veces hasta Ringuelet
y también a otros sitios de reunión. Me acuerdo que cuando ba-
jamos la muestra del “Museo de Arte Moderno de Buenos Aires”,
entonces en el “Teatro Municipal San Martín” (Corrientes y Mon-
tevideo), me llevó en la Siam Lambretta a entregar el cuadro que
me había comprado Dulce Liberal de Martínez de Hoz (tal era su
nombre realmente y no se trata de una caracterización ideológi-
ca de su familia), en pleno Palermo Chico. Era un cuadro grande,
tanto como daban mis brazos extendidos, lo que me permitía afe-
rrarme a su marco. Además pesaba mucho, lo que era una suerte
porque la Siam Lambretta parecía con alas y de ser liviano, yo
hubiera volado como barrilete. Llegamos a destino y además cobré
en efectivo. Después, ya tranquilos, me acompañó a una librería de
arte que quedaba sobre Callao, casi Santa Fe, me compré un libro
enorme sobre informalismo de Editorial Skira y me sobró plata.
Bastante para esa época. Pero eso es historia mía y el que importa
aquí es Alejandro, compañero mío de viaje a Lima, como ya conté.
A los años de haberse disuelto el Grupo Sí, él comenzó a expe-
rimentar con una geometría libre y ganó la importante beca Gu-
ggenheim que lo llevó a Nueva York. Estuvo cuatro años viviendo
en el Soho, cuando recién comenzaban a instalarse allí los grandes
pintores y artistas que le dieron fama. Paradójicamente fue en Esta-
dos Unidos cuando descubrió el camino que lo llevaría al lugar que
hoy ocupa en la historia de la pintura argentina. “Allí se dio algo
curioso. Mi pintura fue adquiriendo características que claramente
la emparentaban con las culturas precolombinas latinoamerica-

136
Lalo Painceira

nas”, contó. Ya con ese camino descubierto, que le permitió aunar


su experiencia informalista con la geometría y las raíces culturales
de los pueblos originarios, estuvo en Francia, en Italia, volvió a
Nueva York y decidió volver a la Argentina. “Pienso que aquí está
mi lugar en el mundo”, expresó.
Alejandro ganó además importantes premios, entre ellos el “Sa-
lón Nacional” y el “Konex”, y en 1985 fue designado miembro de
la “Academia Nacional de Bellas Artes”. También ejerció la docen-
cia en la “Escuela de Bellas Artes de Buenos Aires”. Pero fiel a su
origen, al barrio y a ese verde del Bosque platense que orillaba El
Dique de su niñez, mantiene una casa en la calle Nirvana de City
Bell donde se empalaga de sol y vida natural cada fin de semana.

137
EL BLUES DE LA CALLE 51

VI. Retorno a la pintura

Es hora de hablar de pintura. Y debe comenzarse por los pio-


neros que protagonizaron la vanguardia romántica, término en
boga a fines de los ’50 y en los ‘60 para denominar a los que
tomaron la posta del expresionismo.
Como lo habían hecho en su tiempo El Bosco, Brueghel,
Goya, Turner, los impresionistas, Gauguin, Van Gogh, los fauves,
los expresionistas, Modigliani, Soutine, los Dadá, los surrealistas
y Picasso, entre otros. Estos nuevos pintores se dejaron invadir
por su tiempo y se alejaron de la perfección clásica en la que no
cabían. Eligieron embarrarse, sangrar y parir, sin pretenderlo, un
nuevo movimiento pictórico con sus chorreados formando ver-
daderas constelaciones en cielos sombríos, con una figuración
desgarradora, con extensiones de materia herida. Todos ellos
parieron el informalismo, también llamado “arte otro” por los
españoles, “expresionismo abstracto” por los estadounidenses,
“tachismo” para algunos franceses, “arte pobre” por los italia-
nos, “nueva figuración”, “arte bruto” y otros nombres. Perso-
nalmente prefiero denominarlo informalismo o expresionismo
abstracto o nueva figuración, según el caso.
Mientras los informalistas se dejaban lacerar por su tiem-
po, otros pintores reaccionaron frente al mundo en convulsión,
buscando la respuesta revolucionaria a través del orden y la ar-
monía. Y lo expusieron con vehemencia en sus manifiestos que
tuvieron la intensidad del arrebato romántico. Eran los “Geomé-
tricos” que se convirtieron a partir de comienzos de los cuarenta,
en “Concretos”, al profundizar las experiencias que se habían
comenzado a plasmar en los también conflictivos años vein-
te. Basta recordar a los constructivistas y abstractos rusos que
acompañaron la Revolución de Octubre, los holandeses del neo-
plasticismo y los artistas visuales y arquitectos que en la Bauhaus
de Walter Gropius buscaron desde el orden formal y el equili-
brio, la inserción social de la belleza en la vida real, cotidiana,
extendiendo su propuesta a través del diseño y la arquitectura.
Los componentes de este movimiento vieron, en esta última con-
cepción, una arista social y hasta revolucionaria. En la Bauhaus

138
Lalo Painceira

hubo grandes excepciones, como por ejemplo la del fotógrafo


Man Ray, netamente surrealista, y el pintor de obras muy bellas,
poéticas y también surreales, el suizo Paul Klee.
No todos los geométricos fueron fieles a los postulados de
“Los concretos”. Siempre coexistió con la rigurosidad que pos-
tulaban esos movimientos, otra línea más poética y que incluso
llegó a tener en alguno de sus exponentes, clara vinculación con
el informalismo, buscando en el silencio, la sutileza y el lirismo,
un recogimiento casi místico. Esta línea se visibilizó sobre todo
en los EE.UU. a través de la obra de Mark Rothko, contem-
poráneo y compañero de ruta de los expresionistas abstractos,
pero también tuvo sus exponentes en Francia, con Poliakof. A
la pintura de Rothko le cabe aquello que John Berger aplica a
la obra de Giorgio Morandi: “No dice nada, porque no hay pa-
labras que puedan expresar la intensidad de lo que imagina”
(El tamaño de una bolsa, Editorial Taurus, Alfaguara, 2004). La
geometría lírica tuvo expresiones muy valiosas en la Argentina
de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, como por
ejemplo en la obra de Sarah Grilo y Miguel Ocampo, entre otros.

Los últimos románticos del siglo XX

Nosotros, los del Grupo Sí, éramos informalistas y tengo que


referirme a quienes crearon esa vanguardia, en unos exaltada y
pasional y en otros metafísica y recoleta. Tuvieron nombre y ape-
llido. Y aunque ya nombré con anterioridad a la mayoría, debo
hacerlo nuevamente.
Existieron vertientes diferentes, cada una con pintores que las
expresaban y que ejercieron influencia directa en nuestro grupo
porque realmente nos deslumbraron.
La Escuela de Nueva York fue la cuna del expresionismo abs-
tracto y tuvo una difusión tan potente en el mundo que, desde
esos años, la más europea de las ciudades norteamericanas des-
plazó como centro artístico de Occidente al mismísimo París. La
capital francesa estaba en ese tiempo ganada por el arte cinéti-
co de Vasarely, impuesto desde las galerías de moda, por lo que

139
EL BLUES DE LA CALLE 51

las nuevas expresiones informales, visualmente más agresivas y


menos agradables al mercado, debieron librar un duro comba-
te para ser reconocidas. En España seguía dominando el espa-
cio artístico la ciudad de Barcelona, donde el Grupo Dau al Set
expresó lo que su principal teórico denominó “arte otro”. Los
españoles impactaron a nivel internacional a través de una bús-
queda muy propia de cada uno de sus integrantes que en general,
indagaron las posibilidades semánticas de la materia.
Solía suceder, como en París y en otras grandes capitales, que
los artistas de vanguardia más sobresalientes no fueran oriun-
dos. Así sucedió con el gran precursor del expresionismo abs-
tracto en Nueva York que no fue un estadounidense, sino un
holandés nacido en Rotterdam. Este inmigrante se llamó Willem
De Kooning y había nacido en 1904. Llegó a los 21 años a los
Estados Unidos, donde se dedicó a diversas labores mientras
hacía estudios de arte que le brindaron una sólida formación
académica, comprobable en sus primeras exposiciones, como en
“Retrato de Mujer”, de 1940. Pero esa obra fue la despedida del
lenguaje académico. A fines de los ‘40 comenzó a evolucionar a
un expresionismo neocubista, como lo muestra “Figura senta-
da”, donde ya está presente su paleta cálida con complementa-
rios casi yuxtapuestos para acentuar su vibración. Por espacio
de unos diez años atravesó ese período con notoria influencia de
Picasso, hasta realizar su impactante muestra de 1950 que lo ca-
tapultó a la fama. Allí aparecen sus mujeres destrozadas, figuras
adivinadas detrás de manchas y chorreados en colores vibrantes,
pintura que lo caracterizará y abrirá las puertas a Pollock, a todo
el expresionismo abstracto y a la action painting entre cuyos
máximos cultores estuvo. De Kooning derivó luego hacia el ex-
presionismo abstracto, abandonando la figura humana y murió
después de una larga enfermedad en 1997. Ejerció una enorme
influencia, no sólo en los Estados Unidos, sino también en otros
países, como en el español Saura o los primeros trabajos del gru-
po de la nueva figuración de nuestro país.
Pero el más emblemático exponente de la “Escuela de Nueva
York” no fue De Kooning. Pese a ser, en mi modesta opinión el
más importante, la atención y los halagos se los llevó, también

140
Lalo Painceira

merecidamente, Jackson Pollock, que acuñó el aura de pintor


maldito que acentuó una imagen romántica. Para completar la
leyenda, murió tempranamente en un accidente en 1956 cuando
realmente comenzaba a tener éxito. Había nacido en Cody, Wyo-
ming, en 1912 y desembarcó en Nueva York en 1929 para estu-
diar pintura. Sus primeras obras tuvieron la inevitable influencia
de Picasso y luego del surrealismo, y se fueron tiñendo de gestos
espontáneos que lo emparentaron con el expresionismo y con
De Kooning. Fue a fines de los ‘40 cuando comenzó a buscar el
lenguaje pictórico que lo haría trascender al mundo. Recién en
1949 desarrolló sus chorreados, su action painting sobre grandes
telas, que continuó hasta su muerte.
Él mismo explicó su particular modo de expresión:

Mi pintura no procede del caballete. Por lo gene-


ral, apenas tenso la tela antes de empezar y, en su
lugar, prefiero colocarla directamente en la pared
o encima del suelo. Necesito la resistencia de una
superficie dura. En el suelo es donde me siento más
cómodo, más cercano a la pintura, y con mayor
capacidad para participar en ella, ya que puedo
caminar alrededor de la tela, trabajar desde cual-
quiera de sus cuatro lados e introducirme literal-
mente dentro del cuadro. Se trata de un método
similar al de los pintores de arena de los pueblos
indios del oeste. Por eso, intento mantenerme al
margen de los instrumentos tradicionales, como
el caballete, la paleta y los pinceles. Prefiero los
palos, las espátulas y la pintura fluida que gotea y
se escurre, e incluso un empaste espeso a base de
arena, vidrio molido u otros materiales inusuales
adicionados. Cuando estoy en la pintura no me
doy cuenta de lo que estoy haciendo. Sólo después
de una especie de período ‘de acostumbramiento’
puedo ver en lo que he estado. No tengo miedo
de hacer cambios, destruir la imagen, etc., pues la

141
EL BLUES DE LA CALLE 51

pintura tiene vida en sí misma. Trato de que ésta


surja. Sólo cuando pierdo el contacto con la pintura,
el resultado es una confusión. Si no, es pura armo-
nía, un fácil dar y tomar, y la pintura sale muy bien.

Y concluye aclarando: “Lo que plasmo en las telas no es una


imagen sino un hecho, una acción”.
Otros nombres importantes de la escuela de Nueva York
fueron Franz Kline y Robert Motherwell, ambos pintando gi-
gantescos grafismos en negro, en general sobre fondo blanco,
de reminiscencias orientales. Hubo un tercer pintor, insoslayable
pese a que no se lo puede incluir en el informalismo que es el ya
mencionado Mark Rothko, otro pintor de vida trágica, puente
entre la geometría y el informalismo que expresa el español An-
toni Tapies. La siempre talentosa tanto como inesperada, Patti
Smith, toma como imagen a su pintura para decirnos que “el
mar estaba tan denso como un Rothko, prosaico, uniforme” (El
mar del coral. Lumen Argentina, 2012). Densa es su pintura y
profunda, porque no se agota en la superficie pintada. Es honda.
Pero en esa profundidad que parece oscura, reside lo esencial de
un humano, su libertad, su lucha por ejercer el duro oficio de
vivir, para recordar a Pavese al que siento cerca de ambas ex-
presiones. Porque Rothko se vincula con las enormes superficies
texturadas de Tapies que parecen cubrir y esconder lo que debe
decirse, aunque a los españoles en el franquismo les hubieran
quitado las palabras.
Porque en la España goyesca y hernandiana, mientras los ci-
neastas y literatos buscaban la forma de burlar la rígida cen-
sura franquista con escritores como Semprún, los Goytisolo,
por ejemplo y realizadores como Bardem (“La calle mayor”),
Ferreri (“El cochecito”), García Berlanga (“Bienvenido, Mister
Marshall”), desde ya que Buñuel (el estupendo de “Viridiana”,
“Tristana”, “El discreto encanto de la burguesía”, entre otras
genialidades) y el primer Carlos Saura (“Cría cuervos”, “Mamá
cumple 100 años”, “Llanto por un bandido”), los pintores llega-
ron a sobresalir e impactar internacionalmente con el Arte Otro.

142
Lalo Painceira

Su principal exponente es Antoni Tapies (Barcelona 1913-


2012), autodidacta. Muerto Dalí se convirtió en el más impor-
tante pintor español de finales del siglo XX y comienzos del
presente. Este plástico, procedente de una familia de libreros
y políticos catalanes que lo hicieron vivir un ambiente cultural
muy abierto, inició su trayectoria artística a los veintidós años,
cuando estudiaba abogacía. Fue un lector voraz y descubrió así
la pintura de Van Gogh y de Picasso. Pero lo que marcó su vida
intelectual y artística fue el existencialismo de Sartre y luego,
la espiritualidad oriental. En sus comienzos estuvo influenciado
por el surrealismo y fundó con otros artistas catalanes el grupo
Dau al Set, que se dio a conocer públicamente en 1948. En 1950
obtuvo una beca para cursar estudios en París. En esa época se
vinculó con las últimas corrientes de la pintura abstracta y con la
izquierda política. En 1951 dejó el grupo Dau al Set y comenzó
la senda que lo hizo trascender al mundo. Comenzó sus traba-
jos realizados con materiales residuales, en una mezcla de abs-
tracción y primitivismo. Había hallado su lenguaje pictórico. Su
obra, siempre de gran tamaño, se volvió casi monocromática y
agregó aditamentos a la pintura para lograr relieve y una textura
rugosa y muy espesa. Investigó sobre la materia trabajando con
tierra, arena, grattages, collages, incisiones; así empezó a expre-
sarse y logró su propia sintaxis pictórica. Su participación en la
“XXIV Bienal de Venecia” (1952) fue un trampolín al mundo.
Expuso luego con singular éxito en la “Galería Martha Jackson”
de Nueva York y obtuvo el “Gran Premio de Pintura de la Bienal
de Sao Paulo” en 1953.
La otra gran figura del “arte otro”, como Juan Eduardo Cirlot
bautizó al “informalismo” en España, fue Antonio Saura (1930-
1997), hermano de Carlos, el cineasta. Antonio creció durante la
Guerra Civilhttp://es.wikipedia.org/wiki/Barcelona en Valencia y
Barcelona junto a sus padres y hermanos. Debido a una tuberculo-
sis ósea que lo mantuvo cinco años en cama a partir de 1943, co-
menzó a pintar y a escribir. Careció de educación académica, como
Tapies. Expuso por primera vez en 1950 en Zaragoza y dos años
más tarde, en Madrid, pinturas oníricas y surrealistas. También
como su congénere catalán, fue decisiva para él su permanencia en

143
EL BLUES DE LA CALLE 51

París entre 1954 y 1956 en donde profundizó su ligazón con el


surrealismo, para luego tomar distancia del mismo. Fue en París
cuando comenzó sus trabajos experimentales en series que tituló
“Fenómenos” y “Grattages”. En 1954 abandonó la abstracción
y dos años más tarde realizó sus primeras pinturas en blanco y
negro a partir del cuerpo femenino, como lo estaba haciendo en
esos momentos De Kooning en Nueva York. Al volver a España
se agrupó con otros informalistas, como Manolo Millares y Pa-
blo Serrano. En 1957 expuso en París por primera vez y al año
siguiente, junto a Tapies y al escultor Eduardo Chillida (otro gi-
gante), en la “Bienal de Venecia”, que consagró mundialmente al
informalismo español. Habría que sumar a Modesto Cuixart, un
hábil tejedor de grafismos en relieve, muy bellos, y a Muñoz, que
trabajaba sobre madera, la quemaba y lograba obras de singular
rudeza expresiva.
Italia aportó a Alberto Burri, nacido en la Umbría en 1915.
Burri estudió Medicina y se recibió en la Universidad de Peru-
ggia. Como médico, participó de la segunda Guerra Mundial y
fue tomado prisionero en 1944. Derivado a un campo de de-
tención en Texas, Estados Unidos, comenzó a pintar. Finalizada
la guerra y liberado, retornó a Italia y se instaló en Roma para
dedicarse exclusivamente a la pintura. Pronto comenzó a expe-
rimentar con materiales y su informalismo fue muy cercano al
español, aunque puede vincularse, por los materiales de descar-
te utilizados, a la “estética del desperdicio” o al “arte pobre”,
también a “L’art brut”. Sin embargo sus trabajos, sobre todo los
realizados con arpillera, son sumamente bellos.
Otro artista ligado al informalismo desde el llamado “espa-
cialismo” fue el rosarino Lucio Fontana, cuando ya estaba radi-
cado en Italia. Allí desarrolló los momentos más trascendentes
de su vasta obra. En 1958 inició la “serie de los tajos”, consis-
tente en agujeros o tajos realizados a una tela colocada sobre
un soporte que la dota de un ligero relieve. Puede decirse que es
un arte de la destrucción, “destruir para crear”, como se anun-
ció en su última muestra, colectiva en Nueva York. Por último,
hay que agregar a la lista de notables italianos informalistas al
expresionista abstracto Emilio Vedova, cuyas obras de colores y

144
Lalo Painceira

contrastes violentos, de protesta, fueron amamantadas sin duda,


desde los dolores de la guerra.
El francés Jean Dubuffet, nacido en 1901, fue la otra gran
figura del informalismo europeo. Después de haber abandonado
la pintura para intentar suerte en el comercio vitivinícola, se de-
dicó totalmente a ella a partir de 1949. Amante de las obras no
académicas, fue un estudioso de las expresiones plásticas de los
enfermos mentales, de los niños y de todas las manifestaciones
que fueran espontáneas y que no pasaran por las galerías ni que
fueran imitaciones de expresiones clásicas. No se ató a preceptos.
Hizo paralelamente obras figurativas y abstractas. Siempre de
manera ruda, anti-académica, apelando a grandes empastes. Uti-
lizó el grattagge, el frottagge y toda técnica que fuera útil a su ne-
cesidad expresiva del momento. Pintó figuras humanas y también
animales a los que deformaba en esquemas similares a los dibujos
infantiles y no se ató a una paleta determinada, porque si bien sus
abstracciones se limitaron a tierras, ocres y grises, en la figuración
apeló a grandes contrastes, con una paleta cálida, superponiendo
complementarios, sobre todo el rojo al verde, los naranjas a los
azules. Él lo llamó L’art Brut y su arte está muy cercano a la na-
turaleza del expresionismo. Dubuffet tuvo relación epistolar con
Nelson Blanco porque se sintió atraído por los gatos, los desnu-
dos y las parras del pintor platense, uno de los protagonistas de
esta crónica. También en Francia no pueden obviarse los aportes
de Soulages, de de Stäel, del espectacular Mathieu, todos ellos
pintores de sólida formación y sutil manejo del color, como ha
caracterizado siempre a la “Escuela de París”. Vinculado a ellos
está Serge Poliakoff, un geométrico de gran lirismo.
El belga Karel Appel es un expresionista multicolor y abs-
tracto, que realizó un furioso e impactante mural en el edificio
de la UNESCO en París. Appel fue uno de los fundadores del
“Grupo Cobra” en Bélgica pero tuvo trascendencia internacio-
nal. Su obra se puede relacionar con algunas manifestaciones
de la “Nueva Figuración” que tendría grandes exponentes en la
Argentina. Alemania aportó a Hans Hartung, radicado en París,
un expresionista abstracto con fuerte influencia de la caligrafía
japonesa y a Wols, otro que apeló a soltar la línea en grafismos y

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EL BLUES DE LA CALLE 51

escrituras abstractas centradas en el espacio. Alejandra Pizarnik


dedicó un breve y bello poema a una de las obras de Wols: “Estos
hilos aprisionan a las sombras/ y las obligan a rendir cuentas del
silencio/ estos hilos unen la mirada del sollozo”.
Todos ellos fueron los principales santos de nuestro cielo laico
y revoltoso. Actualmente hay obras espléndidas de estos pintores
en el “Museo Nacional de Bellas Artes” y muchos expusieron en
aquellos años en nuestro país. Fue impactante e inolvidable ver
en 1961 la gran muestra de los informalistas españoles, todos
juntos, en el “Instituto Di Tella”. Más adelante me referiré espe-
cíficamente a los informalistas porteños, que pesaron mucho en
nosotros y algunos formaron parte de ese cielo nuestro.

Otras veredas

La otra vereda, representando la otra vanguardia en el rela-


to de la historia del arte, estuvo representada en esos años por
la rigurosidad de la geometría y el imperio del movimiento a
través del llamado arte cinético, de notable desarrollo en París.
Los cinéticos ganaron su lugar a partir de la difusión de la obra
y manifiestos de Víctor Vasarely y pasaron a ser predominantes
dentro de la corriente de un arte más racional.
El arte cinético cuenta con valiosos exponentes latinoameri-
canos aunque radicados en París. Entre ellos sobresalen el pla-
tense Luis Tomasello y el mendocino Julio Le Parc, junto al ve-
nezolano Jesús Rafael Soto.
Luis Tomasello nació en La Plata en 1915. Ya en 1932 se lo
reconocía por ser un joven inquieto. Radicado en Buenos Aires
ingresó a la “Escuela Nacional de Bellas Artes ‘Prilidiano Pue-
yrredón’”, de la que pasó, en 1940, a la “Escuela Superior de
Pintura ‘Ernesto de la Cárcova’”. Tomasello fue un pintor aca-
démico y figurativo hasta 1950. Resumiendo lo que se cuenta en
Internet y en los catálogos de sus exposiciones, puede agregarse
que en 1951 viajó a Europa, primero a la tierra siciliana de la
que había emigrado su padre, pero ya instalado en el Viejo Con-
tinente, descubrió la obra de Piet Mondrian. Vivió seis meses en

146
Lalo Painceira

París, se deslumbró con los vitrales medievales de Chartres y por


primera vez manifestó su atracción por los fenómenos del color
y la luz, temas determinantes en sus obras posteriores. Se radicó
en París en 1957, en pleno auge y reconocimiento del arte ciné-
tico, un lenguaje mediante el cual comenzó a expresarse aunque
todavía a través del plano. Recién al año siguiente realizó sus
primeros relieves donde en forma pionera, integró los efectos de
la reflexión de los colores. En 1958 se incorporó al grupo de la
famosa galería de vanguardia, Denise René, y se abocó por com-
pleto a desarrollar obras enfocadas a investigar los fenómenos
de la luz, jugando con el desplazamiento del espectador para
simular el movimiento de las formas. Sus trabajos son de una
factura impecable y generalmente, monocromáticos. Lo impor-
tante es el efecto de la luz, que logra con pequeños relieves que
forman figuras geométricas que al caminar el espectador, gene-
ran la ilusión óptica de movimiento. Un simple truco visual, pero
sumamente bello, como en general ocurre con las obras de arte
geométrico.
Con Julio Silva, Tomasello fue uno de los pintores que consti-
tuyeron el círculo íntimo de Julio Cortázar. Este platense fue pre-
miado en innumerables ocasiones, expuso en las principales ga-
lerías y museos del mundo. Gran amigo de César López Osornio,
uno de los grandes pintores argentinos y fundador y director del
“Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano de La Plata”
(MACLA), donó a esa institución gran parte de su obra que pasó
a ser patrimonio de los platenses. Quizás el más promocionado
artista cinético argentino es Julio Le Parc. Sobre todo desde una
recordada exposición en los ‘60 en el Di Tella. Nació en Mendo-
za en 1928, se hizo porteño como Tomasello e ingresó en 1943
a la “Escuela ‘Prilidiano Pueyrredón’” pero, a diferencia del pla-
tense, la abandonó al año siguiente. Según contó, contemplar la
relación que se establecía a través de los murales de la Galería
Pacífico con los espectadores le hizo valorar el rol del espectador.
Lo mismo que con Tomassello, resumo material escrito sobre
él. A partir de esa valoración del espectador, su obra fue siguien-
do pasos experimentales que se acentuaron cuando se radicó en
París en 1958, convertido ya en pintor abstracto. A los dos años

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EL BLUES DE LA CALLE 51

fundó en la Capital gala el grupo GRAV (Groupe de Recherche


d’Art Visuel -Grupo de Investigación de Arte Visual) al mismo
tiempo que se contaba entre los integrantes del grupo llamado
“Nueva Tendencia”. En 1966 realizó su primera exposición pri-
vada en Nueva York y pocos meses después obtuvo el “Primer
Premio de la “Bienal de Venecia’”, que significó su consagración
internacional. En 1967 realizó la ya mencionada muestra en el
Di Tella que denominó “Desplazamientos” e intervino exitosa-
mente en la exposición “Luz y Movimiento” realizada por el
“Museo de Arte Moderno” de París. Activo participante de las
jornadas del Mayo Francés, fue expulsado de Francia, una me-
dida que duró cinco meses. Obtuvo el permiso de volver a París
merced a las protestas de artistas e intelectuales galos. La obra de
Le Parc fue para la geometría de ese momento, innovadora y au-
daz; buscó involucrar absolutamente al espectador. Para ello re-
currió a iluminaciones artificiales, efectos espectaculares, reflejos
y desplazamientos, por ejemplo, con bandas que se movían por
dispositivos mecánicos ocultos, el fluir de líquidos fosforescen-
tes, el movimiento de hilos de nailon. Sus esculturas, en ciertos
casos, son genuinas instalaciones que envuelven a ese espectador
que tanto le había preocupado desde tiempos de estudiante.
Por último, parte fundamental de este movimiento en Europa
es el pintor y escultor venezolano Jesús Rafael Soto, quizás la fi-
gura más emblemática desde Vasarely con la creación de sus “pe-
netrables”, que permiten al espectador ingresar en sus esculturas
realizadas en hilos de un material que mantiene su verticalidad
y a la vez permite jugar dentro de ella e interactuar. Uno de esos
penetrables está en el MALBA, el Museo privado de la avenida
Figueroa Alcorta en Buenos Aires.
La aparición de todos ellos fue una década o dos posterior a
la irrupción de la geometría en la Argentina, que tuvo anteceden-
tes muy valiosos desde los’40. Por ejemplo, el “Grupo Madí”, in-
tegrado entonces por Carmelo Arden Quin y Gyula Kosice como
sus exponentes más notorios, y al mismo tiempo, la “Asociación
Arte Concreto-Invención”, con Tomás Maldonado como la figu-
ra más conocida y redactor de sus virulentos manifiestos. Esta úl-
tima tendencia se aúna a la experiencia europea de artistas como

148
Lalo Painceira

Max Bill para continuar la aventura iniciada por la Bauhaus con


trabajos en el diseño y en la arquitectura. El grupo platense de
arte concreto depositó su primera mirada en esta corriente (leer
más adelante lo que escribió Gonzalo Cháves), aunque luego al-
gunos sumaron los aportes del arte óptico o cinético que con el
transcurrir de los años, abandonaron.
Hubo otra vanguardia más radical incluso que el arte con-
creto y el informalismo, que se desarrolló fuera de los circuitos
convencionales de lo “artístico”. Esta expresión, que puede con-
siderarse descendiente del dadaísmo, unió valiosas experiencias,
como el “Arte correo”, la música experimental (John Cage), la
poesía visual y algunas expresiones que pueden incluirse dentro
del arte conceptual. Uno de sus “laboratorios” creativos fue el
Black Mountain College, en Carolina del Norte (EE.UU.), du-
rante los cincuenta. A esta propuesta adherirían a finales de los
sesenta los platenses Edgardo Vigo y Graciela Gutiérrez Marx,
esta última artista que hoy sigue levantando la bandera de la van-
guardia y que ha publicado recientemente Artecorreo- Artistas
invisibles en la red postal, imprescindible investigación que narra
ese camino no convencional del arte y de la expresión social. Es-
tas manifestaciones fueron también revolucionarias al enfrentar
la tiranía del mercado que domina hoy a las artes plásticas.
Una coincidencia que no debería extrañar ya que habitamos
el continente latinoamericano: en paralelo a las primeras expe-
riencias informales porteñas nació el grupo de arte social “Es-
partaco”. En 1957, tres jóvenes pintores de 27 años expusieron
en la “Asociación Estímulo de Bellas Artes”. Sus nombres: Ricar-
do Carpani, Juan Manuel Sánchez y Mario Mollari; sus preten-
siones eran las de inscribirse en las luchas políticas y obreras de
su tiempo con un lenguaje que rechazaba el naturalismo del lla-
mado realismo socialista. Fueron los herederos de una tradición
de las artes argentinas de la primera mitad del siglo XX, vincu-
lada más al expresionismo que al naturalismo e integrada por
excelentes pintores y grabadores que ilustraban los diarios de
las agrupaciones obreras en lucha, como Facio Hebequer, Adol-
fo Bellocq, Abraham Vigo y el escultor Agustín Riganelli, todos
nacidos entre 1890 y 1900. Estos plásticos estaban vinculados

149
EL BLUES DE LA CALLE 51

a literatos de su tiempo, que les aportaron un sustento estético


difundido por la “Unión de Plásticos Proletarios”. Vinculados al
grupo literario de Boedo, lejos del de Florida, se diferenciaban
por sus propuestas ideológicas, como contó el platense Álvaro
Yunque: “Los de Boedo queríamos transformar al mundo y los
de Florida se conformaban con transformar la Literatura. No-
sotros éramos revolucionarios y ellos sólo vanguardistas”. Más
directo fue Leónidas Barletta: “Los de Florida querían la revolu-
ción para el arte. Los de Boedo, el arte para la revolución”.
A fines de los cincuenta, “Espartaco” mostró una obra con-
tundente, de excelente factura plástica y sustentada en un dibujo
impecable. Todos sus integrantes tenían una sólida formación
académica. Mollari fue más latinoamericanista e indigenista en
sus motivos, Sánchez pintó el paisaje fabril y Carpani, que fue
la figura más trascendental de todos ellos, mostró al público las
luchas obreras, retomando los temas clásicos del arte social. Sus
proletarios, que parecen tallados en piedra, fueron la imagen de
la CGT de los Argentinos y de la realidad de los trabajadores.
También se hizo cargo de los afiches pidiendo por la libertad
de los presos políticos en tiempos de la dictadura militar de
Onganía-Levingston-Lanusse. Carpani aportó además valioso
material teórico. En 1962, ya identificado con el movimiento na-
cional y popular, publicó La política en el arte, que contó con un
valioso Prólogo de Juan José Hernández Arregui, editado enton-
ces por Coyoacán y reeditado ahora por Peña Lillo, Ediciones
Continente. La política… es un libro indispensable para enten-
der su estética y su militancia, siempre firmemente ligadas. En el
Prólogo, Carpani cataloga su texto como “un libro de combate
y no pretende ser más que eso”. Sin embargo, se constituyó en
una pieza esencial para comprender la última expresión de arte
social en nuestro país.
Hay dos pintores con temática social no exclusiva pero inelu-
dibles en la historia del arte de nuestro país, por su gran calidad
pictórica y su compromiso. Son Antonio Berni y Carlos Alonso.
Debería también sumar a Juan Carlos Castagnino y a Lino Eneas
Spilimbergo. Pero como los cuatro forman parte de la historia
del arte argentino, pese a su enorme presencia en los cincuenta y

150
Lalo Painceira

los sesenta no corresponde analizarlos en una crónica sobre las


vanguardias y el informalismo. Aunque Berni, con su “Juanito
Laguna” y su “Ramona Montiel” supo inscribirse en el terreno
de una avanzada lindante con ciertas corrientes expresionistas
emparentadas al informalismo, a las que dotó de su mirada crí-
tica sociopolítica.
Berni, que ya era uno de los grandes maestros consagrados de
la pintura argentina, arriesgó en la búsqueda de un lenguaje que
lo colocó un paso adelante de la plástica de vanguardia, sin perder
la orientación social en su obra que ya lo caracterizaba en los ‘50.
Después de viajar a Europa y recibir importantes premios nacio-
nales e internacionales, como la máxima distinción en la “Bienal
de Venecia”, encontró un lenguaje propio y expresionista con el
que buscó primero reflejar las luchas obreras y después, a par-
tir de 1957, tomando elementos del informalismo, del arte pobre
italiano y del arte bruto francés, sin abandonar la figuración, re-
flejar momentos de la vida de dos personajes a los que convirtió
en mito: Juanito Laguna y Ramona Montiel, hijos de la miseria,
convivientes de los desperdicios, los basurales, en sus casillas de
chapa y cartón. Sin embargo, no se trató de obras acentuadamente
dramáticas al estilo de “Sin pan y sin trabajo”, de De la Cárcova,
pintada entre 1892 y 1893. Por el contrario, Juanito juega en los
basurales, remonta barriletes y vuela con sus sueños de niño en el
mismísimo Sputnik, transitando un cielo que no lo tuvo en cuenta.
Paralelamente aparece Ramona, que ya es toda una mujer, obliga-
da a vivir de lo que puede, que es el alquiler de su propio cuerpo.
Ramona lo ofrece porque es parte del código de la miseria, esa
explotación laboral y física de la mujer convertida en mercancía.
Es una hija de la pobreza extrema y de la exclusión, como Juanito.
Los dos habitan en los márgenes aunque paradójicamente fueron
exhibidos en el principal y más refinado encuentro internacional
de arte, Venecia, y se llevaron el máximo premio. Entre canales,
palacios, templos gigantescos que olvidaron a Jesús pero que tie-
nen siempre presente al turismo, ellos se mostraron de la mano de
Berni. Juanito y Ramona ganaron la pulseada.
Es posible que se deba incluir entre la vanguardia vinculada
al pensamiento surgido del modernismo al “Conceptualismo”,

151
EL BLUES DE LA CALLE 51

aparecido con posterioridad, al menos en nuestro país, donde las


primeras manifestaciones se visualizan en 1967 en el Di Tella,
fundamentalmente en el grupo de artistas que rompen con el
Instituto. En la Argentina hubo grandes pintores conceptualis-
tas, entre ellos nuestro amigo Víctor Grippo. Otras exposiciones
representativas del conceptualismo nacional fueron las ya men-
cionadas y muy posteriores “Tucumán Arde” y “Arte Político”.
A diferencia del conceptualismo norteamericano, el de nuestro
continente se vinculó más a la realidad sociopolítica coyuntu-
ral. Según Simón Marchan-Fiz, se trató de un “conceptualismo
ideológico”. Fueron sus exponentes nacionales Víctor Grippo,
Luis Benedit, Jacques Bedel, Leopoldo Maler, Alfredo Portillo,
Clorinda Testa, Liliana Porter, entre otros. A su manera, uniendo
ese fuerte lazo social con una veta muy lírica se encuentra dentro
del conceptualismo la bella obra realizada en Italia por nuestro
Antonio Trotta. También en la actualidad no puede dejarse de
mencionar el importante aporte en esta línea de compromiso,
del actual “Grupo Escombros -Artistas de lo que queda”, inte-
grado por plásticos y poetas que militaron en distintos grupos
del año ’60: Héctor Puppo en la geometría y Luis Pazos en la
poesía visual, los happenings y ligado a Vigo, en otras muestras
contestatarias del arte.

Otras disciplinas

En el campo de la música académica o de conservatorio -para


diferenciarla de las encorsetadas como expresiones populares
-se conocieron en La Plata de ese tiempo las experiencias de la
música concreta y electrónica, que escuchábamos en pequeños
reductos, con algo de rito religioso. ¿Qué habitante de aquellos
años, ligado a la cultura, no recuerda la perturbadora belleza
que lo atrapó al escuchar por primera vez “El canto de los ado-
lescentes” (traducido también como “Canción de los jóvenes”)
de Stockhausen?
Debo nombrar a quien al menos yo conocí como primer van-
guardista dentro de la música académica. Se trata de Enrique

152
Lalo Painceira

Gerardi, alumno de Gianneo, Ginastera y Gilardo Gilardi y en


Francia de Pierre Schaeffer y Pierre Henry, que fue quien divulgó
y experimentó dentro de la música contemporánea en aquellos
años. Profesor en la “Escuela Superior de Bellas Artes en Cine-
matografía”, donde dictaba la cátedra de Sonido a comienzos de
los ’60, fue uno de los que expresaron en el país la experimen-
tación que vivía la música. Después ingresó al selecto equipo
del Di Tella. Su primera repercusión vanguardista la logró con
su obra “Figura-fondo para piano, guitarra eléctrica, percusión,
cinta magnética y pintor”, estrenada en el “Teatro Argentino”.
Durante el desarrollo de la obra, un artista plástico pintaba un
cuadro al que los intérpretes, en simultáneo, le iban poniendo
música en un juego de interrelación creativa e improvisada. Ya
en el siglo XXI, Gerardi prosiguió experimentando y creando
en el mundo de los sonidos y realizó conciertos en el “Museo de
Arte Contemporáneo Latinoamericano de La Plata” (MACLA).
Con su vigencia siguió abriendo mentes y almas a una música
que busca no detenerse en el tiempo sino ser una expresión del
mundo y la época que transita. Gerardi no frecuentó nuestros
ambientes. Quizás coincidió nuestra irrupción con la beca en
París de su esposa, Angélica Vega Segovia, reconocida filóloga,
oportunidad que Gerardi aprovechó para conectarse con sus
grandes maestros.
En la danza adquirieron resonancia los que continuaron las
experiencias iniciadas por Isadora Duncan y otros vanguardis-
tas, muchos descendientes del expresionismo alemán como Dore
Hoyer, que montó su laboratorio en el “Teatro Argentino” de La
Plata, donde engendró discípulos tan talentosos como Iris Sca-
cheri y Oscar Araiz y montó dos espectáculos que sacudieron al
mundo de la danza de todo el país, un público que viajó hasta La
Plata para conmocionarse.

Dore Hoyer era inmensa, categórica, de una personalidad


arrolladora y de carácter muy fuerte. Una sola vez me enfren-
té a ella. Fue una tarde cuando terminaba el verano de 1961 y
estábamos con Alejandro Puente y Poroto Sitro en el “Capitol”

153
EL BLUES DE LA CALLE 51

bebiendo algo fresco. No era un día con la pesadez característica


del húmedo verano platense, cuando el cielo parece una carga
para el peatón. No. Por el contrario, era un día relativamente
fresco, apto para caminar y hasta para sonreír. No recuerdo la
hora pero al rato de estar sentados charlando pasó una de nues-
tras amigas bailarinas cargando su pequeño bolso conteniendo
su ropa de ensayo, rumbo al Teatro. Y fuera quien fuera, ahora
no tengo la seguridad porque dudo entre dos de nuestras amigas
bailarinas. Nos invitó a ir al Teatro porque Dore Hoyer, que des-
pertaba en nosotros el más grande de los respetos por trayectoria
y fama, quería buscar un coro de movimiento. “Vengan a mover-
se un poco. Fueron actores y gente que no tenía idea de la danza.
Así la conocen a ella y ven un ensayo”, dijo divertida y ahora se
me aparece invitándonos con cierto gesto burlón, chispeante. Y
si lo expresó, realmente tenía razón.
Los tres estábamos en ropa de calle. Pantalones largos con
cinturón, medias, zapatos y una camisa. Y asentimos. “Vamos,
pero a mirar”, aclaramos, lo que provocó la sonrisa de nuestra
amiga. Y fuimos los cuatro caminando bajo la sombra de los añe-
jos plátanos de la rambla. Poroto aprovechó las dos cuadras que
nos separaban del Argentino para contarnos que tenía experien-
cia escénica porque había comenzado a vincularse al arte a través
del “Teatro de la Universidad” que dirigía Gené (Juan Carlos)
y había trabajado en una obra. “¿Qué rol te tocó interpretar?”,
le preguntamos. “De muerto”, respondió. “¿Cómo de muerto?”.
“Sí. Tuve que estar allí, en el escenario, quieto, sin moverme. Rí-
gido”. Y los cuatro largamos la carcajada. “Aquí no te va a pasar
eso, vas a tener que moverte”, le advirtió nuestra amiga.
Los ensayos de danza poseen un clima y una belleza que no
guarda ningún otro ensayo que yo haya visto. Las ropas colori-
das, las posiciones, los cuerpos perfectos a los que Degas rindió
culto, ellas y ellos de pie, erguidos, sabiendo que siempre des-
cansan sobre un pedestal. Por eso, el sólo hecho de entrar en la
sala nos enmudeció. Nos volvió liliputienses, porque esa visión
impactó sobre nosotros, o al menos así lo recuerdo, como una
sobredosis de belleza. Supongo que fue la misma sensación del
personaje que interpretó Marcello Mastroiani en “La Dolce Vita”

154
Lalo Painceira

cuando ingresó a ese gran templo blanco y escuchó que su amigo,


el intelectual interpretado por Alain Cuny, ejecutaba en el órga-
no de la iglesia la “Tocata y Fuga” de Bach. Él solo, inmerso en
esa enormidad desértica, en ese cielo derramado sobre ese templo
impoluto de Roma. Mastroiani guardó silencio y cuando habló
con su amigo, lo hizo murmurando, con una voz casi inaudible.
Supongo que en demostración de respeto o de rendición ante lo
inconmensurable. Esa fue exactamente la sensación que sentí
cuando entró Dore Hoyer, a la que vi gigantesca. Al menos así
me lo dicta mi memoria hoy, transcurridos casi cincuenta años,
un recuerdo quizá barnizado por las pasiones ocultas de Degas.
Estábamos sentados en el suelo, en el rincón más oscuro y le-
jano del salón, como tres chicos que van a la escuela y no quieren
que les tomen la lección, sin saber que eso es fatal. Porque fueron
esos gestos los que desnudaron nuestras falencias.
No obstante, comenzó el ensayo guiado por su vozarrón cor-
tante de acento germánico y pésimo español, manteniendo un
tono gélido que hacía imposible todo elogio, toda ternura, toda
calidez. Y de golpe posó sus ojos en nosotros tres. Nos queda-
mos paralizados. Al menos yo, que era muy tímido, callado, al
punto de parecer distante. Cuando vi que se acercaba a nosotros
marchando como un oficial ante la tropa, maldije el momento
en el que aceptamos la invitación. Pero era tarde. Se paró delante
de nosotros. Puños cerrados en la cintura y así nos increpó -por-
que su manera de interrogar era imperativa- sobre los motivos
por los que estábamos allí. Balbuceamos algo que ni recuerdo,
no delatamos la invitación de nuestra amiga que guardó silen-
cio pero no su sonrisa. “Aquí el que no baila se va. Y ya”. Nos
miramos con Alejandro y nos retiramos los dos esbozando una
disculpa tonta como “no tenemos ropa adecuada”, a lo que res-
pondió: “Se puede bailar con cualquier ropa y si quieren, des-
nudos”. Creo que hasta mis manos se ruborizaron. Salimos con
Alejandro cruzando una mirada de bronca hacia la amiga que no
aguantaba la risa, pero Poroto se quedó. Se quitó los zapatos que
dejó prolijamente en un rincón, y al irnos, me di vuelta para ce-
rrar la puerta, y lo vi en medias, con la camisa que se le salía del
pantalón, dar un gran salto, una especie de grand jette a lo Ni-

155
EL BLUES DE LA CALLE 51

jinsky en el “Espectro de la Rosa”. Al fin y al cabo, habiendo inter-


pretado a un muerto, bien valía un escenario para que se moviera.
Pese a nuestra inocencia al haber ido y al maltrato, fuimos a
ver “La idea” y la vimos más una vez, hasta amarla. Siempre la
aplaudimos de pie, como merecía ese genio que fue Dore Hoyer.
En cuanto a la bailarina que nos llevó, siguió siendo nuestra amiga
y ahora me acuerdo de quién era porque siempre nos reíamos al
acordarnos de aquella experiencia y todos, ella incluida, respeta-
mos y aprobamos la desinhibición total de Poroto. Ese gran salto
vistiendo un pantalón gris de calle y con las medias arrugadas, que
humanizó la perfección estética que lo rodeaba, perdurará siem-
pre en mi memoria. Puede ser que me haya poseído un espíritu
degasiano en la descripción del ensayo y que el blanco y negro
que siempre impone el paso del tiempo haya exagerado algunas
sensaciones narradas sobre ese momento. Pero ocurrió y quizás
sólo habrá que sumarle algunos grises intermedios, los que siempre
contiene la vida cotidiana, para acercarlo a la realidad.

La vanguardia de fuerte tinte expresionista abarcó a todas


las artes y fue la respuesta a ese mundo que expiraba, respuesta
que a veces fue elíptica, no directa ni explícita, pero que siempre
trascendió a su tiempo. Y esa vanguardia no fue elitista, no se
agotó en el debate estético de los ámbitos académicos ni en la
cátedra. Tampoco se circunscribió a sus galerías, museos, salo-
nes, auditorios, escenarios o libros, sino que se extendió, o mejor
dicho, interactuó con las voces populares, lo político, lo religio-
so, las costumbres y las relaciones sociales. Porque cuando los
jóvenes rebeldes de Occidente volcaron su furia o su angustia,
dieron nacimiento al expresionismo abstracto, al informalismo
matérico, al teatro de “Los iracundos”, a la literatura beat, a los
films franceses o italianos o ingleses o a Bergman, con su angus-
tia metafísica, también empezaron a escucharse nuevos sonidos
en la música popular acompañando los cambios totales de un
presente que se extendió desde los ‘50 y abarcó los ‘60, y que
en nuestro país fue brutalmente asesinado a mediados de los
setenta.

156
Lalo Painceira

Comencemos por la música popular y en las grandes capitales


del mundo. En esos años, los cafetines se llenaban de jóvenes de
apariencia melancólica que parecían ser discutidores empederni-
dos. Pero como fondo de sus debates, charlas y silencios, se es-
cuchaba la música de un Charlie Parker (¿qué intelectual, artista
o estudiante argentino no lo amó después de leer el maravillo-
so cuento de Cortázar “El perseguidor”, incluido en Las armas
secretas?), Gerry Mulligan, Chet Baker, Dave Brubeck, Chico
Hamilton, Horace Silver, Thelonious Monk, todos ellos revolu-
cionarios del jazz, y al poco tiempo, los primeros LP de esos dos
genios que fueron Miles Davies y John Coltrane. Mientras tanto,
París seguía ganado por la melancolía y la protesta con Brassens,
Piaf, Juliette Greco, Jacques Brel y un muy joven Ives Montand,
e Italia vibraba con cantantes fantásticas como Ornella Vanno-
ni, por ejemplo, y en el cercano Brasil unos hermanos bahienses
y otros músicos y poetas vigorizaban sus ritmos tradicionales.
También en esos años comenzaba a escucharse el rock, música
que no nos alcanzó a nosotros, integrantes del Grupo Sí, como
lo hizo el jazz y el tango de vanguardia. Porque en ese mismo
momento, el tango también vio nacer su última vanguardia. As-
tor Piazzolla (al que se sumaría Eduardo Rovira en 1959 con su
agrupación, “Tango moderno”) dejó de lado las esquinas con
farol, guapos, shoficas y papusas, para anclar en su tiempo, re-
volucionando la música popular rioplatense. Piazzolla formó su
Octeto en 1955 y en 1959 compuso “Adiós Nonino”, hoy con-
vertido en un himno. En 1960 organizó su Quinteto, que sostuvo
el mismo vuelo musical a través de las series del Ángel y de las
estaciones, como “Verano porteño”. Piazzolla y Rovira tocaban
en las noches de “Gotán”, boliche bautizado desde ese memora-
ble poema de Juan Gelman que comienza: “Esa mujer se parecía
a la palabra nunca…”. Allí completaba el staff permanente un
grupo que daba voz a los barrios porteños y que era liderado por
el “Tata” Cedrón, entonces muy jovencito.
Los movimientos de avanzada estuvieron silenciados en la
URSS y en los países del Este. Se ignoró que la vanguardia fue
parte de la Revolución de Octubre al aportar poetas como Vla-
dimir Maiacovski y Sergio Esénin, plásticos como Kandinsky,

157
EL BLUES DE LA CALLE 51

Malevich y Chagall y los constructivistas rusos, cineastas como


Eisenstein y Vertov, además de los aportes teatrales de Meyer-
hold. Lo curioso es que todos ellos fueron militantes revolucio-
narios y mientras vivió Lenin y Trostky permaneció en la URSS,
ocuparon cargos de relevancia en las áreas que definían las polí-
ticas culturales. Cuando Stalin implantó su dominio absoluto y
personalista, todos debieron marchar al exilio o callar o, como
Esénin y Maiacovski, optar por la solución última para integrar-
se al infinito. Stalin primero, y luego la gerontocracia que lo su-
cedió en el poder, impusieron el monumentalismo arquitectónico
y escultórico y el mal llamado “realismo socialista” para la pin-
tura y la literatura. Se silenciaron todas las voces discordantes,
incluso trágicamente. Fueron incapaces de escuchar el clamor de
Maiacovski antes de elegir la muerte: “¡Resucitadme,/ aunque
más no sea,/ porque soy poeta,/ y esperaba el futuro…” (Antolo-
gía poética. Editorial Losada. Traducción de Lila Guerrero). An-
tes, en 1925, Maiacovski le dedicó un bellísimo poema a Sergio
Esénin, que ya se había quitado la vida, que comienza: “Usted
se fue/ como se dice/al otro mundo” y finaliza: “Para la alegría/
nuestro planeta/está poco preparado./ Debemos arrancar/ la ale-
gría/ a los días venideros./ En esta vida,/morir es cosa fácil./ Ha-
cer vida,/ es mucho más difícil” (Ídem). Maiacovski brindó la
prueba: se suicidó de un balazo en 1930.
Hay un bellísimo y profundo trabajo de León Trotsky dedi-
cado a Esénin en donde afirma, tomando la imagen de esa despe-
dida de Maiacovski, que pese al apoyo a la Revolución “Esénin
no era de este mundo” (Textos sobre Arte, Cultura y Literatura,
Jorge Sarmiento Editor, 2008), para concluir afirmando que no
obstante, “la revolución instaurará para cada individuo el dere-
cho no sólo al pan, sino a la poesía”, dándole la razón a ese Esé-
nin que escribió, después del octubre victorioso de 1917, “daré
mi alma entera a vuestro octubre y a vuestro mayo,/Pero mi lira
bienamada nunca la cederé”.
En 1953 murió Stalin y lentamente comenzó un proceso que se
conoció como “deshielo”, con Ilya Ehrenburg como principal vo-
cero cultural de esa transición. Por la rendija que se abrió se aso-
mó al mundo un nuevo cine soviético. El film más emblemático de

158
Lalo Painceira

esa época fue “Pasaron las grullas” (1957), de Mikhail Kalstosov,


con el conmovedor rostro de Tatiana Samoilova, que arrasó con
los premios en el “Festival de Cannes”. Esta película incluyó por
primera vez la autocrítica política dentro del arte ruso.
Desde ya, hubo grandes excepciones en el Este socialista. En
Berlín trabajó Bertold Brecht que revolucionó el teatro; también
con anterioridad y en plena purga stalinista, Maiacovski había
demostrado que el arte puede ser “un arma cargada de futuro”
según la definición de Gabriel Celaya, y hasta es lógico que en un
proceso revolucionario convivieran la vanguardia de alto nivel
con el arte que expresa las voces de la trinchera.
En este panorama del arte de los cincuenta y sesenta, ¿será
“posible adivinar cómo valorarán las historias de la cultura del
siglo XXI a los logros artísticos de la segunda mitad del siglo
XX?”, como se pregunta Hobsbawm (op. cit.). Él mismo se res-
ponde más adelante: “Sería difícil hacer una lista de pintores de
entre 1950 y 1990 que pudieran considerarse grandes figuras (es
decir, dignos de ser incluidos en museos de otros países que los
suyos), comparable con la lista del período de entreguerras”…
Y nombra a Picasso, Matisse, Soutine, Chagall, Rouault, Klee y
“a dos o tres rusos y alemanes y a uno o dos españoles y mexi-
canos. ¿Cómo podría compararse a ésta una lista de fines del
siglo XX, aún incluyendo a algunos líderes del expresionismo
abstracto de la Escuela de Nueva York, a Francis Bacon y a un
par de alemanes?”.
¿Será así? ¿El gran estallido de la modernidad habrá comen-
zado a decaer a partir de la posguerra del ’45, como lo deja
entrever Hobsbawm?
Más allá del cuestionamiento que plantea interrogantes de
este calibre a los que todavía no se les puede dar respuesta, de-
bemos conformarnos con asegurar -como lo hace el historiador
inglés- que el arte abstracto y, más específicamente, la oleada
expresionista o romántica, fue fiel representante de su tiempo. Y
que más allá de esos interrogantes y sus inclusiones, representó
la última expresión de vanguardia antes de que el posmodernis-
mo licuara todo y tratara infructuosamente de arrebatarle a la
historia su relato y su sentido.

159
EL BLUES DE LA CALLE 51

En este apretado panorama mostré lo ocurrido en aquellos


años fundamentalmente en los dos mundos en los que se partía
el hemisferio norte y en algunos territorios vulnerables, para ser
fieles a Marta Traba. Los mundos que ejercían una fuerte in-
fluencia internacional en todos los aspectos de la vida. Desde la
filosofía hasta el arte, desde la política hasta la religión.
Pero sucede que ya no había dos mundos. Eran tres. Y el pár-
vulo, bautizado como Tercer Mundo, comenzó a tener voz propia.

160
Lalo Painceira

VII. El sol se asoma por el Sur

Sobre ese paisaje, marcado por las profundas huellas de li-


bertad y pensamiento crítico aportadas por intelectuales y ar-
tistas del Primer Mundo, comenzó a filtrarse en la posguerra la
influencia de los pueblos del Sur, esos grandes ausentes del rela-
to histórico y cultural elaborado desde la cátedra de Occidente
y también, desde los teóricos “vulnerables”, al decir de Traba.
Lo dice muy bien el maestro Sartre en su célebre Prólogo a Fa-
non señala que los sumergidos y sometidos habían recuperado
la palabra, y “las bocas se abrieron solas; las voces, amarillas
y negras, seguían hablando de nuestro humanismo, pero para
reprocharnos nuestra inhumanidad”.
El mundo era otro y contaba con nuevos protagonistas.
Los ignorados habitantes de las viejas colonias y de los países
dependientes o sometidos, para usar una voz fanoniana, como
los de Latinoamérica, habían comenzado a alzar sus voces y a
ser escuchados y notados. “El verdadero desarrollo es poner al
hombre de pie”, clamó en los ‘60 el obispo brasileño Helder
Cámara después de encabezar una manifestación de protesta
de “Los sin Tierra” que previamente había disfrazado de pro-
cesión para evitar la represión policial. Se pensó entonces que
habían llegado a su fin años y años de sometimiento. Se tuvo la
certeza de que esas guerras o luchas políticas de liberación em-
prendidas en ese momento histórico, serían las últimas libradas
por el hombre para lograr su liberación definitiva de los viejos
imperios.
Mirado desde el hoy, siglo XXI, aquellas certezas suenan a
ingenuidad angélica, pero así pensaban entonces las voces de la
nueva esperanza. Esperanza desprejuiciada en lo teórico, capaz
de unir el cristianismo con el marxismo y con viejas tradiciones
orientales y africanas; el internacionalismo marxista y la revo-
lución permanente de Trotsky con la exaltación de lo nacional
y lo ancestral. Esperanza que en muchos cristianos reemplazó al
Dios lejano, jerárquico y abstracto de los catecismos tradiciona-
les y de las Instituciones, y lo hizo tan cercano que lo convirtió
también en fundamento para el combate que libraban junto a

161
EL BLUES DE LA CALLE 51

los ateos, ante el mismo enemigo, porque coincidían en poner al


hombre y a su realización plena, como objetivo final de esa lucha.
Esa esperanza tuvo un nombre: revolución. Y se hablaba de
ella sin eufemismos. Porque aquel sol liberador que antaño se
asomaba por el Este había sido suplantado por un nuevo ama-
necer que iluminaba a todo el planeta desde el Sur. Y esa nueva
aurora encendió a jóvenes de todo el mundo, incluidos los del
Norte, tanto de Occidente como del Este.
Fue un proceso largo y cruento porque los viejos imperios
no se entregaron graciosamente ni reconocieron la libertad de
sus colonias. Esas políticas de liberación se convirtieron a veces
en guerras prolongadas. Después de Egipto, con independencia
muy temprana aunque con interrupciones, la India fue una de
las primeras naciones que pusieron punto final al colonialismo
luego de largos años de resistencia pacífica guiada por Ghan-
di. Logró su independencia en 1947, casi al finalizar la Segunda
Guerra Mundial. Pero no siempre los pueblos prefirieron inmo-
larse y convertirse en víctimas arrojándose a las vías de un tren
para detenerlo -que no deja de ser violencia- como forma de
resistencia. África, Asia y Latinoamérica fueron escenarios de lu-
chas heroicas y de testimonios ejemplares de coraje y convicción
combatiente. Países africanos como el Congo y Argelia, asiáti-
cos como Vietnam y China, y latinoamericanos como Cuba y
Colombia, fueron paradigmáticos en aquellos años y aportaron
prototipos revolucionarios como Patrice Lumumba, Ben Bella,
Frantz Fanon, Mao, Ho Chi Min, Fidel, el Che y Camilo Torres.
Ese nuevo mundo surgente estaba presente en todas las calles
del mundo. Sólo quedaba salir a su encuentro. Las izquierdas
tradicionales obedientes al Este, que manejaban el marxismo or-
todoxo de los manuales, también sintieron el cimbronazo del
nuevo llamado y a través de esas voces desconocidas descubrie-
ron un nuevo horizonte: las revoluciones nacionales y populares.
En los primeros años de la década del sesenta, aquí en La Pla-
ta también empezamos a escuchar esas voces, y nos dimos cuenta
de que los clásicos marxistas tenían lecturas diferentes y de que
adquirían una nueva dimensión a través de una praxis nueva,
no tan académica ni universitaria, pero viva. Realidad que tiñó

162
Lalo Painceira

toda la década encarnando la premisa de Mao: “rebelarse está


justificado”. Mao, que había liderado la creación de la Repúbli-
ca Popular China en 1949, aportó una práctica y teoría funda-
mental para ese tiempo de fuertes cambios, en los que había que
tener fortaleza y convicción para resistir, porque “cada vez que
se levanta un tifón, los vacilantes, incapaces de resistirlo, se tam-
balean… Sólo los grandes árboles se yerguen inconmovibles”.
Este tránsito, este abandono de modelos y manuales teóricos
que lo explicaban todo como catecismo infantil, no fue senci-
llo para los artistas, intelectuales y jóvenes de Occidente y del
Este. Tampoco para muchos del Sur, tan acostumbrados a esa
dependencia, porque la nueva realidad creó casi la obligación
de escuchar las propias raíces, de hurgar en la conciencia social,
política, cultural y hasta religiosa de los propios pueblos, lo que
provocó una profunda crisis en el campo del arte. La revolución
del pensamiento no tenía dique que la contuviera. También era
dialéctica y permanente.
Como ya se mencionó, para Marta Traba los ’50 y ’60 con-
formaron las “dos décadas vulnerables del arte”, vulnerabilidad
hija del sometimiento a “las modas extranjeras”. Situación que
se modificó, sobre todo a partir de mediados de los ’60, cuando
la prepotencia de la realidad clavó a los artistas en su propia tie-
rra, quizás buscando dar respuesta a la convocatoria del nuevo
mundo que Fanon sintetizó para los escritores y artistas africa-
nos en 1959:

Si el hombre es su obra, afirmaremos que lo más urgente


actualmente para el intelectual africano es la construc-
ción de su nación. Si esa construcción es verdadera, es
decir, si traduce la voluntad manifiesta del pueblo, si re-
vela, en su impaciencia, a los pueblos africanos, entonces
la construcción nacional va acompañada necesariamente
del descubrimiento y la promoción de valores universales.
Lejos de alejarse, pues, de otras naciones, es la liberación
nacional la que hace presente a la nación en el escenario
de la historia. Es en el corazón de la conciencia nacional

163
EL BLUES DE LA CALLE 51

donde se eleva y se aviva la conciencia internacional. Y


ese doble nacimiento no es, en definitiva, sino el núcleo
de toda cultura.

Y desde el arte y el pensamiento hubo que vencer fuertes con-


tradicciones internas para llegar a percibir esa voz nueva que
comenzaba a escucharse. Al menos en el ambiente cultural de
nuestro país se trató de un proceso paulatino, no de un despertar
al estilo de la conversión de San Pablo. Con relación al tema
central de este relato, cuando las nuevas voces llegaron con cla-
ridad a nuestro país, el Grupo Sí ya no existía. Tampoco supi-
mos escuchar en profundidad la nueva voz que había nacido en
nuestro continente en 1959: la Revolución Cubana. El horizonte
del nuevo mundo quedó al alcance de la mano. Así comenzó en
el continente la “marcha incontenible de los pueblos” que vis-
lumbró el Che. La mítica década de los ‘60 había comenzado, en
realidad, un año antes.

Horacio Elena es más que un amigo. Es un hermano de esa


familia que uno elige en la vida. Somos amigos desde pibes,
cuando él vivía en Mar del Plata y yo en La Plata. A los dos nos
gustaba dibujar y pintar. Terminado el bachillerato, con Hora-
cio y su familia ya instalados en La Plata, resolvimos ingresar
los dos a Arquitectura, carrera que abandonamos yo al finalizar
primer año y Horacio, el segundo. Pero aunque breve, el paso
por esa Facultad nos permitió conocer y trabar una amistad que
nos enriqueció con Kleinert y también con Dalmiro Sirabo. Pero
los dos ya pintábamos como autodidactas. A Kleinert lo hicimos
nuestro maestro y a Dalmiro, nuestro compañero de ruta y de
aventuras plásticas. Los tres fuimos parte del núcleo fundador
del Grupo Sí. Siempre elegante y prolijo, a diferencia de mí y de
Dalmiro, que vestíamos de manera más négligé, Horacio era uno
de los concurrentes diarios al “Capitol”. Allí llegó un día junto
a Graciela Sautel, que estudiaba teatro y era ya parte de nuestra
barra de amigos, Chuchi Muiña. Horacio la conoció y al poco

164
Lalo Painceira

tiempo se pusieron de novios. Desde entonces están juntos. Has-


ta hoy. Chuchi y Horacio comenzaron casi inmediatamente una
vida trashumante que con un corto recreo porteño finalizó recién
cuando decidieron tirar el ancla en Sitges, un viejo pero bellísimo
pueblo de pescadores a orillas del Mediterráneo catalán. Preci-
samente allí viven en un segundo piso frente al mar, pero todo
eso lo cuenta él a continuación en un reportaje que le hizo Raúl
Argemí, otro de los protagonistas platenses de aquellos años agi-
tados. Argemí ingresó a la “Escuela de Teatro” en 1963 y me
cuenta hoy -vía mail- que en 1960, cuando fundamos el Grupo
Sí, él “era un flaco de barrio que vivía en barrio El Mondongo
y para mí, ustedes eran París”. Escritor reconocido y premiado,
reside en Barcelona, cerca del Sitges de Horacio, y le hizo el re-
portaje que transcribo más adelante, para AQUIPEA, un espa-
cio que creó en la Web destinado a los argentinos residentes en
Cataluña. Tengo que aclarar que la vida de Raúl fue tan agitada
como su tiempo. En La Plata trabajó en un recordado reducto
independiente llamado “Teatros Asociados” en obras como “So-
ledad para cuatro” y “El knack y cómo lograrlo”. Sin embargo,
señala ahora:

Todavía no tengo claro por qué me metí en la ac-


tuación si lo mío no era la exhibición. En realidad
lo que más me atraía era la dirección. Por eso en
el ‘68 dirigí a Beto Rubinstein y Oscar Sierra en
‘Good Night Lázaro’, una obra mía muy influen-
ciada por el constructivismo y Piscator, obsesio-
nado con Brecht. Pero esos seis años dedicados
a las tablas, a formarme y a formar actores y a
estudiar con Alesso, al fin entraron en colisión con
la militancia. Una militancia en la que era más sa-
ludable no mostrar la cara sobre los escenarios, y
me borré, creo que para siempre, porque ahora no
logro encontrar la magia de aquellos tiempos ni
siquiera como espectador”. La militancia lo hizo
conocer la cárcel y el exilio. Argemí fue premiado

165
EL BLUES DE LA CALLE 51

por sus novelas policiales que se editaron en Espa-


ña, Holanda, Italia y Francia. Pero aquí transcribo
el reportaje:

Horacio Elena vive desde hace años en Sitges, ciudad


que en un momento se vio llena de argentinos con pince-
les y plumas en las manos. Su obra es amplia y abarca des-
de la ilustración de libros para editoriales hasta la escultura.

Raúl Argemí: Usted es bonaerense, como las cotorras que se


han adueñado de Barcelona y pronto de toda Cataluña. Allá le-
jos y hace tiempo, era parte del Grupo Sí, tal vez el grupo de
creadores más interesante que dio la ciudad de La Plata en los
‘60. ¿Por qué cambió la paleta por las maletas? ¿Qué año corría
y cuál era el horizonte hacia el que partía?
Horacio Elena: Las cotorras me visitan a diario y pese al “fo-
llón” que producen, no puedo dejar de recordar los loros de Ino-
doro Pereyra y las acepto con simpatía. En realidad nunca cam-
bié la paleta por las maletas, me la llevé junto con mis pinceles y
creo que eso me salvó de varias situaciones difíciles. La primera
vez que salí de Argentina fue en 1963, tenía 22 añitos y como
la línea del horizonte a esas edades no existe, la idea era viajar,
conocer gente y lugares. Fue un viaje de poco más de dos años a
través de casi todo Brasil y Perú, adonde llegamos remontando
el Amazonas. En Brasil nos pilló el golpe contra Joan Goulart,
expuse en Bahía (donde vivimos la mayor parte del tiempo) y
Manaus. Aún conservo amigos de aquellos años. Años muy de-
cisivos en mi vida.
Argemí: Artista plástico, dibujante, escultor e ilustrador,
para citar sólo una parte de su vinculación con el arte, tam-
bién tuvo un tiempo de ‘vaga mundos’. ¿Recuerda cuando en
Perú salía a pescar sardinas? Duro el oficio de pescador ¿no?
Elena: Más que duro, durísimo. Cuando llegué a Lima no me
quedó más remedio que salir a pescar. Embarcaciones de once
tripulantes, sin radio, radar ni mecánico. Quedarse varado en
alta mar, como nos pasó una vez, era en aquella época, palabras

166
Lalo Painceira

mayores. Te jugabas la vida a diario y lo peor es que era sólo por


el sustento.
Argemí: Dicen que viajar enseña. De todo lo que enseña, ¿qué
fue lo que aprendió para no olvidar?
Elena: Aprender a respetar los países y sus gentes adonde uno
se radica. Guardar la maleta de los recuerdos en el ropero por-
que sino no es posible integrarse plenamente. Y sobre todo, ser
agradecido. Saber reconocer y agradecer las puertas y corazones
que se te han abierto a lo largo de todos estos años de conviven-
cia. Y también, saber retribuirlo.
Argemi: Todos los caminos conducen a Roma, pero tal parece
que su Roma estaba en Sitges. ¿Qué lo trajo a España? ¿Qué lo
ató a Sitges?
Elena: A España me trajo una exposición y una beca en el
‘Museo del Prado’. Aunque en realidad esa fue la excusa, mucho
tiempo antes ya estaban las ganas de visitar Europa. Una noche
de agosto, cuando me disponía a brindar con cava por mi cum-
pleaños en una furgoneta en la que vivíamos, comenzaron los
fuegos artificiales celebrando la ‘Festa Major’ de Sitges. En ese
momento comprendí que éste era mi pueblo y que había llegado
la hora de echar raíces.
Argemí: Hablando de cosas serias: usted vivió el franquismo
aquí y una sucesión de dictadores allá, en simultáneo. ¿Pensaba,
como Discépolo, que el mundo sería una porquería en el 2000
también?
Elena: Me considero un hombre con suerte. Supe elegir a mi
compañera. Me fui de Argentina en el ‘69, no tuve que salir ni
por “pelas” ni por “piernas”. Fue una decisión totalmente libre
y, por lo tanto, sana. Esto no creó motivos de resentimiento ni
de nostalgias, y creo que es por estas razones que me ha sido
fácil integrarme en esta tierra. Respecto de Discépolo, para mí
el 2000 siempre fue cosa de Julio Verne, representaba el “futu-
ro” y estar hoy en el 2010, a veces, me cuesta creerlo. Siempre
creí que el mundo era perfectible, creí en el comunismo, luego
en el socialismo en España… pero me niego, aun hoy, a pensar
que el mundo es una porquería. Todos esos granitos de arena
que fueron mis libros y mis obras, fueron creadas, consciente

167
EL BLUES DE LA CALLE 51

o inconscientemente con esa intención. Negar la posibilidad de


una mejora sería, de alguna manera negar la obra que he hecho y
por lo tanto a mí mismo.
Argemí: ¿Alguna vez se dijo, cuando las cosas no salían, que
el Río de la Plata y las barrosas aguas de Berisso eran más lindas
que el Mediterráneo?
Elena:(Ríe) ¡Nunca! Cada vez que abro las puertas de mi bal-
cón y miro el mar no puedo menos que emocionarme, pese a
llevar ya 33 años haciéndolo cada día.
Argemí:-Javier Villafañe, maestro de titiriteros, narraba que el
Ángel de la Guarda de los titiriteros era el más vago y atorrante
del Paraíso. Parece que la “atorrancia” y cierto espíritu infantil
incurable son propios del oficio. ¿Cómo es el ángel de los que
ilustran libros para niños? ¿Tiene el corazón dulce y coloreado
como un pirulí?
Elena: He tenido el honor de conocer a Javier y de tomar no
pocos vinos con él en la época del Grupo Sí. Me apena a veces no
creer ni en dioses ni ángeles pues me gusta esta imagen de “co-
razón dulce y coloreado como un pirulí”. Si, si tuviera un ángel
de la guarda sería así, pero en lugar de alas llevaría dos brochas
gigantes pegadas a la espalda.
Argemí: Para llegar a lo que sea hace falta talento, mucho tra-
bajo y un empecinamiento de burro. ¿Un consejo para los jóvenes
dibujantes que quieren ganarse el mundo con los “dibujitos”?
Elena: Hoy día ganarse el día a día con la ilustración está di-
fícil. Cada vez hay más ilustradores con lo que la competitividad
sumada a la falta de trabajo y a la bajada de precios lo hacen así.
No obstante, mantener la profesionalidad por encima de todo,
ser honestos, respetar a los colegas y asociarse con el resto, creo
que pueden ser las bases para un buen comienzo.
Argemí: Lalo Painceira escribió que usted y los de aquel mí-
tico Grupo Sí, que sembró el mundo de artistas, podían decir,
como Aníbal Troilo, “¿cómo voy a volver al barrio, si nunca me
fui?” ¿Extraña aquellos tiempos y parajes?
Elena: Sí, de tanto en tanto me dan “ramalazos” y trato de
volver cada año para caminar las calles de La Plata como solía
hacerlo en compañía de viejos amigos. Muchos ya no están pero

168
Lalo Painceira

por suerte con otros cuando me los encuentro sucede como con
aquella frase: ‘decíamos ayer…’.
Argemí: Confiese su manera secreta de ser argentino. ¿Toma
mate solo y le cuenta sus penas? ¿Se pierde por meter la cuchara en el
tarro del dulce de leche? ¿Escucha radios de Argentina? ¿Cuando lo
atacan los tigres de la “malaria” se acuerda la letra de algún tango?
Elena: De tanto en tanto tomo mate, pero no más que té. El
dulce de leche desde que el tarro dejó de ser de cartón y es de
cristal, ya no es lo mismo. En cuanto a las radios argentinas, des-
pués de cuarenta años de estar ausente, cuesta saber de quiénenes
están hablando, seguir sus historias… Me gusta escuchar tangos,
me emociono cuando escucho Troilo, Contursi o cualquiera
de Piazzolla, pero mis tigres están en el zoo, bien encerraditos’.

Los ’60: El viento de cambio se convierte en huracán

El reportaje a Horacio Elena puede obrar perfectamente de


Prólogo platense a los años sesenta. Y llegar a su frontera, a sus
bordes, genera la irresistible tentación de asomarse a toda esa
década que iluminó al mundo, aunque el tema de esta crónica
abarque sólo hasta 1963. Porque si los hechos vividos en los ‘50
fueron contundentes y marcaron a fuego a sus protagonistas, los
sesenta se tiñeron de lucha y rebelión, y la palabra revolución
comenzó a formar parte, en la segunda mitad de la década, del
léxico habitual de los jóvenes inquietos y sensibles.
Los ‘50 fueron años de gestación y de parto. Por lo tanto,
de dolor, de heridas no curadas, de desolación pero también de
rebeldías y sed de cambios. Por eso los ’50 se convirtieron en el
magma que dio la temperatura necesaria para el nacimiento de
los ‘60, los años de la esperanza que transformaron totalmente
los sueños y utopías juveniles. También en La Plata. Desde ya, no
en todos. La pacatería de la clase media platense siguió pesando
en muchos jóvenes que, ajenos a los vientos de cambio, siguieron
aferrados a los típicos tics sociales, a sus paradas esquineras del
centro, a su apego a imitar las modas de la gran burguesía porteña
y lo que es peor, a asumir la ideología de ellos, explicación del

169
EL BLUES DE LA CALLE 51

pensamiento despreciativo a las clases populares y obreras, al


peronismo, típico del gorilaje platense.
Debo comenzar recordando algo ya mencionado: los sesenta
no fueron años de jolgorio, de feliz irresponsabilidad y de
gigantescos y liberados recitales de música. No. Los sesenta fueron
tiempos de rebeldía, militancia, protesta, resistencia y, sobre
todo, de formación. Porque, a lo Machado, se estaba haciendo
camino al andar. Por lo tanto, el rostro frívolo y despreocupado
con el que se pretende representar a esa época, está lejos de su
realidad. Es una mirada parcial e interesada que muestra como
rostro oficial de los ’60 la cara amable y colorida, manipulada
por los medios y la historia Oficial que, como es sabido, siempre
se escribe desde el poder. Esa fue la rebeldía permitida, la que
no ponía en riesgo los intereses del verdadero poder. Esa ficción
pretende ocultar una realidad que fue muy dura, y no sólo en la
Argentina, sino en todo el mundo.
La lucha y la militancia no respetaron tampoco el corazón
del imperio. Jóvenes, artistas, intelectuales y líderes sociales,
participaban en marchas multitudinarias, multiraciales y
policlasistas en las principales ciudades norteamericanas contra
la la guerra en Vietnam y por los derechos civiles de los negros. Y
los reprimieron duramente. Estas marchas fueron acompañadas
por la música de muchos de los notables creadores que dieron
los sesenta. En la Francia universitaria y obrera se gestó un clima
similar de creciente disconformidad que estalló en la primavera
de 1968; lo mismo sucedió en Italia, sobre todo en el Norte
universitario e intelectual, igual que en Alemania y hasta en el
Este, como lo mostraron los jóvenes de Praga, de Budapest y de
Varsovia y, desde ya, en todo el Tercer Mundo, sumándose a las
batallas que se libraban por la emancipación y la construcción
de sociedades más justas.
Por lo tanto, si se buscara en el mundo un rostro que
retratara los ‘60 no habría que acudir a la bella vulnerabilidad
de Twiggy ni a los escaparates de la moda de Carnaby Street
ni entre los jóvenes vulnerables que asistían a los hapennings
o a las inauguraciones de los pintores Pop en la calle Florida
porteña. El rostro de los ’60 es el del Che, el de Camilo Torres,

170
Lalo Painceira

el de la resistencia peronista, los de los líderes del Cordobazo


y del sindicalismo combativo con Agustín Tosco y Raymundo
Ongaro a la cabeza, el de los primeros caídos entre los grupos
juveniles que iniciaron la rebelión armada contra la dictadura
militar argentina. En los EE.UU. fue el rostro de Angela Davis
y los de los miembros del Black Power, el de la combativa
pacifista Joan Báez, el de Martin Luther King, los de los jóvenes
pacifistas que llenaron las calles de Washington para poner fin a
la invasión a Vietnam, el de Janis Joplin, la que cantó llorando
“hasta romperse”, como la homenajeó Alejandra Pizarnik en un
bellísimo poema dedicado a su canto doloroso y blusero.
En Francia, los ’60 son el rostro de Sartre (siempre el
compañero Sartre) cuando arengaba a los obreros y estudiantes
trepado sobre un tambor de aceite en la puerta de la fábrica
Renault y, desde ya, el de los jóvenes protagonistas del Mayo
Francés, sin olvidarnos en el Este de la Primavera de Praga, de la
larga lucha de los irlandeses del Norte por su independencia o de
los jóvenes españoles que resistían a la dictadura franquista. En
América Latina, los rostros de heroicos combatientes como Luis
De la Puente Uceda y Javier Heraud en Perú; los combatientes
bolivianos que siguieron al Che, el rostro de Tania; en Chile
los rostros de los hermanos Enriquez, de Carlos Altamirano
y el de Salvador Allende. Los sesenta son también los rostros
de la resistencia de los hermanos colombianos, venezolanos,
nicaragüenses, salvadoreños y de los estudiantes mexicanos
asesinados por la policía cuando manifestaban en la plaza de
Tlatelolco. Años en los que había que “pedir lo imposible”, según
la frase del Che recordada primero por los jóvenes franceses y
luego por Slavoj Zizek.
Desde ya, los ‘60 son también el rostro de Ho Chi Minh, de
Fanon y de Yamila Boupatcha, la heroína argelina torturada hasta
la muerte por el ejército francés; de Mao, de Lumumba y de todos
los líderes del Tercer Mundo. El rostro de los sesenta fue también
el de Albert Camus, muerto en un accidente automovilístico
cuando recién comenzaba la década. Fueron diez años que
mostraron otros rostros también. Los de los astronautas, cuando
la TV mostró en directo a un hombrecito vestido de blanco y

171
EL BLUES DE LA CALLE 51

dando saltos sobre la superficie lunar. Los EE.UU., nombrados


hasta empalagar por los medios como ejemplo de democracia,
fueron noticia porque en crímenes no resueltos totalmente fueron
muertos nada menos que el Presidente John F. Kennedy en 1963 y
cinco años más tarde su hermano Robert, seguro ganador de las
elecciones presidenciales que se realizaban al poco tiempo.
También formaron parte de los sesenta los grandes aportes de
la ciencia que prolongaron las expectativas y la calidad de la vida
humana y los que, a través de la píldora, hicieron a la mujer dueña
de su sexualidad.
El “cine de autor” de aquellos años, la literatura, el teatro,
la danza, la música, la plástica, fueron testimonios claros de su
tiempo y poco a poco, sobre todo a mediados de esa década, un
importante grupo de artistas argentinos se acopló a las raíces y a las
luchas de Latinoamérica y dejó de ser vulnerable. Debe aclararse
que hubo intelectuales y artistas, entre ellos pintores, que siempre
fueron fieles a una tradición latinoamericanista y que mantuvieron
un lenguaje de vanguardia. Pienso en Berni, Gambartes, Supisiche,
además de los ya nombrados Alonso y Castagnino, entre otros.
En la década que transformó al mundo, recurro a James
Lescott, que en la introducción a su magnífico fresco

Los sesenta en fotografías (Parragón Books Ltda.-


2008), señala que “para muchos, siempre serán
‘los alegres sesenta’, aunque esta denominación
no contemple los millones de personas atrapadas
por la guerra o la pobreza extrema en el sudeste
asiático, el África o, incluso, determinadas zonas
del sur de Estados Unidos. Mientras algunos jó-
venes paseaban despreocupados ante los vivos y
extravagantes escaparates de King’s Road y Car-
naby Street (Londres), otros caminaban de Selma a
Montgomery (Alabama, Estados Unidos) para de-
fender su dignidad y sus derechos o morían entre
el polvo de Sharpeville (República de Sudáfrica).

172
Lalo Painceira

La tozuda historia oficial sigue en su empeño por mostrar una


década sonriente, multicolor y despreocupada. Escondiendo los
contenidos, postulados y cambios sociales que encarnó aquella
generación, la misma que se pretende pintar como totalmente
despolitizado y festiva. La historia Oficial deja en el tintero al
Lennon que luchó contra el belicismo americano y al siempre
actual Imagine; no nombra nunca a la combativa Joan Báez, que
visitó Vietnam del norte en plena guerra y recorrió las calles de su
Capital mientras los aviones norteamericanos lanzaban napalm
y bombas de fragmentación, ni muestra las imponentes marchas
pacifistas y antirracistas en EE.UU. Tampoco se exhibe en el es-
caparate oficial al eterno y maravilloso Joan Manuel Serrat o a
sus compatriotas, Víctor Manuel, Paco Ibáñez y Patxi Andión,
por nombrar algunos de los que a fines de esa década dieron voz
y canto a los jóvenes ariscos del Hemisferio Norte, con fuerte re-
percusión en nuestro país. Nombres a los que habría que agregar
a todos los de nuestro Sur, los que expresaron nuestras voces y
las voces del pueblo, como Yupanqui, Zitarrosa, Viglietti, Teja-
da Gómez, Mercedes Sosa, nuestro platense “Quinteto Tiempo”,
“Los Trovadores”, Cafrune, la enorme Violeta Parra, tan grande
como la cordillera que compartimos con Chile y junto a ella,
los que se sumarían al final de la década, como Víctor Jara, los
Quillapayún e “Inti Illimani”. Esos son sólo algunos nombres,
los que concurren primero y espontáneamente a la convocatoria
de mi memoria.
En su apretada síntesis, el estadounidense Lescott muestra
en el mismísimo comienzo de la década del sesenta una de las
marchas más imponentes encabezadas por Martin Luther King
pidiendo derechos igualitarios entre negros y blancos. Le sigue
la imagen de una manifestación de argelinos contra la ocupación
francesa y otra, tomada el 14 de diciembre de 1960 que muestra
al coronel Pierre Lagaillarde preparándose para su rendición en
Argelia, aunque el conflicto proseguiría con las operaciones clan-
destinas de los paramilitares franceses nucleados en la OAS, ofi-
ciales que luego adiestrarían a represores argentinos en técnicas
de tortura. Otras fotografías testimonian la masacre de Sharpe-
ville en Sudáfrica, ocurrida el 23 de marzo de 1960. Ese día miles

173
EL BLUES DE LA CALLE 51

de personas manifestaron contra las leyes discriminatorias que


restringían sus libertades, entre ellas, la de circular libremente
por las calles. La policía disparó sin previo aviso matando a 69
personas e hiriendo a 180.
“Los alegres sesenta” de la historia Oficial, recién comenzaban.
Continuando con el relato histórico de Lescott, hojeando
su libro, me topo con una vista del comedor de una cárcel de
máxima seguridad en donde están comiendo una veintena de
jóvenes negros. Son estudiantes universitarios y están allí por
participar en la “oposición activa a la segregación racial”. La
rebeldía se intensificó dando nacimiento luego al Black Power y
a los “Panteras Negras”, con jóvenes líderes como los hermanos
Jackson, asesinados en prisión, Carmichael y Angela Davis
que, convertida en símbolo de esa lucha, advirtió en uno de sus
libros: “Si llegan por ti en la mañana…vendrán por nosotros
en la noche” y agregó un cuestionamiento: “Cárcel ¿Cuál es tu
victoria?” (Si llegan por la mañana. Siglo XXI editores, 1972).
Valientes y lúcidos los “Panteras Negras” saludaban con el brazo
izquierdo en alto y el puño enguantado cerrado. Así lo hicieron
los atletas negros Tommie Smith y John Carlos en el podio de las
Olimpíadas de México, en 1968.
Fue una década en la que se vislumbró cercano un amanecer
luminoso para todos, incluyendo bolsones tradicionalistas
como la mismísima Iglesia Católica que abrió sus ventanas y
sus puertas a nuevos fieles que encontraron a un Jesús vivo,
solidario, que compartía la lucha por un mundo igualitario.
Años de pensamiento polarizado y enfrentado, que contó
como protagonistas principales a los jóvenes. Pero no como
objetos de consumo, como ocurre desde los noventa, sino
desde la militancia revolucionaria sintetizada maravillosamente
por los graffitis del Mayo francés, aquellos que exigían
“La imaginación al poder”, “Prohibido prohibir”, “Seamos
realistas, pidamos lo imposible”, esta última tomando la frase
del Che. Estas propuestas son las que definieron a ese tiempo
y se propagaron gracias a ese internacionalismo solidario y
espontáneo que se daba entre los que se proponían cambiar
la historia. La revuelta de los obreros y estudiantes franceses

174
Lalo Painceira

mezcló a marxistas con libertarios y fue utópica a sabiendas,


pero aún así, influyó en la ideología y en las relaciones y modos
sociales, fundamentalmente en la cultura juvenil de entonces,
herencia de la que todavía gozamos. Pero realizó otro aporte
ideológico de suma importancia: le quitó el almidón soviético al
marxismo, que en la nueva visión reconsideró aquella estructura
bipolar esquematizada y amplificó el arco de los que buscaban
el mundo nuevo. Así, permitió la irrupción de nuevas miradas
y teóricos que se sumaron a las luchas, hasta ese momento
sectorizadas, de todos los castigados por el mismo poder, fueran
obreros, campesinos, estudiantes, simples empleados, excluidos
racialmente o por género, incluyendo a sectores pauperizados de
la clase media y aceptando singularidades de los que estiraron el
arco de alianzas hasta convertirlo en multitud, sin exclusiones,
con sus particularidades. Pero estaríamos hablando como en el
siglo XXI, apelando al Imperio de Toni Negri y Michael Hardt
(Paidós, 2002) y ahora debemos pararnos en los comienzos de la
segunda mitad del siglo XX. Cuando todo era blanco y negro y
costaba una enormidad divisar grises.
Sería injusto callar que los ‘60, además del Tercer Mundo
con sus fanonianos condenados de la Tierra, de las minorías
oprimidas y de los jóvenes, tuvieron otro protagonista. Mejor
dicho, otra protagonista: la mujer luchando por sus derechos,
por la igualdad entre los géneros y por su liberación. Si bien
es cierto que las luchas por sus reivindicaciones comenzaron a
fines del siglo XIX con la participación femenina en el trabajo
industrial, fue en los sesenta cuando sus voces se multiplicaron
y fueron escuchadas por todos los sectores sociales. Las mujeres
también se habían puesto de pie. Decididas. Por eso ganaron
libertades impensables para la generación de sus propias
madres. El rostro femenino de los sesenta es también el de las
compañeras argentinas y latinoamericanas en lucha, apresadas,
torturadas, asesinadas, y de las que aún mantienen su fe intacta
para construir una sociedad justa, libre y solidaria. Son los
rostros de las compañeras del Tercer Mundo y también de las
francesas, alemanas, italianas, norteamericanas, que ganaron las
calles para apropiarse de la esperanza. De las que siguieron las

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EL BLUES DE LA CALLE 51

viejas luchas del feminismo por la igualdad de oportunidades y


de vida. Ellas son sólo algunos ejemplos entre miles. Sobre todo
este tema abriremos el oído a lo que nos dirá en el apéndice
de este libro una especialista, la Dra. Ana Fernández, que fue
además protagonista de aquella década en La Plata y asidua
concurrente al “Capitol”.

Mario Stafforini era el hermano menor de Toro, ese guita-


rrista que nos había introducido en el jazz. Mario también llegó
para estudiar a La Plata desde su Mar del Plata natal, en donde
vivía con sus padres y su hermana frente a la plaza Mitre.
Mario era, a su manera, un militante de la libertad. No
le importaba la política partidaria. Sin embargo, su presen-
cia ejercía una fuerte influencia en el grupo. No era callado y
siempre proponía acciones, moverse, hacer algo impensable,
como bañarse en el lago del Parque Saavedra en una noche
algo más que fresca, de comienzos de primavera. Pero también
lo pensable y de lo que gustábamos todos, como escuchar el
último LP de Mulligan. No entendía los encuentros sin com-
partir una copa, preferentemente ginebra. Era el beatnik del
grupo, el más iracundo y libertario. Era su forma de vida. Y le
gustaba mostrarlo.
Lo conocimos cuando tenía 19 años, cargado de una vitali-
dad envidiable. Su aspecto era el de un James Dean de cara un
poco más redondeada, pelo lacio y largo, siempre despeinado.
Dueño de una mirada brillante y burlona, solía bromear a uno
de nosotros, a cualquiera, sin preferencia. Hasta con los más
grandes. Le bastaba con mirar a alguien y era como si se le re-
velara su punto débil y allí atacaba, sobre todo cuando bebía,
pero todo en tono de sorna. Porque nunca fue violento.
Cuando discutía, opinaba con fundamento según sus ideas
o, hacía proezas. Una noche muy fría del invierno marplatense
lo vi arrojarse al mar desde las piedras de Cabo Corrientes,
salir aprovechando la rompiente de la ola y treparse a la piedra
riendo para secarse con la ropa, vestirse y partir conmigo a un
bar de la costa a tomar ginebra.

176
Lalo Painceira

De la misma manera que podía resultar burlón, desplegaba


sus dotes de seductor. A mi madre la tenía en su bolsillo y no
fueron pocas las noches que bajé a desayunar en mi casa y lo vi
tendido en el sofá del living, durmiendo plácidamente. “Doña
Carola”, como le decían a mi madre, me contaba en la cocina
y en voz baja, “golpeó la puerta a la madrugada, pobrecito, le
traje unas cobijas y le armé la cama”.
Nunca salió con las muchachas que formaron parte de
nuestro grupo. Tenía una amiga porteña muy bella que lo visi-
taba, una imagen más cercana a Juliette Greco que a una ha-
bitante del San Francisco norteamericano. Era muy pálida, de
pelo largo, lacio y renegrido y solía vestirse de gris o de negro.
Mario era o mejor dicho, es, un pintor excelente, además de
ser un gran lector y de poseer una inteligencia viva, despierta.
Su pintura parecía nacida desde su parte aventurera, esa que
le hacía acometer proezas, y no de la racional. Practicaba un
expresionismo abstracto fuerte, directo, compulsivo y colorido
en grandes telas que, además, empastaba para sumar textu-
ras ricas al cuadro. Más allá de sus bromas, Mario era muy
alegre y lo contagiaba a los demás. Adoraba a Kerouac y a
Guinsberg. Recitaba “Aullido” de memoria y sin ser político,
comulgaba más con ideas anárquicas que socialistas, pero fue
el que compró el “Manifiesto de los Jóvenes Iracundos Ingle-
ses” que introdujo en nosotros una lectura desacartonada del
marxismo.
En la fotografía coral se puede adivinar en el fondo una de
sus pinturas. Él no fue a retratarse. Era parte de su iracundia.
Por lo tanto no guardo una foto de él de aquellos tiempos. Se
alejó tempranamente del grupo y dejamos de vernos. Seguimos
caminos distintos. Hoy, después de transitar una vida nada fá-
cil, pinta paisajes mediterráneos en una de las islas españolas
y, por lo que se lee en Internet, con mucho éxito.

En los años sesenta suelen abundar los ejemplos extranjeros,


pero es necesario hurgar en la memoria colectiva de nuestro pue-
blo y recordar los hechos significativos que movilizaron a los

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EL BLUES DE LA CALLE 51

argentinos en esa década. Como por ejemplo la lucha contra la


dictadura de Onganía, el Cordobazo y la serie de rebeliones po-
pulares que surgieron en varias ciudades del interior, mientras
que el poder militar daba inicio al plan sistemático de desapa-
rición de personas, aplicaba la tortura, encarcelaba a militantes
y reprimía toda manifestación en contra de sus políticas de de-
pendencia. También los ‘60 fueron los años en los que se acre-
centó la resistencia, el combate, lo que generó la necesidad del
nacimiento de las organizaciones armadas de praxis urbana, que
fueron numerosas en un comienzo y que luego decantaron hasta
ser dos: Montoneros y ERP, y en menor medida, los focos rura-
les (Uturunco como expresión de la Resistencia Peronista entre
1959 y 1960, Masetti y su Ejército Guerrillero del Pueblo en
Salta; Taco Ralo, de las Fuerzas Armadas Peronistasy luego, en
los setenta, el Ejército Revolucionario del Pueblo en Tucumán).
En esa década nació la “Teología de la Liberación” con su
expresión local en los “Sacerdotes para el Tercer Mundo” y en
los curas villeros, cuyo rostro más visible fue Carlos Mugica,
asesinado por la Triple A en 1974, cuando era presidente el Ge-
neral Perón. En Latinoamérica se visibilizaron nuevas formas del
compromiso social de la Iglesia, entre las que resaltan la de Ca-
milo Torres y la de los episcopados brasileños y chilenos, ambos
muy diferentes de la jerarquía argentina, ya que estaban muy
comprometidos con los pobres de su tierra y con sus luchas. Y
desde ya, la labor en Centroamérica de los jesuitas, la mayoría
de ellos españoles, y de sacerdotes con el vuelo y talla de Ernesto
Cardenal.
La década del sesenta tuvo un desarrollo, un crecimiento en
la concientización de jóvenes, mujeres, intelectuales y obreros.
No nació de golpe y mantuvo una horizontalidad en cuanto a
discusión interna y liderazgos, que tornó previsibles los cambios
profundos que produjo. La efervescencia y la temperatura fue-
ron en aumento, sobre todo en nuestro país. Por eso, los sesenta
no tuvieron un rostro, sino varios. Y fundamentales.
Creo que después de recordar a todos estos íconos recién se
podrían incorporar como accesorio festivo y de color esa otra
cara amable que muestra la historia Oficial, pero sin olvidar los

178
Lalo Painceira

valores que levantaba ese “hipismo” que fue, ante todo, contesta-
tario, expresión de libertad y cambio, como lo mostró su música.
Entonces sí se podrá dedicar un párrafo a las bellas y flaquísimas
Twiggy y Verushka (protagonista de “Blow Up” de Antonioni so-
bre un cuento de Cortázar) y al reinado en la moda de Carnaby
Street con la minifalda, inmortalizada por ambas modelos.
En Buenos Aires, el “Instituto Di Tella” se sacudió también
con el despertar del compromiso social que se fue dando entre
los jóvenes artistas. Y si bien se lo recuerda hoy como la vidriera
en la que se expuso ese puente entre el arte moderno y el posmo-
derno, que fue la expresión típicamente vulnerable del Pop Art,
el propio Di Tella hizo conocer en esa década a otros artistas
notables en los que fue creciendo la necesidad del compromiso
con la realidad social, compromiso que culminó en el “Tucumán
Arde” (1968) y en la muestra de “Arte Político” (1971). Pueden
mencionarse, entre otros artistas, a Pablo Suárez, León Ferrari,
Rómulo Macció, Ernesto Deira, Carlos De la Vega, Felipe Noé,
Roberto Jacoby, Oscar Bony, Eduardo Ruano, incluso Berni y
los “Espartaco”, aunque excedan el marco ditelliano; a estas ex-
presiones politizadas se sumaba una vanguardia estética con la
música de Armando Krieger, Gerardo Gandini y hasta Astor Pia-
zzolla y también el paso de Jorge Blauduni por esa institución,
sin olvidar a “I Musicisti” de donde nació “Les Luthiers”; el
teatro de Norman Briski, Roberto Villanueva y Alberto Cous-
tet, entre otros, lo mismo que la danza con Iris Scacheri, Marilú
Marini y Graciela Martínez. Pero cuando asomó a la luz esa
radicalización política, el Grupo Sí había dejado de existir. En mi
caso personal, mi compromiso me llevó a mostrar en mi última
exposición una serie de Villas Miseria y al año siguiente Horacio
Elena ya trabajaba activamente en Brasil y pintaba con un len-
guaje figurativo y social cercano a la tradición latinoamericana.
A su vez, cuando nacían los ‘70, Alejandro Puente y César Pa-
ternosto abrieron un camino nuevo para la vanguardia con una
pintura fuertemente sustentado en el arte precolombino y en el
actual de los pueblos originarios andinos.
Pero volvamos al Di Tella y la radicalización de parte de sus
hijos dilectos, porque ese devenir dialéctico personal, ese diálogo

179
EL BLUES DE LA CALLE 51

que cada artista mantiene con su tiempo, los llevó en la segun-


da mitad de los años setenta, a romper categóricamente con el
Instituto. Nada más ilustrativo que dar a conocer fragmentos de
la extensa renuncia de Pablo Suárez a participar en muestras del
Di Tella. Está dirigida a Jorge Romero Brest y escrita el 13 de
mayo de 1968 (el mismo año del “Tucumán Arde”) y comenzaba
recordándole: “Hace unas semanas le escribí dándole a conocer
la obra que pensaba desarrollar en el ‘Instituto Di Tella’. Hoy,
apenas unos días más tarde, ya me siento incapaz de hacerla por
una imposibilidad moral”. Más adelante y después de describir
el objetivo cuestionador de su obra a los trabajos de otros artis-
tas ditellianos, agregaba Suárez:

Creo que la situación política y social del país


origina este cambio. Hasta este momento yo po-
día discutir la acción que desarrolla el Instituto,
aceptarla o enjuiciarla. Hoy lo que no acepto es al
Instituto que representa la centralización cultural,
la institucionalización, la imposibilidad de valorar
las cosas en el momento en que estas inciden so-
bre el medio, porque la institución sólo deja entrar
productos ya prestigiosos que se utilizan cuando,
o han perdido vigencia o son indiscutibles (…) Si
a mí se me ocurriera escribir VIVA LA REVOLU-
CION POPULAR -prosigue- en castellano, inglés
o chino, sería absolutamente lo mismo. Todo es
arte. Esas cuatro paredes encierran el secreto de
transformar todo lo que está dentro de ellas en
arte, y el arte no es peligroso (la culpa es nuestra).
Entonces, los que quieran trepar que trabajen en
el Instituto, yo no les aseguro que lleguen lejos. El
ITDT no tiene dinero como para imponer nada a
nivel internacional. Pero los que quieren ser enten-
didos de alguna forma, díganlo en la calle o donde
no los tergiversen. A los que quieran estar bien con
Dios y con el Diablo les recuerdo: ‘los que quieran

180
Lalo Painceira

salvar la vida la perderán’. A los espectadores les


aseguro: nadie puede darles fabricado y envasado
lo que está dándose en este momento, está dán-
dose el Hombre” Y sigue la firma de Pablo Suárez
que agrega una nota al pie: “Esta renuncia es una
obra para el Instituto Di Tella. Creo que muestra
claramente mi conflicto frente a esta invitación y
por lo tanto, haber cumplido con el compromiso”.

Eduardo Ruano, pintor rosarino de vanguardia y militante


popular, en la muestra del Di Tella “Experiencias Visuales 68”
distribuyó entre la concurrencia el siguiente volante fijando su
posición de vanguardia, tanto estética como política. El título
fue: “Eduardo Ruano expone en el Di Tella. A la Institución Tor-
cuato Di Tella:

“El Instituto Torcuato Di Tella” organiza “EXPE-


RIENCIAS 68”. El aparato cultural –submundo
del arte- ha quedado al descubierto. Mientras en
el Museo de Bellas Artes el director, Samuel Oliver,
obliga a retirar la obra de J. Carballa por ‘moles-
tarle’ determinados elementos de ésta, en el Museo
de Arte Moderno (Premio Ver y Estimar) su direc-
tor H.Parpagnoli, reprime a los participantes por
mi obra expulsándolos del Museo y mandando a
retirar ésta, por haber utilizado en ella significados
políticos como material estético”.

Hoy aquí estamos en presencia de otra muestra de


represión a los artistas. Ejercida esta vez por el di-
retor del Instituto, J.R.Brest, no permitiendo a los
artistas presentar sus obras, sino después de haber
pasado por el filtro de dicho inquisidor. Quedando
por lo tanto, todas rechazadas, sólo siendo acep-
tados los ‘artistas’ que se avinieron a cambiarlas

181
EL BLUES DE LA CALLE 51

por otras a su conveniencia, eliminando de ellas


toda relación social, moral o política que pudiera
molestar a los patrocinadores del Museo de Arte
Moderno de Nueva York.
“Ante estos manejos, los artistas Pablo Suárez y Ri-
cardo Carreira se negaron a participar de estas ‘ex-
periencias de la represión”.
“¡Abajo la represión! ¡Fuera la policía cultural! ¿A
qué vienen los patrocinadores del “Museo de Arte
Moderno” de Nueva York sino a comprar con-
ciencias y a tratar de prostituir a los artistas argen-
tinos? ¡VIVA LA LIBERTAD! Eduardo Ruano”

Por el momento, basta de breviarios y cataratas de nombres y


movimientos. Cae el telón sobre esta desmañada síntesis histórica
de los cincuenta y los sesenta- seguramente plagada de olvidos in-
justos y de juicios parciales a los que ninguna mirada escapa-, y a
comenzar a asomarme a nuestra propia historia como Grupo Sí.
Antes de pisar nuestras avenidas arboladas, cruzar nuestras
plazas y diagonales de 1960, me permito algunos homenajes per-
sonales a esa década. Menciono a Patti Smith, que se embarazó
de poesía en los años finales de la década mientras vivía las calles
de Nueva York y allí parió y cantó sus propias letras demoledo-
ras y me permito rescatar en ella su alma beatnik que todavía la
habita, además de homenajearla por haber sido una luchadora
de causas justas en su momento de máxima fama, allá, en los
’70. También quiero homenajear, y especialmente, a dos mujeres
jóvenes: Alejandra Pizarnik y Janis Joplin, porque ambas, como
Patti, transformaron en poesía y canto el fuego divino que las
habitaba y las hizo remontar vuelo. Pizarnik dedicó a la blusera
norteamericana, mucho más ligada a la generación beat que a la
hippie, un poema que parece un manifiesto del Informalismo y
del expresionismo abstracto, camino elegido por el Grupo Sí:

182
Lalo Painceira

A cantar dulce y a morirse luego, /no; a ladrar / Así


como duerme la gitana de Rousseau/ así cantás,
más las lecciones de terror/ Hay que llorar hasta
romperse/ para crear o decir una pequeña canción,
gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia/
eso hiciste vos, eso yo. Me pregunto si eso aumentó
el error/ hiciste bien en morir/ por eso te hablo, /
por eso me confío a una niña monstruo.

¿Qué pasó luego? La historia no tuvo final feliz sino trágico.


La mayoría de los sueños de transformación social de los ‘60 no se
hicieron realidad y el horizonte quedó de nuevo, muy lejos del al-
cance de nuestras manos. Como si el mundo se hubiera detenido.
Más aún. Como si hubiera retrocedido. Las fuerzas conservadoras
se apropiaron de los gobiernos de Occidente y la gerontocracia so-
viética no dejó lugar para la esperanza de cambios. Cayó el muro
de Berlín y la balanza que sostenía al mundo fragmentado se volcó
descaradamente hacia el Imperio. Los gobiernos de las naciones
que integraban el Tercer Mundo en general fueron domesticados y
generaron, ya a fines del siglo XX y comienzos del XXI, una resis-
tencia basada en el fundamentalismo religioso lo que implica un
retroceso de muchas conquistas logradas bajo regímenes populis-
tas, sobre todo para la mujer y los jóvenes. Los partidos socialistas
de Occidente dejaron la bandera roja y se transformaron en un
híbrido que no propuso cambios ni reivindicaciones profundas y
más aún, fueron utilizados como en España, para imponer a mano
dura las políticas dictadas por el Fondo Monetario Internacional.
Se instaló un pensamiento único que reestableció en el poder al
neoliberalismo, a las grandes corporaciones y al capital interna-
cional. Sólo Cuba, el “pequeño David de Occidente”, sigue fiel a
sus sueños enfrentando al vecino “Goliat”, soportando castigos y
un feroz aislamiento. Los ‘90 acentuaron la sensación de derrota y
hasta parecía verdadero que la historia había terminado. Que no
había un más allá de la explotación capitalista.
Pero en los últimos años, en nuestro país a partir del 2003,
empezó a correr una brisa nueva por Latinoamérica. Alguien

183
EL BLUES DE LA CALLE 51

abrió las ventanas de nuestro continente y hoy podemos pensar


que no todo se ha perdido. Y hasta aquellos sueños que motori-
zaron el relato histórico hacia un destino común y que se había
alejado como un horizonte oceánico, se adivinan cercanos, como
paisajes serranos. Es cierto que los sueños y las utopías a los que
aspiramos, son más modestos que aquellos que nos encendían en
los sesenta y los setenta. Quizás por eso nos parecen más reales.
Esperemos que esta vez el mundo no se detenga y que esta brisa
sea una nueva manifestación del modernismo que se niega a mo-
rir sin haber parido el nuevo mundo.

184
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO I
CONTEXTUALIZACIÓN CULTURAL,
MIRADAS, MODOS Y DEBATES

Ella: Hi-ro-shi-ma …….Hi-ro-shi-ma.


Ése es tu nombre.
(Se miran sin verse. Para siempre).
Él: Ese es mi nombre. Sí (Estamos sólo en esto todavía. Y ahí
nos quedamos)…Tu nombre es Nevers. Ne-vers-de-Francia .
Marguerite Duras « Hiroshima mon amour»

Cuando la palabra “Fin” se estampó en la pantalla y se en-


cendieron las luces de la sala, fue como si no nos hubiéramos
dado cuenta. Porque nos quedamos allí, suspendidos en ese vue-
lo. Estuvimos minutos sentados en las butacas. No puedo preci-
sar cuánto tiempo, pero sí recuerdo con fidelidad el silencio, ese
silencio reverencial por haber participado de una misa.
Y si exagero ese ejemplo un paso más, agregaría que acabába-
mos de comulgar con una obra de arte que contenía el horror y
la poesía, el espanto y la belleza, la muerte en Cruz pero también,
la resurrección que siempre otorga el lirismo y la belleza. Al fin
y al cabo, el arte.
Esa es la imagen que acuño en mi memoria. Nosotros allí,
sentados. Aferrados a los ecos de ese diálogo que se amplificaba
en nuestro propio vacío. El vacío de ser simples espectadores de
esa creación maravillosa de Alain Resnais y Marguerite Duras.
Totalmente sorprendidos. Seducidos por su perfección, su belle-
za y hasta por su dolor. Nos quedamos allí. Invadidos también
por una realidad que había parido la barbarie, toda la barbarie
que puede imaginar y caber en el hombre. Conmovidos también

189
EL BLUES DE LA CALLE 51

por esa redención nacida en el amor fugaz de un encuentro y en


la poesía, sensación que nos atrapó desde el mismísimo comien-
zo del film y desde las escenas documentales que muestran en
parte, pero de manera descarnada y hasta brutal, los efectos de
la bomba atómica en cuerpos calcinados, miembros arrancados;
ese genocidio, esos crímenes impunes de lesa humanidad perpe-
trados por los Estados Unidos que fueron Hiroshima y Nagasa-
ki; ese infierno hirviendo que cayó de manera imprevista sobre
la población civil totalmente ajena a la guerra, sobre hombres
y mujeres comunes, grises, anónimos, en una ciudad que recién
despertaba con la ilusión de marchar hacia el trabajo o al es-
tudio. Pero también estaba ella con su propio infierno. Con la
enorme belleza de sus ojos que guardaron todo, incluso a noso-
tros, simples espectadores; ella, con sus recuerdos de la guerra en
Europa; ella, con su castigo al ser acusada de colaboracionista
por amar a un enemigo; ella, con esa culpa desnuda desde su
cabeza rapada en Nevers, su ciudad natal. Fin de la guerra, con-
denas. Y me acuerdo ahora de “Noche y Niebla”, el documen-
tal del mismo Resnais, con el descubrimiento de los campos de
concentración. Más muertes. Gas en lugar de fuego. El mismo
infierno unificando víctimas, historias, geografías distantes. Pero
a diferencia de la realidad, en “Hiroshima…”, en medio de las
imágenes documentales y recreadas de su devastación, la poesía
lo iluminó todo desde esa noche estrellada que son los textos
de Marguerite Duras y que piadosamente cubren el espanto. Y
también la imagen y el montaje de Resnais recorriendo esos dos
cuerpos, bellos, perfectos, desnudos, abrazados cada uno a su
propio espanto, imagen exaltada de un amor tan fugaz como
la vida, nacido de un encuentro casual y con final previsto. La
palabra y la imagen sugieren todo y a todos envuelven, atrapan,
atan desde esos monólogos dialogados. Y sin embargo, todo está
teñido de esperanza. De una vida nueva posible. Distinta. Por-
que la película es bella y vuelvo al presente, al hoy, a este siglo
XXI, porque todavía verla es conmovedor. Comprobar que en
el horror, la belleza es siempre revolucionaria. Es sol, estrellas,
cielo. Porque a la muerte y al horror se opone la vida, el amor y
el deseo; y a la destrucción, la poesía.

190
Lalo Painceira

¿Cómo no agotar noches discutiendo películas como “Hiro-


shima mon amour”, en bares y cafés, desde la Europa de 1959
a La Plata de 1960? ¿Cómo no debatir sobre la oposición de lo
íntimo con lo colectivo, de lo épico con lo lírico? ¿Cómo no re-
cordar entonces, ante una mesa bien platense, como la del “So-
rrento” o “La Aguada” o “La Modelo”, o la de nuestro modesto
“Capitol”, aquello que Trotsky dedicó a Sergio Esenin: “la revo-
lución arrancará para cada individuo el derecho no sólo al pan,
sino también a la poesía”.
Las imágenes de Resnais y los textos de Duras cayeron sobre
nuestras cabezas como agua de bautismo. Para convencernos.
Para impulsarnos a emprender la marcha. Para orientar nues-
tro camino, ese que recién comenzábamos. Aunque la revolución
para nosotros era algo impensable en aquellos años. Estaba a la
distancia real del horizonte. Como hoy. Porque en 1960, cuando
vimos “Hiroshima…”, todavía no nos habíamos emborrachado
de utopías. Ya sé. Eso vendrá después y lo dije. Pero la memoria
a veces avanza desordenadamente, a trancos largos, y cuando
envejece con sueños incumplidos se vuelve a veces, reiterativa.
Sin embargo, cuando vimos “Hiroshima…” éramos muy jó-
venes y nos sentábamos en mesas compartidas para hablar de
estas cuestiones. Bastaba una motivación, un punto de inicio.
Podía ser una película, como “Hiroshima…”, un libro, un LP,
una obra de teatro, un espectáculo de danza contemporánea, un
artículo leído, una opinión escuchada. Así eran nuestros encuen-
tros en una ciudad que a nosotros nos parecía contenida, donde
nadie levantaba la voz, sin darnos cuenta desde nuestro ego-
centrismo de jóvenes, que nosotros no escuchábamos las otras
voces. Pese al existencialismo leído, no visualizábamos que de
la misma manera que nosotros somos nuestra libertad, también
somos nuestros propios límites. Porque en esa ciudad que criti-
cábamos por provinciana y por la “gente del centro”, de la que
queríamos despegarnos, convivían la agitación y la resistencia
de estudiantes y obreros, compañeros eternos de causas justas.
Y todavía no lo veíamos. Aferrados a nuestros encuentros que
eran informales, entre amigos y que no constituían una convo-
catoria prefijada. Con espontaneidad volcábamos nuestra voca-

191
EL BLUES DE LA CALLE 51

ción, nuestras inquietudes, pero también nuestra vida cotidiana,


nuestras salidas.
En esos encuentros del “Capitol”, después de trabajar en
nuestros talleres, gozábamos de la imaginación de Poroto Sitro,
de Nelson Blanco y del gran Javier Villafañe, también de las his-
torias de pibe de Alejandro Puente y de sus amigos esquineros.
Desde ya, estaba presente nuestro deseo y hablábamos mucho de
pintura, de nuestras obras pero también de nuestros noviazgos,
de las muchachas que nos gustaban y que nos acompañaban en
esa bohemia pero hasta la hora permitida y también hablábamos
hasta de nuestras familias. Y algo importante, también compar-
tíamos los silencios.
Los debates a veces los seguíamos hasta la madrugada en la
habitación de Gancedo, en nuestro taller de Ringuelet a la luz
de faroles, en el de Ambrossini o en la pieza grande de mi casa.
Nos manejábamos en grupo. No por temor y menos aún por
demostración de fuerza. Sino porque era habitual en esa época,
quizás como manera de garantizar el diálogo, la discusión, la
búsqueda, una forma de visualizar nuestras propias contradic-
ciones y ponernos en línea con la historia. Entre nuestros amigos
y amigas predominaban los pintores, pero también había músi-
cos, gente de teatro, bailarinas, poetas, escritores, estudiantes de
Humanidades y militantes políticos. Muchos acostumbrados a
los partos de la creación, en algunos casos solitarios pero siem-
pre dolorosos. También nos unía la necesidad del comensalismo,
de compartir una mesa después de haber trabajado en los talleres
y bebernos un café o un vino o una ginebra con queso, salamín
y pan. Pienso que nos unía esa necesidad de debatir las ideas,
pero también la de compartir los sueños y las fantasías, como
esas bellas historias con las que Javier justificaba su eterna im-
puntualidad. Siempre maravillosas. Y agregaría que hasta 1961
no despuntó en esas charlas, entre los que formábamos el grupo,
una inquietud política más allá de considerarnos de izquierda.
También en grupo íbamos a las exposiciones de pintura, al
teatro, a escuchar música, al cine y a Buenos Aires en donde
recorríamos las galerías por Florida desde la calle Corrientes
hasta la plaza San Martín, que en aquel tiempo comenzaban en

192
Lalo Painceira

Van Riel, casi Viamonte, y seguían luego por Witcomb, por la


“Asociación de Artistas Plásticos”, Pizarro, que nos obligaba a
caminar hasta Esmeralda, “Bonino” en Maipú casi Charcas, el Di
Tella y si íbamos con tiempo, visitábamos primero el “Museo de
Arte Moderno” que estaba en el “Teatro San Martín”, Corrien-
tes y Montevideo y si pasábamos el día, el “Teatro Nacional de
Bellas Artes” sobre Libertador y cruzando Pueyrredón sobre Li-
bertador, el “Palais de Glace”. Pero siempre terminábamos en el
“Bar Moderno”, de Maipú entre Charcas y Paraguay o algunas
veces en el “Coto” de Viamonte entre Florida y Maipú, reducto
junto con el “Florida”, de los alumnos de Filosofía. A la noche
íbamos a comer un guiso a un bodegón de la cortada Tres Sar-
gentos al 400, frente al “Hotel Horizonte”, y a una cuadra de las
Galerías Pacífico. Recorríamos todos esos bares para conectarnos
con los pintores porteños, sobre todo en el “Moderno”, porque
allí, al atardecer, como sucedía en La Plata con nuestro “Capitol”,
comenzaban a llegar los pintores desde sus talleres. Todos. Des-
de Carpani y los “Espartaco” hasta Greco, Minujín, Pucciarelli,
Olga López, Kemble, Wells, López Anaya, pasando por escultores
como Papparella, Althabe, Vinci junto al “grupo Sur” y geomé-
tricos como el muy joven Polesello, Mc Entyre, Vidal y los ya
consagrados, como Alonso, que tenía su taller muy cerca de allí o
alguno de los artistas del llamado “Grupo Bonino”.
Retomando el tema inicial del cine, la costumbre de concurrir
en grupo para ver una película no se ceñía sólo a nuestro círculo.
Era una forma común de aquel entonces para vivenciar un arte
que nos sorprendía a todos, desde la obra de los italianos del
post-neorrealistas, los franceses de la Nouvelle Vague, los ingle-
ses del Free Cinema y desde ya, el gran Ingmar Bergman que
generosamente nos llenó de interrogantes y nos brindó material
suficiente para horas de elucubraciones e interpretaciones y para
que Dios se asomara a nuestras mesas y comenzara a ganarnos
el alma.
Con la lectura, algo necesariamente individual salvo la expe-
riencia colectiva que hicimos de El Principito o de algún poema,
suplíamos lo grupal por el comentario posterior. Y nos parecía
que nosotros éramos los que descubríamos para todo el mundo a

193
EL BLUES DE LA CALLE 51

cada uno de los autores, en ese instante mágico de la lectura por


el cual nos apropiábamos de ellos, nos adueñábamos sin darnos
cuenta de que en realidad éramos poseídos por ellos. Nos con-
movieron Pavese, Vittorini (me sabía casi de memoria el primer
capítulo de Coloquio en Sicilia: ‘Aquél invierno yo era presa de
furias abstractas…’, repetía), Prattolini, la narrativa norteame-
ricana identificándonos con Kerouac, Guinsberg, Corso, Fer-
linguetti. Desde ya, siempre presente y de manera muy viva, el
Sartre de Los caminos de la libertad, el Camus de El extranjero,
la Beauvoir de El segundo sexo y el Céline del Viaje al fin de la
noche. Fue importante la lectura del “Manifiesto de los jóvenes
iracundos”, donde cada uno de sus integrantes daba cuenta de
su combate contra la clase dominante en Inglaterra. A la poesía
ingresamos, además de Guinsberg & Cia., de la mano de Eluard,
Prévert (¿Cómo no recitar su “Desayuno”?), Ungaretti, Pavese;
pero también Ezrah Pound, los grandes españoles como Gar-
cía Lorca, Machado, Hernández y los de nuestra Patria Grande,
como Vallejo y Neruda. Un párrafo aparte para el Bestiario de
Cortázar, que nos mostró que en el arte existían otras dimensio-
nes a las ya conocidas; para el Adán Buenosayres de Leopoldo
Marechal que nos hizo conocer Squirru, y para el Gelman de Vio-
lín y otras cuestiones. También debo nombrar a una jovencita, ya
mencionada, que en ese momento era todavía poeta de culto y
que nos nos hizo volar. Es la que escribió, “Yo no sé de pájaros/
no conozco la historia del/ fuego./ Pero creo que mi soledad/
debería tener alas”. Se llamó Alejandra Pizarnik y se suicidó la
noche del 25 al 26 de setiembre de 1972 a los 36 años. El primer
contacto con su obra fue una antología que editó el “Museo de
Arte Moderno” de Buenos Aires y que me regaló Squirru antes
de partir hacia Lima, antología que incluía también poemas de
Laura Yusem y Juan Carlos Martelli, ambos parte de la delega-
ción que nos acompañó como ya lo había adelantado.
Lecturas eclécticas producto de mentes abiertas y desprejui-
ciadas que nos permitieron habitar por una noche el asteroide
B 612 junto a El Principito y estar siempre dispuestos a optar
en libertad junto a Sartre y luego sumergirnos en Merton para
que nos abriera las puertas del silencio y del cielo y saltar de

194
Lalo Painceira

inmediato, a través de la colección Asoka (editorial La Man-


drágora, dirigida por dos personalidades cuya obra repercutió y
tuvo influencia en nosotros: Kazuya Sakai y Osvaldo Svanascini)
al “budismo Zen”, fundamentalmente a través de los textos de
D.T.Suzuki, dentro del enorme atrevimiento que se tiene a los
veinte años. Recuerdo a una amiga nuestra, bailarina del grupo
de Dore Hoyer, ascética, vegetariana y con el alma pegada a su
piel, que nos mostró una manera casi etérea de transitar y mirar
el mundo. El “Zen” ejerció su influencia en una etapa corta de
nuestras vidas, pero fue importante.
Y desde ya, tuvimos nuestro “pequeño Big Sur”, robando el
título del místico libro de Henry Miller. Fue la calle Nirvana de
City Bell, que bordea el arroyo Rodríguez, sobre todo las cinco
primeras cuadras desde el camino General Belgrano hacia Gori-
na en la que se levantaban, en aquel momento, sólo dos o tres vi-
viendas. El resto parecía naturaleza virgen. En la mano izquierda
y con ingreso desde el camino Belgrano, con un inmenso parque,
se levantaba la oriental mansión que perteneció al ex goberna-
dor Rodolfo Moreno, que había sido embajador en Japón. Por
eso, a los cien metros de recorrer Nirvana sorprendía sobre el
arroyo, un embarcadero y una glorieta al más puro estilo nipón
y no lejos, faroles y ornamentos de jardín típicamente orienta-
les. Una escenografía. En la mano derecha de Nirvana, cubierta
por una espesa arboleda, como si hubiera buscado alejarse del
mundo y del ruido, Jorge Mieri había levantado allí su propia
casa en madera. Mieri, pintor impregnado de un misticismo au-
téntico, cultor del silencio, solía aconsejarnos y estaba interesado
por nuestros trabajos y postulados. A los pocos metros, al poco
tiempo levantó su casa César Paternosto con un provocador y
revolucionario diseño de Vicente Krause, muy relacionado con
nuestra estética. Años más tarde se sumó la casa de Alejandro
Puente. Desde ese momento el lugar fue bautizado como “el ba-
rrio de los pintores”. Hoy la calle Nirvana está tan irreconocible
como la calle 51 y como la misma ciudad que nos cobijó en los
‘60. Ese Nirvana enclavado en el verde y el silencio, fue invadido
por viviendas convencionales y hasta ostentosas que alojan a la
pequeña burguesía platense.

195
EL BLUES DE LA CALLE 51

Omar Gancedo era el más inteligente de todos nosotros. Le-


jos. Tenía una capacidad de trabajo, lectura, estudio y creativi-
dad realmente envidiables. Pintaba, esculpía madera, era poeta y
además, un aventajado y excelente alumno de Antropología. Era
dos años mayor que yo pero como caminábamos en la misma
dirección y manteníamos nuestros cielos habitados por modelos
de vida similares, mantuvimos diálogos enriquecedores, al me-
nos para mí.
Omar era libertario y como buen anarquista adoptaba posi-
ciones radicales que expresaba totalmente en gestos, palabras y
modos de vida. Su creatividad quedó plasmada en una obra do-
lorosa, engendrada violentamente como todo parto. Era el más
expresionista de todos los integrantes del Grupo Sí, no sólo por
obra sino por actitud frente a la vida, a la creación plástica y
también por su poética. Fue uno de los aceptados en el “Salón
Estímulo” de 1960 y posteriormente participó de manera acti-
va en la creación del Grupo No, trastocado luego en Grupo Sí.
En 1961 se sumó como poeta al “Grupo de Los Elefantes”. Sus
versos estuvieron ligados a sus pinturas y esculturas y también,
a su vida.
En aquel tiempo llevaba una vida ascética, casi monástica.
Vivía solo en una habitación que le cedía Julio Sager, un abogado
que fue una especie de mecenas y difusor del grupo, además de
importante gestor cultural en la ciudad de aquellos años. Para in-
gresar a la habitación de Omar había que caminar por un largo
pasillo en donde había maceteros y se desembocaba en un patio.
Allí Omar pintaba y trabajaba la madera. La pieza era austera.
Un cuarto a lo Van Gogh pero poblado de libros.
Usaba barba y tenía rasgos marcados, expresivos. Rostro
fuerte. Con mente abierta, desprejuiciada, abrazó el “Zen” y lo
llevó a su vida. Era vegetariano, no usaba cubiertos metálicos
sino cucharas talladas por él en madera lo mismo que los cuen-
cos que servían de platos y los enormes vasos que había cavado
en ramas de árbol. Una olla de barro, un jarro en donde se hacía
el té y un mate con su correspondiente bombilla, constituían los
únicos elementos comprados. Después había una cama contra la
pared, varios almohadones en el suelo en donde nos sentábamos.

196
Lalo Painceira

Una o dos sillas, no recuerdo, y supongo que habría un rope-


ro, además de los estantes sostenidos por ladrillos huecos para
acuñar su importante biblioteca. Allí predominaban los autores
libertarios, existencialistas y desde ya, los de Antropología.
Lo visitábamos asiduamente, sobre todo Nelson, su gran ami-
go. Pasábamos a buscarlo y otras veces compartíamos el arroz
y el vino que impregnaba la madera de sus enormes vasos, cu-
rándola a fuerza de uso. En broma le decíamos que uno podía
emborracharse antes de beber, con sólo sentir su olor. Él reía feliz
porque supongo que le gustaba ser anfitrión. Su trato siempre
era cálido, con cierta ternura que no disimulaba. Pero era un gran
polemista, duro y entonces aquella calidez se transformaba en
fuego. Cuando éramos muchos, hablaba poco. No le interesaba
el ruido. Prefería el diálogo, la charla. Escuchar y ser escuchado.
A los gritos los guardaba para su obra. Le gustaba trabajar con
fuego, quemar las superficies para que brotaran nuevas texturas
y colores. La creación nunca es divertida. Es dolorosa e inacaba-
ble en la mente del autor. Así también la vivía Omar en aquellos
años. Su obra era profunda, desesperada, no convencional. Bella
pero no del tipo de belleza que puede tener un soneto, una obra
clásica o geométrica, tampoco dulzona como en Soldi. Su belleza
era como el “Aullido” de Guinsberg, como las mujeres rotas de
De Kooning. Sacudía, golpeaba. Conmovía.
Algunas noches invadíamos su cuarto y si era invierno y hacía
frío -en aquellos años los inviernos platenses eran muy fríos- nos
agrupábamos en su cuarto como si estuviéramos en una tribuna
de fútbol. Constituíamos un racimo, allí apiñados, bebiendo el
vino, pasándonos como en el Seder de Pesaj, los grandes vasos de
madera de mano en mano, bebiendo cada uno su trago, sentados
sobre su cama, los almohadones del piso o directamente en el
suelo o parados. Siempre hablando. Recuerdo particularmente
una madrugada, cuando ya se habían agotado todos los temas y
un poeta amigo y ya reconocido, mayor que todos nosotros, nos
leyó versos suyos de amor, que mencionaban la posibilidad de
cumplir ese ideal de reconstruir la díada perdida, la pareja como
unidad como manda el mito. Lo escuchábamos en silencio hasta
que uno de nosotros, siempre el mismo que se caracterizaba por

197
EL BLUES DE LA CALLE 51

sus salidas imprevistas, cargadas de pasión, lo interrumpió con


un, “no, no y no. Amor no es eso. ¿Sabés qué es el amor? Es
espontáneo. Nace de golpe. Es descubrirlo ante una mina, todo
lo divina que te puedas imaginar, y al poco tiempo estar los dos
desnudos en una playa. De noche. Escuchar el oleaje del mar, las
olas desapareciendo en la orilla y después robándose todo para
llevarlo adentro, como si se lo tragara. Y uno con ella, allí… Vení
-le dijo a uno que era el más alto de nosotros- vos dame la mano
y hacé de mina…Y entonces así, de la mano, correr mojándose
los pies…” y simulaba correr en cámara lenta con la vista a un
horizonte perdido hasta que se dio vuelta, miró al compañero
que llevaba de la mano y enojado le espetó: “¡Corré con más
gracia, carajo, con más gracia!” y todos largamos la carcajada
ante su enojo. Y se esfumó el amor, el mundo mítico y las díadas.
Más de una vez charlé mano a mano con Gancedo, compar-
timos almuerzos en su casa, comiendo el arroz en cuencos y be-
biendo agua en vasos que olían a una cuba de roble muy usada,
sentados sobre almohadones en el suelo. Y aprendí mucho de él.
Después se disolvió el grupo y cada uno siguió su propio ca-
mino. Él se dedicó totalmente a la Antropología. Se recibió, se
doctoró, fue profesor titular en la Facultad, investigador y, según
me comentó su colega, el doctor Héctor Lahítte, Omar logró
reconocimiento internacional.

Fue el primer etnógrafo de nuestra Facultad for-


mado por grandes maestros y realizó aportes fun-
damentales para conocer por ejemplo, la cultura
guayaqui de la selva paraguaya, dejando en el
Museo un patrimonio muy valioso que está ac-
tualmente en exhibición. El realizó expediciones
al Chaco paraguayo por ese motivo, y pasó meses
conviviendo con esa comunidad. Además fue un
excelente profesor titular de Etnografía America-
na durante años.

198
Lalo Painceira

Hace mucho tiempo que no lo veo y que no hablábamos. Para


dar por terminado este recuerdo transcribo una de las poesías
que publicó junto al Grupo de los Elefantes: “Cortar las manos,
/ matar todos los rostros, / romper las paredes de este silencio
hueco/ y dejar la sangre en el mar y los ojos en el vidrio. / Llegar
fuera de dios en este tiempo. Por qué no decir/estoy muriendo/y
los alambres de sol arrancan los ojos. / Mañana…/ ¿Cómo llegar
al mañana/ sin un tiro en las venas?”.
En agosto de 2010 hablé por teléfono con él. Seguía con su
vida ascética y me confirmó que había vuelto a la pintura. Su voz
mantiene el tono pacífico, sereno, de antaño. Lejos del drama de
su poesía, cerca de aquellas charlas juveniles cuando los dos nos
sentábamos en almohadones sobre el suelo y manteníamos el
cuenco con arroz en las manos. Él comiendo como los orientales
con sus palitos, yo con la cuchara de madera.

El deslumbramiento por “el Zen” fue breve, parcial. Breve


porque al poco tiempo escuché reclamos de mi propia realidad
y participé de ella sin sentir culpa. Dejé el “Zen” y comencé a
leer y estudiar a los autores marxistas que, junto a la caliente
coyuntura de nuestro país, fueron una topadora que barrió todo
gesto iniciático y balbuceante de misticismo. Corrían ya los años
sesenta y yo proseguí con mi lectura ecléctica y a tragos grandes,
con la ansiedad de los sedientos que no saben que la sed sólo es
saciada bebiendo a pequeños sorbos.
No obstante el eclecticismo, todos los libros (y un todos bien
abarcativo), fueron puertas que nos permitieron, al menos a
mí, ingresar a la vanguardia que tratábamos de protagonizar,
con mejores armas e imbuídos del espíritu modernista. No sólo
como pintores, sino también como espectadores de otras expre-
siones, como el cine, la literatura, la música, el teatro y la danza.
Ingresamos y entendimos de otra manera el arte que expresaba
al Occidente quebrado, pero también convulsionado, viviendo
su crisis con rebeldía, en soledad, con iracundia y con posi-
ciones comprometidas y existenciales. Ante cada golpe recibido
brotaba el grito o un silencio plagado de palabras contenidas.

199
EL BLUES DE LA CALLE 51

Confirmaban aquello de Marguerite Duras: “Creo que ese grito,


ese grito de deseo es el mismo, es el mismo que se había proferi-
do ante Dios”.
Además de las lecturas y de nuestro interés por Sartre, Camus
y en la filosofía existencial, aceptamos felices el ofrecimiento del
profesor de la UNLP y filósofo Emilio Estiú, traductor al español
de Ser y tiempo, de Heidegger, de darnos charlas sobre existen-
cialismo. Nos reuníamos a las ocho de la noche en el “Instituto
de Filosofía de la UNLP” que creo que estaba en la calle 45
entre 5 y 6. Las clases se circunscribieron a Heidegeer, pero Es-
tiú representó un aporte fundamental a nuestro conocimiento y
además, generador de inquietudes. Fiel a los maestros existencia-
listas, nos llenó de interrogantes.
Hubo otros libros y a esto lo digo a modo personal, que me
impactaron fuerte. Por ejemplo recuerdo que sin proponérselo,
Mario Stafforini sumó a mi rebeldía un contenido más político
al acercarme el “Manifiesto de los jóvenes iracundos”, que había
comprado en Buenos Aires y al que me referí anteriormente. La
lectura de ese libro me proporcionó una mirada joven y despre-
juiciada del marxismo. Esa primera aproximación política a la
izquierda radical se haría más rigurosa a mediados de 1961 al
unirse a nuestros encuentros nocturnos Víctor Grippo, que años
más tarde se convertiría en el artista conceptual más importante
de la Argentina, premiado en la “Bienal de San Pablo”. Pero en
ese momento, Víctor pintaba lánguidas muchachas en las que
convivían claras influencias de Modigliani y de Spilimbergo y
que no se oponían a los postulados estéticos imperantes en la
URSS. Nuestra pintura era casi lo opuesto al sectarismo soviéti-
co y sin prejuicios ideológicos en la propia vida, hacíamos gala
de una mente abierta a lo nuevo y a lo diferente. Grippo también
se oponía al llamado “realismo socialista” y a los dictados de
la burocracia soviética. No obstante, era afiliado al Partido Co-
munista y militante de su Frente Cultural junto a un puñado de
compañeros de la FEDE (Federación Juvenil Comunista) y alia-
dos. Él fue uno de los que pusieron sobre la mesa de discusión del
“Capitol” una mirada política de la realidad y le dio sentido al
compromiso sartreano, sacándonos de la cómoda torre de cristal

200
Lalo Painceira

que habitábamos. Fue el primero que nos planteó el camino de la


praxis política. Después llegarían al “Capitol” otros aportes que
nos condujeron, a un puñado pequeño de concurrentes al bar, a
afiliarnos al PC y con nuestras posiciones alcanzamos a perma-
necer en la FEDE y en el Frente Cultural sólo un par de años.
Grippo poseía una amplitud mental enorme y una sólida for-
mación, además de conocimientos que nos asombraban porque
sabía de temas inimaginables. Mantenía un buen discurso y a
esto lo narra muy bien Antonio Trotta en su carta. Uno podía
escuchar a Víctor hablar de mitología, historia precolombina,
ecología, religión, química -era estudiante de esa carrera que
nunca terminó- y desde ya, arte y teoría marxista. Era discutidor,
agudo y ácido en su humor. Conocía a fondo el arte abstracto y
gustaba de sus expresiones. Su influencia fue importante en mi
caso personal y aportó al “Capitol” a sus amigos. Por ellos arri-
bamos a Lukacs, Garaudy, Gramsci, por lo que nuestro lenguaje
cotidiano se fue poblando de vocablos nuevos. Supimos desde
lo elemental, como que el intelectual, y por lo tanto el artista,
adhiere siempre a una clase y es el encargado de darle a la misma
“homogeneidad y conciencia de su propia función, no sólo en
el campo económico sino también en lo social y en lo políti-
co” (Los intelectuales y la organización de la cultura, Antonio
Gramsci), en adelante. Saberlo nos dejaba solos ante la opción
de participar o mantenernos en la pureza crítica de los impolutos
sepulcros blanqueados.
Pero este giro de las conversaciones se daría más adelante, a
fines de 1961 y a partir de nuestra exposición de junio de ese año
en el “Museo Provincial de Bellas Artes”, que atrajo a grupos
diversos de jóvenes de distinto origen e intereses. Fueron noches
que no ignoraron el ruido, las bromas y las risotadas, pero en las
que fundamentalmente se debatía y en cada mesa se hablaban te-
mas distintos, desde los primeros balbuceos sentimentales de una
pareja hasta la discusión de marxismo, literatura, música y desde
ya, pintura. Uno de esos debates sobre marxismo y el naciente
deshielo producido a partir del XX Congreso del PCUS (1956)
en donde se realizó la primera autocrítica oficial y se cuestionó
a Stalin desnudando la represión desatada bajo su imperio, fue

201
EL BLUES DE LA CALLE 51

interrumpido por Poroto Sitro que, harto de escuchar hablar del


tema, se trepó a la mesa al grito de: “¡Marx no bailaba como
yo!”, mientras se contoneaba siguiendo un imaginado ritmo tro-
pical, anécdota publicada en “Primera Plana” a mediados de los
sesenta, bajo ese mismo título: “Marx no bailaba como yo”. La
movida del “Capitol” contuvo a jóvenes de una inteligencia y
solidez intelectual que hoy puede asombrar y no doy nombres
porque sería injusto con aquellos a los que seguramente olvidaré.
Pero muchos de los protagonistas de aquellos encuentros alcan-
zaron luego relieve nacional y varios, internacional. Y no sólo
pintores, sino músicos, cantantes, actores, escritores, filósofos,
sociólogos e historiadores.

Hugo Soubielle nació en 1934 en Carlos Begueríe, un pueblo


pequeño y rural del partido de Roque Pérez. Nos dejó el 20 de
febrero de 2006. Pero en realidad no se fue. Está aquí. En su
obra y más allá de que la burocracia municipal haya derribado
el yinkgo biloba que sus hijos plantaron en su homenaje frente
al Pasaje “Dardo Rocha”, sigue también vivo en ellos, en Alda,
su compañera, y en cada uno de nosotros y de los que hoy con-
forman el “Museo de Arte Contemporáneo Latinoaméricano”
(MACLA), con sede en ese Pasaje y del que fue parte. Puede re-
sultar paradójico que este excelente pintor guardara a Begueríe
tan fuerte en su memoria afectiva, porque vivió en esa localidad
sólo hasta los seis años. Sin embargo, sentía una fuerte perte-
nencia hacia ese pueblo rural bonaerense, levantado junto a la
estación de tren con el almacén de ramos generales enfrente, la
escuela a la que alcanzó a ir un año y a la que volvió junto con
su familia al conmemorarse los 75 años del establecimiento, una
comisaría escasa de personal y un puñado de viviendas dibujan-
do una cuadrícula magra de calles de tierra. Así era el Begueríe
que guardaba en sus recuerdos y en donde vivía con su familia
porque allí trabajaba su papá como transportador de hacienda.
Reflexivo, rumiador de las verdades escuchadas o leídas, fue el
mejor discípulo de Cartier. El que lo interpretó más cabalmen-
te y también, el que lo imitaba como un espejo. Porque era un

202
Lalo Painceira

excelente imitador y cuando contaba una anécdota, la represen-


taba con todos los personajes hablando exactamente como ellos
y a veces, cuando nos incluía, como nosotros. Lo conocimos el
primer sábado que fuimos a la clase de Cartier y compartimos
después la mesa en el “Costa Brava”. A partir de ese momento,
fue parte nuestra y nosotros de él. Fiel a su maestro, su pintura
informal contenía un exquisito tratamiento del color lo que su-
maba una cuota de poesía a sus trabajos. Los tres años que duró
el Grupo Sí lo tuvo como uno de sus protagonistas. Participó
en todas las muestras del grupo y era asiduo concurrente a los
encuentros nocturnos del “Capitol” que iluminó con su ingenio,
su ironía y su humor, además de sus conocimientos teóricos. Di-
suelto el Grupo Sí alumbró a los propios fantasmas que lo habi-
taban, inscribiéndose en una figuración que podría encuadrarse
en un realismo crítico alternando sus homenajes a Velásquez con
los figurones y militares que dieron sus zarpazos desde 1930 en
adelante y sobre todo, en esos angustiantes rostros velados que
buscan la luz detrás de una ventana, como metáfora que encie-
rra la tragedia de los desaparecidos. Fue un artista que obtuvo
importantes reconocimientos. Primero obtuvo el “Premio Ad-
quisición en el XXII Salón Nacional de Arte de Mar del Plata”
(1963) y el “Primer Premio del Salón Nacional” organizado por
la Municipalidad de La Plata (1967). Quizás el más importante
de todos haya sido el “Premio George Braque” (1968), otorgado
por el gobierno de Francia, que le permitió viajar a París durante
un año. En la capital francesa frecuentó a Julio Cortázar y a
Emilio Pettoruti con quien festejó el aniversario de La Plata en
su estudio parisino, bebiendo champagne.
Expuso en importantes museos y galerías del país como el
“Museo Nacional de Bellas Artes”, el “Museo de Arte Moderno”
de Buenos Aires y el “Museo Provincial de Buenos Aires”, “gale-
ría Integral”, “galería Lirolay”, entre muchos otros espacios. Fue
secretario del “Museo de Bellas Artes de la Provincia de Buenos
Aires” con Ángel Nessi como director, y luego trabajó como rea-
lizador de escenografía en el “Teatro Argentino” de La Plata,
desde 1966 y llegó a ocupar el más alto cargo en su sección.
Al jubilarse, en 2000, se acercó al MACLA para colaborar con

203
EL BLUES DE LA CALLE 51

su amigo, César López Osornio, hasta su sorpresiva partida.


Pudo quedarse en París porque tenía grandes amigos, como
Saúl Yurkievich, pero extrañaba La Plata a la que consideró
siempre su lugar en el mundo. Mantuvo con sus dos hijos una
relación magnífica, libre, franca y nunca disimuló el enorme
cariño que les profesaba. Y eso que era reticente para mostrar
sus afectos. Siempre tuvo inquietudes sociales y una curiosidad
que lo ligaba a la vida y a la coyuntura. A finales de los años
noventa nos encontramos en el “Café de las Artes” y charla-
mos sobre esa especie de boom de la pintura en los jóvenes,
con record de inscriptos en la Facultad de Bellas Artes. Y se
preguntó las razones de ese vuelco: “Yo pienso que se debe a
la cosificación que padece el hombre de hoy y en especial los
jóvenes, que están construyendo su propia vida y ven cómo se
les cierran los accesos al trabajo y a la realización personal y
social. La vida los desconcierta, ¿sabés también qué pasa? Yo
en mi taller soy Dios y ahora aquí, pensando la realidad, soy
un mendigo, nada más”. Su juicio suena amargo, pero tran-
sitábamos la década del neoliberalismo más inhumano que
se implantó constitucionalmente en nuestro país.Su reflexión
sonó rara, porque Hugo fue dueño de un sentido del humor
sobresaliente y de una ironía que le hacía sortear situaciones
adversas. Siempre una broma, una imitación, que provocaban
risa. Pero ahora lo pienso, lo recuerdo y percibo que vivía es-
forzándose para transitar este mundo como un equilibrista, de
un lado el dolor por la realidad sobre todo eso, injusta. Y del
otro lado, su humor a veces corrosivo, pero siempre sano. Su
humor nacido del mundo de sus afectos, de Alda, de sus hijos,
de cada integrante del Grupo Sí con los que había compartido
la aventura de mostrar sus obras.

Siglo XXI y lluvia. Todo día gris merece un sorbo de me-


moria y un trago de melancolía. Veo la lluvia por mi ventana
y las calles, que cuando se mojan, quedan desnudas. Mirando
la lluvia bebo un sorbo de memoria. Por eso retorno a mis
precoces y voraces sesenta, cuando los cambios se sucedían de

204
Lalo Painceira

manera tan abrupta y veloz que los tornaba imparables. Y la


memoria salpica y salta de año en año sin respetar cronologías.
Como ya conté, desde octubre de 1960 el bar “Capitol”
fue nuestra sede, sobre todo nocturna, que compartimos con
los músicos de jazz. Al mes siguiente ya éramos un Grupo,
teníamos nombre y lo integrábamos nueve pintores. Cuando
comenzó 1961 habíamos crecido y éramos 18. El doble. La
mayoría teníamos entre 19 y 25 años y sólo cinco se aproxi-
maban a los 30. A esa edad se es dueño de la vida. De toda la
vida. La muerte es algo sólo concebible en los otros. También
la libertad es tan absoluta como la vida. Fue en ese año, 1961,
cuando Grippo se acercó junto a sus amigos, entre los que se
contaba Dippy Di Paola y su grupo de Tandil, músicos que es-
tudiaban en el “Conservatorio” y que realizaban experiencias
de vanguardia, como Jorge Blarduni y Eduardo Mazzadi, la
militante hermandad de Berisso con Imar Lamonega y Sandra
Filippi como notables exponentes de la poesía. También arribó
Amanda Peralta, ya comprometida con las luchas populares,
que no era tan callada como la recuerda Trotta en su carta sino
que prefería los diálogos personales al bullicio grupal. Ella me
descubrió muchos textos de Trotsky y enriqueció el contenido
de las charlas y me dio una mirada nueva sobre lo que comen-
cé a llamar, el “fenómeno peronista”, con petulancia peque-
ñoburguesa. Todos ellos no sólo nos aportaron nuevos textos,
lecturas más políticas de la realidad, sino que abrieron nuestra
mirada a un horizonte más amplio y colectivo y además, nos
descubrieron mundos desconocidos, como Dippy, que nos ha-
bló de Witold Grombrowicz, de quien era amigo. No puedo
dejar de mencionar que también en ese tiempo se acercaron al
“Capitol” los integrantes del “Grupo de los Elefantes”, con su
poesía y su sentido vivencial de la libertad. Estos poetas, que
habían llenado con sus versos las paredes de La Plata, y lo inte-
graban entonces, entre otros, Lida Barragán y Raúl Fortín, y se
acercaron para invitarnos a una lectura de poemas que se hizo
en una librería de 51 entre 11 y 12, antes de que comprara el
local y el edificio del cine adjunto, la “Universidad Católica”.
Por último, también nos formaron los músicos de jazz, que

205
EL BLUES DE LA CALLE 51

nos abrieron los oídos a la revolución del Bop, del Cool y del
Free jazz.
Esta agitación que vivíamos nosotros no se debía a cualidades
propias especiales. Fue la época, el entorno, el estar viviendo una
coyuntura particular y única, como lo es toda coyuntura, pero
que además era revolucionaria. El segmento vivido por nosotros
como Grupo Sí se ubica en el comienzo de esos años. Cuando
los ’60 empezaban a caminar con el impulso de la década ante-
rior. No fuimos ni nos creímos excepcionales. Por el contrario.
Admirábamos sinceramente a muchos de los que se acercaban a
nosotros o a nuestros congéneres porteños, incluyendo los que
se dedicaban a otras expresiones o disciplinas, admiración que
todavía mantengo hacia varios de ellos.
Para concluir este vuelo rápido sobre nuestras fuentes forma-
tivas e informativas, y para arribar a las ideas estéticas que nos
convocaban, quiero subrayar que la “ideologización” y el com-
promiso político fue posterior al Grupo Sí y se circunscribieron
sólo a muy pocos de sus integrantes. Comenzó a insinuarse a
fines de 1961 como consecuencia de la coyuntura que vivía el
país y el mundo, ya descripta. Hubo una excepción: la ideolo-
gía libertaria de Omar Gancedo, asumida con anterioridad a la
creación del Grupo Sí y mantenida coherentemente durante los
algo más de dos años de su existencia. Debe destacarse también
que el compromiso político no fue algo abrupto. No fue un des-
pertar al estilo del cachetazo del “maestro Zen” o el llamado de
Jesús a San Pablo derribándolo del caballo. Fue parte de un len-
to camino personal que en algunos desembocó en la militancia
y la participación en la construcción de un mundo mejor. Y eso
se fue haciendo visible en las obras. Sirvan de ejemplo mi propia
evolución y la de Horacio Elena, que se dio al mismo tiempo
viviendo yo en La Plata y Horacio en Brasil. Mi informalismo
abandonó los áridos y silenciosos desiertos de la materia, su so-
ledad, para transformarse en 1962 en paisajes con explícita te-
mática social, sin perder el lenguaje de vanguardia expresionista
ligado al “informalismo matérico”. Mi última muestra contuvo
esas expresiones con una muy buena crítica para esas “Villa mi-
seria”, que eran collages de chapas recortadas, arpillera y carto-

206
Lalo Painceira

nes acanalados sobre una espesa materia revuelta que asemejaba


al barro. Elena, recién casado, se había radicado en el Brasil de
Jao Goulart y junto a su mujer compartieron la revuelta cultural.
Esas vivencias se reflejaron en su pintura que fue directamente
figurativa y social, con personajes representativos de un pueblo
al que fue conociendo y amando hasta asumirlo como propio.
Otros dos integrantes del grupo, Alejandro Puente y César
Paternosto, a fines de los sesenta y comienzos de los setenta,
profundizaron su búsqueda acercándose a la geometría para
hundirse ancestralmente en el continente latinoamericano con
signos que mostraban una nueva mirada al arte precolombino y
a la cultura de los pueblos originarios. La experiencia de ambos
fue muy bien analizada por Néstor García Canclini en su libro
Culturas híbridas (Editorial Paidós, 2001). En alguna medida,
las búsquedas de Sirabo y Sitro, dentro de una geometría mini-
malista, se emparientan con ese camino cuyo origen está en el
uruguayo Torres García, como también lo señala García Can-
clini. No obstante, Puente y Paternosto profundizaron más las
culturas prehispánicas andinas y sus representaciones.

Néstor García Canclini (La Plata, 1939), actual profesor de


la Universidad Autónoma de México y profesor invitado en Aus-
tin, Duke, Stanford, Barcelona, Buenos Aires y San Pablo, es un
hijo directo de aquella ciudad inquieta y de esa Universidad que
siempre levantó banderas progresistas y las defendió con la lu-
cha de su estudiantado y parte de su cuerpo docente. Era uno de
los jóvenes que se reunían en los ’60, los días jueves en la cerve-
cería “La Modelo”, junto a Ricardo Piglia, Tono Castorina, José
Sazbón y Julio Godio, entre otros, para leer y discutir a Marx,
según recuerda Piglia en “Crónicas de una ciudad” de Ramón
Tarruela (Editorial La Comuna, 2002). Su despertar intelectual,
su sed nació en el mismo momento y en el mismo espacio que
habitábamos los integrantes del Grupo Sí, entre ellos Puente y
Paternosto a los que dedica unos párrafos que transcribiré a con-
tinuación en uno de sus libros fundamentales, Culturas híbridas,
ya citado.

207
EL BLUES DE LA CALLE 51

Antes de la transcripción conviene aclarar que García Can-


clini entiende por “hibridación, procesos socio-culturales en los
que estructuras o prácticas discretas, que existían en forma se-
parada, se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y
prácticas”. En el caso de Puente y Paternosto, la irrupción en
sus cuadros de los tejidos y el arte (¿por qué no denominarlo
arte?) precolombino, constituyen ejemplos de hibridación, térmi-
no para nada despectivo o crítico. Ahora sí el texto que dedica a
ambos: “¿Por qué un pintor preocupado en los años sesenta por
la expresividad pura de la materia, César Paternosto, y en los
años setenta por el despojamiento de la superficie hasta dejarla
totalmente blanca y pintar sólo los bordes, se dedica a reela-
borar diseños precolombinos?”. Se pregunta Paternosto: ¿acaso
no estaban tales preocupaciones constructivas en las búsquedas
formales de los Incas cuando labraban y pulían la piedra? Por
eso, visitaron Perú y México grandes escultores modernos, desde
Josef Albers a Henry moore. Paternosto incorpora a su trabajo
geométrico texturas en movimiento, vibraciones que parafrasean
los t’oqapus (bordados), signos quechuas en forma piramidal.
No hay referencias literales a las pirámides; sus formas triangu-
lares, sus líneas escalonadas, son aludidas con un tratamiento
discreto. Lejos de cualquier nostalgia o mimetismo fácil, su obra
surge de una reflexión comparativa sobre los recursos con que
distintas épocas trataron las relaciones entre escultura y arqui-
tectura, la ubicación del arte en la escala de la naturaleza, los
modos de significar y ritualizar lo que construimos”.
“Del mismo modo que Paternosto, otro argentino que reto-
ma la herencia prehispánica de un modo ni repetitivo ni folclo-
rizante, Alejandro Puente, hizo su aproximación inicial al arte
incaico al vivir en Nueva York. El descubrimiento de su distancia
respecto de la cultura anglosajona y la dificultad de integración
lo llevan a investigar los hallazgos abstractos, la elaboración de
superficies planas, las líneas fracturadas de la plástica precolom-
bina, con los cuales el arte geométrico puede hablar de cuestio-
nes contemporáneas. A diferencia de los renacentistas que esta-
blecieron como núcleo de la visión moderna una organización
centrípeta del espacio, el pasado incaico proporciona -más que

208
Lalo Painceira

un repertorio de signos para usar emblemáticamente al modo de


los ‘realismos telúricos’- una concepción abierta de la visión. El
retorno a los orígenes premodenos como recurso para descen-
trar, diseminar, la mirada actual. (…) Ni trasplante enajenado, ni
desajuste con la propia realidad: intentos de ordenar el mundo
moderno sin abdicar de la historia”.
Pero todo esto que describe García Canclini ocurrirá años
después. Con los ‘60 finalizando y todos nosotros caminándolos,
cada uno a su manera y siguiendo su propia ruta.

Hablemos de pintura

En nuestros encuentros nocturnos en el “Capitol”,


hablábamos fundamentalmente de pintura y de arte en general,
sin hacer mención a la línea clásica del relato de la historia del
arte. Nos circunscribíamos a la ruta de los expresionistas y
los detectábamos a partir de las expresiones más primigenias,
desde el corazón mágico y religioso del hombre primitivo que
con envidiable habilidad, plasmó en imágenes ese mundo en las
paredes rocosas de las cuevas en las que buscaba refugio. Pero
no nos remontábamos tan lejos, aunque Squirru haya escrito
en una de las presentaciones a una muestra de nuestro grupo
y refiriéndose a mi obra, que “Altamira está siempre presente”.
Desde ya que podíamos hablar del Goya negro o llegar hasta
El Bosco, pero en general partíamos de esa piedra basal del
arte contemporáneo que fueron los impresionistas y los post-
impresionistas, ese cuarteto conformado por Cezanne, Gauguin,
Seurat y Van Gogh. En mi caso, totalmente interesado en dos de
ellos. En Gauguin por la influencia que las estampas orientales
habían ejercido en su expresión; pero sobre todo, el que me
conmovía y me colmaba, era la obra y también la vida de ese
holandés pelirrojo, el de los trigales trágicos que sobrevolaban
cuervos. Van Gogh, ese genio que se dejó atrapar por el sol,
las noches estrelladas y los cuartos desolados, sin saber que
“quien conserva demasiada luz/ se desintegra” (Julián Axat,
“ylumyinarya”, Libros de la Talita Dorada, 2008). Pero más

209
EL BLUES DE LA CALLE 51

allá de sentirnos atrapados por la obra de Gauguin y Van Gogh,


siempre reconocimos que sin ese cuarteto completo, no habría
arte moderno.
Los cuatro supieron mantener la mirada nueva aportada
por el impresionismo, que había reconquistado la luz, pero
también la premura, esa brevedad de tiempo en el hacer que los
acercaba a lo gestual, y eliminaba los frenos de la razón. Como
si se buscara favorecer la espontaneidad en la creación, lejos del
lento y trabajoso perfeccionismo de lo clásico. Habría que hacer
la salvedad de Seurat, cuya actitud cientificista en el estudio de
la luz y su práctica pictórica, de mínimas pinceladas de colores
puros colocadas como un gigantesco mosaico, le insumía
muchísimo tiempo y sin embargo, esa visión casi óptica, nunca
le hizo perder la poesía y la levedad como lo demuestra su obra.
Con sus grandes diferencias, ese cuarteto fue uno de los
pilares que permitió a la pintura liberarse de la tiranía de la
reproducción, que tanta confusión ha producido y produce en el
espectador, siempre más dispuesto a reconocer y maravillarse por
la habilidad de una simple copia que a vivir y gozar la belleza, por
ruda y violenta que sea, de una obra de arte moderno. También
era y es común en el espectador, la búsqueda del mensaje, como
si la pintura estuviera obligada a relatar algo. Si lo hiciera,
perdería la verdadera voz del arte que puede ser canto, poesía,
expresión pura, orden perfecto y racional, pero también grito y
angustia, como lo demostraron, entre otros, Goya, Munch, Van
Gogh, Picasso, Pollock, De Kooning, Bacon. También llenarse de
palabras y callar, guardarlas, dificultar el acceso a las mismas,
como los ascetas o los monjes, a la manera de Tapies o Rothko.
Esta advertencia no es nueva. Existía desde 1890, cuando el
pintor francés Maurice Denis dejó en claro que “una pintura,
antes de ser un caballo en plena batalla, un desnudo, una anécdota
o lo que sea, es esencialmente una superficie plana cubierta de
formas y colores reunidos en un orden determinado”.
Hoy es una verdad de perogrullo, sobre todo para los pintores
y los asiduos concurrentes a exposiciones y museos. Pero siempre
es conveniente insistir que esta nueva concepción de la pintura
la habilitaron los impresionistas y sus herederos directos, ese

210
Lalo Painceira

cuarteto que profundizó sus hallazgos. Ellos construyeron la


puerta de ingreso al arte abstracto.
Los primeros en cruzarla fueron los expresionistas y les
siguieron, en la alternancia del relato histórico del arte, los
rusos, que acompañaron la etapa inicial de la Revolución de
Octubre de 1917 mientras vivió Lenin (murió en enero de 1924)
y la estiraron dos años más, hasta que Trotsky permaneció
en libertad en la URSS. Fueron Kandinsky, Malevich, los
integrantes del movimiento constructivista, además de poetas,
cineastas y creadores teatrales. Esta revolución total en el arte
la habían comenzado ellos en 1910, año en el que Kandisky
escribió De lo espiritual en el arte. Fue entonces que formas
y colores dinamizaron el espacio plano de la tela, ofreciendo
desde su equilibrio, dinamismo y relaciones, una nueva forma
de expresión. Sobre ella cabalgó el arte: el que se deja atrapar
por lo racional y exacto, buscando en la relación forma-color-
espacio-tiempo y tratar de trasladarlo a la vida diaria de la gente
para embellecerla, y los que expresan un mundo profundamente
existencial de manera apasionada, lírica, onírica, que encarnaron
las corrientes que pueden encuadrarse dentro la denominada
corriente romántica.
Ambos caminos conviven hasta hoy en el arte abstracto y
también comparten el relato con expresiones figurativas, a
las que no invalidan para nada e incluso, favorecen en un
entrecruzamiento de medios expresivos que posibilita una mayor
libertad. El cubismo, por ejemplo, se sirvió del expresionismo para
parir obras como ese fresco fundamental que es el “Guernica”
de Picasso. Habría que agregar los cuestionantes juegos Dadá,
los surrealistas, los últimos figurativos expresionistas como los
ingleses Bacon y Freud, l’art brut de Dubuffet, el muralismo
mexicano, el realismo social de Berni, Carlos Alonso, Ricardo
Carpani, entre muchísimos ejemplos. El arte abstracto no
desecha la figuración. Convive con ella aunque esta convivencia
cause malestar en los sectarios de siempre, porque el arte no
acepta anteojeras ni caminos únicos y nadie es enteramente
racional ni totalmente sentimental. Los grises que porta cada
uno de nosotros en otros aspectos de la vida, también existen en

211
EL BLUES DE LA CALLE 51

el arte. Pero no hay que ser mecánicos. Inteligentemente advierte


Andrea Giunta en su Prefacio de Vanguardia, internacionalismo
y política (op. cit.), que

Los libros que ordenan biografías individuales o


escuelas artísticas generalmente responden a la
implícita voluntad de presentar los hechos como
si éstos respondiesen a un orden natural, pauta-
do por una lógica evolutiva que hace de las obras
de arte piezas explicativas de un relato mayor: la
evolución del arte argentino, la historia del arte
moderno. Esta versión acumulativa de procesos
leídos en función de la idea de ‘progreso’ deja de
lado rastros relevantes…

Los rastros del arte son personales. La relación entre lo ínti-


mo y lo colectivo que esconde toda obra es también dialéctica.
La obra es del autor pero a su vez convoca al espectador para
que participe vivencialmente de esa experiencia única que siem-
pre ofrece el arte que, además, posibilita una mirada particular
de su tiempo.
¿Y de dónde nos llegaban a nosotros, viviendo aquí, en La
Plata, los contenidos y las herramientas para el debate?
Muchos temas eran desarrollados por nuestros maestros,
Cartier y Kleinert, en sus clases. También los recogíamos en esas
charlas rápidas en el buffet de Bellas Artes con Manolo López
Blanco, o lo escuchábamos de los alumnos de Dorothy Hernan-
do. Todos nos proporcionaban conceptos que rumiábamos por-
que la pintura, al ser un arte de creación solitaria, permite ese
diálogo interior de crecimiento, ese debate interior, esa necesidad
compulsiva de resolver las propias contradicciones internas. A
esos aportes sumábamos los libros y artículos leídos. También
había búsquedas propias a partir de estímulos de diferente tipo,
tales como exposiciones, espectáculos, charlas, las clases sobre
existencialismo de Emilio Estiú y recalco, el cine de ese tiempo.

212
Lalo Painceira

Otro ejemplo fue a fines de los años cincuenta la puesta del orato-
rio “Carmina Burana” con música de Karl Orff a cargo del “Ba-
llet Nacional de Chile”, fundado y dirigido por el coreógrafo ale-
mán Ernest Uthoff, discípulo del gran maestro del expresionismo
germano Kurt Joos. Nos conmovió profundamente desde el esce-
nario del viejo “Teatro Argentino” y mostró, ante una sala colma-
da, que la danza ofrecía caminos nuevos y actualizados lejos de
las convenciones del ballet clásico. Es posible que la contratación
posterior de la también alemana Dore Hoyer, para que montara
su laboratorio creativo en la sala de calle 51, tuviera como antece-
dente aquella deslumbrante demostración expresionista.
Tanto los chilenos, como luego Hoyer, nos mostraron que el
expresionismo estaba vigente y además vivo, allí, en el escenario.
Atrapándonos, sublimando la belleza de nuestro tiempo a partir
del propio cuerpo. Sí. El expresionismo se podía expresar en es-
pectáculos de danza, a través de un cuerpo vivo y no sólo en los
grandes lienzos de Pollock y De Kooning, deTapies y Saura, de
Birri y Fontana. “La idea”, que fue el primer ballet que montó
Hoyer en el Argentino, al igual que los espectáculos del “Living
Theatre” en el convulsionado Greenwich Village de Nueva York,
fueron expresionismo puro; lo mismo que el “Aullido” de Gins-
berg en poesía o el “Recordando con ira” de Osborne en teatro.
Todos ellos contenían su esencia. Nacían desde el mismo barro
de la coyuntura histórica. Desde el grito o desde el silencio. Su-
cios, dolorosos, sanguíneos. Profundamente humanos. El artista
que lo creaba no era un Dios impoluto, blanco, incontaminado
y tampoco se lo creía. Mostraba la condición humana ultrajada.
Allí estaba él con su creación absolutamente personal, reflejando
su tiempo.
Dentro de la plástica, el Informalismo en todas sus variantes,
incluyendo la llamada “Nueva Figuración”, es la manifestación
de ese camino sensible y romántico. Apasionado. Vivencial. Pro-
fundamente humano.
Fue bautizado como “Informalismo” por el crítico y teórico
francés Michel Tapié. Luego Cirlot y los españoles lo llamarían
“Arte Otro”. Los estadounidenses lo llamaron Action Painting y
también “Expresionismo abstracto”. Hubo franceses que hablaron

213
EL BLUES DE LA CALLE 51

de arte matérico, tachismo, escritura automática, arte bruto. Los


italianos “Arte Pobre”. En nuestro país se lo llamó de todas esas
maneras, agregando el de “Nueva Figuración” (otro cuarteto de
lujo: Deira, Noé, De la Vega y Macció). Pero decir Informalismo
o Expresionismo engloba perfectamente a todas esas corrientes.
Este fue el camino elegido por el Grupo Sí y de esto hablá-
bamos en las mesas del “Capitol”. Empezando por el expre-
sionismo, al que Herbert Read define con claridad en uno de
nuestros libros de entonces: Arte y sociedad (Editorial Kraft,
1951). Después de aclarar que “el expresionismo moderno ha
desarrollado un movimiento definido, y Van Gogh, más que
cualquier otro individuo, puede ser considerado como su fun-
dador, aunque en realidad el pintor noruego Evard Munch
fuera el exponente más conciente y de mayor influencia en el
estilo…”, Read afirma que

El expresionismo vive en conformidad con su


nombre; es decir, expresa a cualquier precio las
emociones del artista, a costa habitualmente de
una exageración o distorsión de los aspectos na-
turales (…). Se rebela francamente contra las con-
venciones de la concepción normal de la realidad
y trata de crear una visión de ésta que se halle más
estrictamente de acuerdo con sus propias reaccio-
nes emocionales ante la experiencia”.

Iniciador de líneas fundamentales en la comprensión de los


fenómenos culturales, como por ejemplo los referidos a la edu-
cación por el arte, es evidente que Read se refiere en ese texto
al expresionismo que nació a fines del siglo XIX y a comienzos
del XX. Es decir, a los abuelos y a los padres de los artistas del
Informalismo. Y fueron sus tíos muy cercanos los Dadá y los
surrealistas o superrealistas con su revelación del subconscien-
te, su apelación al automatismo, a lo gestual y a la valoración
de las texturas desde el frottage y otras técnicas (visibles sobre

214
Lalo Painceira

todo en los trabajos de Max Ernst). También en su rebeldía con-


tra lo instituido y aceptado.
Read apunta que

el superrealista percibe claramente la falta de co-


nexión orgánica entre el arte y la sociedad que ca-
racteriza al mundo moderno (el libro está escrito
en 1948). Ve así que la falla fundamental reside
en la estructura económica de la sociedad y cree
que la forma que ésta tiene actualmente no ofre-
ce ninguna base satisfactoria para el arte. Es (el
superrealista), por lo tanto, revolucionario, pero
no meramente un revolucionario en lo que al arte
concierne. Parte de una actitud revolucionaria en
filosofía, de esa concepción revolucionaria- para
ser más precisos- que se debe a Marx y que quizás
sea posible resumir en dos proposiciones: 1º, que
deja de ser válida toda teoría que no contemple
una actividad práctica basada sobre esa teoría y
2º, que el objeto de la filosofía no consiste en inter-
pretar el mundo, sino en transformarlo…”.

En nuestro caso particular, al momento de fundar el Grupo


Sí, nuestra praxis era artística, sin militancia política partidaria.
Pero todo arte es político aunque en ese momento no éramos
concientes de esa verdad de Perogrullo. No me refiero a una polí-
tica partidaria atada a respuestas coyunturales. Hablo de política
como la praxis de una ideología. La nuestra era estética, rebelde,
existencial y si se nos quería colgar alguna etiqueta, podrían de-
cir que éramos libertarios. En algunos pocos, con roces místicos.
Pienso que nuestra actitud de entonces encuentra su mejor
definición en un libro escrito por Jorge López Anaya, uno de
los protagonistas de la vanguardia porteña de los ‘60 que visitó
nuestro taller de Ringuelet junto a Alberto Greco y a Martha
Minujín y luego presentó la exposición realizada por el Grupo Sí

215
EL BLUES DE LA CALLE 51

en el “Museo Provincial de Bellas Artes” en 1961. López Anaya


escribió: Arte Argentino. Cuatro siglos de historia (Emecé edito-
res, 2005) y allí asegura que el informalismo y sus diferentes ca-
minos, eran “propuestas que reflejaban la filosofía de la época (el
existencialismo sartreano y la fenomenología de Merleau- Pon-
ty), a través del compromiso del cuerpo con la acción pictórica”.
Agrega más adelante que las tendencias informales tuvieron una
rápida expansión y “en oposición a ciertos movimientos regio-
nales, el informalismo, con su marginalidad de la historia y su
técnica antiideológica, no se planteaba problemas políticos y so-
ciales”, para concluir que “desde ese punto de vista, quizás fue
una manera de protesta social nacida menos de las condiciones
sociopolíticas que de situaciones generalizadas, no localizadas,
indeterminadas”.
En el libro de Giunta ya citado, hay una definición categórica
escrita por uno de los primeros informalistas porteños, Kenneth
Kemble: “Las revoluciones se producen así, cuando la juventud
se envanece a sí misma y cree a pie juntillas que está revelando
el mundo. Y eso es necesario porque crear algo que no existió
antes es muy difícil, hay que tener muchas pelotas, muchos cojo-
nes para decir ‘esto es arte’ o ‘esto vale la pena’ cuando no tiene
antecedentes o tiene muy pocos antecedentes”. Pienso que de ha-
ber conocido este texto en el inicio del Grupo Sí, lo hubiéramos
adoptado como manifiesto.
No sólo pintores se sumergieron en esta búsqueda expresio-
nista y romántica. Fue asumida en la misma época por creadores
de otras disciplinas artísticas y en diferentes países. No es difícil
encontrar un parentesco palpable entre los escritos de la genera-
ción beat, el jazz moderno que nace con el bop, la propuesta del
Living Theatre, con las obras de De Kooning, Pollock y los de-
más, surgidas contemporáneamente. Lo mismo puede afirmarse
del informalismo matérico europeo (sobre todo el español), ex-
presión clara de una filosofía existencialista que puso al hombre
ante su instancia última, en el límite, ante Dios para Jaspers y
Marcel, ante “la Nada” para Sartre y dejándolo suspendido en el
tiempo para Heidegger. Leyendo hoy al padre Hugo Mujica me
animaría a decir que ese informalismo matérico, el del desierto,

216
Lalo Painceira

el de las palabras censuradas y la soledad existencial “creció en


ese misterio de lo oculto para mostrarnos, quizás, que el misterio
tiene de oculto lo que promete como donación, como el silencio
tiene de latido lo que promete la palabra” (Kénosis. Sabiduría y
compasión en los Evangelios, Editorial Marea, 2009).
Esta “protesta social”, como la denomina acertadamente Ló-
pez Anaya, libertaria, existencial, radical, tomaría contacto con
corrientes derivadas del surrealismo y con pensadores afines.
Uno de ellos fue Carl Jung que aconsejaba en uno de sus textos,
que “sólo se volverá clara tu visión cuando miras en tu cora-
zón…porque quien mira hacia fuera, sueña y quien mira hacia
adentro, despierta” (reproducido en el Catálogo de la muestra de
la pintora platense Yulu Gomez Resa, que nos dejó demasiado
pronto, siendo muy joven).
De esa afirmación a las búsquedas inspiradas en “el Zen”,
hay menos de un paso.
Un texto que leí más adelante enmarca lo antedicho en una
visión contemplativa. Fue Cuestiones discutidas de Thomas
Merton (Editorial Sudamericana) que me llegó flamante, recién
salido de la imprenta, en 1962. En él, Merton critica tanto al co-
munismo como a la complacencia burguesa, por “la negativa de
usar sus propios ojos para el fin que fueron creados: ver y gozar
la belleza de Dios en la creación y buscarle en dicha belleza”.
Muchos años después sentí que también describían aquella
vivencia creativa nuestra, Gilles Deleuze y Félix Guattari en
¿Qué es la filosofía?, (Anagrama, 1993):

Se pinta, se esculpe, se compone, se escribe, con


sensaciones. Se pintan, se esculpen, se componen,
se escriben sensaciones”. Eso tratábamos de
hacer, acercándonos a la Sontag de Contra la
interpretación (op.cit.), cuando afirmaba en los
sesenta: “La obra de arte, considerada simplemente
como obra de arte, es una experiencia, no una
afirmación ni la respuesta a una pregunta. El arte
no sólo se refiere a algo, es algo. Una obra de arte

217
EL BLUES DE LA CALLE 51

es una cosa en el mundo, y no sólo un texto o un


comentario sobre el mundo (…). Su rasgo distintivo
consiste en que no dan lugar (las obras de arte)
a un conocimiento conceptual (que es el rasgo
distintivo del conocimiento discursivo o científico,
como la filosofía, la sociología, la psicología o la
historia), sino a algo parecido a la emoción, un
fenómeno de compromiso, el juicio en un estado
de esclavitud o cautiverio. Decir esto es decir que
el conocimiento que adquirimos a través del arte
es experiencia de la forma o estilo de conocer
algo, mejor que conocimiento de algo (como un
hecho o un juicio moral) en sí mismo. Esto explica
la preeminencia del valor de la expresividad en la
obra de arte; y explica también cómo el valor de
la expresividad -es decir, del estilo- precede, y con
razón, al contenido (cuando el contenido se halla
falsamente aislado del estilo).

Entre los teóricos que nos influían estéticamente ocupó un


lugar preferencial Juan Eduardo Cirlot. El teórico catalán afir-
maba, para ser fiel a su tónica de “revolución permanente” y de
considerar a la imitación como “el peor de los crímenes”, que el
arte contemporáneo en los años cincuenta “debía crear aún otra
tendencia más, en la larga serie que se inicia con las disoluciones
impresionistas de Turner y Monet (el de los Nenúfares) para lle-
gar a la abstracción. Esa modalidad es el informalismo, la cual
constituye un puente entre figuración y no figuración, ya que su
verdadera función parece ser la de establecer, precisamente, la
paradójica identidad formal de lo informe, prescindiendo de si
el substrato de esa alteración dramática es una figura de trián-
gulo o de mujer, un concepto o una imitación ilusionista de la
realidad” (La pintura abstracta, Editorial Omega, 1951). Juan
Eduardo Cirlot, que sintetizó la historia de la pintura contempo-
ránea en otros volúmenes, fue uno de los primeros teóricos que
esbozó un estudio de la tendencia informalista, manteniéndola

218
Lalo Painceira

bajo la denominación de “Arte Otro” como la presentó en 1957.


Todos estos textos llegaban a nuestras bibliotecas y después
de ser leídos, a las mesas del café para hablarlos y discutirlos.
Nosotros, un puñado de jóvenes con claras falencias teóricas,
formados anárquicamente por lecturas asistemáticas, careciendo
todavía de ideología y, por lo tanto, de un método crítico que nos
permitiera separar la paja del trigo, para usar la muy clara ima-
gen evangélica. Nosotros, que éramos solamente mentes abiertas
y sedientas. Nosotros, esponjas que absorbíamos las ideas de la
vanguardia dominante en el mundo, vanguardia nacida como
respuesta rebelde (no revolucionaria) a una realidad que si bien
no era la nuestra, la asumíamos como propia y adheríamos a sus
posturas ariscas. Porque ese arte nos sirvió para rebelarnos aquí,
en La Plata, contra las aristas conservadoras del arte oficial local,
pero también contra el segmento social dominante, también con-
servador en sus maneras, burocrático y gris en sus formas de vida.

Lo escribí antes: La melancolía en La Plata es endémica y


ataca fundamentalmente en los días grises de otoño o de invier-
no. Y aquí, frente a mi ventana y ante la visión de una plaza
desolada, siento que ese virus me ataca y se expande en mí como
metástasis, hoy, en pleno siglo XXI. Entonces, de repente, siento
el peso de la memoria afectiva como un mazazo en medio de mi
frente cavando en ella para que afloren los recuerdos, porque
la melancolía llega siempre desde el tiempo perdido, desde las
ausencias, desde el vacío. Lo aconsejable es no ofrecerle resis-
tencia. Entregarse. Vivirla como si se hubiera ingerido lisérgico o
fumado un tímido porro, y alucinar. Siempre en presente. Decir
“anoche” o “esta madrugada” refiriéndome a algo vivido hace
cincuenta años.
Siempre fui discutidor. Tanto, que todavía, antes de respon-
der, comienzo con un “no”, aunque esté de acuerdo con lo afir-
mado por el otro. Y en aquel entonces, discutía. Como si en cada
afirmación enfrentara al mundo aunque todos coincidiéramos.
Me trepaba al último libro leído para sostenerme aferrado a las
citas y lanzaba el latigazo y no paraba hasta sentir el chasquido

219
EL BLUES DE LA CALLE 51

que es la certificación de haber dado en el blanco. Y dejo que


ingrese en mi memoria el recuerdo como si fuera hoy.
El flaco Rippa llevó una noche al “Capitol” a un intelectual
prototípico, de baja estatura, flaco y gruesos anteojos, de hablar
nervioso y rápido, acompañando la palabra con gestos de sus
manos. Le decían Dippy y era de Tandil. Nunca lo había visto
antes. Lo gracioso es que Rippa vino hacia mi mesa directamente
y lo sentó frente a mí, ubicándose él en la silla del medio, entre
los dos. Muy suelto dijo nuestros nombres a modo de presenta-
ción y como si fuera un árbitro de box nos ordenó: “¡Hablen,
discutan!”. Y los dos nos callamos para terminar en una carca-
jada. Cuando quisimos empezar a dialogar no nos escuchába-
mos porque había mucho ruido en el “Capitol”, un murmullo de
cincuenta voces hablando al mismo tiempo y era insoportable.
Dippy hablaba bajo y rápido y pude entenderle que era escri-
tor. El café estaba lleno, gente parada en la barra, las mesas con
varias sillas. Hacía frío, mucho frío y la puerta estaba cerrada
con sus vidrios empañados. Y humo. Mucho humo. La mayoría
de las mesas se ubicaban contra la pared acompañando el largo
de la barra. La mía, en donde me sentaba siempre, estaba en el
medio y yo me sentaba mirando hacia la entrada. Allí me reunía
con los del grupo o con amigos y si estaba solo, leía. Los mú-
sicos de jazz ocupaban siempre la última mesa. Estaban ellos y
después la puerta para ir al baño. El “Capitol”, con su forma de
caja de zapatos cerrada, cuando estaba repleto, la gente forma-
ba coros de charlas, risas o polémicas. El ruido rebotaba contra
las paredes y si uno se callaba, podía escuchar fragmentos de
conversaciones que siempre quedaban inconclusas porque otras
voces tapaban lo escuchado. La mayoría eran discusiones. Sobre
todo a esa hora, pasada la medianoche. Absurdas discusiones.
Por ejemplo uno podía lanzar al contrincante como si fuera un
golpe: “Calláte. Eso es del ‘Manual Marxista Leninista de Mos-
cú’. Elemental y dogmático. Dejáme de joder. Te escucho y no
sos vos. Es tu PC el que me habla”, y era fácil adivinarlo mien-
tras gesticulaba tratando de repetir un texto nuevo de marxismo
apoyado en Gramsci. Esa noche, nosotros apuramos la ginebra y
Dippy se despidió. Quedamos en encontrarnos al día siguiente,

220
Lalo Painceira

más temprano, para poder hablar. No gritar. Yo volví a quedar-


me solo en mi mesa. El resto del Grupo se había desperdigado.
Tomé los últimos tragos de ginebra y miré al corrillo que habían
formado las coperas en su descanso. Las coperas y su reina, esa
muchacha de piel muy blanca que se había teñido el pelo color
remolacha. Era una puta francesa de película o de historia del
arte. Allí estaba, hablando con sus compañeras, esperando el fin
de su recreo. Los músicos de jazz también estaban de descanso
a mis espaldas, sentados ante su mesa. Eran ruidosos. Pero eso
sí, como corresponde no desentonaban. Juntos organizamos una
fiesta en nuestro taller a la que fue gran parte de los concurrentes
al “Capitol”. Menos ellas, las coperas, porque esa noche traba-
jaban. Pero el ruido, que no dejaba hablar, tampoco permitía la
melancolía. Sólo podía mirar y me reí como loco cuando Poroto
se trepó a la mesa de los que discutían sobre marxismo para
gritarles aquello que ya conté de “¡Marx no bailaba como yo!
Esto es la libertad, el gesto, la expresión…”. Era el final de mi
noche. El “The End” feliz y hasta con carcajada. Era hora de
irme. Comenzaba el tiempo del relajamiento, de las confesiones
y a veces, hasta del llanto. No lo soportaba. No estaban Horacio
ni Omar ni Nelson ni Ramírez, así que tendría que caminar solo
hasta mi casa. Antes me levanté para ir antes al baño. Cuando
caminé hacia el fondo del local vi a “la Flaca” sentada en el
suelo y apoyada la espalda contra la barra y las piernas derechas
sobre el piso. Era una marioneta a la que le habían cortado los
hilos. Totalmente borracha o dada vuelta. Al pasar le rasqué la
cabeza como gesto de ternura porque me apenaba su soledad y
su dependencia. A todos. Para nosotros “la Flaca” no tenía pasa-
do, tampoco amigos conocidos. Su vida se reducía a un trabajo
burocrático y a ese presente que compartía con nosotros y que
moría cada amanecer. Un día no volvió. Nunca más. Y jamás
volvimos a saber de ella.
“¿Cuándo viste ‘La Aventura’?” me preguntó alguien cuando
pasaba y le conté que en el ‘Astro’, como primera película. “Ter-
minó ‘La Aventura’ y me fui. Estaba shockeado. Era Pavese de-
trás de una cámara y esa mujer, por Dios, esa especie de Chaplin
jugando ante el espejo, bellísima, bien tana aunque ponía una

221
EL BLUES DE LA CALLE 51

distancia al estilo de Michelle Morgan. No pude mirar la otra


película”. Después, cuando volví del baño, el Puntano me mostró
el libro Los vagabundos del Dharma de Kerouac, con tapa celeste y
dibujo de Baldessari como todos los de Editorial Losada y agregó”
¿Sabés a quién está dedicado?... A Han Shan. El de los haiku… Al
que vos le dedicaste tu cuadro”. Me senté un rato con él, me contó
del libro y me lo quiso prestar. “Dejá. Mañana lo compro”. Lo
saludé y salí a la calle.
El frío me lastimó la cara. Me subí las solapas del gabán negro y
empecé a caminar por una 51 vacía. En 10 doblé hasta 49 para no
cruzar la plaza porque significaba caminar por una heladera y en-
filé a mi casa. Los anteojos frenaban el viento y al cruzar diagonal
74, con la ráfaga que llegaba desde la plaza tuve aquella sensación
de una tarde en el verano y en la playa, cuando no me di cuenta y
de distraído, me zambullí en el mar con los anteojos puestos. Seguí
caminando, pasé por lo de Ricardo Balbín, llegué a 13 y recibí de
nuevo el viento en la cara. Pero busqué refugio en el gabán como si
me metiera en una cueva. Sabía que llegaría a casa, iría a la cocina
sin hacer ruido porque todos estarían durmiendo en el piso alto.
Me prepararía un café caliente y lo gotearía con el whisky de mi
padre. Sabía que mi madre estaba despierta, seguro, esperando a
mi otro hermano como todas las noches. La saludaría y me ence-
rraría en la pieza grande en la que dormía rodeado de mis cuadros
y mis libros. Tendido en la cama, encendería el último “Jockey” de
la jornada, aspiraría como si fuera la última pitada de mi vida, y
me dejaría invadir por mi propio desierto. Como todas las noches,
la soledad me provocaba y me golpeaba. A mí, que estaba allí.
Indefenso. Con mis 21 años y mis 48 kilos de peso.

Con todas nuestras limitaciones teóricas encarnamos, de ma-


nera conciente o no, una de las expresiones rebeldes de La Plata,
Capital de la provincia más importante de nuestro país, dependien-
te y deslumbrada por un Occidente siempre lejano, abismalmente
lejano. Ciudad culturalmente obediente a las normas que el poder
señalaba como virtudes y en donde pocos, muy pocos, miraban
hacia adentro. En ese momento, nosotros mirábamos también a

222
Lalo Painceira

Occidente. En eso éramos obedientes al país oficial dentro de un pa-


norama pictórico argentino en donde sólo sobresalían, con un arte
relacionado a una cultura nacional y popular, las obras de Leónidas
Gambartes, Supisiche, Castagnino, Berni, el siempre admirable Car-
los Alonso, Ricardo Carpani y el Grupo “Espartaco”, por nombrar
a los más destacados. Y en la América sometida, todavía perdura-
ban los ecos del muralismo mexicano; el vuelo surrealista, pero bien
americano, de Roberto Matta; el tuteo con las raíces de Wilfredo
Lam, Cándido Portinari, el gran Guayasamin y el grupo andino que
incursionó en la vanguardia abstracta sin perder el contacto con su
tierra, como por ejemplo los peruanos Alberto Dávila y Fernando
de Syzlo y desde ya, esa piedra fundamental que aportó Uruguay a
todo el continente, que fue Torres García y su escuela.
Marta Traba describió aquella realidad con crudeza:

El arte latinoamericano no ha conseguido todavía


desatender, ni siquiera distraerse, respecto de la
lección que se le imparte desde afuera. Cuatro
siglos de dominaciones culturales sucesivas
explican –aunque no justifican-, la docilidad con
que, al comenzar el siglo XX, este arte copia
prolijamente los borradores que le suministraba
Europa y, al definirse la hegemonía de Nueva York
en la estética actual, marca el paso a la estética del
deterioro sin presentar resistencia” (op.cit.).

Para nosotros, jóvenes platenses, Traba pertenecía a un mun-


do que todavía no conocíamos y del que no participábamos. Y
eso que Rafael Squirru, a diferencia de Romero Brest, fue un
gran defensor y difusor de aquella línea de las artes visuales lati-
noamericanas. Fue a través suyo que nos topamos con la icono-
grafía mágica de Gambartes y comenzamos a escuchar sobre las
experiencias de Berni y sus collages. Pero en general, se tuvo que
aguardar a las revoluciones de “los condenados de la tierra” y
que sus artistas tomaran el color de los pueblos originarios, para

223
EL BLUES DE LA CALLE 51

que nuestra generación comenzara a mirar el propio país, herma-


nándose con su continente. Pero todo eso vendrá después, al me-
nos para nosotros, ya entrados los sesenta. Por eso debe resaltarse
en el contexto cultural porteño de finales de los ‘50 y comienzos
de los ‘60, la labor de Rafael Squirru y sobre todo, su apertura
intelectual. “¡Estamos en la lucha!”, repetía como abanderado
al frente de un ataque. Abanderado que no supimos entender ni
valorar en toda su magnitud. Además de recitarnos en algún asa-
do y después de compartir vinos, el Martín Fierro completo a los
que sumaba jugosos y profundos comentarios, fue el que nos hizo
descubrir Adán Buenosayres, libro que nos deslumbró, lo mismo
que su autor, Leopoldo Marechal, en ese momento uno de los
poetas y narradores perseguidos y prohibidos por su adhesión al
peronismo y luego, a la Revolución Cubana.
Pero volvamos a la pintura y comencemos a hablar de infor-
malismo, de los fundamentos de nuestra opción. López Anaya
explica en su Arte Argentino… (op.cit.)

En 1957, un pequeño grupo de artistas jóvenes in-


tentó la ruptura con el formalismo imperante en
Buenos Aires. Lo hicieron detrás de l’art brut, de
Dadá, de Duchamp, casi sin conocimiento de las
corrientes artísticas más recientes. En 1956, Jorge
López Anaya (él mismo), Jorge Martin y Mario Va-
lencia (conocidos como grupo de San Isidro), cu-
yas edades oscilaban entre los veinte y veinticinco
años, descubrieron la posibilidad de producir una
pintura decididamente irreverente, inconformista,
humorística algunas veces, cáustica otras. Todos
querían obtener un contacto más directo con la
materia, que ya no era el óleo puro, sino una mez-
cla de pigmentos y sustancias directas: arena, car-
bón y otros productos minerales. Sobre esa espesa
capa de materia, en algunos lugares lisa, en otra
rugosa, surcada por grafismos y trazos esgrafiados,
se integraban o adherían objetos de todo tipo.

224
Lalo Painceira

Podríamos agregar que el nformalismo fue iconoclasta ade-


más de irreverente. Sus chorreados espesos de color, sus pince-
ladas, los espatulazos rompiendo las figuras y hasta las formas
abstractas, buscaban dar un nuevo rostro al Expresionismo, in-
cluyendo las grandes superficies desérticas, cubiertas por grue-
sas capas de pintura con aditamentos, generalmente en colores
ocres, tierras, grises o directamente negros.
La pintura llegaba a su última expresión. La más descarna-
da. En ese sentido, pero en la vereda de la geometría, el primer
paso había sido dado por Malevich con su trabajo “blanco sobre
blanco”, en 1918. Se pensó que era el punto final. Que se había
llegado al borde del precipicio y se había agotado todo nuevo ca-
mino. Pero Malevich había mantenido la forma. Jugó con figura
y fondo de manera clásica: su obra, pequeña y maravillosa por
cierto, es un cuadrado dinámico sobre otro estático, ambos blan-
cos con muy leves diferencias de valor, de tonalidad. Quedaba
acometer contra la forma, ese abismo representado por la pintu-
ra informal y el expresionismo abstracto. Era la última frontera
a transgredir. La última barrera a sortear. La única manera de
crear un nuevo cielo.
Mientras otros buscaban profundizar el camino de Malevich,
la exactitud formal y tonal, el tiempo-espacio enmarcado dentro
de la geometría y de sus expresiones dinámicas; los informalistas
expusieron con desenfado y desenfreno la propia pasión como
respuesta a su tiempo histórico. Sin ataduras. Sin figuras, ni pai-
sajes, ni bodegones a identificar. Sin cuadrados, rectángulos ni lí-
neas que habilitaran un código para introducirse en el mundo de
la geometría. Tampoco apelaron a sugerir el movimiento como
los pintores cinéticos.
El Informalismo fue y es la expresión pura. Descarnada. Do-
liente. Después del Informalismo, el Pop art abriría la puerta al
posmodernismo. En Arte del siglo XX, los alemanes Ruhberg,
Schneckenburger, Fricke y Honnef (Editorial Taschen, 2005) de-
finen al pop, parido en el corazón del Imperio y con plena sumi-
sión a las leyes de mercado, como “la fascinación por lo trivial”.
De esta afirmación, por demás radical, habría que excluir a unos
pocos exponentes de innegable calidad pictórica que utilizaron

225
EL BLUES DE LA CALLE 51

al pop art para mostrar una clara visión crítica a ese mercado
que se pregonaba como idea única.
Anteriormente creo haber mencionado a Susan Sontag en su
madurez, cuando con cierto sabor amargo habló de la “conspi-
ración esnob” para agregar que “la innovación es ahora relaja-
ción; el arte facilón actual ha dado luz verde a todo” (Al mismo
tiempo. Mondadori, 2007). La definición de los teóricos alema-
nes refleja como espejo la afirmación de Sontag. No obstante,
se trata de miradas independientes lanzadas después, y a mí me
corresponde retornar al año 1960 y al Informalismo.
¿Qué mejor que hacerlo de la mano del teórico francés Jean
Cassou? En su Panorama de las artes contemporáneas escribe que:

en su extrema consecuencia, la tendencia a lo


informal rompe todos nuestros contactos con el
mundo exterior, deja inservibles todos los meca-
nismos mentales que habíamos usado hasta hoy
(…) Y también son ellas (las obras) las que nos
solicitan y nos conmueven. Lo más que podemos,
por intuición, decir de ellas es que tienden a una
negación desesperada del mundo. Para estos artis-
tas, los ultras de la materia bruta, el mundo está
negado en todo, y no lo admiten más que en los
primeros días de su génesis, todavía en estado de
confusión y de caos.

Cirlot advierte en uno de sus textos, que “una de las primeras


cosas que se nos ocurren al contemplar este arte es la noción de
la violencia de los cambios a que se ha visto sometida la evolu-
ción artística” y luego, refiriéndose al alemán Hans Hartung y
a través de él, a la veta expresionista del Informalismo, indica
Cirlot que

226
Lalo Painceira

Hartung ha llegado a la creación de un tipo com-


pletamente nuevo de abstracción, que procede del
origen humano de su actitud de viviente sismógra-
fo. Pues Hartung, hombre de acción y sensibilidad
agudamente interesada en los acontecimientos
mundiales de los últimos lustros, se ha empeña-
do en la consecución de una forma de arte, sino
adictiva, sí expresiva que, a través del misterio de
las abstracciones, revele las modificaciones de la
angustia.

Hartung realizó una obra basada en la caligrafía automática


con grafismos negros sobre fondos en general de valores altos y
monocromáticos.
En estos lineamientos, los mencionados por Cassou y Cirlot,
se ubicó nuestra obra que comenzó a ser concebida casi parale-
lamente a las expresiones similares porteñas. No obstante, ver
los trabajos del grupo de Buenos Aires cuando mostraron sus
pinturas por primera vez juntos, nos sacudió muy fuerte. Esto
ocurrió el 13 de julio de 1959, cuando Dalmiro Sirabo, Horacio
Elena y yo visitamos la muestra de arte informal que se inauguró
en la “Galería Van Riel” de Buenos Aires. Y eso que nosotros
ya estábamos realizando experiencias con técnicas similares. Fue
una muestra estupenda, impactante, sólida. En aquella mítica
exposición, la primera de Arte Informal que se realizaba en Bue-
nos Aires, participaron los grandes exponentes nacionales del In-
formalismo: Enrique Barilari, Alberto Greco, Kenneth Kemble,
Olga López, Fernando Maza, Mario Pucciarelli, Towas y Luis
Alberto Wells. En general respondían al Informalismo matérico,
al que sumaban el collage con telas rotas o papeles quemados
superpuestos a la materia. A mi modesto entender de principian-
te, sobresalían las pinturas de Pucciarelli, Greco, Olga López y
Mazza, que respondían a mis expectativas. También Kemble,
aunque atravesaba una época con fuerte influencia de los nor-
teamericanos Kline y Motherwell, con grandes grafismo negros,
gestuales, sobre fondos blancos. El grupo porteño tuvo una vida

227
EL BLUES DE LA CALLE 51

efímera como colectivo: sólo meses. En noviembre de ese año


realizaron la segunda y última muestra en el “Museo de Arte
Moderno de Buenos Aires”.
Hasta ahora no dediqué ni un solo renglón a la escultura,
quizás por no contar con escultores en el grupo porque, si bien
Gancedo realizó algunas en madera, él era sobre todo pintor.
Pero debo nombrar a Aldo Paparella, que nos conmovió y nos
mostró un camino nuevo. Había nacido en Italia en 1920 y mu-
rió en nuestro país en 1977. Paparella fue el primer escultor
que vimos nosotros trabajar con hierros de desechos y chapas
oxidadas. La muestra a la que concurrimos, creo que también
fue en Van Riel, nos conmovió. Es cierto que muchos informa-
listas europeos trabajaron junto con la pintura, esculturas con
desechos de fundiciones o talleres o quemando madera. Esa fue
la base de los materiales con las que elaboraron sus creaciones
los representantes del arte pobre italiano. También los españo-
les utilizaron este doble lenguaje y hay que mencionar al gran
escultor vasco Eduardo Chillida, que fue algo más formal en la
concepción espacial de su obra, pero que cuenta con trabajos
claramente emparentados con sus pares informalistas. Con ellos
compartió la presentación internacional en la “Bienal de Vencia”
y fue triunfal para todos.
En general, los pintores informalistas trabajaron sobre sopor-
tes de gran tamaño. Y eso también incomodaba al espectador por-
que quedaba desguarnecido y carecía de parámetros para sostener
esa pose segura, lejos de cualquier zozobra, que busca el pequeño
burgués ante la obra de arte. Y se inquietaba. Se sentía herido.
La belleza necesitaba un nuevo canon de medición, distinto
del habitual. Los cuadros carecían de las armonías clásicas que
incluso mantenía la geometría, que le permitía al espectador dis-
cernir lo bello, aún sin tema ni identificaciones, pero situado en
una posición que le brindaba cierta seguridad. Los trabajos in-
formalistas, no. Molestaban. Y eso era lo que se buscaba. Expre-
sar la rebeldía interior contra lo instituido. El cachetazo “Zen”
para despertar al espectador. El “cross a la mandíbula” de Arlt.
La nueva versión de “El Grito”, no sólo de Munch, sino de los
últimos expresionistas ingleses como Bacon y Freud. “El artista

228
Lalo Painceira

moderno trabaja y expresa un mundo interior. En otras palabras,


expresa la energía, el movimiento y otras fuerzas internas”, se
limitaba a explicar Jackson Pollock. Esa acotada información
es la única pista que daba para viajar por sus cielos plagados de
color y dolor.
El Informalismo fue la antítesis de la necesidad geométrica de
culminar la opción racional a partir del arte clásico. Más aún,
el Informalismo fue el polo opuesto, el necesario paso posterior
para que avanzara el relato de la historia del arte.
Por eso la polémica en aquellos años la manteníamos noso-
tros, los del Grupo Sí, con los integrantes del grupo de “Arte
Concreto” de nuestra ciudad, con el que compartíamos las clases
de Cartier y las expresiones de los dos últimos movimientos de
vanguardia del Modernismo. Sin embargo, nunca nos hablába-
mos. Sólo a través de terceros y por comentarios del tipo “Sabés
lo que dijeron de ustedes…”, que siempre alguien nos revelaba.
Ambos colectivos manteníamos posiciones sectarias y enfrenta-
das. Sin posibilidad de diálogo. Sólo de negación del otro.
Hoy, transcurridos cincuenta años, el sectarismo se derrumbó.
Más aún, varios integrantes del Grupo Sí incursionaron, y aún
lo hacen, en una geometría lírica y otros derivaron al Minima-
lismo. También debo mencionar el camino figurativo de Elena,
que no esconde su compromiso social, el de Nelson que se abrió
totalmente a la Figuración mágica y poética, Trotta con su Con-
ceptualismo realzado desde la belleza de sus obras y otros, como
es el caso de Stafforini, que optaron por un tratamiento casi im-
presionista del paisaje de acuerdo a reproducciones vistas a tra-
vés de Internet. Un puñado mínimo dejamos la pintura: Larralde
estudió Psicología social; Gancedo concretó una destacada labor
como antropólogo aunque sigue pintando y trabajando madera
de manera privada; Ramírez diseña con éxito joyas en Suecia;
Ambrossini experimenta en su taller pero no expone desde los
‘60 y yo ejercí el periodismo luego de estudiar Cinematografía
en la “Escuela Superior de Bellas Artes” y de haber intentado
infructuosamente, dirigir teatro. En esa marcha arribamos a una
madurez que nos permite gozar obras de uno y otro polo y tam-
bién, de todos los que cubren el amplio espectro intermedio, que

229
EL BLUES DE LA CALLE 51

son muchos y con aportes muy valiosos. En el caso personal me


siguen conmoviendo enormemente De Kooning, Pollock, Tápies,
Saura y en las expresiones más nuevas, la obra de Jorge Abot,
todos ellos dentro de la línea expresionista o informalista. Pero
también gusto de la obra geométrica y exacta de Tomasello y
de Isasmendi o el lirismo que ha incorporado Jorge Pereyra, un
ex integrante del grupo platense de los concretos, o del mismo
Le Parc, además del minimalismo de Sirabo y Sitro; me sigue
pareciendo muy bella y me conmueve la geometría lírica de Sa-
rah Grillo y soy un gustador empedernido de la obra de López
Osornio y sobre todo, de la geometría anclada fuertemente en
la historia cultural americana de Puente y Paternosto. También
me envuelve la magia de la obra de Nelson Blanco, Julio Silva,
Iacopetti y gozo al estar ante una obra de un pintor-pintor de
raza, como Alzugaray y sería injusto si me olvidara del pañuelo
en mármol de carrara blanco con su lágrima de cristal de Trotta
y de las pinturas y esculturas de Gutiérrez Marx, los grabados
de Vigo y reconozco (¡Cómo no hacerlo!), el aporte fundamental
de conceptualistas como Grippo y acompaño la propuesta del
grupo “Escombros”; sumo en el plano internacional a figurati-
vos notables como Morandi, Freud, Bacon, Hopper y desde ya,
lloré ante el “Guernica” de Picasso como promesante ante una
imagen religiosa, y las lágrimas también me dejaron sin voz ante
la obra de Carlos Alonso y la de Berni, como también me con-
movió la desolación de las ventanas de Soubielle y las imágenes
de la guerra de Horacio Elena. Además, me moviliza y renueva la
esperanza el aporte diario que está haciendo en La Plata un pu-
ñado valiosísimo de plásticos menores de 45 años, de muchísimo
talento que no nombro individualmente, pero que me saben con
ellos porque a mi manera los he acompañado y sigo su marcha.
Pintores, escultores y grabadores instalados en el hoy, con una
realidad adversa, pariendo sus obras contra todo, defendiéndose
para que sus trabajos sean valorados como obras de arte y no
como simple mercancía. Son los que resisten. Y no son pocos. No
puedo dejar de señalar otros aportes anteriores, de una genera-
ción similar a la nuestra como la exquisita Alicia Dufour, alumna
de Pettoruti, Cristina Bellone y una dibujante que, cuando se

230
Lalo Painceira

deja atrapar por el drama de su temática, se torna conmovedora


en Gloria Guindani y el compromiso social con sapiencia pictó-
rica de Arrigoni.
En el voluminoso tratado de Ruhrberg, Schneckerburger,
Fricke y Honnef, se señala que “para juzgar las enormes posibi-
lidades expresivas inherentes a la abstracción, hay bastante con
colocar los cuadrados de Malevich al lado de los deleites pictó-
ricos de un Pollock, la pintura piadosamente decorativa de un
Alfred Manessier al lado de la rabia desesperada de un Wols”.
Wols y agregaría a Appel y a De Kooning como exponentes in-
formalistas de estas relaciones binarias. Malevich es la geometría
pura, Manessier la abstracción lírica y el resto, el expresionismo
crudo. Ese es el abanico del arte de vanguardia.
Pero ¿puede quedar afuera Bacon? De oficio depurado, ata-
ca los rostros de su pintura como si cometiera un crimen. “En
realidad -cuenta el mismo Bacon- quería pintar el grito más que
el horror. Y creo que si realmente hubiera pensado en qué es lo
que hace que alguien grite -el horror causante del grito-, los gri-
tos que intentaba pintar habrían sido mucho más logrados. De
hecho, eran demasiado abstractos”. A esto lo cuenta John Ber-
ger en Mirar (Ediciones de La Flor, 2005), y agrega, él también
pintor que “según el propio Bacon, las distorsiones sufridas por
el rostro y el cuerpo son la consecuencia de su búsqueda de una
manera de hacer que la pintura llegue directamente al sistema
nervioso”. Y transcribe a Bacon: “siempre he intentado comu-
nicar las cosas de la forma más directa y más cruda que he sido
capaz, y tal vez, porque les llegan directamente, la gente piensa
que son horribles”.

Los vecinos de enfrente

En aquellos años no sólo éramos pintores informalistas sino


también, nos sentíamos militantes del Informalismo. Esta actitud
nuestra se convirtió en un motor que nos impulsaba a la polémi-
ca, al debate, a dejar de lado a quien no estuviera alineado junto
a nosotros. Éramos sectarios, al menos el núcleo duro de nuestro

231
EL BLUES DE LA CALLE 51

grupo. Pero también eran sectarios los de enfrente. Los “geomé-


tricos”, como los llamábamos nosotros, que también se sabían
vanguardia. Sucedía que nunca pudimos ver sus trabajos aun-
que sí los de sus referentes. Ellos no expusieron. Algunos envia-
ron a salones. Pero el objetivo estaba puesto en otra dirección.
No pretendían el diálogo con el público. Nosotros pensábamos
que buscaban la perfección. Que se corregían entre ellos, en-
tre los integrantes de un grupo que pensábamos como selecto.
Con el tiempo, al conocerlos, nos dimos cuenta de que todo era
diferente y que pudimos sentirnos relamente amigos de ellos.
Pero en ese momento no. Al desconocer la obra directamente de
los integrantes del grupo platense, analizábamos la obra de los
maestros de la geometría y de los antecedentes. Y pensábamos
que esos trabajos eran distantes, aunque más adelante compro-
baríamos que esa frialdad y racionalización manifiesta en sus
juegos de forma y fondo o de movimiento a través de la ilusión
óptica, era aparente. Pero en ese momento nos criticaban. Algu-
nos ácidamente y en eso no eran tan fríos como la geometría y
los juegos visuales que proponían.
También habían sido apasionados veinte años antes, los fun-
dadores de la geometría en la Argentina, y en los veinte y trein-
ta, los creadores de esta forma de arte que fueron europeos.
El grupo platense fue la continuidad de aquella vanguardia
del Viejo Mundo de los años veinte y treinta y la más reciente,
en ese tiempo, de Víctor Vasarely con sus experiencias cinéticas.
Provenían también de nuestro Tomás Maldonado que, esgri-
miendo un fanatismo más romántico que racionalista, profe-
tizaba en 1946 que “el arte concreto será el arte socialista del
futuro”, atreviéndose a hablar de “nuestra militancia” para fi-
nalizar con la condena al infierno a “la nefasta polilla existen-
cialista o romántica”. En ese escrito se atrevió a lanzar una pu-
lla contra Picasso (el malagueño había afirmado: “Yo no busco,
encuentro”) al asegurar: “Ni buscar ni encontrar. Inventar”, y
por último, “la obra de arte en el futuro será anónima y prác-
tica”. Sin embargo, todos ellos, incluso Maldonado, firmaron y
firman sus obras y participaron en salones y en muestras indi-
viduales.

232
Lalo Painceira

Antes que Maldonado, el Grupo holandés “De Stijl”, base


del movimiento Neoplástico basado en el ortogonalismo y los
colores primarios puros, integrado entre otros por Piet Mon-
drian, G.Vantongerloo y Theo Van Doesburg, calificaron con
dureza a “la poesía asmática y sentimental, el ‘yo’ y el ‘él’, que
siempre se han usado en todas partes” (Manifiesto II, 1920) y
antes habían convocado a “todos los que creen en la reforma del
arte y de la cultura para aniquilar tales obstáculos (la subjetivi-
dad, el individualismo expresivo, la poesía asmática y sentimen-
tal), del mismo modo que ellos mismos aniquilaron en su arte la
forma natural que obstaculiza una auténtica expresión del arte,
última consecuencia de toda cognición artística. Los artistas de
hoy, movidos en todo el mundo por la misma conciencia, han
participado, en el campo espiritual, en la guerra contra la domi-
nación del individualismo y el capricho” (Manifiesto I, 1918).
En 1960 el grupo de los geométricos platenses estaba inte-
grado, entre otros, por Pereyra, De Marziani, Puppo, Casas, Ro-
llié y Gonzalo Cháves (autor de un escrito vivencial que se dará
a conocer aquí más adelante).
Con ellos compartimos las clases de Cartier aunque, reitero,
nunca dialogamos. Sólo Nelson Blanco, que había comenzado
a pintar junto a Puppo, hablaba con ellos. El resto de nosotros
representábamos la despreciable polilla romántica. Sólo dos
personas, una integrante del grupo como Roberto Rollié y otra
vinculada al mismo, como Manolo López Blanco, se nos acerca-
ron y dialogaron con nosotros, lo que nos resultó enriquecedor,
sobre todo los aportes de Manolo. Él era uno de los mentores
del Arte aplicado siguiendo el estilo Bauhaus y hábilmente in-
trodujo una cuña en esa mezcla de seguridad y pasión que nos
embargaba desde la militancia informalista. Fue profesor de Es-
tética de los cursos de la “Escuela Superior de Bellas Artes” y
sus alumnos lo llamaban simplemente, “Manolo”. De ideología
trotskista que no ocultaba (era una de las primeras advertencias
al comenzar el diálogo o sus clases), poco a poco nos indujo a
leer otro tipo de textos que no sólo sumaron a nuestra forma-
ción, sino que nos dieron un método crítico que nos permitió
analizar de otra manera la realidad.

233
EL BLUES DE LA CALLE 51

Lo curioso es que, salvo Kleinert, que era profesor de Plástica


en Arquitectura, a los geométricos y a los informalistas nos influ-
yeron los mismos maestros: López Blanco, Cartier y de manera
más sesgada, Dorothy Hernando. Todos profesores de la “Escue-
la Superior de Bellas Artes”, es decir, de la supuesta “academia”.
Pero, ¿qué era el “Arte Concreto”? Se llama así al arte Abs-
tracto que, utilizando figuras geométricas puras, sustenta el ex-
tremo rigor de sus creaciones sobre las coordenadas de espacio y
tiempo, de dinamismo, sin olvidar la apelación al trabajo con el
color, el juego forma y fondo y hasta la ilusión del movimiento.
El holandés Theo Van Doesburg acuñó el término “Arte Con-
creto”, limitándolo a la geometría más rigurosa, desde Mon-
drián y sus trabajos basados en el ortogonalismo y los colores
primarios, hasta Max Bill, uno de los últimos directores de la
Bauhaus, que llegó a desarrollar plásticamente, en un cuadro,
una ecuación matemática.
Los pintores concretos transitaron la línea que abrieron, den-
tro de aquellos padres de la pintura moderna, Cezanne y Seurat
y luego, algunos cubistas, constructivistas y abstractos rusos de
las primeras décadas del siglo XX, el neoplasticismo (Grupo De
Stijl) y el Bauhaus creado por Groppius. En la Argentina hubo
un antecedente solitario, Juan del Prete, que había pertenecido
al grupo francés Abstraction-Creation en 1937. Lo cierto es que
en nuestro país se comenzó a hablar de “Arte Concreto” recién a
comienzos de los años cuarenta. ¿Por qué concreto? Los holan-
deses de De Stijl dejaron sentado que

una obra de arte debe ser el producto del intelecto.


Dedos, nervios, naturaleza, emoción, sentimiento,
sensibilidad, lirismo, sueños, inconsciente y
simbolismos son meros “ersatz” (sustitutos,
pero dicho de manera despectiva, peyorativa)…
La técnica debiera ser mecánica, es decir, anti-
impresionista. La obra concreta no es abstracta ya
que nada es más concreto que una línea, un plano,
un color y una superficie.

234
Lalo Painceira

El grupo de jóvenes pintores argentinos, entre los que se con-


taba Tomás Maldonado, que adhirió en los cuarenta a estos con-
ceptos y fundaron un grupo y una revista en donde desarrollaron
y explicaron su estética, pese a ser racionalistas y concretos, pa-
radójicamente lo hicieron de manera combativa y apasionada. El
grupo se llamó directamente Arte Concreto -Invención y la revis-
ta, Arturo. Además de Maldonado, participaron de aquel primer
colectivo Raúl Lozza, Lidy Pratti y, sobre todo, debe nombrarse
a Arden Quin y a Gyula Kosice, que poco tiempo después crea-
rían el “Grupo Madi”, que rompió los límites del rectángulo o
cuadrado impuesto por los soportes clásicos de los bastidores. A
su vez Raúl Lozza crearía posteriormente el Perceptismo, dentro
de la misma orientación.
En los cincuenta, a las figuras geométricas, al ortogonalismo
y a las líneas, al uso a fondo de las posibilidades del color y
sus vibraciones, se sumó en París la expresión plástica del mo-
vimiento a través de los aportes de Víctor Vasarely. Y hablar de
movimiento es hacerlo también de tiempo. Esta brecha abierta
se denominó Arte Cinético, basado en la ilusión óptica de movi-
miento que generaban algunas formas y distorsiones apelando a
veces a la necesaria participación del espectador que debía des-
plazarse delante del trabajo expuesto para que la luz proyectada
sobre relieves muy sutiles y casi siempre monocromáticos, posi-
bilitara la sensación de movimiento.
El grupo platense adhería a la línea abierta por el Bauhaus,
Max Bill y Maldonado, pero también al Arte Cinético. Maldo-
nado, diseñador, ex director de la Bauhaus después de Bill, cate-
drático de la Universidad de Milán y aún hoy defensor a ultranza
de la Modernidad, aseguraba entonces que “decimos que no es
abstracto porque no busca reflejar ilusoriamente la naturaleza
sobre una superficie, procedimiento específicamente abstracto.
Decimos en cambio que es concreto porque se propone la inven-
ción de una belleza objetiva a través de elementos igualmente
objetivos”.
En este marco, demonizaron la tradición romántica del arte
y hasta la figurativa, a la que consideraban “la gran canalla que
atrasó al arte argentino”.

235
EL BLUES DE LA CALLE 51

Volviendo a nuestra vereda

Debo admitir que nosotros, las detestables polillas existencia-


listas y románticas, según los concretos del ’40, no nos quedá-
bamos atrás. Defendíamos apasionadamente nuestras posiciones
y hacíamos algunas claras alusiones críticas a lo que definíamos
como la “vanguardia permitida” y, por lo tanto, inofensiva.
Y frente al estricto “cepo creativo del Arte Concreto”, no-
sotros oponíamos la libertad. Lo reconocen así en su completo
Arte del Siglo XX, Ruhrberg, Schneckenburger, Fricke y Honnef
(editorial Taschen). Nosotros buscábamos “un arte de liberación
de las reglas, de las trampas del formalismo, del conformismo
con disfraz de abstracto”.
Impúdicamente, el informalismo trató de ser una expresión
de la vanguardia de su tiempo manteniendo fidelidad al existen-
cialismo con su carga de angustia y libertad. En nuestro caso,
nos nutrimos de argumentos nuevos en las clases del profesor
Emilio Estiú sobre Heidegger. Recuerdo dos de ellas, sobre todo
una que nos conmovió profundamente desde los escritos sobre
arte en los que describe existencialmente los zapatones de Van
Gogh, texto con el que nos sentimos identificados. Porque noso-
tros también pintábamos la desolación y sentíamos en nuestras
almas el barro de esas suelas gastadas, ese caminar en el encierro
que trató en vano atar sus manos incluso, para evitar su suicidio.
Nosotros buscábamos cómo expresar ese mundo en los años ’60
a través del color, la textura que es hablar de piel, en chorreados
violentos, encarcelando el grito en el silencio del desierto y hablo
del silencio autoimpuesto, místico. También reivindicábamos la
espontaneidad y la gestualidad, el compromiso vital con la obra
y hasta nos aventuramos a buscar el camino de los sueños, la
poesía, sustentados desde la inspiración que para nosotros, a di-
ferencia de los geométricos, no era una mala palabra. Estábamos
con una pintura que reflejara esa vida precozmente intensa que
llevábamos y nuestra propia libertad.
El Informalismo, como se cita en el libro de los teóricos
germanos, surgió simultáneamente en Europa y en los Estados
Unidos a comienzos de los años cincuenta sin que los artistas

236
Lalo Painceira

implicados se conocieran o hubieran visto sus obras. Fue hijo de


su tiempo, de esa coyuntura, pintura que se hermanaba, como
ya mencioné, con movimientos similares y contemporáneos que
surgieron en la literatura, el teatro, la danza, la música y también
en el cine de autor. Tiempos en que los artistas

abandonaron la ilusión de que el arte podía contri-


buir a cambiar y mejorar el mundo. Positivizando
esto implicaba una nueva libertad, ideológicamen-
te resistente, por parte del individuo seguro de sí
mismo, que en términos artísticos adoptó la forma
de una confianza en una pintura vital y fluida, en
una línea impulsiva, en el gesto espontáneo y en los
materiales toscos…” (Ruhrberg y otros, op.cit).

Nos sentíamos depositarios de una historia ilustre y nos dio


alegría cuando una noche en el “Capitol” descubrimos a dos
abuelos geniales: el poético Monet de los nenúfares, base de la
corriente informal francesa, y el turbulento inglés Turner, con sus
mares y cielos fundidos e iluminados por el dorado del fuego.
Porque nos dimos cuenta que esa búsqueda que sentíamos y que
habíamos adoptado como lenguaje expresivo, venía de mucho
tiempo atrás. Y si nos sumergíamos en el rastreo de nuestros
ancestros estéticos, podíamos afirmar que “esto nos llevó a re-
currir a la autenticidad de los símbolos visuales de las culturas
prehistóricas. También condujo a un nuevo enfoque del paisaje,
en que los artistas penetraban debajo de la superficie para crear
una especie de geología estructural en pintura, y aplicaban ma-
teriales no convencionales en gruesas capas hasta conseguir un
efecto de relieve (Ruhrberg y otros, op.cit.)”. Estos paisajes casi
geológicos definían, por ejemplo, mi pintura de entonces. Por
eso, en relación con esta coincidencia, recuerdo lo que había es-
crito sobre mí en el Catálogo de la primera exposición del Grupo
Sí, ese profeta llamado Rafael Squirru: “Precisa (la Argentina) de
Painceira, redescubriendo los signos primigenios, recordándonos

237
EL BLUES DE LA CALLE 51

que Altamira está vigente porque la Verdad no muere, porque


el hombre renueva la rítmica dramaturgia del ser prestándole
su sangre en cada nacimiento” (op.cit.). Lejos de mis tímidos
comienzos pictóricos, los teóricos alemanes describen las obras
de real envergadura de aquellos a los que considerábamos nues-
tros maestros, desde Wols a Tapies, como “registros pictóricos,
en parte dramáticos y en parte silenciosos, de una vida amenaza-
da, del abandono y la desesperación humana y del mutismo de
una época”. Y prosigue el texto de los germanos, sintetizando la
entonces naciente historia del Informalismo en el arte.

Fue la última corriente europea que tuvo su inicio


en París, y pronto se vería acompañada por una
masiva afluencia desde América. Ya liberada Fran-
cia, la Galerie Drouin exhibió cuadros de Wols,
Fautrier y Dubuffet. Le siguieron exposiciones
en la Galerie Faccetti de los americanos Pollock,
Mark Tobey, Cliford Still y Robert Motherwell.
Fue sobre todo Pollock, y su método de dejar go-
tear la pintura desde un tarro en una tela colocada
en el suelo, quien reafirmó a los artistas franceses
en su enfoque. La tendencia fue adoptada pron-
to en Alemania por el Grupo Zen de Munich, el
efímero grupo Cuadriga de Francfort y el Gruppe
33 de Dusseldorf. En Italia fue representada por el
Movimiento ‘Arte Nucleare’.

Comenzaban los años cincuenta y en los ejemplos de los ale-


manes, sólo falta el expresionismo de De Kooning que transformó
en recatado al explosivo Bacon, el inglés que interrumpió dramá-
ticamente con sus gritos, los buenos modales del Londres de la
posguerra.
En esa síntesis de los teóricos germanos están contenidas las
puertas xpresivas que abrió el Informalismo en todas sus varian-
tes: las enormes constelaciones de los dolorosos cielos chorreantes

238
Lalo Painceira

de Pollock; las destrozadas mujeres de De Kooning instaurando el


nuevo grito multicolor del expresionismo que luego Saura trans-
formaría en monocromático y español; los grafismos gestuales
y expresivos que mantuvieron su sello oriental de Wols, Kline y
Motherwell; las obras armadas con desechos y gruesas capas de
óleo ajenas a toda armonía y a toda concesión al “buen gusto” del
Arte Bruto de Dubuffet, y las bolsas de arpillera cosidas en Burri;
la delicadeza informe pero bella de Fautrier y la escuela francesa
y, por último, esa perturbadora nada que desprende todo desierto
interior hasta rozar lo divino, como sucede en las grandes texturas
casi monocromáticas de Tapies y de la escuela española.
Nada prolijo. Nada exacto. Ninguna regla para el color más
allá del impulso de los propios sentimientos y necesidades expre-
sivas. Ninguna ley ni juego con el fondo y la forma. Sin sostenes
estructurales ni leyes que garantizaran la armonía. Sin preconcep-
tos de tiempo ni de espacio ni su representación visual. Tampoco
de movimiento y, mucho menos, de ilusiones ópticas. El Informa-
lismo mostró la crucifixión del ser humano en el siglo XX, con su
dolor, con las contradicciones que contiene todo hombre. También
con sus errores y sus horrores. Todo está allí. Mostrado desde la
tormenta y el trueno. O el silencio impenetrable de los muros car-
celarios vistos desde el solitario y doloroso adentro.
Opuesto a esta sintaxis desbordada de pasión se levantaba el
acicalamiento y perfeccionismo en la factura de la pintura Geomé-
trica. Frente a la crítica de entonces, no nos quedábamos callados.
Respondíamos con dureza. De haber leído en aquellos años, o me-
jor dicho si se hubiera escrito entonces, seguramente hubiéramos
hecho nuestro ese texto maravilloso de Andrea Dworkin que res-
cató Berger:

No tengo paciencia con los invulnerables, con


aquellos que no han quedado tocados por algún
temporal, aquellos que nunca se han derrumbado,
que nunca se han hecho pedazos y se han vuelto
a recomponer: grandes puntadas, desgarrones mal
cosidos, nada muy lindo. Es entonces cuando algo

239
EL BLUES DE LA CALLE 51

sale y reluce. Pero a los lustrosos, a los que se las


dan de algo, a esos, no los soporto” (El tamaño de
una bolsa, Editorial Taurus, 2001).

Desde La Plata, y a través de nuestra modesta obra, tratába-


mos de mostrar ese mismo mundo de desgarrones mal cosidos
y que se derrumbaba. Y al menos una buena parte de los funda-
dores del Grupo Sí, lo asumíamos como bandera y apuntábamos
con virulencia a los lustrosos de entonces.
Rafael Squirru describió nuestra propuesta en sus presen-
taciones, que se leerán más adelante. Por eso ahora, antes de
finalizar esta parte del relato, pienso conveniente describir so-
meramente el camino expresivo por el que había optado cada
uno de nosotros dentro del abanico que ofrecía el Informalismo
o el “Arte Otro”. Lo haré por riguroso orden alfabético: César
Ambrossini hacía una pintura gestual, de materia espesa con un
mínimo de color que iluminaban el fondo para los signos traza-
dos en negro. César Blanco ponía la sapiencia adquirida en la
“Escuela de Bellas Artes” en trabajos que seguían la línea afran-
cesada del Informalismo, en base a una materia no llamativa y
de colores armónicos. Nelson Blanco cultivaba en ese tiempo,
antes de que nacieran sus famosos gatos, parras y mujeres, un
Expresionismo similar al de Appel: materia espesa y colorida.
Horacio Elena trabajaba texturas casi monocromáticas, princi-
palmente en tierras y sienas, con algunos toques en valores más
bajos. Omar Gancedo era expresionista-expresionista en sus te-
las, aunque buscaba otros materiales, como la madera y en al-
gunas oportunidades apelaba, tanto en sus pinturas como en sus
esculturas, a quemar las superficies trabajadas. Carlos Pacheco
tenía formación académica y un oficio impecable que aplicaba en
la elaboración de grandes telas en las que sumaba aditamentos
para dar cuerpo al óleo, preferentemente monocromático con
grandes superficies lisas y la irrupción de texturas en el sector
central del cuadro, como si se hubiera rajado, asomando colores
cálidos que levantaban el conjunto. Mis trabajos, como lo expli-
qué, estaban sustentados en gruesas texturas, ya que experimen-

240
Lalo Painceira

taba con aditamentos pero con buen resultado. Porque los tra-
bajos se mantienen impecables aún hoy, cincuenta años después,
y eran casi monocromáticos resaltando la calidad de superficies
desoladas asemejándose realmente a grandes desiertos, como lo
explica Trotta en su carta. Ese silencio enorme se rompía por in-
cisiones y signos. César Paternosto, que también experimentaba
con texturas de grueso porte, ya había empezado a rastrear en
el mundo simbólico. Alejandro Puente hacía una pintura gestual
sobre un gran espacio vacío y generalmente blanco en donde
se inscribían signos con color, quizás anticipando su posterior
pintura geométrica. Los trabajos de Horacio Ramírez en dife-
rentes tonos de grises y negros contenían, a diferencia del resto,
cortes que definían formas; usaba también el collage. Roberto
Rivas cubría grandes superficies con óleo con mucho empaste,
diferenciando las masas informes en base a diferentes tonalida-
des. Los collages de Carlos Sánchez Vacca superponían toscos
materiales de desechos de distinto origen a los que sumaba notas
de color, muy al estilo de cierto “arte pobre” italiano. Dalmiro
Sirabo incursionaba en una caligrafía automática que remataba
con acentos que le aportaban particular belleza a sus grafismos.
Antonio Sitro superponía materia a un espacio totalmente liso,
débilmente coloreado, insinuando el camino minimalista que
tomaría años más tarde cuando abrazó la geometría. Antonio
Trotta era expresivo, multicolor, latino; lo suyo era un Expresio-
nismo abstracto impregnado de lirismo, como la obra de Larral-
de y Soubielle. Contenían poesía. Trazando un paralelo con la
geometría, diría que lo de ellos era un informalismo “sensible”.
En síntesis, el Informalismo abrió las compuertas de la pasión
y del misterio que habita en todo hombre, sin encorsetarse den-
tro de los límites de la figuración ni de la geometría. Respondió
a la necesidad de su tiempo. Por eso, de manera incontenible,
brotó simultáneamente en Francia, España, Italia, Alemania,
Bélgica y Estados Unidos. Sin dique que lo contuviera, se ex-
pandió luego hasta llegar al poco tiempo a nuestro país. Ins-
cribió en la historia del Arte una gramática existencial, abrió
el telón sobre el momento, la coyuntura. Mientras la geometría
representaba la utópica esperanza de una organización nueva,

241
EL BLUES DE LA CALLE 51

el Informalismo mostró el alma rota del tiempo que vivía. Por


eso ambos, geometría e Informalismo, se complementan y re-
presentan las dos caras, el Yin y el Yan de la última vanguardia
conocida hasta el momento del Modernismo. Por eso también,
siguen vigentes y resisten la invasión de la efímera iconografía
posmoderna, espejo del mundo del consumo, impuesta por las
leyes del mercado.
Desconozco qué puertas personales abrieron en cada uno
aquel esfuerzo nuestro. Como dice John Berger en su último
libro (Con la esperanza entre los dientes. Alfaguara, 2011), “No
todos los deseos conducen a la libertad, pero la libertad es la
experiencia de un deseo que se reconoce, se asume y se busca.
El deseo no implica la mera posesión de algo, sino la transfor-
mación de ese algo. El deseo es una demanda: la exigencia de
lo eterno, ahora. La libertad no constituye el cumplimiento de
ese deseo, sino el reconocimiento de su suprema importancia”.

Nosotros tuvimos nuestra propia “fiesta inolvidable”. Una


que sobresalió por encima de todas las otras fiestas y encuentros
compartidos. Fue en una noche fresca de fines de la primavera
de 1961 en nuestro taller de Ringuelet. De esa celebración sólo
retengo imágenes sueltas, como si tratara de los avances de una
película que hoy sería desde ya, “apta para todo público”. Por-
que la fiesta que fue para su tiempo transgresora, hoy tendría la
inocencia de los sueños del Gil Pender, el protagonista de “Me-
dianoche en París”, la última genialidad de Woody Allen cuando
vive sus realidades oníricas en el París de los años veinte.
Pero antes, una somera descripción de la quinta en donde te-
níamos el taller que era propiedad de Pacheco y la había recibi-
do como legado de su abuelo. Una casona típica de quinta, con
planta cuadrada a la que se ingresaba por un pasillo. A la dere-
cha había una habitación con ventana hacia la calle, pequeña,
que se mantenía como dormitorio ocupado por una gran cama,
muy antigua y de pesada madera; había otros dos cuartos, uno
más pequeño con su puerta enfrentada a la del domirtorio y en
su interior, una en su parte posterior que comunicaba con la

242
Lalo Painceira

cocina, pero tenía una gran ventana al frente que daba a la calle
(era mi taller). El pasillo terminaba en un amplio hall central
con una gran mampara en hierro y vidrios coloreados que daba
al terreno trasero, una puerta de ingreso a la cocina y la dere-
cha, la puerta de la habitación más amplia, que tenía el largo
de la casa con doble ventanal, uno a la calle y otro lateral que
daba a la quinta (era el taller de Pacheco). La casona tenía un
terreno amplio y al fondo contaba con un gran galpón de chapa
(el taller de Puente, Sitro y circunstancialmente de Nelson). La
casona estaba en el centro de un importante lote en donde había
desperdigados árboles frutales, dos higueras, algunas plantas,
verduras sobrevivientes de viejas huertas y una especie de rincón
oriental con grandes piedras construido por alguno de noso-
tros en un delirio místico. Al año siguiente de la fiesta, Pacheco
invitó para que viviera en la casa, a “Shostakovich”, como lo
bautizó Poroto Sitro. Shostakovich era un joven músico que se
paseaba entre las plantas emitiendo sonidos como si personi-
ficara una gran orquesta. Decía que estaba componiendo una
cantata sobre Hiroshima. Shostakovich era simpático, hablaba
mucho y tenía una habilidad enorme para vaciar los higos y
dejarlos colgando de la higuera, como hacen algunos pájaros.
Los vaciaba con una cucharita trepado a las ramas. Después,
cuando Pacheco o Sitro iban a recoger higos con una canasta,
lo insultaban y lo maldecían aunque siempre todo terminaba en
risas. Squirru lo conoció en uno de nuestros asados y se lo llevó
a Buenos Aires. A partir de entonces, sería a mediados de 1962,
lo vimos una sola vez, cuando visitamos a Squirru en su casa y
Shostakovich estaba ante un piano de cola al que hacía emitir
sonidos dispersos con un desprecio enorme hacia nosotros que
oficiábamos de su público. Nos ignoró.
Como conté, en la casona de Ringuelet pasábamos todo el día
pintando y en silencio. Cada uno en su taller. Se cortaba al me-
diodía para almorzar tallarines, si Sitro había cocinado (lo hacía
muy bien), o salamín, pan y queso acompañado por vino. Allí
bromeábamos, nos distendíamos y hablábamos de otros temas.
Después, antes de volver cada uno a su taller para continuar el
trabajo, recorríamos los otros lugares para ver las telas en proce-

243
EL BLUES DE LA CALLE 51

so de creación de nuestros compañeros. Pacheco pintaba vertical,


con caballete de pie, lo mismo que Puente y Sitro. Blanco traba-
jaba horizontal, sobre el suelo. Yo tenía dos de esos caballetes
de carpintería, los que sostienen las tablas de las mesas de cam-
po, y sobre ellos colocaba el bastidor para trabajar de manera
horizontal, como si lo hiciera sobre una mesa. Los pisos en los
talleres de Pacheco y mío, lo mismo que los del dormitorio, eran
de madera color gris, porque hacía años que no se enceraban.
Esa es la casona que conmovió a Squirru como lo cuenta en
su presentación para la muestra del MAMBA. En ese taller nos
visitaron Alberto Greco, una adolescente Martha Minujín, Jorge
López Anaya, Rómulo Macció, entre otros pintores de Buenos
Aires. En todas estas ocasiones, además de los que trabajábamos
allí, iban todos los miembros del Grupo.
Sin embargo cuando realizamos la fiesta no fueron todos.
Faltaron los casados. Del resto, que es decir la mayoría, estuvi-
mos todos. Fue la única que organizamos conjuntamente con los
músicos de jazz y además de ellos y nosotros, concurrió gente
de teatro, danza y estudiantes de Humanidades. También fueron
desconocidos, como en toda fiesta, gente que nadie sabía quién
la había invitado.
Los músicos tocaron el jazz que querían, que les gustaba y
nosotros éramos su público junto a los demás. Escuchamos cool,
bop, free jazz. El grupo musical contaba con trompeta, trombón,
saxo, bajo y batería. Faltó un piano. Todos eran músicos exce-
lentes, pero el sonido retumbaba y chocaba contra las paredes.
Como en un dibujo animado, la casona parecía que se iba a re-
ventar por el ruido. Desde afuera, en la oscuridad de la noche
y la soledad del paraje, la casona debía agrandarse y achicarse
siguiendo el compás. Estaba totalmente colmada de gente y sólo
había bebida, porque fue pensada para después de comer. Y se
bebió, por cierto, y bastante.
Tengo recuerdos de cuando ya la fiesta se encontraba en su
apogeo. Ninguna de la llegada de la gente o de los músicos ar-
mando su lugar, porque se ubicaron delante de la gran mampara
de vidrio del hall. Como ya lo referí, no contábamos con luz
eléctrica, por lo que había faroles a kerossene y velas que se repo-

244
Lalo Painceira

nían al consumirse. Los músicos tocaban y nosotros, su público,


estábamos apiñados, casi sin poder movernos, ocupando todos
los lugares, menos el dormitorio, que quedó como guardarropa.
Sólo pudimos desplazarnos cuando algunos se fueron y queda-
mos menos.
En ese ambiente se recortan los recuerdos. Hay uno que me
causa gracia porque todavía lo veo en esa penumbra y ese am-
biente lleno de humo, a uno de los compañeros caracterizado
por su labia poética y envolvente, parado en mitad del gentío
que al pasar lo rozaba y lo giraba, lo daba vuelta, entonces él
quedaba mirando hacia otro lado ubicado en otro grupo, pero
no se percataba, buscaba a la chica más cercana y con los ojos
entrecerrados, casi sin ver, con el vaso grande de vino en la mano,
continuaba recitando su texto a esa nueva muchacha que ahora
estaba frente a él y que lo miraba desconcertada, sin entender,
porque lo giraron varias veces y por lo tanto, la chica sólo escu-
chaba el retazo que le tocaba en suerte de un largo y difuso dis-
curso; desconocía comienzo y era protagonista involuntaria de
una especie de juego surrealista. Él nunca se inmutaba y seguía
fiel a su texto, como si se tratara de la misma chica con la que
había comenzado a hablar vaya a saber en qué momento de la
noche y en qué lugar de la casa. Me acuerdo también de mi indig-
nación cuando una invitada clavó su mano al trastabillar contra
una pintura mía que estaba fresca y la desgarró, brotándome el
insulto. Reacción absurda porque nadie era responsable de sus
movimientos en esa marea humana de equilibrio inestable, en
donde todos se esforzaban para que no se derramara el vino de
los vasos que mágicamente se sostenían en la mano. Desde ya
que me arrepentí de inmediato. Me acuerdo de que todo lo veía
desde el suelo y reaccioné desde allí, porque no había asientos y
yo estaba instalado contra una pared, sentado junto a una amiga
que hacía danza moderna. Y nos quedamos ahí, empujados por
la fuerza del vino barato, charlando, uno junto al otro, como si
fuera un encuentro casual en el tren o estuviéramos en un sofá
frente a una estufa. Había que hablar muy alto y muy al oído del
que trataba de escuchar. Otro del grupo se quedó dormido allí,
delante de todos, abrazado a su novia que se tentó de risa y deci-

245
EL BLUES DE LA CALLE 51

dió no despertarlo, porque después se fue acomodando como si


estuviera en una cama. Todo esto ocurría mientras hablábamos
a los gritos y el jazz se adueñaba hasta del último glóbulo de
nuestra sangre.
Cuando amanecía, ya sin jam session, salí con mi amiga al
parque para despejarnos, para sentir ese aire fresco que con-
tienen siempre las horas intermedias, cuando el día y la noche
pelean por su predominio. Y en ese amancer húmedo, con una
niebla que recién se levantaba del suelo y agrisaba el paisaje es-
fumando sus formas, recuerdo haber visto a uno de los trompe-
tistas del grupo sentado en la horqueta de uno de los frutales,
improvisando un blues. ¿El “blues de la calle 51”...Puede ser,
¿Por qué no? La fiesta había generado un clímax, un ambiente
que abría las puertas a toda posibilidad. Incluso a inspiraciones
premonitorias con esa bruma gris de nubes depositadas y dor-
midas sobre los frutales. Y estaba allí, solo, infinitamente solo,
en esa inmensidad que lo rodeaba porque la niebla no dejaba
percibir límites... Parecía el Montgomery Clift de la película “De
aquí a la eternidad”, tocando su homenaje al amigo asesinado
(Sinatra), ese “solo” memorable soplando nada más que la bo-
quilla de la corneta. En este caso, era un trompetista con instru-
mento completo y quizás demasiado ganado por el vino, pero la
imagen era la misma, él allí, sin nadie, rodeado por la grisura de
un amanecer sin sol. ¿Acaso en esa escenografía no pudo, premo-
nitoriamente, crear el “blues de la calle 51”? Nosotros dos volvi-
mos a la casona para no interrumpir ese diálogo íntimo, privado,
del trompetista con su alma. Buscamos nuestras pertenencias y
salimos caminando rumbo a la estación de trenes, totalmente ga-
nados por ese paisaje casi ausente, entre desfalleciente y naciente,
espesado por la melancolía de un tango perdido en la memoria.
Ya en lo alto miramos hacia nuestro taller y no se veía. Estaba
protegido por esa grisura infinita que lo unía al cielo. Hablo de
aquella madrugada como si fuera hoy y sin embargo, me separa
de ese momento el abismo de cincuenta años.

246
Lalo Painceira

Adelantados, maestros y ejemplos

Para que una vanguardia se visibilice se necesitan padres,


abuelos y hasta parteros que faciliten su nacimiento. Y La Plata
no fue una excepción.
Los integrantes del Grupo Sí los reconocimos y siempre tu-
vimos presente esa especie de ley genealógica natural y fuimos
agradecidos con los que abonaron previamente el terreno para
que naciéramos grupalmente y de parto natural. Ese agradeci-
miento lo quisimos hacer público cuando invitamos a Edgardo
Vigo para que participara de la primera muestra importante del
Grupo en La Plata, realizada en el “Museo Provincial de Bellas
Artes” con el auspicio del MAMBA. Ahora recuerdo también
que a la primera persona que visitó Soubielle cuando viajó pre-
miado a París fue a Emilio Pettoruti. Y hasta fue simbólico. Por-
que llegó a la casa del gran maestro platense un 19 de noviembre
y juntos conmemoraron el aniversario de la fundación de La Pla-
ta y hasta con champagne.
Ninguno puede obviarse, y si bien ya se mencionaron, ahora
me extenderé más sobre el aporte de alguno de ellos. Desde ya,
puede haber omisiones que, como siempre, serán injustas pero
advierto que no son intencionadas. Comenzaré hablando de los
tres Quijotes que arremetieron en soledad contra los molinos
de viento de la pacatería platense, padeciendo el rechazo y has-
ta la burla. Por último, hablaré de nuestros dos maestros y de
aquellos que ejercieron influencia sobre nosotros al mantener un
diálogo, poder escucharlos o simplemente a través del ejemplo y
de su obra.

Los adelantados

Pettoruti: Qué mejor que comenzar este breve reconocimien-


to con Emilio Pettoruti, un clásico que dotó de lirismo y poesía
a su obra. Pese a la innegable belleza de su pintura, debió librar
un arduo combate no sólo en nuestra ciudad, sino también en
Buenos Aires. Figura que sólo logró la aceptación local y en el

247
EL BLUES DE LA CALLE 51

país después de su reconocimiento internacional. Algo doloroso


si se tiene en cuenta el amor que siempre profesó Pettoruti hacia
La Plata.
La Dra. Mercedes Reitano le dedica una breve semblanza en
un libro de la editorial de la Municipalidad de La Plata, cuando
era dirigida por Gabriel Bañez, en 2005, dedicado a los Maestros
de la pintura platense. Fue escrito por varias investigadoras y
cada una dedicó su trabajo a un plástico. El libro contó con la
coordinación de Elisabet Sánchez Pórfido.
Reitano se encargó de Pettoruti y optó por dejar de lado la
primera experiencia europea del maestro junto a la vanguardia y
a sus exposiciones en Italia y Francia, para centrarse en la mues-
tra que realizó a su regreso, en octubre de 1924, en la Galería
Witcomb de Buenos Aires.

Fue entonces -dice- cuando elementos cubistas y


futuristas, estáticos equilibrios de síntesis y diná-
micas superposiciones formales, se aliaron en los
cuadros de Pettoruti en un color en el que estaban
presentes las lecciones diarias de los museos por
los maestros de Siena, Florencia y del Renacimien-
to en general, puestos ante los ojos del público
porteño. La repercusión fue inmediata y obtuvo
lo que se propuso: el escándalo.(…) Su obra, junto
a la de Xul Solar, constituyó un fenómeno de rup-
tura en la pintura argentina; portadores de nuevas
experiencias, llegaron a la abstracción por distin-
tos caminos, prepararon lentamente el medio na-
cional hacia una mayor apertura y a un cambio
de hábitos estéticos, y condujeron hacia una con-
cepción autosuficiente del arte, como una nueva
realidad, una realidad creada independientemente
de la naturaleza”.

248
Lalo Painceira

Pettoruti peleó en La Plata y desde La Plata y hasta ocupó la


dirección del “Museo Provincial de Bellas Artes”. Pero su arte
nunca fue valorado por la clase dirigente de su ciudad. Cansado
de no ser escuchado volvió a París en donde recibió el recono-
cimiento internacional más que merecido para su obra. Murió
en la capital francesa, ciudad adoptiva que lo cobijó y catapul-
tó como gran artista y en donde recibió premios y distinciones.
Nadie es profeta en su tierra y Pettoruti no fue excepción a la
máxima evangélica.
Además de pintor tiene que destacarse su aporte como exce-
lente maestro, dejando su huella en discípulos de nuestro país,
entre ellos algunos de La Plata, ciudad a la que amó como lo
refleja en sus memorias publicadas bajo el nombre de Un pintor
ante el espejo.
Mateo: Juan Cruz Mateo fue otro de los mosqueteros con
alma de Quijote que se enfrentó con la mediocridad conservado-
ra de la pequeña burguesía platense. Nacido en nuestra ciudad
en 1904, mantuvo una pasión compartida entre la pintura y la
música popular, particularmente el tango, medios de expresión
que estudió con profesores locales.
Como cuenta Ana María Altamirano en el libro Maestros…
(op. cit.),

su vida de bohemio lo lleva a Europa durante casi


veinte años. Radicado en París a comienzo de la
década de 1930, participa del éxito que allí logra
nuestra música convirtiéndose, además de compo-
sitor, en el pianista y arreglador de Carlos Gardel
en sus películas y presentaciones en Francia (…)
En ese centro mundial de la cultura bullen las van-
guardias artísticas. En el taller de Montrouge, que
comparte con el escultor argentino Sesostris Vitu-
llo, su pintura se transforma y encuentra en un fu-
turismo tardío el camino acorde a su sensibilidad;
surgen así las obras que le darán trascendencia
como artista plástico.

249
EL BLUES DE LA CALLE 51

Su pintura estuvo encaminada hacia la búsqueda de repre-


sentación del movimiento. Este dinamismo expresa la fugacidad
de la imagen representada, mostrando un delicado y poético tra-
tamiento del color. Murió tempranamente en La Plata en 1951,
ciudad a la que retornó ya enfermo, a fines de la década del
cuarenta.
Vigo: El tercer mosquetero fue Edgardo Antonio Vigo y su
obra aún provoca inquietud y mantiene su contemporaneidad.
Además de su expresión plástica, poética y en perfomance, Vigo
fue un gran maestro y profesor en escuelas secundarias en donde
abrió las puertas de la vanguardia y del arte a generaciones de
platenses. Sin embargo Vigo no figura en el libro Maestros de la
pintura platense (op.cit.). Quizás pague en ese desconocimiento,
el precio por su amor a las expresiones artísticas de los márge-
nes, las no reconocidas académicamente, el no haber transitado
el camino de los salones, de las galerías y de los museos. Fue un
extremista de la vanguardia y si bien durante un lapso importan-
te lo hizo en compañía, puede decirse que fue un francotirador,
un solitario.
Como si él mismo lo hubiera elegido, nació el Día de los San-
tos Inocentes de 1928 y en la casa de un carpintero, Alfredo
José (no podía tener otro segundo nombre) de quien heredó su
profundo amor a la madera y al “oficio”, al hacer, a crear con
sus propias manos. A diferencia de Mateo, tuvo una sólida for-
mación académica en la entonces “Escuela Superior de Bellas
Artes”. Paralelamente comenzó a trabajar en el Poder Judicial,
función que amaba y que colocaba en cuarto lugar entre las pre-
ferencias de su vida, después de su familia, del arte, y de Gimna-
sia. En 1953 realizó junto a su amigo y compañero de Bellas Ar-
tes, Miguel Guereña, un viaje a Francia en donde tomó contacto
con las obras de la vanguardia.
Según datos extraídos del catálogo de la muestra “Maquina-
ciones”, que organizó el “Centro de Arte Experimental Vigo”,
depositario de su obra (la exposición tuvo como curadores a
Mario Gradowczyk, Ana María Gualtieri, que comanda y cuida
el legado de Vigo, Magdalena Pérez Balbi y Mariana Santama-
ría), Vigo y Guereña conocieron y trabaron amistad con artistas

250
Lalo Painceira

del nivel del venezolano Jesús Soto, uno de los grandes pin-
tores cinéticos, movimiento que en ese momento constituía la
vanguardia en París. Al año siguiente y de regreso al país, expuso
junto a quien sería su esposa, Elena Comas, en la “Asociación
Sarmiento”, recibiendo de parte de los platenses el mismo trato
que le habían brindado a Pettoruti y a Mateo. Incluso llegaron a
dañar las obras lo que motivó la clausura de la muestra a los tres
días de su inauguración. Los trabajos expuestos correspondían
al Arte Geométrico aunque comenzaba a mostrar el perfil satíri-
co y crítico que caracterizaría parte de su obra. Así comenzó su
largo combate contra la medianía académica.
Su gremio judicial (porque lo sentía suyo), le abrió siempre
las puertas a sus creaciones. Allí realizó su primera muestra de
“máquinas inútiles” en 1957 y enfrentó al público con una char-
la en donde explicó sus principios estéticos. Comenzó a trabajar
sus xilografías (era un excelente grabador) mezclando collages,
y objetos en madera que acompañaban a las máquinas inútiles.
Paralelamente escribía notas en el diario “El Argentino”, dando
a conocer a los platenses una nueva mirada hacia el arte.
Vigo siguió batallando solo, a veces acompañado por Elena
Comas, Guereña y Osvaldo Gigli; más adelante, por Luis Pazos
y Eduardo Luján Gutiérrez y después, en un período muy rico y
más prolongado que los anteriores, por Graciela Gutiérrez Marx.
Siempre dio la cara y prestó su palabra para difundir sus teo-
rías, ganando el respeto no sólo de quienes comenzábamos a
caminar el camino de la vanguardia sino de todos los que fueron
sus alumnos en los colegios en los que dictó clases.
En noviembre de 1960 estuvo presente en la inauguración
de la primera muestra del Grupo Sí y actuó en nuestra defensa
ante el único ataque inesperado, proferido por un tradicional
profesor de Historia del Arte anclado en Pettoruti como último
eslabón del arte, ataque que no hizo mella en nosotros por ha-
ber recibido apoyos más contundentes y valorables, como los
del mismo Vigo, Rafael Squirru y más adelante, sorpresivamente
a través de una amplia y muy conceptuosa nota publicada en
“Criterio”, revista de amplia difusión nacional, de Romualdo
Brughetti, en ese momento uno de los más prestigiosos críticos

251
EL BLUES DE LA CALLE 51

de arte del país. Esta actitud de Vigo nos llevó a los miembros
del Grupo Sí a homenajearlo e invitarlo a exponer con nosotros
en la muestra del “Museo Provincial de Bellas Artes” de 1961, la
más importante que realizamos en la ciudad. Vigo fue una de las
presencias familiares en el bar “Capitol”, en donde sabía que se
lo escuchaba con particular respeto.
Mi ausencia prolongada de La Plata posibilitó que nos reen-
contráramos recién a mi regreso, en 1984. Yo como periodista
y él como artista arisco. Fueron muchas las oportunidades de
diálogo en donde siempre le demostré el enorme respeto que le
tuve como artista y como persona, por su coherencia absoluta
de vanguardista libertario. Vigo fue un joven eterno. Lastimado
duramente por la dictadura que le arrebató un hijo, murió a los
69 años y dejó su vacío, porque era insustituible.

Los maestros

Héctor Cartier: No fue un precursor, sino un maestro y supo


manejar una seducción enorme para atrapar al alumnado en
cada una de sus clases. Fue también un teórico de las artes plás-
ticas de vanguardia aunque paradójicamente, su propia pintura,
fue clásica, académica y figurativa. Era un excelente retratista y
fue autor, entre otras obras, de un magnífico cuadro de Evita. Esa
era su pintura, que no obstante su porte tradicional, guardaba
una pincelada expresiva y esa poesía que forma el aura de los
trabajos de un Victorica, por ejemplo. Sin embargo, pese a su
clasicismo pictórico, abrió las puertas del arte nuevo tanto al
grupo de Arte Concreto platense como a nosotros, los informa-
listas. Pero sobre todo, abrió la mente de todos los que pasaron
por sus clases.
Lo recuerdo con el pelo canoso y escaso, siempre bien peina-
do, bigote prolijamente recortado, vestido de manera impecable
con un traje “Príncipe de Gales” gris, corbata al tono, dueño de
una voz envolvente y apelando en su discurso a imágenes líricas,
preguntándonos para nuestro asombro, qué película habíamos
visto en aquellos años de revolución cinematográfica. Podía de-

252
Lalo Painceira

construirnos (con perdón de Derrida) el último Bergman o Fe-


llini o Resnais, abriéndonos accesos para que profundizáramos
los films, su simbología, su contenido profundo pero sobre todo,
sus interrogantes. Amplificando para nosotros esas preguntas in-
quietantes que nos llegaban desde la pantalla grande.
Pertenecía a la generación de nuestros padres y ya falleció.
Había nacido en Chivilcoy (Bs. As.) en 1907 y se graduó como
profesor de Dibujo y Pintura en la “Escuela ‘“Ernesto de la Car-
cova’” de la Capital Federal; prosiguió sus estudios en la “Aca-
demia Nacional de Bellas Artes”, especializándose según un cu-
rriculum suyo, en psicología y fenomenología de la percepción,
con proyección estructuralista, y en los aspectos pedagógicos
que hacen a la expresión plástica.
Las clases de Cartier eran los sábados a la mañana y se pro-
longaban con un café en el “Costa Brava” de 7 y 59. Muchísimas
veces con su presencia. Tuvo la gentileza de corregir nuestros
trabajos pese a no ser alumnos regulares sino simples oyentes de
sus clases. Además, visitó nuestros talleres y se reía a carcajadas
con las invenciones cargadas de humor de Nelson Blanco o de
Antonio Sitro. Él hablaba y nosotros éramos sus fieles seguido-
res. Cartier fue nuestro pontífice, pese a que jamás imponía sus
pensamientos ni les ponía límites. Él abría puertas, planteaba
interrogantes, dudas. Aguijoneaba nuestro espíritu sediento. Ha-
blaba de arte, aunque en realidad nos estaba dando clases de fi-
losofía existencial y hasta de psicología. Nos hablaba de la vida.
Fue un maestro de gran apertura, de enorme paciencia y de
un vuelo intelectual que nos deslumbró. Siempre estimulaba
para que siguiéramos adelante, aún cuando criticara un trabajo
lo hacía después de ponderar supuestas virtudes, aunque fueran
mínimas. Cartier nos alentó a pintar y sobre todo, a tener una
relación existencial y vivencial del arte.
Alfredo Kleinert: Dalmiro Sirabo, Horacio Elena y yo, tuvi-
mos otro maestro y un gran impulsor para que nos dedicáramos
a la pintura y abandonáramos precozmente la carrera de Arqui-
tectura, pese a que él era arquitecto y además, nuestro profesor
de Plástica en la Facultad. Fue en 1958/59 y yo fui el primero
que obedecí su consejo y dejé la Facultad vencido por Análisis

253
EL BLUES DE LA CALLE 51

Matemático y seducido por la pintura. Luego siguió Elena y por


último, Sirabo.
Kleinert era más bien alto, rubio, de barba y caminaba con
una ligera renguera de la que nunca nos animamos a pregun-
tarle el origen. Solía llegar desde Buenos Aires en tren y daba
sus clases caminando por el pasillo intermedio que dejaban las
mesadas, en el gélido quoncet de la Facultad. Vestía de manera
común, sport, pero con ese toque négligé que suelen mostrar los
arquitectos al vestirse que les da cierto matiz bohemio, pero sin
exageraciones. Se protegía del frío con un “Montgomery” co-
lor beige con forro escocés que todos le envidiábamos. Hubo
inmediata comunicación de él con nosotros tres, diría que desde
el primer día de clase cuando tomó un test de conocimientos ge-
nerales vinculados al arte y a la arquitectura. Éramos alrededor
de doscientos estudiantes recién ingresados. Elena, Sirabo y yo,
ya pintábamos, dábamos nuestros primeros pasos en el Infor-
malismo y leíamos lo que llegaba a nuestras manos sobre Arte
Moderno y algo de Arquitectura en los libros de Nueva Visión.
Respondimos de inmediato todas las preguntas y aprovechando
la demora del resto, Kleinert se quedó charlando con nosotros.
Inmediatmente lo adoptamos como maestro.
La relación se extendió el tiempo que lo tuvimos como profe-
sor, pero fue profunda. Visitó nuestras casas en donde entonces
pintábamos, analizó críticamente nuestros trabajos, nos aconse-
jó y aportó a nuestra cultura general prestándonos libros. Por
él leímos al movimiento beat norteamericano, facilitándonos
En el camino de Kerouac y una traducción parcial del “Aulli-
do” de Guinsberg. Nos invitó a su casa, en la que vivía con su
esposa y sus hijos pequeños. Un departamento luminoso y lindo
en la planta baja lo que le facilitaba un jardín en donde pinta-
ba. Me acuerdo que estaba ubicado en una calle muy arbolada
de Caballito. Allí nos mostró sus cuadros que no contenían esa
calma que mostraba en su voz cuando nos enseñaba o aconse-
jaba. Eran violentos. Porque Kleinert se expresaba a través de la
action painting, a lo Pollock. Nos contó que al terminar su Se-
cundario había dudado mucho si ingresaba o no a Arquitectura
porque ya compartía un taller con el pintor Carlos Sobrino, en

254
Lalo Painceira

ese momento expresionista figurativo. Luego estudió, se recibió


y ejerció su profesión además de dirigir la obra enorme del en-
tonces Mercado del Plata, sobre calle Carlos Pellegrini. Después,
a medida que fuimos dejando Arquitectura, perdimos contacto
con él pese a que concurrió a todas nuestras muestras. Como
Sirabo insistía en sus estudios, nos enteramos de que había sido
nombrado jefe del Departamento Arquitectura y luego, al tran-
formase Arquitectura en Facultad, fue su primer decano. Nos
hablamos por teléfono en el 2000 para invitarlo a la muestra
de homenaje al Grupo Sí en el “Centro Cultural Borges” y con-
currió. Yo no pude ir por razones laborales y lamentablemente
ya no lo vi más. Murió el 12 de diciembre de 2009 y me enteré
por el aviso fúnebre que la Facultad de Arquitectura publicó en
el diario “El Día” de La Plata. Pienso que fui ingrato con él, una
bellísima persona que me había dado tanto y que nunca supo,
todo lo que le agradecíamos nosotros tres.

Ejemplos formadores

Manuel López Blanco: Manolo era joven. Siempre fue joven


y uno ha perpetuado, como sucede hoy con los compañeros des-
aparecidos, su imagen vital, su pelo renegrido, su apasionamien-
to en el intercambio de ideas cuando esgrimía argumentos con
la contundencia de un golpe demoledor. Pero inmediatamente
reía. Hacía una broma. Y seducía. Porque siendo ideológica-
mente opuesto a Cartier y de personalidad y aspecto totalmente
distinto, Manolo López Blanco (15-6-26 Pehuajó; 11-3-69 La
Plata), era también un seductor que abría la mente y se constituía
en ejemplo. Abierto a escuchar, él se acercaba para preguntar y
cuestionar al alumno o al interlocutor de turno. Siempre lo vi con
el mismo traje gris oscuro, la misma corbata negra y una cami-
sa blanca que nunca estaba planchada. Era una manera de ves-
tir afrancesada, con el necesario toque nègligé que lo distinguía.
Exactamente así vestía Sartre y como el profeta parisino, Manolo
daba la sensación de haberlo leído todo y hablaba con una voz
de actor, camino que había recorrido en su época de estudiante.

255
EL BLUES DE LA CALLE 51

Lo conocí en el bar de Bellas Artes un sábado a la mañana


en el recreo de la clase de Cartier, porque Manolo se acercó
para preguntarme sobre entonces flamante Grupo Sí y sobre
Informalismo. Y no porque no supiera, porque manejaba au-
tores y conocía la obra de los pintores más emblemáticos. En
realidad, fue un interrogatorio. Un examen que quizás aprobé
aunque sea con 4, porque a partir de entonces mantuve una re-
lación buena con él, siempre en esos huecos que quedan en una
clase, sobre todo cuando se es oyente y no alumno regular. Ba-
jaba al bar y allí estaba Manolo invitando a compartir su mesa.
No era esquemático, era amplio y se reivindicaba marxista,
más aún, trotskista. Por él accedí a algunos escritos del revolu-
cionario ruso asesinado por el stalinismo en México. Lo cierto
es que a Manolo no le gustaba la “pintura social”. Su camino
era otro. Mucho más profundo porque no partía de la obra y
de los autores, sino del fenómeno artístico, de esa relación dia-
léctica y transformadora que engloba necesariamente al artista,
a su obra pero también a la sociedad.
Había estudiado en Humanidades el Profesorado de Mate-
máticas, disciplina que quizás fue su base científica para arri-
bar al Arte concreto, al Bauhaus y al diseño, como peldaños
del nuevo arte social, como pregonaba. En la “Escuela Superior
de Bellas Artes” daba Filosofía y Estética, cargo ganado por
concurso. Fue, junto a Daniel Almeida Curth, Roberto Rollié
y otros, impulsor y fundador de la carrera de Diseño. También
fue activo participante de la renovación de la Carrera de Cine-
matografía de la que era Profesor de Estética. Antes había sido
actor, director y conductor de grupos independientes de teatro.
Incluso tenía dos obras escritas.
Además de su testimonio, del recuerdo de su voz, de su se-
guridad al brindar una opinión que nunca cerraba el diálogo,
de su imagen atlética y vital, dejó sus Notas para una introduc-
ción a la estética, que Roberto Rollié prologó en su reedición,
instaurada ya la democracia. Murió a los 42 años. Siendo y
pensando como joven. Sus Notas… siguen vigentes y es una
pena que las autoridades de la Facultad no hagan una nueva
edición.

256
Lalo Painceira

Manolo fue mi otro maestro. Recordarlo es un acto de jus-


ticia, un reconocimiento por todo lo que nos brindó a quienes
pasamos por sus clases, también por esa mesa chica del bar de
Bellas Artes y en reconocimiento a todas las mentes que abrió,
incluyendo la mía, aportando ideología y fundamentos para
una lectura crítica del arte y de la vida.
Dorothy Ling de Hermando: No la conocí personalmente.
Jamás dialogué con ella y ni siquiera la vi. Los horarios de sus
clases no coincidían con los míos y Dorothy tampoco iba al
bar de la Escuela y si lo hacía, al no conocerla, pasó desaper-
cibida para mí. Sin embargo, escuché hablar mucho sobre ella
y casi desde el primer sábado que pisé el bufet de Bellas Artes
en el intervalo de la clase de Cartier. Hernando estaba en el
polo opuesto a Manolo y conocí a quienes la criticaban ideo-
lógicamente de manera muy dura, pero también hablé con sus
discípulos que la admiraban. Tengo que aclarar que Cartier y
Hernando hablaban el mismo idioma del arte. Por lo tanto, si
bien no fue una maestra formadora directa de nosotros, nos
llegaron los aros que expandiéndose, se abrían desde el centro
exacto en donde caía su enseñanza. Nuestra admirada Betina
Muraña fue una de las que amplificaba su voz y algo más tarde
lo hizo Jorge Peirano; la primera era bailarina de danza con-
temporánea y luego maestra de bailarines y actores en técnicas
del movimiento; Jorge era pintor. Pero ahora, en este siglo XXI,
me llega la voz de otra discípula, María De Vega, cantante líri-
ca y compañera desde hace añares de un amigo y gran pintor,
César López Osornio. Es el testimonio de ella, precisamente, el
que me servirá para recordar a esta precursora del Arte nuevo
en La Plata que fue Dorothy Hernando, como se la conocía,
tan innovadora que sólo pudo oponerse contra ella la estrechez
mental de los académicos o el sectarismo ideológico. Pero cedo
la palabra a María De Vega.
“No puedo ser precisa en algunos datos. Por ejemplo en la
edad. No sé, pero por lo vivido puedo suponer que en 1955,
cuando la conocí, rondaba los 50 años. Murió en 1992. Do-
rothy Ling, como realmente se llamaba de soltera, era inglesa
nacionalizada argentina. Cuando estaba becada en Alemania

257
EL BLUES DE LA CALLE 51

conoció al marido, Clemente Hernando Balmore, español y re-


publicano, con quien se casó. Ella estudió en Cambridge y aun-
que quería ser matemática, se recibió de organista y directora
de coro. Tuvo una etapa muy fructífera cuando se mudó junto
a su marido a España. Allí nacieron sus dos hijos. Pero cuando
comenzó la Guerrra Clvil y el asedio franquista, tuvieron que
emigrar y lograron escapar en el último tren que partió hacia el
puerto en donde se embarcaron. Fueron a Londres y militaron
allí en el campamento de niños huérfanos españoles. Estando en
Inglaterra les aconsejaron, ante la inminencia de la Guerra, que
abandonaran Europa y aceptaron entonces una propuesta de
trabajo en la Universidad de Tucumán. Allí fueron hasta 1955,
cuando llegaron a La Plata convocados por la Universidad. Cle-
mente, para enseñar Filología en Humanidades y Dorothy, para
aplicar su sistema de pedagogía musical. A los estudiantes de
Bellas Artes nos tocó en suerte encontrarla y que fuera nuestra
maestra. Todo ser humano es músico, decía ella, pero aclaraba
que lo que ‘no se arregla es la falta de ritmo. Con el ritmo se
nace porque el ritmo fluye del ser’. Ella produjo una revolución
pedagógica abierta, libre, sin preconceptos ni reglas rígidas. -El
hombre -nos decía- “nace caña”. Su tarea es vaciarse, limpiarse
por dentro para que sople a través de él el aliento de la ver-
dad hecha música’- Para mí Dorothy era una esotérica pura.
Sus clases eran prácticas. Yo no sabía leer música. Sin embargo,
nos puso una partitura y nos dimos cuenta de que cantábamos
pero no escuchábamos. Allí aprendí a escuchar los sonidos. Lo
importante era relajarse y dejar que la música entrara en una.
Transformaba la enseñanza de la música en un hecho natural.
Ella creía que la técnica podía matar la expresión. En este punto
yo opino diferente porque a mí la técnica me libera. Nos enseñó
a no dejarnos llevar por las apariencias porque repetía lo de El
Principito, ‘lo esencial es invisible a los ojos’. En Bellas Artes
trabajó muy unida a Cartier y en La Plata puede decirse que ella
fue la semilla de donde surgió la ‘Escuela Pedagógica’, que tanto
bien ha hecho a infinidad de niños platenses”.

258
Lalo Painceira

Dorothy Ling de Hernando, escribió junto a Cartier una In-


troducción a una serie de Canciones de hoy y de siempre reco-
piladas por ella y publicadas por EUDEBA:

Estas canciones poseen un indudable contenido


mítico que ha resistido la erosión de los siglos y
las ha hecho permanecer inalterables –siempre el
mismo, pero nunca igual- más allá de las muta-
ciones del tiempo y de las circunstancias. Cuando
renacen en boca del verdadero músico nos ponen
en presencia de la Vida, en plena vigencia y deve-
nir creador. Nos convocan a participar en ella y
no quedarnos de espectadores. Nos invitan a salir
a la búsqueda y al encuentro del niño olvidado,
anulado, profanado y degradado, pero no ausen-
te, que habita en cada uno de nosotros y reclama
su libertad de ser. Reclama natividad.

Víctor Grippo: Víctor se acercó al “Capitol” en 1961 y fue un


participante cotidiano de sus tertulias y debates. Trotta lo des-
cribe muy bien. Víctor asombraba por sus conocimientos y una
cultura vasta y variada que nos asombraba. Tuvo gran influencia
en algunos de nosotros. En unos, en la formación estética y en
otros, como en mi caso, además de la estética, facilitó mi ingreso
a la militancia política. En el momento de acercarse al “Capitol”
y hacerse amigo nuestro, él era un pintor figurativo y como si
hubiera querido subrayar más su aspecto de artista romántico,
pintaba mujeres muy bellas, de largo cuello y ojos enormes, reci-
biendo las influencias de Spilimbergo junto a las de Modigliani.
Estudiaba Química en la UNLP y trabajaba como fotógra-
fo en el “Instituto Antirrábico”, como llamábamos entonces al
“Laboratorio Central de Salud de la Provincia”. No era platense.
Había nacido en Junín el 10 de mayo de 1936 y había llegado a
La Plata junto con su hermana, para estudiar en la Universidad.
Era muy habilidoso manualmente y tenía un claro pensamiento

259
EL BLUES DE LA CALLE 51

científico. No disparaba nunca al aire al hacer comentarios sino


que siempre daba en el blanco. La habilidad manual la había
adquirido en Junín estudiando escultura y trabajando el hierro.
Cuando lo conocimos mantenía una conflictiva relación con el
Partido Comunista al que estaba afiliado. Formaba parte de su
Frente Cultural junto a otros camaradas y algunos compañeros
de ruta. Pese a ser figurativo y su pintura no contrariar los prin-
cipios impuestos por el stalinismo, Víctor tenía una amplitud de
mente que no admitía esos límites. Compartía nuestras mesas,
hablaba de Informalismo y nos defendía ante algunos ataques
ideológicos sectarios. Porque era un contundente polemista que
nunca necesitó levantar la voz para ser escuchado. Siempre con
su sonrisa, matizaba sus posturas con comentarios agudos, a ve-
ces ácidos y otras recurriendo a su sentido del humor. Era más
bien alto, muy delgado y de caminar desgarbado. Su palidez era
acentuada por su largo pelo negro. Usaba anteojos y se vestía
con cuidado desaliño. Su aspecto romántico chopiniano y su pin-
tura de lánguidas muchachas, le otorgaron éxito entre nuestras
compañeras del “Capitol”.
Nunca fue informalista ni integró el Grupo Sí aunque fue in-
vitado por nosotros para que participara en la exposición reali-
zada a mediados de 1962 en lo de Roberto Ortiz, un empresario
joven que se vinculó a nosotros y nos abrió las puertas de su
local para la muestra “Expresiones de la plástica local”.
A través de él me afilié al Partido Comunista y me incorporé
al Frente Cultural, relación política que me permitió conocer,
dialogar, escuchar a jóvenes de singular inteligencia, formación y
ejemplar militancia crítica. A través de ellos pude leer a grandes
autores y teóricos. A los pocos años todos ellos dejaron de per-
tenecer al PC, tampoco yo, porque sus viejos dirigentes habían
preferido optar por la gerontocracia soviética, sin escuchar las
necesarias voces de cambio que provenían de amplios sectores
de su juventud, del Tercer Mundo y del comunismo a la europea
liderado por italianos y franceses, que mantenían cierta indepen-
dencia y asumían posiciones distintas a las señaladas por Moscú.
Después, Víctor se radicó en Buenos Aires, en donde nos en-
contramos muy de vez en cuando, pero ya sin retomar al diálogo

260
Lalo Painceira

iniciado en las mesas del “Capitol” y que tanto me había aporta-


do. Ya vivíamos realidades diferentes. En cuanto a la plástica, en
1970 comenzó su etapa creativa dentro del Conceptualismo, mo-
vimiento que le permitió tejer sus obras uniendo su gran sentido
estético con su mentalidad científica. Obtuvo premios nacionales
y en el exterior y fue considerado el mejor artista conceptual de
su tiempo. Murió cuando todavía tenía mucho que expresar, en
febrero de 2002.
Jorge Blarduni: Músico de vanguardia de sólida formación
clásica obtenida en una época dorada del Conservatorio Pro-
vincial. Jorge sobresalió, no sólo intelectualmente, sino también
por su cualidad innata para congregar gente a su alrededor. Sa-
bía escuchar, opinaba directamente, era solidario y cálido con
quien lo necesitaba, fue también un militante que dejó de lado
importantes logros personales en lo artístico para ocupar car-
gos de importancia en la primavera camporista. En 1964 abrió
una librería, “Tarco”, que él supo transformar en una especie
de gran living con sillones y hacerla un lugar de encuentro y de
formación. Porque además del humor y de temas cotidianos, se
hablaba en serio de temas estéticos y políticos. Jorge no tuvo
influencia en todo el grupo, pero sí en Horacio Elena y en mí.Fue
el anteúltimo de cinco hermanos y su papá era binguero. Nació
en La Plata en el año 1930 y vivió con su familia en 39 entre 9
y 10. Ante la prematura muerte del padre, tuvo que trabajar con
sus hermanos desde edad temprana. Fue dibujante y decorador
de Astilleros, como lo recuerda hoy su hermano menor, José Al-
berto. No obstante su trabajo, estudió en el “Conservatorio Pro-
vincial” y se transformó en un músico de referencia que siguió
los pasos que ya había dado Enrique Gerardi, que fue su amigo.
Según cuenta su hermano, “Jorge era familiero y muy cariñoso.
Pero inflexible con sus ideales. Para mí fue un modelo de vida.
De todos los hermanos él fue el distinto. Por eso su muerte, a los
65 años, me dejó un vacío enorme. Repito, fue un modelo de vida.
En el “Conservatorio” conoció a Eduardo Mazzadi y a través
de él, a un grupo importante de jóvenes de Tandil y a otro de
Berisso. Entre los primeros estaba Dippy Di Paola y entre los
segundos, Imar Lamonega, Walter Elenco y Sandra Filippi, que

261
EL BLUES DE LA CALLE 51

vivían en el Barrio Obrero. Imar un gran poeta y gremialista en


YPF, “Premio Casa de las Américas” y que luego, fue secuestrado
en tiempos de la dictadura y se encuentra desaparecido; Sandra
fue otra gran poeta que después optó por la literatura para ni-
ños. Walter Elenco era músico popular de vanguardia. De ese
grupo participaba también Víctor Grippo y por él, Jorge y Dippy,
también nosotros.
Jorge trabajó contemporáneamente en música electroacústica
junto a Mazzadi, luego con Gerardi y después en el “Instituto
Di Tella”. También fue profesor en la “Escuela de Cine” de la
UNLP y luego director, para pasar a dirigir luego la “Escuela de
Arte” de Berisso. Participó en espectáculos teatrales aportando
su creatividad musical y sus conocimientos del sonido. Parte de
estos datos fueron aportados por Rodolfo Porret, uno de los que
directamente participó de la otra aventura fantástica de Jorge
que fue “Tarco”, junto a Osvaldo Beroldo. La librería fue des-
truída por una bomba colocada por parapoliciales del gobierno
de Isabelita y Calabró, en 1975. Porque Jorge fue un militante
del movimiento popular.
Tenía casi diez años más que yo y por su madurez, sus cono-
cimientos, amplitud mental, su no atarse a dogmas, fue impor-
tante en el proceso de mi formación. Jorge fue muy amigo de
Grippo y una de las lánguidas muchachas pintadas por Víctor se
exhibía sobre un caballete en “Tarco”.
Vivía en ese tiempo en una casona quinta de City Bell, junto
al arroyo, propiedad que cortaba la calle. En esa quinta se hi-
cieron reuniones y fiestas maravillosas en donde Jorge mostró
siempre su creatividad y a las que solíamos ir con Horacio Elena
y con su compañera de entonces, Chuchi Muiña. Ahora Jorge
habita en esa infinitud que es la memoria colectiva. Está allí jun-
to a Víctor. Lo imagino, porque esa infinitud, “puede pensarse
como una forma de la imaginación relativa de lo posible. Esta
imaginación es cercana a (reside en) Dios; pero no sé cómo”,
afirmación (Con la esperanza entre los dientes.Alfaguara, 2011)
que refleja uno de los grandes interrogantes humanos.

262
Lalo Painceira

De otros ejemplos, otros caminos y retornos a 1960

Desde ya no fueron éstos los únicos maestros ni ejemplos.


Porque hay mucho de ejercicio de la propia libertad en la elec-
ción de los modelos y en el camino de vida por el que se opta.
Pero es justicia y a nivel grupal, agregar a Emilio Estiú que en el
lapso que duraron sus clases sobre existencialismo fue un autén-
tico maestro para nosotros. Después están los que puede agregar
cada uno del Grupo a nivel personal. Esas amistades, ese tuteo
con quienes facilitaron el propio crecimiento, el propio desarro-
llo, esos que abrieron puertas que nos depositaron en el comien-
zo de un camino nuevo. En mi caso sumaría a todos los que en
aquellos años, me abrieron la mente y aportaron a mi forma-
ción desde el ejemplo, la lectura y luego, la militancia. Muchos
ya nombré y que fueron formadores en mi adolescencia como
mi hermano Alfredo, Bibi Párraga, pero también lo hicieron en
mi juventud y los nombro por orden de aparición en mi vida,
Imar Lamonega, Mauricio Tenembaum, Jaime Lipovetzky, Ju-
lio Godio, Mario Goloboff, Ricardo Piglia, Antonio Castorina,
Amanda Peralta y, más adelante, Sergio Labourdette, Ricardo
Gil Soria y mis maestros en la “Escuela de Cine”, en el teatro, en
la política y en la vida, como Humberto Ríos, Carlos Gandolfo,
Augusto Fernándes, Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhal-
de (el bueno), Roberto Carri, Luis Pujals, Víctor Fernández Pal-
meiro y todos los “cumpas” con los que busqué intensamente y
hasta con urgencia, con aciertos y errores pero con entrega total,
ese mundo mejor que despuntaba a fines de los ’60 y comienzos
de los ’70. Pero esa es otra historia que ocurrirá después. Mucho
después.
Por eso, para retornar al año 1960, nada mejor que hacer-
lo de la mano de Michel Ragón, uno de los teóricos y críticos
de arte más importante de ese tiempo. Él dividía la historia de
las Artes Plásticas en dos grandes corrientes. “Que son la se-
ñal de temperamentos opuestos e inconciliables. Por un lado,
los arquitectos, y por el otro, los magos. Al mismo tiempo que
algunos de nuestros antepasados trazaban sobre guijarros de
formas puras signos abstractos, enigmáticos y perfectos, otros

263
EL BLUES DE LA CALLE 51

cubrían las paredes de las grutas con una fauna que encantaban.
El Bosco pintaba en la misma época que Memling; Goya en la
misma que David; Delacroix paralelamente a Ingres; Cézanne
era contemporáneo de Van Gogh, y Braque de Picasso. Unos son
apasionados, delirantes; otros adoran el orden y la razón. Unos
fecundan el arte, los otros impiden que caiga en una patología”.
Humildemente, con las limitaciones de cada uno, los que
conformábamos el Grupo Sí nos inscribíamos en la corriente
de los magos.
Pero basta de elucubraciones. Sólo una más, de Horacio Por-
to que me parece oportuna: “Los informalistas se levantaron
como lo hicieron los dadaístas, contra una sociedad que los con-
dujo a la destrucción”.
Ya es hora que comience la crónica periodística, que siempre
está lejos de lo teórico. Es hora de empezar a hablar del Grupo
Sí, aquél que nació en los primeros días de octubre de 1960 en
un bar de la calle 51. Parte ya se contó y parecerá una reitera-
ción, pero no es así, lo anterior, lo ya dicho, debe tomarse sólo
como notas introductorias. Abro la puerta de mi jaula y dejo
escapar a los recuerdos, vivencias y a los textos y críticas que
provocaron las exposiciones del Grupo Sí para que suene, sola-
mente, el “blues de la calle 51”.

264
CAPÍTULO II
EN BUSCA DEL TIEMPO VIVIDO

Y los pedacitos rotos del sueño/ ¿se juntarán


alguna vez?
¿se juntarán algún día, pedacitos?
¿están diciendo que los enganchemos
al tejido del sueño general?
¿están diciendo que soñemos mejor?
Juan Gelman

Volver al nacimiento, los primeros pasos,


las primeras voces

En este capítulo se ampliará y se sumará material documental


sobre el Grupo Sí, sus muestras y el eco que encontraron las mis-
mas. Por lo tanto, me siento obligado a reiterar algunos hechos
porque me obliga la memoria y la investigación posterior. Por
ejemplo, saber que aquél 7 de octubre de 1960 fue en La Plata
un día gris, húmedo y muy fresco. La temperatura mínima fue de
7,2 grados Celsius y la máxima de sólo de 15,2, con una hume-
dad que llegó a rondar el 95%. Sin embargo, era primavera. Por
eso se visibilizaron retoños en la plástica platense.
En ese momento hacía once días que yo había cumplido los
21 años, Dalmiro Sirabo tenía 22, Horacio Elena 20 y Mario
Stafforini 19. Abrigados, pero sintiéndonos ansiosos aunque
muy solos, a las siete de la tarde bajamos los cuatro las escaleras
para ingresar al “Museo Provincial de Bellas Artes” y asistir a la
inauguración del “VI Salón Estímulo de la Provincia”. Provenía-
mos de Arquitectura y Stafforini y yo habíamos enviado obras

267
EL BLUES DE LA CALLE 51

que habían sido aceptadas; Sirabo y Elena no habían querido


presentarse. Llegamos, recogimos el Catálogo y comenzamos a
mirar la muestra en general, con la certeza de que seríamos los
únicos informalistas platenses dado que nunca se habían mostra-
do públicamente trabajos de esa corriente expresiva en nuestra
ciudad. Tanto, que enviamos nuestras pinturas persuadidos de
que íbamos a ser rechazados. Sin embargo, no fue así. El milagro
se llamó Kasuya Sakai, ese gran pintor entonces perteneciente al
“grupo de la Galería Bonino” de Buenos Aires, que integró el
Jurado. Él abrió la puerta para que por primera vez se vieran en
La Plata obras informalistas y además, pintadas por platenses.
Nuestra expectativa se centró entonces en la reacción del público.
Cuando comenzamos a caminar la gran sala colmada de pú-
blico, diría más, de ese público formal que concurre siempre a
las inauguraciones de las muestras oficiales, nos sentimos total-
mente ajenos. Lo recuerdo bien. Éramos cuatro desconocidos
que caminaban y miraban las diversas expresiones expuestas,
comentándolas en voz baja. En realidad, buscábamos nuestras
propias obras. Por fin las descubrimos, estaban colgadas en un
panel lateral del sector izquierdo. Las dos pinturas encarnaban
ambos caminos abiertos por el Informalismo. Mario, dentro del
Expresionismo abstracto y yo, del matérico.
Pero nos esperaba la gran sorpresa: no éramos los únicos
informalistas de La Plata.
Junto a nuestros trabajos había dos pinturas similares a las
nuestras y que pertenecían a plásticos de nuestra ciudad, según
el Catálogo. Las obras pertenecían a Horacio Ramírez, infor-
malista matérico como yo, y a Omar Gancedo, expresionista
abstracto como Stafforini. Y los dos trabajos eran muy buenos.
No estábamos solos en La Plata, tampoco en el Salón. Saber-
lo obró como bálsamo, lo suficiente para distendernos y empe-
zar a gozar de esa nueva realidad. Desde ya, que nos entró la
ansiedad por conocer a Gancedo y a Ramírez por eso decidimos
que lo mejor era quedarnos allí, parados junto a nuestros traba-
jos. Pero no fueron ellos los primeros en acercarse. El primero
fue Nelson Blanco, con un pañuelo azul anudado al cuello, ca-
bello rubio muy largo y con esa barba rala de los lampiños dibu-

268
Lalo Painceira

jándole el mentón. Hablaba muy bajo, levemente echado hacia


atrás y entrecerrando los ojos. Lo curioso es que él había envia-
do una pintura geométrica, casi un ejercicio de Cartier basado
en el doble juego de figura-fondo. “Pero se trata de un trabajo
viejo. Yo ahora pinto como ustedes. Más dentro de lo tuyo”, le
dijo a Mario. El segundo que se acercó y que conocía a Nelson,
fue Gancedo, de poblada barba negra y un rostro de expresión
abierta, franca, con un ligero parecido a Fidel Castro. Gancedo
se reía y le hacía bromas a Blanco porque figuraba en el Catálo-
go sólo por su nombre. “Sí, firmé nada más que Nelson. Porque
yo voy a ser como Napoleón. A mí me van a conocer sólo por
mi nombre y seré el único Nelson”, y con la respuesta se rió y
su risa tenía una cuota de picardía que invitaba a la complici-
dad. Después se acercó Ramírez, de la edad de Stafforini, pero
muy serio, casi formal. Más tarde se sumó Carlos Pacheco en
un gesto que agradecimos porque él ya era un pintor conoci-
do y estar allí, en la tertulia que habíamos formado nosotros,
fue una manera de respaldarnos ante la hostilidad de parte del
público, sobre todo la proveniente de plásticos con formación
académica. Porque nosotros pasamos a ser en el salón, una es-
pecie de nuevas fieras (fauves), invasores de un mundo que no
nos correspondía. Hubo reacciones no gratas a las que había
que responder desde la ironía, para no ser violento. Gancedo
tenía una forma interesante. Respondía preguntándole al otro,
cuestionándolo, dejándolo sin respuesta. Pero era un juego ago-
tador. Al rato, cuando ya se había sumado Alejandro Puente,
amigo de Nelson y que también pintaba, resolvimos todos dejar
el salón.
Pacheco era empleado del “Museo” y junto a él trabajaban
Juan Bautista Devoto, poeta del tango y gran conocedor del lun-
fardo, y Mingo Martino, que era un ícono platense del jazz. Ellos
dos, conocedores de cafetines discepolianos, al ver que salíamos
para tomar algo, nos recomendaron el “Capitol”, bar que que-
daba a la vuelta, en 51 entre 7 y 8. Mingo, que hablaba rápido y
con todo el swing de un baterista, como golpeando su redoblan-
te, agregó que allí se reunían los músicos de jazz “porque tocan
todas las noches en el cabarute que está pegado al bar”.

269
EL BLUES DE LA CALLE 51

Como ya conté, así llegamos al “Capitol” por primera vez.


Y lo adoptamos desde ese mismo momento. Al rato se arrimó
Pacheco y puedo decir que no faltamos ningún día durante casi
tres años y que allí mismo, en una de sus mesas, a los tres o cua-
tro días, nació el Grupo. El “Capitol” fue nuestra sede oficial.
Hasta fines de 1962, a partir de las 7 de la tarde aproximada-
mente, siempre estuvimos en el bar. Aunque fuera dos o tres de
nosotros, pero muchas veces la mayoría, ocupando ese territorio
que habíamos hecho nuestro. Lo expropiamos por prepotencia
y presencia continua. Y para marcarlo y establecer los límites, al
poco tiempo colgamos nuestras obras en sus paredes.
El atardecer del viernes 7 de octubre fue largo para noso-
tros y se prolongó hasta la noche y hasta las primeras horas
del sábado 8. Y hablamos. Hablamos mucho. Intercambiamos
información, cada uno informó lo que hacía y dio sus razones.
Largamos nombres de libros y autores, movimientos, nombres
de pintores norteamericanos, europeos y de los grandes teóricos.
También hablamos de la cantidad de obra acumulada por cada
uno de nosotros y desde ya, saltó el nombre de nuestros maes-
tros. Todos ellos nombraron a Cartier, porque iban a sus clases
en donde se permitía la concurrencia libre. Cartier daba clases de
Visión y Color en Bellas Artes los sábados a la mañana. Arranca-
ba muy temprano, había un recreo a las 10hs. y terminaba a las
12hs. Nosotros nombramos a Kleinert y encontramos que había
coincidencias entre ambos maestros.
Allí permanecimos. Nosotros cuatro y ellos. Y nos dimos
cuenta de que había algo que nos hermanaba, quizás la rebeldía,
el ser jóvenes insolentes e informales en una ciudad en donde
los de nuestra edad se vestían de grandes. Omar, con su pareci-
do a Fidel, mostraba en sus manos y ropa manchas de pintura
que exhibía como cicatrices de un reciente combate; Nelson, con
todo su ángel, su poesía, su aspecto modiglianesco; Ramírez, un
adolescente silencioso y sensible; Puente y Pacheco, mayores que
todos nosotros, serios e interesados. Para nosotros cuatro encon-
trarlos fue fundamental y casi de inmediato nos sentimos pares,
que es el paso previo a hermanarse. Quedamos en encontrarnos
al día siguiente, sábado 8 de octubre, a las 10hs. de la mañana,

270
Lalo Painceira

en la clase de Cartier en Bellas Artes. Y fuimos. Desde ya, bastó


escuchar a Cartier para que nosotros también lo adoptáramos
como nuestro maestro.
Deslumbrados por la contundencia de la clase de aquél sába-
do, la prolongamos en una mesa del “Costa brava”, el café de 7
y 59, reducto de la gente de Bellas Artes. Pero creo hoy, porque
los años le quitan exactitud a los recuerdos, que al grupo de la
noche anterior se sumaron ese mediodía Chalo Larralde, César
Ambrossini y Hugo Soubielle, que desde ese momento fueron
parte de aquel núcleo inicial que pocos días después conformaría
el Grupo No, luego convertido en Grupo Sí, al que se sumarían
Antonio Trotta, estudiante de Arquitectura avanzado, Antonio
Sitro, amigo de la infancia de Puente y al poco tiempo, César
Paternosto, abogado de la Fiscalía de Estado pero ante todo,
pintor y amigo de otro plástico, egresado de Bellas Artes, Jorge
Mieri, que vivía junto a su familia en ese pequeño paraíso de la
calle Nirvana de City Bell.
A partir de entonces nos empezamos a reunir todos los atar-
deceres en el “Capitol” después de pintar o de concurrir a clase, y
nos quedábamos hasta la madrugada. Encontrarnos fue también
abrir nuestros talleres para que los visitara el resto y ver la obra
producida. Pienso hoy que esa constatación nos ayudó a tomar
conciencia de que había llegado el momento de mostrar juntos
nuestros trabajos. Faltaba el paso previo: constituirnos como
grupo. Y lo formamos una noche o una tarde en el bar a sólo
tres o cuatro días de aquel inicial 7 de octubre.
Después de lanzar nombres apareció uno que nos cautivó de
inmediato: “No”. Y provocativamente decidimos llamarlo así.
Era contundente. Un cross arltiano a la mandíbula. Un rechazo
categórico a lo instituido, a la academia, a la geometría, a la
pequeñoburguesía dominante en La Plata y hasta a la gran bur-
guesía dueña del país. Porque nuestra soberbia no tenía límites.
Ese “No” tenía un toque anárquico que nos complacía. También
resolvimos en esa reunión viajar a Buenos Aires para contactar-
nos con Rafael Squirru, director del “Museo de Arte Moderno”
de Buenos Aires, verdadero pope de las nuevas tendencias en
nuestro país y contarle sobre nuestra existencia.

271
EL BLUES DE LA CALLE 51

A los dos días, en horas de la tarde, nos asomamos por la


boca del subterráneo a la calle Corrientes y desde Uruguay ca-
minamos rumbo al MAMBA, que funcionaba en los pisos supe-
riores del “Teatro Municipal ‘San Martín’”. Ante nuestra sor-
presa, Squirru nos recibió de inmediato, quizás picado por la
curiosidad de conocer a ese grupo de jóvenes informalistas de La
Plata, ciudad siempre lejana para los porteños. Nos escuchó, nos
aconsejó y nos llenó de entusiasmo. “Hay que estar en la lucha”,
repetía como si estuviéramos en un enfrentamiento. A los tres
días viajó a La Plata para ver nuestra obra. Visitó los talleres y
a cada uno de nosotros nos encendió desde su fuego. Eligió las
obras que debíamos exponer y en el asado que compartimos,
nos anunció que el “Museo de Arte Moderno” auspiciaría esa
muestra, además de hacerse cargo del Catálogo y que él mismo
escribiría la presentación. Pero nos cambió el nombre. “El ‘No’
de ustedes es una negación a lo perimido, a lo viejo, lanzada des-
de lo nuevo que encarnan, por lo tanto es un ‘No’ positivo. Por
eso tienen que llamarse directamente Grupo Sí”. Desde ya que lo
acatamos y hasta nos gustó más. Esa misma tarde, después del
asado en Ringuelet, pidió papel, sacó su lapicera de tinta y escri-
bió el Prólogo del catálogo. Cuando lo leyó en voz alta (leía muy
bien y era dueño de un singular histrionismo) nos conmovió y
nos movilizó como si hubiéramos cargado nuestros tanques con
un concentrado anfetamínico.
De manera urgente salimos a buscar una sala, tarea que nos
facilitó el aval del “Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires.
Accedió el “Círculo de Periodistas”, de calle 48 entre 5 y 6, enti-
dad tradicional pero siempre abierta a la actividad cultural local
y a expresiones nuevas. El poeta Horacio Núñez West, mayor
que todos nosotros pero un amigo que se había sumado a nues-
tras noches del “Capitol”, se ofreció para hablar en la inaugura-
ción. Horacio era un destacado poeta platense, muy valorado, y
su apoyo y sus palabras fueron un respaldo importante para la
exposición y para el Grupo.
Todo listo, sólo quedó colgar las obras e iluminarlas. Pache-
co, entrenado en lo que ahora se denominaría “curaduría”, dis-
tribuyó las pinturas. Estaba todo listo. El catálogo llegó impreso

272
Lalo Painceira

a tiempo y la muestra se abrió el jueves 10 de noviembre de


1960, a las 19hs., con un éxito importante y con un público
compuesto mayoritariamente por jóvenes a los que se sumó la
gente que generalmente asiste a muestras de pintura.
Hoy me resulta casi increíble nuestra audacia, esa potencia
que sólo puede ser parida desde la fe y desde la seguridad en lo
que hacíamos. Habían transcurrido nada más que 34 días desde
que nos habíamos conocido en el “Salón Estímulo” y ya for-
mábamos un grupo, nos auspiciaba el MAMBA y exponíamos
nuestras obras. Era evidente que los integrantes del grupo no
marchábamos al ritmo cansino de los tranvías platenses.
La presentación de Squirru, las palabras de Nuñez west y la
repercusión en los diarios
“La muestra del Grupo Informalista Sí se inaugura en la fe-
cha”, tituló en su página cultural el diario “El Argentino” de La
Plata del jueves 10 de noviembre de 1960. Seguidamente se afir-
maba que “de acuerdo con lo informado, hoy a las 19, quedará
inaugurada en el Salón del Círculo de Periodistas de la Provincia,
la primera muestra de pintura del Grupo Informalista Sí, recien-
temente constituido en La Plata”.
Expusimos Nelson Blanco, Horacio Elena, Omar Gancedo,
Carlos Pacheco, Alejandro Puente, Horacio Ramírez, Dalmiro
Sirabo, Mario Staforini y yo. Mostramos dos obras cada uno y
en general, fueron de un tamaño importante.
Rafael Squirru escribió ardorosamente en el Catálogo:

“Destaco en primer término que lo primero del


‘Grupo Sí’ de La Plata, que me interesa es el de ser
un grupo. Un signo del hombre actual, del hombre
nuevo, es su conciencia de equipo. Todas las épo-
cas de la humanidad en que el hombre alcanzó su
dimensión humana, las épocas humanistas, están
cifradas por esta verdad: El hombre se da plena-
mente fuera de sí, se da, dándose”.
“El Partenón, Chartres, los frescos del Vaticano de
Rafael, el mundo del átomo, son conquistas del

273
EL BLUES DE LA CALLE 51

trabajo en equipo. El Bauhaus es un trabajo de


equipo. A medida que el hombre profundiza des-
cubre que su verdad es en función de la verdad,
que su amor es en función del otro, de aquel que
ama, de lo que ama. En este sentido, únicamente
admito que pueda hablarse de un arte otro”.

“Arte otro, arte sí, grupo Sí”

Y aquí explica Squirru las razones del cambio de nombre de


nuestro grupo: “prefiero esta rotunda denominación que la de su
opuesto, el ‘no’, que también es ser pero menos luminoso. El ver-
dadero ‘no’ es la indiferencia, el único ‘no’ al que hay que temer.
Pero admitiendo al ‘no’, ser y vigencia, me quedo con el ‘sí’, el
‘sí creo’. Ese ‘sí, creo’ puede ser creencia o creación, y ambos se
emparentan. Sí, creo porque quiero, a lo Unamuno. Elijo el creer
porque opto por lo positivo, opto por el ser frente a la nada, y así
creo, creando. No ‘ver para creer’ sino ‘creer para ver’. La Argen-
tina necesita de los que tienen valor para creer en sí mismos y en
los demás. La Argentina necesita del ‘Grupo Sí’”.

“La Argentina precisa de Nelson Blanco dejando


que su danza africana se anime de vida propia. Ya
no le pertenece, pero su voz está dada, a favor de
la vida animada con su propio impulso, las for-
mas independizadas del límite geográfico para in-
gresar al espacio geogónico. Precisa de Eduardo
Painceira redescubriendo los signos primigenios
recordándonos que Altamira está vigente porque
la Verdad no muere, porque el hombre renueva la
rítmica dramaturgia del ser prestándole su sangre
con cada nacimiento. Necesita de Alejandro Puen-
te con su roja mancha queriendo ubicarse entre
formas cósmicas como un coágulo heroico resca-
tado de las nubes. Precisa de Carlos Pacheco li-

274
Lalo Painceira

diando con Oriente para imponerle la individuali-


dad del yo en una nueva reintegración al absoluto.
De Horacio Ramírez concentrando la fuerza en un
núcleo vital para expandirla liberada al Universo
todo. De Dalmiro Sirabo investigando el metal de
los colores para darle un nuevo sentido a la gue-
rra. De Horacio Elena informatizado, para que la
forma vuelva a nacer en toda su pureza prístina.
De Mario Stafforini indagando el expresionismo
informal del que nacerán nuevos rostros para de-
cirnos que Dios también habita la planta de los
pies. De Omar Gancedo fundiendo el plomo sobre
maderas y cartones en una afirmación locuaz de
rebeldía y de ternura, donde todo será redimido en
términos de creación y cariño humano”.

Y finalizaba este manifiesto de apoyo a nuestra rebelión:

Sí, todo será redimido, todo está siendo redimido


por el amor, el sentimiento, la infinitud desperta-
da en el ser, al querer de Demaría por la unísona
caducidad del ser. Sí, Grupo Sí, que sigan traba-
jando unidos, que jamás dejen que la envidia haga
presa del corazón. Unos triunfarán más que otros
en el plano de lo fáctico, ninguno triunfará más
que nadie en lo metafísico, porque en el triunfo
de cualquiera estará siempre presente el triunfo de
todos. La Plata brilla con estas obras como hace
mucho tiempo no brillaba. La Plata está por defi-
nición destinada a brillar. Son ustedes quienes hoy
se lanzan a la ley más alta de hombres y pueblos,
cumplir con el destino. Sí, sí, sí. Aquí estamos di-
ciéndole que sí al mundo, que nada podrá contra
el rumbo de nuestra estrella”.

275
EL BLUES DE LA CALLE 51

Y firmó, “doctor Rafael Squirru”.


Nuestra sana y provinciana omnipotencia juvenil se sintió
potenciada infinitamente desde la presentación de Squirru y agi-
gantó nuestras ganas y necesidades expresivas. Nos hizo esgri-
mir nuestros pinceles, espátulas, colores y aditamentos, como si
fueran una lanza y a lo Quijote, arremetimos con toda nuestra
energía contra lo que creíamos molinos de viento estáticos y pa-
ralizantes, reinantes en nuestra ciudad. Squirru nos transfundió
su sangre impregnada de fe cervantina pero también de ese creo
porque quiero a lo Unamuno. Y así salimos a mostrar pública-
mente nuestras obras con absoluta seguridad, para conquistar
una ciudad artísticamente conservadora y clásica, que rechazaba
de plano las innovaciones. Además fue importante porque sirvió
de paliativo para nuestras propias familias que dejaron la des-
confianza y comenzaron a creer un poco más en nosotros y en el
camino que abríamos.
Pero no fue sencillo ni tan fácil. El Informalismo y el Expre-
sionismo abstracto no consituían un espejo que reflejara al Arte
Oficial de La Plata y a sus exponentes teóricos. En una ciudad
creada desde el cuadrado perfecto, nosotros fuimos la provoca-
ción, el cachetazo.
Este hecho, no menor, tornó sobresaliente el gesto de Ho-
racio Núñez West al que no le importó su prestigio y se jugó
totalmente por nosotros. Horacio integró, junto a otros grandes
poetas como Roberto Themis Speroni, Aurora Venturini, Gusta-
vo García Saraví, Horacio Ponce de León y Ana Emilia Lahíte,
del segundo mojón que permitió que se siguiera llamando a La
Plata, “la ciudad de los poetas”, prolongando la huella abierta
por Panchito López Merino, Delheye y Mendioroz.
Como esperábamos, fue una inauguración polémica. Hubo
debates ante cada cuadro, a veces encendidos porque algunos
fueron con ánimo confrontativo. Pero también hubo mentes
abiertas que se acercaron positivamente e incluso, si pintaban,
se incorporaron a los pocos días al Grupo Sí o a las tertulias del
“Capitol”, tomando partido a nuestro favor en la polémica.
La exposición realmente constituyó un hecho nuevo en la ciu-
dad y por lo tanto, fue noticia. Los diarios tuvieron que darle

276
Lalo Painceira

amplia difusión, algo que no sucedía normalmente con las mues-


tras pictóricas.
El tradicional diario “El Día” le dedicó una amplia nota a tres
columnas con dos fotografías, una mostrando al realmente “nu-
meroso público” y la otra, a Horacio Núñez West disertando. Se
publicó en la edición del sábado 12 de noviembre de 1960 y se
tituló, informativamente: “Quedó inaugurada la exposición del
denominado Grupo Informalista “Sí”.
Y continuaba: “La primera muestra de pintura del Grupo In-
formalista ‘Sí’”, de reciente constitución en nuestra ciudad, fue
expuesta ante numeroso público en el “Círculo de Periodistas
de la Provincia”, calle 48N°530”. Proseguía reconociendo que
“esta manifestación tuvo amplia resonancia en el ambiente artís-
tico de la ciudad”, y nombraba a todos los expositores, aclaran-
do que “el catálogo de la interesante muestra fue prologado por
el director del “Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires, Dr.
Rafael T. Squirru. En ocasión del acto inaugural, usó de la pala-
bra el poeta Horacio Núñez West”, y transcribía la exposición
de este último.
Transcribo sólo algunos de sus conceptos:

El que se sitúa frente a un cuadro de apariencia ar-


bitraria, para su percepción conformada por leyes
tradicionales, y no contribuye a crear desde sí esa
posibilidad de descubrir el movimiento espiritual
que anima a esa materia pictórica sometida a un
proceso intenso de remoción, asume invariable-
mente, una actitud defensiva porque, mas allá de
esos límites prefijados por su anhelo espontáneo
de permanecer asido a una realidad caduca, cree
vislumbrar el comienzo de una irrealidad abismal
(…). Por eso será útil aclarar que esta muestra no
es un manifiesto de lucha contra nada ni nadie en
particular, ni la negación de todo ese pasado del
arte que está vivo en nosotros como herencia in-
apreciable. Es, sí, el testimonio de una lucha por

277
EL BLUES DE LA CALLE 51

algo que se llama autenticidad, y la postulación


de un deber virtual del hombre: el de realizarse
dando lo mejor de sí, por haber comprendido que
cada existencia lleva en su razón de ser un impe-
rativo de culminación. Pero no es con la retórica
en el arte ni en la vida que podremos alcanzar esa
finalidad suprema, sino que será por la liberación
y el ejercicio de ese venero de fervor con que todos
hemos sido dotados para que podamos integrar-
nos con el ritmo del universo. Y en estos jóvenes,
no iracundos pero sí rebeldes y firmes; no resenti-
dos sino creyentes que reaccionan por un acto de
fe, hemos de encontrar el material precioso de una
actitud honda y vital, no interesada por la incor-
poración a un ismo, sino en dar testimonio de su
viva presencia (…). Es así que el observador pre-
juiciado, es decir el que no se asimila a la obra por
la contemplación, que es un vivir en ella, sólo verá
en las expresiones informalistas una disolución de
la objetividad del antecedente formal, y también,
realizaciones que surgen a la realidad como no
realizaciones por ausencia de una temática visi-
ble. Y es una pena, porque redescubrir la fuerza
instaurada en cada parte del todo vivifica el sen-
timiento de lo cósmico en el corazón del hombre
y le comunica una vibración olvidada. De ahí que
la pintura viva en sí misma, pero con autonomía
que acentúa su relación con lo absoluto, así como
el hombre incorpora su individualidad a la gama
universal por su trasfondo común de humanidad.
Es por lo tanto, un trabajar la materia asociándo-
se a ella por inducción de un sentimiento unifica-
dor. Es decir, que se trata de un acto de amor, de
reencuentro de la hermandad del hombre con lo
creado, con el común origen a partir de sus expre-
siones aisladas”.

278
Lalo Painceira

Después de la inauguración fuimos descubriendo que ade-


más, no estábamos solos en La Plata. Que había expresiones
de vanguardia en otras disciplinas artísticas. En 1960, cuando
fundamos el Grupo Sí y expusimos por primera vez, Enrique
Gerardi ya experimentaba dentro de la música que había dejado
de ser “clásica” para zambullirse en la búsqueda electroacústica
y junto a él lo hacían Jorge Blarduni y Eduardo Mazzadi, entre
otros. Comenzaba a visibilizarse el enorme talento como narra-
dor de Ricardo Piglia que concurría a veces a la “Modelo” pero
que alguna vez me visitó en el “Capitol”. En ese entonces escri-
bía maravillosos cuentos, secos, duros, sin lugar para las conce-
siones; Goloboff escribía una poesía popular cargada de ternura
como Imar Lamonega y Sandra Filippi, y a sólo dos cuadras del
“Capitol”, en el “Teatro Argentino”, la extraordinaria Dore Ho-
yer ya había montado su laboratorio de danza contemporánea,
con fuerte tinte expresionista, del cual surgieron figuras tan no-
tables como Iris Scacheri y Oscar Aráiz, por dar dos nombres
significativos de los muchos que surgieron de esa gran maestra;
por otra parte, los sábados merodeaban el “Capitol”, después
de la clase, los alumnos de actuación de Agustín Alezzo y todos
los días a la tarde o a la noche, los de Oscar Fessler y Francis-
co Javier de la Escuela de “Teatro de la Provincia”. Había una
una rica actividad escénica independiente que hizo conocer a los
platenses las obras de Inoesco, Miller y Gorostiza. Seguramente
en esos años, Omar Luppi ya preparaba su Quintango mientras
que los músicos que concurrían cada noche al bar, interpretaban
jazz moderno, desde el bop y el cool hasta el progresivo y el free;
las paredes del centro platense se llenaron de poesía al recibir la
pegatina, primero del grupo de “Los Elefantes” y poco tiempo
después, con los versos de otro grupo de jóvenes poetas, entre
ellos Horacio Castillo, ya con relevancia, junto a Osvaldo Balli-
na, Rafael Oteriño y Néstor Mux.
En la vereda opuesta a la nuestra y a nuestra estética, cami-
naban “los geométricos”, cuya rigurosidad que comenzaban a
aplicar con ellos mismos y con su obra, no los hizo exponer en
esos años. Por lo tanto, sólo trabajaban en sus talleres. En uno
de los capítulos hablarán Jorge Pereyra y Gonzalo Cháves, que

279
EL BLUES DE LA CALLE 51

fueron parte de ese colectivo que nosotros absurdamente sentía-


mos como rivales.
Por otra parte, dos años antes de nuestro nacimiento, Edgar-
do Vigo ya escandalizaba a los platenses con sus experiencias
ligadas al Dadá mientras que el siempre solitario Lido Iacopetti,
iniciaba un camino que todavía recorre con sus buichos esté-
ticos; en tanto un pintor notable como César López Osornio,
no tuvo participación en nuestro nacimiento grupal porque se
encontraba becado en Japón, en donde se zambulló en el Infor-
malismo al mismo tiempo que nosotros, sin conocer nuestras
experiencias. No puedo dejar de mencionar a ese gran pintor
que es “el Vasco” Alzugaray y que en ese mismo momento estaba
haciendo sus valijas junto a Hebe Redoano para radicarse en la
Patagonia. Tambien menciono a García Cabo y Graciela Loren-
zo, siempre cercanas pero manteniendo distancia del extremismo
y a una pintora de singular calidad cromática, Alicia Doufour,
que había sido alumna de Pettoruti.

‘Grupo Sí’, vida cotidiana y discusión

La exposición en el “Círculo de Periodistas” y la afirmación


de una amistad que sería entrañable a través del tiempo entre
todos los que formamos parte del Grupo Sí, aún con aquellos
que dejaron la pintura para atreverse a otros caminos, como es
mi caso, empezó a tomar nuevas formas. Ya conté que Carlos
Pacheco pintaba en 7 y 510, Ringuelet, en una vieja casaquin-
ta que había pertenecido a su abuelo. Antes de la muestra del
“Círculo”, es decir, a los pocos días de conocernos, tuvo el gesto
generoso de ofrecerme uno de sus cuartos para que trabajara
allí. También cedió el galpón, que se levantaba en los fondos del
terreno, para que pintaran Puente, Sitro y Blanco. A su vez, en un
garage de 39 entre 2 y 3 que arrendaba Ambrossini, se instala-
ron con él, Soubielle y Larralde; Gancedo contaba con suficiente
espacio para sus pinturas y esculturas en la casa en donde vivía,
que es más que un detalle, porque Omar fue siempre el más radi-
cal en sus experiencias pictóricas y escultóricas y trabajaba fun-

280
Lalo Painceira

diendo plomo, quemando con soplete superficies de un cuadro o


los troncos a los que daba vida estética con singular virulencia.
Horacio Elena, lo mismo que Ramírez, Trotta y Paternosto, pin-
taban en sus domicilios. Sirabo en la habitación que compartía
con otro puntano, Roberto Rivas, en una vieja pensión de calle
50, cercana al Bosque. Mario Stafforini vivía en lo de una tía en
una casona esquinera de 13, frente a la plaza de calle 60 y allí
pintaba, generalmente en el patio en donde encontraba espacio
suficiente para su action painting. Carlos Sánchez Vacca, para
nosotros todo un adelantado del Informalismo, pintaba en su
provincia, San Luis, y César Blanco, también egresado de la Fa-
cultad de Bellas Artes y hermano mayor de Nelson, trabajaba en
Tres Arroyos, su ciudad natal en la se había radicado. Sánchez
Vacca y César Blanco mantuvieron una relación no cotidiana
con nosotros al no vivir en La Plata y muy pocas veces fueron al
“Capitol”.
El taller que compartíamos con Pacheco, Puente y Sitro, por-
que Nelson al poco tiempo dejó de concurrir para pintar bajo la
parra de su casa, carecía de luz eléctrica como ya conté, lo que
ponía límite horario a nuestro trabajo. Pintábamos con la luz del
día desde la mañana. Llegábamos a eso de las 10hs. y nos quedá-
bamos hasta el atardecer. Entonces limpiábamos nuestros pince-
les y espátulas, también nuestras manos y después de acomodar
todo, nos llegábamos a la estación a esperar el tren eléctrico que
era de color naranja y venía desde la zona de Romero. Al llegar
a la estación de La Plata caminábamos por diagonal 80 hasta
la plaza San Martín o tomábamos un tranvía y arribábamos al
bar. Puente ya estaba porque volvía en su Siam Lambretta, en la
que siempre llevaba a uno de nosotros, generalmente a Sitro, su
amigo de toda la vida. En el “Capitol” nos instalábamos en dos
o tres mesas porque ya solían estar los que pintaban en La Plata.
Pero el bar no era sólo nuestra sede. Lo compartíamos con los
músicos de jazz y, después de la muestra del “Círculo de Perio-
distas”, con más gente que se fue acercando en racimos. Llegaba
uno y al otro día volvía con un amigo o más, y ya se establecían
como parte de ese gran colectivo que espontáneamente se fue
armando alrededor de nuestro Grupo.

281
EL BLUES DE LA CALLE 51

“El Capitol” quedaba al lado del cabaret “El Galeón Rojo”,


establecimiento que en sus orígenes había sido una confitería
bailable a la que concurrían los adolescentes de la clase media
platense. Pero por razones que desconozco, cuando lo conocí,
era un cabaret con coperas incluídas y en donde todas las noches
tocaban en vivo los músicos de jazz, nuestros amigos con los que
compartíamos el Café. Con ellos confraternizamos desde el pri-
mer día. En algunos casos porque existía un conocimiento previo
y en otros, por comunión de ideas y por la misma necesidad de
escuchar lo nuevo, de ver y de buscar una expresión que reflejara
nuestro tiempo. A la madrugada se sumaban los trasnochadores
y en sus recreos, también las coperas que trabajaban en el “Ga-
león”. Ellas tomaban un café y como excepción, lo compartían
algunas veces con los músicos y muy excepcionalmente con no-
sotros. Pero en general formaban un grupo compacto y siempre
inaccesible.
La mesa de los músicos tenía comensales permanentes, toca-
ran o no, y otros que iban de vez en cuando. Los permanentes
eran “Talero” Pellegrini, Santiago Bo, “Popy” Monzó, el “Co-
lorado” Escobar, los hermanos Mendy, Cantarella, a los que se
solían sumar Alberto Favero, entonces un adolescente prodigio,
“Pocho Lapouble”, “el Negro” Lescano, “Mingo” Martino, Jor-
ge Curubeto, el entrañable “Caco Álvarez”, “Bubby Ochoa”,
entre otros. En una extensa charla que mantuvimos, Talero Pe-
llegrini que en ese momento era baterista además de difusor del
jazz, se encargará de nombrar a todos.
Pero fue la exposición en el “Círculo de Periodistas” la que
abrió la puerta del Café a otros comensales que pasaron a com-
partir nuestras noches y a aportar en nuestros debates. Hubo
pintores que nunca formaron parte del grupo porque sus bús-
quedas plásticas estaban orientadas en otras direcciones, pero
que fueron grandes amigos nuestros, como Grippo; poetas de
otra generación anterior como Horacio Núñez West y una van-
guardia literaria que irrumpió desde las paredes del centro pla-
tense y que se llamó “Grupo de los Elefantes”, con Lida Barra-
gán, Raúl Fortín, el flaco Ávila y luego, nuestro Omar Gancedo;
a todos se agregaban estudiantes de Humanidades, como el Fla-

282
Lalo Painceira

co Rippa introductor junto a Grippo de todo el grupo de Tandil


con el talentoso Dippy Dipaola y el músico Eduardo Mazzadi,
que a su vez acercaron a Jorge Blarduni y al llamado “Grupo de
Berisso” con esos dos enormes poetas que fueron Imar Lamo-
nega, desaparecido en tiempos de la dictadura, y Sandra Filippi
que encontró en el mar el horizonte lejano a donde dirigió su
vuelo. Otros que se sumaron fueron los estudiantes de la “Es-
cuela Provincial de Teatro”, los alumnos de Alezzo, bailarinas
del “grupo de Dore Hoyer”. También bohemios empedernidos y
solitarios hasta el misterio como “Noto”, siempre de sobretodo
negro, portando un bagaje cultural nada despreciable y sobre
el que se tejían historias noveladas para responder a preguntas
simples como la de tratar de averiguar su domicilio.
También se acercaron artistas consagrados. Quizás el más
emblemático fue Javier Villafañe que en general iba solo y enfun-
dado en su clásico mameluco beige, pero a veces llegaba acom-
pañado de su mujer, Lucrecia, que era amiga de nosotros y de
nuestra edad. Hubo también otros concurrentes asiduos como
los poetas Alejandro De Isusi y Héctor Rivera y a veces, muy
pocas, hasta nuestros maestros, Cartier y Kleinert. Es posible que
alguna vez se sumara Squirru y los pintores porteños que nos
visitaban.
Pero el estallido de la calle 51, la gran movida, ocurrió recién
en junio de 1961, con la gran exposición del Grupo en el “Museo
Provincial de Bellas Artes” a la que concurrió diariamente mu-
chísimo público, fundamentalmente alumnos de Bellas Artes, Ar-
quitectura, Humanidades y militantes universitarios y políticos.
Con esa manera pueblerina de entrelazarse que tenemos los
platenses, poco a poco aparecieron por el “Capitol” y en los dos
bares aledaños que ya habían abierto, esos amigos que a su vez
son amigos de…. Y así llegaron, entre otros, Julio Godio, Mario
Goloboff, Tono Castorina, las hermanas Graciela y Susana Sau-
tel, Ana María Fernández, Chuchi Muiña, Norma Beninatti, Cris-
tina Hansen, Leticia Hualde, Jorge Ochoa, el Negro Gutiérrez,
“Copito”, el “Negro” Cabrera, el “Negro” Vega, “Lito” Barbieri
y luego, al encolumnarnos en frentes políticos algunos de los par-
ticipantes de esa movida, hicieron una aparición siempre acotada

283
EL BLUES DE LA CALLE 51

en el tiempo, Mauricio Tenembaum y “Lipo” Lipovetzky. Ha-


bría que sumar también a Susana Torre, entonces estudiante de
Arquitectura y hoy prestigiosa intelectual y profesora universi-
taria en Nueva York, todos los escritores, compañeros y amigos
anteriormente nombrados y a visitantes más circunstanciales,
como Carbajal -no recuerdo el nombre, pero había estudiado
en el “Consevatorio Nacional” con Cunil Cabanillas, también
iban “Poroto” Gil, José Luis de las Heras, Sergio Labourdette,
“Gurí” Jáuregui y el “Negro” Molina, fundadores del “Quinteto
Tiempo”. Nunca un pintor geométrico ni un académico ni un
miembro de la “Peña de las Bellas Artes”.Tampoco los política-
mente reaccionarios, los de derecha.
Esporádicamente, unas dos veces al mes, viajábamos a Bue-
nos Aires. Guardo recuerdos imborrables de nuestras caminatas
porteñas, por ejemplo del impacto que ocasionó en nosotros la
primera muestra de los informalistas de Buenos Aires en Van
Riel a la que siguió otra, a los pocos meses, en el “Museo de Arte
Moderno” a la que también concurrimos. Me acuerdo que en la
muestra de Van Riel el trabajo de Alberto Greco estaba colgado
a la derecha de la puerta de ingreso a la galería. El Pucciarelli
estaba a mitad de la pared lateral de ese lado y el de Olga Ló-
pez, en el centro de la pared de la izquierda. Los tres eran los
que más me interesaban. Hablo de cincuenta años atrás pero el
recuerdo permanece intacto porque fue un formidable cross a la
mandíbula que nos propinaron, para ser nuevamente fiel a Arlt.
Particularmente hubo otros pintores que también me atraparon
y conmovieron, como por ejemplo los de la “Galería Bonino”
de aquella época: Sarah Grilo, Miguel Ocampo, Kasuya Sakai,
Clorindo Testa y Fernández Muro. Sobre todo los cuatro prime-
ros, ya que el quinto experimentaba con la geometría. Ante sus
trabajos realmente viví una experiencia estética que me abrió a
una dimensión nueva, interior, casi metafísica, que no se puede
traducir en palabras porque las palabras nunca pueden retratar a
la imagen. Debo resaltar la calidad de la geometría lírica de Gri-
lo, su grueso empaste preferente en verdes, azules, con acentos
mínimos de algún cálido complementario; la delicadeza cromáti-
ca y el vuelo lírico de Ocampo, cualidades que mantiene intactas;

284
Lalo Painceira

el gesto suelto y hasta violento por su libertad, en las caligrafías


de empaste negro sobre fondos blancos o rojos de Sakay, y la
sutileza de los trabajos de entonces de Clorindo Testa, que eran
en blanco, grises intermedios y negro, con figuras geométricas
que se esfumaban en el fondo desdibujando sus límites, como
si la niebla hubiera puesto un velo entre la obra y el espectador.
Formidables pintores todos ellos. Hace dos años, nada más, en
una galería de la calle Arroyo de Buenos Aires, me topé con un
Grilo de aquella época y fue verlo para revivir virginalmente la
misma experiencia estética de la primera vez, así lo sentí, así me
conmocionó. Algo similar me sucedió un tiempo después ante la
obra de Miguel Ocampo justo en La Cumbre, mi paraíso inal-
canzable. Ocampo se refugió en ese Edén y levantó allí una gran
sala para mostrar trabajos suyos, especies de retrospectivas que
van cambiando temporariamente. Hoy recuerdo a ese grupo, a
su pintura y a nuestras visitas a Bonino y hasta percibo el perfu-
me de aquella sala coqueta, elegante, que presentaba los cuadros
con marcos uniformados con un fondo negro y dorado frontal.
En ese entonces Bonino quedaba en la calle Maipú, cerca de la
salida de la Galería del Este, a la vuelta del Di Tella y a sólo me-
tros del “Bar Moderno”.
Este bar era el sitio de reunión obligado de los pintores de
ese tiempo, desde una casi adolescente y espontánea Martha
Minujín hasta el serio, ya admirado y respetado Carlos Alonso.
Entre ambos extremos concurrían habitualmente pintores infor-
malistas como Greco, Pucciarelli, Kemble, Olga López, López
Anaya, Maza, el excelente figurativo Roberto Duarte, los inte-
grantes del “Grupo Espartaco” liderados por Carpani y Mollari,
que se sentaban todos en la misma mesa, geométricos como Ary
Brizzi, Mc Entire y Vidal, el muy joven Polesello, los escultores
Julián Althabe, Heredia y Papparella y fotógrafos como Roitger,
cercano al informalismo. También se sumaron al poco tiempo
los ditellianos, sobre todo los jóvenes participantes de las aven-
turas creativas de Minujín y de los espectáculos teatrales. Entre
ellos, dos platenses que eran muy jovencitos: Carola Leyton, que
estudiaba en la “Escuela de Bellas Artes” de La Plata y luego se
convirtió en la esposa de Leonardo Fabio; y “Chalo” Galina,

285
EL BLUES DE LA CALLE 51

que mutó en Marcial Berro en París, ciudad en la que se destacó


como diseñador de joyas.
Allí llegábamos nosotros en 1960 y hasta finales de 1962,
jóvenes con aires provincianos y ajenos a esos mundos. Sin em-
bargo, cada vez que viajábamos a Buenos Aires, después de visi-
tar galerías, museos y a Squirru, nos dábamos una vuelta por el
“Moderno” y nos sentábamos en una de sus mesas que a veces
compartíamos con colegas porteños conocidos y siempre nos
enriquecíamos por las charlas mantenidas con ellos, casi todos
más grandes que nosotros. A veces terminábamos comiendo en
un bodegón pequeño con grandes murales que quedaba en la
cortada Tres Sargentos entre Reconquista y San Martín, cerca de
donde se abrió con posterioridad el “Bárbaro”. Allí comíamos
guisos, albóndigas, bifes a la criolla, sopas y otras comidas que
hoy al recordarlas, me instalan en el invierno.
Recuerdo un día de semana, con poca gente en el bodegón
de Tres Sargentos, tan poca que compartimos la mesa con los
únicos clientes: los escultores Heredia y Althabe y otro pintor del
que no recuerdo su nombre, pero sí me acuerdo que trabajaba
en escenografía en el “Teatro Colón”. Tiempo después, gracias a
él, pude ver a Tamara Taumanova gratis luego de que en el “Mo-
derno” me prestaran una corbata que anudé sobre una chomba
azul que vestía. Pero me di el lujo de ver a esa maravilla rusa en
“Giselle” y cómodamente sentado en la platea baja, entre perfu-
mes y trajes carísimos.
Althabe era un escultor ligado a la geometría y a las expe-
riencias de Pevsner, Gabo y Bill. Trabajaba el metal generando
formas virtuales que intercomunicaban el espacio interior y ex-
terior. Eran formas livianas como alas y que Althabe llenaba de
poesía. Lo que no le gustaba era escuchar, porque era sumamente
racional en su enfoque sobre el arte. Era alto, muy delgado, con
una larga barba negra. Su aspecto tenía algo de profeta y provo-
caba respeto. Conversador, acostumbrado a dar clases, atrapaba
con su discurso ameno, ya que lo nutría con anécdotas y humor.
Heredia todavía no había llegado a los magníficos trabajos que
lo consagraron posteriormente. Compartimos la mesa y los vi-
nos. También una acalorada discusión. Recuerdo que al escuchar

286
Lalo Painceira

mi argumentación teórica a favor del “Informalismo”, Althabe


me cortó de plano y me dijo: “¿Ves? Vos no sos informalista. Los
informalistas no saben todo eso que vos me decís ni les importa.
Vos usás la cabeza, pendejo, te guste o no te guste. Por eso tenés
que hacer geometría, arte pensante. Hacéme caso. Tu persona-
lidad es la de un pintor concreto. No pertenecés a esa boludez
romántica”. Desde ya que no le hice caso. A medianoche salimos
todos juntos, llegamos a una Florida desierta y comenzamos a
caminar hacia plaza San Martín. Y ahora recuerdo que hacía
frío. Cuando caminábamos por la vereda se abrió la puerta del
“Florida Garden” y salieron tres parejas de edad mediana, todos
muy bien vestidos, como si hubieran concurrido al “Colón” o a
una cena en los cercanos “Círculo de Armas” o “Plaza Hotel”.
Althabe, con aspecto de rabino porque vestía un traje gris oscuro
con un sobretodo negro, camisa blanca de cuello sin planchar
y corbata negra, empezó a tararear un vals en voz muy alta y
tomando delicadamente de la mano a una de las señoras, pasó
su otro brazo por su cintura y comenzó a bailar con ella el vals,
girando en esa Florida desierta como si lo hiciera en el gran sa-
lón del “Palacio de Invierno” en la Rusia zarista. Mientras tanto,
de manera muy ceremoniosa y muy serio, le preguntó: “¿Usted
viene siempre a este baile?”, ante la risa de todos, incluyendo la
de su obligada partenaire. Finalizado el vals, la acompañó hasta
el lugar en donde permanecía su grupo de pertenencia y con una
reverencia le agradeció haberle concedido el baile.
No siempre nuestros viajes tenían finales tan brillantes. Al-
gunas veces íbamos con alguna amiga, novia o pareja, lo que
condicionaba el regreso porque había que volver más temprano
y con mayor razón, si era invierno, porque en el tren siempre se
padeció el frío.
Otro recuerdo fuerte, impactante, fue la gran exposición de
los informalistas españoles en el “Instituto Di Tella”. Era tal la
presencia y la calidad de los trabajos que nos enmudecieron. Por
fin, y gracias al denostado “Di Tella”, me topé en directo con
las obras de Tapies, estaban allí y no eran reproducciones. Me
conmovieron muchísimo, como todavía lo hacen, tanto cuan-
do visité su Museo particular en Barcelona como cuando voy

287
EL BLUES DE LA CALLE 51

al “Museo Nacional de Bellas Artes”, que posee la colección Di


Tella y están dos de aquellas grandes obras. Otro que me gol-
peó hasta el knock out, fue Antonio Saura y también el “Museo
Nacional” tiene una de sus crucifixiones, mágnífica, trágica, go-
yesca, siguiendo lo mejor de la tradición española. Tendría que
sumar los bellos grafismos automáticos de Cuixart y desde ya,
las maderas de Lucio Muñoz, otro que me pegó muy fuerte.

Agrego algunas voces teóricas que me importan. Si bien es


cierto que la opinión de Marta Traba se hizo escuchar cuando el
Grupo Sí ya no existía, en un diálogo mantenido con John King
se refirió directamente al Instituto Di Tella (El Di Tella de John
King, editado por el mismo instituto en 2007), que sí tuvo que
ver con nuestro tiempo.
Traba expresó a John King que el examen sobre el Di Tella

no se debe reducir a ver qué pasó en esos diez años


y qué cosas hicieron o dejaron de hacer, si estaban
dependientes de lo que pasaba en los EE.UU. o no;
sino que es un fenómeno argentino muy caracte-
rístico de la historia del arte, que ha sido un arte
muy dependiente, que miraba permanentemente ha-
cia los grandes centros emisores; primero Europa,
después los Estados Unidos. La dependencia del Di
Tella es una cosa muy explícita, del arte norteame-
ricano (…) Entonces empieza esa apertura a todo, a
jurados extranjeros, movimientos que corresponden
a otros grupos humanos, por ejemplo, la introduc-
ción al pop art, de los espectáculos, de los ‘happe-
nings’, sin rehacerlos de acuerdo con una intención
nacional, sino simplemente trasladándolos. A mí me
parece una equivocación fundamental contra la que
he luchado siempre en mi trabajo crítico: el traslado
de modelos, una forma sumisa y pasiva de aceptar
la dependencia cultural.

288
Lalo Painceira

Ahora sí paso a reproducir textos que nos llegaron a tiempo


en 1960:
Como si se tratara de una respuesta parisina a la desaforada
voz de Tomás Maldonado, una década antes, Michel Ragón (El
arte abstracto. Editorial Víctor Lerú, 1959) hablaba entonces
del “nuevo academismo abstracto”, refiriéndose a la geometría,
que según él se superó gracias a los aportes de la “Escuela del
Pacífico” (EE.UU.) y los grupos “Cobra”, los artistas nórdicos,
el “Tachismo”, el “Arte Bruto” y en general, todo el “Informa-
lismo”. Cita a Frédeéric Nietzsche: “El arte no tiene necesidad
de certeza. No tiene por qué preocuparse de saber adónde va.
Va hacia su objetivo, por sí mismo y sencillamente, porque algo
propio lo impulsa a desplegarse”. Y agrega:

me gusta que una pintura llegue al extremo de no


ser ya una pintura” (Dubuffet). Me parece que el
arte del porvenir superará a las corrientes que,
entre las dos guerras habían enriquecido la pintu-
ra: la abstracción, el superrealismo y el expresio-
nismo figurativo. Cada uno de estos había llegado
a su esclerosis. La abstracción pura sólo podía
servir para las artes aplicadas; el superrealismo
ortodoxo cayó en manos de costureros, vidrieris-
tas y publicistas; el expresionismo se academizó
con Lorjou y Bernard Buffet. No se puede menos
que aplaudir la iniciativa de Tapié y su deseo de
abrir en el arte actual el camino de una nueva
aventura. Sus teorías llegaban posiblemente con
oportunidad, justo en el momento en que el arte
abstracto (la geometría) se anquilosaba, sufría su
esclerosis junto con su academia, su salón oficial,
sus galerías, su revista, sus funcionarios. Antaño
se necesitaba una generación para que una Escue-
la nueva se academizara. En el siglo del avión a
chorro, bastan cinco años”.

289
EL BLUES DE LA CALLE 51

Michel Tapié: “es a través de la obra de de Dubuffet que me


fue posible advertir un arte diferente contra las impotencias del
academismo abstracto y a favor de obras donde ‘la expresión sólo
ordena. El arte debe ser hoy estupefaciente. Reclamo a los pinto-
res lo excepcional, el paroxismo, la magia. El éxtasis total’”.
Desde ya, nosotros compartimos el contenido de estos textos,
de este fundamento idealista del arte. Era nuestro catecismo, el
que nos brindaba argumentos para rebatir a los antagonistas de
entonces. Argumentos que venían de profetas reconocidos por
sus aportes a la estética de fines de los ’50 y comienzos de los ’60.

“A la ciudad hacía le hacía falta el ‘Grupo Sí’”

La Plata, en los meses de plena actividad, es decir, de marzo a


diciembre, mantenía las agitadas características de una Capital de
provincia convertida en ciudad universitaria. En verano, meses de
receso, era casi un pueblo pequeño, de siestas obligadas y atardece-
res que se estiraban hasta el aburrimiento. Mermaba la presencia
juvenil en sus calles al ausentarse los estudiantes del interior y del
exterior y sin torneos de fútbol, las mesas de los bares de barrio se
quedaban sin tema de charla, más allá del clima o los cimbronazos
políticos que provocaban las continuas asonadas militares.
Sin embargo, en el “Capitol” continuaron nuestros encuentros
porque vivíamos a nuestra manera. En ese tiempo se estiró la vere-
da de mesas sobre 51 con los dos nuevos bares aledaños y en esos
largos atardeceres, en donde cuesta descubrir el comienzo de la no-
che, la larga sucesión de mesas ocupadas por jóvenes discutidores,
nos permitió ampliar el círculo a otros grupos y enriquecernos con
el diálogo al surgir otros temas y, por lo tanto, nuevas y obligadas
lecturas.
En esos anocheceres desganados de verano, ya en el flamante
1961, comenzamos a pergeñar nuevos proyectos. Porque el Grupo
Sí, después de la polémica exposición de noviembre, tenía nuevos
integrantes, la mayoría hijos estéticos de Cartier y por lo tanto,
también autodidactas. Al finalizar febrero ya contábamos con nue-
vas propuestas para el grupo. El 23 de junio nos aguardaba una

290
Lalo Painceira

muestra muy grande, que fue la realizada en el “Museo Provincial


de Bellas Artes” y el 15 de diciembre, la exposición más importante
para nosotros, en el “Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires
porque significaba nuestra presentación oficial en la patria porteña
que siempre hace sentir extranjeros a los provincianos. En el me-
dio, el 21 de noviembre, una exposición en Lima, Perú, enviados
por el “Ministerio de Relaciones Exteriores” como representantes
de la Argentina.
Los compromisos nos obligaron a trabajar fuertemente en
obras que, además, eran de gran tamaño, porque así lo preferíamos
por considerarlas más acordes con el planteo estético informalis-
ta. Y nos volcamos a pintar porque Squirru nos visitaría para ver
nuestros trabajos, lo que concretó tiempo antes de la exposición de
junio. Él era duro en sus críticas pero lo que descartaba, directa-
mente lo apartaba y ni siquiera daba su juicio.
Al comienzo del invierno ya teníamos toda la agenda armada y
sus contenidos.
A dos días de iniciado el invierno de 1961, inauguramos la ex-
posición en el “Museo Provincial de Bellas Artes” de La Plata en
donde expusieron, siguiendo el riguroso orden alfabético, César
Ambrossini (dos pinturas y dos trabajos en chapa); César Blan-
co (cuatro pinturas); Nelson Blanco (una gran obra horizontal);
Horacio Elena (una pintura); Omar Gancedo (dos pinturas y una
escultura); Saúl Larralde (tres pinturas); Carlos Pacheco (cuatro
pinturas); yo, Lalo Painceira (tres pinturas); César Paternosto (cua-
tro obras); Alejandro Puente (tres); Horacio Ramírez (tres); Carlos
Sánchez Vacca (cuatro collages); Dalmiro Sirabo (dos pinturas);
Antonio Sitro (tres); Hugo Soubielle (dos); Roberto Rivas (dos);
Antonio Trotta (cuatro) y como artista invitado, Edgardo Vigo
que exhibió una de sus máquinas inútiles, la Nº0’03. La mayoría
de las obras carecían de título y figuraban sólo como “Pintura” o
“Chapa” o “Collage” o “Materia” pero hubo excepciones. Nelson
tituló su gran obra “Nacimiento de un genio”; Gancedo, “Llagas
en llamas”, “Huipzilopotei” y “Tótem Nº1”; Pacheco los llamó
“Escoria” y las enumeró del 1 al 4; en mi caso elegí un “Homenaje
a Han Shan” y a las otras dos las denominé con la letra G y les
agregué los números 3 y 4; Ramírez tituló una sola de sus pinturas,

291
EL BLUES DE LA CALLE 51

“El espejo de las dimensiones” y Sirabo también sólo una, con el


curioso nombre de “Etruria la duplex”, seguramente inspirado en
el taller en donde entonces trabajaba en ese momento que era un
local con entrepiso.
El Catálogo fue modesto, como correspondió siempre en los
organismos culturales bonaerenses y el municipal platense a los
artistas locales. Los porteños que se aventuran a exponer en nues-
tra ciudad siempre tuvieron y tienen mejor suerte. El Catálogo se
imprimió en un papel rústico y de espesor importante doblado en
dos. En su página izquierda colocamos un texto de Juan Eduar-
do Cirlot perteneciente a Ideología del Informalismo, que ya fue
reproducido parcialmente con anterioridad, pero que vale la pena
reiterar como definición de nuestra estética:

“Con referencia al arte de este período se ha podi-


do decir: el mundo que existe es el de la materia en
movimiento, tempestades pasionales o magnética’,
las modalidades más dinámicas y hervorosas, la
obsesión por lo inventivo, que también caracteriza
ka creación actual, puede proceder de otra faceta
del mundo contemporáneo”.
“El Informalismo, al rechazar el ilusionismo de la
pintura tradicional y al orientar la actividad crea-
dora hacia una profunda enfrentación con la mate-
ria, lo hace con una fe, un
interés apasionado por ella y por todos los elemen-
tos que se consideran necesarios; y plantea de nue-
vo las relaciones del hombre con el cosmos”.
“El grueso empaste, el gesto petrificado en la ma-
teria, bien a chorro o por grattage, el signo, la ten-
sión de lo natural a lo tectónico y a cierta configu-
ración simbólica, atrayente por lo
nuevo y desconocida, son factores dominantes de
esta tendencia, que se revela ante todo como una
transformación en la técnica creadora, suprimien-
do los últimos residuos del ilusionismo pictórico”.

292
Lalo Painceira

Reitero que fue a partir de esta exposición que la movida de


calle 51 alcanzó la plenitud que mantendría al menos por dos
años más. Los tres bares estaban siempre llenos de jóvenes a
partir del atardecer.
No nos extrañó entonces que la exposición, desde la mis-
ma inauguración, contara con una gran cantidad de público y
sobre todo, de jóvenes. Ahora éramos locales. Y ese fenómeno
ocurrió todos los días. Porque allí estuvimos siempre nosotros
para explicar, para dar razón de nuestra expresión pictórica y
también, de nuestra ubicación frente al mundo. Nos turnába-
mos, desde ya, porque no faltábamos a nuestras mesas del “Ca-
pitol”. Al existir ese caldo de cultivo, más propicio que el que
nos acompañaba el año anterior, los diarios platenses, “El Día”
y “El Argentino” le brindaron una cobertura importante desde
el mismo anuncio de la inauguración de la muestra. Además,
sumaron por primera vez el aporte crítico que no se limitó esta
vez a la prensa local, sino que abarcó también a la prestigiosa
“Criterio”, con una larga nota firmada nada menos que por
Romualdo Brughetti, que fue por demás generosa.
A continuación transcribiré fragmentos de una muy extensa
nota crítica aparecida a los dos días en El diario “El Día”, segu-
ramente de Amílcar Ganuza. La falta de precisión en la data de
la autoría se debe a que yo la recuperé gracias a Carlos Pacheco
y ambos sólo contábamos con fotocopias que carecían de esa
especificación pero puede consultarse en el archivo de “El Día”
en la edición del 25 de junio de 1961. Para Pacheco pertenecía
a Ganuza y si Carlos lo decía, era así.
Después de criticar a las autoridades provinciales por la pre-
cariedad del Catálogo y por la falta de un micrófono para la
charla de presentación a cargo de Jorge López Anaya, comenzó
a referirse a la exposición:

Pasemos al análisis del Grupo Sí. Lo haremos en


el todo, luego iremos particularizando. Había
una necesidad de existencia de algo compacto,
de algún centro que escapara de las tradiciona-

293
EL BLUES DE LA CALLE 51

les tejedurías de cosas chabacanas. Esas insti-


tuciones artísticas tradicionales que presentan
el panorama de apetitos desmedidos y de con-
secuciones personales deben ser destruídas con
las armas que sustenta como oro más preciado
este GRUPO: honestidad y respeto. Análisis se-
rio y resultados no fáciles. Caminos difíciles y
no trillados. Búsquedas rompedoras y no cau-
ces clásicos. Este todo se une perfectamente y da
como final una exposición de los elementos que
es sello de eso ‘químicamente puro’ que todavía
están investidos…”

El medio ambiente platense respondió. A la ju-


ventud le hace falta ese calor necesario. Además,
a la ciudad le hacía falta el Grupo Sí. Y si obser-
vamos bien la exposición es fácil ver que ya em-
piezan a sentirse alejamientos del informalismo
en algunos, el cambio fundamental en otros, la
necesidad de individualizarse y, ¿por qué no? La
de tener fe suficiente como para capitalizar alre-
dedor suyo un nuevo movimiento. Sangre sana y
pura, sangre necesaria para toda renovación. Ve-
mos así un panorama halagüeño para la plástica
platense que trascenderá por méritos propios ba-
sados en valores reales.”

La crítica continúa con una descripción individual, pintor


por pintor, de los trabajos realizados, crítica ponderativa por
cierto, y finaliza afirmando que la exposición debe ser para el
Grupo “un calmante grande para una gran excitación. Exci-
tación perfectamente justificable en ellos puesto que, desde lo
colectivo, tiene un sello de calidad sincero”.
El domingo 25 de junio el diario de Buenos Aires, “La Na-
ción”, también informó sobre el acto inaugural de la muestra
en la que habló Jorge López Anaya.

294
Lalo Painceira

El martes 27, los dos diarios de La Plata dieron cobertura


importante a la presencia en la exposición de Rafael Squirru, y
transcribieron el comunicado del “Museo”:

acompañado por Catherine Ward, hija del em-


bajador británico en nuestro país y del profesor
Héctor Cartier, de la Escuela Superior de Bellas
Artes de la Universidad local, el doctor Rafael
Squirru, director del Museo de Arte Moderno
de Buenos Aires visitó la muestra de pinturas del
Grupo Sí. En esta oportunidad el doctor Squi-
rru procedió a adquirir -con destino al Museo
de Arte Moderno de la ciudad de Buenos Aires-
varios trabajos del Movimiento Sí, de acuerdo
al detalle que sigue: ‘Homenaje a Han Shan’ de
Eduardo Painceira; ‘Pintura Nº2’ de Horacio
Ramírez; ‘Pintura’ de César Paternosto; ‘Escoria
Nº1’ de Carlos Pacheco; ‘Pintura’ de Dalmiro Si-
rabo; ‘Pintura’ de Horacio Elena; ‘Nacimiento de
un genio’ de Nelson Blanco; ‘Pintura’ de Alejan-
dro Puente; ‘Huipzilopotei’ de Omar Gancedo;
‘Pintura’ de César Ambrosini y ‘Pintura’ de Ma-
rio Stafforini. Por su parte, Miss Ward, adquirió
la obra ‘Pintura’ de Carlos Sánchez Vacca. Tras
formular apreciaciones acerca de la aportación
nueva y moderna que en el informalismo ofrece
el movimiento Sí, se mostró complacido con los
ámbitos expositores de la sala…”.

La exposición prosiguió con una concurrencia diaria de pú-


blico inusual para La Plata. Nosotros fuimos todas las tardes a
la amplia sala del “Museo” que era recorrida por grupos, prefe-
rentemente juveniles, lo que nos obligó a multiplicarnos para ex-
plicar nuestra fe dando razones como catequistas de una religión
nueva. A los que mostraban mayor interés los invitábamos al

295
EL BLUES DE LA CALLE 51

“Capitol” y allí charlábamos entre todos. Así también se incre-


mentó notoriamente la cantidad de gente en los bares de 51.
Uno de los concurrentes que nos escuchó en silencio, igno-
rando nosotros de quién se trataba. Fue el reconocido crítico y
profesor universitario Romualdo Brughetti que publicó, el 13 de
julio de 1961, una muy extensa nota en la revista “Criterio”, ex-
presión en ese tiempo del catolicismo más actualizado y abierto.
Y nos sorprendió. Fue Squirru el que nos dio la voz de alerta
y salimos en grupo a comprar la revista, no recuerdo ahora en
qué librería de la ciudad. Y fue una crítica importante. Brughetti
sabía de lo que hablaba y lo expresaba en un lenguaje académi-
co, pero con sus licencias poéticas. A continuación transcribiré
fragmentos de su crítica, con algunos conceptos teóricos que la
enriquecen.

“Un grupo de artistas nuevos: ‘Sí’”

“En esta página he expresado un juicio, mi propio


juicio crítico, acerca de los movimientos artísticos
actuales en la plástica. Abstracción, Informalis-
mo, Arte Otro, son distintas denominaciones que
apasionan a los artistas de estos días. ¿Hay poco
o mucho de afirmativo en tales movimientos? Lo
evidente, y deseo recalcarlo una vez más, es la le-
gitimidad que acompaña a dichas búsquedas. Se
busca nada menos que revelar ‘la faz desconocida
de la tierra’, según la feliz expresión de Edourad Ja-
guer, entendida esta aptitud como contemplación
y acción simultánea a través de una experiencia
profunda, imaginativa y lírica. ‘Cambiar la vida’,
fue el grito del alma de Rimbaud, en momentos
en que los impresionistas estaban lanzados hacia
el gran cambio de visión, seguidos por escuelas y
tendencias que han llegado hoy a la supresión de
la realidad aparencial. La realidad aparencial ha
dejado paso a una realidad más íntima y profun-

296
Lalo Painceira

da, y el tiempo quiere unirse con el espacio para


una renovación sustancial no sólo de las formas
del arte sino de la existencia toda. Creo que esta-
mos en presencia de un fenómeno importantísimo,
pues hemos superado ya los años de las meras ex-
plosiones anárquicas y formalistas, para penetrar
en el espíritu creador con absoluta libertad en bus-
ca de la más vibrante espiritualidad. Estamos en
presencia del espíritu con su mundo de sueños y
realizaciones potenciales.”

“Estas ideas han ido ordenándose en mí a medi-


da que visitaba la reciente exposición del Grupo Sí
de La Plata en la sala del Departamento de Artes
Plásticas de esa ciudad, y también no menos en el
estado en que escuchaba el modo de pensar de sus
integrantes, algunos preocupados por la lectura de
textos orientales o de interpretaciones del budis-
mo Zen, de la filosofía, de la literatura y la poe-
sía chinas en donde el espíritu impera por sobre
la materia, en esa necesidad de fundirse en el gran
Tao. Piensan integrantes cultos de ese grupo juvenil
-ninguno ha alcanzado los treinta años- que el arte
es un acto de fe, de pasión y de amor, y la obra es el
diálogo que nace de la unidad de esas energías del
alma en su comunicación técnica y su realización
estética. Y en verdad el hecho de que la imagen
preceda a la forma, viene cabalmente a colmar las
expresiones más logradas de esa muestra”.

“Quiero destacar especialmente los trabajos de


Omar Gancedo, Eduardo Painceira, Carlos Pache-
co, César Ambrossini, Mario Stafforini, Horacio
Elena y Nelson Blanco. En ellos la pintura es me-
nos un hecho meramente experimental y más una
indagación viviente en el espíritu del arte y en su
mensaje de los nuevos tiempos. Porque evidente-

297
EL BLUES DE LA CALLE 51

mente, importa el uso de los materiales, pero mu-


cho más el logro en la creación de esos materiales
transfigurados en la expresión o gozo artístico. Es-
tán comenzando a decir cuánto sienten o desean
expresar en su sentir emocional y culto, y aunque
aquí y allá por demás aparejea el andamio o la
trama, veo a estos pintores en una actitud decidida
y clara y les doy mi simpatía y mi apoyo”.

“El núcleo Sí está integrado también por César


Blanco, Saúl Larralde, César Paternosto, Horacio
Ramírez, Sánchez Vacca, Dalmiro Sirabo, Sitro,
Soubielle, Rivas y Antonio Trotta. La pintura de
La Plata se renueva por conducto de aquéllos y
estos jóvenes. (…) Una ciudad de artistas ilustres
-desde ese fundador que se llamó Faustino Brug-
hetti a Emilio Pettoruti, desde Francisco Vecchioli
a Mateo y tantos otros, hasta estos nuevos valo-
res, en los que parece renacer la pintura-, en ubica
en la avanzada por la cual el arte es creación del
anhelo del hombre de dialogar con su existencia
superior y ‘con el cosmos’, libre de ataduras con-
vencionales, sin más instrumento válido que su he-
rramienta espiritual. Ojalá así sea. No cabría así la
angustia suicida, el dolor y la derrota, sino el vivir
una existencia por el sueño hecho realidad de los
creadores. Y las posibilidades humanas suplanta-
rían toda imposibilidad radical frente al mundo.
¿Estamos soñamdo? El artista siempre se alimenta
de sustancia inasible, razón de ser de su vida. RO-
MUALDO BRUGHETTI”.

La publicación de la crítica nos tomó totalmente por sorpresa


pero sirvió para acrecentar nuestro entusiasmo y además, por
haber sumado importantes adhesiones de intelectuales y poetas
que se acercaron a la muestra, entre ellos el filósofo Emilio Estiú,

298
Lalo Painceira

generoso maestro que lidió con nosotros al impartirnos leccio-


nes sobre existencialismo; también se acercó Saúl Yurkievich, un
abanderado de la vanguardia poética platense que ayudó a la
apertura de nuestras mentes. Saúl se trasladó a París a los pocos
años y fue uno de los grandes amigos de Julio Cortázar, quien
antes de morir lo nombró albacea de su obra. Es en este marco
que se sumó el “Grupo de los Elefantes”, que conocíamos a tra-
vés de la pegatina de sus poemas en los muros céntricos de La
Plata y que fueron al “Capitol” para invitarnos a una lectura de
sus poemas. Concurrieron en representación del colectivo, Raúl
Fortín, que luego en los ’70 se transformó en uno de los grandes
ilustradores de la Argentina a través de la Revista “Humor” y
de “Humi”, y Lida Barragán, su novia de entonces y a punto de
casarse.
Ellos nos invitaron a una lectura de poemas que se llevó a
cabo en la librería de calle 51 entre 11 y 12 que hoy pertenece
a la Iglesia Católica pero que en ese momento, era un local de
libros de avanzada. Concurrimos con Nelson Blanco, Gancedo,
Elena, Sirabo y puede ser que nos acompañaran Puente y Sitro.
Leyeron poemas Barragán y Fortín y también Roberto Ávila,
un gigante con voz de bajo que pese a su apellido español, tenía
aspecto de mujik. Los poemas tenían contenidos fuertes para ese
tiempo. Sonaban beat.
“Ahora estoy aquí./ Y un día lloraremos la lluvia que no en-
sucia…”, leía con voz leve su poema dedicado al hongo atómi-
co Lida Barragán; Fortín, con voz seca y entrecortada, gatilló:
“Hace tiempo/en mi casa/ guardo un feto…”. A los pocos, días
Raúl y Lida nos invitaron a la fiesta de su casamiento que se
realizó en la casa familiar de ella, en el barrio El Mondongo. Era
una vivienda a la italiana, de las de antes, con patio y parra en
la parte trasera en donde nos quedamos hasta la madrugada, be-
biendo y algunos bailando, como sucede en toda boda. Al poco
tiempo, Omar Gancedo se integró al “Grupo de los Elefantes”.
De manera innegable la exposición en el “Museo Provincial”
nos visibilizó para los platenses. Nos hizo cosechar nuevos ami-
gos que enriquecieron nuestra vida y la enriquecen aún hoy y
también enemigos que nos obligaron a leer y a estudiar para

299
EL BLUES DE LA CALLE 51

refutarlos. Los primeros que se sumaron a la movida de calle 51


fueron “Los Elefantes”, pero luego llegaron en catarata los ya
nombrados del grupo Tandil con Di Paola a la cabeza, arrastran-
do platenses de valía como Blarduni y otra presencia fundamental
para muchos de nosotros, como lo dije, que fue Grippo. Con Víctor
accedimos a Goloboff (Golo), Castorina (Tono), Godio y muchos
más que iban de vez en cuando a los bares de 51, preferentemente
a la cervecería aledaña, el “Tirol Chopp”, que además vendía de-
liciosos sándwiches alemanes. También allí, a veces, se lo podía ver
a Piglia y a otros que con el tiempo se convertirían en reconocidos
escritores e intelectuales. Por eso, nuestra muestra en el “Museo”
fue la que transformó a 51 en algo digno de merecer al menos,
este modesto blues. El reinado duró 1961, 1962 y un par de años
más de lo que no puedo dar fe porque yo me alejé siguiendo otros
rumbos, viviendo en otras ciudades y frecuentando otros lugares.

Es reservado y silencioso.Pero no calmo. Tiene el aspecto de


estar dominado por una tensión, esa que se le escapa en el ges-
to veloz de la espátula o la pinceleta para apelar a una caligrafía
expresionista, violenta, que le permitiera tutearse con la belleza.
Porque sus obras eran fuertes, pero muy bellas. Yo siempre lo llamé
por su apellido: Ambrossini, pero no por su aspecto serio. Porque
es dueño de un excelente humor y era rápido para lanzar su risa
ante cualquier ocurrencia de Poroto o Nelson o de una imitación
de Soubielle. Quizás el César se lo haya reservado para Pernosto,
más serio y más formal en aquella época.
En este siglo XXI estoy almorzando con Ambrossini para re-
pasar el tiempo del Grupo Sí y del “Capitol”, al que iba por las
tardes porque pertenecía al equipo de los casados y de los más
grandes, porque nació el 16 de febrero de 1932. Ahora comparti-
mos una mesa que poco tiene que ver con aquellas del “Capitol”,
lo único que permanece exactamente igual es el afecto y, en mi
caso, la admiración hacia su obra. Y Ambrossini habla, se suelta
en sus recuerdos, vuelve a reírse de algunas anécdotas y retorna a
la seriedad y al ceño fruncido como si dudara antes de mover sus
piezas en una partida de su amado ajedrez. Cuando vuelve al hoy,

300
Lalo Painceira

elude precisiones sobre esa obra nueva que elabora casi en secreto
y guarda, porque todavía la considera experimental.
Narra sus recuerdos cronológicamente partiendo de su puber-
tad y adolescencia en El Dique, en donde conoció a Alejandro
Puente que le generó la inquietud por la pintura. Con esa com-
puerta abierta buscó el lugar que le permitiera volcar esa necesidad
nueva que lo encendía y se le agolpaba en el pecho. Así llegó al
“Bachillerato de Bellas Artes” en donde se inscribió en Dibujo Téc-
nico pero luego se pasó al turno mañana para ingresar a las aulas
de la vieja Escuela y escuchar clases de Aragón y de Díaz Larroque,
discípulo por excelencia de Pettoruti. Con Alejandro y Poroto co-
noció a Cartier y “me cambió la vida”.
Comenzó a trabajar de letrista y le fue bien, manteniendo un
trabajo administrativo oficial que le aportaba un sueldo seguro y le
ocupaba la mañana.
Pero con Cartier cambió mi vida y abrí el taller en el garage
de una casona vieja de techos altos de la calle 39, que dividí para
construír un entrepiso. Ya estaba decidido a pintar. Pero entré en
la Justicia Federal de empleado y me ocupaba la mañana. Yo era
amigo de Chalo Larralde y Hugo Soubielle…Chalo era un tipo
que te abría la cabeza. Hugo fue siempre más receptor y después
comunicaba. Por eso fue el discípulo de Cartier que mejor lo tra-
ducía. Los tres pintábamos en 39 y allí iba Cartier a veces a tomar
mate después de la clase”. “Yo siempre me revelo ante las cosas
que para mí están mal y el arte siempre me salvó. Yo creo profun-
damente en el arte. Eso es lo importante porque todos estamos
hechos de buenas y de malas, y el arte que permite una expresión
tan libre, siempre te salva. Te pone de pie, te levanta”.
“Hice tres viajes a Europa que me enriquecieron muchísimo
como observador y también me dieron la idea de lo irrespetuoso
que fue uno. ‘El Guernica’ fue un cimbronazo. Allí estaba el genio.
Picasso comunicaba lo que el ser humano necesitaba para que el
hombre viva”. Pero eso vino después. Ahora su mirada hacia el
Grupo Sí le permite ser agradecido con aquel colectivo de los ’60.
Ambrossini piensa el Grupo Sí lo integró a la sociedad y lo hizo
responsable. “Hugo me enseñó mucho y aunque no lo pareciera, él
también era un rebelde”.

301
EL BLUES DE LA CALLE 51

“¿A que no sabés a quién conocía antes de que se formara el


grupo? A Nelson. Lo conocí en Estudiantes en donde hacíamos
Grandes Aparatos, porque a mí siempre me interesó el deporte.
Y era bueno Nelson en eso. Por eso, cuando me integré al “Ca-
pitol”, ya era amigo de varios. También mantengo un reconoci-
miento a las clases que nos dio Emilio Estiú y desde ya, a Cartier,
nuestro maestro”.
“Pienso que el Grupo Sí fue un aporte porque lo hicimos con
concepto de grupo, no de sumar individualidades. Estábamos en
lo mismo todos y defendíamos lo mismo. Por eso aún hoy se lo
recuerda y mantiene vigencia. Porque en el Grupo hubo respeto,
compromiso integral, porque se plasmaba el corazón, no sólo la
razón. Y creamos una amistad fuerte, por eso el dolor posterior
que nos ocasionaron las pérdidas, por eso sentimos los vacíos
que nos dejaron los que ya no están entre nosotros. Eso se en-
tiende porque realmente constituimos un grupo, una unidad en
la diversidad de expresión, respetando la elección de cada uno”.

Como se ha visto por los recuerdos y las entrevistas que inte-


rrumpen el relato, este blues de la calle 51 se fue componiendo
entre todos, es una expresión coral en donde cada uno tiene su
solo. Son las mismas interrupciones que sufrían las charlas, los
debates que se daban en los atardeceres y noches no sólo del
“Capitol”, sino también de sus vecinos, el “Adriático” y el “Tirol
Chopp”. Sobre todo en sus momentos de ebullición. En junio se
disimulaba por la lógica ausencia de mesas sobre la vereda y los
locales, quizás por la cantidad de gente, tenían los vidrios empa-
ñados e impedía ver los interiores. Pero era un continuo entrar y
salir de jóvenes en los tres bares alineados, muchas veces de un
café para entrar al otro. El resto del día estábamos en nuestros
talleres.
Nuestra ideologización fue paulatina. Por lo tanto, poco a
poco fue tiñendo nuestros debates. Al comienzo éramos virgi-
nales y anárquicos. Pero poco a poco fuimos madurando e in-
sertándonos en la realidad a la que ingresamos por la puerta
izquierda. Eso nos alejó del orientalismo. No obstante, se hizo

302
Lalo Painceira

visible a fines de 1961. En cambio, cuando comenzó el año, nues-


tro único objetivo como Grupo estaba puesto en las tres mues-
tras que se nos venían encima: la del “Museo Provincial”, la de
Lima y la del MAMBA. Para la exposición en Perú teníamos que
hacer una obra especial ya que concurríamos con una pintura
cada uno que no podía exceder el metro por lado. Yo pinté sobre
un bastidor cuadrado de uno por uno, como la mayoría.
En páginas anteriores relaté que sólo podíamos viajar dos y
que viajamos Puente y yo, elegidos por el voto del grupo. Parti-
mos el 18 de noviembre en un Hércules, avión militar que habían
habilitado para pasajeros. Viajamos sentados como los paracai-
distas de una película de guerra, en el largo asiento metálico ten-
dido sobre el fuselaje del avión. Era noviembre y con Alejandro
vestíamos ropa liviana de estación. Pero el avión no estaba pre-
surizado. El frío, cuando debió ascender a los siete mil metros de
altura para sortear la Cordillera, fue congelante. Además todos
nos tuvimos que calzar la máscara de oxígeno y cada tanto pa-
saba el que oficiaba de comisario de abordo, para evitar que nos
durmiéramos. Después de una escala técnica en el norte de Chile,
llegamos y nos alojamos en la Ciudad Universitaria de Lima. La
muestra fue curada por Juan Manuel Ugarte Eléspuru, director
de la “Escuela Nacional de Bellas Artes” del Perú, y se inauguró
el 21 de noviembre a las 7hs. de la tarde en las salas del Jirón
Ancash 681 de Lima. El Catálogo contiene en tapa la fotografía
grupal comentada al comienzo de esta larga crónica.
La noticia apareció en los diarios platenses el 21 de noviem-
bre pero contiene un error. Tomaron como fecha de inauguración
la del día de nuestra partida. Se anunció que participaríamos de
una mesa redonda y debate. El texto de ambos diarios es similar,
sólo que “El Argentino” sumó el nombre de todos los exposi-
tores. Mientras tanto “El Día” del martes 21 de noviembre de
1961 informa bajo el título de “Artistas argentinos exponen en
Perú”, que:

Han partido para Perú los pintores platenses Ale-


jandro Puente y Eduardo Painceira, representantes

303
EL BLUES DE LA CALLE 51

del Grupo Informalista Sí de esta Capital. En la


ciudad de Lima realizan una exposición en el Mu-
seo de Bellas Artes que cuenta con el auspicio de la
Escuela de Bellas Artes del Perú y de la Oficina de
Relaciones Culturales del ministerio de Relacio-
nes Exteriores de nuestro país. Puente y Painceira
intervendrán en mesas redondas y debates sobre
temas pictóricos de vanguardia. La exposición fue
inaugurada el 18 de este mes.

En realidad, las mesas redondas y debates se trasladaron a


las mesas del bar que frecuentaban los pintores más reconocidos
de Lima. Se reunían todos los atardeceres después de trabajar
en los talleres o de dar clases. Allí debatimos y vaya que lo hici-
mos. Si bien todos eran abstractos, a diferencia de nosotros, sus
raíces se nutrían de la propia tierra. Nosotros pertenecíamos to-
davía a esa Argentina obediente de la que habla Traba. Además
del encuentro y del debate diario, estos pintores fueron nues-
tros guías y nos hicieron conocer todos los rincones de Lima,
desde el prostibulario, el barrio chino con sus casas de comida,
hasta las ruinas de Pachacamac, cercanas a la capital peruana.
Con ellos también visitamos el “Museo de la Magdalena” con
un antropólogo que nos sirvió especialmente de guía y que abrió
los depósitos “prohibidos”, como el graciosamente llamado de
los “huacos pornográficos” que hicieron exclamar al embajador
francés -según nos contó el guía-, “Pensar que nos creíamos in-
ventores de todo”. Más allá de lo anecdótico, su colección de
tejidos y huacos precolombinos nos admiró y nos sacudió hasta
dejarnos mudos. Pienso que ese estremecimiento sumado al diá-
logo con los pintores y, en mi caso, el mantenido con una poeta
limeña que era compañera de un joven pintor que se encontraba
en París, en una noche de vino y sándwiches de aceitunas porque
en su casa no había otra cosa para comer, dejaron su semilla en
nosotros. Estética en Alejandro y más política en mí caso.
Retornamos a fines de noviembre y el viaje se transformó a
los pocos días sólo en memoria, anécdotas, bromas, pero también

304
Lalo Painceira

en información sobre ese abanico estético que para nosotros era


desconocido y que sólo Gancedo manejaba: la cultura precolom-
bina y su presencia viva en la América de comienzos de los ‘60
y particularmente, en ese Perú encendido que habíamos visitado.
Luis de la Puente Uceda ya realizaba sus primeras experiencias de
reforma agraria en poblados de montaña y había fundado el MIR,
que poco después sería la base de un enclave guerrillero. Javier
Heraud, muerto en esa gesta, ya era un poeta comprometido con
su realidad y pese a su juventud, leído y respetado. Había publica-
do El río (1960) y El Viaje en ese 1961. Tampoco pueden pasarse
por alto las experiencias con el campesinado de Hugo Blanco, del
Partido Obrero Revolucionario Trotskista, que había estudiado
en los ‘50 en la Facultad de Ingeniería de La Plata. De todo esto y
no de estética, hablamos aquella noche de vinos y sándwiches de
aceitunas con la poeta, lo que trasladé a las mesas del “Capitol”.
Pero nos urgía trabajar en nuestros talleres. El viaje se trans-
formó rápidamente en pasado. Terminaba noviembre y a los po-
cos días inaugurábamos la exposición del “Museo de Arte Mo-
derno” de Buenos Aires.

Mamba: Última gran muestra como “Grupo Sí”

La última gran muestra del Grupo Sí, con todos sus integran-
tes, se realizó a comienzos de diciembre de 1961. La última se
iba a llevar a cabo en julio del siguiente año, 1962, en un local
comercial aunque fue una muestra de formato pequeño en la que
hubo ausencias y agregados. Por eso los integrantes del Grupo
tomamos, como la última muestra del total del colectivo, la rea-
lizada en el “Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires con tres
trabajos de gran formato cada uno, y que ocupó los dos pisos del
museo. Fuimos con todo y al menos Squirru, quedó satisfecho.
La crítica también fue positiva para el Grupo Sí.
Las fotografías para el Catálogo ya habían sido tomadas por
Julio Mitozky en junio, cuando realizamos la exposición en el
“Museo Provincial”, por eso estamos todos vestidos con ropa de
invierno que no correspondía al caluroso diciembre de la muestra

305
EL BLUES DE LA CALLE 51

del MAMBA. En el “Museo Provincial” se tomaron las fotogra-


fías individuales y también la colectiva que ilustró el catálogo de
la exposición del Perú y que debimos remitir con bastante ante-
lación. Mitozky nos hizo posar uno a uno ante una de nuestras
pinturas que expondríamos también en Buenos Aires. Algunos
no pudieron concurrir ese día, como Larralde, Nelson y César
Blanco y las fotos fueron tomadas en sus casas, mientras que
la de Sánchez Vacca, el único que posa veraniego y en mangas
de camisa, la aportó él y lo muestra en una cantera puntana.
La fotografía de tapa, una pared blanca descascarada en la que
aparecía un “Sí” pintado en negro como graffiti, también perte-
nece a Mitozky y es muy bella, además de ser representativa de
nuestra estética.
Fue el Catálogo más importante que tuvimos en la corta vida
del Grupo. Pagado por el “Museo de Arte Moderno” de Bue-
nos Aires, se gestionó en la imprenta platense “Canclini e hijo”,
(¿pariente del entonces joven estudiante de Humanidades García
Canclini que luego, ya maduro y reconocido intelectual, dedicó
páginas a la obra de Puente y Paternosto?) y la diagramación
perteneció a Juan Carlos Molina. El Prólogo, un texto en llamas,
fue escrito por Rafael Squirru que, con sentido federal, apuntó
aunque no directamente, al porteñismo centralizador.
Pero quiero resaltar la importancia para nosotros hoy de
aquella última muestra del total del colectivo que habíamos pa-
rido. Porque seguimos exponiendo individualmente o en grupo,
enviando a salones o siendo invitados en muestras colectivas,
como el “Salón de la Provincia de Buenos Aires” y el “Salón del
Arte Nuevo” en las salas nacionales de exposición. Pero en gene-
ral no fueron muestras gestadas en el vientre mismo del Grupo.
Por eso valió tanto la exposición de Buenos Aires y sobre todo,
la presentación escrita por Squirru, un auténtico parte de guerra.
Lo mismo valoramos mucho la crítica publicada en un impor-
tante diario porteño. Pero comienzo con el texto de Squirru:

306
Lalo Painceira

El Grupo Sí es a la pintura moderna lo que las


tropas del Gengis-Khan fueron al arte bélico de
su época. Traen estos jóvenes pintores la frescura
y la fuerza de una sana y tonificante barbarie, esa
barbarie que el hombre debe custodiar dentro de
sí para no sucumbir a los aires viciados de lo de-
cadente”.

Cuentan que cuando Alejandro Magno hizo su


entrada en las tolderías tapizadas de los persas se
jactó de la fácil victoria que suponía para un grie-
go enfrentarse con la regalada blandura del Impe-
rio de Darío. Esa blandura ha sido y sigue siendo
la mayor amenaza del arte de los argentinos. Es la
blandura de los que sucumben al elogio blando de
una crítica blanda, ante el supuesto refinamiento
de una cursilería poco viril, ante todo ese ambiente
hecho a base de acomodarse lo mejor posible a lo
que ya existe”.

El Grupo Sí es el reducto de los reacios a todo


halago, vienen de La Plata, vienen de La Pampa
y traen el espíritu de los conquistadores. Yo los
he visto trabajar en esos talleres a la intemperie
donde el pasto crece entre las lajas del piso. Tan
sólo que si la reciedumbre fuera sólo el producto
de la necesidad ya no creería en ellos. Creo en los
artistas del Grupo Sí porque creo que cuando la
consagración les abra las puertas seguirán pobres
de espíritu y alojados en esa condición muelle de
la existencia que arrebató al hombre su exencia
más profunda. RAFAEL SQUIRRU”.

A la inauguración concurrieron muchos pintores porteños,


gente vinculada al MAMBA y a Squirru, entre ellos quienes po-
drían adquirir nuestros trabajos. Y no estábamos preparados

307
EL BLUES DE LA CALLE 51

para ello. Aunque hoy parezca imposible ante la mercantiliza-


ción que sufre el arte, nosotros nunca habíamos pensado en la
posibilidad de vender un cuadro, en comercializar lo que hacía-
mos y por lo tanto, no sabíamos ni teníamos idea cuánto po-
dría costar una de nuestras pinturas. La adquisición por parte
del MAMBA de nuestras obras fue a un precio estipulado por
Squirru que él mismo reconoció como simbólico. Pero fue im-
portante. Allí en la muestra, cuando el mismo Squirru se acercó
al grupo en donde me encontraba y me dijo que la señora Dulce
Liberal de Martínez de Hoz, me quería conocer y comprarme
una pintura, lo primero que le pregunté fue cuánto le tenía que
pedir. “Decíle tanto…”, y riendo me tiró una suma que a mí me
pareció cuantiosa y hasta me dio vergüenza cuando frente a ella,
tuve que repetirla. La señora, que abrumaba con su nombre y sus
apellidos, me ponderó la obra y me dijo que le gustaba porque
“me hace acordar a las sierras de Córdoba, en donde tengo uno
de mis campos. Para mí es un paisaje serrano…Ya sé que no lo
es y que es no figurativo, que es abstracto; pero a mí me llega
así. Y lo voy a mandar al casco de ese campo en Córdoba”.
Cuando finalizó la muestra le llevé el cuadro a una muy paqueta
casa de departamentos en donde vivía un amigo de la señora de
Martínez de Hoz, en la muy afrancesada avenida Gelly y Obes,
cercana a donde hoy se emplaza la “Biblioteca Nacional”. Ella
ya estaba en Europa. Me atendieron de manera muy amable y
cuando este señor me preguntó si quería un cheque o efectivo,
respondí rápido: “en efectivo, señor, en efectivo”, y creo que me
sonrojé. No se imaginaba, seguramente, que habíamos llegado
hasta ahí en la motoneta de Alejandro, yo atrás por Corrientes,
luego por Callao hasta Las Heras y por esta avenida hasta Puey-
rredón para, desde allí, llegar a la parisina diagonal Gelly y Ho-
bes, haciendo equilibrio mientras me esforzaba por no caerme ni
soltar el cuadro. La Siam Lambretta se había transformado en
un monoplano de ala alta y yo me había convertido en un copi-
loto que manejaba el timón bajo una tormenta. Pero llegamos.
Cuando todo esto ocurrió, sólo había transcurrido algo
más de un año del 7 de octubre de 1960, día en el que nos co-
nocimos con Nelson, Omar, Pacheco, Puente y Ramírez y poco

308
Lalo Painceira

después, con el resto. Y no eran años sencillos para nuestro país


en lo político. Frondizi, y por lo tanto nuestro todavía valorado
gobernador Oscar Alende, hacían equilibrio para poder gober-
nar. Las luchas estudiantiles de 1958 se extendieron al oponerse
la juventud que había apoyado a Frondizi a las medidas econó-
micas que implementó y que contradecían lo que él mismo había
anunciado en “Petróleo y política”, libro que había seducido a
miles de intelectuales de valía, entre ellos, los hermanos Viñas.
Para poder juzgar esas claudicaciones debe tenerse en cuenta
que Frondizi, en su escaso período presidencial, debió sopor-
tar treinta planteos militares. En diciembre, cuando expusimos
en el “Museo de Arte Moderno”, sólo faltaban tres meses para
que fuera derrocado, golpe disimulado por la subordinación del
entonces vicepresidente Guido a las imposiciones militares. Co-
rresponde informar que previamente al golpe de Estado, se rea-
lizaron elecciones a gobernador y en las principales provincias,
incluyendo la de Buenos Aires, había ganado el proscripto pero-
nismo al que yo desde entonces voté y que, obligadamente, se ha-
bía presentado con otro nombre. Y pese a que Frondizi intervino
de inmediato todas esas provincias, igualmente fue derrocado,
detenido y remitido a la isla Martín García.
Así finalizó el breve ciclo de Frondizi, cargado de desengaño,
frustraciones y promesas incumplidas. Y fue pesado para todos
los argentinos. Incluso para nosotros, pintores veinteañeros de
vanguardia, porque la realidad se había ya filtrado en nuestras
virginales mesas de café. Por eso cuesta discernir entre los estí-
mulos emocionales, colectivos y particulares, recibidos en 1961
para los integrantes del Grupo Sí. Estímulos y apoyos que fueron
muchos. Al reaparecer ahora en la memoria, con toda su fuerza,
en este mundo y a mi edad. Y duele.
Ese fue el marco que rodeó la muestra porteña. Pero lo cierto
es que en ese tiempo, exponer en Buenos Aires y en su “Museo de
Arte Moderno” (todavía no había comenzado el reinado exclu-
yente del Di Tella), fue acercarnos al cielo, como si el horizonte
trazado por nuestros sueños personales estuviera puesto ahí, a po-
cos pasos de nosotros. Y nos abrió camino a otras muestras y al
desarrollo personal de cada uno de nosotros al disolverse el grupo.

309
EL BLUES DE LA CALLE 51

Del incompleto archivo personal sólo puedo rescatar una crí-


tica aparecida, creo que en “La Nación”, a fines de diciembre
de 1961. Está dentro de un gran recuadro a cuatro columnas
en la sección “Notas de arte- Cuadros y Exposiciones”. De ser
del diario de los Mitre, la nota correspondería a Manuel Mujica
Láinez que en ese tiempo era el crítico de arte del periódico. La
nota es extensa y muy ponderativa de la muestra en general y de
los 16 participantes, pero resalta particularmente los trabajos de
Sirabo, Larralde, Ambrossini y Paternosto, mencionando tam-
bién aparte, pero sin precisiones críticas, a Nelson Blanco, Omar
Gancedo y Antonio Trotta para luego nombrarnos a todos. A
continuación transcribo sus partes esenciales.
Después de una larga introducción criticando a los informa-
listas porteños porque “los tímpanos se acostumbran hasta con
los gritones”, aclara que “en más de una ocasión se convirtió en
una selección blanda la convirtió en anodina vio a esta tendencia
ya reducida al más puro academicismo”. Prosigue disparando
dardos contra los plásticos de Buenos Aires y resalta que “por
obvio descartamos el cotejo con este otro grupo de pintores de
la ciudad de La Plata de igual tendencia aunque reunidos bajo
otra denominación y que ahora exponen en los pisos 8 y 9 del
‘Museo de Arte Moderno’, Corrientes 1530. A pesar de lo expre-
sado sobre el informalismo, la cohesión, el vigor y la lozanía de
la presente muestra, lo reivindica; estos 16 expositores abren un
paréntesis que encierra una esperanza.”

“No obstante la buena impresión del conjunto, al-


gunos nombres hemos retenido: El de César Am-
brossini por sus cuadros de gruesos caracteres y
una bella sugestión dinámica; Saúl Larralde se dis-
tingue por su gran sentido del color; César Pater-
nosto acierta a definirse con una grafía en relieve y
una extraña figuración en tierras tonales; Dalmiro
Sirabo incorpora al cuadro titulado “Homenaje a
Gutemberg” los relieves en cartón de las rotativas
de los periódicos sobre el cual se hace el vaciado

310
Lalo Painceira

en plomo. Otros de los nombres que es necesario


distinguir de esta muestra son los de Nelson Blan-
co, Omar Gancedo y Antonio Trota.” A coninua-
ción nombra al resto de los integrantes del Grupo
Sí para finalizar su crítica afirmando “Movimiento
Sí o Sí Movimiento, con este rótulo afirmativo y
optimista impreso en un afiche, este flamante gru-
po se lanza a la lucha”.

Previamente a todas las muestras del Grupo Sí de 1961, cuatro


de nosotros habíamos sido invitados al “Salón Nacional del Arte
Nuevo” que se llevó a cabo en mayo en las salas de exposición
del “Palais de Glace”, en Buenos Aires. Accedimos por invitación
de los organizadores, Ambrossini, Nelson Blanco, Paternosto y
yo. El ser invitados a esta exposición y colgar nuestros trabajos
junto con los de Kemble, Greco, Pucciarelli, Olga López, Mazza,
entre otros, a quienes admirábamos, significó a nivel individual
un impulso muy grande que se sumó al de las exposiciones gru-
pales que siguieron. También fuimos invitados al “Salón Ver y
Estimar” de Buenos Aires unos pocos integrantes del Grupo Sí.

1962: Última muestra y dispersión

Vivíamos intensamente. Es cierto. Pero con inocencia. Los jó-


venes de hoy carecen de aquél Edén. Porque si bien el año 1961
fue pródigo en acontecimientos positivos para nosotros, también
fue sumamente exigente. Promovimos hechos importantes como
grupo pero a su vez, se comenzaron a producir rupturas en cada
uno de nosotros, crisis de crecimiento personales y seguramente,
producto de ese diálogo permanente entre lo individual y lo co-
lectivo, entre cada uno y su tiempo. Y las modificaciones comen-
zaron a visibilizarse en 1962.
Aquella bohemia inicial de encuentros sin horario de finaliza-
ción, se fueron estirando y nuestra mesa se fue incrustando en la
realidad nacional poco a poco. Los descensos al “Galeón Rojo”

311
EL BLUES DE LA CALLE 51

acompañando a los músicos de jazz se fueron espaciando hasta


extinguirse. Las fiestas se fueron apagando en su inocencia, con
el único exceso y a veces, del alcohol. Como cuenta Trotta, noso-
tros sólo conocimos la droga a través del síndrome de abstinen-
cia de “la Flaca”, a la que ya mencioné sentada en el suelo contra
el mostrador del “Capitol”, y que estalló una madrugada. Ella,
muy joven y desconocida por nosotros, muy bella en sus grandes
ojos celestes cargados de dolor y siempre perdidos en la nada,
que nos buscaba en el “Capitol” para huir de su soledad y su
dependencia. Y punto. Un día no apareció más y nunca supimos
más de ella. La droga volvió entonces a ser parte de relatos litera-
rios o transmisiones orales lejanas, totalmente ajenas a nosotros.
Se bebía en el “Capitol”. Tanto que uno de nosotros, ante la
simple pregunta de “Entonces, ¿quién soy yo?”, formulada por
la más mítica de todas las coperas, le respondió perdidamente
enamorado, balbuceando, buscando las palabras que se le per-
dían entre la ginebra bebida: “vos no sos. Estás siendo, ¿te das
cuenta? Al ser lo vamos construyendo…” y siguió recitando su
existencialismo de manual ante una risa contenida que contenía
mucha vida, mucha, bajo un pelo que había elegido ser colorado,
no rojo, colorado, para resaltar su piel pálida y su aspecto de
modelo de Toulouse-Lautrec en el Moulin Rouge.
En 1962 todo eso se fue deshilachando. Como el Grupo Sí.
Horadado por la vida misma. Siempre mantuvimos el afecto,
la misma hermandad que continúa hoy, transcurridos cincuenta
años. También los encuentros diarios se fueron espaciando qui-
zás porque hubo casamientos, la mudanza de Paternosto lejos,
a ese Big Sur nuestro de City Bell. También surgieron nuevas
obligaciones y compromisos. Pero hoy pienso que, al menos en
mi caso, la política ya había incrustado su cuña: tomar posición
frente a la coyuntura nacional e internacional. Quizás habíamos
empezado a escuchar las voces de ese Tercer Mundo surgente,
con Cuba como paladín en nuestro propio continente. Esperan-
zas e ideología que empezaron a reclamarnos. Al menos así co-
mencé yo a transitar un camino diferente y sin retorno. No solo.
Al poco tiempo Horacio Elena y su compañera desde entonces,
Chuchi Muiña, lo profundizarían en Brasil.

312
Lalo Painceira

Las opciones eran radicales pese a que dábamos los primeros


pasos. Por ejemplo, mantuve una controversia con Squirru cuan-
do me invitó a participar en una exposición en la “Embajada de
los Estados Unidos”, en plena guerra de Vietnam. Con insolencia
le dije que no. Nadie se enteró de ese gesto, pero tenía claro que
esa era la cabeza de Goliat. Desde ya, yo no era David y mi hon-
dazo sólo me aisló, me marginó. Porque hubo una ruptura en mi
relación con Squirru. No me invitó más a ningún salón ni a nada.
A los tres o cuatro años y cuando ya había dejado de pintar, nos
encontramos en un asado en el taller de Pacheco de Ringuelet.
Y Squirru ya se reía de aquel desplante mío (“Si supieras los que
enviaron obras y fueron a la inauguración”…me dijo riendo)
y me aseguró que yo en realidad era un místico: “De todos es-
tos mosqueteros, vos sos Aramís…”, me calificó. Después nunca
más hablamos. Una tarde, ya en democracia y habiendo perdido
mi soberbia juvenil, lo vi tomando un café y me pareció que me
miraba. Y no me acerqué. No me animé a llegarme ante su mesa
para decirle gracias, nada más.
Pero retorno a 1962, año que marca mi ingreso al mundo de
la política, porque tuve un interlocutor de valía que fue Víctor
Grippo. Armado de paciencia aleccionadora, con su talento, es-
grimiendo esa sabiduría suya que se adelantaba a los tiempos,
me abrió puertas que me hicieron desempolvar en la memoria
los diálogos adolescentes con Bibi Párraga, a fines de los cincuen-
ta y en plena lucha de Laica contra Libre, o recordar desde mi
niñez aquellos libros del maestro Fernández Coria. Y comencé a
leer marxismo. Al poco tiempo me afilié a la “Federación Juve-
nil Comunista” y pasé a formar parte del “Frente Cultural”. El
responsable era Mauricio Tenembaum a quien debo gran parte
de mi formación de entonces gracias a su amplitud y antidog-
matismo. Creo que la primera reunión del “Frente Cultural” la
hicimos en el comedor de mi casa paterna, ya que mis padres se
habían mudado a Villa Castells, Gonnet, en la periferia norte
de La Plata. Había algunos conocidos y otros no. Estaban Gurí
Jáuregui, todavía más pintor que músico, y Víctor. Luego se su-
marían otros compañeros. Ninguno lanzó una frase sectaria ni
nadie nombró al realismo socialista. Estas actividades, a la que

313
EL BLUES DE LA CALLE 51

se sumaron el primer año de mis estudios en la “Escuela de Cine”


de La Plata, más una relación profunda con una compañera que
mantuve por tres años, me fueron abriendo de la concurrencia
diaria al “Capitol”. Pero por un tiempo mantuve mis viajes ma-
ñaneros a Ringuelet en donde comencé a experimentar dentro
del arte social sin abandonar el Informalismo.
El resto también había comenzado a transitar caminos de
cambio. Pacheco se sumergía en una pintura cercana a lo que
en Francia se llamó l’art brut; Puente y Paternosto dejaban adi-
vinar un tránsito hacia una geometría espacial pero lírica, muy
cromática junto a Ambrossini que además, incursionaba en las
tres dimensiones; Horacio Elena comenzó a buscar un arte so-
cial figurativo; en Nelson comenzaron a visibilizarse sus parras
y gatos, mundo mágico que después regaló al mundo; Gancedo
profundizó su expresionismo y era cada vez más antropólogo;
Sirabo marchaba hacia una geometría minimalista dejando el
barroco laberinto de sus bellas caligrafías, lo mismo que Sitro,
que sintetizaba cada vez más sus trabajos matéricos para valori-
zar el espacio y dar lugar al nacimiento de formas simples. Trotta
perfeccionaba su sentido del color, lo mismo que Larralde y Sou-
bielle comenzaba con una figuración testimonial y profunda. Así
estábamos todos, en el comienzo de cambios que nos llevarían a
nuevas metas, no siempre coincidentes.
Pese a ello, resolvimos hacer una muestra en el local de ese
amigo-protector del Grupo, Roberto Ortiz, en julio de 1962, ex-
hibiendo nuestros últimos trabajos informalistas-informalistas.
Roberto, dirigente radical, era amigo de Saúl Yurkievich. No
todos participaron de esa exposición a la que invitamos a un
figurativo-figurativo, como Víctor Grippo. Esa fue realmente la
última muestra del Grupo Sí, al menos conteniendo la obra de la
mayoría de sus integrantes y manteniendo fidelidad al Informa-
lismo. En la próxima, que sería al mes siguiente, expusimos sólo
cinco y allí comenzamos a desnudar los cambios.
El 3 de agosto de 1962 se inauguró una muestra de cinco
integrantes del Grupo Sí, exhibiendo varios trabajos cada uno.
En mi caso fueron cinco. Ambrossini sumó a la pintura, sus es-
culturas. La tapa del Catálogo fue una xilografía de fondo negro

314
Lalo Painceira

con un estampado blanco, seguramente obra de Pacheco que fue


uno de los mejores grabadores argentinos, que daba desde su ca-
ligrafía expresionista, un tinte entre simbólico e informalista que
introducía perfectamente a la exposición. En el tríptico figurába-
mos los cinco en riguroso orden alfabético con nuestro CV y una
fotografía al pie del texto. Los expositores fuimos Ambrossini,
Pacheco, yo, Paternosto y Puente. En el CV todos nos reconoci-
mos todavía como integrantes de Grupo Sí desde su fundación.
Sin embargo, en la realidad, el Grupo Sí ya se había agotado, no
tenía vida. Su desaparición fue de muerte natural.
La exposición tuvo una muy buena repercusión de público y
crítica. Lamentablemente sólo guardo la fotocopia de un recorte
de la crítica del diario “El Día” del 25 de agosto de 1962, en la
parte que sólo se refiere a mi obra. Allí, Amílcar Ganuza dice lo
siguiente:

Painceira viene de la arquitectura…cuya decep-


ción lo llevó al informalismo. De él conserva el
tono espiritual: un joven que ha descubierto la
mentira de los valores consagrados. Su pintura fue
ayer la anti pintura; la de hoy podría ser la anti ar-
quitectura. Lo insinúan sus ‘villas miserias’. En un
espacio abierto, virtual -proclive a la nueva figura-
ción que no debe sorprender en un arte, en cierto
modo de alegato-, prolóngase una actitud que in-
strumenta lo absurdo: uno de sus cuadros mues-
tra esa ruptura intelectual de la unidad, lucha de
áreas que se anulan y duplicación del conflicto por
intromisión de rugosidades y relieves. Parecería
ser que su pintura sigue siendo el ‘anti anti’ por
excelencia. Y sin embargo, en algunas visiones a
la orilla del mar y en la chacra con molino -estas
interpretaciones temáticas son siempre riesgosas-,
un más allá se levanta de la apariencia sensible; un
cierto resplandor metafísico irrumpe de pronto en
la obra y la ilumina.

315
EL BLUES DE LA CALLE 51

Según mi recuerdo, la crítica a las obras de mis compañeros de


muestra, mantuvieron ese tono favorable. Pero no están guardadas.
Hoy, transcurridos cincuenta años, me he convertido sólo en
un espectador de las artes plásticas. Eso sí, profundamente ena-
morado de la pintura, metejón que me posibilita mantener un
diálogo sensible y vivir la experiencia única de enfrentarme a
una obra ajena y, sin embargo internalizarla hasta apropiármela
desde el campo sensible. Eso sí, lamento profundamente no ha-
ber podido guardar ninguna pintura mía. Sólo pude hacerlo por
poco tiempo. A los dos años, a “la chacra con resplandor metafí-
sico” según Ganuza, se la regalé al director de teatro y admirado
profesor mío en la “Escuela de Cine”, Carlos Gandolfo, porque
siempre que iba a mi casa la ponderaba. Creo que todavía la
guarda Dora Baret, que en ese entonces era su esposa. De todas
las que quedaron en mi poder, pienso que la más importante
fue una de mis villas miserias que posteriormente adquirió un
arquitecto marplatense para una vivienda que había diseñado
y construido para un cliente particular. Lamentablemente, sus
dueños la colocaron sobre el muro superior de una estufa a leña
y ese calor constante agrietó la pintura de manera irreparable
e irrecuprable, según me comunicaron. El resto de mis obras se
perdieron a causa de las vicisitudes por la que atravesó mi vida
y que no viene al caso relatar. Casi con seguridad habrán sido
destruídas o en el mejor de los casos, dormirán junto a mis libros
y ropa en algún depósito. Sólo sobrevivieron mis obras pertene-
cientes al patrimonio de los museos, pinturas que fueron adquiri-
das durante las muestras. Allí permanecen cuidadas y todavía se
exponen. Me emocioné y mucho al reencontrarme con ellas por
primera vez y sorpresivamente en el “Museo de Arte Moderno”
de Buenos Aires en una exposición de su patrimonio. Allí estaba
con mi compañera desde 1973 y mis dos hijas, comprobando
que el “Homenaje a Han Shan”, de 1961, goza de una envidia-
ble salud. Después, en ocasión de otras muestras, se sumaron las
otras dos pinturas, como por ejemplo en la muestra homenaje al
Grupo Sí organizada por el “Centro Cultural Borges” de Buenos
Aires conjuntamente con la Secretaría de Cultura de La Plata,
que se expuso en las dos ciudades y que contó con el estudio

316
Lalo Painceira

previo muy completo y académico de Cristina Rossi. Exposición


que debemos agradecer al empeño de la entonces Secretaria de la
Municipalidad, Susana López Merino.
Sólo quedó una obra perdida de aquella época con la que
jamás pude reencontrarme y que, modestamente, siempre la con-
sideré como una de las más bellas representativas. Fue la que
expuse en Lima. Las pinturas que formaron parte de aquella
muestra nunca retornaron a nosotros. Ya en democracia y gra-
cias a las gestiones de Cristina Rossi supimos que habían vuelto
a Cancillería y que los sucesivos cambios políticos las dejaron
allí, en sus depósitos, parias y sin protección. Por eso fueron a
remate y las adquirió un conocido coleccionista hoy fallecido.
Por lo tanto, ignoro su destino actual. Para terminar con mi vida
posterior al Grupo Sí, luego de vivir experiencias en otras expre-
siones artísticas, a los tres años me convertí en periodista y luego
me volqué a la lucha política, etapa que no viene al caso relatar.
Vale decir que recién en 1984 pude volver a La Plata, mi ciudad
natal, a la que siempre extrañé y mucho. Y agrego que aún man-
tengo el sueño de volver a pintar, aunque lo haya depositado en
ese horizonte lejano, infinito, formado por los “algún día” o los
“más adelante” o “cuando tenga lugar”.
¿Qué sucedió con el resto? Simplemente decidieron caminar
solos. Y lo hicieron dejando huella propia, importante y recono-
cida a nivel nacional e internacional. Hubo algunos reencuentros
posteriores a los que siempre fui convocado y de los que partici-
pé y aún participo. También hubo reconocimientos al Grupo Sí,
además del mencionado del Borges y de la Secretaría de Cultura
de la Municipalidad de La Plata. El primero fue en la “Sociedad
Hebraica Argentina y estuvo organizado y curado por Jorge Ló-
pez Anaya. Allí se mostraron obras del Grupo Sí de los años ‘60
y ‘61 y ya tuvo carácter de homenaje póstumo. Ocurrió el 25
de setiembre de 1969 en la sede de Sarmiento 2233 de Buenos
Aires. Se expusieron trabajos de Ambrossini, Nelson Blanco, Ele-
na, Pacheco, Paternosoto, Puente, Sirabo, Soubielle, Stafforini,
Trotta y míos. También se lo sumó a Vigo. En el Catálogo se
agradeció a los “Museos de Arte Moderno” de Buenos Aires y
de Bellas Artes de la Provincia por la cesión de las obras que in-

317
EL BLUES DE LA CALLE 51

tegraron la exposición. Salvo en mi caso, el resto ya contaba con


un alto reconocimiento y prestigio en el medio plástico nacional
y algunos, internacional, además de haber recibido importantes
premios.
Pienso que un prólogo apto para ceder la palabra a algunos
integrantes del Grupo con los que compartí almuerzos “de traba-
jo”, es transcribir el texto que escribió López Anaya, presentan-
do la exposición en la SHA. Como ocurría con Squirru, López
Anaya nos denomina en el texto “Movimiento Sí” y no “Grupo
Sí”. Y es importante, porque “movimiento” engloba realmente
todo lo que generamos en 1960. Pero lo dijo mejor y desde ya
con mayor sapiencia, Jorge López Anaya en 1969:

El Movimiento Sí constituyó, a mi entender, el pri-


mer grupo de artistas platenses que siguió el hilo
de su tiempo y se apartó deliberadamente de las
tradiciones académicas que continuaban los pin-
tores de las generaciones precedentes, totalmente
ajenas a las rupturas que el arte argentino había
asumido desde la generación de 1930.

Después de la irrupción informalista en Buenos Ai-


res, los jóvenes platenses encontraron en el inform-
nalismo una cierta manera de dar un nuevo fun-
damento a la pintura y, quizás sin proponérselo,
se integraron al esfuerzo -ya generalizado- con que
un pequeño grupo de artistas iniciaban el proceso
sobre el que articuló la desacralización de la obra
de arte y la revalorización del papel del receptor.”

Con el informalismo -ya lo he expresado ante-


riormente- la espontaneidad venía a reemplazar a
la reflexión. Dada y el surrealismo, más por sus
teorías que por sus obras, lo evidencian. Pero los
informalistas, no se limitaron al automatismo ni
al grafismo ausente de todo control de la concien-

318
Lalo Painceira

cia -técnicas surrealistas que pueden asimilarse a


los informales- ni a los procedimientos dadaístas
del collage o los merzbilder de Schwitters; tam-
bién fue su intención la ruptura con los problemas
plásticos. Esta tuvo características originales; no
se trató de proclamar el anti-arte reeditando la po-
sición Dada, sino de explorar un nuevo camino, el
art-autre, según la acertada definición de Michel
Tapié. Más claramente, si ser dadaísta era ‘gritar
lo contrario de lo que el otro afirma’, ser informa-
lista era ignorar lo que el otro afirma, para crear
a partir de un estado primario sin voluntad de es-
tructuración formal. Esto no significa el abandono
de la forma como articulación del espacio pictóri-
co, como se ha supuesto, sino la intencionalidad
del concepto de forma como posibilidad de una
máxima libertad de recepciones. Exactamente, re-
chazo de la intención unívoca de la comunicación
estética, para convertir la obra informal en un
campo de múltiples conclusiones”.

“De esta manera, el Movimiento Sí posibilitaría la


apertura que el arte platense manifestó poco des-
pués con la ‘geometría cromática’ de Paternosto,
Puente y Ambrossini, las ‘estructuras primarias’ de
Sirabo y Sitro, 3l ‘ingenuismo’ de Nelson Blanco,
las ‘experiencias de Trotta, las imágenes neosurrea-
listas de Pacheco, la figuración de Soubielle y Ele-
na o la sistematizada negación de la obra de Vigo.
Otros quedaron en el camino, pero el balance del
Grupo nueve años después de su primera exposi-
ción, demuestra que el optimista bautismo que re-
cibiera de Rafael Squirru, fue premonitorio”.

En ese año mi historia de pintor había terminado, ya era


periodista y militante político. Fue mi manera de comenzar a

319
EL BLUES DE LA CALLE 51

buscar una respuesta a esa pregunta que se formula mi amigo, el


poeta platense José María Pallaoro: “Ellos son de este mundo/
Nosotros somos de este mundo/Y este mundo/ ¿de quién es?”.
De los demás sólo puedo decir que César Blanco y Carlos
Sánchez Vacca, cada uno en su terruño, siguió trabajando en la
soledad del taller y exponiendo regularmente manteniendo sólo
contactos muy esporádicos con nosotros. A Rivas, al menos yo,
le perdí todo rastro, porque después de la muestra en el MAM-
BA, dejó de concurrir al “Capitol” por lo que deduzco que habrá
optado por la Arquitectura. Gancedo, además de elegir la poe-
sía, finalizó sus estudios universitarios y con los años se convirtió
en uno de los antropólogos más importantes de su Facultad ade-
más de doctorarse y ser profesor titular, pero nunca abandonó la
pintura aunque haya dejado de exponer. César Ambrossini, uno
de los más talentosos integrantes del Grupo Sí, siguió trabajando
y experimentando durante los años sesenta, setenta y ochenta,
exponiendo individual, colectivamente e invitado a importan-
tes salones, mereciendo siempre el elogio de la crítica. Después,
por esos misterios que cobija cada hombre en su propia historia,
optó por el silencio y la reclusión del taller, silencio abandonado
para cumplir con sus obligaciones en la Justicia Federal y para
jugar al ajedrez con amigos, que fue su otra gran pasión. Chalo
Larralde también fue abandonando la pintura poco a poco y
terminó, ya mayor, como Psicólogo social. Horacio Ramírez se
fue alejando poco a poco del “Capitol”, más adelante se casó
y se mudó a Córdoba, debiendo dejar el país en tiempos de la
dictadura y se radicó en Suecia en donde diseña aún hoy joyas,
actividad en la que se destaca. El resto siguió pintando y con
gran repercusión.
Antes de cederle la palabra a alguno que todavía no habló,
quiero recorrer en apretada síntesis sus trayectorias, porque son
hijos ejemplares del Grupo Sí. Esta síntesis de sus logros no los
describirá ni definirá como personas en donde su valor es mucho
mayor al número de veces que expusieron o que fueron premia-
dos o reconocidos, pero los mostrará en el lugar que ocupan en
este mundo en el que priva la apariencia sobre la persona y el
poseer sobre el ser, algo ya sabido e infinitamente dicho. Por lo

320
Lalo Painceira

tanto no se creen ni se creyeron ganadores sino, simplemente,


pintores honestos con ellos mismos, que es serlo también con los
demás, con ese público con el que entablarán un diálogo inin-
terrumpido desde aquel 1960 hasta hoy, cargado del misterio
y la poesía que siempre contiene una obra de arte. De muchos
ya hablé e incluso ellos mismos relataron sus experiencias ya
instalados en el siglo XXI, pero ahora, para cerrar este capítulo,
sintetizaré sus logros más importantes.
Nelson Blanco: Al poco tiempo de la muestra del MAMBA
en diciembre de 1961, aquellas formas y colores en violentos re-
molinos de furia, similares a los cielos estrellados de Van Gogh,
fueron atemperados desde la poesía y la magia de los gatos, las
parras y a partir de 1966, de las mujeres, mejor dicho, de una
mujer, la que fue su esposa y compañera hasta que abandonó
su cuerpo y se convirtió en un habitante del infinito. Con esas
pinturas ganó el “Salón Braque”, el más importante premio de la
época, cuyo premio consistía en un viaje a París y una estadía de
un año. Allí, en la capital francesa, conoció a Nadégè, una joven-
cita rubia y delgada que buscaba desde la danza contemporánea,
las raíces de su tierra. Y se casó. Desde entonces sólo volvió a
la Argentina esporádicamente. Expuso en las más importantes
galerías y museos de París, incluyendo el de “Arte Moderno”. A
fines de los ‘70 se radicó en Creve-Coeur-le-Grand, un pueblito
de la campiña en la Picardía Francesa junto a Nadégè y sus dos
hijos. Allí levantó el “Taller de lo Imaginario” iluminando la vida
a cientos de chiquilines. Con ellos pintó murales en el pueblo
y además, llenó de colores los ómnibus del lugar. El taller fue
subvencionado por el Gobierno francés a partir de la presidencia
de Mitterrand y visitado en numerosas oportunidades por quien
fuera ministro de Cultura del socialismo, Jack Lange. Nelson
se fue alejando poco a poco del mundillo de las galerías, de sus
frivolidades y de las leyes de mercado. Se quedó en su taller pin-
tando y cuando llegaba el sol, pescaba. Murió así, como si se
hubiera quedado dormido en la orilla del río. Nelson fue, en
realidad es, porque su obra perdura y mantiene actualidad, un
gran pintor, creador de un lenguaje y un mundo propios de alta
calidad pictórica, algo difícil de hallar en la plástica actual.

321
EL BLUES DE LA CALLE 51

Carlos Pacheco: Nació en La Plata en 1932 y nos dejó un frío


día de julio de 2009. Fue un destacado pintor, dibujante, grabador
y un gran maestro. Se recibió de Profesor de Dibujo y Pintura en
la entonces “Escuela Superior de Bellas Artes” de la UNLP, pero
luego se perfeccionó con Faustino Brughetti y en grabado, con
William Hayter en París y en el “Croidon Collège” de Londres.
Fue una muy buena persona, firme en sus convicciones y sin
dobleces. Generoso, tanto en no guardarse sus conocimientos téc-
nicos como en abrir las puertas de su vieja casona de Ringuelet
para compartirla con nosotros como taller colectivo. Allí, en las
jornadas del trabajo diario, cuando surgían esos problemas téc-
nicos normales a todo autodidacta, él respondía a la consulta y
ayudaba a superar el inconveniente. Para nosotros era trabajar
con un maestro al lado. Pero no fue un intelectual. Era un prácti-
co, un técnico al que poco a poco le crecieron alas para remontar
ese vuelo poético que caracteriza, sobre todo, a su etapa de geo-
metría sensible.
Era callado. Contenido. Pero se abría y se divertía cuando
participaba de encuentros en el “Capitol”, en mi casa, en lo de
Gancedo y desde ya, en los asados y en la fiesta de Ringuelet.
Entonces se soltaba hasta la risa de pibe ante las ocurrencias de
“Poroto” o de Nelson o de “Shostakovich”, aquél músico irre-
dento al que rescató y brindó cobijo.
Su arte fue reconocido nacional e internacionalmente. Obtuvo
el “Premio George Braque” en pintura, otorgado por el Gobierno
de Francia, en 1963; el “Primer Premio de Vanguardia Contea di
Bormio” (Italia) en pintura en 1969; y como grabador, en 1982,
el “Primer Premio en el Salón Nacional ‘Manuel Belgrano’” de
la Municipalidad de Buenos Aires, entre otras distinciones. Rea-
lizó más de cien exposiciones y sus obras fueron adquiridas por
los Museos “Louvre” de París; “Provincial de Bellas Artes” en La
Plata; “International Contemporary Graphic Art” de Noruega; y
“Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires, además de coleccio-
nes particulares.
Lo dejé de ver durante años y lo reencontré en 1984 instalado
en su casa de calle 58 a la que había trasladado el taller del Viejo
Molino. Con la prolijidad y pulcritud que siempre lo caracteriza-

322
Lalo Painceira

ron, guardaba su obra, las carpetas con sus antecedentes y sus


recuerdos. Allí también daba clases porque le apasionaba ejercer
la docencia en La Plata, su ciudad a la que amó hasta regresar a
ella después de haber vivido en París, en Milán y en Buenos Aires.
César Paternosto: Paternosto y Puente son, sin lugar a dudas,
los pintores del GrupoSí que adquirieron mayor relieve interna-
cional. Quizás sus búsquedas similares, penetrando la historia
cultural de la América precolombina y de manera fundamentada
transformarla en cimiento de su acción creativa, transformándola
en piel y en el corazón de sus obras, haya generado la aceptación
crítica y de las grandes galerías internacionales. Ambos están en
un mismo nivel.
Paternosto nació en La Plata en 1930. Era uno de los mayores
del Grupo Sí y en el momento de su integración al colectivo, ya
era abogado. Había estudiado pintura con Jorge Mieri y asistía
a las clases de Héctor Cartier. Era serio, racional, ávido lector y
su madurez lo hizo tener influencia sobre el resto pese a no parti-
cipar asiduamente de nuestros encuentros diarios del “Capitol”.
Sus trabajos entre 1960 y 1961 lo ubicaban dentro del informa-
lismo matérico, pero poco a poco su obra comenzó a poblarse de
símbolos en superficies de gruesos empastes. En su paleta predo-
minaban los ocres, tierras, negros y grises. Pienso que fueron esos
símbolos los que derivaron en una geometría muy libre, lírica,
con una paleta totalmente opuesta y, en general, cálida sobre fon-
dos blancos.
En 1967 se instaló en Nueva York y ganó las becas Guggen-
heim, Gottlieb, Rockefeller y Pollock-Krasner Foundation. Desde
su desembarco en Nueva York expuso en galerías tan prestigio-
sas como Denisse René, Carmen Waugh, Ruth Benzacar, Cecilia
de Torres y Jorge Mara, entre otras. Sus cuadros se encuentran
en los más importantes museos de América del Norte y del Sur:
MOMA, Guggenheim, Hirschorn, Sofía Imbert de Caracas o
Museo Nacional de Buenos Aires. En España hay obras suyas en
el MNCARS y el Museo Thyssen-Bornemisza. Han escrito sobre
su obra críticos como Alfred Barr, Lucy Lippard, Damián Bayón,
Ricardo Marín Crosa, Aldo Pellegrini y el ya citado Néstor Gar-
cía Canclini.

323
EL BLUES DE LA CALLE 51

Paralelamente a su obra plástica publicó sus investigaciones


sobre los sistemas simbólicos abstractos de las antiguas civiliza-
ciones de América con el título
Piedra Abstracta (1989), traducido al inglés en 1996. Asimis-
mo, ha comisariado diversas exposiciones, como la celebrada en
el IVAM en 2001 con el título “Abstracción”: el paradigma ame-
rindio, según consta en los catálogos de sus muestras más recien-
tes. Inscripto como Puente en la tradición latinoamericanista que
iniciara Torres García, actualmente reside en España después de
permanecer casi cuatro décadas viviendo en Nueva York.
Antonio Trotta: Es italiano pero la exaltación de su pasión
meridional la deposita en su carácter y en su mundo privado, no
en su obra, que es muy pensada, serena y también, sumamente
bella. Nació en Stio, provincia de Salerno, en 1938 y en 1946
viajó con su familia a la Argentina, instalándose en el barrio de
Circunvalación. Jugó fútbol en los potreros y siempre recuerda
cuando era adolescente y se colaba en los bailes de los clubes
de barrio. Allí, en las canchas de basquet adornadas con luces
de colores, se enamoró del tango. Estudió en la “Escuela Indus-
trial” y de allí pasó a la Facultad de Arquitectura que le abrió las
puertas del arte. Se sumó al Grupo Sí después de la muestra del
“Círculo de Periodistas” de noviembre de 1960. Su informalimo
le permitió volcar una particular sensibilidad para el color en
una pintura gestual, pero muy bella, con profundos fondos azu-
les que iluminaban los acentos cálidos, dejados por el ademán de
su espátula. Participó de todas las muestras del Grupo Sí en 1961
y 1962. Después, dejó el Informalismo y derivó en una Geome-
tría sensible y minimalista que lo depositó en los umbrales del
Conceptualismo al que arribó en Italia, en donde vive desde los
años. En el lapso que media entre 1963 y su radicación en Italia,
expuso en las principales galerías porteñas, de La Plata y ya era
un plástico reconocido en el medio. Hoy, con domicilio en Mi-
lán y en Pietrasanta, se ha convertido en uno de los escultores
conceptualistas más importantes de Italia. Sus trabajos pueden
admirarse en ciudades y pueblos del norte itálico y conmueve
la poesía que hace brotar desde el mármol, con la sutileza de la
brisa, lejos del huracán de la gestualidad informalista. Recuer-

324
Lalo Painceira

do su “Le Madri di Plaza de Mayo”, una ronda de pañuelos


blancos de mármol o el pañuelo blanco desplegado en mármol
con una mínima lágrima de cristal en “Lacrime del 78”. Cada
tanto aparece en sus obras, la Argentina, como en “Diventarono
voce”, que es la reproducción en mosaico de una vieja etiqueta
de disco RCA Victor 78, color negro, en donde se lee ‘Cafetín de
Buenos Aires’ -E.S. Discépolo- M.Mores. Osvaldo Fresedo y su
gran orquesta argentina. Estribillo cantado por Osvaldo Cordó.”
En otro reproduce un texto del Borges del arrabal o de Cortázar,
pero también dio testimonio de nuestras tragedias. Ama al país
y también a La Plata, ciudad a la que se llega en cada uno de
sus regresos parciales. Ha expuesto en los principales museos y
galerías de Italia y Buenos Aires y también al aire libre, en pobla-
ciones peninsulares donde ha dejado sus esculturas. Fue invita-
do a la “Bienal de Venecia” en 1976 en donde presentó un bal-
cón con flores y un farol esquinero, fiel a sus climas tangueros.
Hugo Soubielle: nació en Carlos Begueríe, un pequeño pueblo
ferroviario y campesino del partido de Roque Pérez, en 1934, y
nos dejó sorpresivamente el 20 de febrero de 2006. Era uno de
los que más conocía de pintura, quizás porque transitó desde la
abstracción hasta el realismo figurativo, donde mostró el paisaje
duro y áspero de un país golpeado. Su gran maestro fue Héctor
Cartier a quien siguió sábado tras sábado entre los años 1957
y 1962 en la entonces “Escuela Superior de Bellas Artes” de la
UNLP.
Fue uno de los fundadores del Grupo Sí aunque no participó
de su primera exposición por la extrema rigurosidad que tenía
en la valoración de la propia obra, sumándose a las muestras
posteriores hasta la disolución del grupo.
Es entonces cuando Soubielle se interna dentro de un realis-
mo crítico que no rehúye la ironía. El punto de partida son per-
sonajes clásicos que se codean con gente de pueblo y políticos de
la década infame de los años treinta. Su obra fue muy valorada
por los críticos, el público y los jurados de distintos salones. Ob-
tuvo el “Premio Adquisición” en el “XXII Salón Nacional” que
se realizó en Mar del Plata (1963) y el “Primer Premio del Salón
Nacional” organizado por la Municipalidad de La Plata (1967).

325
EL BLUES DE LA CALLE 51

Recuerda el Catálogo de la exposición homenaje que realizó


el MACLA después de su muerte, que “entre las numerosas y
destacadas distinciones que obtuvo, sobresale el Premio George
Braque (1968), otorgado por el gobierno de Francia, que le per-
mitió viajar a París para estudiar durante un año, donde frecuen-
taría a Julio Cortázar y a Emilio Pettoruti”. Yo sumaría a una
persona exquisita, vanguardista y lírica, que fue Saúl Yurkievich
de quien era muy amigo.
Luego de los galardones obtenidos y ya de regreso definitivo a
La Plata, expuso en importantes museos y galerías del país como
el “Museo Nacional de Bellas Artes”, el “Museo de Arte Moder-
no” de Buenos Aires y el “Museo Provincial de Buenos Aires”,
galería “Integral”, galería “Lirolay”, entre muchos otros.
Fue Secretario del “Museo de Bellas Artes” de la Provincia de
Buenos Aires y trabajó como realizador de escenografía en el “Tea-
tro Argentino” de La Plata, desde 1966 hasta su retiro en 2000.
Mario Stafforini: A la manera del Neal Cassidy de En el ca-
mino, de Jack Kerouac, Mario se esfumó un día. Hizo sus valijas
y marchó a Europa armado de sus pinceles, sus colores y su ta-
lento. Por ese motivo, buscando contactos que no logré concre-
tar, lo dejé para lo último porque los datos que brindo sobre él
son extraídos de distintos sitios de Internet. Porque Mario se ha
convertido en uno de los pintores más representativos de Ibiza.
Lo que no deja de ser una sorpresa, pero la sorpresa es algo cons-
titutivo de su persona, de su historia de joven rebelde no sólo en
la teoría, sino fundamentalmente en la práctica.
Mario nació en Mar del Plata en 1942 y se convirtió en amigo
nuestro a través de su hermano, Toro Stafforini, que entonces
tenía mi edad y era un excelente guitarrista que me abrió las
puertas al jazz moderno. Mario llegó a La Plata en 1959 para
estudiar Arquitectura y los dos hermanos compartieron por un
tiempo una pieza en la casa de 13 y 60 de una tía médica. Des-
pués, Toro se mudó a Buenos Aires y Mario se unió a nosotros.
Él ya pintaba y había estudiado durante tres años en el taller
de Basilio Celestino, pintor de Mar del Plata, formado nada me-
nos que con Spilimbergo y Ramón Gómez Cornet, seguramente
en la época célebre de la “Escuela de Bellas Artes” de Tucumán

326
Lalo Painceira

en donde ambos dieron clases. Por lo tanto, Mario era figurativo


hasta que descubrió el Expresionismo Abstracto, sobre todo el
norteamericano, camino expresivo que parecía creado para él.
Sobre todo, el inaugurado por Pollock.
Formó parte del Grupo Sí y participó de todas las muestras
hasta la desaparición del colectivo informalista. Mario siguió
trabajando y desde 1963 hasta 1969 expuso en las mejores ga-
lerías de arte de Buenos Aires y La Plata y participó en salones.
Expuso en “Lirolay”, “Witcomb”, “El Laberinto”, “Radio Uni-
versidad de La Plata”, “Ver y Estimar”, “Palacio de la Legislatu-
ra” y en la “Galería del Mar” en su ciudad natal. En 1969 Mario
comenzó el viaje de su propia vida y lo hizo en el mítico “Giulio
Cesare” rumbo a Europa. Recorrió Francia, Suiza, Italia y final-
mente España. En Barcelona vivió un corto tiempo hasta que
tomó un ferry en busca del Sol y de la leyenda de Ibiza. Según se
relata en Internet él mismo describió de la siguiente manera sus
primeras impresiones de la Isla: “Era temprano en una mañana
de invierno, el Sol aumenta desde la parte posterior, el barco en-
tra lentamente en la bahía, el poderoso cliché de la Acrópolis de
Eivissa reclama los acantilados junto al mar... y la luz que refleja
en el agua, la luz... la luz brillante. No hubo dudas, este era el
lugar. Este era mi lugar”
Y a ese lugar, su lugar en el mundo, necesitó reflejarlo en las
telas. Instalado en Ibiza regresó a la pintura con nuevas energías
y entusiasmos y desde entonces no la ha abandonado como lo
demuestran las numerosas exposiciones que lleva a cabo desde
entonces en las mejores galerías de arte. Ya no es expresionista
abstracto. Ese paisaje, ese sol, ese mar, ese pueblo que lo cautivó
guían su mano para que los plasme en bellísimos paisajes que
han merecido excelentes críticas.

327
EL BLUES DE LA CALLE 51

Recuerdos y reflexiones de cuatro fundadores


del “Grupo Sí”

Como refleja la crónica, los integrantes del Grupo Sí que


persistieron en su vocación plástica, lograron una importante
trascendencia internacional. Pero quedan cuatro voces por tradu-
cir y corresponden a fundadores del Grupo, allá, por el año ’60.
Para quienes mudamos nuestra piel expresiva para saciar
otra sed, otras necesidades, la pintura nunca nos abandonó. En
mi caso particular, hoy convertido en simple espectador, dejé de
lado viejos sectarismos y prejuicios, para vivir la obra de arte
esencialmente, a lo Sontag. Sumergirme en esa experiencia mara-
villosa que no tiene similitudes. Ahora amo y gozo la figuración,
la Geometría sensible de mis amigos y también, los informalistas
y expresionistas que persisten en volcar su pasional visión del
arte. Los viejos enemigos del arte concreto, como Jorge Pere-
yra, se convirtieron en amigos y también abandonaron la rigi-
dez esquemática de antaño para crear obras dentro de una Geo-
metría lírica de singular belleza, y en otros casos, mutaron en
compañeros de otros sueños. Me solidarizo con creadores que
siguen fieles a sus mundos propios, como la perfección y belleza
de las obras de César López Osornio quien, de haber estado en
La Plata, hubiera formado parte del Grupo Sí; o los trabajos de
la siempre arisca pero talentosa Graciela Gutiérrez Marx; o de
ese pintor-pintor que es Miguel Ángel Alzugaray; o los cielos y
nuevos mundos de Lido Iacopetti; y el compromiso sanguíneo
con su tierra y su pueblo de Enrique Arrigoni, por nombrar sólo
algunos de los ya consagrados; también me conmueven las obras
de los integrantes de una valiosa generación intermedia, jóvenes
grabadores, pintores y escultores, como Cecilia Cánepa, Bárbara
Rodríguez Laguens, Marcela Cabutti, Hernán Cédola, Gabriel
Berlusconi, Francisco Isasmendi, Enzo Oliva, Juan Pezzani, Pau-
la Massarutti, Muni Caretti, Julio Ricciardi, Dalmiro Rebolle-
do y, ya residiendo en el exterior, Pablo Contrisciani y Carolina
Sardi, a los que he seguido, adoptándolos como hijos al ver que
expresan la misma sed creativa y la misma independencia que
sentíamos nosotros. Estos nombres son los que acuden hoy a mi

328
Lalo Painceira

memoria pero soy injusto, porque hay muchos más y hay nuevas
generaciones jóvenes en esta La Plata, que además del título que
ostenta de ser de la Ciudad de los poetas, fue, es y será la ciudad
de los pintores desde los tiempos de Pettoruti y Juan Cruz Ma-
teo. Pienso que la fidelidad a mi pasión estética de antaño renace
en mi conmoción interior cuando me planto ante las obras de
los que conformaron mi cielo lejano de los sesenta, como Tapiés,
Saura, De Kooning, Pollock y Rothko y en nuestro país, con ese
aporte actual y que descubrí a mi regreso a La Plata, de un gran
pintor argentino y porteño como Jorge Abot y de todos aquellos
que ponen su sangre en cada obra y que entienden que todavía
vale optar por el “siento, luego existo”. Es un acto de fe y la fe se
ha renovado y está vigente.
De todas estas cosas hablaré a continuación con Antonio Si-
tro, nuestro “Poroto”; Dalmiro Sirabo, nuestro “Puntano”; Ale-
jandro Puente, nuestro “Gallego” y con Horacio Elena, que sigue
fiel a sus afectos y a su sentir el arte como en los ’60, allá lejos,
muy lejos, en su paraíso mediterráneo que se llama Sitges. Ellos
contarán su arte de hoy y recordarán los sesenta. Cerrará el ca-
pítulo la reflexión de una artista de la generación más joven, Ce-
cilia Cánepa, que brindará su mirada sobre lo que le llegó desde
aquellos años desbocados en los que nació el blues de la calle 51.
Antonio Sitro: No es Antonio Sitro. Es “Poroto” Sitro, por-
que así anida en la memoria afectiva de todos nosotros. ¿Lo viste
a “Poroto”?, nos preguntamos todavía. Y es “Poroto” Sitro por-
que pese a los años, a sus dos hijos, a su compañera maravillosa,
Elsa Herrero, sigue llevando en su alma el barrio, la calle de
tierra sobre la que se levantaba su casa en El Dique, la vecina fá-
brica de Gas con carbón de coque, la Escuela Nº23 y, sobre todo,
aquella barra de pibes entre los que estaba Alejandro Puente, ba-
rra que le dio esquina, calle y esa sabiduría popular en la que fue
educado por el Negro Tinta, el César, el Chichino, entre otros y
también por la noche, como lo reconoce. Todo esto sin embargo,
no se nota en su pintura que es geométrica y minimalista. Una
sola forma recortada en el espacio plano. Poroto encontró este
lenguaje expresivo junto a Sirabo y Trotta al disolverse el Grupo
Sí para anclar en esta expresión sensible de lo mínimo y puro.

329
EL BLUES DE LA CALLE 51

Sitro fue actor y comenzó muy joven en el “Club Mariano


Moreno” de su barrio y después estudió teatro al concluir la ca-
rrera de meteorólogo en Buenos Aires. Se incorporó a los cursos
del “Teatro de la Universidad” que dirigía Juan Carlos Gené, tra-
bajó en “Los Muertos” y cuando estaban preparando “Verano y
Humo” se produjeron cambios en la Universidad que hicieron
naufragar aquella valiosa experiencia. Fue entonces cuando Ale-
jandro Puente, a fines de 1960, lo llevó al “Capitol”

y me sentí en mi salsa. Él me había hablado del


Grupo porque conocía mis inclinaciones artísticas
y sabía que me gustaba la pintura. Y me envalé
cuando comprobé que además de reunirnos en el
bar a la noche, la cosa iba en serio porque todos
laburaban mucho en sus talleres. Y me incorporé
y Pacheco me abrió las puertas de Ringuelet para
que me instalara allí.

El Grupo me entusiasmó. No sólo por la pintura


sino también por lo que se hablaba en las mesas
del “Capitol”, las discusiones que había. El Gru-
po me sacó de un montón de cosas y orientó y
cambió mi vida. ¿Vos sabés que siempre me atra-
jo la pintura? Yo de pibe trabajaba de repartidor
en una panadería y entraba a las exposiciones y
las recorría admirado. La inquietud estaba. Para
mi formación práctica, material en el oficio, fue
fundamental el instalarme en Ringuelet, bajo la
influencia de Pacheco y sus consejos. Todos los
días aprendía algo con él. Creo que Pacheco era
un obrero de la pintura.

Uno lo recuerda al Poroto de aquellos años por sus ocurren-


cias pero también por su búsqueda obsesiva de expresión. Siem-
pre andaba con una lapicera de dibujo y papelitos en los que

330
Lalo Painceira

plasmaba bocetos de lo que serían sus cuadros. “Al primer basti-


dor me lo regalaron y me entusiasmé, pensé bien mi trabajo y lo
pinté y vi que era bueno y lo expuse. Pero siguió un año de sequía
sin poder pintar, haciendo bocetos que no concretaba. Estaba
buscando. Después empezaron a salir los cuadros uno tras otro”
En 1965 comenzó su labor en la Geometría y se lanzó a las
tres dimensiones con maquetas de esculturas. “Buscaba formas
elementales que sensibilizaran al espectador. Eran formas prima-
rias que desarrollaba en el espacio real, lo que posibilita la escul-
tura. Las llevamos a Buenos Aires y premiaron una de mis obras
en una muestra al aire libre. Tuve una buena recepción y hasta
Iommi ponderó mi obra: “¿Sabés hablar inglés?” me pregun-
tó, porque me quería mandar a Londres. Eso me quedó dando
vueltas y poco tiempo después, con mi compañera Elsa Herrero
que es pintora y egresada de Bellas Artes, viajamos a España en
donde vivimos muchos años pero alternadamente. Regresamos
en 1981 pero nos volvimos a ir a España y nos quedamos has-
ta 2005. Ahora sí es el regreso definitivo”. Con entusiasmo de
niño, en el momento en el que charlamos por última vez, abril de
2011, prepara una muestra primero de pintura y luego hará una
de esculturas. Es posible que de visitarlo en su taller, comience a
sacar papelitos de sus bolsillos para mostrar bocetos de futuras
pinturas, como lo hacía hace cincuenta años en las mesas del
“Capitol”.
Dalmiro Sirabo: Si Antonio Sitro es “Poroto”, Dalmiro Sirabo
es el “Puntano”. Nacido por lo tanto en San Luis, estudió en el
“Colegio Militar” por influencia de un tío, el general Adaro. Pero
sólo estuvo un año de uniforme y después pasó al bachillerato
común en donde conoció en sus últimos años a Carlos Sánchez
Vacca que ya era pintor y, además, quien llevó el Informalismo
a su provincia. Dalmiro se contagió y comenzó a expresarse en
trabajos informalistas, con esmalte sintético y aditamentos. Estas
experiencias fueron el umbral de su opción por Arquitectura y de
su mudanza a una pensión de La Plata. Al llegar a nuestra ciudad
ya era informalista. Allí, en el quoncet en donde dábamos clases
con Kleinert, lo conocí el primer día de clases, anécdota que ya
relaté. Por Dalmiro accedimos al Informalismo y comenzamos

331
EL BLUES DE LA CALLE 51

a transitarlo Horacio Elena y yo. Siempre pintó en donde vivía,


salvo en 1966, cuando comenzó a realizar trabajos espaciales
con Trotta en City Bell. En la charla de nuestro almuerzo de
trabajo reconoció que

sentía una gran atracción por la materia, pero en


un momento dado sentí una especie de satura-
ción. Un poco me pasó lo que decía Herbert Read,
aquello de que cuando a un arte lo hacen todos, se
convierte en artesanía. También importó el impac-
to que me produjo la obra de Ellworth Kelly, que
es un extremista del minimalismo, con una obra
muy despojada pero sustentada en la geometría.
Sus imágenes me impresionaron porque sentí que
eran las de un místico. Pienso que ahora cuando
me dicen que mis trabajos tienen algo de oriental
es por eso, son mandalas, y en sí mismos consti-
tuyen un símbolo en donde se manifiesta un entre-
cruzamiento cultural.

Para el Puntano, el grupo dejó en todos sus integrantes un sello:

mientras nosotros leíamos, pintábamos y discutía-


mos, los otros vendían cuadros. Pero fue muy bue-
no lo del Grupo, lo que dejó en nosotros. Siempre
es importante cuando la gente se une y tiene un
emergente, ese hilo invisible que nos hace crecer.
Como dice Franc Isasmendi, ‘mi curriculum son
todas las personas que conocí’. Fijáte que en el
Grupo prácticamente no hubo rasgos egoístas.
Éramos hermanos. Compartíamos todo, hasta
nuestro tiempo, nuestras salidas al cine, a ver ex-
posiciones en Buenos Aires como aquella informa-
lista que nos pegó tanto.

332
Lalo Painceira

“Yo aprendí mucho de Pacheco, de ese momento en el que


toma la paleta de la academia, la misma que usaba al hacer pin-
tura al aire libre y de la que nunca se apartó, para empezar a
trabajar primero con nosotros y en 1964, creo, en un camino más
personal, propio. Después me doy cuenta que realmente había
aprendido con él a armonizar los colores, a trabajar la luz de los
atardeceres, de la naturaleza”. Sirabo, al concluir el Grupo Sí,
ingresó a una geometría minimalista y sensible que todavía lo
expresa. Recibió premios, expuso individual y colectivamente en
numerosas oportunidades, representó a la Argentina en la “Bienal
de París”. A continuación un resúmen de los salones y muestras de
las que participó: “Experiencias Visuales”, la “Visión Elemental”,
“Museo Nacional de Bellas Artes”, Buenos Aires (1967); “Arti-
culaciones Espaciales”, “Nuevo Ensamble”, “Museo Nacional de
Bellas Artes”, Buenos Aires (1968). “Articulaciones Espaciales”,
“Materiales”, “Nuevas Técnicas”, “Nueva Expresión”, “Museo
Nacional de Bellas Artes”, Buenos Aires (1968); “Panorama de la
Escultura Argentina Contemporánea”, “Fundación Lorenzzuti”,
“Buenos Aires” (1968); “Arte Joven”, “Museo de Arte Moder-
no”, Buenos Aires (1971); “Esculturas, Arte en las Plazas de Bue-
nos Aires”, “Museo de Arte Moderno” (1971); “Septiéme Bienale
de París”, “Museé d´art Moderne”, París (1971) “Dalmiro Sira-
bo”, “San Francisco Collège of Arts”, California (1971); “Dal-
miro Sirabo”, “Galería Birger”, Buenos Aires (1976); “Multigeo-
metrías”, “Museo Provincial de Bellas Artes”, La Plata (1977);
“Experiencias Espaciales, Centro de Artes Visuales”, La Plata
(1978); “Arte Argentino 78”, “Museo Nacional de Bellas Artes”
(1978); “Premio Fortabat”, Buenos Aires (1978); “Dalmiro Sira-
bo”, “Obras 1960/1985”, “Museo de la Universidad Católica”,
La Plata (1985); “Simposium de Esculturas Catalinas Sur”, “Cen-
tro Cultural Recoleta”, Buenos Aires (1989) “30 del Sur”, “Mu-
seo de Arte Moderno”, Buenos Aires (1994); “Arte al Sur”, “Cen-
tro Cultural Recoleta”, Buenos Aires (1995); “Esculturas Premio
Leopoldo Marechal”, “Museo de Arte Moderno”, Buenos Aires
(1998); “Recordando al Di Tella” 1960, “Museo Nacional de Be-
llas Artes”, Buenos Aires (1999); “Arte Multi-Espacial, Centro
Cultural Recoleta”, Buenos Aires(2002).

333
EL BLUES DE LA CALLE 51

Dalmiro fue gran amigo de Víctor Grippo e incluso compar-


tieron por un tiempo la vivienda. Por eso, porque el afecto per-
dura, le dedica a ese flaco desgarbado, intelectual y melancólico,
su último recuerdo: “Vos sabés que un día le dije que admiraba
su obra y él me miró, se rió y me contestó: ‘Puntano, vos tuviste
hijos y yo no’”.
Horacio Elena: Desde joven Horacio se escuda en un lati-
guillo: “no intelectualizo lo que hago y me niego a analizarlo.
Dejo que las cosas se vayan dando y hasta ahora ocurrió así, no
sé si es lógico, pero se ha dado”, y pese a su advertencia, lo que
me cuenta es un análisis de su obra que siempre respondió a sus
necesidades interiores y a sus vivencias. También melancólico,
aunque no lo reconozca, recuerda hasta el olor de las galerías
cuando a fines de los cincuenta y principios de los sesenta, las
visitábamos en nuestros viajes a Buenos Aires.

Era como si la pintura estuviera todavía fresca, so-


bre todo en las exposiciones de los informalistas y
en Bonino, ¿te acordás? Recuerdo todavía la con-
moción que me produjo la obra de Alberto Greco
y la de Kasuya Sakai. Hasta creo que ver la pintura
de Greco me hizo más informalista. Y trabajé con
los del Grupo en eso. No hubo un análisis previo
de mi parte. No podía haberlo por la misma ac-
titud frente a la pintura. Me gustaba trabajar las
texturas, la materia, poner el color. ¿Viste que hay
una relación particular entre el artista y su obra?
La obra es como otra persona y hasta te cambia
las ideas y te lleva por distintos caminos. Yo me
paso horas mirando mis pinturas. Las disfruto.
Ahora es distinto todo, pero en aquél momento
éramos under, nos manejábamos fuera del sistema.
Nosotros teníamos nuestras cuevas, nuestros ta-
lleres, nuestros reductos como el Capitol. Por eso
nos llegaban tanto Kerouac, Ginsberg… ¿Sabés
qué rescato de aquél tiempo?, la gente que conocí.

334
Lalo Painceira

Ellos son parte de lo que yo soy ahora. Si yo no


hubiera caminado esa vereda, hubiera estudiado
una carrera formal, sería otra persona. Es el re-
cuerdo de un tiempo feliz.

Horacio fue informalista y participó del Grupo Sí hasta que


se casó y en 1963 se marchó a Brasil con su compañera.

“Otra experiencia fuerte, porque en Brasil lo que yo sabía


hacer para ganarme la vida era pintar y busqué hacerlo.
Con la técnica informal pasé a la figuración porque me
impactó la realidad que vivía en ese momento, todo
lo social y a partir de entonces nunca me alejé de eso.
Ahora, cuando quiero volver a la abstracción me cuesta y
desde ya, me resulta imposible plantearme una geometría
estricta”.

Instalado frente al Mediterráneo, mirando desde la ventana


de su taller el mar y la playa, lo impacta todo lo que sucede en
la otra costa, en África y en Medio Oriente. De nuevo marcha
junto a su compañera, Chuchi Muiña que integra el personal no
profesional de “Médicos sin Fronteras” con sede en la vecina
Barcelona. Es como si la sensibilidad social y política de ambos
se acicateada al unísono por los mismos motivos. Además de ser
uno de los ilustradores más importantes de Cataluña, ha vuelto
a exponer. Sus cuadros, de una técnica impecable, muestran las
llagas de un mundo que no aprende de sus propios horrores.
Son excelentes y los ha mostrado en La Plata, en el MACLA. En
2010 tuvo dos pruebas importantes. La primera, la instalación
de su escultura “Mujer mirando el mar” en el principal paseo de
Sitges y la segunda, la muestra gigante inaugurando la gran Sala
Municipal de esa vieja ciudad de pescadores, en el sitio en donde
antes había un mercado. Allí volcó su obra nueva. La que habla
del dolor, pero también la que habla del amor y del deseo. “Fue

335
EL BLUES DE LA CALLE 51

un test porque me interesa la reacción de la gente. Porque les


hablo desde mis obras y quiero saber si me escuchan”.
Cortázar decía que en toda ciudad hay que construir la propia
isla. Cada uno de nosotros lo sabe y ha marcado territorio impo-
niendo el propio cielo al intruso, las fotos motivadoras, los mode-
los, los seres más queridos. Después de esta charla que prolongó
nuestro comensalismo, volvió a Sitges en donde se encuentra aho-
ra y en donde lo veo y charlamos vía Skype. Pero no me cuesta
imaginarlo en su ámbito, esa isla, la suya, que a diferencia de otras
es sumamente ordenada pero que no tiene horarios, porque Ho-
racio entiende la autonomía como sinónimo de libertad. Y no está
dispuesto a negociarla.
Alejandro Puente: Alejandro es un pintor que alcanzó recono-
cimiento internacional y nacional en el más alto nivel y sin em-
bargo, en cada encuentro, le aflora aquel pibe de El Dique que en
el pizarrón de la Escuela hacía los dibujos para las fechas patrias,
dibujos que prolongaba con sus lápices de colores y cuadernos
para expresar aquel mundo niño, quizás surgido de las historias
del abuelo, que le hablaba del mariscal Tito caminando por la
calle Nueva York de Berisso. Pese a que tuvo que trabajar desde
muy joven, su interés por la pintura nunca claudicó y visitaba toda
exposición que podía. En una de ellas se le acercó César López
Osornio y charlaron. Lo invitó al taller y retomó el dibujo, esta
vez con carbonilla. Después le aconsejó ir a las clases de Cartier
y también a algunas de Martínez Solimán. Pero se reconoce auto-
didacta. En esa época comenzó su amistad con Chalo Larralde,
Paternosto y Nelson Blanco. Cuando yo lo conocí vestía un traje
“Príncipe de Gales” gris y corbata, como lo exigía su alto car-
go administrativo en el “Ministerio de Obras Públicas”. Además,
era el dueño de una Siam Lambretta, la que todos envidiábamos
como lo mencioné.
Alejandro es el polo opuesto a Horacio Elena. Era y es racional
y su acto creador fue siempre también un ejercicio intelectual al
que añadió lirismo y también compromiso a partir de entroncar
su lenguaje expresivo con el arte prehispánico. Por eso, al concluir
el Grupo Sí, comenzó en 1964 junto a Paternosto su búsqueda
dentro de la geometría sensible. Y resultó algo natural. En ambos.

336
Lalo Painceira

Ganó en 1966 la beca Guggenheim y se instaló cuatro años en


Nueva York, con viajes cortos a Europa que le permitieron vivir
en 1968, los combates callejeros del Mayo francés. En ese mis-
mo año, ya de regreso a Nueva York, comenzó a investigar sobre
el arte precolombino y encontró un fuerte vínculo entre sus bús-
quedas y las de aquellas culturas. Trabajó e hizo una muestra en
Nueva York en donde además, expuso los tejidos de las culturas
originarias de nuestro continente. Fue el inicio de una trayectoria
de pintor que lo hizo ganar el “Premio Konex”; el “Gran Premio
Nacional de Pintura” y llevó su lenguaje de geometría amerindia a
todo el mundo. Su obra fue adquirida por los principales museos.
Entre ellos los poderosos MOMA de Nueva York y “Reina Sofía”
de Madrid. Además fue nombrado miembro de la “Academia Na-
cional de las Artes”.
Pese a todos sus logros, al reconocimiento recibido, Alejandro
sigue añorando aquella esquina de El Dique que al reunirnos, evo-
ca con singular gracia relatando las aventuras de él y aquella barra
de amigos entre los que estaba Poroto Sitro. Quizás ese sentimien-
to de barrio es el que le hizo abrir su sensibilidad a la propia tierra.
Nunca falta a nuestros encuentros y mantiene su fidelidad al
modernismo.

“En aquel tiempo, en el del Grupo Sí, la vanguardia


era el informalismo y hoy pienso que yo siempre
tuve una mirada hacia adelante. Fui informalista
por eso, porque era lo que sentía y por lo tanto, lo
que tenía que hacer. Y salió la muestra y el Grupo
nos potenció a todos y fue muy importante, tan
importante que pudimos soportar aquél frío terri-
ble que sufríamos en Ringuelet, ¿te acordás, Lali-
to? Ni una estufa, nada. En la pieza en donde vos
pintabas hacía frío porque los techos eran altos y
había mucho vidrio, ¿te imaginás lo que sentía-
mos nosotros en el galpón del fondo?...Conmigo
pintaba Poroto y me acuerdo un día gris, helado,
que dijo riéndose: ‘Hay, si nos viera Leonardo…’”

337
EL BLUES DE LA CALLE 51

Una nueva mirada

Parece primavera. Pero es una mañana de comienzos del oto-


ño de 2011. Parece imposible que ese cielo celeste sea la extensión
infinita del aire que nos rodea instalados aquí, en la base gris de
veredas y pavimento, de edificios en una ciudad tan distinta de
aquella de hace cincuenta años. Aquí, en este barrio que rodea
la plaza Yrigoyen, vivía Nelson con su parra, sus gatos y su
familia. Pero el barrio, como la ciudad, es otro. Han mudado la
piel con el paso de los años y todavía duelen las heridas abiertas
en los años setenta. Pero sigue siendo una ciudad de jóvenes,
que siempre es hablar de mañana y no detener el paso del tiem-
po. Si bien estamos los “adultos mayores”, ese eufemismo que
pretende esconder la vejez, también están los jóvenes, que son
muchos más, y la generación intermedia y todos ellos miran ese
futuro infinito que va dejando de ser individual y que poco a
poco se va transformando de nuevo en sueño colectivo.
Entonces, ¿por qué no hay grupos dentro de la plástica que se
manifiesten dentro de una misma estética? Sólo conozco, salvo
muy válidas excepciones, nucleamientos transitorios formados
para una muestra o para facilitar la exposición de las obras.
Nada más. Entre las excepciones que confirman la regla está el
“Grupo Escombros, artistas de lo que queda” que practica un
Arte Colectivo y Conceptual con algunas expresiones dentro de
lo político y social. Pero carecen, como grupo, de obras indivi-
duales. Todas son creaciones grupales y también trabajan el tex-
to como herramienta de comunicación. “Escombros”, desde su
creación de la mano de la democracia, ha contado con diferentes
integrantes. Creo que los permanentes son Luis Pazos y Héctor
Puppo, casualmente dos exponentes de los años sesenta. Consti-
tuyen la excepción, además por la longevidad del colectivo.
Que no existan grupos que compartan una estética no sig-
nifica que no haya creadores ni compromiso. Por el contrario.
La Facultad de Bellas Artes está colmada de estudiantes que
buscan la expresión a través de la forma, el color y el espacio.
Un fenómeno que comenzó en tiempos dramáticos de desazón
y de crisis, en los años noventa, que desembocaron en los dra-

338
Lalo Painceira

máticos 2000 y 2001. Como si las profesiones tradicionales hu-


bieran dejado de asegurar el futuro, se pasó a valorar la sed
expresiva. Año tras año aumentó la matrícula de Bellas Artes y
los egresados empezaron a mostrar sus trabajos, generándose
una movida distinta a la de los sesenta, pero muy promisoria y
esperanzadora.
Integrante de la hoy generación intermedia, Cecilia Cánepa
que además de excelente grabadora expresionista tiene una fuer-
te base teórica, compartió un café para dar su testimonio sobre
este hoy esperanzador y sobre aquellos años sesenta. Y lo hace
desde su propia experiencia plástica, docente y teórica.
Amiga de Graciela Gutiérrez Marx, la define como “referente
de compatibilidad con la que tengo la posibilidad de reflexionar
sobre problemas del arte actual con un enfoque interdisciplina-
rio. Nos reunimos a leer y a comentar la lectura. También man-
tengo un intercambio rico con Bárbara Rodríguez Laguens, que
es escultora y con algunos compañeros del MACLA, en donde
trabajé desde su fundación.”
Apunta a diferenciar los tiempos de aquellas vanguardias
con los actuales, señalando que antes, el agrupamiento de los
creadores se daba por compartir la misma estética, las mismas
ideas, pero manifestadas en obras que eran personales e incluso,
firmadas. Por lo tanto, si bien exponían grupalmente, mantenían
esa individualidad. Como fue el Grupo Sí. Ese hecho potencia y
cohesiona a un colectivo. Y hasta lo mantiene en una posición de
combate y lucha contra lo reconocido y aceptado por la sociedad
en general.
Explica que

“también en las vanguardias históricas del siglo


XX, como Dadá y el Surrealismo sobre todo, se da
ese acuerdo con una producción que era indepen-
diente. Lo que se dio en el Grupo Sí en los sesenta
fue eso, había acuerdos en común, se compartía una
misma mirada crítica sobre las artes reconocidas
y aceptadas. Lo mismo que había ocurrido en los

339
EL BLUES DE LA CALLE 51

cuarenta con MADI y Arte Concreto Invención”.


“Hoy, el planteo colectivo no es tan colectivo. Los
artistas son convocados incluso hasta por gente
que está afuera del proceso y trabajo creativo. Las
posiciones en los colectivos actuales son más inde-
finidas. Estamos más mezclados. Por otra parte no
es común que se unan el teórico y el plástico. El
pintor se escuda en el ‘yo pinto’, ‘yo hago’, ‘me ex-
preso a través de eso’, y los teóricos miran todo el
proceso desde afuera. Desde ya, a veces hay plás-
ticos a los que les importa sustentar sus trabajos y
teóricos que mantienen o han tenido una práctica
creativa”, concluye.

Hasta aquí el relato se centró en el Grupo Sí como una ex-


presión de la vanguardia romántica de 1960, recurriendo a mi
memoria y a las de mis compañeros y amigos. Pero se hace nece-
sario asomarse a los otros muchos que anidaban en el arte y mi-
rar a quienes caminaban por otros caminos en aquellos sesenta
contestatarios.
Para no cruzar inmediatamente a la vereda de enfrente, ocu-
pada por el arte concreto, pienso que es necesario reflexionar
sobre cinco artistas ubicados de manera paralela a los años se-
senta, pero que recorrieron sus propios senderos. Uno de ellos,
de estar en el país, hubiera formado parte de nuestro colectivo
y otro, representa a un grupo de aquellos años vinculado al arte
social. Por eso, en el próximo capítulo me referiré a César Ló-
pez Osornio, Miguel Ángel Alzugaray, Graciela Gutiérrez Marx,
Lido Iacopetti y Enrique Arrigoni.

340
CAPÍTULO III
EL “GRUPO SÍ” NO ESTABA SOLO

La movida del “Capitol” y los aledaños de la calle 51, no


fue un oasis enclavado en un desierto, aunque sus integrantes lo
descubriéramos al tiempo de haber expuesto por primera vez y,
sobre todo en el transcurso de la segunda muestra, la del “Museo
Provincial”.
Ahí nos percatamos que la ciudad también vivía la eferves-
cencia juvenil de los años sesenta y hacía tiempo que había roto
la burbuja que la contenía incontaminada de expresiones van-
guardistas y de cambio. Se encontraban vivas múltiples manifes-
taciones, desde las políticas, estudiantiles, obreras, y desde ya, las
artísticas, incluyendo otros pintores que solitariamente, en sus
talleres, en los de la “Escuela Superior de Bellas Artes” o consti-
tuyendo otros grupos (como por ejemplo los concretos), crearon
sus propias movidas participando activamente en el desarrollo y
la renovación del pensamiento hegemónico que se les imponía a
los platenses.
De todo el abanico de artistas que se manifestaban en ese
tiempo en discordancia con lo admitido por su clase dirigente,
sólo escogí a un puñado a modo de ejemplo, artistas en el sentido

343
EL BLUES DE LA CALLE 51

más completo de la palabra, que también agitaron las aguas de


la plástica platense para luego dedicar el capítulo siguiente al
grupo de los concretos, sus testimonios y aportes y por último,
volcar las charlas que mantuve con músicos, actores, intelectua-
les, escritores y poetas que formaron parte de aquella movida de
calle 51. Naturalmente quedarán afuera muchos exponentes de
diversa valía, incluyendo a quienes pertenecían a generaciones
mayores que la nuestra. Pido perdón por mi pecado de omisión.
César López Osornio: Comienzo este recuerdo con un pin-
tor que debió ser parte del Grupo Sí y no lo fue porque justo
en 1960 se encontraba becado, residiendo en Japón. Quizás, de
haber pertenecido al grupo inicial, el colectivo hubiera permane-
cido por más tiempo porque César tiene dotes de organizador y
además, un gran empuje y energía. Hoy es un artista consagrado,
auténtico maestro de la plástica, personalmente lo conocí cuan-
do el grupo hacía años que se había disuelto. No obstante él en
cierta medida, fue un precursor porque estuvo vinculado a las
etapas previas a 1960 e incluso, fue un introductor a la pintura
de varios de los que luego formarían el Grupo. Después de una
larga permanencia en Europa, fundamentalmente en Barcelona,
César López Osornio regresó a la Argentina restaurada la de-
mocracia, convocado por las autoridades municipales para que
concretara su idea de crear el “Museo de Arte Contemporáneo
Latinoamericano” (MACLA), el más importante del país. Pese a
su infatigable labor como director de este museo creado en 1999
y hoy en pleno funcionamiento, César sigue pintando infatiga-
blemente. Desde hace años se expresa a través de una geometría
sensible y de singular lirismo, en donde sobresale su manejo del
color. Pero aunque hoy cueste pensarlo informalista, en 1960
era ese su lenguaje expresivo allá, en el Oriente remoto, al mis-
mo tiempo que nosotros en La Plata. El lapso que duró la beca
fue exactamente el mismo que tuvo la vida activa del Grupo Sí,
1960-1963. Por lo tanto, cuando regresó, nuestro colectivo ya
no existía.
César nació en el barrio de los studs de La Plata, en una caso-
na de 121 entre 37 y 38 pero después su familia se mudó a la en-
tonces plaza Alsina, hoy Yrigoyen, en 19 y 60. El mismo barrio

344
Lalo Painceira

de Nelson Blanco. Fue jugador de fútbol y llegó a integrar, como


defensor, los primeros equipos de Estudiantes y de Quilmes. Era
futbolista de día y de noche estudiaba en Bellas Artes. Una lesión
lo obligó a abandonar el fútbol profesional y lo hizo buscar un
oficio dentro de la plástica. Fue letrista y luego filetero.
En Bellas Artes tuvo como maestros a Martínez Solimán, El-
garte, De Santo, Bongiorno, Pacha, entre otros. Ya había ingre-
sado, precozmente y como aprendiz, a la sección de Escenografía
en el “Teatro Argentino”. Y pintaba. Porque César siempre pin-
ta. Aún hoy. Ni los tropezones que tuvo con su salud le impidie-
ron crear. La misma pasión vuelca en sus juicios y que lo hace ser
terminante y hasta duro, se torna en poesía de color y de forma,
dejándose seducir a veces, por lo surreal. Es la misma pasión
con la que habla y cuenta esa maravillosa aventura cultural que
es el MACLA y sus encuentros con los viejos amigos de Europa
que donaron sus obras para ese, su museo -porque lo siente así y
tiene razón, porque siente esa pertenencia que los padres mantie-
nen con sus hijos- y es posible que desde ese amor a la pintura, lo
hace parecer hasta enojado opinando de arte o sobre una obra,
porque a diferencia de la mayoría de los pintores, César tiene
sustento teórico suficiente como para emitir juicios válidos que
merecen ser escuchados. Entonces cuesta relacionarlo con aquél
joven flaco que jugaba en Quilmes y que un encontronazo con
Rubén Bravo, aquél 9 histórico de Rácing, le provocó una lesión
que lo alejó tempranamente de las canchas y lo depositó allí, en
donde todavía permanece, ante un caballete y una tela blanca.
“Cartier me abrió la cabeza y me causa gracia porque casi
toda la generación nuestra de pintores estudió con él, no sólo en
La Plata, sino también en Buenos Aires”, y toma un descanso, se
ríe y me dice: “yo para pintar tengo que dejar de hablar…pero
me gusta enseñar y a veces tengo el defecto de poseer demasiada
memoria…Pero Cartier me abrió, mejor dicho, nos abrió a todos
nosotros la cabeza”. Como parte de su memoria recuerda su tra-
yectoria, sus comienzos como pintor figurativo como lógicamen-
te hacía suponer para un discípulo de Martínez Solimán hasta
su beca de 1960. En Japón se topó con el Informalismo “y me
interesó, me gustó. Previamente había empezado a hacer algo de

345
EL BLUES DE LA CALLE 51

Cubismo clásico que abandoné al llegar a Japón para dedicarme


al Informalismo”.
En La Plata había tenido su taller desde 1956 con el Vasco
Alzugaray. Era taller y casa, porque también vivían allí. En ese
tiempo era amigo de Rollié y de Casas que estaban en el arte
concreto, “pero en Japón cambió mi pintura. Me conecté con el
“Grupo Gutai” de informalistas. Trabajaban la materia y tam-
bién la pintura de acción a través de la perfomance. El “Grupo
Gutai” tuvo trascendencia en la plástica moderna japonesa. Ex-
puse en 1961 en Kioto y ya eran obras informalistas”. Este es el
paralelismo que vivimos con César y que por esos misterios inex-
plicables con los que siempre nos sorprende la vida, él exponía
en Kioto y nosotros en el “Museo Provincial de Bellas Artes” y
en el “Museo de Arte Moderno” de Buenos Aires al mismo tiem-
po y sin saberlo. Él y nosotros, informalistas por el sólo hecho de
vivir intensamente nuestro tiempo.

En el último año en Japón fui ingresando poco a


poco en la geometría y comencé a hacer diseños para
telas, eran diseños tipo europeo. Pienso que ese cami-
no me fue llevando al orden en la expresión pictóri-
ca. Al terminar la beca pasé por Nueva York, por la
galería de Martha Jackson y no me gustó ese mundo,
ese ambiente, y me fui. Creo que estuve sólo dos días,
pero me bastaron. Eso no era para mí. Y esa opción
siempre me alegró.

Volvió a La Plata, ganó por concurso la cátedra de Visión


hasta 1975. Allí lo dejaron cesante por razones políticas, recibió
amenazas de un grupo de extrema derecha y decidió exiliarse.
Permaneció en Venezuela entre 1975 y 1980. Allí fue profesor en
la Universidad Central de Venezuela; luego se instaló en España,
exactamente en Barcelona, desde 1980 a 1999, lapso en el que
enseñó en la Universidad de Zaragoza, pero nunca dejó de pintar
y de exponer.

346
Lalo Painceira

Una de esas exposiciones fue una gran muestra itinerante con


obras de los más importantes pintores latinoamericanos que re-
sidían en Europa. Participaron todos, desde Seguí a Sarah Grilo
y Fernández Muro, desde Julio Le Parc a Tomasello pasando por
Julio Silva y los Madi. Todos, incluido él. Y la muestra fue un
éxito. Tanto que esa muestra parió su museo. Surgió la idea de
que cada uno donara una obra para constituirlo. Un museo que
en ese momento era migrante, sin una sede fija. Hasta que el
lugar fue La Plata, su ciudad. Exactamente, el Pasaje “Dardo Ro-
cha”. Los que estuvieron detrás de este acuerdo fueron el arqui-
tecto Daniel Almeyda Curth y la entonces Secretaria de Cultura
de la Municipalidad, Susana López Merino.
López Osornio demostró su capacidad de gestión al frente
del MACLA. Con un empecinamiento y tenacidad que no son
habituales en estructuras burocratizadas, fue sacando adelante
todos sus proyectos junto a un equipo que le es fiel. Hoy el MA-
CLA es el “Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano”
más importante del continente. Allí están representadas todas las
escuelas actuales del arte y por sus mejores exponentes. Mientras
tanto, cada tarde, al regresar a su casa, pinta y cada tanto expone
en las principales galerías y museos del país.
César es un representante de aquella generación y tuvo estre-
cha vinculación con muchos de los que adhirieron al informalis-
mo como parte de nuestro Grupo.

“De alguna manera me siento partícipe de la crea-


ción del Grupo Sí, pese a encontrarme en Japón.
Como consejero en Bellas Artes, yo abrí las puertas
de las clases de Cartier y luché para que se admi-
tieran concurrentes libres. Yo le presenté a Cartier a
Nelson Blanco, Alejandro Puente y Chalo Larralde,
y los tres me fueron a despedir cuando me fui en
barco a Japón. Por lo que me siento amigo de ellos y
comparto sus comienzos en la pintura. Por eso siem-
pre me sentí parte del Grupo Sí y a mi regreso par-
ticipé en muestras con muchos de sus integrantes”.

347
EL BLUES DE LA CALLE 51

La obra actual de López Osornio es ante todo bella y de ex-


celente factura. Recurro a la presentación de una teórica del arte
como María de las Mercedes Reitano:

“César es un prodigioso innovador, un extraordi-


nario inventor/ poeta de formas que nos envuelven
sutilmente en un juego secreto de luz y color. En su
obra podemos encontrar la historia de una lucha.
Su trayectoria no está marcada con el signo de la
facilidad, al contrario, muestra huellas de un tra-
bajo duro, a costa de grandes riesgos y extremas
aventuras. Su fuerza es la vida y su obra su íntima
biografía espiritual. Lo que le interesa o lo que
busca en su arte es la esencia misma de la fuerza
vital, para que ella lo alimente y le dé su verdadero
sentido. En su obra, el rigor de la inteligencia, el
sentido poético y la ingenuidad natural se equili-
bran entre sí, produciendo esa conmovedora mez-
cla de libertad onírica y rigor geométrico que lo
define. En ella se encierra la capacidad del artista
para crear un orden que brinda una respuesta al
problema de la realidad y nos acerca a la verdad
del espíritu”. (Catálogo de la exposición de López
Osornio en la galería Coppa Oliver de Buenos Ai-
res, 2008).

Miguel Ángel Alzugaray: Encontrarse con el Vasco Alzugaray


es sentir el perfume del óleo o del acrílico. Uno no puede ima-
ginarlo detrás de un escritorio ni ejerciendo otros trabajos. Su
lugar está frente al caballete y junto a la mesa en donde está su
paleta cálida, con algunos fríos, pero audaz cuando queda plas-
mada en imagen. Allí tomará mate o algún vino, pero pintará en
ese hacer que tanto ama, y que sólo interrumpirá para dar cla-
ses. Porque él es pintor-pintor, solitario, de pocas palabras y sin
enarbolar teorías que vayan más allá del compromiso humano

348
Lalo Painceira

con su pueblo, su tierra y su historia. El Vasco tomó partido y


demuestra en cada obra que se puede hacer arte popular sin caer
en un amaneramiento imitativo del muralismo mexicano o de la
pintura caribeña. Lo hace en cada uno de sus paisajes, retratos
o en esas camisas tendidas al viento que hablan de ausencias,
blancas como los pañuelos de las Madres de Plaza Mayo. Pero
no importa el tema. Allí no está su discurso. Como ocurre con
toda obra de arte lo que comunica está en el empaste, en el color,
en sus formas ordenadas en un espacio conocido. Y lo comparte
con el espectador. En los últimos años está más callado, como si
le bastara su obra para entablar ese diálogo contínuo que man-
tiene con su público. Por eso no fue fácil compartir un café y que
hablara de él y de su pintura porque, como buen pintor, abomina
de las teorías y de las palabras. Sin embargo hablamos. Mejor
dicho, recordamos y fijamos posiciones.
Aclara que es entrerriano, algo que no hace falta porque allí
están sus paisajes costeros, sus pájaros, sus dorados del Paraná,
sus caudillos plasmados en las telas para anunciarlo.

“Entrerriano y peronista. Porque cuando yo vine


a estudiar a La Plata en 1955, fijáte qué año, yo
era peronista en una ciudad gorila como ésta. Ni
bien egresé en 1961 me fui a trabajar a la Pata-
gonia con Hebe (Redoano, pintora, grabadora
y dibujante, que fue su compañera hasta que se
fue de este mundo, como le escribió Maiakovski
a Esenin). Fuimos a Esquel y estuve mucho tiem-
po. Pero en los años de la Facultad tuve mi vida
intensa. Soy amigo desde entonces de César (Ló-
pez Osornio) porque entonces compartimos taller
y casa. Con Hugo (Soubielle) y Elías (Kortzars)
nos encontrábamos en la ‘Escuela de Bellas Ar-
tes’ y nos íbamos a comer al ‘Vómito negro’, así
llamábamos nosotros a un bodegón que quedaba
cerca de plaza Rocha. Era mi vida de estudiante,
que fue hermosa. Pienso que fuimos los últimos

349
EL BLUES DE LA CALLE 51

románticos. El Flaco (López Osornio) me enseñó


el oficio de letrista y con eso nos ganábamos unos
mangos. Fue un momento muy lindo que viví en
la Escuela que entonces era chiquita, calculá que
nos conocíamos todos. Pero algunos profesores
eran muy retrógrados. Había uno que te advertía
de entrada: ‘si hacés algo a lo Picasso te echo del
taller’. Decí que estaba Cartier. Cuando fui a la
primera clase de él no me lo olvido más. Estaba
vestido con un gabán con capucha color arena
(un Montgomery pelo de camello) y fumaba con
boquilla mientras hablaba. Me conmovió. Miran-
do las obras que había en el taller, las señaló y
nos dijo ‘esto está muerto. Ustedes salen afuera
y la plaza con su jacarandá, vive. Eso es vida y el
arte es vida. Ustedes tienen que hacer el esfuerzo
de aprender y hacer un arte moderno, que exprese
el tiempo que vivimos. Porque el arte moderno
es también vida. Un arte de otra época no será
vida ni luz, porque no se corresponde con la vida
de ustedes’. Y fijáte cómo sería que cuando llegó
Deferrari, profesor de dibujo, recorrió los talle-
res y dijo asombrado: ‘aquí ni siquiera llegaron
al cubismo’. Los que trajeron la modernidad a la
Escuela fueron Deferrari, Cartier, Arranz (pro-
fesor de cerámica) y Saulo Benavente. Arranz y
Saulo aportaron la temática social. También debo
mencionr a Elgarte (Miguel Ángel), gran graba-
dor, con imágenes bellísimas y que ganó el Gran
Premio Nacional”.

La Escuela y sobre todo los talleres de las artes plásticas, ge-


neraban entonces bohemia y la necesidad de compartir todo el
mayor tiempo posible. Era un puñado de alumnos, nada más,
que se reconocía parte de una misma familia. “Hasta cocinába-
mos allí y comíamos. Pasábamos el día en los talleres”. Una vida

350
Lalo Painceira

que añora, sobre todo ese comensalismo, esa familiaridad y el te-


ner un espacio en donde pintar, discutir y hablar de los trabajos.
El Vasco nació el 2 de octubre de 1934 en Gualeguay, Entre
Ríos, y en Paraná realizó sus primeros estudios de dibujo. Como
menciona el catálogo de su última muestra en el MACLA, “el
entorno natural en el que se crió influyó decididamente en su es-
tética figurativa.” Puede agregarse como dato que se desempeñó
como profesor en el “Instituto de Arte de Chubut” (Esquel), “Es-
cuela Superior de Artes Visuales” (Chivilcoy), “Escuela de Arte
de Berisso”, “Escuela Panamericana de Arte” y en la Facultad
de Bellas Artes de La Plata. Recibió 18 premios por su obra en
distintos salones y bienales de pintura y participó en más de 150
muestras colectivas en el país y en el exterior, además de nume-
rosas muestras individuales.
Pero no siempre fue figurativo. Entre 1965 y 1970 se expresó
en bellísimos trabajos informalistas de fondos texturados, con
paletas “sordas y terrosas” como él las define. Aunque puede
adivinarse por sus empastes y la pincelada gestual su paso por el
Informalismo, la vuelta a la Figuración no se hizo esperar. Entre
1982 y 1991 formó parte del “Grupo de Pintores Argentinos”,
junto a Moneta, Rollié, Porto, Segura y Zanatta, con “una afir-
mación del planteo social e histórico, profundizando un compro-
miso personal. Cuando exponíamos dábamos charlas y home-
najeábamos a figuras como Eva Perón, Juan Manuel de Rosas,
Juan Domingo Perón, Hugo del Carril, Hipolito Yrigoyen, Artu-
ro Jauretche y Enrique Santos Discépolo. Al concluir esa etapa
comencé otra que yo llamo realismo ecológico, en donde pinto
paisajes con la flora y la fauna pampeana y litoraleña”.
Graciela Gutiérrez Marx: Si Gutiérrez Marx hubiera nacido
dos años antes, hubiera integrado el Grupo Sí. Mi aseveración
no tiene que ver con esos supuestos que se manejan como po-
sibilidades remotas que no sirven como estructura de ninguna
historia: “si Stalin hubiera perdido la interna roja…”, “si la revo-
lución de Rosa Luxemburgo hubiera triunfado en Alemania…”,
“si Dorrego hubiera derrotado a Lavalle…”. No. Mi aseveración
se sustenta en una historia real, palpable, de sentir y manifestar,
de mantener los mismos combates contra los mismos oponentes,

351
EL BLUES DE LA CALLE 51

de ser fiel a la misma rebeldía, cueste lo que cueste. Pero no pudo


ser. Cuando se expusieron nuestras obras en el “Salón Estímulo”
y luego formamos el Grupo Sí, Graciela tenía sólo 17 años de
ese tiempo y en aquella prejuiciosa y pacata ciudad de La Plata.
Aunque ella ya acunaba similares rebeldías a las nuestras. Esta-
ba terminando el “Bachillerato de Bellas Artes” con el propósito
de ingresar a la carrera superior de Escultura para 1962, año
que mostró al Grupo Sí ya consolidado y despidiéndose como
colectivo.
Gutiérrez Marx completó en la “Escuela de Bellas Artes” de
la UNLP, el Ciclo Básico, el Bachillerato, la carrera superior de
Escultura y luego de Historia del Arte, además cursó dos años de
Cine y parcialmente Diseño. Rescata de aquella época primera a
dos profesores: Aurelio Macchi y Manuel López Blanco.

Pero toda la Escuela era fantástica y abría la cabe-


za desde el mismo Bachillerato. Profesores como
Atilio Gamerro, Nina Sager, Nelba Benítez. Tesso-
ne, Asti Vera, De Santo, Teodolina García Cabo,
Carlos Aragón y desde ya, Macchi, que me per-
mitió que empezara a concurrir de manera libre
al taller de Escultura, siendo yo alumna del Ba-
chillerato. Y Macchi era duro, sobre todo con las
alumnas. Pero aprendí un montón con él. Desde ya
que no todos eran como ellos. En pintura predo-
minaba la figuración y lo que podría denominarse
academia. Otro que abría la cabeza era Cartier, al
que conocí en 1961. De Manolo López Blanco fui
ayudante alumno desde 1963 a 1967 y lo fui a su
pedido. Corregir los trabajos con él fue un apren-
dizaje fantástico aunque mi tarea fue la confección
de fichas sobre textos. Crecí con él y todavía tengo
su imagen con lágrimas en los ojos escuchando a
Orff. Murió el 11 de marzo de 1969 y era muy
joven todavía, con gran influencia sobre el alum-
nado porque era brillante, rápido, seductor”.

352
Lalo Painceira

La primera muestra de Gutiérrez Marx fue en 1963, cuando


cada integrante del Grupo Sí había comenzado a visualizar su
propio horizonte. “Hacía esculturas en hierro y algunas figuras
en yeso directo a lo Giacometti. En 1967 ya gané un premio en
un salón nacional y eso me abrió a invitaciones y participación
en salones y muestras colectivas además de las individuales. Co-
nocí entonces a escultores muy buenos, como Papparella o Badí,
pero no me influenciaron”. Se reconoce lectora precoz y rescata
de aquellos años a Simone de Beauvoir, a los místicos hindués
“y toda la onda oriental”. Iba a los bares, pero no fui al “Ca-
pitol” sino al “Costa Brava”, al que también iba Lida Barragán
de la que era amiga. En los bares se hablaba y mucho. Y eso es
algo que extraño. Veíamos una película como “Jules et Jim” y la
discutíamos, ¿cómo no hacerlo si planteaba una moral nueva?”
Entre 1967 y 1969 expuso esculturas y objetos en las prin-
cipales galerías porteñas y en 1970 obtuvo el “Primer Premio
de Escultura” en el Salón Municipal. Cinco años después se
zambulló en el arte experimental integrándose al Mail-Art (Arte
Correo). En 1976 fue separada de su cargo por la dictadura
militar. Su respuesta fue permanecer en el arte alternativo ne-
gándose a participar en salones. En 1977 ya era militante del
arte más libertario, rebelde y excluido de las artes, que es el
Arte Correo. Allí mantuvo una rica experiencia junto a Edgardo
Vigo llegando a unir sus firmas durante un tiempo para la reali-
zación conjunta de obras. Todavía es fiel a este arte nacido de la
protesta, pero también volcando su talento (que es mucho) en la
escultura, el grabado y la pintura, según sus necesidades expre-
sivas. Instaurada la democracia volvió a exponer y retornó a la
cátedra. Recientemente publicó Arte correo- Artistas invisibles
en la red postal, texto fundamental para conocer a fondo esta
manifestación que se ha mantenido al margen de los circuitos
oficiales y comerciales.
El Arte-correo es poco conocido. Su misma mecánica lo re-
duce al diálogo creativo, pero sin embargo ha sido vehículo de
resistencia, denunciando excesos dictatoriales y manteniendo el
ejercicio de la libertad sin mordazas que la limiten, aún las que
provienen de las galerías sumisas a las leyes de mercado. Un

353
EL BLUES DE LA CALLE 51

escrito de ella resume los fundamentos de este Arte, la manifes-


tación más extrema del romanticismo. Dice GG Marx, como a
veces firma:

Pertenezco a una tendencia de intercambio poé-


tico global a distancia que fluyó entre los años
sesenta y noventa del siglo anterior. Si buscamos
inscripciones, sus antecedentes llegan al siglo IV
antes de Cristo, pero preferiría situarla como deri-
va de Dadá y hermanarla con Fluxus, y la novísi-
ma poesía practicada en el Cono Sur de la América
pobre, nacida en el seno de la literatura de cordel
(nordeste de Brasil), las artesanías regionales, las
luchas en el campo popular (Cuba, México, Chile,
Bolivia, Perú, Nicaragua, Venezuela, Uruguay, Co-
lombia, Ecuador, Argentina…) y los movimientos
libertarios que se negaron a los influjos seductores
de un ‘progreso’ que,en nuestro quinto infierno,
siempre nos expolió.

El Arte Correo (modo particular de enunciar en


el Caribe y la actual región del Mercosur all Mail
art) fue una boca de salida para aquellos que no
aceptaron el dominio del mercado en galerías, ni
las honras de los premios o las cristalizacionespro-
puestas por los museos y mucho menos todavía,
las subvenciones de los gobiernos de turno o las
empresas lavadoras de culpas impositivas”.

Hemos vivido un nosotros temporalmente a-


secuencial y espacialmente deslocalizado, practi-
cando géneros y tipos notablemente diversos con
maravillosas posibilidades de danza en co-rres-
pondencia. Sin directores, ni críticos, ni paternida-
des, ni historia oficial que pueda alguien atreverse
a enarbolar o de la que se pueda adueñar, ha sido y

354
Lalo Painceira

es un arte ligado a la vida. En consecuencia todo el


material de intercambio está vivo, y por ello mis-
mo corre los riesgos de una muerte por falta de
conservación, banalización o denostación. Como
practicante y responsable de un archivo de obra
efímera, me enfrento al desafío de construir un
dispositivo que rescate su carácter indomesticable
de resistencia poética y creación compartida. Por-
que el mail art puede servir de anclaje e inscrip-
ción a las redes del ciberespacio. Un tejido abier-
to de pequeños racimos enredados, superpuestos
y flotantes que junto a Fluxus, dan cuenta de los
múltiples transplantes de las esporas Dadá”.

Lido Iacopetti: Lido pinta su propio universo. Ese universo


que cada uno crea entremezclándolo con la propia vida, en don-
de incluye aquello que sólo se manifiesta en el inconsciente, en el
misterio que comprende a toda creación. Y su obra está allí, nun-
ca oculta, generosamente mostrada a través de los años. Porque
Lido nos muestra su propia vida, la más íntima, incluso aquella
que se oculta en los pliegues interiores, la que nace de la raíz
creativa que todo hombre pero que él, al exigirla diariamente, la
posee de manera exacerbada. Y es así porque ese cosmos multi-
color colmado de signos y misterio, constituye su voz personal,
inimitable y bien propia, esa escritura, ese lenguaje con el que
comunica su alma.
Ese es el mundo que generosamente y a través de los años,
Lido comparte con los espectadores de su obra y particularmen-
te con su ciudad, porque si bien es nicoleño de nacimiento, eligió
ser platense y aquí construyó su familia, pilar fundamental que
lo sostiene y además, es aquí donde externalizó generosamente
ese mundo mágico propio que lo habita y que nos regala en cada
una de sus muestras.
Llegó a La Plata siendo adolescente. Atrás quedó su barrio de
San Nicolás habitado por esa paz que sólo rompía el bullicio de
pibes entreverados en algún picado en un potrero vecino. De esa

355
EL BLUES DE LA CALLE 51

calma nicoleña, llegó a una ciudad en ebullición, donde la Univer-


sidad seguía señalando caminos de rebeldía. Era 1958 y Lido lle-
gó con la sola ambición de convertirse en pintor. Y en ese tiempo
de utopías y de fe en ellas, de largos y encendidos debates, él man-
tuvo la fidelidad a su vocación con la terquedad de un ermitaño.
Es posible que haya sido testigo asombrado de aquellos enfren-
tamientos estudiantiles entre partidarios de la enseñanza laica y
los de la libre, la “represión de los cosacos”, como entonces se
llamaba a la policía montada. Pero ese Lido adolescente perma-
neció fiel al trabajo infatigable en su taller, esa especie de ermita
que lo protegía. No participó de aquella división del estudiantado
y de la sociedad ni de la fuerte politización entre los jóvenes que
se acentuó al año siguiente con el triunfo de la Revolución Cu-
bana. Lido arañaba su alma para encontrar caminos propios que
le permitieran sacar su mundo interior. Es esa su ofrenda social.
Sus primeros intentos lo ligaron al Expresionismo pero des-
pués la academia lo acercó al Postcubismo que imperaba en Be-
llas Artes. En 1962 se le amplió el universo al concurrir a las
clases de Cartier (¡qué presencia la de este gran maestro que no
recibió todavía el homenaje que le debe La Plata!). En sus clases
conoció a los que militaban en las dos expresiones en pugna de la
vanguardia de esos momentos: a los concretos y a nosotros, los
informalistas del Grupo Sí. No participó de ninguno de los dos
movimientos aunque se sintió más cercano al Arte Geométrico,
a su concepción espacial y temporal, al juego del color con sus
vibraciones clásicas. No obstante, fue amigo de los dos grupos y
también de sus compañeros o de aquellos con los que compartía
los talleres en la vieja “Escuela de Bellas Artes”.
Libertario por naturaleza, su mundo siempre fue personal.
Tan personal y único como su lenguaje que cuenta sólo con un
ancestro muy lejano, Joan Miró, aquel hombre que siempre fue
niño. Pero Lido no se aisló aunque haya carecido de socios.Ad-
mitió y respetó las discrepancias y los senderos divergentes. Lo de
él era distinto. Propio. Plagado de signos que navegan su propio
espacio. Se reconoce solitario, quizás porque su manera de dia-
logar sea esa, a través de sus “buichos estéticos”. Por eso sigue
pintando. Aferrado a su ética, a las leyes de su propia gramática

356
Lalo Painceira

expresiva. Sólo dejó su taller para enseñar y fue un gran maestro


que, como Vigo, abrió las mentes a cientos de jóvenes platenses
para zambullirlos en esa aventura maravillosa que es aceptar el
arte como experiencia, dejándose llevar por él, sin prejuicios, de
la misma manera como la mente vaga, se apasiona, sufre o se
alegra escuchando una sinfonía, leyendo poesía, mirando un cielo
estrellado en pleno campo o simplemente soñando.
Hoy, cuando la mayoría de los artistas se encuadran en gale-
rías que los someten a las leyes de mercado, causa admiración la
santa terquedad de Lido, catequizando a favor de la libertad de
un arte sin ataduras, con la única exigencia de ser fiel a sí mismos.
Queda agregar otra característica necesaria para ser reconocido
como maestro: su calidad de persona, su amplitud generosa, su
palabra de aliento y de guía para los que se acercan por primera
vez a ese mundo maravilloso que es el arte cuando se ejerce con
libertad y honestidad. Mundo que no admite trampas, como él
afirmó: “el arte no existe donde no haya una cuota de creación,
por mínima que sea: como no existe Dios en el alma de un ateo
o el amor, en el alma de un necio”, y una noche de empanadas y
vino en su casa, me sintetizó esa terquedad puesta en el trabajo
diario aclarándome que “algunos me dicen que soy un Quijote. Y
sí. Yo no concibo la vida sin lucha”.
Enrique Arrigoni y el “Grupo Diálogo”: En 1960, la pintura
social que se conocía en La Plata, en general no era urbana ni
local. Salvo muy pocas excepciones, estaba presente en el paisaje
norteño y cordillerano que solía incluir la presencia de figuras
con rasgos de pueblos originarios, con la excepción de los esplén-
didos pescadores de Cleto Ciocchini, retratos en los que podían
adivinarse las crudas condiciones de vida. Pero no se reflejaron
las luchas obreras, las injusticias sociales, el hambre, la pobreza
urbana y la de los márgenes, que es sórdida, porque no cuenta
con un paisaje bello que la esconda o disimule.
No lejos de La Plata, en ese año nació en Buenos Aires el le-
gendario “Grupo Espartaco” compuesto por pintores militantes
entre los que sobresalió el genio de Ricardo Carpani, muy bien
acompañado por Mollari, Bute y Sánchez. Desde ya, hablar de
Buenos Aires es hacerlo de la historia del Arte argentino que

357
EL BLUES DE LA CALLE 51

ya contaba con pintores sociales y militantes de la talla de Ber-


ni, Alonso, Castagnino, Spilimbergo, para no remontarme a los
clásicos exponentes como De la Cárcova (autor de la célebre
pintura “Sin pan y sin trabajo” de 1892/93, expuesta hoy en el
“Museo Nacional de Bellas Artes”) o la escuela de grabadores
que acompañaron las luchas sindicales de fines del siglo XIX y
comienzos del XX, denominados “Artistas del Pueblo”, grupo
integrado por Abraham Vigo, Bellocq, Riganelli, Arato, sin ol-
vidarse de Facio Habequer. “Los Espartaco” se inscribieron en
ese camino.
Con esos antecedentes, en 1962, cuatro artistas plásticos pla-
tenses tomaron esa posta y crearon el “Grupo Diálogo”. Ellos
fueron Enrique Arrigoni, Ismael Calvo Perotti, Oscar Enrique
Levaggi y Ramón Peralta. El material que sustenta este recuerdo
y la charla mantenida en representación de “Diálogo”, fue con
Arrigoni, que persiste tercamente en su camino.
Como corresponde en toda muestra inaugural, “Diálogo” dio
a conocer su “Manifiesto” compuesto por ocho puntos en donde
marcan su diferencia con la vanguardia existente pero también,
con la militancia activa propuesta por “Espartaco”. Diálogo se
definió de la siguiente manera:

1º- Noción de que el artista no es un ente aislado dentro


de la comunidad (aún cuando en este momento exista ese divor-
cio), y que sin necesidad de ser comprometido compulsivamente,
el carácter natural e irrenunciable del compromiso existencial, le
obliga a transferir a la obra de arte, la condición del hombre to-
mada como totalidad integral.
2º- Nuestra única militancia es la del arte entendida como
posibilidad de expresar lo humano.
3º- Ubicación en la realidad del tiempo y del lugar que nos
es dado, de modo que importe una actitud de solidaria resonancia.
4º- Frente a las dos tendencias actuales de la plástica, una
de las cuales por medio de la total abstracción está llamada a
resultar funcional, entendemos que el “Diálogo” se promueve a
través de la creación plástica por conducto de una base figurativa.
5º- La esencia del arte es investir forma a la materia.

358
Lalo Painceira

6º- Necesidad de un conocimiento del pasado artístico


universal, como fuente de provisiones de perfeccionamiento téc-
nico y de enriquecimiento espiritual que facilita la comprensión
del sentido proyectivo de los acontecimientos.
7º- Cada uno de nosotros es libre, dentro de su mundo y
dueño de su exclusiva orientación estética.
8º- Por último, nos ubicamos en actitud sensible a la asi-
milación de todo quehacer espiritual afín.
Más allá de sus propuestas teóricas plasmadas en el “Ma-
nifiesto”, a los integrantes de “Diálogo” les sucedió lo que les
ocurre a los fotógrafos testimoniales: los hombres y mujeres re-
tratados pertenecen a un pueblo inscrito en un tiempo histórico
determinado. Sus figuras delatan los sufrimientos, las alegrías,
la explotación que padecen e incluso, también sus esperanzas,
sus luchas y hasta esa fe que los alberga y se manifiesta en la
religiosidad popular. Así fueron las obras de su primera mues-
tra: el trabajo en las peores condiciones en “Zafra”de Arrigoni;
“La familia” hija de la pobreza en la obra de Calvo Perotti; el
“Sufragismo” con un puño obrero en la monocopia de Levaggi.
Sólo Peralta, en una figuración con mucho de abstracción en su
“Remolino”, parece ser más fiel a la espiritualidad existencial
que pregona el manifiesto.
Como lo estipula la premisa sartreana, el compromiso siem-
pre está, aún tratando de rehuirle o ignorándolo. “Diálogo”
brindó su obra testimonial hasta 1970. Eduardo Baliari en el
Catálogo de una exposición homenaje realizada en el “Museo
Provincial de Bellas Artes” en 1973 rescata expresiones de al-
guno de sus integrantes, que corroboran su compromiso con la
coyuntura. Peralta asegura que busca “una vivencia en todas las
manifestaciones del mundo que me rodea”. Arrigoni afirma que
“como pintor actual trato de ubicarme en los medios sociales
de esta época tomando al hombre universal como eje de mi len-
guaje plástico”; Calvo Perotti confiesa que “vivo en esta época y
me siento comprometido con ella”. Esto, manifestado en un año
caliente y participativo, como 1973, adquiere otra dimensión.
En sus ocho años de vida, “Diálogo” expuso en galerías y
museos de La Plata, Capital Federal y distintas ciudades bonae-

359
EL BLUES DE LA CALLE 51

renses, en veintisiete oportunidades. Dato que da cuenta de un


anclaje diario en el taller. Lo corrobora hoy con su ejemplo el
infatigable Arrigoni, que continúa pintando todos los días. Y era
precisamente allí, en los talleres, el lugar en donde se reunían. En
una charla actual en su casa, rodeado por gran cantidad de sus
trabajos, Enrique Arrigoni me habla de aquellos encuentros y del
comienzo de ese caminar juntos. “Nosotros conocíamos a Amíl-
car Ganuza, que fue quien nos promovió e incluso colaboró en la
redacción del primer manifiesto. En aquella época nos vivíamos
como una expresión que estaba entre lo clásico y el Di Tella y
brindábamos una visión más latinoamericana”.
Cuenta que el grupo se fue dando espontáneamente. Algunos
fueron compañeros de estudio y todos se veían en exposiciones
y en salones y

a partir de todos esos encuentros fue naciendo


‘Diálogo’ ¿Qué nos unió? Supongo que la comu-
nión expresiva entre nosotros porque la pintura
social no existía en La Plata. Teníamos referentes
comunes como los muralistas mexicanos, los pinto-
res brasileños y desde ya, argentinos. Y salimos con
esta temática a buscar el diálogo con la gente, por
eso su nombre. Nuestro grupo fue muy unido y dis-
cutíamos todo. No sólo las obras a exponer. Pero
con el tiempo el grupo se fue diluyendo. En 1968
Calvo Perotti ganó un concurso en Bahía Blanca y
se marchó; Peralta se empezó a dedicar mucho más
a la docencia y los otros fueron convocados por
sus actividades laborales personales. Todo eso nos
acortó el tiempo del encuentro y de la charla. Pero
seguimos pintando y trabajando individualmente”.
“Pienso que los cambios deben llegar sin saltos.
Deben ser producto de una sucesión de trabajos,
pero uno evoluciona siempre porque entiendo a la
obra como un equilibrio entre la razón y la emo-
ción. Por ejemplo, yo no puedo pararme ante el

360
Lalo Painceira

caballete y enfrentar la tela vacía sin un trabajo


previo. Todavía sigo así. Hago dibujos, proyectos,
y cuando concluyo esa etapa, recién comienzo a
pintar sobre la tela”.

Luis Pazos: En 1960 Luis Pazos consumía libros de ciencia


ficción con hambre de otros mundos, esos mundos que habi-
tan detrás de las apariencias de la realidad. Devoraba los textos
Bradbury como si la profesía del narrador norteamericano de
Fahrenheit 451, temperatura a la que se enciende el papel, es-
tuviera a punto de cumplirse. Sin embargo, esa lectura lo hizo
acceder cinco años más tarde, a una dimensión del tiempo, del
espacio y del lenguaje que le permitió vestir el traje de “Caza-
dor Metafísico”, su primer poema o al menos, el primero que
recuerda haber escrito y que fue publicado en el diario “El Día”
de La Plata. Puede decirse que fue entonces cuando Luis, junto al
protagonista de ese poema que acababa de atrapar a Dios, dijo
“su primera palabra completa/ Yo soy.”
Luis no fue de nuestro grupo ya que comenzó a escribir poe-
sía en 1965, pero asumió vitalmente los sesenta y se le puede
acreditar ser el introductor, junto a Jorge del Luján Gutiérrez,
del Pop Art en La Plata. Pero antes de zambullirse en los mo-
vimientos plásticos, Pazos fue y es poeta al punto que un año
después de ser “Cazador Metafísico”, junto a ese “Yo soy”, dejó
el trabajo en el bazar de su padre y sus estudios, para dedicarse
a escribir. Se presentó al concurso de la “Sociedad de Escritores
de la Provincia” (SEP), recibiendo la “Faja de honor” lo que le
permitió publicar. Allí conoció al resto de los premiados: Gu-
tiérrez, Rafael Oteriño, Néstor Mux, Quico García, Osvaldo
Ballina y nuestro Omar Gancedo. Y todos ellos dieron a luz a
un “Esmilodonte”, grupo de poesía que tomó su nombre de los
dos esmilodontes que custodian escultóricamente el ingreso al
“Museo de Ciencias Naturales” de La Plata. Desde ya, fue bau-
tizado así por Gancedo. Entendieron que la mejor manera de
presentarlo en sociedad era a través de los muros de la ciudad
y allí pegaron sus poemas como si fueran afiches de publicidad.

361
EL BLUES DE LA CALLE 51

Fue una intervención pública o como prefiere denominarla Luis:


“una experiencia de arte callejero”
Al año siguiente Pazos se relacionó con Edgardo Vigo y parti-
cipa en la publicación Diagonal 0 y siempre con Vigo, realizaron
el primer happening platense: “El Dios del laberinto”. Fue en un
boliche bailable de moda, propiedad de los hermanos Vecchioli
arquitectos e hijos de unos de los padres de la pintura platense,
Francisco Vecchioli. “Federico Vº” significó un boom social entre
los jóvenes de la clase media platense que como buenos imita-
dores de la burguesía porteña, lo vivieron como un “Mau Mau”
local. Lo cierto es que los mellizos Vecchioli abiertos al arte y a
la vanguardia, facilitaron el local para estas experiencias dite-
llianas. La segunda fue “La corneta” que implicó vestimenta a lo
Lennon y a la que se sumó un fotógrafo amigo de Vigo, Chispa
Estévez.
¿Por qué incluyo a Luis Pazos en una crónica que abarca al
Grupo Sí y los años de su existencia, 1960 hasta fines de 1962?
Porque Pazos introdujo el pop art, es decir, ese movimiento que
fue el puente entre la vanguardia y el posmodernismo, término
que todavía no estaba en uso ni existían teorías como la del fin
de la historia.
Pazos trabajó con Vigo en sucesivas publicaciones y poco a
poco fue incursionando en un protoconceptualismo con fuer-
te y directo contenido político. Sobre todo sus obras a partir
de 1971. Además Luis Pazos es un conocido periodista a nivel
nacional que trabajó en los medios de mayor difusión del país
y que a partir de mediados de la primera década del siglo XXI,
retornó a La Plata. A nivel plástico fue fundador en 1988, junto
a su amigo Rayo Puppo, del “Grupo Escombros”, todavía en
plena actividad y dedicado totalmente al conceptualismo sin ol-
vidar grandes convocatorias para ocupar desde el arte, espacios
públicos de La Plata. En 2011 publicó El cazador metafísico, en
la editorial Libros de la Talita Dorada que lidera el poeta José
María Pallaoro. Tiene en su haber varios libros sobre temas pe-
riodísticos, algunos en colaboración, como Graciela, esa mujer
(1997), No llores por mí Catamarca (1991) y Justicia y televisión
(Libros Perfil, 1999).

362
Lalo Painceira

Y a medida que coloco un punto final, la memoria se abre


y descubro ausencias que de mantenerlas, sería imperdonable,
como la de Miguel Angel Guereña. Habrá más, desde ya. Omi-
siones que sonarán a injusticias pero que son involuntarias.
Como por ejemplo, si hubiera excluído al Flaco Guereña, hijo
de un fabricante de sombreros, que soñaba con ser Químico
Industrial y que sin embargo, se construyó como sólido pintor
con más de 50 años expresándose a través de un lenguaje muy
personal. El Flaco también tendría que haber formado parte del
Grupo Sí, porque siempre adscribió a las vanguardias surgidas
en ese camino que abrieron los románticos dentro del arte. Sin
embargo no pudo. Cuando el Grupo Sí nació, Guereña había he-
cho sus maletas y se había marchado de La Plata para afincarse
en Chubut en donde, además de pintar febrilmente, ejerce la do-
cencia formando a varias generaciones de pintores chubutenses.
Guereña nació en La Plata en 1931 y en el 53, junto a Edgar-
do Vigo se embarcó y se fue a vivir al barrio latino de París, a
tres cuadras de La Sorbona. Allí se tuteó con las vanguardias del
siglo XX y se sintió atraído por aquellas vinculadas a la expre-
sión más que a la razón. Amigo de Alzugaray, cuando volvió al
país lo invitó a viajar a la Patagonia. Él fue como adelantado y
después se mudó el Vasco. Desde entonces fijó su domicilio en el
sur, pero no desaprovechó las oportunidades que le permitieron
viajar. En 1972 visitó México en donde conoció directamente
la obra de los muralistas. De regreso a Esquel, en donde reside,
Guereña siguió pintando y enseñando hasta hoy. Además escri-
bió dos libros y crónicas para periódicos locales.
Por último, lejos de poder ser considerada dentro de la van-
guardia, también debe ser mencionada la Peña de las Bellas Artes,
enclave del arte tradicional en La Plata pero que siempre prestó a
la ciudad un servicio educativo encomiable y entre sus directivos
y asociados se contaron excelentes paisajistas y retratistas. Cuan-
do nació el Grupo Sí la sede de la entidad estaba ubicada en 6
entre 49 y 50 y allí se formaron cientos de adolescentes, muchos
de los cuales alcanzaron a destacarse en los ámbitos locales. Años
después logró adquirir la casa que ocupa actualmente, en el cen-
tro geográfico de la ciudad. La Peña fue fundada por un grupo

363
EL BLUES DE LA CALLE 51

de platenses enamorados de las artes. Fueron sus presidentes más


destacados José M. De la Torre, Arturo González, José Mutti,
Dolores López Aranguren, Cleto Ciocchini, Carmelo Yorio, Ro-
berto Della Crocce, Ambrosio Aliverti, José Gaspar Mancuso,
Rubén Giudice, Edgard Ortiz y René Palermo.
Antes de cruzar de vereda para describir a los transeúntes de
la razón, debo insistir que hoy no existe la rivalidad y a veces
hasta el encono, de los años sesenta entre los descendientes del
expresionismo y los de la razón. La casi totalidad de los pintores
optó por caminos intermedios. Unos agregando alma, lirismo y
pasión a la geometría, otros sumando el orden a las búsquedas
más radicales de los arrebatos expresivos. Pero ambas veredas,
como símbolos enfrentados, ya no existen. Puede significar una
muestra de madurez pero también puede ser producto del de-
bilitamiento del pensamiento moderno que transita terrenos en
donde las diferencias se licuan sin llegar nunca a gestar una sín-
tesis superadora.
Pero volvamos a 1960 y crucemos esa calle seguramente em-
pedrada y soportando las vías de los tranvías todavía en uso,
para asomarnos a otro mundo, más ordenado y prolijo, hijo del
cartesiano “pienso, luego existo”.

364
CAPÍTULO IV
EL RAZONADO ENCANTO DE LA GEOMETRÍA

La ciudad de La Plata no nació de manera espontánea, como


esos pueblos paridos por el ferrocarril; tampoco fue la expan-
sión natural del casco de una estancia o de un almacén de ra-
mos generales, de esos que se levantaban como mojones en ple-
na pampa. No. La Plata fue pensada y planificada previamente.
Diseñada con escuadra, regla y tinta china. Se plasmó en el papel
como un cuadrado perfecto que cruzaban dos diagonales que
nacían desde sus vértices y se cruzaban en su centro; diagonales
que señalaban los puntos cardinales; por lo tanto, si se asume la
convención de colocar el norte en lo alto de los mapas, La Plata
no se asienta sobre uno de los lados, sino que es un cuadrado di-
námico apoyado en uno de los vértices y sostenido interiormente
por una cruz. Cada seis cuadras tiene una plaza o espacio verde
y desde allí nacen avenidas y, a su vez, nuevas diagonales, algu-
nas extensos y otras muy pequeñas, de sólo una cuadra. Pero si
se mira el plano de aquella ciudad original, hoy deformada por
un crecimiento anárquico y espontáneo, se comprobará que era
armónica, equilibrada hasta en sus acentos de color. Además, es-
tructural y políticamente se sostiene sobre esa columna vertebral

367
EL BLUES DE LA CALLE 51

que constituyen sus dos ejes fundacionales, el que se extiende a


lo largo de calle 13 y el que nace en el Bosque y llega al parque
San Martín, comprendido entre las avenidas 51 y 53, porque en
ese tramo no hay calle 52.
Como se ve, La Plata es hija de la geometría. Por lo tanto
no es extraño que algunos de sus hijos hayan comenzado a ju-
gar sobre un espacio plano con formas geométricas, líneas y con
colores debidamente armonizados e incluso, hasta que apelaran
a trucos ópticos para simular el movimiento y de esa manera,
articular el espacio con el tiempo. Quizás por eso, a nosotros,
integrantes del Grupo Sí, nos resultó obvia la existencia de un
grupo de jóvenes pintores que había encontrado en esos juegos
su propio discurso, su sintaxis plástica. Y la palabra juego no
esconde malas intenciones. Sucede que debo cuidarme para no
utilizar la palabra expresión, por sus resonancias románticas y
hasta pasionales. Algo que el arte concreto detestaba.
Los pintores geométricos de nuestra edad se constituyeron en
nuestros rivales, dando cuerpo local a la bipolaridad que siempre
se necesita para avanzar y crecer. Los fundamentos y los mani-
fiestos y escritos ya incluidos anteriormente, bastan para defi-
nir al Arte Concreto, al Neoplasticismo y al Arte Cinético. En
cuanto a su versión platense la contarán dos de sus exponentes,
Gonzalo Cháves que además de su palabra aporta un escrito del
que transcribiré partes, y Jorge Pereyra, hoy reconocido diseña-
dor y pintor inscripto en una geometría más lírica, sumamente
ascética, pero muy bella.

Las voces de los concretos

“La figuración canalla y el expresionismo atrasa-


ron al arte argentino”. Lo lanzó así Jorge Pereyra.
Como si él y yo estuviéramos en un café en pleno
1960 o 1961. Sin embargo compartimos una mesa
en pleno siglo XXI y quizás por eso, cuando larga
esa provocación, se ríe, porque le divierte ese re-

368
Lalo Painceira

torno a tiempos pasados encendiendo algunas me-


chas de discusiones perimidas, aunque estén viejas
y húmedas. En tiempos del “arte facilón”,

para ser fiel a Susan Sontag, atacar a Berni por ejemplo, desata
el efecto contrario al buscado porque esa embestida reafirma su
vigencia. Juanito Laguna y Ramona Montiel todavía molestan.
Pero no a Pereyra. No es cierto lo de él. No puede serlo porque,
además, él abandonó hace tiempo su ortodoxia calvinista de la
geometría gestada desde la razón y no pudo contener a su alma
que terminó filtrándose en los espléndidos trabajos actuales que
ganaron en lirismo y a tal punto, que el crítico italiano Antonio
Gasbarrini los relacionó en un escrito con Lucio Fontana, aquél
de los tajos en la tela, que fue uno de los puntales de las corrien-
tes informales de Italia.
Más allá de estas exageraciones humorísticas a esta altura de
la vida, Pereyra mantiene fidelidad a los viejos postulados, posi-
ción que le hicieron escribir en setiembre de 2000 a un Dalmiro
Sirabo ya converso y geométrico:

“Este asumir la racionalidad del hombre en el pro-


ceso creativo otorga a las obras de Jorge Pereyra
un evolucionado carácter proyectual que lo iden-
tifica con las posiciones sustentadas por los movi-
mientos pioneros del Arte Concreto Invención y
los Espacialistas del Manifiesto Blanco. Así lo evi-
dencian sus propuestas de interrelación es pacial
donde el objeto artístico propone una presencia
que moviliza a un arte estancado en el inconscien-
te y lo proyecta hacia zonas más francas, diáfanas
y esperanzadas en el destino del hombre”.

369
EL BLUES DE LA CALLE 51

Dejando de lado viejas discusiones que hoy carecen de senti-


do, es tiempo de escuchar a Pereyra (La Plata, 1936), contar el
nacimiento de aquel grupo que formó junto a Hugo De Marzia-
ni, Raúl Mazzoni, Héctor Puppo, Gonzalo Cháves y él, colectivo
que comenzó a gestarse en 1957 junto a sus sueños adolescentes.
Porque los geométricos rigurosos a veces se evaden de la racio-
nalidad y también sueñan.

“Nosotros trabajábamos y nos reuníamos en 1 y


72, en un galpón de la casa de Di Marziani. Tam-
bién iban Casas y Roberto Rollié que tuvo su in-
fluencia en nosotros. Por él conocimos a Milciades
Peña y su troskismo. Peña era amigo del pintor
español geométrico Virgilio Villaba y fue también
Roberto el que nos mostró y nos habló de la pintu-
ra concreta como imagen revolucionaria. Y yo me
quedé con esa idea. En el taller de Rollié y César
López Osornio empecé con los primeros intentos
de arte concreto”.

En ese momento se había acercado también Raúl Fortín, que


después abandonó el grupo, y los visitaba de vez en cuando Nel-
son Blanco, que había comenzado a pintar guiado por Puppo.
Todos eran en ese momento alumnos de la entonces “Escuela
Superior de Bellas Artes” de la UNLP y militaban en su centro de
estudiantes; incluso tomaron la de Escuela junto a Rollié y a Ma-
nolo López Blanco, otra influencia fundamental en el colectivo.

“Pero cuenta que no tenía sentido ir a esa Escuela.


Entonces decidimos solamente asistir a los talleres
y a las clases que nos importaban, pero las auto-
ridades reaccionaron prohibiéndonos ingresar a
las mismas. Intervinieron Rollié y López Osornio
y pudimos concurrir. Toda esta movida fortaleció

370
Lalo Painceira

al grupo y empezamos a estudiar y a leer y nos


metimos con todo con las ideas surgidas del Bau-
haus. Leíamos y discutíamos, lo que posibilitó que
el grupo avanzara muy rápido. Otro que nos apor-
tó en la formación fue Cartier, porque también
asistíamos a sus clases. Con el tiempo, el grupo
tuvo nuevos integrantes como por ejemplo, Raúl
Mazzoni y nos fuimos mudando, porque Mazzoni
tenía su taller y Rayo (Puppo) construyó el propio.
También coincide esa época con algunos cambios
en nosotros y en nuestra pintura. Por ejemplo De
Marziani empezó a experimentar con el arte ciné-
tico, que es algo muy interesante. Y como Manolo
decía, ‘la historia nunca va en línea recta’, Rollié
fue ablandando sus posiciones y accedió a inte-
grarse al grupo al que se sumaron Ricardo Zala-
rrayán y otros que provenían del diseño publici-
tario. También se sumó Ezequiel Del Busto que
significó un aporte interesante. Zelarrayán, que
trabajaba con Distéfano y Juan Carlos Romero,
comenzó a aportar escritos y material, sobre todo
del Bauhaus. Recuerdo que allí se hablaba de la
muerte de la pintura de caballete”.

En 1963, el colectivo que agrupaba a los geométricos pla-


tenses comenzó a disgregarse coincidiendo aproximadamente,
con el año de extinción del Grupo Sí. Al año siguiente fueron
convocados por la flamante carrera de Diseño en la “Escuela
Superior de Bellas Artes” y se convirtieron en profesores. No
fue improvisado. Ya contaban con una valiosa experiencia, sobre
todo en el diseño gráfico. Al poco tiempo fueron convocados
desde Buenos Aires para enseñar en el “Instituto de Directores de
Arte de la Escuela de Publicidad”. El Grupo ya estaba disuelto y
la docencia absorbió a Jorge porque la escuela de Buenos Aires
tuvo un gran crecimiento. En 1968 volvió a la “Escuela Superior
de Bellas Artes” como adjunto de Rollié y allí crearon el “Centro

371
EL BLUES DE LA CALLE 51

de Experimentación Visual” y en ese año Pereyra expuso indi-


vidualmente pinturas concretas. Anteriormente ya mantenía su
trabajo de diseñador gráfico, la docencia y la pintura, dando a
conocer sus obras.
En 1967 participó de la Cinquième Biennale de París en el
Museé D’Art Moderne de París y su nombre trascendió a ni-
vel internacional y nacional, participando en importantes mues-
tras individuales y colectivas. Expuso en el “Instituto Di Tella”
(1969), en “Carmen Waugh” (1970) y en la muestra “Fotografía
inesperada” (1971). Jorge Pereyra es uno de los pintores geomé-
tricos argentinos con mayor proyección nacional e internacional
y sobre su obra han escrito críticos argentinos y extranjeros. Su
pintura actual, como ya expresé, si bien mantiene la rigurosidad
en el trabajo del color y del espacio, se permite un vuelo lírico y
un gesto aparente de libertad que la enriquecen notablemente.

La mirada de Gonzalo Cháves

En abril de 2007 Gonzalo Cháves escribió una larga nota


sobre “Los concretos platenses en los sesenta”, que no publicó y
que ahora me permite transcribir. Se trata de un texto vivencial
porque aunque mantenga la tercera persona, es parte de la me-
moria del mismo Gonzalo.
En su comienzo aclara que al iniciarse esa historia, Raúl Ma-
zzoni, Hugo De Marziani y Héctor Puppo tenían 16 años; Raúl
Fortín y Gonzalo, 18 y Jorge Pereyra, que era el mayor, andaba
por los 21. Recuerda que los que habían pasado por la Acade-
mia se hartaron de dibujar por cuatro años el cuerpo humano
desmembrado para recién, en el quinto poder acceder al cuer-
po humano completo. “Aburridos de copiar yesos y naturalezas
muertas en la Escuela (de Bellas Artes), los fines de semana, in-
fluenciados por el profesor Guillermo Martínez Solimán, carga-
ban la valija de paisajistas y se iban a pintar al campo”.
Pero un día, “estos adolescentes informados, insolentes y la-
biorosos; una vanguardia que en 1957 soñaba con emular la
vanguardia parisina”, decidieron convivir. El texto comienza así:

372
Lalo Painceira

“Estaban por alquilar un viejo galpón de la avenida 38 pero el


dueño se retractó a último momento. Entonces se fueron a la
calle 1 y 72, en el fondo de la casa de Di Marziani, en donde
transformaron un depósito de comestibles en un taller. En ese
momento todos concurrían a las clases de Visión que el profe-
sor Héctor Cartier daba en la Escuela los sábados a la maña-
na. Cartier repartió aire fresco en La Plata desde 1957 a 1962.
Por él conocieron los aportes de Rudolf Arnheim difundidos en
el libro Arte y Percepción Visual (EUDEBA, 1962); como las
enseñanzas del maestro húngaro Gyorgy Kepes a través de El
lenguaje de la Visión (Editorial Infinito, 1968). Accedieron a un
lenguaje plástico totalmente nuevo que les amplió el horizonte.
Cuentan que otro innovador en las aulas de Bellas Artes fue el
arquitecto Daniel Almeida. (Uno de los fundadores de la carrera
de Diseño Industrial y Gráfico que hoy se dicta en la Facultad
de Bellas Artes; Almeida como arquitecto, fue introductor en La
Plata del ‘Movimiento Moderno’ cuya cabeza visible más noto-
ria es Le Corbousier; además, a nivel personal, es un ejemplo de
laico católico comprometido con su tiempo. Aclaración de Lalo
Painceira).
En los fines de los cincuenta, (Almeida) se hizo cargo de la ma-
teria Morfología y desde allí contrabandeaba conocimiento. Ins-
talados en el taller de 1 y 72, hubo cambios. Raúl Fortín tomó
distancia y por un tiempo se acercó Nelson Blanco que les pare-
cía un tipo grande porque tenía entonces 24 años.
El que introdujo en el grupo los planteos del Arte Concreto
fue Jorge Pereyra. Jorge ya estaba casado y tenía definido su com-
promiso político lo que posibilitó que también acercara algunos
textos de autores marxistas. Inquietos, leían todo lo que les ca-
yera en las manos, con particular interés sobre las artes plásticas.
No era una práctica muy ordenada pero concuerdan que entre
las lecturas que más influyeron en el grupo fueron los libros Arte
Plástico y Arte Plástico Puro de Piet Mondrian (Editorial Leru)
y La Nueva Visión del húngaro Lazló Moholy-Nagy (Ediciones
Infinito, 1963). Como también una traducción casera que realizó
Mazzoni de Vision in Motion, obra del mismo autor publicada
en Chicago en 1946, a un año de la muerte de Moholy-Nagy.

373
EL BLUES DE LA CALLE 51

Pero un día se dieron cuenta de que además de la versión france-


sa de la historia del arte, donde todo transitaba por París, habían
sucedido otras cosas. Los aportes del Movimiento Constructivis-
ta iniciado en 1913 por Tatlin en Rusia y revivido en 1920 por
los hermanos Naum Gabo y Antoine Pevsner. El suprematismo
que surge en Rusia en 1913 de la mano de Kasimir Malevich; el
movimiento De Stijl y la movida neoplasticista iniciada en 1917
donde los principales armadores fueron el belga Georges Van-
tangerloo y los holandeses Piet Mondrian y Theo Van Doesburg.
En 1961 este puñado de jóvenes platenses constituyó ‘Visión
Integral’, un grupo formado por los que venían del taller de 72
más Roberto Rollié, el Profesor de Filosofía y Estética, Manuel
López Blanco, Ricardo Zerlarrayán y Nicolás Jiménez, estos
dos últimos pintores residían en la Capita Federal. Se sentían
más grandes. Mazzoni, Di Marziani y Puppo ya tenía 20 años,
Cháves, 22 y Pereyra 25. El grupo estaba animado por la nece-
sidad de hacer un arte distinto. Tenían una mirada abarcado-
ra que no se limitaba al campo de la pintura y la escultura. Se
proyectaban con una voluntad integradora hacia la arquitectura,
el diseño industrial y gráfico y la fotografía. Por intermedio de
Milcíades Peña, un intelectual troskista que editaba la revista
“Estrategia”, amigo y compañero de Roberto Rollié, se tomó
contacto con Virgilio Villalba y Manuel Álvarez, los últimos mo-
hicanos del arte concreto que habitaban en Buenos Aires. En esa
relación se conoce a Zelarrayán y Jiménez. En el ‘63 Di Marziani
se aleja del grupo y toma el camino de la ‘Nueva Figuración’.
Cháves comprometido en un proyecto político militante, deja de
pintar. Como es evidente, llegaban tarde a la movida. La Agrupa-
ción Arte Concreto Invención fue fundada en 1945. Adscriptos
a la política cultural del Partido Comunista fueron expulsados
cuando vino la purga stalinista. En 1946 el grupo se divide, por
un lado se forma MADI con Guyla Kosice, Arden Quin y Rhod
Rothfuss a la cabeza y por el otro la Asociación Arte Concreto-
Invención en la que participaban Tomás Maldonado, Alfredo
Hlito y Raúl Lozza. La Asociación se disuelve en 1949. A partir
de esa fecha se los conoce como el ‘Grupo de los Concretos’. Al-
fredo Hlito, que según su propia versión concluyó su experiencia

374
Lalo Painceira

en 1958, va a decir: ‘dentro del Arte Concreto hubo variantes,


desde un metrismo elementalista hasta Max Bill un gran inven-
tor de imágenes, que se abrió hacia ese territorio finito-infinito
que había iniciado Vantangerloo’. Para ese entonces el núcleo de
preocupaciones de los concretos estaba expresado en la revista
‘Nueva Visión’ fundada, entre otros, por el arquitecto Méndez
Mosquera, Tomás Maldonado y Alfredo Hlito. La publicación
salió desde 1951 hasta 1955. Por otro lado, Maldonado invitado
por Max Bill, viaja en 1954 a la República Federal Alemana para
integrarse al cuerpo docente de la Universidad de Ulm, institu-
ción de la que será rector entre 1964 y 1966. Los integrantes del
grupo abrevaron en la experiencia de la Bauhaus de Alemania.
Sobre el tema circulaba el libro de G.C.Argan Walter Gropius y
el Bauhaus editado por Nueva Visión en 1957. Conocer la obra
de Josef Albers, Herbert Bayer, docentes junto a Moholy Nagy
del Bauhaus, tener conocimiento de los aportes que introduje-
ron estos maestros en el campo de la pintura, la escultura, la
fotografía y la gráfica, les abrió un camino nuevo. De allí pro-
viene el interés del grupo por el diseño gráfico y el industrial. Si
a los fines de los años cincuenta en Argentina, la movida de los
concretos ya había pasado, no es de extrañar que a la heroica
gesta del Bauhaus en Europa ya se la considerara como parte de
la historia. El 10 de abril de 1933 dos compañías de la policía
nazi tomaron por asalto el Instituto, arrestaron a 32 estudiantes
que lo habitaban y lo cerraron para siempre. En ese momento el
Bauhaus tenía su nueva sede en la ciudad de Berlín y su director
era el arquitecto Mies Van der Rohe. En la naciente república de
Weimar, apenas terminada la Primera Guerra Mundial, Walter
Gropius había dado nacimiento al Instituto de Diseño y Arqui-
tectura, la importante experiencia del Bauhaus que tanto da que
hablar. Siete años más tarde de su creación en 1919, la escuela
se trasladó a los edificios proyectados por el mismo Gropius en
la ciudad de Dessau y de allí pasó a Berlín. No sé si en los años
sesenta se tenía en la Argentina la real dimensión del desastre
que había ocurrido con el proyecto del Bauhaus. De la situación
de indefensión que habían quedado los estudiantes, directivos y
docentes que allí estudiaban o trabajaban. No hablo de la infor-

375
EL BLUES DE LA CALLE 51

mación, hablo del drama de una Europa que se la vislumbraba


en las vísperas de un gran cambio y que terminó aplastada con
sangre y fuego por la reacción. Era un momento de la historia
donde parecían coincidir -estamos hablando de Europa- los
cambios sustanciales en el mundo del arte y las luchas del pro-
letariado por el socialismo. Es evidente que después del genoci-
dio, la diáspora y el exilio sufrido en nuestro país, el drama de
la Bauhaus adquiere una dimensión diferente. Siempre hablo
de que profesores y directivos tuvieron que emigrar. Los libros
de plástica no hablaban de que fueron perseguidos y tuvieron
que huir. Lázló Moholy-Nagy se exilió en 1933 en Inlaterra y
de allí pasó a los Estados Unidos donde vivió y trabajó hasta
su muerte. Herbert Bayer se exilió en 1938 también en Nortea-
mérica. Marcel Breuer, diseñador y creador de la famosa línea
de muebles tubulares en el Bauhaus se fue a Inglaterra en 1935
y en 1937 emigró a EE.UU. El forzado detierro en el país del
norte albergó también para esa época a Walter Gropius, Mies
Van der Rohe y Josef Albers entre otros.
En tanto, todas las semanas viajaba Zelarrayán desde Bue-
nos Aires a La Plata para reunirse en el nuevo taller de la calle
42 entre 9 y 10 dándole vida al proyecto de ‘Visión Integral’.
Investigaban, pintaban e incursionaban en el fotograma. Maz-
zoni ya tenía su taller propio y en ese momento estaba definido
por la escultura. En el período de ‘Visión Integral’ que va desde
1961 a 1965 el grupo nunca mostró públicamente sus traba-
jos. Hace unos años atrás, el periodista Lalo Painceira, en una
nota publicada en el diario ‘El Día’ de La Plata escribió: ‘el
grupo de los concretos platense en busca de la perfección nun-
ca expuso’. Debe haber mucho de cierto en eso, pero también
estos jóvenes inquietos se negaban a aceptar que las galerías
y los museos fueran los únicos ámbitos por donde transitaba
el arte. Con otro horizonte y otros componentes el grupo se
reorganiza en 1969 con la fundación del Centro de Experi-
mentación Visual (CEV), Participan Jorge Pereyra, Raúl Ma-
zzoni, Roberto Rollié, Juan Carlos Romero, Nicolás Jiménez
y Mario Casas. Más abiertos, con un discurso más elaborado,
realizan varias exposiciones y dan a conocer sus propuestas.

376
Lalo Painceira

En 1970 el CEV realizó la exposición de sistemas que plan-


teaba una propuesta de experimentación visual vinculada al
diseño. ¿Qué fue de la vida y del ímpetu de estos jóvenes que
en los años sesenta se planteaban realizar profundos cambios
en el mundo de la plástica? ¿Dónde habitan y qué hacen hoy?
Juan Carlos Romero vive y trabaja en la Capital, en plena eta-
pa productiva es un artista conocido por su obra y su acción;
entre otras cosas se lo reconoce por ser uno de los primeros
expontes del Arte conceptual en el país. Hugo De Marziani re-
side en la ciudad de Buenos Aires, con importantes exposicio-
nes en su haber, en 1979 obtuvo el Primer Premio en el Salón
Nacional de Pintura y en 1990 el Premio de Honor Presidente
de la República. Jorge Pereyra vive y trabaja en su taller en La
Plata; sus obras fueron expuestas en los principales museos y
galerías del país y Europa. Roberto Rollié fue Decano de la
Facultad de Bellas Artes desde 1984; fue parte del equipo fun-
dador de la carrera de Diseño y se desempeñó como profesor
titular de Lenguaje Visual y Taller de Diseño en Comunicación
Visual; desde 1981 integró el Grupo de Pintores Argentinos;
falleció en 2003. Héctor Puppo es uno de los fundadores y
principales animadores del Grupo Escombros que vienen tra-
bajando desde 1988 y reside en La Plata. Raúl Mazzoni tiene
su taller en City Bell; ha expuesto en los salones y galerías más
importantes del país y del exterior, fue Premio Nacional de
Pintura 1993 y Premio de Honor Presidente de la Nación en
1995. Gonzalo Cháves después de un largo interregno volvió
al camino de la plástica y expuso en julio de 2004 en el Museo
de Arte Contemporáneo Latinoamericano (MACLA)”.

Así concluye el recuerdo escrito por Gonzalo Cháves en ter-


cera persona, sobre el grupo de los geométricos que en aque-
llos años veíamos en la vereda de enfrente sin saber, entonces
que, unos y otros, marchábamos en la misma dirección y que
nuestros caminos, que creíamos paralelos, se cruzarían sin es-
perar alcanzar el hipótetico infinito. Hace tiempo que marcha-
mos por el mismo camino. Por eso estoy aquí, en este mediodía

377
EL BLUES DE LA CALLE 51

invernal del siglo XXI, compartiendo con Gonzalo la mesa, el


pan, el vino y la memoria. Me cuenta que en 1962 visitó Cuba
porque lo había invitado el platense y revolucionario peronista
John William Cooke.

Yo en ese tiempo pintaba y hacía geometría. Así


que salí para visitar pintores en La Habana y estu-
ve con Loló Soldeville, una pintora geométrica que
era simpatizante del movimiento 26 de julio. Ella
me presentó a un Madi, Darié Sandú, un rumano
que vivía en Cuba y hacía una obra participativa
con el público.Había estado en los Estados Unidos
charlando con Bayer y naturalmente hablamos de
él. En 1981 volví a Cuba en plena época del blo-
queo y lo volví a visitar. Y el tipo se acordaba de
mí y seguía en sus trece: fiel a la revolución y ha-
ciendo intervenciones urbanas. Había levantado
un árbol rojo de metal.

Gonzalo reconoce que en 1962 dejó de pintar pero mantuvo


una relación afectiva con los integrantes de su grupo.

“Estudié ocho años en Bellas Artes pero el Gru-


po Sí siempre estuvo por fuera de la Escuela. La
opción que habíamos hecho por la geometría no
tenía que ver con la enseñanza que impartían allí.
Hace poco recuperé un grabado de aquella época
y al verlo me di cuenta que tenía influencia de Klee.
Nosotros cuando conocimos el arte concreto, nos
ganó como propuesta, sobre todo la planteada por
los grupos europeos de ligar el arte con la vida.
Pero no mostramos nuestras obras. Yo lo había
hecho con anterioridad a agruparnos. Pero de ma-
nera individual. Nosotros éramos muy estrictos”.

378
Lalo Painceira

Como contó, dejó de pintar. Su compromiso político lo hizo


marchar por otros caminos pero siempre en la misma dirección,
buscando el mundo nuevo. Fue gráfico, trabajó años en el diario
“El Día” y ganó el sindicato. Después, a fines de los años sesenta,
sintió que el país necesitaba que los jóvenes dieran respuestas
diferentes a las dictaduras imperantes, pero eso es otra historia
que además, le pertenece. Pero hace poco tiempo, Gonzalo volvió
a la pintura, “necesité sacar lo que tenía adentro. Había escrito
libros pero había algo que la escritura no me daba y que sí me
brindó la pintura”. Desde ya, mantuvo fidelidad a la geometría.

No es sorprendente que mientras los dos bandos tuvieron


vida activa, mantuvieran un diálogo fluido entre los integrantes
de uno y otro grupo. Eran idiomas distintos y códigos diferentes.
Hay una vieja anécdota del Bauhaus en donde convivían artis-
tas de lenguajes totalmente opuestos. Cuentan que Paul Klee era
muy introvertido y silencioso, como un místico que paladeaba su
relación con ese otro mundo maravilloso que sacaba afuera en
sus obras y nos donó. Vivía ensimismado, como si estuviera solo.
En un almuerzo le tocó estar sentado junto a Man Ray, que era
lo opuesto. En un momento dado, Ray sacó una pistola y dispa-
ró al aire y fue tal la conmoción de Klee, que ese gran artista que
revolucionó la fotografía con el aporte del surrealismo, estuvo
días pidiéndole perdón y sintió enorme culpa por haber invadi-
do y quebrado ese mundo interior tan rico y bello. Y la imagen
me viene para mostrar la rigurosidad del grupo geométrico y
su silencio social, si invisibilidad al no exponer y anteponerla a
nosotros, que ametrallamos la ciudad desde nuestro expresionis-
mo. Y hasta encuentro ahora natural que se hayan dado al mis-
mo tiempo, en la misma época y en esta ciudad de La Plata, los
dos grupos. Y también es lógico que con el correr de los años se
hayan borrado diferencias, oposiciones y los lenguajes manejen
una sintaxis plástica similar.

379
CAPÍTULO V
Y LA BANDA SEGUÍA TOCANDO…

Mientras todo el tiempo es la Eternidad


es la pálida luz del radio de este poema
nos sentaremos tras sombras olvidadas
oyendo el jazz perdido de cada noche
Allen Ginsberg

Aquella primera noche que ingresamos al bar no habíamos


visto su interior porque los vidrios estaban empañados pese a
estar en primavera. Pero no nos llamó la atención su aspecto de
café al paso que tenía, sin embargo, en una mesa del fondo, em-
pezamos a escucharlos. A ellos, los músicos de jazz.
Recuerdo que lo primero que me llamó la atención fue un
rítmico pero apagado golpeteo acompasado que acompañaba
como música de fondo al murmullo del ambiente y al ruido de la
máquina de café express “a la italiana”, como se decía entonces,
y al ruido habitual de cualquier bar a copas y tazas. Ese golpeteo
rítimico se asemejaba al sonido del bajo en un grupo de jazz o,
mejor aún, al golpeteo sincopado de los palillos de la batería
sobre el redoblante. Provenían del fondo del bar, un lugar que ya
a esa hora y al estar las puertas cerradas por la baja temperatura
exterior, se divisaba sin nitidez detrás de la niebla de humo, habi-
tual en los cafés de entonces. Esta orquesta sin instrumentos es-
taba integrada por un grupo de jóvenes que se comunicaban casi
sin palabras, predominando el bopeo de los cantantes de jazz,
como si improvisaran vocalmente a falta de sus instrumentos. No

381
EL BLUES DE LA CALLE 51

era un sonido de volumen alto ni lo hacían para llamar la aten-


ción del resto de los parroquianos. No. Era una tenue música de
fondo. Hasta ese momento ellos, los músicos de jazz, eran los
clientes exclusivos y permanentes del “Capitol”, café que gene-
rosamente aceptaron compartir con nosotros, podría decir que
desde el mismo momento que ingresamos al local aquella noche
fresca del 7 de octubre de 1960, cuando nosotros, los pintores,
empezábamos a caminar juntos.
Nunca dejamos el “Capitol” hasta 1963, fue nuestro lugar
que compartimos con ellos desde esa primera noche. Nos repar-
tíamos esa caja que hacía rebotar los sonidos por su techo bajo.
Como conté, ellos siempre ocupaban las mesas del fondo, las
que uno debía sortear para pasar al baño. Nosotros nos instalá-
bamos en las primeras. Nuestra presencia y la de ellos le dieron
una atmósfera, un clima, que permitió que al año siguiente se
convirtiera en el centro de una movida juvenil inquieta, intelec-
tual y artística que se extendió por esos tres años. No fue la
única existente en La Plata. Pero en número y diversidad fue la
más importante. Las otras eran más cerradas, limitadas a grupos
a los que los unía una misma praxis que podía ser política, es-
tudiantil o artística. Eran grupos más pequeños. El “Capitol” se
fue abriendo, sobre todo a partir de junio de ese 1961 que fue la
gran exposición del Grupo Sí en las salas del “Museo Provincial
de Bellas Artes”, y participaron jóvenes de distintas disciplinas
que dieron nueva vida a una ciudad que comenzaba a dormir-
se. Pero hay que situarse en ese tiempo. Había comenzado una
década maravillosa y hacía sólo un año que había triunfado la
Revolución Cubana, que puso el horizonte de las utopías al al-
cance de la mano. Comenzaba una década de divisiones tajantes
en donde no cabían los grises ni los tibios. En donde las opciones
que iba ofreciendo el instante eran elecciones asumidas con el
máximo compromiso.
Pienso que recién ahora comienzan a existir bares similares a
los de la calle 51. Podría citar “La enseña de las tres ranas” que
es un símil, más bohemio y mejor puesto para la ocasión, que
aquel bar de 7 y 59, convirtiéndose también en un ámbito de
reunión de profesores y alumnos de Bellas Artes. El café de 6 y

382
Lalo Painceira

49, que pertenece al edificio del Pasaje “Dardo Rocha” llamado


pomposamente “Café de las artes” podría ser otro sitio actual.
Pero la gran diferencia es que las movidas que se originan en
torno de ellos no están sostenidas por grupos artísticos de van-
guardia.
Debido a esas características pueblerinas que tenía La Plata
y que aún hoy mantiene, los jazzman, como los llamábamos, no
eran desconocidos nuestros. En aquella ciudad entonces cami-
nable, los barrios, clubes, colegios y la Universidad Nacional,
reunían a los hijos de la clase media platense de la que éramos
hijos, nosotros y también los músicos. Además, a los pintores nos
gustaba mucho el jazz (nos gusta todavía y supongo que a todos)
y a ellos los conocíamos por haberlos escuchado en algún con-
cierto. Ellos tocaban la música que era de ese tiempo, la que pre-
feríamos nosotros, el jazz moderno. Por lo tanto, aquella noche
ingresamos al bar y nos saludamos y hasta charlamos con ellos.
No recuerdo quiénes habrán estado a esa hora intermedia entre
la tarde y la noche. Puede ser que hayamos visto al Flaco Bo, al
Colorado Escobar, a Cantarella, a Caco Álvarez enfundado en su
saco azul muy corto con mangas que no le cubrían las muñecas,
como si hubiera sido diseñado para tocar el piano, Buby Ochoa,
Talero Pellegrini, Poppy Monzó, Ricardo Guidi, Argüelles, Po-
cho Lapouble e incluso, aunque era sólo un adolescente, Alberto
Favero. Puede ser que estuvieran también alguno de los mayores
del grupo, que Mingo haya dejado también la inauguración y es-
tuviera allí, en el “Capitol” junto a nosotros y a Curubeto, Guri
Vaccaro o el flaco Catalá. Quizás también compartieran la mesa
algunas novias de ellos, que solían acompañarlos pero a las que
sólo conocimos de vista.
Los jazzman llegaban al bar con la familiaridad de estar en la
propia casa. Saludaban a todos, parroquianos, dueños y emplea-
dos, y se dirigían a sus mesas del fondo. Allí seguramente comen-
taban las grabaciones escuchadas y graficaban sus juicios con el
bopeo y el repiqueteo de sus dedos sobre la mesa. También char-
laban de sus cosas, de las bromas, porque tenían un particular
sentido del humor y se reían a carcajadas. Así esperaban la hora
de la primera entrada en “El Galeón Rojo”, cabaret aledaño al

383
EL BLUES DE LA CALLE 51

“Capitol”, en donde tocaban en vivo. Ellos eran los herederos


de una generación que hizo de La Plata un semillero del jazz
argentino aportando talentos como el Bebe Eguía y Coco Bach,
por ejemplo, a los que se acoplaron Mingo Martino, Curubetto,
el Loco Francheschi y los hermanos Jorge y Oscar López Ruiz
entre otros exponentes de esa generación. Lamentablemente, a
Caco Alvarez lo perdimos demasiado pronto. Pérdida muy sen-
tida por todos, porque era un tipo formidable además de gran
músico. “La Plata”, como comenta Talero Pellegrini, “fue un
centro de jazz y venían a tocar los hermanos Barbieri, el Mono
Villegas, el Chivo Borraro, entre otros. Lo mejor en jazz del país.
Esto generó un público conocedor del jazz. Siempre hay recitales
y nuevos grupos que se incoporan y subsiste un público conoce-
dor del jazz. La gente sabe escuchar y distinguir. Tal vez no haya
especialistas, pero la tradición y la escuela no se pierden”. Talero
Pelegrini es baterista y un gran difusor y conocedor del jazz.
Podemos decir que los jazzman nos abrieron las puertas de su
casa y de su música, y las compartimos durante tres años y a me-
dida que transcurrió el tiempo, hubo acercamientos de amistad
con ellos y con algunos, hasta complicidades ideológicas cuando
la realidad urgía al compromiso.
Talero Pellegrini tocaba en esos años la batería en el grupo
que hacía tres entradas en “El Galeón Rojo”. Pero ese instru-
mento tenía varios exponentes por lo que a veces alternaba con
otros bateristas como el mítico Mingo Martino, Pocho Lapou-
ble, Poppy Monzó, Buby Ochoa o en Negro Lezcano. En realidad
comenzaron a tocar en “El Galeón” y “El Teclado” cuando eran
confiterías bailables para los adolescentes y jóvenes platenses del
centro. Recuerda Talero riéndose, que la primera noche cuando
subieron a tocar y eran ellos mismos unos adolescentes, lo único
que habían ensayado juntos era “Té para dos” y “la tocamos en
diferentes versiones e improvisaciones toda la noche y nadie se
dio cuenta de que siempre era el mismo tema”.
En una gran nota dominical que les realicé a Talero, Guidi,
Mingo y Curubeto y que fue publicada en “El Día” del 31 de
marzo de 1985, Jorge Curubeto me contó que en aquella época
hasta se había creado el “Bop Club La Plata”, que tuvo una vida

384
Lalo Painceira

efímera porque en la ciudad había gran cantidad de solistas de


jazz, “pero no teníamos dónde tocar. Entonces se produce como
una invasión de los solistas de jazz en distintos boliches de La
Plata, como “El Teclado”, “El Galeón” y hasta en el “Resil”, mí-
tico ‘cabarute’ en el que nosotros íbamos a tocar por la noche. A
los dueños mucho no les gustaba lo que hacíamos y además, los
que nos iban a escuchar, consumían poco, pero de todos modos
siempre encontrábamos un hueco en donde tocar”.
También compartí ya en 2011, un almuerzo con Talero, mo-
mento en donde a menudo nace la risa por sus relatos que cuen-
ta de manera muy graciosa. Son viejas anécdotas de verdaderos
personajes que se les acoplaban para triunfar como cantantes,
como el memorable “Rodolfo Románticos”, al que incluso vis-
tieron -creo que de verde- y lo acompañaron mientras cantaba
boleros en uno de los boliches en donde los músicos tocaban por
entradas, porque trabajaban en tres, en el recatado “El Teclado”
desde la hora del té y seguían a la noche en los dos cabaret. To-
davía circula un desopilante cassette grabado por Románticos,
que era un napolitano que quería ser cantor a toda costa sin im-
portarle carecer absolutamente de condiciones. Con el grupo de
los jazzman más jóvenes, que tenían más o menos nuestra edad,
organizamos la fiesta en nuestro taller de Ringuelet en donde
ellos tocaron en vivo y nos dieron un concierto memorable que
ya relaté.
Pellegrini subraya que

hubo grandes músicos de jazz, además de los que


trascendieron y se mudaron a Buenos Aires como
Eguía, que murió muy joven, los hermanos López
Ruiz, Alberto Favero, Pocho Lapouble.Los otros
eran y algunos todavía son, excelentes instrumen-
tistas. Incluso permanece el Grupo de Jazz Con-
temporáneo La Plata que incorporó a un pianista
muy bueno, Alberto Guglielmino, que era del gru-
po de los de City Bell. Pero eso llegó más adelante”.

385
EL BLUES DE LA CALLE 51

Y retoma los años sesenta desde las anécdotas y los perso-


najes ganan la sobremesa, como las escapadas al Rivadavia que
quedaba a la vuelta para comer sus milanesas cortadas con pa-
pas fritas o algunas coperas como aquella que

laburaba para que la hija estudiara y la piba era


abanderada de su colegio y ella lo contaba con un
orgullo conmovedor…Sí. Suena a tango. Pero es
verdad. Nosotros empezamos a tocar en “El Ga-
león” en 1960, unos meses antes de que ustedes,
los pintores, llegaran al bar. Como cabarute era
raro porque estaba puesto como confitería baila-
ble. Era el subsuelo de una zapatería que estaba
junto al “Capitol”. Se entraba por una escalera an-
gosta. A los dueños no les gustaba mucho lo que
tocábamos. Nosotros hacíamos un swing moder-
no y a veces volábamos con las improvisaciones
y jugábamos con esas complicidades que se dan
entre los músicos. Pero enseguida volvíamos a la
realidad. Después tocábamos algún ritmo latino
para compensar.

Equiparable a las exposiciones de nosotros, los jazzman te-


nían sus conciertos, por ejemplo en el “Colegio Nacional” que
entonces dirigía Julio Painceira, tío mío y más que tío, porque
fue muy allegado a mí cuando ya había perdido a mi padre y lo
quise y admiré mucho pese a ser tremenda estricto y sufrir sus
consecuencias cuando era alumno del Nacional, por ser, precisa-
mente, su sobrino. Era Profesor en Letras, gallego de pura cepa
e integrante en su tiempo de un grupo de amigos, todos intelec-
tuales notables, como los Galletti y los Teruggi, dos familias con
hijas desaparecidas en tiempos de la última dictadura, además
de algunos pintores como Raúl Bongiorno. Julito, como le decía-
mos en familia, abrió las puertas del Colegio a las expresiones y
talleres de arte que iban desde la música hasta la fotografía, pa-

386
Lalo Painceira

sando por la plástica de vanguardia. “La Protectora”, de 49 en-


tre 8 y 9, también prestaba sus salones para conciertos de jazz, lo
mismo que el auditorio de Radio Provincia, emisora que siempre
contó con promotores de jazz, como por ejemplo Rodolfo Saran-
dría y desde entonces y hasta hoy, el mismísimo Talero Pellegrini.
En Buenos Aires tenía su sede el “Bop Club Argentino” con una
subsede en La Plata, integrada por los músicos que mencioné.
Del “Bop Club”, como se lo conocía, participaban los hermanos
Barbieri, Borraro, el Mono Villegas, Bebe Eguía que ya vivía en
la Capital, lo mismo que los hermanos López Ruiz, sobre todo
Jorge, que entonces era un trompetista a lo Gillespie, todos asi-
duos concurrentes a las jam session platenses.

“Eran conciertos de mucho nivel. Aquí nació el


trío de Alberto Favero con Pocho Lapouble y llegó
a tocar una versión de su suite con piano, bate-
ría y una gran orquesta. Y ellos eran dos chicos.
Muy talentosos, pero todavía adolescentes. Para
la orquesta se tuvo que convocar a gente de otros
grupos…fue una época memorable del jazz en La
Plata”, recuerda Talero y aclara algunos tantos.

“En ‘La Protectora’ tocaban los más grandes mez-


clados con los porteños como El Chivo (Borraro),
Bebe (Eguía), los Barbieri…Nosotros tocábamos
en general en otros sitios, como los conciertos del
‘Colegio Nacional’ y desde ya, en los boliches en
donde siempre hacíamos nuestra música y si el Co-
lorado (Peters, uno de los dueños), ponía mala cara
agregábamos algo latino pero con fondo de jazz.
En los sesenta se formó el ‘Grupo Contemporáneo
de Jazz La Plata’ que tenía una curiosidad, Alberto
(Favero) tocabo el saxo tenor porque el piano era
de Caco Alvarez, gran pianista. Además estaban
Pocho Lapouble en batería, Vicente Izzi en trom-
bón, Gury Vaccaro en bajo y Cacho Cantarella en

387
EL BLUES DE LA CALLE 51

trompeta. Ellos eran en general los que tocaban


en el nacional, jam sessions que transmitía en di-
recto Radio Provincia en la audición ‘Tangentes
del Jazz’. El grupo, que siempre fue excelente,
funcionó durante nueve años desde fines de 1959,
cuando Alberto (Favero) tenía quince años y pasa-
ron una veintena de músicos porque no hubo una
formación fija, a veces estuvieron Mingo Martino,
Popy Monzó o yo, en bateria; Jorge Curubeto en
saxo o clarinete, el Flaco catalá en saxo y Jorge
López Ruiz en trompeta”.

Nosotros, los pintores, fuimos parte de ese, su público, siem-


pre numeroso. Pero además empezamos a ser amigos, a charlar
de las cosas cotidianas de aquellos tiempos, de nuestras vidas,
escuchando sus historias y todavía mantengo en mi memoria la
seriedad de Santiago Bo, que con el tiempo se convertiría en un
renombrado arquitecto al que yo reencontraría más adelante, en
diciembre de 1972, en el acto de homenaje a Pablo Neruda que se
realizó en el “Estadio Nacional” de Santiago de Chile. Él estaba
en el césped y yo en la tribuna, nos gritamos, nos estrechamos con
fuerza la mano a través del alambre perimetral, como dicen los
relatores de radio, y después no volví a verlo más. Creo que está
radicado en España. También me acuerdo de la risa amplia, gene-
rosa y limpia de Popy Monzó, los apuros del colorado Escobar,
que tenía que cumplir otras obligaciones, y de la charla amena,
graciosa, de Talero Pellegrini. Algunas veces bajamos con ellos las
estrechas escaleras del “Galeón” y penetrábamos a ese templo del
deseo, que no obstante ser un infierno, estaba habitado por ánge-
les inaccesibles. Al menos para nosotros, casi adolescentes y sin
dinero. Compartíamos la mesa de ellos en el cabaret, nos reíamos
de algunas ocurrencias como todo joven desde siempre y hasta
hoy. Porque no habían llegado todavía los tiempos en los cuales
ser joven significaba ser sospechoso y constituía un peligro.
Los jazzman eran dueños del “Capitol”, pero en realidad fui-
mos nosotros, los del Grupo Sí, los que atrajimos a los demás

388
Lalo Painceira

jóvenes con inquietudes intelectuales, artísticas y hasta políticas,


que son los que dieron forma dinámica a esa movida.
Con esos jóvenes que se fueron sumando y hasta con Javier
Villafañe, hablábamos comprometidamente de lo que pensába-
mos y vivíamos, porque había entre nosotros una conexión di-
recta, como recién ahora lo está haciendo gran parte de nuestra
juventud en esta “resurrección” que vive la Argentina, según ca-
lificación del siempre iluminado Rubén Dri. Es imposible recor-
dar, después de cincuenta años, los diálogos completos que man-
teníamos. Sólo quedan en la memoria anécdotas, como esa de
“Marx no bailaba como yo” o aquel enamoramiento de uno de
nuestro grupo con una copera a la que le hablaba de Heidegger.
Quedan los temas. Las últimas películas vistas, todas ellas euro-
peas o las primeras de Kurosawa y el inicio del llamado “Nuevo
Cine Argentino”, pero despreciábamos el cine ficticio y “facilón”
de los grandes estudios de Hollywood con sus muy incipientes y
siempre empalagosos efectos especiales. Del cine estadounidense
nos interesaban las expresiones del movimiento independiente
de Nueva York o el primer Stanley Kubrick, el que trabajaba
con Dalton Trumbo como guionista, con aquella increíble pe-
lícula antibélica interpretada por Kirk Douglas, “Senderos de
Gloria” y luego con su “Espartaco” y, desde ya, más tarde con su
“Lolita” interpretada por la inquietante adolescente Sue Lyon y
James Mason. Hubo otra película que nos conmovió, “David y
Lisa” (1962), con la bellísima Janet Margolin, que luego filmó en
nuestro país con Torre Nilsson. También eran motivo de charla,
como ya conté, los libros leídos, los LP de jazz escuchados, las
exposiciones visitadas, ensayos estéticos y también posiciones
ante la vida, la política y contra las costumbresas burguesas de
La Plata. En ese tema también el grupo tenía opinión y compor-
tamiento diferenciado de los chicos del centro platense.
Pienso ahora que lo atrayente era el bar cuando estaba colma-
do de gente, con sus charlas en cada mesa, pero también de mesa
a mesa, o el recién llegado que iba de grupo en grupo y se sentaba
con los que mantenían la conversación que más le atraía. Era un
bar con humareda permanente pero que no estaba todavía con-
taminado por los aparatos de televisión encendidos o la música

389
EL BLUES DE LA CALLE 51

estruendosa. Porque eran tiempos de bares que parecían hechos


para escuchar y ser escuchados, para tener la libertad de estar en
una mesa tratando de empezar una relación íntima y en la otra
un grupo discutir sobre Sartre o Pratolini y su herrero Maciste
o aquel conmovedor registro de su propia vida en Crónica fa-
miliar, o mostrar entusiasmo ante un libro con reproducciones
de Tapiés, descubrir esa realidad que nos regaló Marcechal des-
de su Adán Buenosayres, apretando cada uno en su corazón el
propio “Cuarderno de tapas azules”. Se mezclaban los diálogos,
se daban vuelta las sillas y se entraba en otro círculo al escu-
char un tema que a uno le interesaba. Se extraña esa solidaridad
entre diferentes, a los que nunca les importó si la relación que
nacía era entre un varón y una muchacha o entre dos varones o
dos muchachas; ese recato de apartarse cuando se empezaban
a escuchar confidencias; esa libertad de participar e ingresar al
ruedo para intervenir en una discusión que habían comenzado
otros dos en otra mesa. Eran tiempos en los que había que saber
hablar, tener ideas y si era posible, sorprender. En realidad, eran
otros tiempos.
Pero, ¿cómo se fue gestando la movida? ¿quiénes fueron los
primeros en acercarse a ese “Capitol” que compartíamos con
los músicos? ¿“Los Elefantes”? ¿la gente de teatro? ¿de danza?
No lo recuerdo con exactitud. Sí que entre los primeros estuvie-
ron Javier Villafañe y su compañera, nuestra Lucrecia y ese gran
poeta que compartió nuestra bohemia que fue Horacio Núñez
West. Pero es posible que después de ellos llegaran los de teatro
y de danza y después, amigos nuestros, la mayoría estudiantes de
Humanidades o militantes políticos. Así se fue poblando poco a
poco la calle 51 que creció en ofertas al público cuando a su lado
abrió el “Tirol Chopp” y casi de inmediato, el “Adriático”. Los
tres bares juntos ofrecían una capacidad acorde a la demanda que
crecía día a día. Sin proponernos nada. Por el simple hecho de
sumar amigos y amigas y éstos a su vez, agregarnos a los suyos.
Fue una época singular en donde confluyeron jóvenes platen-
ses de valía junto a muchachos del interior que llegaban a estu-
diar y que fueron notables en lo suyo y lograron trascedencia.
Algunos de ellos, que ya nombré con anterioridad, frecuentaron

390
Lalo Painceira

los cafés de 51 aunque sea esporádicamente, para charlar con


uno de los habituales parroquianos de los tres bares. Lo cierto es
que en verano las mesas de la vereda se extendían como si fuera
un solo bar desde el “Capitol”, el primero llegando desde 8 hacia
7 hasta “El Tirol” y el “Adriático”. Nunca integramos las mesas
del “Parlamento”.
Yo no recordaba cómo llegaron los alumnos de la “Escuela
de Teatro” ni quién había sido el nexo con ellos, mejor dicho
con ellas, porque al comienzo eran todas muchachas, adolescen-
tes que cursaban el último año de su bachillerato, además de es-
tudiar teatro o danza. Eran Graciela Sautel (que en una charla
que mantuve en la actualidad mencionará cómo se dio el nexo),
Norma Beninatti y Cristina Hansen de teatro y Leticia Hualde
de danza contemporánea. Ellas iban con sus mallas de baile ne-
gras y los tapados encima. Recuerdo que Graciela Sautel tenía un
gamulán gris. Con ellas, al poco tiempo, fueron llegando al bar
sus compañeros varones como Carlos Lagos, Jorge Ochoa, her-
mano de Bubby, el barerista de los jazzman, el Negro Gutiérrez,
el Turco Abdala y muy de vez en cuando, Raúl Boubé, Karpovich
y Yiyo, con su hablar italianizado. Que nos acercaron un mundo
nuevo. Graciela Sautel también introdujo en el “Capitol” a dos
compañeras suyas del Colegio que no estudiaban teatro ni danza:
Chuchi Muiña y Ana María Fernández. Cristina Hansen fue la in-
troductora de Leticia, que también llegaba al bar vistiendo la ma-
lla de baile de lana negra, un largo tapado de tejido abierto color
beige y vincha ancha tomándole su pelo corto. Desde ya que en
aquellos años, por más libertades que existían, ninguna de ellas se
quedaba en el “Capitol” hasta la madrugada con nosotros.
Terminaba 1960 y ya al año siguiente todo este grupo, menos
Leticia, Ana María y Chuchi, se mudaron a la nueva sede de la
“Escuela de Teatro”, una vieja casona en los altos de 7 entre 54
y 55 y los acogió el legendario bar “El Cabildo”, que ya se había
reducido a la esquina de 7 y 54. Allí concurrían incluso con pro-
fesores como Oscar Fessler, en los momentos libres que les deja-
ban las clases que eran en horario nocturno. Pero no abandona-
ron el “Capitol” porque se habían tejido amistades profundas y
hasta algunos noviazgos. Ahora, al terminar la primera década

391
EL BLUES DE LA CALLE 51

del siglo XXI, me reuní con Graciela Sautel y Ana María Fer-
nández para recordar aquellos años en la calle 51 a la que ellas
también aportaron y mucho más de lo que piensan. No hubo
almuerzo. Sólo un café en la confitería del Pasaje “Dardo Ro-
cha” y comenzaré con el testimonio de Graciela Sautel, la que
yo recordaba como la primera de teatro que se había acercado
a nuestro grupo.

“Pero no. Yo no fui la primera. La primera fue


Norma (Beninatti) que estaba de novia con Dalmi-
ro Sirabo. Yo me acerqué con ella y así los conocí
a todos ustedes”. Graciela tiene 65 años y es una
actriz reconocida además de docente. Está casada
con el director teatral santafesino Roberto Conte
y tienen una hija. Habla con la voz educada de
conservatorio, pero que ella ya incorporó y enton-
ces se la escucha con frescura y espontaneidad. Es
menuda, siempre lo fue, y sus ojos siguen brillan-
do como antaño. Es muy expresiva y puede decirse
que sólo cambió su pelo que continúa corto, pero
que hoy es blanco. “Yo empecé la Escuela de Tea-
tro a los 16 años, pero ya me había contactado con
grupos teatrales. Mi hermana mayor y yo, Susana.
El primer año lo cursamos en el Teatro Argentino
y una de mis compañeras era Norma Beninatti. Yo
los conocí en la exposición que hicieron en el Cír-
culo de Periodistas, que fue la primera del grupo y
a la que concurrí con ella. Cuando los conocí, con
mis 16 años, se me mezclaron los tantos porque
además de la amistad, también se nos planteaba la
relación mujer-varón”.

Conocernos significó para Graciela cierto impacto, “porque


convengamos, ustedes no eran convencionales para nada. Des-
pués, conmigo, se fueron acercando desde el teatro y de otras

392
Lalo Painceira

procedencias, amigas como Cristina Hansen, Leticia Hualde,


Chuchi Muiña y Ana María Fernández. Finalizado el primer
año mudaron la Escuela a calle 7 entre 54 y 55 y nosotros
íbamos a “El Cabildo” porque quedaba en la esquina y porque
ahí iban Fessler, Javier y otros profesores. Pero el café emble-
mático fue el “Capitol” al que seguimos concurriendo ya como
amigas del grupo”. Subraya su admiración hacia Fessler como
maestro. “Fue impagable haberlo tenido de profesor. Era un
maestro genial, conocedor de todos los métodos de actuación
y además fue el gran introductor de Brecht en la Argentina. Te
abría la cabeza”.
Al concluir la “Escuela de Teatro”, Graciela actuó en grupos
independientes de La Plata con recordados trabajos poniendo
en escena obras de “Los iracundos ingleses” y también en la
Comedia de la Provincia. Últimamente se destacó en trabajos
realizados en el “Teatro de la Universidad” que dirige Norberto
Barrutti. Fue profesora de la “Escuela de Teatro” durante años.
Sintetiza la experiencia compartida con los integrantes del Gru-
po Sí durante tres años afirmando que, “te acercaras por lo que
te acercaras, por cualquier motivo, en el “Capitol” se te abría
cabeza porque recibías influencias muy positivas en las charlas
que se tenían. Me acuerdo de las clases de Estiú, de las de Car-
tier, de las inquietudes de cada uno…Todo era enriquecedor”.
Ana María Fernández es una importante Psicóloga radicada
en Buenos Aires desde hace muchos años y en donde mantiene
sus lazos con la ciudad reuniéndose en los bares de Palermo
con platenses en ese exilio elegido. Es Dra. en Psicología, Profe-
sora titular de la UBA, invitada a diversas Facultades naciona-
les y extranjeras y estuvo a punto de ser decana de su Facultad.
Escribió libros y publicaciones científicas sobre distintos temas,
particularmente sobre aquello que abordan problemáticas de
genéro y de las lógicas colectivas que contienen el tema de la
subjetividad, según me aclara. Agrega como introducción que
se sigue considerando marxista “más allá de la incorporación
de posmarxistas como Foucault, Castoriadis y Deleuze. Hay
ciertos temas de Marx que siguen vigentes más que nunca. Bas-
ta ver la situación actual del capitalismo”.

393
EL BLUES DE LA CALLE 51

Ana María era una delgada adolescente rubia de grande


ojos claros que llegó al “Capitol” acompañando a Graciela. Te-
nía también 16 años y era su compañera no sólo de curso, sino
también de banco. Ambas recibieron la influencia, según recuer-
da hoy Ana, de la hermana mayor de Graciela, Susana, “que nos
abrió otros mundos. Ahora no recuerdo por qué fui al ‘Capitol’.
Pero sé que cuando lo hice, fue para quedarme. Recuerdo a la
gente de jazz y que todos ustedes, los del Grupo Sí y los de Jazz,
eran lo opuesto a los jóvenes de ese ‘Jockey Club’ provinciano
de donde yo venía”.

“Yo era una lectora infatigable desde los 13 años


pero ejercieron gran influencia, las hermanas Sautel
y la amplitud en el pensamiento del padre de ellas,
Víctor Sautel, que me sorprendía por lo abierto y
actualizado. También la amistad de Graciela con
los Papaleo fue central, pero lo importante era escu-
char al padre de ellos, un anarquista mítico. Lo del
Capitol era distinto. Tenía el atractivo de un grupo
de muchachos como ustedes que vivían la bohemia
y la ibertad de una manera que no había visto en La
Plata. Además había mujeres fuertes como Amanda
(Peralta). Yo paraba en el “Capitol” por eso. Lo que
desconocía y me enteré después es que en el Parla-
mento se reunían paradójicamente los que después
conformarían la CNU. Los años del “Capitol” con
ustedes fueron de amistad y de ver libertades que yo
quería tener. Me acuerdo de la relación de Horacio
Elena y Chuchi, compañera nuestra, que se casa-
ron cuando ella terminó el secundario. Porque el
comienzo fue así. Se tejían amistades pero también
noviazgos, relaciones más intensas, es decir, estaba
también presente el deseo. Además de ustedes, los
del grupo, había gente como Víctor Grippo, Julio
Bogado, Dippy Dipaola, Mariano Betelú, también
Eduardo Mazzadi. Todos ellos y ustedes, los del

394
Lalo Painceira

Grupo Sí, fueron tipos que ampliaron mi mente,


también algunos en la parte ideológica, política,
que ya había comenzado a interesarme cuando te-
nía 13 años y visitábamos con Graciela a los Papa-
leo y escuchábamos los relatos del padre anarquis-
ta y militante. En ese tiempo puedo asegurar que
ya era feminista, sin embargo, no lo sabía. Ustedes
y todo el grupo de amigos abrían caminos nuevos
que implicaban lo intelectual, las libertades, la se-
xualidad…Nos ofrecían una modalidad de relación
muy distintra que la del novio tradicional de ese
tiempo que era un camino de sumisión. Era una
apuesta libertaria sobre cómo amar desde nuestro
propio existenciario”.

“Mucho de lo que sosteníamos y vivíamos tenía


cierta coherencia en el sentido moral amplio, con
la experiencia de esos años. Sintetizando, ser del
‘Capitol’ era armar un mundo, no reproducir lo
que estaba dado y aceptado sobre la vida cotidia-
na, la sexualidad, etc. Son cosas que quedaron en
nosotras pese a que el tiempo transcurrido suele
relativizar las verdades. Allí se aprendía a armar un
mundo. Era el placer de las diferencias. No repro-
ducíamos el mundo vigente, por eso no existía un
apriori. Simplemente, acontecía”.

“Quiero aclarar que yo recuerdo al ‘Capitol’ de día,


no de noche porque yo era muy chica y en ese en-
tonces, no salíamos hasta muy tarde. Recuerdo al
grupo de ustedes y a la gente, vestidos de oscuro y
hasta de negro, libros en mano del tipo de los pri-
meros de Marguerite Duras, por ejemplo, y el deba-
te contínuo de ideas. Porque no sólo nosotras nos
vestíamos distinto a las chicas del centro, también
los varones. Es cierto que se armaban existenciarios
más libres, pero se mantenían distancias”.

395
EL BLUES DE LA CALLE 51

Los recuerdos de los protagonistas de aquellos años


de agitación y provocación mantienen coherencia.
No difieren los diferentes relatos. Era un mundo nue-
vo para todos nosotros y lo comenzamos a construir
entre todos; el tiempo de la deconstrucción llegaría
más tarde, mucho más tarde, y no todos recogie-
ron ese guante. Pero me obliga remarcar el coraje de
aquellas muchachas que comenzaron a ser pares y
en algunos casos parejas, a subrayar esa precocidad
porque siendo adolescentes, perteneciendo a la clase
media platense, tuvieron la valentía y la decisión de
romper las normas de una ciudad provinciana cuya
costumbre era parir jóvenes pacatos. Pero hay más
testigos de ese tiempo y también otras adolescentes
precoces, porque llegó el tiempo de “Los Elefantes”,
grupo de nos deslumbró y que fueron hermanos
desde el mismo momento de conocernos.

El día que los elefantes invadieron La Plata

Nelson era allegado a Raúl Fortín pero como pintor, porque


Raúl formaba parte del grupo inicial de los geométricos que se
reunía en el galpón de De Marziani. Al resto lo conocíamos de
vista y por haber leído en el invierno de 1961, los provocadores
poemas de su primera pegatina, nada más.
“Fracasa en la cloaca una flor de naranjo, y pasa una paloma
con el mal de San Vito”, es un fragmento de uno delos poemas
pegados en la pared por Raúl Fortín. A su lado, no podía ser
de otro modo en ese entonces, Lida Barragán desafiaba a los
platenses desde sus pendencieros dicisiéis años, gritándoles “Yo
desnudo mi cuerpo./ Y soy pura./Y grito./Y me entrego./Yo ten-
go costillas de fiera./ Y siempre soy herida./ Y siempre cicatrizo./
Y te desesperabas”. Junto a estos poemas estaban los de Yoly
Poisneuf, los de Roberto Ávila y los de Héctor Atanasiú, todos
impresos en papel afiche y encabezados por un título en letra
cursiva y sin utilizar mayúsculas: grupo de “Los elefantes”.

396
Lalo Painceira

Unos días después de esa pegatina, entraron al “Capitol” en


horas de la tarde para hablar con nosotros, Lida Barragán y Raúl
Fortín. “Los Elefantes” ya eran menos y al grupo lo formaban
ellos dos y Roberto Ávila. El objetivo de la visita erea presentarse
e invitarnos a una lectura de sus poemas que se iba a realizar en la
librería de calle 51 entre 11 y 12. Lida estaba vestida con un toque
Carnaby Street mientras que Fortín era formal, hasta diría que
bien platense en su indumentaria. Ávila parecía un proletario ruso,
gigantesco y con una magnífica voz de bajo. Era actor y pertenecía
al grupo del Teatro Universitario que dirigían María Mombrú y
Enrique Escope. De ese grupo formaba parte Renzo Casali, que se
transformaría en una de las figuras más atractivas y provocadoras
del teatro argentino de fines de los sesenta y comienzos de los se-
tenta, cuando se mudó a Buenos Aires y comenzó esa maravillosa
aventura estética y teatral que fue “Comuna Baires”, con la que
se trasladó a Italia radicándose en Milán y amplificando sus pro-
puestas. Murió allí en abril de 2011.
Pero volvamos cincuenta años atrás. Desde ya que concurri-
mos a la lectura de poemas y el vino posterior terminó por herma-
narnos. Al poco tiempo Lida y Raúl nos invitaron a su casamien-
to, al que concurrimos. Allí estaban las familias de ambos y un
puñado de gente de Bellas Artes, de donde eran alumnos los dos.
Meses después se incorporó al grupo nuestro Omar Gancedo y se
fue Ávila. Los tres publicaron Poemas radioactivos en un pequeño
y bello libro que ilustraba una xilografía en su tapa. “¿Por qué
poemas radioactivos? Porque en ese tiempo, plena Guerra Fría,
estábamos muy impactados con la bomba atómica. “Por eso”,
cuenta hoy Lida Barragán con sus 65 años, tres hijos, un nieto y
cuatro gatos, que sigue aferrada a su viejo barrio de El Mondon-
go pero cerca de ese parque que tiene la Facultad de Agronomía y
se vuelca en parte a la diagonal 113. Ese pequeño departamento
es también una especie de retorno al vientre materno del que sólo
se asoma para lo esencial.
Lida estudió en el “Bachillerato de Bellas Artes” y después Es-
cenografía en la “Escuela de Teatro” de la Provincia, pero se ganó
la vida cumpliendo funciones en la administración pública de la
que está jubilada.

397
EL BLUES DE LA CALLE 51

“Pero no escribo más. Hago plástica para mí o para


regalarle a una persona amiga. Nada más. Escribir
me angustiaba. Entonces dejé y retomé la plástica.
Mucho tiempo escribí. Desde los trece años y empe-
cé a mostrar lo que hacía en el Bachillerato de Bellas
Artes. En el invierno de 1961 fundamos el Grupo de
‘Los Elefantes’ con Yoli Poisneuf, Héctor Atanasiú y
Raúl. Después se sumó Tito Ávila. Creamos el grupo
porque entendíamos que la poesía se había quedado
en La Plata. Y quisimos salir a romper así, por nues-
tra cuenta y a través de un modo nuevo, pegando
los poemas en las paredes de la ciudad. Al grupo lo
formamos en Bellas Artes. Yoli era compañera mía
y Raúl y Atanasiú estaban en el curso superior, el
equivalente hoy a la carrera universitaria. El grupo
duró dos años. Además de las pegatinas hubo lectu-
ras de poemas en el salón de actos de Bellas Artes y
en la Librería a la que fueron ustedes”.

“Nos reuníamos una o dos veces por semana, leía-


mos, discutíamos. Como te dije, estábamos impac-
tados por la bomba atómica, la Guerra Fría y la
posibilidad de una nueva Guerra Mundial. Nos re-
uníamos en nuestras casas pero en general en la de
Raúl. La pegatina que hicimos tuvo mucha reper-
cusión. Salieron artículos en el diario, los lectores
mandaron cartas y fue importante porque además
de la repercusión, hubo una devolución por parte
de la gente. Nos vinculamos a “Eco Contemporá-
neo” que dirigía Miguel Grimberg. “Eco…” y el
“Escarabajo de Oro” eran las dos caras de la van-
guardia de entonces”.

398
Lalo Painceira

Los sesenta avanzaron rápido. Lida dejó meses de escribir por-


que fue presa política, después retomó y hace más de diez años
dejó de escribir, para no angustiarse. Ahora se reúne con amigos
de antaño como Graciela Tassara, su compañera del “Bachillerato
de Bellas Artes”. Pero nada es como era entonces porque Lida era
asidua concurrente al “Capitol” y guarda recuerdos imborrables.

“¿Cómo no voy a acordarme del boliche, de las


discusiones que se armaban. Porque iba gente que
era del Malena, ¿te acordás? Ese grupo de Ismael
Viñas y también del PC. Se daban discusiones muy
buenas sobre marxismo…Uno piensa eso ahora y
es difícil de visualizar. En una mesa discutiendo
sobre Marx, acodadas en el mostrador las cope-
ras de ‘El Galeón’, los habitantes de la noche de
siempre, viejos poetas en otra mesa, en el fondo
los músicos de jazz, estudiantes de Humanidades,
nosotros y desde ya ustedes, los del Grupo Sí, los
primeros habitantes del bar”.
“¿Sabés de qué me acuerdo? Que yo siempre pedía
una ginebra y una medialuna; recuerdo también a
un pibe de la calle que iba a comer con nosotros y
desde ya, de toda la gente increíble que conocí ahí,
desde ustedes a los de Tandil, pasando por la Ne-
gra Poli que iba al ‘Capitol’, sí, la de ‘Los Redon-
ditos’, la compañera de Skay, los músicos serios
como Jorge Blarduni y desde ya, Amanda Peralta,
la Negra. También iban Renzo Cassali y Liliana
Ducca que en ese momento era su compañera. Te-
nerlos allí a todos era un lujo que nos regaló esa
época, ¿no?”

Raúl Fortín, talentoso ilustrador, uno de los creadores de la


Revista “Humor” y de “Humi”, poeta y hermosa persona, qui-
zás de una sensibilidad demasiado pronunciada para los tiempos

399
EL BLUES DE LA CALLE 51

que vinieron, eligió partir por su propia y muy dolorosa volun-


tad. Crítico del neoliberalismo imperante y de una ciudad a la
que calificó de “mezquina”, cuando decidió volver ya restaurada
la democracia, Raúl decidió poner fin a su vida en el año 2000
y de una manera trágica, demasiado dolorosa. Escribiendo estos
recuerdos me reencuentro con unos versos de él de los años se-
senta, escrito premonitorio o quizás, esa señal primera que quiso
dejarnos y que ninguno leyó en su dimensión real o no compren-
dimos entonces su significado. Se llama “Poema para mi muer-
te violenta” y describe con imágenes descarnadas lo que exac-
tamente sucedería cuarenta años después. No transcribiré esos
versos por mi propia necesidad de recordarlo vivo, de mantener
esa foto de él en mi memoria, riendo, foto rescatada de nuestro
último encuentro, él esgrimiendo su humor ácido e irreverente,
lanzado con frases cortas que arrancaban de golpe disimulando
un leve tartamudeo. Nos habíamos reencontrado los dos después
de años y ambos retornando a La Plata. Raúl tenía una casa en
Tolosa y compartimos un asado y un vino junto a su compañera
y a sus mellizos que corrían por ese pedazo de verde como si
fuera en una plaza. Por todo eso sólo transcribo su advertencia
final: “yo cesaré al fin. / Yo cesaré como el dolor o el frío. / Como
el dolor o el frío/ yo cesaré al fin/ violentamente”.
Raúl es uno de los grandes olvidados de esta ciudad real-
mente mezquina, en donde no ha recibido ningún homenaje, en
donde sólo lo recuerdan públicamente los esforzados luchadores
de la cultura de la revista “El Pasajero”, y desde ya que sus me-
llizos, la que fue su última compañera y todos nosotros, que lo
admiramos y quisimos.

Otros compañeros de la noche y el giro


a la izquierda de algunos

Estamos llegando al final del blues de la calle 51. Como blues,


el tema se va desarrollando interrumpido por solos e improvisa-
ciones. Ahora retomaré el tema original y puede ser que se reitere
parte de la melodía principal. Pero es la despedida. Cuando todo

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Lalo Painceira

el grupo comienza a tocar coralmente uniendo sus instrumentos


y aportando algo que quedó de sus solos. Por eso, al retomar
el blues, parto de algo ya dicho: a partir de la exposición de
junio de 1961 el “Capitol” comenzó a recibir nuevos adherentes
y cambió la característica de su clientela. No llamaban la aten-
ción las barbas ni los pelos largos o excesivamente cortos para
la época, ni la multiplicación de anteojos, los cuerpos delgados
y tampoco los sacones o gabanes con cierto abuso de la ropa
oscura, como señaló Ana María Fernández. Mucho menos ver
que varios de los parroquianos, en su mayoría jóvenes, entraban
con libros, algunos porque venían directamente de la cercana
Facultad de Humanidades, otros porque querían mostrar a su
grupo de pertenencia algún hallazgo o reforzar la argumentación
sostenida en la discusión de la noche anterior. También estaban
los que llegaban temprano y traían su ejemplar para leer allí,
sentados y solos ante su mesa en donde estaba la copa, el libro
abierto, esperando que lleguara el resto.
“El Capitol” había cambiado. No sólo por “Los Elefantes” o
por los perseverantes músicos de jazz y pintores del Grupo ni las
amigas de teatro y de danza contemporánea, sino por la cantidad
de jóvenes y agregaría que eso mejoró la calidad del contenido
de lo mucho que se debatía debido a que esa tanda de nuevos
clientes aportó positivamente a las polémicas.
Además de la teoría, se mantuvo siempre el necesario recreo
festivo, porque el “Capitol” no era un convento ni nosotros ni
nuestras amigas y amigos teníamos vocación religiosa. Pero las
discusiones comenzaron a teñirse con ideología y eso generó en
algunos, la necesidad de una praxis. Si bien se mantuvieron los
lazos de relación, las bromas, hablar de los temas que hacen al
arte, comentar películas y novelas, se empezó a hablar de polí-
tica y predominaba un lenguaje marxista. Como conté, todavía
ni Fanon ni los grandes del mundo que estaba naciendo, habían
llegado a nosotros. Por lo tanto, hablábamos en el léxico nacido
de un mundo bipolar, a excepción de Amanda, una adelantada
para nosotros.
Entre los nuevos habitués comenzaron a predominar los
jóvenes militantes, sobre todo de la Fede (“Federación Juvenil

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EL BLUES DE LA CALLE 51

Comunista”), de agrupaciones universitarias de izquierda y tam-


bién concurría un grupo nutrido del “Malena”, como recuerda
Lida Barragán y otros que entonces estaban en “Praxis”, el grupo
marxista de Silvio Frondizi. Trotsky llegó a nuestras mesas en
la solitaria voz de Amanda que además, introdujo un tema no
común para el marxismo tradicional argentino de ese tiempo: el
peronismo. Sin haber leído indudablemente los aportes de Cooke,
el sectarismo de ese marxismo lo descartaba por “bonapartista”,
“populista” o “demagógico”, izquierda vernácula y gorila que
continuó siendo fiel, con la sola excepción del trotskismo y de
los grupos marxistas nuevos como “Praxis” y “Malena”, a las
posiciones dogmáticas que los hicieron apartar a comienzos de
los ’40 del campo popular, sitio desde el cual algunos todavía, en
pleno siglo XXI, no han retornado.
Pero volvamos a 1961 para sentarnos ante una mesa del “Ca-
pitol” de aquellos años, cuando el compromiso marxista obliga-
ba a una semiclandestinidad a quien lo asumía. Porque ninguno
llegó al “Capitol” y decía: muchachos, me afilié al PC o entré en
el “Malena” o en “Praxis”. Para nada. Se comentaba sólo a quie-
nes se tenía esperanza de incorporar e incluso, los que asumían
responsabilidades no daban a conocer sus domicilios ni a sus fa-
miliares directos. Porque había represión y si bien la padecía fun-
damentalmente la Resistencia Peronista, también la sufrían los
marxistas, porque en el fondo la derecha siempre tuvo claridad
para identificar a sus enemigos principales, algo que la izquierda
argentina nunca aprendió.
La incorporación al “Capitol” de este grupo heterogéneo y nu-
meroso, obró en cada uno de nosotros, integrantes del Grupo Sí,
de manera diversa aunque bueno es aclarar que nunca ahogó esa
movida estupenda que había nacido y que viviría en plenitud, res-
petando las diferencias, al menos, por tres años más. Por ejemplo,
“Los Elefantes” incorporaron a Omar Gancedo que, no obstante,
siguió siendo parte del Grupo Sí y militante diario del “Capitol”;
Sirabo, que nunca fue marxista, necesitaba un sitio para vivir y
se mudó junto a Víctor Grippo, que no le exigió que fuera del PC
ni nada por el estilo; en tanto, con Horacio Elena y Chuchi, que
ya eran novios, nos vinculamos al grupo de músicos de “Conser-

402
Lalo Painceira

vatorio” liderado por Jorge Blarduni y a todos sus amigos, entre


los que estaban Dippy, Amanda, Osvaldo, Rodolfo, Julio Bogado
(poeta y además un tipo ideológicamente muy claro) y todo el
grupo de Tandil. También se acercaron dos poetas notables del ba-
rrio obrero de Berisso que empezaron a concurrir al bar algunos
atardeceres y noches, pero sólo los fines de semana. Eran Sandra
Filippi e Imar Lamonega. En mi caso particular, fueron los mar-
xistas los que me hicieron retomar un camino que había olvidado
al nublarme la mente ese misticismo vacuo, inconsistente, basado
en ritos superficiales y no en una espiritualidad profunda. Por eso
fueron ellos, sobre todo los más sólidos, como Grippo, Bogado,
Golo (Mario Goloboff), Godio, Castorina, Mauricio y Lipo, los
que me hicieron retornar a aquella senda que había emprendido
siendo casi niño desde mi admiración hacia el maestro Fernán-
dez Coria y, ya adolescente, desde mi amistad con Bibi Párraga.
Adherí a la Fede y me incorporaron al “Frente Cultural” junto a
otros amigos, algunos vinculados al grupo de pintura y otros que
me enriquecieron notablemente, bastaría mencionar que compar-
tí reuniones con intelectuales de la talla de Golo, Tono y ese tipo
fantástico que fue Julio Godio, aunque ellos en general, militaban
en el frente universitario. También hubo encuentros muy espo-
rádicos con marxistas independientes o de otras líneas, del ni-
vel de José Sazbón y también con Ricardo Piglia, de quien luego
me hice amigo, vinculación que duró incluso hasta mis primeros
años de Buenos Aires y que se extendió a su mujer, Norma y a su
amiga, Rithé Cevascó. También participaban de las reuniones del
“Frente Cultural del PC” en esos tiempos María Mombrú, Beto
Rubinstein, Zito Zoibelson que dirigían el Teatro Universitario
y Jorge Rubinstein, emblemático creador del “Teatro CLIMN”,
perteneciente a la “Biblioteca ‘Max Nordau’”.
Sin embargo, en mi caso particular, mi encuentro con el mar-
xismo fue el comienzo de mi alejamiento del Informalismo y al
año siguiente, del Grupo Sí. Mi última expresión plástica fue
neofigurativa con una temática social clara pero manteniendo
el lenguaje de vanguardia. Coincidió con mi ingreso a la carrera
de Cinematografía en la UNLP, en donde me di el lujo de tener
compañeros como Raymundo Gleyzer, Grillo Frontini, Alejandro

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EL BLUES DE LA CALLE 51

Malowicki, Pupi Rottblat, Sergio Labourdete, Carlos Vallina y


un gran compañero y amigo que me abrió la mente al todavía
entonces denominado “fenómeno peronista”, Ricardo Gil Soria.
¿Por qué me pegó tan fuerte mi encuentro con el marxismo?
Pienso que el hecho de adoptar como padre a Sartre, jugó un
rol en esa decisión. Siempre necesité de una praxis para sostener
mi pensamiento. Nunca pude pensar o sentir algo y vivir ajeno
a ello. No es algo buscado o que me haya exigido sacrificios
santificantes, no. Tampoco es una pose. Es algo natural. Soy así.
Quizás no soy una excepción y gran parte de mi generación tam-
bién fue así, participativa, comprometida incluso hasta el límite.
Así lo exigía, según nuestra visión, el tiempo que nos tocó vivir.
Tiempo al que volvemos brevemente, reproduciendo fragmen-
tos de la reciente y muy buena Historia del Siglo XX (Editorial
Siglo XXI, 2011) de la Dra. en Historia María Dolores Béjar,
Profesora de la UNLP y de FLACSO. Después de pasar revista
a la crítica situación de los países dominantes y de los socialis-
tas (ya se habían producido los levantamientos de Polonia y de
Hungría, este último sofocado con la participación directa de la
URSS), nos habla de este Tercer Mundo que nosotros todavía no
visualizábamos.

“Entre 1957 y 1975 -escribe Béjar- la mayor par-


te de África Subsahariana alcanzó independencia.
Bajo el liderazgo del presidente egipcio Nasser, el
nacionalismo secular, antiimperialista y enfrenta-
do con las monarquías conservadoras ganó terre-
no en el escenario árabe. En el Sudeste asiático,
la lucha anticolonialista vietnamita se transformó
en una guerra antiimperialista que socavó la hege-
monía de la primera potencia capitalista. América
Latina fue sacudida por la Revolución Cubana
y la ‘nueva izquierda’ reivindicó la lucha armada
contra la dependencia y la injusticia social. En
el imaginario de gran parte de la izquierda occi-
dental, el Tercer Mundo se erigió como el nuevo

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Lalo Painceira

sujeto revolucionario. La voluntad política de las


víctimas del imperialismo pasó a ser visualizada
como condición necesaria y suficiente para que és-
tas se convirtieran en protagonistas de la historia a
través de acciones heroicas. Allí estaban para con-
firmarlo, según los tercermundistas, Argelia, Cuba
y Vietnam”.

Esta oleada descripta de manera tan caliente y comprometida


por Béjar, no había llegado a La Plata en 1961 o, al menos, no
la conocíamos. Nos conmovía y adheríamos espontáneamente a
la Revolución Cubana y a la lucha antiimperialista, que era una
bandera que levantaba toda la izquierda marxista y peronista,
pero también los jóvenes rebeldes de todo el mundo, aún los que
buscaban en las viejas religiones orientales su razón de seguir
viviendo.
En el caso personal y ya ingresado en el PC, debo señalar que
dos personas tuvieron influencia directa y lo hicieron desde una
posición que, contra toda especulación previa, sorprendieron
desde la amplitud y el conocimiento del pensamiento marxista.
Fueron Mauricio Tenembaum y Jaime Lipovetzky o simplemen-
te “Lipo”, como lo llamábamos. Eran los responsables de ese
frente cultural del PC al que me sumé, fundamentalmente cons-
tituido por hermanos de la FEDE, con los que todavía me cruzo
de vez en cuando y permanece mi respeto y cariño hacia ellos,
aunque no comparta todas sus posiciones políticas. No éramos
pocos los hijos del “Capitol” que estábamos enrolados en ese
grupo. Había músicos, poetas, escritores y desde ya, pintores.
También estudiantes de Bellas Artes y de Humanidades. Pero
el carozo de nuestro compromiso, lo que seguía convocando
al “Capitol”, lo que sería lo “cósico cosidad de la cosa” para
utilizar un lenguaje heideggeriano, era el Grupo Sí. ¿Por qué?
Porque “en ese momento el Grupo era muy bien considerado
y merecedor de respeto y recibiendo comentarios muy positi-
vos”. Lo dice Mauricio Tenembaum en este siglo XXI con una
realidad diferente que por ahí nos ubica en veredas distintas,

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EL BLUES DE LA CALLE 51

pero nunca opuestas, porque marchamos en la misma dirección


y nos sostiene el afecto. Mauricio es hoy un dirigente de pri-
mera línea de la comunidad judía argentina e integrante de la
“Comisión Provincial por la Memoria”, pero en aquel momen-
to era nuestro flamante responsable del “Frente Cultural del
PC” y que con infinita paciencia, lidió con nuestra diversidad
e indisciplina en tiempos en donde la disciplina del militante,
precisamente, era muy tenida en cuenta. Pero Mauricio, ma-
yor que nosotros, siempre vestido formalmente y dueño de una
vasta cultura y conocimiento marxista, nos soportó el tiempo
que estuvo con nosotros y además nos educó e hizo aportes a
nuestra formación.
Cuando lo conocimos ya tenía una trayectoria importante
dentro del Partido, no obstante en los encuentros, era un par
nuestro y se mostraba sumamente abierto a nuestras inquie-
tudes. Nos reuníamos con él periódicamente para escuchar su
informe, leer documentos y discutirlos.
“Siempre creí que el intelectual y el artista no se amoldaban
a la rigidez del Partido. Yo tenía reuniones con Héctor Agosti
que me preguntaba por el grupo de La Plata y yo le contestaba
que tenían mentes abiertas, libertad de pensamiento pero que
creían realmente en la necesidad de un país socialista y tenían
como referencia el proceso soviético. Porque Agosti era más
ortodoxo de lo que se mostraba”, me cuenta hoy mientras com-
partimos un pocillo en el “Café de las Artes” del Pasaje “Dardo
Rocha”, rodeados de estudiantes de Humanidades, exactamen-
te como antaño.

“Yo me reunía con ustedes y hasta tuve que de-


fender a algunos de acusaciones de orientaciones
sexuales diferentes y de comportamientos que la
dirección criticaba duramente. Por ejemplo, en
ese momento el PC no admitía la vida en pareja,
sino que tenían que casarse y tampoco admitía
la homosexualidad. Yo defendí y mantuve en el
partido a homosexuales. Nunca discriminé a na-

406
Lalo Painceira

die. Pero el partido lo hacía e, incluso, castigaba a


aquellos que habían tenido relaciones extramatri-
moniales. Debían hacer una autocrítica sobre su
comportamiento”.

“En las reuniones con ustedes se debatía con libertad, había


un pensamiento crítico que es propio de todo intelectual y que se
aplicaba a diferentes líneas del Partido, como la referida al arte
que era muy sectaria (realismo socialista)”.
Y así fueron nuestros encuentros. Hubo voces potentes, con
formación sólida y otras más débiles ideológicamente, como la
mía. Recuerdo que la primera reunión del “Frente de Cultura” se
realizó en el comedor de diario, junto a la cocina, en la casa de
mis padres que quedaba en Villa Castells, Gonnet, a donde se ha-
bían mudado a causa de una enfermedad pulmonar (EPOC) de
mi papá. Fue un encuentro en donde guardé respetuoso silencio
hasta donde pude, incluso por desconocer hasta el mismo meca-
nismo de las reuniones. Pero hubo detalles imborrables, como el
protagonizado por la inocencia sectaria de un hombre ya mayor,
pintor, y al que conocí en ese momento. Me acuerdo que después
de escuchar el informe con el que comenzaba cada reunión, él
planteó con crudeza la necesidad de someter nuestro lenguaje
expresivo a los postulados del Realismo Socialista, demonizando
al Arte Abstracto, y hasta llegó a plantear la uniformidad de la
paleta que debíamos utilizar, sustentada en tierras, ocres y sienas,
sólo con acentos de otras tonalidades. Lo recuerdo hoy vivamen-
te, lo veo hasta en dónde estuvo sentado cuando afirmó hasta
con inocencia, “como Castagnino”. Pienso que si Castagnino lo
hubiera escuchado lo echaba de la mesa. Ése era mi tema y lo
pensé dirigido hacia mí, pero cuando me aprestaba a respon-
derle, Mauricio, con toda su calma, me frenó con un gesto y le
contestó bajando esa línea de amplitud que siempre mantuvo.
Lo mismo que su sucesor, Jaime Lipovetzky, nuestro Lipo, total-
mente diferente en su manera de ser, más abierto, verborrágico e
informal que Mauricio. Tenía un comportamiento de par porque
sólo tendría un par de años más que nosotros y recién se había

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EL BLUES DE LA CALLE 51

recibido de abogado. Incluso compartíamos algunas salidas jun-


to a su novia de entonces y todavía compañera, Sarita. Recuerdo
una noche fría de primavera, supongo que después de que él
pasara por el bar, terminamos todos en un Recreo de Punta Lara
junto al Río, bebiendo vino patero (vino típico de la costa), co-
miendo choripanes y bailando chamamé.
Hoy es un abogado laboralista reconocido, con varios libros
en su haber y fue el que espontáneamente se ofreció como nexo
con Otto Vargas para comer los tres en aquella mítica cervecería
porteña de calle Libertad. Pero ahora estamos solos los dos, para
recordar aquella primavera de nuestras vidas y que me cuente
cómo la guarda en su memoria.

“Cuando me hice cargo del grupo de ustedes, la


línea del Partido era muy dogmática y en gene-
ral, lo era todo tipo que estuviera encuadrado. Se
comienza a cambiar esa mirada cuando se entien-
de que la cultura mantenía una línea crítica y que
buscaba un nuevo punto de vista para el mundo.
Por ejemplo, la Revolución Cubana marca un
antes y un después que no fue bien leído por la
dirigencia. El Partido tenía muchas discrepancias,
algunas fuertes, por ejemplo con el Che”.

Lipo retoma el primer concepto, porque para los que se soste-


nían en la posición dogmática que era la línea oficial del Partido,
juzgaban críticamente nuestras opiniones más libres y más gram-
scianas, porque Gramsci ya había hecho su aparición en nuestras
lecturas. “Te diría que hasta parecía algo agresivo. Pero yo me
fui dando cuenta que no era un problema personal, sino que ex-
presaba la posición del intelectual. Personalmente me opuse en
el plenario del Partido a la crítica contra los intelectuales porque
entendí que ellos tenían razón en sus posiciones y que ellas no
representaban una posición rupturista”.

408
Lalo Painceira

Destaca

“el papel jugado por Mauricio que tenía diferencias


con la conducción del Partido y las manifestaba.
Lo que sucede es que en ese tiempo comienza un
momento particular de dudas y contradicciones.
Por nuestras lecturas apreciábamos el valor de las
diferencias y no fuimos sectarios hacia el interior.
Sobre todo el sector universitario y los intelectuales
comenzaron a no acatar y a discutir las decisiones
del Comité Central. Esos fueron los primeros pasos
de la reacción y de la discusión y ruptura que vino
poco después”.

La política cambió el ambiente del bar. Aquel “Capitol” virginal


del comienzo había sido suplantado por otro, más activo, vital, de
corrillos y grupos distintos. De discusiones mesa a mesa, de chica-
nas. Se mantuvo el centro en el Grupo Sí, pero ya no éramos los
únicos pintores ni artistas. Había poetas y músicos que nos abrie-
ron mundos nuevos lo mismo que los militantes. Desde ya, la ma-
yoría siguió hablando de arte, de estética, de vanguardia, porque se
expresaban a través de ese lenguaje, de esa búsqueda incesante de
tender la historia del Arte hacia el futuro. Futuro. Qué palabra pla-
gada de contenidos diversos ¿Cuál sería el futuro imaginado por
Puente y Parternosto entonces? ¿Cercana al arte precolombino que
los ganaría recién años después y en Nueva York? ¿Y Dalmiro que
dibujaba como Poroto en papeles diminutos obras que ya transita-
ban hacia la geometría, habrá vislumbrado su minimalismo futu-
ro? Y así cada uno de nosotros e incluso, cada uno de los poetas y
los músicos del “Capitol”. Pero esa disparidad nos fue separando.
Todos éramos amigos, pero subyacía la ideología que cortaba en
porciones distintivas a ese grupo vivo. Porque el “Capitol” fue eso
durante todo el tiempo que duró su movida: un grupo vivo de jó-
venes que podían coincidir o diferir, pero que todos estaban embar-
gados por la pasión, la inquietud, la necesidad de romper límites.

409
EL BLUES DE LA CALLE 51

Puede decirse que el Grupo Sí “atendía” en el “Capitol”.


Todo aquel que quisiera comunicarse con nosotros nos buscaba
allí. Fuera una amiga con la que se tejían los primeros puntos de
una relación o los teóricos y, desde ya, nuestros mecenas. Por-
que además del empujón de Squirru, hubo gente que nos ayudó
económicamente y en algunos casos, hasta brindando un techo.
Julio Sager era abogado y director de “Radio Universidad
de La Plata”. Se vestía como abogado, impecable, pero portaba
grandes bigotes blancos, tanto como su cabellera, ligeramente
levantados en sus extremos lo que le otorgaba cierto acento bo-
hemio. En su estudio vivió durante años Omar Gancedo. Tenía
su habitación en los fondos y allí esculpía, pintaba y armado
del soplete, quemaba buscando nuevas heridas expresivas. Pero
también se apiadaba de nuestras carencias. Cada tanto pasaba y
dejaba algo de dinero, al menos, para una consumisión suntuosa
para la escacez nuestra, que él pedía en nuestra mesa. Supongo
que esa mano se habrá extendido en algunos casos a la adquisi-
ción de óleos, esmaltes, pinceles, espátulas y herramientas. Una
tarde le propusimos con Chuchi Muiña y Horacio Elena hacer
un programa cultural en “Radio Universidad”, basado en en-
trevistas. Un invitado y la charla. Lo aceptó encantado y creo
que en el primer programa el invitado fue Alejandro Puente. El
programa tuvo corta duración en realidad y no recuerdo hoy la
cantidad de programas que salieron al aire, pero significó pre-
monitoriamente mi primer contacto con el periodismo, que se
convertiría en los tramos finales de esa década, en mi profesión
y, junto con mi familia y mis ideas y mi fe, en mi vida.
Con poco trato personal, ya que si bien eran protectores del
grupo en general mantenían una fuerte amistad con Nelson, nos
visitaban dos ingenieros empresarios, Althabe y Beilinson, am-
bos muy comprometidos con las artes plásticas y su fomento. De
esa manera compraron algunas obras nuestras. También pasa-
ban por el “Capitol” y sobre todo, me acuerdo de ellos en vera-
no, ocupando junto a nosotros las mesas de la vereda, riéndose y
gozando de las ocurrencias de Javier Villafañe o de Nelson.
Cuando el grupo se apagaba apareció otro mecenas que con
el transcurrir del tiempo alcanzaría notoriedad nacional: “Dudi”

410
Lalo Painceira

Graiver. Dudi era un amante de las artes plásticas y además,


un conocedor porque había leído, visitado museos del mundo
y grandes galerías, es decir, se había cultivado con esmero y a
diferencia de nosotros, conocía los originales que nosotros amá-
bamos por reproducciones. No es un aporte nuevo decir que
era muy inteligente, rápido y que tenía gran sentido del humor.
Compartía nuestra mesa y se sentía bien lejos de sus obligaciones
participando de ese grupo que era totalmente informal, además
de su opción estética. Sin alardear contaba lo útimo que había
visto en exposiciones en el exterior, pero en la mesa era uno más.
Tenía nuestra edad, dos años menos que yo, pero nos sorprendía
su lucidez y creo que gozaba sus recreos junto a nosotros. Al
poco tiempo yo dejé de frecuentar asiduamente el “Capitol” ya
que estudiaba en Bellas Artes, era empleado administrativo de
Menores, militaba en el PC y además me había casado con una
de aquellas adolescentes que compartían nuestra mesa, matrimo-
nio que duró dos años, nada más, que no tuvo descendencia y
que derivó en un gran afecto que todavía subsiste, y que además
me permitió encontrar otros focos de atención y un compromiso
mayor en otras disciplinas. Al poco tiempo y ya solo me mudé a
Buenos Aires y prácticamente no pisé más el “Capitol”.
Creo que después de la exposición de 1962 con Ambrossini,
Pacheco, Puente y Paternosto en donde mostré mis villamiserias,
el Grupo Sí dejó de existir con ese contacto diario y ese compro-
miso anterior. Mi tiempo se volcó a Bellas Artes, a la carrera de
Cinematografía y a la militancia en el Centro de Estudiantes del
que fui secretario, consejero estudiantil y delegado a la “Federa-
ción Universitaria de La Plata”. La pintura para mí había que-
dado definitivamente atrás. Había cruzado esa línea a veces muy
sutil e invisible que existe delante de cada obra. Desde entonces
y hasta hoy participo con intensidad de esa experiencia maravi-
llosa que es vivir el arte como espectador, el último eslabón que
da sentido a una obra.
Pero la movida en el “Capitol” continuó de manera más
abierta y estudiantil, porque fueron los estudiantes los que
predominaron y dieron contenido al último tiempo, cuando el
grupo comenzó a languidecer. Desde ya que si uno estaba en el

411
EL BLUES DE LA CALLE 51

centro solo, sin obligaciones y con tiempo para tomar un café,


iba al “Capitol” porque estaba seguro que alguno de los viejos
estañeros o compañeros de madrugadas, iba a estar disponible y
abierto a la charla. Pero se amplificaron los lugares de convoca-
toria, sobre todo al abrir “Tarco”, la librería de Jorge Blarduni,
que mostraba sobre un caballete una de las bellas muchachas
pintadas por Grippo. En “Tarco” se charlaba como en el “Ca-
pitol”, pero al predominar la gente de Humanidades, el nivel
del debate era más académico, aunque también se jaraneaba y
se siguieron organizando fiestas pero ya no en nuestros talleres,
sino en la casona que tenía Jorge en City Bell. Fiestas inolvida-
bles con representaciones de las que participábamos activamente
con Horacio Elena, Chuchi Muiña y Ana, una porteña que en ese
momento era mi compañera.
La poesía era la expresión estética que primaba en “Tarco”.
Fundamentalmente a causa de Sandra Filippi, una especie de
ángel o mejor de hada que estaría más de acuerdo a su última
actividad, persona verdaderamente mágica pero comprometida
y militante. Sandra se convirtió en una maravillosa escritora de
cuentos para niños y montó un mítico comercio en Cariló, cuan-
do ese paraíso recién nacía. Recuerdo a otros poetas que forma-
ban parte de los encuentros y que habían pertenecido al grupo
del “Capitol”, como Mario Goloboff y Julio Bogado, entre ellos.
También era asiduo concurrente Imar Lamonega, poeta, obrero
y gremialista que arrebató a la burocracia el Sindicato de Petro-
leros de La Plata. Imar fue un militante ejemplar como lo reflejan
sus versos. Recibió el “Premio Casa de las Américas” en Cuba y
hoy está desaparecido porque, pese a las advertencias y con esa
terquedad que proviene de la fe que sólo tienen los santos, regre-
só a la Argentina en tiempos de la dictadura, mejor dicho, volvió
a su Berisso y desde ya, para no callarse la boca.
En cuanto al “Capitol”, es posible que la disolución del Grupo
Sí favoreciera en cierto sentido, la dispersión de quienes confor-
mábamos el núcleo de sus comensales. Hubo grupos, por ejemplo
los integrantes del movimiento coral que siempre fue muy impor-
tante en La Plata, que se afincaran en sitios aledaños a sus locales
de ensayo de la misma manera que los de la “Escuela de Tea-

412
Lalo Painceira

tro” habían ocupado “El Cabildo”. La cervecería “Modelo”, por


ejemplo, siempre fue un imán, sobre todo para los estudiantes.
Sus largas siestas y tardes en donde había pocos clientes y la am-
plitud del local, la dotaban del clima ideal para estudiar o debatir
o simplemente, leer. No puedo olvidarme tampoco de las pizze-
rías “Sorrento” y “Bacci” e incluso de plazas, como por ejemplo
la Rocha, ubicada estratégicamente frente a Bellas Artes y a la
“Biblioteca de la Universidad”, y que fue la escenografía natural
en donde se congregaba un naciente grupo de poesía, pero ya
hablaremos de esos nucleamientos unos párrafos más adelante.
Así, lentamente, como se cumplen los ciclos de la vida natural
y como mutan las estaciones, se fue apagando aquella movida de
calle 51. Diría que la primavera que estalló en octubre de 1960,
abarrotada de creatividad, ardor y vida joven, dio paso al calor y
el fuego de un largo verano en el que se asentaron y maduraron
los frutos acuñados para dejar luego que, lentamente, comenza-
ra a asomar el otoño con todo lo que contiene de pérdida y de
anuncio del invierno.

Otras voces, otros ámbitos

Ha formado parte de este blues la aseveración de que La Pla-


ta, desde los albores del siglo XX, posee una vida cultural inten-
sa que constituye uno de sus más sólidos perfiles, afianzándose
como una de sus aristas salientes, característica que mantiene
hasta la ctualidad. Una parte importante de ese perfil fue, y es, su
actividad coral. Actualmente mantienen una actividad contínua,
algo más de medio centenar de conjuntos corales, sin tener en
cuenta los que realizan presentaciones esporádicas. El dato, que
no es menor, lo proporciona Ricardo Denegri, desde hace años
un militante activo del movimiento coral platense y reconocido
dirigente del mismo.
Señala 1942 como el año de inicio de la actividad coral vo-
cacional de manera regular en la ciudad, más allá de algunos
grupos que con anterioridad pudieron haber mantenido cierta
actividad informal. El disparador fue la presentación en La Plata

413
EL BLUES DE LA CALLE 51

del Coro de la Universidad de Yale de Estados Unidos. Esa fue la


brasa que dejaron encendida y que ardió, como no podía ser de
otra manera, en el corazón de la Universidad. Nació así el “Coro
Universitario de La Plata”, en ese momento exclusivamente mas-
culino. A los dos años se incorporaron voces femeninas y un
sector se escindió para crear el coro “Antares” que hasta la ac-
tualidad mantiene su característica de exclusividad masculina.
Pero además, el ejemplo fue asumido por otras asociaciones y la
actividad comenzó a expandirse. Debe aclararse que ya existía
un coro, el del “Teatro Argentino” de La Plata, pero se trató
siempre de un elenco profesional.
En 1960 el panorama coral era algo menor en cuanto a can-
tidad de grupos, pero suficiente para aquella ciudad inquieta,
mucho más pequeña que la actual. Tres años antes, un rosarino
de 23 años, violista de la “Orquesta Juvenil”, ganó el concurso
para dirigir el “Coro Universitario de La Plata”. Roberto Ruiz
recuerda aquella circunstancia que lo instaló en nuestra ciudad
resumiéndola en una afirmación categórica: “de alguna manera,
fue el Coro el que me ganó a mí por todo lo que me dio la ciu-
dad, más allá incluso de lo estrictamente musical”.

“La Plata, en aquellos años, era una ciudad chica,


con tranvías, que me resultó familiar, tanto que
recuperé ese ser del interior que me habitaba. Pero
era una apariencia, porque La Plata en aquellos
años era un hervidero desde lo artístico, lo político,
lo científico y lo universitario. Y todo repercutía
en el Coro Universitario. Y cada ensayo terminaba
en ‘El Sorrento’ o ‘El Rayo’, ese café que estaba
frente a la Estación, y después de cada concierto,
en la cervecería ‘Modelo’ o en el ‘Malvinas’, que
era un restaurante que quedaba en 49 entre 8 y 9,
o en ‘La Aguada’. Pero íbamos a restaurantes de
vez en cuando, nada más, porque el Coro estaba
formado por una mayoría de estudiantes, aunque
había ex estudiantes y egresados. Podría decir que

414
Lalo Painceira

la casi totalidad estaba a tiro de la vida universita-


ria. Calculá que el mayor de los que componían el
coro tendría unos 33 años”.

Durante 1957, Roberto viajó desde Buenos Aires a La Plata


en tren. En ese lapso, careció, por lo tanto, de una inserción real
en la ciudad. Pero en 1958 se instaló en La Plata y echó raíces.
Se casó y tuvo amigos entrañables como Elio (Elías) Korzak que
entonces estudiaba Derecho, luego se recibió de abogado pero
era un excelente pintor; Jaime Bauzá, hombre importante de
la cultura platense; Roberto Bravis López, inquieto, ligado a la
creación de la carrera de Cinematografía y dueño de la primera
galería de arte privada de La Plata; Simón Pomerich, que era
concesionario del buffet del viejo “Teatro Argentino” y también
fue amigo de los entrañables Clarita Maiztegui, Emilio Pernas y
Pancho Shwartz y uno de los más íntimos, Boris Baron, militante
del Partido Socialista y un excelente bajo, además de ser un gran
melómano.
“¿De qué hablábamos? De lo que se hablaba entonces en
nuestro ambiente: mucho de política, desde ya que de música
que giraba como eje principal de la ciudad desde el Teatro Ar-
gentino. Así fue mi vida hasta 1966, cuando el gobierno francés
me otorgó una beca y viví dos años en París”.
A su regreso, ya en La Plata, encontró otro movimiento in-
cluso con experiencias de vanguardia impulsadas por Enrique
Gerardi. “Fue en realidad Juan Carlos Paz el introductor de toda
esa tendencia moderna de la música”.
Roberto califica aquella época como

apasionante. Estaba la Revolución Cubana, por


ejemplo, que dividía las aguas. Se discutía mucho
y se ponía todo en tela de juicio. Fue muy impor-
tante la calidad del cine que veíamos no sólo por
su importancia y aportes estéticos. Sino por la vi-
sión del mundo que aportaban. No sólo a través

415
EL BLUES DE LA CALLE 51

de los estrenos sino también en los cines clubes.


Yo fui socio en Buenos Aires del Cine Club Núcleo
al ser amigo de Víctor Iturralde, que además de
ser directivo de Núcleo, era cineasta. Una amistad
que fue muy rica y que me conectó con sus amigos
anarquistas y desde ya, con el cine. Yo le musicali-
zaba los cortometrajes a Víctor”.

Y extiende su recuerdo a las funciones del “Cine club La


Plata” que en ese tiempo se exhibían en el “Astro”, 48 entre 7 y
8 en donde hoy se levanta un shopping, y no deja de mencionar
los debates sobre la película vista que proseguían, si era verano
en las mesas de la vereda del “Bar Astro”, justo enfrente del cine.
Los que integrábamos el Grupo Sí no tuvimos relación con el
movimiento coral platense pese a que ya era importante. Salvo
algunos encuentros en el bar de la “Escuela de Bellas Artes”,
en donde algunas veces ensayaban. Entonces nos cruzábamos.
Nada más que eso. Como otras veces pudo haber sido en el “So-
rrento” o en la “Modelo”.
Una situación similar ocurría con militantes universitarios li-
gados al radicalismo y al anarquismo, que dominaban los cen-
tros de las facultades más grandes como Derecho, Medicina o
Ingeniería. Sin embargo, los que proveníamos de Arquitectura,
conocíamos a los Germani y a los Centeno, todos ellos de la agru-
pación de izquierda del entonces Departamento de Arquitectura
y coincidíamos con ellos. Entre los dirigentes universitarios co-
nocidos y a los que jamás nos vinculamos, estaban los hermanos
Papaleo y Sergio Karakachoff, que había sido compañero mío en
la “Escuela Anexa” y en el “Colegio Nacional”, y Jorge Berisso.
Además, éstos eran conocidos de Omar Gancedo que para esa
época ya no los frecuentaba. Por otra parte he mencionado con
anterioridad esa contención de tinte pueblerino que tiene La Plata
en donde de alguna manera, todos sus habitantes están vincula-
dos, como si constituyeran una gigantesca red humana.
Hubo otro movimiento conformado por jóvenes poetas a los
que conocíamos de vista y de nombre, pero no por haber dialo-

416
Lalo Painceira

gado con ellos. El grupo nació al poco tiempo de haber hecho


su aparición pública “Los Elefantes” y optó por la misma pre-
sentación: empapelar las calles del centro platense con sus poe-
mas como si fueran afiches publicitarios o políticos. Y también
lograron una enorme repercusión, sobre todo, entre los pares
generacionales y los adolescentes.
Según cuenta Osvaldo Ballina, uno de sus fundadores, todo
comenzó con un encuentro, como suele suceder en el inicio de
cada aventura artística colectiva. Al menos así lo recuerda Ba-
llina (La Plata, 1942) e imagino que, tomándome la libertad de
adecuar sus versos, fue allí cuando tomó a la poesía y la llevó
de la mano o fue allí cuando la poesía lo tomó de la mano y lo
llevó a él. Lo cierto es que desde entonces marchan juntos. Pero
no empezó el camino solo, porque lo hizo con Néstor Mux y
con Rafael Oteriño. Fue con ellos que tomaron de la mano a la
poesía y echaron a andar juntos aquella tarde de verano de 1960.
Osvaldo comparte una mesa conmigo en el “Café de las Ar-
tes” ahora, en este siglo XXI y allí, un mediodía de primavera y
tilos florecidos, recuerda su infancia llena de verde transcurrida
entre picados y caminatas en el Bosque platense; estudios en la
“Escuela Nº1” de calle 8 entre 57 y 58 y luego en el “Colegio
Nacional”, que fue siempre una gigantesca incubadora de sue-
ños expresivos. En su caso, obró en el último año cuando un Pro-
fesor de Literatura muy importante en la vida cultural platense,
Atilio Gamerro, dejó el programa a un lado y comenzó a hablar
a sus alumnos de Rimbaud, Baudelaire y Walt Whitman. Porque
el “Colegio Nacional” contenía esa rebeldía de sus profesores
ante los programas estipulados por los que no dan clases.

“Creo que fue a fines del ’60 cuando empezamos


a reunirnos al atardecer o a la noche con Rafael y
Néstor en la plaza Rocha por cercanía a nuestros
domicilios. Y allí hablábamos de poesía y supongo
que nos habremos leído nuestros primeros poe-
mas. El cine tuvo que estar presente en aquellos
diálogos juveniles y empezamos a tomar contacto

417
EL BLUES DE LA CALLE 51

con algunos poetas más grandes, por ejemplo, con


Horacio Núñez West, que nos recibía en su casa
y nosotros íbamos a escucharlo como se escucha
a un maestro. Allí empecé a oír hablar de Céline,
por ejemplo, y de los poetas de La Plata, aunque a
Roberto Themis Speroni lo vi sólo una vez en mi
vida y nunca hablé con él”.

Los nombres de los maestros de aquellos años nacen en la


charla y muchos son comunes al Grupo Sí, como Estiú, y Ballina
suma a Narciso Pousa. También coincide con la influencia del
cine de ese tiempo, de primavera contínua, subrayando las puer-
tas y dudas que abrió, entre ellas, de la mano del gran Bergman.
Prosigue con los primeros años de los sesenta cuando “nuestro
grupo se fue armando. A nosotros tres se sumaron Horacio Pon-
ce de León (h) y Enrique Dillon. Concretamos la experiencia de
poesía mural y en 1964 publicamos el libro La voz en el tiem-
po. También se acercaron a Horacio Castillo y a las expresiones
más de vanguardia encarnadas por Jorge del Luján Gutiérrez y
Luis Pazos. Castillo se convertiría en uno de los grandes poetas
nacionales y sería nombrado académico, como Rafael Oteriño.
Gutiérrez y Pazos fueron, como ya se mencionó, introductores
del pop en La Plata y en algunas valiosas experiencias, socios de
Edgardo Vigo. Los dos siguieron el camino del periodismo sin
abandonar, sobre todo Pazos, su relación con la poesía.
Ballina inscribe a su grupo en el camino de la poesía platense
cuya expresión anterior fue la llamada Generación del ’40, junto
a otros exponentes como Alfred Casey que además de poeta,
fue un valioso traductor. Considera que hay aportes literarios
importantes hoy olvidados, como el de Mario Teruggi que tiene
una vasta obra escrita entre la que destaca su Finnegan’s Wake
por dentro, considerado el más importante estudio en nuestra
lengua sobre la obra final de James Joyce.

418
Lalo Painceira

Extraño el cine de ese tiempo. Era una auténtica


educación estética. También la labor que desarro-
llaba el Cine club, ¿te acordás de aquellas funciones
los domingos a la mañana? Eran películas densas,
no de Spielberg. Teníamos veinta años y te tiraban
con eso que era un incentivo para la creación. Uno
venía del tono elegíaco, romántico, y de golpe te en-
contravbas con “Hiroshima mon amour”. Y leías
todo lo que pasaba en ese mundo, antes y después
del desastre. Todo repercutía en nosotros contem-
poráneamente, aquí, en La Plata. Y me acuerdo de
la irrupción de ustedes, del Grupo Sí. Siempre había
repercusión, lo que no cabía era la indiferencia”.

“También rescato aquella confraternidad intelectual


que había y que se manifestaba en el intercambio
contínuo. Existían ámbitos a los que concurrías y sa-
bías con quiénes te ibas a encontrar. Y la música, el
jazz… ¿Te acordás de los conciertos en las audiciones
de Rodolfo Sarandría en Radio Provincia? A mí me
gustaba el jazz moderno, no el tradicional. Pensar que
hoy la cultura es reemplazada por el entretenimiento
¿no?”

En 1965, Osvaldo recibió el impacto de toda la actividad cultural


de Nueva York y a su regreso comenzó a trabajar en Buenos Aires, lo
que lo desconectó de los medios platenses. Al retornar totalmente a
nuestra ciudad en la que vive actualmente, sigue militando activamente
por la vida y lo hace desde la poesía, en un diálogo que nunca ha
perdido con aquel grupo original con el que siendo adolescente,
debatía en los atardeceres de primavera y verano en la Plaza Rocha
junto a Néstor Mux, Rafael Oteriño y otros, retomando la ruta de los
que integraron la “generación del ’40”, grupo que fue continuidad
del camino abierto por Panchito López Merino, Delheye, Mendióroz,
Rippa Alberdi, los que con su presencia y su obra le habían dado un
nombre nuevo a La Plata, “la ciudad de los poetas”.

419
EL BLUES DE LA CALLE 51

“Crónicas de una ciudad”

Para terminar este paisaje juvenil, efervescente y colectivo de


La Plata en los sesenta, vale recurrir a la mirada de un joven escri-
tor actual, Ramón Tarruela, que escribió Crónicas de una ciudad,
publicado por la editorial La Comuna cuando la dirigía el inolvi-
dable e insustituible Gabriel Báñez. Esas crónicas tienen un subtí-
tulo: “Historias de escritores vinculados a La Plata”. A los clásicos
nombres de Almafuerte y Benito Lynch o a través de la UNLP,
de Ezequiel Martínez Estrada, Pedro Henríquez Ureña y Ernesto
Sábato, del ya conocido vínculo de Rodolfo Walsh que él mismo
relata en el capítulo inicial de su emblemático Operación masa-
cre, o el de Manuel Puig, que él también ha contado en su obra, la
pormenorizada investigación de Tarruela aporta dos impensables:
Héctor Tizón y Juan José Manauta, que estudiaron en La Plata y
que, en el caso del entrerriano, sirvió para hacerle compartir las
alegrías de los campeonatos ganados por Estudiantes, club del que
se hizo fervoroso hincha. Pero Tarruela suma a otros escritores
más recientes que llegaron para estudiar en la UNLP y que ya
fueron nombrados en este blues, porque formaron parte de la mo-
vida de calle 51. Por lo tanto, transcribiré algunos fragmentos de
su Crónicas… en donde hablan Ricardo Piglia, Mario Goloboff y
Rolo Diez, este último un amigo y compañero. Los tres recuerdan
en sus testimonios a la ciudad de comienzos de los ’60.
Comenzaré por Ricardo Piglia, con quien elaboré algunos sue-
ños en común cuando empezaba aquella década, proyectos incon-
clusos pero sobre todo, posibilitaron una amistad que se extendió
a mis primeros años de mi vida en Buenos Aires. Ricardo nació
en Adrogué en 1940 pero luego, con su familia, se trasladó a Mar
del Plata. Desde allí llegó a La Plata para estudiar Historia en
la Facultad de Humanidades. Como se sabe, Piglia es hoy uno
de los grandes narradores argentinos y ha cosechado importantes
premios, además de ser profesor en la Universidad de Princeton,
Estados Unidos. Ya en aquellos años deslumbraba su prosa seca,
contundente, en cuentos que nos leía privadamente. Uno de ellos,
que transcurría en una cárcel, nos llevó a tejer un proyecto que
nunca pudimos concretar, en donde trabajamos teatralmente una

420
Lalo Painceira

puesta sobre el mismo con el fin de filmarla. Porque aquellos años


estimularon también los sueños creativos. Pero lo mejor es ceder
la palabra a Tarruela que relata lo que le contó Piglia en donde
aparecen nombres en común con mi relato.

“…Su compañero de carrera, José Sazbón, tenía


una sólida formación de izquierda y fue con él con
quien leyó los primeros textos de Marx. Una vez
a la semana, respetaban el lugar de la cita, en el
bar “La Modelo”. El horario de lectura era de 10 a
17 horas. Con el tiempo se fueron sumando otros
interesados en leer y discutir a Marx. Así, de tanto
en tanto, aparecían en el bar Néstor García Can-
clini o José Antonio Castorina, ambos estudiantes
de Filosofía. Otro estudiante de Filosofía al que le
gustaba asistir era a Julio Godio, un referente de la
juventud comunista platense y un habilidoso wing
de la quinta división de Estudiantes”.

“…El grupo también compartía las funciones


matinales del Cine club, que se repartían entre el
“Select” y otras dos salas que quedaban en la calle
48 entre 7 y 8 y en calle 7 entre 47 y 48. Las funciones
estaban organizadas por los estudiantes de cine. Las
películas se proyectaban durante la mañana, en el
horario en que los locales no tenían función. Entre
los organizadores estaban Rolo Diez, el Chino
Vallina, Edgardo Cozarinsky, Raymundo Gleyzer,
Lalo Painceira. Las proyecciones terminaban antes
del mediodía pero las discusiones, que comenzaban
por los argumentos de las películas y terminaban
en cuestiones políticas, podían durar hasta la
noche, incluso prolongarse por semanas, meses.
De discusiones de ese tipo, de inicios inciertos y
finales imprevisibles, salieron varias agrupaciones
políticas, otras tantas se fracturaron”.

421
EL BLUES DE LA CALLE 51

El segundo que toma Tarruela es Mario Goloboff, simplemen-


te “Golo” para quienes lo solíamos tratar cotidianamente. Golo,
nacido en Carlos Casares, había llegado a La Plata para ser abo-
gado. Pero cuando lo conocí, era poeta. Hoy ha alcanzado un
renombre internacional, como Piglia, y la solapa de uno de sus
libros lo define como poeta, novelista, autor de un texto clásico
como Criador de palomas, entre otros. Golo tuvo que exiliarse
durante la dictadura y fue profesor universitario en Francia. Vi-
vió en París en donde mantuvo una honda amistad con Cortázar
lo que posibilitó que escribiera luego una magnífica biografía
que publicó Seix Barral. Al regresar a la Argentina ganó el con-
curso por una cátedra en la carrera de Letras de la UNLP y desde
entonces, sabe vivir entre Buenos Aires y La Plata. En los tiempos
que lo conocí militamos juntos en el “Frente Cultural” y pese a
estudiar Derecho y recibirse de abogado luego, Golo era ante
todo un poeta y como tal lo tratábamos nosotros. Recuerdo un
poema suyo al hijo por llegar, conmovedor pero comprometido.
Como aseguraban desde el manifiesto de creación del grupo de
poesía que los albergaba: “Poesía para llegar al pueblo…trans-
formar y cambiar cuestiones sociales desde la poesía”.
El grupo estaba integrado por Golo, Carlos Jmelnitzky que
estudiaba Medicina, Imar Lamonega, María Mombrú, Walter
Elenco y Mariano Manutara.
En su diálogo con Golo, Tarruela describe a nuestro “Capi-
tol”, ese bar que constituimos sede de la movida juvenil más
importante y abarcativa de ese tiempo, supongo que de acuerdo
al recuerdo de Goloboff:

El ‘Capitol’ era un bar frío, de luz tenue, sin dema-


siadas intenciones de atraer a los estudiantes que
deambulaban por la ciudad. Sin embargo, cumplía
un requisito suficiente para que una camada de ar-
tistas jóvenes lo tomara como lugar de reunión:
estaba abierto toda la noche. El bar quedaba en la
calle 51 entre 7 y 8. Al lado estaba “El Galeón”,
un cabaret que solía compartir clientes con ‘El Ca-
pitol’, ambientado con una suave música de jazz”.

422
Lalo Painceira

Golo recuerda entre los concurrentes habituales al “Capitol” al

“grupo de pintura (Grupo Sí), de un estilo van-


guardista bien definido. El grupo se fue ampliando
poco a poco por la inercia de encontrarse en el
lugar y otro poco por iniciativa colectiva. Con el
tiempo se sumó gente de teatro entre los que es-
taban Augusto Fernández y Agustín Alezzo. Tam-
bién solía ir Oscar Aráiz cuando abandonaba su
trabajo en el Teatro Argentino”.

Por último, Tarruela menciona aquella Federación Universita-


ria combativa en tiempos duros: “Uno de los delegados a FULP,
que participaba de las asambleas nacionales, era Lalo Painceira”.
Rolo Diez, que llegó desde Los Toldos a La Plata para estudiar
Derecho pero que abrazó la carrera de Cinematografía, conver-
tido hoy también en un novelista de proyección internacional y
ganador de importantes premios, como el “Nacional de México”,
país en donde reside, mantuvo conmigo una doble relación, la
de ser compañeros de militancia y, además, amigo. Autor de Los
compañeros y El mejor y el peor de los tiempos, entre otros libros
y narraciones, Rolo le cuenta a Tarruela que en Bellas Artes, en
donde cursó Cinematografía,

“conoció una cantidad de amigos, con quienes


compartió una actividad política que ya no se
limitaba a la realidad cotidiana universitaria.
Los lemas que se escuchaban en las asambleas
contemplaban el mundo entero; se luchaba contra
la invasión de Estados Unidos a Santo Domingo,
contra la guerra de Vietnam, por la revolución
cubana. Entre sus compañeros de cine y militancia
estaban el ‘Chino’ Vallina, Lalo Painceira, el flaco
Mussotto (…). El Canal 2 de La Plata había

423
EL BLUES DE LA CALLE 51

comenzado a funcionar y su plantel técnico estaba


compuesto en su mayoría por estudiantes de la
carrera de Cine. Rolo Diez había dejado la ‘Escuela
de Bellas Artes’ para encargarse de la compaginación
de ‘Notidós’, el noticiero del canal. Otro estudiante
de cine que trabajaba en el 2, también detrás de
cámaras, era el ‘Chino’ Vallina, amigo de Rolo. Por
esos años, el amigo de ambos, Lalo Painceira, había
anclado su militancia política en Buenos Aires”.

Este último recuerdo acuñado por Tarruela después de char-


lar con Rolo, se asienta en los años ‘64 o ‘65. Ya entonces el
Grupo Sí no existía y la movida de calle 51 era encabezada por
otros grupos, fundamentalmente de poetas y estudiantes. Pero
la realidad ya convocaba a todos de una manera diferente, más
participativa. Al menos así lo sentimos algunos. Pisábamos los
umbrales de nuevos tiempos, esos encarnados en aquella cita de
Sartre que abre el libro Los compañeros de Rolo Diez (Editorial
La Campana): “Sólo en la acción hay esperanza”. Y algunos lo
asumimos sin medir las consecuencias.

Los últimos acordes de mi blues

Hermanos, inicio el último tramo de este blues, de este home-


naje al Grupo Sí. Cierro la ventana y comienzo a bajar lentamen-
te la cortina que cubre mi memoria. Como baja el telón final en
un teatro. Después del cierre, ya no podré asomarme porque la
vida continúa, sigue cumpliendo sus ciclos.
La memoria, como corresponde a todo melancólico, me ti-
roneará para que vuelva a navegar sobre ella. Pero no caeré en
la tentación. La memoria no es un espejo y me costó mucho
reconstruirla desde la subjetividad, escribir y opinar recordando
mi discurso de los ‘60, sentado ante una mesa del “Capitol” o
con todos ustedes, hermanos del Grupo Sí, en la pieza grande
de mi casa. Estas memorias contienen mi opinión. En algunos

424
Lalo Painceira

casos estarán de acuerdo y en otros, la sostendré yo solo. Vamos


a coincidir en calificar a aquellos años compartidos a partir de
1960, como tiempos de creación, conocimiento, crecimiento y
de intercambio, sin olvidar la alegría que los tiñó y los momen-
tos de dolor que los ensombrecieron, sentimientos que dibuja-
ron en mi alma cielos estrellados con lunas gordas y doradas y
otras veces, vendavales arrasadores que, en mi caso, desnudaron
el propio desierto. Pero basta. Son los últimos acordes. Tengo
que dominar las ganas de asomarme por las hendijas de la per-
siana entrecerrada para volver a recorrer aquellos años juntos.
Escuchar en mi casa a mi madre gritándome desde abajo que
llegaron Nelson, Horacio y Dalmiro o cualquiera de ustedes y
entonces retumbará el eco de mi propia voz pidiéndole que los
haga subir. Es cierto eso. Me encantaría tirar el tiempo atrás
hasta hacerlo presente y estar con ustedes en cada uno de los lu-
gares que colectivamente hicimos nuestros, como el “Capitol”,
la pieza grande de mi casa o la habitación de Omar, en donde
tomábamos vino en aquellos vasos maravillosos y gigantescos
que el “Barba” había cavado en ramas de árbol y comer con él
arroz en cuencos, hechos con sus manos y en madera, o estar
comiendo en la cocina de Ringuelet aquellas míticas tallarina-
das de “Poroto” un mediodía cualquiera, pero con sol, para des-
pués sentarme a fumar un Jockey en los escalones de la puerta
y mirar el verde de la higuera mientras hablábamos de pintura,
poesía, política y hasta de alguna muchacha, aquella nueva que
nos gustaba a todos. Así me brota el pasado. Como presente. Y
sigo profundamente agradecido a cada uno de los integrantes
de aquel colectivo, porque me dejaron crecer y madurar con
ustedes. Todavía hoy, cuando camino por 51 entre 7 y 8 y miro
anhelante esas puertas cerradas que cubren un “Capitol” muer-
to y no reconozco nuestro bar, ese, en donde desembarcábamos
cada atardecer abriéndonos paso entre el humo y el ruido para
ocupar una de sus mesas bajo aquella blancura hirientemente
de los tubos fluorescentes y beber un pingüino de con un tinto
más hiriente que la luz, encierro que incitaba al diálogo y hasta
nos volvía locuaces a todos, incluyendo a los más silenciosos.
Quiero confesarles que a veces yo también querría estar toda-

425
EL BLUES DE LA CALLE 51

vía pintando, porque siento que fue una mutilación innecesaria


abandonar la pintura y dejarla allá, en una parte remota de mi
alma, en ese sitio que carece de retorno. Por ahí, simplemente,
son ganas de estar con ustedes, con todos, porque los sueños no
aceptan ausencias. Pero no entiendan mal. No me arrepiento
del camino recorrido y que ustedes conocen. Involucrarse fue
parte constitutiva mía. Diría que cada glóbulo me lo reclamaba
como buen hijo adoptivo de Sartre y de los ‘60. Y hasta en el
arte, porque como habrán notado si llegaron hasta aquí en la
lectura de esta crónica, aún sigo siendo una orgullosa y pertinaz
polilla romántica.
Pero hubo un encuentro colectivo más cercano y hasta se col-
garon cuadros de todos nosotros. Fue en abril y mayo de 2001
en donde recibimos un impensado reconocimiento, cuarenta
años después de haber funcionado como grupo. Un reconoci-
miento que consistió en una gran exposición de obras nuestras
de aquellos sesenta y se lo debimos al empuje y a la gestión de
Susana López Merino, en ese tiempo Secretaria de Cultura de
la Municipalidad de La Plata. Ella, en contacto con el “Centro
Cultural Borges”, organizó ese homenaje y rescató los trabajos
que habían adquirido distintos museos nacionales y de la Pro-
vincia. La exposición estuvo un mes en el Pasaje “Dardo Rocha”
de La Plata, sede del “Museo Municipal”, y otro mes en las salas
del “Borges”, en las “Galerías Pacífico”. Además contó con un
importante Catálogo conteniendo un estudio de Cristina Rossi.

Grupo Sí, el informalismo platense de los sesen-


ta es una exposición que dirige su mirada sobre
el trabajo de un conjunto de jóvenes vanguardis-
tas que intentó romper el canon estético que do-
minaba aquellos años en la ciudad de La Plata.
Aunque su trayectoria fue breve, el Grupo Sí dejó
una huella indeleble en la escena cultural de la ciu-
dad porque, debido a su carácter de agrupación
relativamente formalizada, catalizó las fuerzas y
expectativas latentes en el medio, que se agluti-

426
Lalo Painceira

naron a su alrededor”. Así comienza el extenso


y pormenorizado trabajo de Rossi que integra el
catálogo de esa muestra. A continuación aclara
que “en ese sentido, creemos que visitar este corto
pero fructífero período no sólo significa volver so-
bre la producción de quienes enfrentaron a la Aca-
demia sino también, repensar un segmento de la
historia en el que la ciudad protagonizó -tal como
ocurría en otros lugares- un tiempo de rupturas y
desafíos que intentaba hallar nuevas respuestas a
los interrogantes que planteaba aquella sociedad.
Asimismo, reconstruir este fragmento de la trama,
relegado a los márgenes por la mirada legitimado-
ra de una historia del arte anclada en los desarro-
llos de los grandes centros, brindará la posibilidad
de revalorizar el trabajo de un grupo que logró
‘sacudir la modorra’ del campo artístico platense
y, a la vez, permitirá captar alguno de sus mati-
ces particulares que, sin duda, podrán enriquecer
nuestra percepción de una etapa singular del arte
argentino.

Agradecidos a Rossi por su paciencia por soportar nuestros


recuerdos y por lo vialioso de su trabajo. Pero esa exposición,
sobre todo la del Pasaje “Dardo Rocha”, posibilitó un reencuen-
tro de todos los integrantes del Grupo Sí, que en ese momento
estábamos en el país, incluyendo a Horacio Elena que viajó espe-
cialmente desde Sitges, en donde reside. También nos sorprendió
la presencia de un impecable y elegante Sánchez Vacca, que llegó
desde San Luis, como lo hizo en 1961. Las fotografías de esa no-
che son para mí un tesoro y las mantengo escondidas, para que
nadie las robe, para que nadie me las quite, porque la memoria
aún vive.
En esa exposición nos acompañaron, como lo hacían cada
noche años antes, algunos de los músicos de jazz de aquel enton-
ces y que tocaban en las noches del “Galeón Rojo”, como Talero

427
EL BLUES DE LA CALLE 51

Pellegrini, Mingo Martino y el Colorado Escobar, que cada día


se parece más a Gerry Mulligan. Los actores estuvieron repre-
sentados por el Negro Cabrera que en los tiempos del “Capitol”,
todavía no cantaba tangos, sino que estudiaba teatro con Alezzo
y Fernándes. Pero sobresaliendo entre todos, un nuevo gesto de
Horacio Núñez West, que llegó desde Buenos Aires para estar de
nuevo junto a nosotros, como aquel mes de noviembre de 1960
en el “Círculo de Periodistas”, cuando nuestra historia en común
daba los primeros pasos. No son las únicas fotos que guardo.
Tengo graficado cada uno de nuestros encuentros colectivos,
incluyendo aquellas en las que todavía el Grupo Sí gozaba de
excelente salud y hasta llegué a rescatar una pequeña en blanco
y negro, que no recordaba y que es de 1959. Allí estoy posando
en el patio de mi casa de calle 49, con una gran pintura mía
detrás, bien expresionista y gestual, y pienso que de volver a pin-
tar, me gustaría retomar ese camino y no el que seguí luego, ese
de las texturas desérticas porque resultó ser una calle cortada,
sin salida. El expresionismo, en cambio, sigue vivo en sus man-
chas, en sus pinceladas lanzadas desde la libertad y paridas por el
desgarramiento. Pero ahora miro otra instantánea cazada en la
muestra de 2001, porque todo fotógrafo es un cazador, y allí está
Soubielle, como le decía Nelson, que se ríe a carcajadas junto a
Horacio Elena, mientras que Puente se esfuerza por permanecer
serio, pero no puede, porque la alegría de ese reencuentro se le
escapa por los ojos. Pero además de todos nosotros, hubo otra
presencia que no recordaba. La de Jorge Pereyra, que todavía
sigue apostrofando contra la Figuración y el Expresionismo,
aunque él mismo no pueda poner freno a su alma y se le escape
hoy en sus obras, bellísimas y poéticas. Y también estaba Vicente
Krause, un excelente dibujante y un maestro de la Arquitectura,
que le proyectó aquella revolucionaria casa a Paternosto, esa es-
pecie de barco encallado en nuestro Big Sur de City Bell, la calle
Nirvana. Y siguen otras fotos que diviso desde esa cortina entre-
cerrada de mi memoria. Pero ese último encuentro colectivo nos
demostró lo viva que permanece esa hermandad que se fue cons-
truyendo desde aquél “Salón Estímulo” en la primavera de 1960.
Altri tempi ¿no? Hoy escribo en una mañana de sol y cielo

428
Lalo Painceira

celeste que anuncian que en una semana, nada más, comenzará


otra primavera. Y ya camino la segunda década del siglo XXI
y a punto de ser abuelo por primera vez. Cuando alzo la vista
de la pantalla y miro por la ventana de mi estudio ese cielo, los
brotes en las ramas ayer resecas, veo signos de nueva vida y que
rozará mi propia vida y que la gozará Justino, que todavía no ha
nacido y no me conoce. Es la primavera actual, que conozco pese
a mi retiro por opción propia, construido desde la computadora,
la música, la memoria y el divisar un horizonte que no está de-
masiado lejano. Pero sigo siendo un vulgar ratón de biblioteca y
uno de los últimos libros que leí fue el estupendo estudio sobre
el siglo XX de María Dolores Béjar, profesora de la UNLP, al
que ya hice referencia con anterioridad. Béjar lo finaliza con una
aclaración de la que me apropio para integrarla a este último
solo de mi blues de la calle 51: “La historia realmente acontecida
siempre ha sido resultado de condiciones dadas de las que sólo
vislumbramos algunas aristas, de lo que decidimos y hacemos
y de eso que llamamos azar (y que seguramente estaba pero no
supimos o no quisimos ver)”.
Me tomo la libertad de aplicar la afirmación de Béjar sobre
la historia humana a la historia del Arte. Después de todo, es
aceptar el principio de Kandinsky que abrió este blues: “Toda
obra de arte es hija de su tiempo”. Y me animaría a sumar a
estos ingredientes el aporte mágico, ese soplo indescifrable que
está presente en el acto creativo, ese diálogo con Dios que se
traslada a la obra y a través de ella, al espectador. Aporte surgi-
do del interior, de esa sangre en ebullición, de esos latidos que
acompañan siempre el parto expresivo. Me permito recomendar,
como última irrupción expresionista, la fuerza de algunas insta-
laciones que permiten vivir una experiencia vital, conmover has-
ta el espanto o volar hasta la poesía. Creo que es la última posta
del Conceptualismo, político, estético. Tuve la suerte de poder
visitar en el “Museo Whitney” de Nueva York una conmovedora
muestra de Bill Viola que abarcó varios pisos. Cuando escribo
este final, hay una muestra, mejor dicho, dos, del artista francés
Boltanski en Buenos Aires. Desgarrador. Testimonio como sólo
aquellas fotografías del interior de las barracas de los campos de

429
EL BLUES DE LA CALLE 51

concentración o del ghetto de Varsovia, pudieron hacer públicas.


Dos artistas gigantes y actuales, que apelan a la tecnología fla-
mante cuando se hace necesario para crear esos frescos infinitos
de la condición humana vulnerada.
Pero ya hablé y recordé demasiado. Así, desordenadamente.
Sin patrón canónico. Haciendo uso de un libertinaje que sólo la
sucesión de recuerdos permite. Ahora, que nuevamente vivimos
tiempos de esperanza, es el momento de guardar silencio y no
hacer caso a los últimos rayos de memoria que se filtran por la
cortina entrecerrada. Basta. Este blues ya contiene demasiada
carga de subjetividad, esa que me hace levantar aún hoy la ban-
dera del Expresionismo. Sigo fiel al apotegma “siento y luego
existo” y, pienso en aquella ironía clasista de Borges cuando nos
tildó a los peronistas de “incorregibles”. Y sí. Las “polillas ro-
mánticas” también somos incorregibles. Por eso me nació esta
crónica. Casi un manifiesto pasional. Y no era mi objetivo. Para
nada. Porque los años abren los horizontes, calman los ímpetus,
y la razón interviene de manera más permanente. Pero el blues
nació así. Y al releerlo lo encontré como una profesión de fe.
Bien a lo expresionista. Bien a lo romántico.

430
Lalo Painceira

APÉNDICE
“LAS ‘CHICAS SIXTIES’”

Por Ana María Fernández

La historia oficial es un relato que generalmente tiene en con-


sideración la participación de los varones en el espacio público y
suele dejar en invisibilidad tanto el soporte que desde el mundo
privado las mujeres hemos aportado a “nuestros” hombres pú-
blicos, como así también la participación directa de mujeres en
el mundo público, tanto social como político.
En aquellas ocasiones en que la visibilidad protagónica de
mujeres es incontrastable -como en el caso de Evita- suele acom-
pañarse de una narrativa sentimental por la cual la inmensa figu-
ra de esta política suele presentarse como motivada por su ‘amor
al General’.
Más allá de sus afectos, expresados por ella misma en muchos
de sus discursos, la legitimación de su vida pública por sus sen-
timientos privados da cuenta -entre otras cosas- de la dificultad
presente, aún hoy, en muchos sectores de la sociedad argentina de
aceptar la política como cosa también de mujeres; es decir, de acep-
tar voluntades de poder llevadas adelante en cuerpos de mujer.
Es también una responsabilidad haber sido elegida para
aportar a la reflexión sobre la participación de las mujeres en la

433
EL BLUES DE LA CALLE 51

década del setenta. Difícil, complejo y atrayente período de la vida


política y social del país que por suerte ha comenzado a elaborarse.
Coincido con M. C. Feijoó en el planteo que ella acaba de rea-
lizar de indicadores de los noventa que ponen sobre la mesa la
discusión de los años setenta, deuda que los actores de la época
todavía tenemos con nuestra sociedad.
Tanto El presidente que no fue de Miguel Bonasso como La
voluntad, de M. Caparrós y E. Anguita, como la revista “Los ‘70”,
dirigida por Dardo Castro, como eventos colmados de gente en
la presentación de estos libros o el hecho de que se agotaran sus
primeras ediciones, dan cuenta de una necesidad. A veinte años de
dicha década tal vez podamos sumar inteligencia y serenidad para
pensar un período tan complejo de nuestra a historia.
También coincido en que tanto en El presidente que no fue como
en La voluntad la participación de las mujeres en la política de la
época está sub representada.
¿Cuál es la importancia de poner la mirada en los setenta? A
la hora de analizar una etapa tan conflictiva de la vida del país -y
de la que aún no hay demasiado balance- se establecen “luchas
políticas por el sentido”: quienes puedan imponer su versión de los
setenta, serán aquellos que digan cómo los setenta fueron, y cons-
truirán una realidad de los setenta -más allá de los hechos. De ahí
la importancia de debatir la década y hacerlo desde la diversidad.
Diversidad no sólo de posiciones políticas, sino también de expe-
riencias, de ubicaciones -de clase, de género, de edad- que cada
cual ocupó en la época.
En mi caso, podré hablar desde quien fui en los sesenta/setenta:
una estudiante universitaria con militancia en el movimiento estu-
diantil, que en los setenta desarrolló su participación política ya sin
inscripción partidaria -básicamente en el mundo académico univer-
sitario- pero siempre al interior de las izquierdas. Esto seguramente
va a dar particularidades en el enfoque, diferentes de las de quienes
participaron desde el peronismo, el radicalismo o los sectores cris-
tianos. También habrá diferencias entre quienes participaron desde
las izquierdas y los peronismos armados con respecto a aquellos/as
que aportaron desde los movimientos de orientación insurreccional
o desde los sectores más avanzados de partidos tradicionales.

434
Lalo Painceira

Creo que estas diferencias son muy saludables para pensar


la década. Lo que a mi criterio no sirve es la mirada idealizada
y nostálgica. En realidad, puede incurrirse en dos errores simé-
tricos: la negación de la importancia de la década y la mirada
idealizada y nostálgica de la misma.
El problema de la década de los ‘70 no es tanto que fue vio-
lenta, sino que para algunos, fue revolucionaria; quiero decir con
esto que miles de ciudadanos y ciudadanas -no sólo jóvenes- se
volcaron a militancias de diversas orientaciones con la voluntad
de la transformación de nuestra sociedad en una sociedad más
justa. Un imaginario revolucionario -transformación radical de
la sociedad- atravesaba transversalmente grupos políticos de
muy diferente procedencia. Más allá de las diferencias políticas,
había dos ideas que organizaban las diversas prácticas políticas:

r&MDBNCJPSFWPMVDJPOBSJPFSBJONJOFOUF
r$PNPFSBSFWPMVDJPOBSJP FTEFDJSEFGPOEP OFDFTBSJB-
mente la forma de conseguirlo sería violenta; la violencia
podía ser insurreccional o armada, o articulación de am-
bas, según los grupos, pero lo que importa subrayar es que
esta violencia era inherente a la propuesta misma. Si la
riqueza y el poder tenían que cambiar de manos, no serían
entregados por consensos democráticos.

Por lo tanto, no se puede subestimar la década. Rápidamente


hay que agregar que esa lucha se perdió. La derrota no sólo
está asociada a la dictadura militar, sino a un gran retroceso -de
todo orden- del bloque histórico que la época denominó “campo
popular”. Por lo tanto más que mirada nostálgica a una época
de utopías, análisis político de la derrota. Derrota que no fue
meramente militar sino básicamente política. Derrota no sólo de
los grupos armados, sino de las ilusiones progresistas de amplios
sectores de la población.
El pasado no es un lugar al que se accede meramente recor-
dando sino que debe ser construido y es una tarea colectiva; la
interpretación que hagamos sobre los hechos que vivimos cons-
truirá la historia. Hay varias teorías sobre la década que a mi

435
EL BLUES DE LA CALLE 51

criterio, es necesario analizar críticamente. No sólo la teoría de


los dos demonios, también aquella que ubica la violencia revo-
lucionaria como efecto del cierre de los caminos democráticos,
o aquella que ubica a la militancia como “jóvenes idealistas con
utopías”.
El modo de expresión “jóvenes idealistas con utopías”, mantie-
ne como innombrable a qué organizaciones políticas pertenecie-
ron. Nebulosa donde se diluyen tanto los objetivos político-socia-
les de las diferentes organizaciones, como sus métodos, estrategias,
acciones y fundamentaciones de los modos de sus procedimientos
políticos, así como también las diferencias -profundísimas- entre
dichas organizaciones. Habrá divisoria de aguas entre las organi-
zaciones llamadas insurreccionales y las organizaciones armadas.
Dentro de éstas, también se diferenciaban según qué importan-
cia daban, por ejemplo, al “frente político”, y al “frente militar
o armado”, qué concepción sustentaban del cambio social que
proponían, etc.
Un primer criterio, seguramente correcto, de reivindicar a todos
los desaparecidos -sin distinción de banderías- dejó en una parti-
cular penumbra la inscripción política de cada uno de ellos. Puede
observarse que aún hoy, las pertenencias políticas constituyen un
verdadero innombrable. Algo hacía -y hace- obstáculo a la hora de
particularizar la pertenencia a una organización determinada.
Un innombrable no es meramente algo que no es conveniente
mencionar. Es parte de una renegación social; se pone en juego un
mecanismo (ni individual, ni social, sino singular-colectivo) por el
cual se niega y se niega que se niega.
Dicha renegación es inseparable de mecanismos de totaliza-
ción que invisibilizan la diversidad de las inscripciones políticas
para luego, una vez construida la totalización, se hace más senci-
lla su satanización. Desconocimiento - totalización - satanización
arma así uno de los circuitos de la renegación social con respecto
a las militancias de los setenta.
La elaboración colectiva y conceptual de todo esto es necesa-
ria para la política del los noventa por varios motivos:
1- Hay una relación necesaria entre lo que se instituye como
memoria y lo que se desaloja de ella: los olvidos colectivos. Así,

436
Lalo Painceira

por ejemplo, si se explican los hechos por la idea de jóvenes idea-


listas, se “olvida” la radicalidad de las militancias revoluciona-
rias; si se piensa la violencia revolucionaria sólo como conse-
cuencia del cierre de los caminos democráticos, se “olvida” que
había una voluntad política en muchos de los grupos, de trans-
formar la base de la injusticia distributiva. Si se apela a los dos
demonios, se “olvida” por nivelación la ferocidad política del
terrorismo de Estado.
2- Hay una relación necesaria entre la elaboración crítica del
pasado y la
posibilidad de recuperar la radicalidad en la imaginación
política. La falta, aun hoy, de análisis políticos de la derrota
del “campo popular” y su consecuente ensoñación nostálgica del
pasado, ha dejado a los sectores más progresistas de la política
argentina sin posibilidad de imaginar formas de acción acordes
a los nuevos tiempos.
Mal que nos pese, el sector más productivo en este aspecto es
el bloque que se ha reagrupado en las concepciones neoliberales.
Las consecuencias de la falta de proyectos profundamente alter-
nativos a este modelo están a la vista.
En tal sentido, me interesa el análisis del pasado para recupe-
rar la capacidad colectiva de imaginar una sociedad justa y –en
consecuencia– para recuperar la capacidad de inventar las estra-
tegias posibles para alcanzarla.
Con respecto a las mujeres de la década voy a referirme a un
tipo particular de subjetividad femenina que se constituyó en la
época en ciertos circuitos básicamente de la militancia estudian-
til de izquierda. Esta elección no implica ninguna ponderación
de este sector. Simplemente, es lo que yo conocí. Habrá que
juntarlo con otras voces de otros lugares que en su damero de
diferencias pueda dar algún perfil de época de las mujeres de los
sesenta/setenta.

437
EL BLUES DE LA CALLE 51

II

El Di Tella, la Revolución Cubana, la “píldora” y un poco


después Los Beatles. Mayo Francés y el Cordobazo. Bergman y
Antonioni. Vietnam. Gelman, Cortázar, también Borges. Vino,
Piazzola y las más lanzadas ginebras. Pelo lacio, minifalda y
botas. Muchacha ojos de papel. Sartre y Simone de Beauvoir,
modelo amoroso. Mucho marxismo, poco L.S.D., El Che, Mao
y Fannon. Las más intelectuales, Rosa Luxemburgo y los Grun-
drisse, Macedonio, Girondo y Lacan.
Referentes -casi todos masculinos- para estas jovencitas que te-
nían, sin saberlo, una decisión política: desalojar la fragilidad.
Nada de lo social es homogéneo. En los ‘60/’70 -como hoy
en los ‘90- hubo modos muy disímiles de subjetivación de las
mujeres. Esta diversidad no fue marcada solamente por sus posi-
ciones de clase, sino por algo un poco más resistente a la lectura
sociológica: qué proyecto de mujeres anhelábamos construir.
Proyecto implícito. No se definía tanto por una idea concre-
ta de “futura mujer”, sino que se delineaba en el enhebrado de
elecciones y acciones que operaban por diferencia respecto de
mujeres de generaciones anteriores o de su misma edad, pero con
elecciones de vida más convencionales.
En este punto, la Universidad separó los mundos de muchas
de las jóvenes de clase media en la Argentina. Las estadísticas
indican que a partir de los sesenta se produce el ingreso masivo
de mujeres de dicho sector social a la Universidad. Esto marcó
no sólo un modo de apropiación del capital simbólico hasta ese
momento reservado a los varones de clase alta y media sino que
creó algunas condiciones en la institución de un nuevo modo de
subjetivación de mujeres.
Chicas que imaginaban para sí futuros profesionales y auto-
nomías económicas. Estos anhelos las colocaban en un posicio-
namiento subjetivo, con respecto a los varones, muy diferente a
las de aquellas que esperaban realizar una buena perfomance en
la carrera matrimonial.
Muchas de ellas no sólo estudiaron en la Universidad, tam-
bién se volcaron a la vida política estudiantil. Pensaban que ha-

438
Lalo Painceira

bía que cambiar el mundo y anhelaban ser protagonistas directas


de las revoluciones que fueran necesarias para transformarlo.
Ingresaron al mundo intelectual y/o artístico de la época. No
sólo las aulas, también los cafés y la noche se volvieron mixtos.
En un único envión abrieron las puertas de la profesiona-
lización y el conocimiento; ingresaron a la política y saltaron
las vallas que hasta entonces habían obstaculizado la libertad
erótica de las mujeres.
En general, iniciaron sus militancias en agrupaciones estu-
diantiles de izquierdas-las agrupaciones peronistas en la univer-
sidad toman forma recién después del golpe del ‘66-. Las chicas
“sixties” no fueron todas las mujeres de los sesenta/setenta. Ni
tampoco todas las estudiantes universitarias. Ni siquiera la ma-
yoría. Su importancia no estuvo en el número, sino en una par-
ticular potencia de enunciación de sus prácticas. Más que nuevos
discursos sobre la femineidad, más que transgresiones a la moral
convencional, nuevas mujeres en acto. Instituyente colectivo,
anónimo, imparable, de nuevas prácticas de sí.
Fuimos feministas sin saberlo.
Algunas cuestiones parecían haber quedado atrás para siem-
pre. Él no era ni el novio, ni el marido. Se llamaba compañero.
Se compartía la militancia, el erotismo, los sueños, las tareas do-
mésticas y la crianza de los bebés, que no tardaron en llegar. Los
gastos se pagaban -con orgullo- fifty-fifty.
Irse a vivir solas, trabajar y mantenerse eran cuestiones prio-
ritarias. Casarse por iglesia era un impensable. Por civil, casi de
mal gusto, sólo cuando la presión familiar era demasiado fuerte.
Todos los rituales de la vida cotidiana quedaban cuestionados.
Las relaciones amorosas, aún las efímeras se vivían con “com-
promiso”. “Compromiso”, palabra de época. Cada una de las
prácticas que la política, el amor, o la invención de nuevos espa-
cios profesionales requirieran -las carreras de Psicología y So-
ciología, de alta matrícula femenina desde el inicio se crean de
1957 en adelante- se instituían desde el desafío. Desafío a lo
posible, desafío a los padres, desafío a los profesores. A la moral
sexual tradicional. A la “línea” que bajaba de algún arriba de
la política.

439
EL BLUES DE LA CALLE 51

Desafío, compromiso y entusiasmo eran ingredientes infalta-


bles en una buena receta de chica sixtie.
Se podía no ser fiel en el sentido convencional, pero se era
leal. Leal al acontecimiento, fuera éste político o amoroso, más
que al amante o al partido.
Sentimientos como el miedo o la culpa no debían existir.
Cuando algo de eso nos asaltaba se contaba sólo a la íntima
amiga. Avergonzaban. En los divanes solían librarse verdaderas
batallas ideológicas. Muchas interpretaciones eran desestimadas
por burguesas.
Había que ser valiente, tanto en la vida privada como en la
vida pública. La revolución estaba por llegar y había que entrenar
tanto el cuerpo para la pelea como el alma para la solidaridad.
Público y privado. Personal y político, se volvían indistingui-
bles. Máquinas de amor y de guerra en los mismos cuerpos. In-
tensidades. En algunas, devastadoras.
Si la década del sesenta tiene al Cordobazo como uno de sus
acontecimientos políticos más significativos -nunca la palabra
acontecimiento pudo ser más precisa- la del setenta tiene en el
proceso de peronización y militarización de las políticas revolu-
cionarias, dos fuertes marcas de época.
La consigna “obreros y estudiantes unidos adelante” deja de
ser un cántico de marchas estudiantiles. La amalgama de esos
dos sectores, enfrentados en los cincuenta, no fue sencilla. Ni en
lo político ni en lo personal.
Si bien no todas las izquierdas se militarizaron, ni todos sus
militantes pasaron a organizaciones peronistas, la “vía armada” y
las “masas” peronistas eran imanes difíciles de resistir. La teoría
del foco, Mao y Guevara entraban en una química impensable
pocos años atrás, con el pensamiento y las metodologías pero-
nistas. Aparecían nuevas alianzas. Las discusiones eran intermi-
nables. Los enfrentamientos cada vez más peligrosos. Los ejes
de los debates y los escenarios de las acciones habían cambiado.
Las chicas crecían. No sólo engalanaban -y erotizaban- áridas
reuniones políticas. Algunas -no muchas- alcanzaban protago-
nismos y espacios de conducción. Ser conducido por una mujer
en una acción de riesgo, no era algo sencillo.

440
Lalo Painceira

Muchas se habían recibido, habían empezado a tener hijos,


algunas ya se habían separado. Tenían un nuevo compañero, la
vida recomenzaba siempre. Los dolores personales se tramita-
ban duramente, pero al paso apurado de la militancia.
Salvo los/las indiferentes, que eran muchos más de los que
imaginábamos entonces, en los ’70 las profesiones y la vida aca-
démica eran inseparables del “compromiso”. El trabajo en hos-
pitales, escuelas y demás instituciones, se realizaba valorando
sólo aquellas prácticas que tenían como destinatario a “los sec-
tores populares”.
Algunas no se recibieron. Optaron por “proletarizarse”. Jun-
to con su compañero militaban en fábricas y vivían en barriadas
obreras. Allí también criaban sus hijos.
Trabajar y militar no sólo traía otra dinámica en los roles
domésticos, instalaban maternidades que no eran el único eje de
sus vidas.
La alegría de inventar nuevos mundos en los sesenta, tuvo
que soportar duras pruebas en los setenta. No sólo por la dureza
de las condiciones de las militancias armadas y la violencia re-
presiva del Estado. Los nuevos modos del amor que en los sesen-
ta se habían instituido en un imaginario heroico, se deterioraban
en las rutinas cotidianas. Algunos “compañeros” comenzaban a
cansarse de tanto entusiasmo. De aquel pacto de lealtad inicial,
ellas ahora -en medio de las crianzas- exigían fidelidad.
El atractivo que las chicas habían tenido por su liberalidad
erótica, a muchos “compañeros” les impidió advertir que, en los
tiempos de las convivencias ellas exigirían héroes domésticos.
Ese capítulo no estaba contemplado en la construcción del hom-
bre nuevo.
No sólo las prácticas políticas se vieron diezmadas por la re-
presión del ‘75 en adelante. También las nuevas prácticas de sí
fueron abruptamente abortadas. Algunas decidieron barajar y
dar de nuevo y se acomodaron a los nuevos tiempos, necesitando
olvidar su historia.
Otras resistieron desde pequeñas acciones cotidianas. Acunar
un bebé cantándole muy bajito canciones de la Revolución Es-
pañola, podía ser un modo privado, íntimo, secreto de resistir el

441
EL BLUES DE LA CALLE 51

aniquilamiento de una historia de sueños colectivos, en la espe-


ranza de que cuando el horror pasara, desde esos ínfimos núcleos
de intransigencia, una podría ponerse en marcha nuevamente.
Desapariciones, prisiones, exilios, insilios, dejaron en muchas
sobrevivientes la difícil empresa de resistir y negociar en las nue-
vas situaciones. Se trataba de sostener, aún en los quiebres, algo
del desafío, el compromiso y el entusiasmo que les había dado
todo un estilo. También una ética.
El tiempo ha pasado. Se han perdido muchas cosas. Otras
jamás las entregaremos. Queda la incógnita de qué huella han
dejado en sus hijos y en sus hijas, estas madres tan diferentes a
otras madres.

442
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de julio de 2013,
en la ciudad de La Plata,
Buenos Aires, Argentina

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