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Selección de cuentos de

terror chileno
1ºD
TERROR

San Juan Uróboros - Aldo Astete Cuadra

Siento que esto lo he vivido muchas veces, que hay


una recirculación que no para, que me involucra con
una pérdida total de la consciencia, hasta ahora,
hasta este momento, en que me encuentro sentado
en la mesa del café aledaño a la galería escribiendo
atropelladamente esto en un individual de papel
craft, antes de que se me olvide, antes de que vuelva
a estar dando vueltas en una Víspera de San Juan
eterna.
Lo que quiero contarles me está ocurriendo aquí y
ahora, algo ha sucedido que el Uróboros me ha dado
un respiro, pero temo que jamás saldré de aquí. Si
la actual ruptura en el espacio tiempo no se vuelve
a dar, quiero que esto quede como un mensaje,
como una experiencia que espero a ustedes nunca
les ocurra, para mí fue aquella pintura que por
casualidad he visto en la galería de arte de los
Barrios Bajos en Valdivia, y que para ustedes puede
tener otro origen.
Algo detonó en mí aquella composición, una especie de irreversibilidad, como si el tiempo
y el espacio fueran parte de una imagen en la que yo no podía estar afuera, no sé si me
explico, pero aquel cuadro estaba llamándome a intentarlo, y solo aquel cuadro. El resto de
la exposición era buena, pero esta obra me saturó, me descompensó, me hizo querer irme,
pero no de la galería, sino que hacia el interior, hasta ese momento en que confluían cinco
elementos con un mensaje claro, “lo prohibido”. Por mucho que intenté, no conseguí
desdoblarme, nunca lo había hecho por lo demás, pero como les menciono, mi vínculo con
aquella pintura me permitía pensar que era capaz de todo, de lo imposible.

Pregunté su valor, quedaron de averiguarlo, pues justo el de ese cuadro lo desconocían.


Me molesté, no con las encargadas, sino con lo que a esas alturas yo ya consideraba era
una conspiración, que me empujaba a intentar una ilusión con tal de probar que ese momento
inmortalizado me pertenecía, ¿cuáles eran las consecuencias?, ni idea, no me interesaba, ni
que aquella flor fuera de fino oro, o que la riqueza y la maldición que siempre estas fortunas
misteriosas llevan aparejada cayera sobre mí, con todo su peso. Mi fijación era, al fin, tentar
a la suerte, a la tradición con sus leyendas y supersticiones.

Supe que esa noche no volvería a mi hogar en Paillaco. También entendí, que debía
encontrar rápidamente una higuera, ver la forma de escabullirme hasta sus pies y esperar la
media noche para coger aquella flor. Asirla, sí, pues ver nacer flor de oro carecía de
significado, si no conseguía invocar a la serpiente y al demonio. Los cinco elementos en
comunión. Salí de la galería y deambulé por Valdivia, busqué los barrios más antiguos, las
casas centenarias, aquellas que habían resistido el cataclismo del sesenta. Ya entrada la
tarde, como si de un telegrama se tratara, decodifiqué el recuerdo de aquel hermoso jardín
en la casa de los padres de mi amigo Paulo Lehmann. Debía conseguir que me permitiera
estar ahí a media noche, pero quería estar solo. Sabía que la situación lo ameritaba y que si
le confesaba mi intención, él, como buen periodista, querría estar presente y documentarlo.
Así que luego de llamarlo y bebernos una cerveza, le inventé problemas matrimoniales y que
me permitiera, solo por aquella noche, usar la habitación de huéspedes a un costado de la
piscina. Prometí portarme bien, mintiendo en que sólo quería descansar. Bastó un llamado
telefónico para que el cuarto, la higuera y la prueba fueran mías.

Ya muy encima de la media noche, salí al jardín y encendí un cigarrillo. La noche era fría,
una fina neblina hacía del entorno una lámina élfica de la vida cotidiana. Una tenue luz lunar
permitía que aquel tono azulino de los sueños también se presentara. Una vez terminé el
cigarrillo miré mi reloj, en él ya era media noche. Todo partió con un leve zumbido, el
imperceptible movimiento de las hojas y una especie de luminiscencia dorada comenzó a
brotar del corazón mismo del follaje de tan noble árbol. Por fin, un capullo, como un agujero
de luz comenzó a expandirse, a formarse y abrirse. Ante mí, a muy pocos metros, una flor
dorada, sin duda fabricada con el más puro oro del centro de la Tierra, en donde los minerales
se funden con las almas, una flor de higuera en noche de San Juan estaba a mi alcance. No
sentí miedo, si no que una emoción inabarcable me invadió y fui capaz de moverme con el
solo objetivo de replicar lo que en aquel cuadro se había compuesto antes. Pude ver cómo
las ramas se abrían para que mi mano, mi brazo y mi cuerpo ingresaran, ramas que entendía
no eran lo que parecían y cobrarían caro mi atrevimiento. Mas sabía que debía cumplir con
lo que estaba seguro, era mi destino. Mi mano se acercó a centímetros de la flor, la cabeza
de la serpiente mutó de la rama más cercana y aquella mano huesuda, enrojecida y mal
oliente se acercó por el otro extremo, sin tener un cuerpo, sólo saliendo de la oscuridad.
Cuando por fin alcancé la flor, la mano del demonio tomó la mía y la serpiente mordió
dolorosamente. Dejé escapar un grito… inmediatamente fui absorbido por un túnel, sentí que
perdía mi corporalidad, que me licuaba y luego me volvía a corporizar… y adivinen qué: me
encontraba absorto frente al cuadro en la Galería de los Barrios Bajos de Valdivia observando
ensimismado el cuadro, con un recuerdo vago de lo que acababa de experimentar, y cada
vez se hacía más vago, mientras más me diluía en la contemplación.

Siento que esto lo he vivido muchas veces, que hay una recirculación que no para, que
me involucra con una pérdida total de la consciencia, hasta ahora, hasta este momento, en
que me encuentro sentado en la mesa del café aledaño a la galería escribiendo
atropelladamente esto en un individual de papel craft, antes de que se me olvide, antes de
que vuelva a estar dando vueltas en una Víspera de San Juan eterna.
Mary regresa a casa – Fraterno Dracon
Mary corría abrazada de sus
libros, buscando refugio de la
lluvia que parecía haberse
ensañado con ella. Incluso la
luminaria callejera le daba la
impresión de confabular en su
contra. Cada poste al que se
acercaba se apagaba cuando
estaba al alcance de su haz.
La agónica e intermitente luz
fluorescente de una parada de
autobús se le presentó como un
oasis en medio del diluvio.
Por supuesto que no esperaba
que apareciese algún bus a esa
altura de la noche. Cuando llovía, la ciudad se transformaba en un pueblo fantasma. La gente
se enclaustraba en sus casas, cerraba las ventanas y corría las cortinas, como si la peste
estuviese deambulando por las calles buscando a quien tocar con su huesudo dedo. Lo único
que daba señales de vida era el brillo espectral de los televisores filtrándose por los vidrios
cubiertos por una película de agua.
Llegó agotada a la parada, y el frío de inmediato se hizo presente calándole los huesos.
Las varias capas de bolsas de plástico que le había puesto a los libros debieron haber fallado,
porque pesaban mucho más que cuando había salido a la calle. Tendría que llegar a secarlos
si no quería que la multasen en la biblioteca por los daños. Al pensar en el aire tibio
acariciando las hojas, un escalofrío le recorrió la espalda. Cuánto deseaba estar en su cama,
cubierta por una montaña de frazadas.
La luz de la parada cesó su pestañeo para apagarse definitivamente.
Un segundo después, un resplandor a su espalda la sobresaltó, como si fuese un extraño
que la hubiese sacudido estrechándole el hombro.
Era un televisor encendido en una vitrina.
Mary inspeccionó de reojo a su alrededor y luego al interior del aparador, sin que la
penumbra le mostrase más que soledad. Aunque la lluvia seguía intensa, no dudó en salir
de la protección del techo y dirigirse a la vitrina para curiosear. En el televisor figuraba un
videoclip de alguna cantante pop que no reconocía. La chica vestía un camisón blanco que
arrastraba y no dejaba ver sus pies. Otras muchachas de similar edad la acompañaban en
una coreografía que le recordaba a las películas de fantasmas chinas, donde los espectros
saltaban de forma más bien graciosa que terrorífica. Apegó el rostro al vidrio y pudo oír lo
que parecía ser el coro de la canción,
“Oh Mary Mary... corre por tu vida... Oh Mary Mary... aunque sea en vano... Oh Mary
Mary... nunca te detengas... Oh Mary Mary... nunca voltees, no mires atrás...”.
Su nombre era tan común, que no le extrañaba encontrárselo a menudo en canciones,
películas o libros. Pronto la música terminó y la protagonista se acercó a la cámara con una
sonrisa que contrastaba con su ceño fruncido.
Entonces la muchacha del televisor levantó la palma de la mano y golpeó la pantalla,
haciéndola estallar.
Desde el agujero que se formó, una onda sónica proyectó los fragmentos de vidrio y
golpeó el escaparate que fue surcado por una fisura, una línea que se dibujó ramificándose
y haciendo caer los trozos pesadamente. Todo ocurrió tan rápido que Mary apenas logró dar
un par de pasos hacia atrás cuando la vitrina de desplomó. Desde el agujero del televisor,
un líquido negro se arrastró hasta el exterior, quebrando con su intensa oscuridad la
penumbra. Se alzó como un obelisco frente a Mary, que figuraba paralizada, incrédula ante
la aparición.
Cuando el montículo adoptó la forma de un falo e inició una curva descendente hasta su
entrepierna, fue que Mary reaccionó y echó a correr.
Mientras escapaba abrazada a sus libros, gritaba pidiendo auxilio. Se acercó a una casa
en que se asomaba un cuadrado de luz parpadeante. Aporreó la puerta sin querer mirar
atrás. No salió nadie de aquella casa. Ni de la siguiente. A la tercera, al tampoco obtener
respuesta, decidió mirar por la ventana. Al principio solo se veía una silueta borrosa iluminada
por el televisor, hasta que pasó la mano para despejar el vidrio del agua que distorsionaba
su visión.
Un rostro que sonreía, literalmente de oreja a oreja, la miraba fijamente. La saludó con la
mano, sin modificar el rictus de su cara, que a ratos parecía mirar la pantalla y a ratos a ella.
Ya no se podía negar a mirar hacia atrás, así que dio media vuelta para enfrentar a su
perseguidor y reanudar su carrera.
La calle estaba desierta. No había señal alguna de la cosa que la seguía. De pronto se
sintió estúpida. Creyó entender que todo había sido fruto de su imaginación. Regresó a la
ventana para cerciorarse de que visto al interior de la casa también había sido parte de su
alucinación. La escena con la que se encontró era a la vez distinta, pero similar a la que halló
previamente. La silueta ahora estaba de pie y aun sonreía. Por sus ojos y oídos entraba un
líquido negro proveniente de la pantalla, que se derramaba como vómito por su descomunal
boca. Mary dejó caer los libros y corrió, mientras a su espalda resonó una explosión de vidrios
y un arrastrar que sobrepasó a la lluvia golpeando el pavimento. Pronto, de todas las
ventanas iluminadas surgieron con estruendo muñecos deformes arrastrados como perros
falderos por su propio vómito negro. Sus extremidades se torcían de formas imposibles y
avanzaban con andar arácnido, retorciendo sus cuellos en incontables vueltas, que hacían
girar la cabeza y enroscaban el pellejo de sus gaznates. Todos la miraban con una sonrisa
idiota mientras fueron desembocando en una sola columna que tenía como curso los pasos
de Mary.
El líquido negro se le adelantó cortándole el paso, pero lejos de atacarla, se moldeó
haciendo un clon de Mary. La réplica fue desnudada rasgando sus ropas y dejando apenas
unos jirones. Se arrodilló al momento que otras hebras la sujetaban de las muñecas, y
entraban por la vulva, el ano, la boca e incluso por las orejas. Mary trató de escapar de aquel
grotesco espectáculo, mas la sustancia tejió una cúpula con los monstruos retorcidos y su
propia materia. La jaula se fue estrechando, obligando a Mary a acercarse a su doppelgänger
negro, que gemía de placer mientras unas manos cuyos brazos se perdían en la maraña de
hilos, apretujaban sus pechos. A medida que el horror fue asfixiándola, Mary comenzó a
percibirlo de otro color, no aquel negro más oscuro que el petróleo, si no que un gris casi
plateado, y paulatinamente se bañó de luz, cegándola.
Cuando recuperó la visión, el cuerpo le dolía como si hubiese sido ella el objeto de aquel
manoseo, de aquella violación múltiple. El resplandor se terminó de disipar y pudo notar que
las figuras retrocedían difuminándose hasta fusionarse con el pavimento. La lluvia cesó.
Mary caminó como sonámbula hasta su casa. En la puerta la esperaba su preocupada
madre, que la abrazó y le exigió le dijera dónde había estado todas esas horas. “En la
biblioteca” fue lo único que atinó a decir. Cuando la madre quiso saber dónde estaban los
libros que se supone había ido a buscar, decidió que no era necesario responderle. Sólo se
fue a su cuarto, se quitó la ropa empapada y se enfundó en una bata y unas pantuflas, para
volver al comedor, donde la esperaba una sopa caliente. La madre insistió con el tema de
los libros, pero Mary solo le respondió una vaguedad que de inmediato se le borró de la
memoria.
Ahora que la madre la había dejado en paz, tomó el control remoto y encendió el
televisor.
Hienas – Carolina Yancovic
Eran casi las tres de
la madrugada cuando
el mendigo decidió
regresar a su casa. La
jauría lo seguía
obedientemente. Él
llevaba una bolsa con
menudencia para
darles de cenar.

La noche estaba fría,


tan fría que el vaho de
su respiración pudo
haberse congelado.
Cruzó la calle hacia el
imponente vacío urbano que le esperaba en frente. Mientras caminaba, cerró su
abrigo gastado por el uso. Subió el cuello y hundió sus manos en los bolsillos: sentía
pequeñas punzadas en todo el cuerpo. Le dolían las sienes como si un metal las
atravesara. Su respiración helaba su sangre.

Al caminar por el pasto, vio que aún había un poco de nieve. Siguió caminando en
la misma dirección pensando que podría acortar el camino por el riachuelo. Los
canes a su lado lo miraban como rogando por un poco de carne podrida. Estaban
hambrientos. Nadie había comido en días.

Una vez en el borde del rio trató de bajar pero su pie resbaló en un poco de
escarcha. Decidió caminar un poco más. Nuevamente, al borde del riachuelo, se
enfrentó a la nieve congelada. Esta vez lo consiguió. Siguió avanzando sobre el
inestable camino de rocas que, alineadas, formaban un puente a lo ancho del
riachuelo. Los animales buscaban también la forma de cruzar sin congelar sus
patas.

Al llegar casi a la mitad del camino, el mendigo resbaló perdiendo el equilibrio pero
no cayó. La jauría, impaciente de ojos ansiosos, miraban la carne balancearse de
un lado al otro. El hombre siguió su camino saltando, esta vez, de roca en roca.
Repentinamente, volvió a resbalar. Uno de los cachorros saltó para atrapar el botín.
El amo cayó y sintió mil puñaladas de hielo en su cuerpo.

Grito de hiena que se oye, pata sobre el amo. Gritos desesperados y el hombre que
se ahoga, que se muere. No puede levantarse; las patas son demasiadas, el botín
muy poco. Los dientes que lo rasgan todo. Trata nuevamente pero ya no le quedan
fuerzas. El abrigo pesa, la lana pesa. Ya no lucha. El hombre se muere y el hielo
gana la batalla.

Las hienas saltan de regocijo sobre la carne. Esta noche habrá festín.
Bote – Jorge Araya

Ese día el maestro constructor parecía no querer


hablar con nadie, concentrado en sacar la mayor
cantidad de tablas, de cada tronco apilado en el
astillero. Luego de cortar los árboles más rectos
que pudo encontrar, los puso en un coloso que
remolcó hasta su casa para concretar su nuevo
proyecto: un bote pesquero con motor fuera de
borda. Sin embargo, para conseguir la madera
tuvo que llevarse un mal rato, pues una
comunidad indígena que vivía en el sector insistía
en que no utilizara esos árboles; el maestro tuvo
que llegar a amenazar a varios de los lugareños
para conseguir el material necesario.

Al anochecer, contempló satisfecho su trabajo:


había logrado quitar la corteza y pasar por sierra
circular todos los troncos, para al día siguiente
comenzar el armado. Según sus cálculos hasta le
sobraría material. Esa noche dormiría tranquilo
pensando en el trabajo pendiente.

Tres de la mañana. El incesante ladrido de unos perros lo despertó. Se asomó por la ventana
y vio varias sombras entrando a su taller, para luego salir cargando el fruto de su trabajo
Furioso, tomó la escopeta y salió a enfrentar a los ladrones. En cuanto llegó a la puerta del
galpón dio un disparo al aire como advertencia: en ese instante se dio cuenta que quienes
estaban robando las tablas eran jóvenes de la comunidad indígena, al parecer siguiendo
instrucciones de los ancianos. Luego de amenazarlos con llamar a Carabineros si no
devolvían todo a su lugar, el maestro entró a su casa para volver con un viejo y enorme
candado a cerrar la puerta del lugar. Definitivamente no dormiría el resto de esa noche.

A la mañana siguiente y presa del sueño, el maestro se dirigió a su astillero artesanal para
empezar a unir las tablas y sellar las junturas, para lograr un bote de buena calidad, que no
dejara filtrar el agua, que soportara el peso del motor fuera de borda, y que le permitiera
pescar en el lugar en paz. Luego de una semana de trabajo, el bote estaba terminado, y listo
para ser puesto a prueba.

Esa tarde el maestro había terminado sus faenas diarias y entregado los pedidos que tenía
pendientes. Al fin pudo abocarse a fijar el motor fuera de borda a la popa. Al llegar al lugar
se encontró con uno de los ancianos de la comunidad indígena, quien le advirtió en un
precario castellano, que aquel bote sería su perdición, y que no intentara botarlo al lago ni
menos navegar en él; después de un par de insultos y una nueva amenaza, logró que el
anciano se fuera de su propiedad y lo dejara hacer sus cosas en paz. Media hora más tarde,
todo estaba dispuesto para la tan esperada prueba.

Poco antes del crepúsculo, el maestro abordó por primera vez su bote, recordando las
palabras del anciano: una vez estuvo en la cubierta sin que nada sucediera, el hombre respiró
en paz, y procedió a encender el motor, que partió de inmediato. Aceleró suavemente,
haciendo que el bote se desplazara sobre la superficie del lago, hasta llegar
aproximadamente al centro del lugar. Fue entonces cuando el motor se apagó.
Luego de varios intentos entendió que no volvería a partir, y que debería ver el modo de
llevar el bote a la orilla. En ese momento la superficie del lago empezó a vibrar: el maestro
se acercó al borde y con espanto vio como decenas de manos asían al bote y empezaban a
tirarlo, cada vez con más fuerza. Trató de soltar aquellos verdosos dedos, pero en lugar de
lograr su cometido, sólo consiguió que lo apresaran, para finalmente terminar en el fondo del
lago junto a su embarcación. Mientras tanto en la orilla, el anciano empezaba a rezar una
plegaria por el alma del malogrado maestro constructor, quien nunca entendió que no podía
utilizar la madera de acacia espinosa pues esta estaba maldita: atraía a las almas en pena
que se la llevaban consigo hacia aquel lugar que nadie quiere habitar una vez terminado el
camino en este mundo.

El último Eslabón – Emilio Araya

Le llamaban Rainer y vivía solo. Su cabello


entrecano y los pocos surcos que lucía su
rostro, manos todavía vigorosas y pasos
firmes, hacían de su edad algo
indeterminado. Su vestimenta, que siempre
olía a polvo o a alguna cosa nauseabunda,
jamás dejaba el negro. Sí, porque Rainer
llevaba años guardando luto por su hermana
desaparecida en los vaivenes de la guerra
que había asolado al continente.

Alena Hüter, una joven buena y laboriosa,


había salido una mañana de diciembre,
subida a la carrocería del destartalado
camión del escuadrón de paz para servir
como médico. La próxima vez que su
hermano la vio fue cuando, luego de la
rendición de las tropas enemigas, le trajeron
un saco que tuvo la funesta tarea de conducir
al cementerio. La ceremonia fue breve y
privada. Sólo estuvieron él y un mastín más negro que la noche. De ahí en adelante, Rainer
Hüter guardó para siempre la ausencia de su hermana, pero nunca regresó a depositar
flores al sepulcro, siquiera ha dedicarle una plegaria. Este hecho generó suspicacias, que
desaparecieron como cubiertas por la misma hiedra que pronto pobló la descuidada tumba
de Alena. La indiferencia de los locales hacia la suerte de Rainer fue tan grande, que las
malas lenguas ni siquiera se molestaron en levantar suposiciones acerca de su soltería. A
nadie parecía importarle el hecho de que el Señor de la Casona Hüter permaneciera
estoicamente indiferente a los placeres de la carne ‹‹Su señora es la melancolía››, dijo
alguien una vez. Y eso pareció echar tierra también sobre la famosa historia.

Sin embargo, Rainer no había estado ocioso. Cada día, desde la muerte de Fräulein Hüter,
el último eslabón de aquella otrora magnífica familia había trabajado sin descanso en un
proyecto que sólo se había atrevido a confesar a las páginas de su diario. Sólo Schnitter, que
lo acompañaba tendido frente al fuego cuando repasaba sus apuntes, conocía la verdad que
su amo guardaba bajo siete llaves.

Aquella tarde, como hacía una vez todos los meses, Rainer bajó a la cocina con un escalpelo
en la mano izquierda. Entonces, con la misma parsimonia que exhibía frente a sus vecinos
—y que no era otra cosa que su propia humanidad—, efectuó un corte de cierta profundidad
en su muñeca opuesta y esperó hasta que la sangre llenara hasta el tope una tacita de café.
Acto seguido, puso a hervir el brebaje a fuego lento, para que se conservara tibio, mientras
se prodigaba rápidamente los cuidados necesarios para que la herida cicatrizara sin
complicaciones. Una vez que se puso los vendajes, el Señor de la Casa Hüter se aseguró
de comer un buen pedazo de carne cruda antes de disponerse a subir al soberado.

Él sabueso, que había estado cuando había regresado con el cuerpo de la joven envuelto
en esos trapos tan inmundos, desde ese día no se acercó más, siquiera a las escaleras. De
hecho, luego que su amo saliera de aquella habitación, lo rechazaba, le gruñía y escapaba
del caserón, desapareciendo por varios días, para luego llegar con temor y recelo a los pies
de su amo, encogiendo las posaderas como pidiendo perdón por la infidelidad, pero con el
mismo terror a aquella zona rodeada de pestilencia.

La llave giró, el picaporte cedió y un grotesco —pero familiar— espectáculo apareció frente
a los ojos del hombre solitario. Pálido, consumido hasta las carnes y tendido desnudo sobre
un lecho amarillento, el cadáver de su hermana descansaba envuelto en una melena pajosa
que escondía sus pechos pequeños y descendía casi hasta tocar sus zonas más pudendas.

—Siento haber tardado tanto, querida hermana —dijo Rainer, menos frío que de costumbre,
acercando una silla para sentarse junto al lecho—. Pero te he traído algo de comida.

El cadáver respondió con una mirada entornada. De sus labios entreabiertos asomó una
mosca que partió volando hacia la ventana.

—Bebe, bebe, mädchen —susurró Rainer, arrodillándose para poner el tazón en la orilla de
los labios—. Bebe para que vuelvas a la vida.

Una gota escarlata asomó por la comisura de los labios de la cosa cuando Rainer terminó
de alimentarla. Entonces, sin mediar una palabra, el hombre de cabellos entrecanos se tendió
sobre la cama y aplastó los genitales putrefactos de su hermana antes de romperlos con una
embestida de furia que sacudió los cimientos de la casa. Cuando terminó, se dejó caer a un
lado del cadáver, pero no tardó en subírsele en el pecho para juguetear con su cabello.

—Pronto estarás bien, dulce Alena —le susurró al oído, sin notar que una araña de patas
largas trepaba rápidamente hacia las sienes del engendro—. Te traeré comida. Más, mucha
más. Y serás fuerte. Te levantarás, y esperarás a que llegue el niño, y si no pasa
nada seguiremos intentando. Porque no queremos que sea el último, ¿verdad que no? No
queremos que el nombre de esta casa se pierda para siempre.

La cosa respondió con un quejido estremecedor. Pero de los labios de la joven sólo asomó
un hilo de sangre que corrió hasta pegarse en uno de sus pechos.
Babalón – Eva Fauna

Antes de empezar... aclaro que todo


esto está basado en un mito urbano,
que con frecuencia se cuenta en los
círculos más íntimos del
ambiente under santiaguino. Nadie
sabe con certeza si se trata de algo
real o una mera anécdota maliciosa
elucubrada a partir de la enigmática
personalidad del escultor M..., más
conocido como Necro, famoso en el
país y por el mundo, debido a sus
curiosas y macabras obras,
fabricadas con huesos y otros
materiales del mismo calibre.
Muchos especulan que es eso, sólo
un chisme, un invento
extraordinariamente inverosímil para
que alguien se atreva a creerlo. Sin
embargo, otros prefieren callar. Lo cierto es que nadie volvió a ver a E..., modelo y
fotógrafa, apasionada admiradora del arte macabro, luego de ese domingo del mes de abril.
Quienes guardan silencio, prefieren también esconderse del escrutinio de la gente, de la
prensa y también de Investigaciones, desapareciendo prudentemente de donde puedan ser
encontrados. M..., por su parte, jamás ha estado oculto, sobretodo desde la publicación, bajo
autor anónimo, de las impresionantes fotografías hechas a sus obras por E... después de su
desaparición.
Nadie sabe cuál es la verdad, y aquélla está muy lejos de ser desvelada. Talvez, después
de todo, la historia que se narre no sea tan descabellada. Dicen que hay gustos para todo y
talvez aquella monumental Babalon que recibe a los morbosos visitantes del galpón sea,
después de todo, la desaparecida E..., que en forma menos humana, es venerada por su
autor de una manera ciertamente curiosa...

I
E... según las personas que un día la conocieron, tenía 19 años cuando sufrió la pérdida de
una persona muy importante en su vida. A partir de ese momento, el tema de la muerte
empezó a interesarle, a fascinarle de una forma poco corriente. Poco a poco se volvió una
experta en aquella materia, desde la visión simplista y médica hasta la parte más ocultista:
todo lo estudiaba con la misma pasión, dejando otros asuntos de lado por encontrar
respuestas. Devoraba libros. Visitaba con frecuencia las aulas de clase de tanatología, la
morgue, y otros sitios donde la muerte deja sus huellas. De esa misma forma, un día se
cruzaron en su camino las esculturas de M., por entonces conocido medianamente gracias
a la singular "Estatua de la Mortandad"... curiosa coincidencia, dicen. Algunos creen que el
contacto no fue tan casual... pero ateniéndonos al mito, y como han de suponer, cayó
fascinada al instante. Aquellas imágenes, reflejo sin velos del misterio de la muerte la dejaron
prendada. Como es natural, quiso conocer a su autor... el enigmático personaje que se
escondía tras gafas oscuras, el misterioso M...
Se cuenta, no sin dudas, de que ambos sintieron una conexión especial al instante. Tenían
muchos gustos en común. Ella como fotógrafa (y también como modelo), no resistió la
tentación de pedirle un pequeño favor: tener aquellas piezas en fotografías de su autoría,
donde también posaría. Era un sueño exquisito. Para su sorpresa, M... no se negó. Al
contrario, pareció muy entusiasmado con la idea... y aprobó inmediatamente la sugerencia.
Aquél domingo de abril sería la fecha para llevarlas a cabo.
E... era una mujer alta, de bellos huesos, contextura fina y cierto aire felino que a algunos
amigos les recordaba a una pantera, sobretodo en su modo de andar. Por lo que cuentan,
tenía talento para la fotografía, y si es cierto que las publicaciones corresponden a su autoría,
debería afirmar lo dicho. Su pasión, de hecho, era esa. "Encadenar", como decía entre risas,
las imágenes al papel.
Poco a poco, la enigmática personalidad de M... comenzó a fascinarla más... y en realidad,
como no extrañarse ante tal personaje. Más allá de su talento, M... provocaba escalofríos,
incluso en sus dudosos admiradores. Su mirada era gélida (lo es, de hecho, y muchos dicen
que sólo al contemplar a su Babalon tiene cierto tinte de humanidad… ¿algo cercano al amor,
tal vez?)... joven, pero de edad imposible de determinar, rostro pálido y casi cadavérico, algo
en su expresión denotaba un desprecio increíble hacia la raza humana. Para E..., sin
embargo, eso no fue un impedimento, sino un motivo más de interés hacia él, y hacia sus
obras. Le hacía preguntas sobre su trabajo... inspiración... ¿de dónde sacaba los materiales?
"... tomo una bolsa... una pala... y parto a buscarlos a donde hay varios... ¿no te imaginas
donde es?", respondía él en tono jocoso, lo cual hacía las delicias de E... y aumentaba cada
vez más la fascinación por aquél personaje sacado de una película de horror. "Mis
esculturas... son mi reflejo... éste soy yo, sin velos... sin máscaras..."
"En la fotografía también estoy yo, sin velos. Puedes creer que son talvez producto de un
excesivo ego, pero no... soy el ojo y el objeto en mi trabajo... así como tú... yo también me
exhibo, retrato lo que me interesa, lo que me inquieta. Y ahí estoy yo, contemplando el vacío.
Sólo me falta tu parte para reflejar lo que ahora siento... la Muerte reina, omnipresente.
Talvez queramos lograr la inmortalidad... éste es un buen método. La imagen no muere
jamás".

II
El cielo había estado aguardando el momento... dicen. Cuando E... salió de su casa, la tarde
del domingo, los truenos hicieron acto de presencia y en unos momentos, se largó una
tormenta que sería recordada por mucho tiempo. Enfundada en un largo abrigo de cuero (el
que semanas después se encontró tirado en un basurero en medio de la ciudad), se dirigió
rápidamente hasta la dirección que le había dado el escultor, un galpón abandonado, su
taller.
A partir de aquí, las opiniones son absolutamente divergentes. Nadie sabe a ciencia cierta lo
que ocurrió aquel día después de que E... saliera de su casa rumbo al taller. Algunos
aseguran que jamás llegó allá, sino que lo que fuera que haya ocurrido, sucedió en el camino.
Sin embargo, la mayor parte de quienes conocen el caso, aseguran que todo el horripilante
mito en torno a Babalon tiene fundamentos muy reales… pero aquél es tan extraordinario,
que los forenses ni siquiera se han interesado en investigarlo. Todo el proceso siguió causas
muy distintas, y la desaparición de E... continuó siendo un misterio. A continuación, detallo
en su totalidad la historia, como se comenta de boca en boca.

III
—Pequeña… te reconocí inmediatamente.
—¿M...?
—Quién más. Encantado.
—Igualmente… mucho… susto.
—Hahaha… igualmente ma chére… supongo que ya quieres verlas.
—No te imaginas lo ansiosa que estoy.
—Vamos entonces. Mi taller está aquí mismo, a dos cuadras. Tengo una botella de ron, ¿te
apetece?
—¡Por supuesto… hace mucho que no tomo ron, y me encanta… pero no solo!
—No te preocupes… tendremos con que combinarlo. ¿Te gusta? ¿Siniestro, eh?
—Hahaha… corresponde exactamente a lo que había imaginado. El galpón abandonado…
Avanzaron a través de la penumbra en la que difícilmente se distinguían los contornos de las
imponentes obras. Sintió el olor del alquitrán y otros, casi imperceptibles, que llamaron su
atención… trató de concentrarse en ellos, pero en ese momento, M... soltó su mano y la
repentina brusquedad del gesto la hizo detenerse, asustada por un momento ante lo que
podría implicar eso; esperó unos segundos, que transcurrieron hechos una eternidad. Un
escalofrío recorrió su espalda, y el nombre del escultor se le quedó justo en los labios cuando
las luces se encendieron y se vio cara a cara frente a la Estatua de la Mortandad.
Apenas notó que su mandíbula se soltaba un poco, mientras desde una esquina, casi oculto
por la sombra de una de sus obras, M... la observaba atentamente tras sus gafas oscuras,
de brazos cruzados y respirando con cierta dificultad… verla… estirar su mano hasta tocar
con sumo cuidado el borde del pútrido vestido de la ósea dama le produjo un extraño dolor
en el pecho.
—¿Te gusta?
—Me encanta.
—¿Quieres ser su novia?
E... lo miró con aire interrogante, dejando suspendida la pregunta en torno al real significado
de aquello… pero simplemente lanzó una carcajada, que relajó el ambiente y preparó,
además de temas de conversación, los primeros combinados. M... abrió la botella de ron,
mientras ella instalaba sus equipos fotográficos y se dedicaba a mirar y acariciar las restantes
obras que poblaban ese auténtico refugio del Doctor Mortis. Ni siquiera pudo esperar a
terminar el primer vaso, y comenzó a disparar el flash, embelesada.
Bebieron, bebieron mucho, pero no lo suficiente para perder la noción del tiempo. Él la
observaba embelesado… porque ella era perfecta, era todo lo que necesitaba, y sería quien
llevara a cúlmine su máxima necesidad… lo quisiera o no.
—¿Me esperas un momento, querida? Ya vengo.
—Claro… adelante.
Se quedó mirando al techo, algo mareada por el ron. Más mareada de lo que hubiera
pensado. Frente a su rostro, la macabra imagen del Falso Profeta la miraba con una
expresión curiosa, casi queriendo besarla. Se rio de la ocurrencia, pero se quedó viéndola
un momento más. Flotaban otras cosas en su cabeza…
Todo se fue a negro en cosa de un segundo… su cuerpo cayó al suelo y el vaso se quebró
un poco más allá de su cabeza, derramando el líquido hasta casi tocar su rostro. M..., desde
atrás, miraba impávido a la mujer en el suelo con un trozo de cemento en su mano derecha.

IV
Los minutos transcurrieron lentos para ella, suspendida con ganchos y cuerdas sobre la
misma base sobre la cual había estado sentada hacía unas horas atrás, bebiendo ron. No
recobró el conocimiento del todo después del golpe, además porque la morfina contribuía a
mantenerla sedada. Sus pies no llegaban a posarse sobre la base... M... la observaba desde
abajo, el comienzo, cuchillo en mano, extasiado.
—…y creo en una Tierra, la Madre de todos nosotros, y en una Matriz donde todos los
hombres son engendrados, y en donde descansarán, Misterio de Misterio, en Su
Nombre… Babalon.
Tocó sus piernas con contenida reverencia, con una suavidad tal vez demasiado sensible y
espontánea. Miraba cada detalle, deseoso de atraparlo en su retina. Se ayudaba con una
escalera para seguir recorriendo con sus manos, como comprobando la calidad del material
que había escogido para aquélla, su más importante obra maestra. Satisfecho, respiró el
perfume de su ombligo y depositó sobre él un suave beso…
—Hermosa, mágica, mística Babalon, ¡dame tu beso lleno de poder!
Apretó el cuchillo y con una energía frenética se precipitó sobre su cuerpo, el que comenzó
a moverse con espasmos eléctricos a medida que el trabajo avanzaba.
E... abría los ojos e intentaba gritar cada vez que un hueso salía de su carne, pero aquellos
gritos se ahogaban en su pecho y a cambio, sólo entregaban suspiros que parecían de
entrega. Canales, ríos de sangre corrían hacia abajo por su blanca figura, regándolo todo de
carmesí. Cada cierto tiempo, él embebía un vaso en el líquido y se lo llevaba ávidamente a
los labios.
—Serás… mi Musa eternamente… la Musa de la misma Muerte… tu belleza eterna será el
talismán que me lleve al éxtasis… únicamente alcanzaré la paz a través de tu abrazo, mi
etérea Babalon…
Sacó una por una las vértebras de su espalda ayudado por un grueso alicate que sujetaba
con fuerza. Retiró también la médula completa, moldeándolas amorosamente hasta dejarlas
convertidas en un arpa ósea, la cual ejecutó con sus propios dientes, cortando los últimos
ligamentos que la adherían a su lugar original.
Sus manos se movieron rápidamente con gracia de artista, reemplazando poco a poco los
elementos que habían formado su cuerpo carnal con otros que formarían su estructura
inmortal. Mordía su carne, deseando devorarla, tenerla dentro de su propio cuerpo, sólo para
él. Lamía sus huesos salientes, como si fueran cálidos besos. A veces… se detenía a mirarla
a los ojos. ¿Cómo hacerle entender que la amaba? ¿Que la amaría siempre? ¿Que la
necesitaba?
Sólo mediante su talismán él lograría…
La miró una vez más, agónica, semiconsciente aún a pesar del dolor y la considerable
pérdida de sangre, con la cabeza caída pesadamente sobre el pecho que apenas lograba
moverse… sus ojos oscurecidos derramaron una lágrima, que cayó directa a la base, cerca
de su mano.
Continuó su labor.
Cuando ya estuvo todo listo, soltó sus brazos de los ganchos que los sostenían, y el dolor
de sentirlos libres la hizo reaccionar… los estiró hacia él, queriendo asirse de su carne,
encontrar una explicación…. Talvez hacer lo mismo que él, romperlo en pedazos, pero eso
ni ella misma lo sabría, la mezcla del alcohol, las drogas y la morfina la hacían pensar en un
sueño demasiado doloroso, amargo, cruel. Trató de encontrar algo de calor en un cuerpo
ajeno, que explicara el frío mortal que se había apropiado del suyo en aquella pesadilla…
pero únicamente la encontró en el ardiente chorro del alquitrán que al penetrar por su boca
selló definitivamente su respiración doliente. Su figura quedó de brazos extendidos, su boca
en la O perfecta de una soprano, y sus ojos abiertos contemplaron por última vez el rostro
de su amante verdugo, antes de una oscuridad total.

V
Escribo esta historia… este mito urbano, por una razón en particular. He tratado de ser fiel a
la realidad, de parecer imparcial, pero en la realidad, no es algo que pueda lograr. Yo conocí
a E..., la mujer que desapareció ese lluvioso día domingo, de la cual tantos rumores se
crearon, la misma que aparece en esta fotografía junto a mi.
E... era mi mejor amiga.
Días más tarde, el abrigo de cuero con el que E... salió de su casa aquél día fue encontrado
en medio de la ciudad, sin ningún rastro que explicara su desaparición. Y con el pasar de los
meses, Investigaciones se olvidó del caso, negándose a comprobar una posible participación
por parte de M... en el misterioso suceso.
Nunca nadie más supo sobre ella.
Meses más tarde, las fotografías salieron publicadas. En ellas, E... refleja a la perfección el
ambiente siniestro que rodea a las obras de M..., la opresión del mismo escenario en el cual
conviven, el perfil enigmático del artista junto a una de sus obras… todo en tonos tan oscuros
como la línea que lo sigue. Tampoco nadie sabe quién publicó las obras de E... Todo está
rodeado de un halo de misterio más fuerte que mis propios presentimientos.
Recientemente, M... expone sus obras más representativas en un galpón céntrico, donde
personas de todas las edades y gustos, desde los más excéntricos hasta los más corrientes,
disfrutan mirando su galería del horror. Aquí estoy, de pie, frente a su más grande obra,
según anuncia el discreto letrero ubicado a la derecha. La mágica Babalon, de brazos
extendidos y rostro iluminado y doliente, la Babalon que busca al parecer una respuesta,
como yo busco la mía, el porqué del gran parecido entre ella y mi amiga, su pelo largo
flotando sobre su torso desnudo y destrozado, aquélla mirada negra, las manos donde sé
que lo que brilla es la plata de su anillo más querido.
Quisiera tener la verdad.
Veo a M... salir desde atrás de su imponente figura inhumana de seis metros de altura,
acariciando la punta de su largo vestido transparente, con el rostro lleno de orgullo y esa
sonrisa suya que como dicen, únicamente al contemplar a su bella musa macabra toma la
forma con las cuales los seres humanos demostramos amor. Se dirigió a paso firme hacia la
puerta de entrada. Al pasar a mi lado, pude notar que tras sus lentes me observaba… pero
la sonrisa que me mostraba había perdido toda emoción.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda...

Lagartijas en las lápidas – Fraterno Dracón

El aroma de la tierra húmeda fue un


agradable golpe de frescura para la
calurosa tarde en el cementerio.
Luego del frío responso del cura,
que más que inflar nuestros corazones con
la perspectiva de “...la resurrección y la
vida...”, nos hizo morir de aburrimiento.
Bueno, al menos a mi y a quienes vi que
sus ojos se cerraban y sus cabezas se
inclinaban y levantaban bruscamente. Era
comprensible luego de velarla toda una
noche.
Entonces vinieron, primero el
correcto discurso de mi primo Alfonso,
para luego, con una espontaneidad que no
me esperaba, los comentarios entre
hombro y oreja. Por supuesto, esas frases como “Esta vieja hasta en el cajón nos tramita.”,
o “Ese Alfonso cree que sobándole el lomo a la muerta le va a seguir dando plata” o, el
escueto pero lapidario “Alfonso culiao falso”; hicieron un poco más afable la ceremonia. Es
agradable cuando la gente subestima el silencio.
Y finalmente, el ataúd de mi abuela Helena descendió a su lugar de descanso
definitivo, con los consabidos últimos estertores del dolor. Sollozos entrecortados, hipo y
lamentos dedicadamente sonoros. Reconozco que ese último vistazo a su cajón me dio un
vuelco en el estómago, y no pude evitar derramar unas lágrimas. Entre nosotros, quise creer
que fue porque nunca más la volvería a ver, pero la verdad, no fue más que el pensamiento
de que ese mismo destino me esperaba: tierra, gusanos, moscas, madera y tela azumagada.
Y las lagartijas. Supongo que desde ese día el germen de la incineración debe haber nacido
entre mis deseos póstumos.
El caso es que una repentina nostalgia me invadió, en parte por la abuela Helena,
pero también por las visitas que hacíamos a ese mismo cementerio, para llevarle flores a la
tumba de mi abuelo Fermín y mi tío Víctor. Lo que más me fascinaba eran esas lagartijas
que se deslizaban por las lápidas, entraban y salían de las tumbas, con sus largas colas, sus
patas de garras diminutas, y sobre todo sus lomos tornasol. La abuela Helena más de una
vez me dijo “No se te ocurra tocar esos bichos, que se comen a los finados”. Por supuesto
nunca le hice caso. Cada vez que tenía oportunidad atrapaba alguna, y la hacía deslizarse
por mis brazos, dar vueltas por la palma y el dorso de la mano, soltarlas para volver a
atraparlas, quedando muchas veces, fascinado mirando como la cola cortada seguía
sacudiéndose mientras el resto de la lagartija se perdía entre las tumbas. Recuerdo que
también hacía que mordieran la manga de la camisa, quedando colgadas, balanceándose.
Incluso hacía una cuenta regresiva, y aquellas que duraban más del tiempo que les daba, se
ganaban su libertad. Nunca dejé que me mordieran los dedos, ahora pienso, en parte
haciendo caso de la advertencia de mi abuela Helena.
Ensimismado en esos pensamientos, me perdí la oportunidad de escabullirme antes
que el resto, así que opté por el plan B, que era quedarme dando vueltas entre las tumbas
para evitar formar parte de los grupitos de deudos. De seguro nadie me echaría de menos.
Mientras apreciaba las estatuas de ángeles y santos, me encontré con un pequeño
nicho, con una barda de tablas de pintura descascarada. Tenía una pequeña losa decorada
con antiguos autos de juguete. En la escueta inscripción, enmarcada por querubines,
rezaba:
“Bruno Amador Rojas Cortés
26 de mayo 1934 – 25 de mayo de 1942”.

La sensación que me causan las tumbas de niños es indescifrable, diría que una
mezcla entre pena y pavor.
Un nudo en la garganta y un retortijón en el estómago.
Estaba descifrando esa paradoja en mis entrañas cuando, sobre la fila de
descoloridos camiones de bomberos y autos de carrera en miniatura, posaba la lagartija más
grande y hermosa que haya visto en la vida. Su lomo daba destellos de todos los colores,
que comenzaban sobre la cola que evidenciaba haberse recuperado no hace mucho de una
amputación, para terminar en su majestuosa cabeza, con una cruz dorada de escamas.
Estaba tan quieta, que por un segundo dudé si no sería otro de los juguetes que
acompañaban al pequeño difunto. Esta teoría se veía reforzada por la irrealidad de su
belleza, hasta que noté que su abdomen se contraía y relajaba muy levemente.
Las flores secas, que en realidad eran unas ramas podridas en el agua estancada
del florero, me indicaron que hacía muchísimos años que no visitaban esa tumba. Tomé el
triste frasco, boté su contenido y lo lavé. Busqué entre las tumbas alguna que sufriera exceso
de culpabilidad entre sus deudos, hasta que encontré una que apenas dejaba ver un par de
letras del nombre del ocupante, entre un jardín de claveles, lilas y rosas. Fui a tomar una de
estas últimas, y me clavé una espina en el índice, lo que me dolió más de lo que hubiese
esperado. La sangre brotó como una llave mal cerrada, logrando parar la hemorragia sólo al
envolver el dedo en la corbata.
Llevé el florero con la rosa, y la lagartija seguía en su posición, en una especie de
éxtasis meditativo. Despejé de maleza antes de dejar mi tributo al olvidado niño, aún intrigado
por el dignísimo reptil. Una vez ubicada la flor, avancé sigiloso hasta el animal, rememorando
mis andanzas infantiles. Acerqué la mano, lentamente y, cuando ya estaba a escasos
centímetros, di el zarpazo para atraparlo.
Entonces giró sobre sí mismo y me mordió en el dedo herido por la rosa.
No me pregunten como, pero supe que la saliva del animal se metió por la llaga y
viajó por el torrente sanguíneo.
La imagen que entraba a mi cerebro a través de los ojos se volteó y redujo a un punto
en el firmamento, como una noche de una sola estrella. Estrella que giró centelleando
partículas que no alcanzaban a salir de su perímetro y morían apenas su fulgor llegaba al
cenit. Un frío y una nausea me jalaron del estómago, sacudiéndome a la velocidad de las
revoluciones del punto luminoso, que al desenfocarse fue formando infinitas espirales que
llenaron vertiginosamente lo que ahora era la cúpula de mi campo visual. Esferas flotaron, y
entendí que eran esas motas de luz que surgen cuando experimentas un dolor demasiado
fuerte. Mi especulación se confirmó cuando ese dolor avanzó por cada espacio perspectivo,
y noté que había estado mudo todo ese tiempo, amordazado por un grito que no lograba
liberarse. Dolor. El dolor no amainaba, mas poco a poco fui identificándolo, para mi asombro,
en mi abdomen, en mis genitales, en mis ojos... y caí en cuenta que ninguno era de “mi
cuerpo”. Entre la niebla rojiza que contaminaba mi visión, pude apreciar un cuerpo diminuto,
el de un niño. Estaba dentro de ese cuerpo, al que se dirigía una daga que se clavó en mi
estómago... en su estómago... el dilema de identidad me tenía sin cuidado en ese momento,
ya que la herida transmitía todas las sensaciones hacia mi mente. El agudo pinchazo se
ramificó en millones de hebras de frío, desvaneciendo más que congelando, como si los
sonidos fuesen un eco alejándose a un pozo de negrura sin fin. Pronto la oscuridad fue un
océano de dolor, como si aquel fragmento desgarrador a través de los infantiles ojos hubiese
sido la primera gran bocanada de vómito, y luego viniesen los residuos putrefactos
impregnados entre unos descomunales dientes, cuya boca expelía un tufo fúnebre.
Trozos de pesadilla cayeron como una lluvia de cristales rotos.
La presión de las profundidades me sofocaba. Sepultado bajo una montaña de
sufrimiento, las patas y colas se sucedían, pero jamás se cruzaban, dejando apenas espacios
sin cubrir. Decesos apacibles entonando notas graves que se perdían en la sinfonía de
chillidos, estridentes violines de cuerdas vibrantes aullaban desesperación. La cacofonía
mutó en un zumbido, una vibración que me empujó en un final golpe, fuera del horror.
Desperté en una cegadora blancura que luego entendí era una habitación de hospital.
Por mi delgadez, y el largo de mi cabello y barba, debí haber pasado mucho tiempo
inconsciente. Con el tiempo me fueron explicando cómo llegué allí. Que me encontraron entre
los pasillos del cementerio, balbuceando, catatónico. Al atravesar el portón del camposanto
me desvanecí para no despertar hasta el momento que les acabo de relatar. Apenas dije
incoherencias entre sueños, de lo que algunas enfermeras apenas entendieron algo
como “Echse” y otras “Hexe”. En cualquier caso, ninguna supo qué quise decir.
Hoy me dan de alta, sin embargo, no tengo deseo alguno de salir. Se lo hice saber a
mi médico, quien dijo que no podían tenerme más tiempo, ya que hay verdaderos enfermos
esperando atención.
Si él hubiese visto lo que yo, no pensaría igual.
La corrupción de la carne encierra horrores que no pienso revivir. Sólo puedo decirles
una cosa, antes de prenderle fuego al alcohol que baña la habitación y a mí mismo:

Aléjense de las lagartijas en las lápidas. Ellas saben más de lo que ustedes podrían
soportar.

Ojos Amarillos - Jaime Llanos

—Tú no eres mi madre —gritó él, descontento por haber


sido abofeteado.

Ella lo observaba con una mezcla de miedo e ira,


sabiendo lo que era capaz de hacer ese pequeño de
cinco años. Con su polera rallada, pantalón corto,
mejillas infladas y coloreadas, a simple vista era la
criatura más indefensa del planeta. Pero no se dejaría
engañar. Ya había visto al infante cuando se enojaba.
No quería repetir la experiencia; cometer el mismo error
que su hermana hacía sólo un par de meses.

El reloj seguía avanzando con tedio. Su péndulo dorado


oscilaba de izquierda a derecha, produciendo el único
sonido en todo el departamento. Su mente era un
torbellino de ideas. No, era un infierno. Su "yo" escéptico
le decía que debía controlarlo, que aquello que creyó
haber visto fue sólo parte de su imaginación, una retorcida coincidencia que hizo lucir a ese
niño como un demonio. Su "yo" temeroso le ordenaba correr mientras pudiera, dejarlo allí
hasta que los vecinos notaran su ausencia y acudieran a ayudar al pequeño abandonado.
Pero aquello significaría otro problema. Su "yo" racional le aconsejaba calmar la tensión y
seguir con la cena como solían hacerlo cuando su marido estaba en casa. Qué paz había en
esos momentos. Y es que el pequeño adoraba a Juan; hacía todo lo que él dijera sin titubear:
se comía toda la comida, no se quedaba hasta tarde viendo televisión y se lavaba los dientes
por adelante y por detrás. Pero ahora Juan estaba en un viaje de negocios y no volvería sino
hasta en un par de días y la tensión no podía aumentar más sin que se desencadenara una
tragedia.

Debía decir algo, mover su estúpida boca y calmar al pequeño, que seguía mirándola
fijamente con sus ojos verde oscuro. Mas no podía articular palabra alguna, su mandíbula
temblaba incontrolable, lo que incomodaba al niño y de vez en cuando hacía castañetear sus
dientes.
—B… —hizo una pausa extremadamente larga, aprovechando de tragar saliva y replantar
lo que diría; si decía algo malo podría costarle caro—. Bueno, pequeñín. Si no quieres seguir
comiendo, pues —trató de sonreír, apenas logrando una mueca siniestra de horror puro—,
no lo hagas y ya.

Extendió su brazo lentamente, procurando no hacer movimientos bruscos, y lo fue a posar


en el delicado hombro de su sobrino que, al escuchar sus palabras, se tranquilizó un poco.
Sin embargo, esto no duró. Se irritó al ver que ella intentaba tocarlo. Sus ojos se tornaron
anaranjados y, añadido a la acción de la estufa, comenzó a aumentar el calor en el comedor
del pequeño departamento.

—¡No me toques! —gritó chillando— . ¡Tú no eres mi mamá, no eres nadie para tocarme!

Retiró su mano ágilmente. No pudo seguir conteniendo su sonrisa fingida; su cara adquirió
una mueca de horror, el mismo horror que sentía en esos momentos. No sólo captó que ya
no seguía haciendo frío a pesar de la tormentosa lluvia de afuera y que sus ojos habían
dejado de ser verdes y comenzaron a ponerse casi amarillentos, sino que también captó, con
sus manos, la temperatura del pequeño. ¡Estaba ardiendo! No estaba enfermo, podría
apostar su vida. El brazo que ella acercó a él no tenía fiebre, pero ardía. Temía que si lo
hubiese tocado se habría… se… habría… ¡quemado!

Se levantó de la silla. No podía soportarlo más; llevaba tres meses, tres largos, eternos
meses viviendo aquella mentira. Actuando, fingiendo ser la madre de aquel extraño ser que
nunca debió existir y que llevaba su sangre. Era el hijo de su hermana mayor, quien falleció
en el terrible accidente que ella misma presenció, y que la dejó marcada de por vida. Ahora,
mientras seguía retrocediendo a través del comedor, llegando al living, se preguntaba por
qué dejó que su esposo la convenciera de adoptar al pequeño, que lo que ella creyó ver no
fue nada más que su imaginación y que era su deber como pareja y como tíos el no dejar al
niño a su suerte. ¡Pero él no tenía idea! No era capaz de asimilar cuan horrible fue ver como
su hermana ardió hasta las cenizas, siendo observada por aquellos ojos amarillos, siniestros,
sin siquiera inmutarse en lo más mínimo, cuando hacía sólo unos instantes todos reían en el
patio trasero de su casa, al lado de la parrilla, asando carne de cerdo para el almuerzo. ¡Oh,
y sus gritos de dolor que la desgarraron, convirtiéndola en un trapo humano! Todavía por las
noches era capaz de escucharla gritar mientras rodaba en el suelo para apagarse,
inútilmente. Porque el fuego no venía de ninguna parte de su cuerpo, sino de los ojos del
niño de polera rallada que no paraba de mirarla. Uno o dos meses después, ella aún se
preguntaba por qué no le tapó los ojos al muchacho, creyendo que evitaría dejarlo marcado
de por vida. Luego dedujo que, si hubiera hecho eso, ella habría muerto esa misma tarde,
por arruinar el espectáculo… ¡espectáculo! Por las noches, mientras ella trataba de dormir
antes de que llegara su marido, quien, a esas horas, le leía un cuento al pequeño para que
no tuviese pesadillas, seguía pensando en cómo le gustaría volver en el tiempo y haberlo
golpeado con una pala, la misma que estaba en el patio mientras su hermana ardía.
Seguía retrocediendo, ahora había cruzado el umbral del ventanal que daba hacia el único
balcón del departamento. Llovía a torrentes, y recién allí recordó cuánto frió hacía realmente.
La brisa jugaba con su largo vestido y aireaba sus piernas; por alguna razón era agradable,
contrastaba con el calor de sus pies. Un momento de silencio mental, sus ideas dejaron de
dar vuela en el torbellino infernal de su cerebro y se concentraron. Sus pies… ¿estaban
calientes? ¿Por qué razón? A través de los visillos podía ver al niño sentado en la mesa,
mirándola fijamente. A diferencia del accidente hace tres meses, esta vez su rostro no era
neutral; sonreía, sonreía de la misma forma que sonreía al ver las aventuras de sus dibujos
animados favoritos, sonreía de la misma forma que lo hacía al escuchar los cuentos de su
querido tío Juan. Sonreía porque la lluvia que se había acumulado en el piso del balcón
estaba a punto de hervir y sabia lo que le pasaba a la gente cuando tocaba agua a
esa temperatura.
"Ellos saltan".

Su sonrisa se agrandó. "Ellos saltan". Ya comenzaba a reír. "¡Ellos saltan!". El agua hervía y
la risa se transformó en carcajadas. “¡Salta!”gritó el niño emocionado.

Sus pies se quemaban y, segundos después, se dio cuenta de que estaba perdida. El agua
estaba transformándose en vapor y ya no podía soportar el seguir pisando el suelo del
balcón. Así que saltó, dio un pequeño salto hacia delante, en un intento por volver a entrar
al departamento, pero una onda de calor la hizo volver, sumando el hecho de que el piso
estaba resbaladizo, al igual que el barandal de protección, al igual que el pavimento cinco
pisos más abajo. Pero no alcanzó a sentirlo, ya estaba muerta. Su cabeza casi se partió por
la mitad.

El pequeño cerró el ventanal, era peligroso que siguiera abierto sin ningún adulto cerca.
Luego, terminó de comer y prendió la televisión; se quedaría despierto hasta tarde.

En las profundidades – Javier Maldonado

El edificio se levantaba ante él como el cadáver


de una criatura gigantesca y repulsiva olvidada
junto al borde del camino. El día comenzaba a
decaer rápidamente, demasiado rápido para su
gusto, por lo que apuró el paso. El silencio que
reinaba en aquel sitio lo hacía sentir inquieto. El
muchacho hubiera esperado la presencia de algún
perro solitario, o uno que otro pájaro en las
inmediaciones, pero no había nada, excepto por la
densa vegetación que había ido creciendo
alrededor de la estructura a lo largo de los años.

No tenía idea de cuánto tiempo llevaba


abandonada, pero sabía que en algún momento,
durante la infancia de sus padres, había sido un
importante centro deportivo y, como era de
esperarse, había terminado siendo reemplazada
por un complejo mejor equipado y mucho más
moderno en el centro de la ciudad. Ahora no era
más que una mole gris que parecía resistirse al
inexorable paso del tiempo.
Las murallas exteriores estaban cubiertas de algunos viejos grafitis, aunque el muchacho
sabía que la mayoría de las personas había aprendido a evitar aquel lugar. Se comentaban
cosas macabras en los alrededores. Hace algunos años, en los periódicos locales, se había
publicado un reportaje sobre una secta que durante meses usó el edificio para llevar a cabo
sus rituales. Todos los miembros habían sido detenidos, e incluso algunos encarcelados,
aunque nunca se supo con claridad la naturaleza de su culto. Lo relevante de aquel incidente
era el hecho de que poco tiempo después habían comenzado a suceder extraños fenómenos
en la zona: ruidos y luces durante las noches, y posteriormente la inexplicable desaparición
de algunas piezas de ganado.

En efecto, era bien conocida la narración de un anciano que refería haber sentido una noche,
mientras caminada por el costado del camino principal, como algo de un tamaño considerable
se arrastraba en los alrededores de un lago cercano, lugar donde había llevado a beber a
sus dos caballos. Al momento de acercarse al sitio de donde provenía el ruido había visto
con horror como el lago, así lo relataba él, se tragaba a ambos animales. La noticia había
aparecido en varios medios de comunicación, incluso a nivel nacional, pero nunca se pudo
comprobar la veracidad del relato.

El muchacho buscó la entrada principal y se adentró en la oscuridad, sintiendo al momento


una punzada de temor en la boca del estómago. Algo dentro de él le dio a entender que
aquello no estaba bien, que debía alejarse cuanto antes de aquel lugar, pero el orgullo fue
más fuerte que la sensatez.

Recordó el motivo por el que se encontraba en ese sitio. Cuando contaba con once años,
dos hermanos, compañeros de clase y que hoy tendrían su edad, habían desaparecido sin
dejar rastro alguno. Se habían organizado patrullas de búsqueda y hasta sus padres habían
tomado parte en ellas, pero todo fue infructuoso. No se lograron encontrar sospechosos ni
testigos… ni nada. Y el asunto podría haber quedado ahí, sin embargo la gente nunca lo
logró olvidar del todo. Muchos relacionaban la desaparición de ambos hermanos con el viejo
centro deportivo. Se comenzaron a contar historias, muchas sin ningún sentido, como que
algo sin nombre habitaba en el fondo del lago y, fuese lo que fuese, tenía acceso a la
abandonada piscina olímpica, donde los niños habían sido vistos varias veces. De hecho, se
rumoreaba que la pelota que los hermanos llevaban consigo el día que desaparecieron se
encontraba flotando en las aguas de aquella piscina, a pesar de que nadie había podido
comprobarlo. Con el tiempo el rumor se convirtió en una suerte de leyenda urbana, volviendo
aún más siniestro el ya malogrado edificio.

Ese atardecer el muchacho se había despedido de sus amigos asegurándoles que a la


mañana siguiente regresaría con aquella pelota, en caso de que en verdad existiese. Ese
era su objetivo y el motivo por el que ahora avanzaba en la oscuridad, sintiendo como el
miedo lo carcomía por dentro.

Evitó mirar hacia las innumerables puertas y ventanas, imaginando toda clase de seres de
pesadilla ocultos tras sus sombras. En algunas paredes pudo ver extraños símbolos y
palabras escritas en un idioma que no reconocía. Le hubiera aliviado ver alguna rata
correteando por los rincones, pero sus pasos y su respiración eran el único signo de que en
aquel lugar había algo vivo.

Logró dar con la puerta que daba a la piscina sin mucha dificultad. Al ingresar comprobó con
cierto alivio que una de las paredes era un amplio ventanal, hoy ya destruido, por lo que
había mucha más luz que en el resto del edificio. El sol ya se había ocultado, así que se
apresuró sabiendo que la noche no tardaría en caer sobre él.
La piscina era mucho más grande de lo que había imaginado y el agua que la llenaba era
negra y turbia, como la de un pantano. Cerca del centro pudo apreciar una pelota roja,
flotando inmóvil sobre aquella masa oscura y repugnante. Un leve escalofrío recorrió su
cuerpo. No quiso pensar en lo que se ocultaba bajo su superficie, aunque esperaba que,
fuere lo que fuere, estuviese muerto y sumergido.

Lentamente, como demorando lo que venía, se sacó los pantalones, el polerón y la camiseta.
Hizo una pila con la ropa y sobre ella dejó su celular y su reloj de pulsera. Luego, ignorando
el olor nauseabundo que emanaba de aquellas aguas, introdujo uno de sus pies.
Extrañamente no estaba tan helada como esperaba. Pronto sumergió el resto de su cuerpo,
excepto por la cabeza, que se mantenía muy erguida, evitando tragar aquel zumo
nauseabundo.

Usando sus pies y manos para impulsarse, como si se tratara de un perro, nadó hasta el
centro de la piscina. Le tomó unos pocos segundos llegar hasta la pelota, la que colocó bajo
su brazo izquierdo. A través del amplio ventanal pudo ver un cielo negro en el que poco a
poco comenzaban a revelarse las primeras estrellas. Cuando se preparaba para volver al
borde de la piscina un pequeño objeto flotante llamó su atención unos pocos metros más
allá. Sin pensarlo mucho, y sintiéndose más seguro al saber que pronto estaría de regreso
en su casa, nadó hasta él. Al alcanzarlo lo tomó con su mano derecha y lo observó con
curiosidad. El objeto era una pequeña figura tallada en madera del tamaño del dedo índice.
Parecía un pulpo… O eso le pareció a primera vista. Decidió llevársela consigo, como una
recompensa por todo aquel esfuerzo.

No alcanzó a avanzar mucho más cuando sintió una leve agitación en el agua. Se quedó
quieto, inundado por el terror, y esperó. Algo se movía bajo la superficie, pero no sólo bajo
ésta. En el resto del edificio se comenzaban a sentir, cada vez más cerca, los sonidos de
varios cuerpos arrastrándose hasta donde él se encontraba.

No pretendía quedarse ahí mientras aquellas cosas se acercaban. Comenzó a nadar


nuevamente, esta vez más rápido, pero una extremidad viscosa, o eso le pareció, se aferró
a su torso con tal fuerza que pudo sentir como sus costillas se trituraban. Entonces, antes de
que alcanzara a comprender el horror con el que se había encontrado, aquel apéndice lo
arrastró al fondo. Su grito se convirtió en cientos de burbujas que bulleron hasta la superficie,
donde flotaban la pelota roja y la extraña estatuilla, en cuya base se leía, en letras muy
pequeñas:

Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn

Las oscuras aguas de la piscina pronto dejaron de agitarse y los sonidos en los innumerables
pasillos se fueron alejando de a poco. Sólo quedó el silencio y aquella mole de granito,
guardando el sueño de criaturas para las que los hombres no tienen nombre, pero que
esperan pacientemente el despertar de su propio dios.
La verdadera historia de Richard Upton Pickman -
Patricio Alfonso

Preludio

Surge la luna tras una nube negra, iluminando la faz del Boston dormido. Sus rayos
alumbran un momento la oscura fachada de una casa, en el North End. En la entrada hay de
pie una silueta. La luz de la luna muestra unos ojos rasgados, unas orejas demasiado
puntiagudas, los pelos rojizos de su barba rala. A sus pies yace un maletín del que
sobresalen algunos lienzos enrollados y los mangos de unos pinceles, y del cuello le cuelga
una cámara fotográfica. El pintor Richard Pickman lanza una mirada irónica a la calle que
baja hacia el mar de Massachussets, antes de levantar el maletín y ponerse a caminar en
dirección a la Copp´s Hill, pasando por callejas torcidas flanqueadas por casas de techos
puntiagudos y muros vacilantes. Las casas terminan, y Pickman sube por la ladera hasta la
verja del viejo cementerio. La verja está cerrada con una cadena gruesa y cubierta de orín,
pero Pickman la empuja creando un espacio
para deslizar su delgado cuerpo. Como una
sombra creada por los rayos de la luna,
Pickman camina entre las antiguas tumbas.
Llega por fin al sector más recóndito y ruinoso
del camposanto. Tres figuras se alzan de una
lápida destrozada. Se los podría tomar por
cadáveres escapados de aquellos sepulcros.
Completamente desnudos, fláccidos y
esqueléticos, llevan en la piel el tono
ceniciento de los muertos, manchado aquí y
allá por parches de moho y descomposición.
Sus manos y pies terminan en uñas enormes.
Sus rostros, una mixtura atroz de cerdo, perro
y ser humano deben ser familiares, sin
embargo, a los habitúes del Art Club de
Boston, donde Pickman exhibe sus pinturas.
El pintor levanta la cámara fotográfica y el
fogonazo del flash relampaguea entre las
sombras del cementerio. Luego Pickman se
abre paso entre el monstruoso trío.
—Hoy no me ocuparé mas de ustedes,
gusanos de cárcava —les dice con tono de burla—. He venido a ver a una reina.

Pickman se aproxima a un mausoleo de factura gótica que por su forma y dimensiones


destaca entre las pobres y derruidas tumbas que lo rodean. La luz de la luna que pasa
permite ver en el sombrío interior paredes cubiertas de nichos y un túmulo central. Pickman
entra y se acerca, mirando dentro.

En el interior del túmulo los rayos lunares dejan ver el cuerpo yacente de una mujer envuelto
en tules negros y con las manos cruzadas sobre el pecho.

—Hora de despertar, princesa. He venido a hacer tu retrato.

Las manos de la interpelada son tan pálidas como su rostro, con larguísimas uñas pintadas
de negro. Su faz de bellos rasgos es tersa. Se la diría viva en la tumba, pero quien sabe que
opinión merecería a quien se la topase en la Beacon Street. Pickman se inclina y con un
beso roza apenas sus labios rojos.

—Aquí está tu príncipe, Bella Durmiente.

Sus ojos se abren. Son piscinas oscuras de noche casi absoluta, moteadas aquí y allá con
fulgores rojizos. Pickman se yergue y retrocede un paso, mientras ella se alza, o mas bien
se erecta con un movimiento imposible, sin flectar ninguna parte de su bello cuerpo. Da un
paso y sale de la tumba, quedando de pie frente al pintor. Los brillos rojos de sus ojos bailan,
mientras su mirada parece detenerse en el cuello de Pickman. Este remarca su media
sonrisa.

—No creo que mi pobre sangre sea de tu apetencia, princesa. Yo estoy aquí por una razón
distinta.

Pickman coge su maletín del piso del mausoleo. Saca un lienzo y los pinceles, y del fondo
un pomo de pintura.

—Un bosquejo rápido, princesa. No te quitaré mucho tiempo. Contigo no me sirve la cámara
fotográfica.

Cuando Pickman abandona el cementerio de la Copp´s Hill llevando en el maletín el


capturado boceto, no se ve a la mujer por parte alguna. Sólo la silueta negra de un murciélago
revolotea un momento entre su cabeza y la luna. A su espalda, tres seres blancuzcos y
deformes continúan medrando entre los sepulcros.

La exhibición en el Art Club de Boston del retrato titulado Princess —que se apartaba en
algunos aspectos del conjunto de su obra, y del cual el crítico Algernon Rosworth dijo que se
trataba de una interpretación plástica de la Carmilla de Le Fanu— fue la última participación
de Richard Upton Pickman en esa institución, el mismo año de su misteriosa desaparición.
En realidad, Pickman se estaba alejando de ella cada vez mas. Había entrado en una sorda
discordia con algunos de los principales miembros del Club —entre los que se contaba su
director, Joe Minot, además del propio Rosworth—, la cual pareció llegar a su punto más
álgido cuando Minot censuró la exhibición de su célebre (según algunos tristemente
célebre) Ghoul Feeding. En esa oportunidad, Minot dijo a quien quisiera escucharlo que tal
monstruosidad ameritaba el envío de Pickman al Danvers Asylum, y otras lindezas del mismo
estilo. El único y decidido defensor que el pintor tuvo en el Art Club fue Nathaniel Thurber.
Éste jamás dudó de la calidad de su obra, así como tampoco del derecho que asistía al artista
para darla a conocer; sin embargo, después de una visita que hizo a la casa que Pickman
alquilara en el North End bajo el nombre de Peters, empezó a evitar deliberadamente su
compañía.

El retiro de Pickman de los círculos artísticos e intelectuales de Boston le envió en otra


dirección, tal vez mas de acuerdo con sus gustos y su carácter, y realizó una serie de viajes
que fueron algo así como el prólogo de su definitiva entrada en el misterio. No sólo volvió a
ser visto en la Salem de sus ancestros, sino que se dirigió a lugares muy poco frecuentados
de New England. Este es un período de la vida de Pickman del que se sabe muy poco, y no
es que se sepa mucho del resto. Existen pruebas de que fue huésped en la granja que la
familia Whateley tenía en las cercanías de Dunwich, y hay quien afirma que existe un retrato
del joven Wilbur pintado por él, aunque de ser así nadie sabe donde está ni la fecha de su
realización. Tampoco hay grandes evidencias de la estadía de Pickman en Innsmouth,
aunque parece que alquiló un bote para dirigirse al llamado Arrecife del Diablo llevando todos
sus enseres. Más documentadas están las visitas que hizo a la ciudad de Arkham, donde
incluso montó una exposición en la Armitage Gallery. Ésta contó en su inauguración con una
lectura que el poeta Justin Geoffrey hizo de sus propios textos, provocando un revuelo por
partida doble. Luego de la desaparición del pintor, Nathaniel Thurber rescató la colección de
Pickman del Art Club. Asimismo, se encargó de recuperar una gran cantidad de lienzos, tanto
terminados como inconclusos, que habían quedado abandonados a su suerte en la vieja
casa del North End, aunque se guardó muy bien de no poner un pie en ella. De no ser por
su iniciativa, es muy probable que la mayor parte de una cuantiosa obra se hubiese perdido
cuando aquella antigua barriada fue lamentablemente demolida. Con todo este material,
Thurber pudo fundar en 1928 el Pickman Museum de Boston, dedicado integralmente al
intrigante y desaparecido artista.

II

Esto era en líneas generales lo que yo, un profesor de Historia del Arte, podía saber sobre
Richard Upton Pickman por el tiempo en que viajé hasta Viña del Mar, Chile, invitado por
Melisa Ross, dueña y curadora de la Galería Ross, de esta ciudad, con el objeto de montar
una muestra de arte fantástico que abarcara obras de diferentes épocas y lugares. En
representación de la plástica chilena, Melisa aportó con obras de autores como Ariadna Prat
y Braulio del Gato, mientras yo conseguía en el extranjero telas de Füssli, Angarola y Leonora
Carrington, y esculturas de Clark Ashton Smith. Pero mi mayor satisfacción personal fue
obtener en préstamo un par de piezas del Pickman Museum de Boston. La institución estaba
a cargo de James Thurber, hijo de su fundador, Nathaniel, quien respondió amablemente a
mi solicitud, diciéndome que tenía pensado viajar a Sudamérica por lo que él mismo me
traería los cuadros.

Pocos días después llego el hombre junto con su encomienda. James Thurber era un tipo
alto, rubio, de rostro afeitado y algo infantil. Me pareció el típico gringo bonachón. Me dijo
que tenía algunas cosas que mostrarme. Salimos de la galería y caminamos por el centro de
la ciudad hasta ubicarnos en las mesas del café del Cine Arte. Allí Thurber abrió su maletín
y extrajo una carpeta con el rótulo R.U. Pickman (1919-1926 ). Me la tendió. Se trataba de
reproducciones fotográficas de excelente calidad de toda la obra del desaparecido pintor,
incluyendo aquella que no había sido exhibida jamás. Aunque estábamos en un lugar
concurrido y a plena luz del día no pude evitar estremecerme. Me pasa siempre. Llevo años
contemplando las pinturas de Pickman, pero creo que jamás lograré mirarlas con ánimo
tranquilo.

Pero Thurber me tenía reservada otra sorpresa. Porque eran dos las fotos, de formato más
pequeño que las reproducciones, que estaban en un sobre junto con aquellas. Me tendió la
primera.

—Esto —me dijo— es lo que encontró mi padre en la casa que Pickman arrendaba en el
North End de Boston. Esto fue la causa de que dejara de frecuentarlo.

Me quedé largo rato con la vista clavada en aquel horror. Había oído hablar de él, pero eso
era algo muy distinto de ver la foto al natural de esa bestia de pesadilla que sostenía entre
sus garras el cuerpo semidevorado de un ser humano. Cuando aún no me reponía, Thurber
me pasó la segunda fotografía.

Tampoco se trataba de una pintura. El ser allí fotografiado era un engendro semihumano
semicanino en cuyas bestiales facciones se reflejaba una expresión de burla que resultaba
más atroz que todo lo demás. La voz de Thurber me arrancó de mi marasmo.
—Esto le llegó a mi padre por correo ordinario poco después de la desaparición de Pickman.
Creo que fue la causa de que mi padre abandonara Boston junto con su familia y se dedicara
a viajar por el mundo. De hecho, yo nací en Inglaterra.

Contemplé de nuevo aquella imagen. Algo había en ella que me resultaba chocante, más
allá de su espantoso motivo. Algo que parecía tener relación con la incidencia de la luz.
Además pude notar que entre las sarmentosas zarpas de la criatura retratada había un objeto
cuya naturaleza no lograba discernir. Pensé que necesitaría una lupa. Entonces se me
ocurrió. No lejos de donde estábamos, en la calle Arlegui, tenía un amigo que había montado
un estudio de fotografía convencional y digital. Le comuniqué mi plan a Thurber, quien aceptó
acompañarme. Tuvimos suerte, porque mi amigo se hallaba en su puesto de trabajo. Le dije
que necesitábamos una ampliación. La obtuvimos a los pocos minutos.

Creo que Thurber y yo lanzamos al unísono una exclamación de espanto. Aquella imagen,
ampliada en todos sus detalles, se convertía en algo verdaderamente difícil de soportar. Pero
lo que me hizo estremecer no fueron sino dos detalles adicionales, que en otras
circunstancias hubiesen resultado irrelevantes. En primer lugar, la ampliación permitía notar
que lo captado por el lente no era otra cosa que la pulida superficie de un espejo. Y en
segundo, que lo que el monstruo sostenía entre las zarpas era, sencillamente, una cámara
fotográfica.

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