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MI PLANTA DE NARANJA – LIMA

— ¡Corre, Zezé, que vas a perder el Colegio!


Estaba sentado a la mesa, tomando mi tazón de café y pan seco, y masticando todo sin ningún apuro. Como
siempre, apoyaba los codos en la mesa y me quedaba mirando la hojita pegada en la pared.
Gloria se ponía nerviosa y sofocada. No veía la hora en que me fuera para hacerse cargo de toda la mañana,
en paz para cumplir cada uno de los trabajos de la casa.
—Anda, diablito. Ni te peinaste; debías hacer como Totoca, que siempre está listo a la hora necesaria. Venía
de la sala con un peine y peinaba mis pelos rubios.
— ¡También, este gato pelado no tiene ni qué Peinarle!
Me levantaba de la silla y me examinaba todo. Si la blusa estaba limpia, lo mismo que los pantalones. —
Ahora vámonos, Zezé. Totoca y yo nos poníamos a la espalda nuestras mochilas con los libros, los
cuadernos y el lápiz. Nada de comida; eso quedaba para los otros chicos.
Gloria apretó el fondo de mi cartera, sintió el volumen de las bolsitas con bolitas y sonrió; en la mano
llevábamos las zapatillas de tenis para calzarlas cuando llegásemos al Mercado, cerca de la Escuela.
Apenas alcanzábamos la calle, Totoca comenzaba a correr, dejándome caminar sólito, lentamente. Y
entonces empezaba a despertarse mi diablo artero. Me gustaba que mi hermano se adelantara para poder
reinar a gusto. Me fascinaba la carretera Río-San Pablo.
"Murciélago." Sin duda, el "murciélago". Treparme a la parte trasera de los automóviles y sentir el camino
desapareciendo a tal velocidad que el viento me castigaba, corriendo y silbando. Aquello era lo mejor del
mundo. Todos nosotros lo hacíamos; Totoca me había enseñado, con mil recomendaciones, que me
asegurara bien, porque los otros coches que venían atrás eran un peligro. Poco a poco aprendía a perder el
miedo, y el sentido de la aventura me instigaba a buscar los "murciélagos" más difíciles. Yo era tan experto
que hasta había aprovechado ya el coche de don Ladislau; solamente me faltaba el hermoso automóvil del
Portugués. ¡Coche lindo, bien cuidado, era aquél! Los neumáticos siempre nuevos. Y todo de metal tan
reluciente que uno se podía reflejar en él. La bocina daba gusto: era un mugido ronco, como si fuese el de
una vaca en el campo. Y él pasaba estirado, dueño de toda esa belleza, con la cara más severa del mundo.
Nadie se atrevía a trepar sobre su rueda trasera. Decían que pegaba, mataba y amenazaba capar al intruso
antes de matarlo.
Ningún chico de la escuela se atrevía, o se había atrevido hasta ahora. Cuando estaba conversando sobre
eso con Minguito, me preguntó.
— ¿Nadie, de veras, Zezé?
—Seguro, nadie. Ninguno tiene coraje. Sentí que Minguito se estaba riendo, casi adivinando lo que yo
pensaba en ese momento.
—No tienes coraje para eso.
— ¿Que no tengo? Ya vas a ver, Minguito.
Ahora mi corazón estaba dando saltos. El coche detenido; él bajaba. El desafío de Minguito se mezclaba a
mi miedo y mi coraje; no quería ir, pero una pequeña vanidad empujaba mis pasos. Di vueltas al bar y me
quedé medio escondido contra la pared. Aproveché para meter las zapatillas dentro de la cartera. El corazón
saltaba tan fuerte que tenía miedo de que sus golpes se escuchasen dentro del bar; salió sin haberme notado
siquiera. Oí que la puerta se abría...
— ¡Ahora o nunca, Minguito!
De un salto estaba pegado a la rueda, con todas las fuerzas que me había dado el miedo. Sabía que hasta
la escuela la distancia era enorme. Ya comenzaba a pregustar mi victoria ante los ojos de mi compañero...
— ¡Ay!
Di un grito tan grande y agudo que la gente salió a la puerta del café para ver quién había sido atropellado
Yo estaba colgado a medio metro del suelo, balanceándome, balanceándome. Mis orejas ardían como
brasas. Algo había fallado en mis planes. Me había olvidado de escuchar, en mi confusión, el ruido del motor
en funcionamiento.

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