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EL CASTILLO Y LA MARIPOSA

Por: Sandra Leal Larrarte

Serían quizá las 5 de la tarde pasadas, debían ser, pues el atardecer era algo simplemente
hermoso. Me pareció bien notar dentro de mí misma que por primera vez en muchos meses
desde el fallecimiento de mi padre me permitiera disfrutar de algo tan simple como un paisaje.
Me acerqué al grupo de turistas con el que iba, admiré como todos las edificaciones de la
ciudad amurallada, estaba ansiosa y casi feliz como el resto. Era la primera vez que estaba fuera
de casa y en la maravillosa ciudad que aparecía en todos los libros de historia.

-¡Es hora! –gritó el profesor Edgar y todos nos subimos a la chiva para continuar con el tour.

-Nos vamos de paseoooo – Carlos, el chico más alegre del salón comenzó a cantar.

-¡SÍ SEÑOR! –respondieron todos a coro.

-En un carro viejoooo

-¡SÍ SEÑOR!

Pasamos por la estatua de la India Catalina, luego por el muelle, hasta que por fin nos
aproximamos a un majestuoso edificio, un sitio antiguo en el que se habían librado miles de
batallas de ingleses contra españoles, de piratas contra españoles y de españoles contra
criollos. Cartagena siempre fue un fortín estratégico, quien lo dominara, se adueñaría de la
entrada a América del Sur. Se trataba del Castillo de San Felipe, un lugar del que había oído
hablar muchas veces y que había alimentado cientos de historias que mi padre me contó
cuando era niña.

Las lágrimas me nublaron la vista, otra vez, es que pensar en mi padre me hace llorar.

Ahora que estoy aquí, por fin, una historia viene a mi mente. La que más recuerdo es la historia
de la bella Natalia y el malvado pirata Sir Francis Blake. Si, ya sé, el pirata se llamaba Sir Francis
Drake y jamás se enamoró de una cartagenera, pero mi papá creó un pirata nuevo.

Blake era un hombre elegante, rubio, de bigote gracioso, cabello ensortijado, con un parche
hecho de los encajes del vestido de su amada que usaba en el ojo derecho aunque no lo
necesitara, porque en ese ojo en realidad guardaba su arma secreta, la que lo había salvado de
miles de situaciones peligrosas: la navaja que se le rompió al valiente Job cuando le quitó las
barbas a la ballena que quiso comérselo.

Sir Francis Blake fue un pirata que “no asesinaba por dinero y sólo enarbolaba su sable en los
casos más extremos conocidos por el hombre: el amor”. Así lo decía mi padre y siempre tendré
en mi mente a ese hombre maravilloso, delgado y soñador como un Quijote, parándose sobre
la cama levantando un brazo en alto señalando la manera gallarda en que nuestro pirata se
presentaba ante los enemigos antes de atacarlo.

Un día este pirata estaba en el camarote de su barco a unos kilómetros de la isla de San
Fernando cerca a la entrada de Cartagena.
-¡Galeón a la vistaaa!

El capitán Blake se agitó en su lecho al oír las palabras del vigía. Hace rato que no había acción
y todos en el navío estaban ansiosos. Se puso las botas y se dirigió hacia el timón, sacó su
catalejo en la dirección que el grumete Scanlon aún señalaba desde su puesto en el palo mayor.
A lo lejos se veía cómo se acercaba aquel inmenso barco, se veían las velas hinchadas por el
viento, los cuatro palos intactos a pesar del mal tiempo que últimamente había, el color ocre
oscuro con la ancha franja roja fueron el primer aviso antes de avistar el nombre del galeón.

-El Merceditas –susurró, e inmediatamente se puso en acción-. ¡Todos a sus puestos!


Recuerden que sólo tendremos unos minutos antes de que nos vean. ¡Timonel, todo a estribor!
Nos acercaremos por un lado, tengan listos los aparejos de abordaje. ¡Artilleros! Que no falten
las municiones, preparen los cañones.

Todo dentro del navío se volvió agitación, pero corrían agachados, de manera que si los veían
de lejos parecería que en cubierta sólo estaba el capitán y el timonel. En los puertos de toda
América se rumoraba que pronto llegaría un galeón repleto de tesoros, sus espías pensaban
que era El Merceditas, comandado por Camilo De Lenis, un comandante español que se
caracterizaba por sus atrocidades en tierra.

Unos minutos después el navío Orquídea Negra y El Merceditas estaban paralelos, antes de
que los españoles se dieran cuenta abrieron las trampas del forro exterior y abrieron fuego.
Mientras tanto desde la borda del navío decenas de piratas lanzaban sus cuerdas de amarre a
la borda de los españoles, disparando con sus mosquetes a los soldados que intentaban quitar
las garras de acero con que se aferraban al galeón. Una vez los piratas lograron entrar al barco
español todo fue confusión y muerte, la cubierta antes de color ocre ahora estaba cubierta por
la sangre de muchos hombres, hasta que los ingleses se impusieron.

-¡Yeaaaaah! – Fue el grito de guerra con que recibieron la rendición del comandante De Lenis y
los soldados que aún quedaban en pié.

-Atenlos y reúnalos en la proa-. Ordenó Blake.

-¡Capitán, es hora de bajar por el tesoro! –pidió el contramaestre Simpson con los ojos llenos
de codicia, era un hombre gordo, calvo que Sir Francis había convertido en su hombre de
confianza porque le había salvado la vida muchas veces y siempre había sido honrado, al
menos con él. Aunque era temido por sus marinos por la rudeza con que los dirigía y los
castigos que les infligía, algunos de los cuales habrían terminado con la muerte si el capitán no
hubiera intervenido.

Sir Francis Blake, quien estaba más preocupado por ver que no maltrataran a los prisioneros lo
dejó bajar a las bodegas donde se suponía que debía estar el tesoro.

A los diez minutos se asomó por la trampilla de cubierta el contramaestre. Maldecía su suerte,
y lanzaba juramentos contra los españoles y todo porque ese no era un barco con tesoros. No,
como los que él esperaba.

-Capitán, nos engañaron. Todo esto fue para nada. Mire lo que había en la bodega.
Salió de la trampilla con el extremo de una cadena en la mano que haló mientras se acercaba al
capitán, de uno en uno fueron saliendo unas criaturas enfermas, asustadas, a las que el Sol
lastimaba porque llevaban mucho tiempo en la oscuridad. Se trataba de un grupo de africanos
que habían sido secuestrados en sus países y traídos de la manera más infame y cruel a
América para ser vendidos como esclavos. Al contramaestre le molestaba porque, a pesar de
que esas personas tenían un valor en los mercados de Europa y América, para un grupo de
piratas sin tierra como lo eran ellos no habría manera de venderlos.

Los demás tripulantes del navío rodearon al grupo de esclavos que habían subido a cubierta,
algunos los escupían, uno de los mozos de camarote pateó a uno de ellos que enfermo por la
cantidad de tiempo que llevaba en el mar vomitó sobre el piso, pero todos estaban molestos
por el contratiempo.

-Señor, no podemos encargarnos de estos negros –exclamó señalándolos con fastidio-,


tenemos que matarlos o dejarlos aquí a su suerte.

-No, los alimentaremos, los curaremos y los llevaremos hasta tierra firme.

-¿Qué? –el contramaestre no lo podía creer, pero conocía bastante a su jefe así que ordenó
agua y fruta para los “sucios negros” que habían encontrado.

El cirujano que los atendió encontró 50 hombres, 12 mujeres dentro del grupo, 7 personas
habían muerto durante el viaje y los que quedaban, todos estaban enfermos de escorbuto.
Ordenó darles mucha agua y frutas, lo que tampoco le generó mucha gracia a los tripulantes.
Además recomendó que se les dieran paseos en cubierta para que sus miembros entumecidos
fueran recuperando la forma y el Sol les aportara energía.

Dentro del grupo de mujeres había una que logró llamar la atención de sir Francis, una joven
delgada, altiva, de grandes ojos café que a pesar de su debilidad se preocupaba siempre por
ayudar a las demás. No era como las otras, veía a los hombres a los ojos, no rehuía la mirada y
cuando pedía algo lo pedía en perfecto español, con las maneras de una dama de la corte.

-Quién eres –preguntó sir Francis mientras le ayudaba a darle de beber a una de las mujeres
que aún estaba muy enferma como para caminar por sí misma.

Ella lo miró de soslayo con un poco de rabia antes de decidirse a responderle.

-Me dieron hace tiempo el nombre de Natalia, mi madre era española.

No dijo más, pero en los siguientes días el capitán estuvo muy pendiente de ella, incluso en una
ocasión le dio el honor de cenar con él en su camarote. Algo que no aceptó a menos que fuera
acompañada por dos amigas, pues no quería que su honor fuera comprometido. De esta
manera se desarrolló entre ellos un gran cariño. Pronto ella se dio cuenta de la bondad que
había en él y dejó de odiarlo.

El cariño se transformó en amor cuando la defendió de uno de sus hombres que quiso atacarla
por quitarle un trozo de manzana que estaba compartiendo con las demás. El mozo de
camarote, recibió una estocada que traspasó el hombro, mientras que sir Francis sólo recibió
un rasguño en sus costillas, pero eso bastó para demostrarle que aquel era un hombre que
valía la pena.

Cuando ya estaban cerca a tierra, a la isla que el capitán Blake había elegido como el hogar de
estos desamparados, los ojos de Natalia se ensombrecieron y la mirada del inglés también se
salpicó de dolor.

Es que en aquel tiempo no había espacio para el amor entre un pirata y una esclava, tampoco
había espacio para ella en su nave si quería mantenerse a salvo pues la situación el tripulante
se repetiría muchas veces hasta que algún día acabarían por matarla.

-Tengo algo para usted capitán –dijo ella un día acercándosele a solas, la primera vez que se les
vio juntos sin ningún testigo cerca-. Abra su mano.

Él lo hizo y ella colocó en su palma un prendedor con la forma de una mariposa, en cuyas alas
había unas piedras de ambas y amatista que las adornaban.

-Fue un regalo de mi madre, me lo dio poco antes de que me trajeran aquí. Cuando me
capturaron lo coloqué en mi boca y luego lo escondí en un hueco de la madera dentro de la
bodega. He logrado mantenerlo conmigo porque al verlo recuerdo mi pasado, mi hogar, me
recuerda todo lo bueno que hubo en mi vida. Ahora todo eso es muy lejano, debo iniciar una
vida nueva, pero quiero que usted guarde este broche como recuerdo.

Cuando se lo entregó sir Francis Blake se dio cuenta de que todo entre ellos era una ilusión,
pero lo aceptó y cerró su mano con dureza lleno de dolor hasta que la aguja del broche lo hizo
sangrar. Días después dejó a los 62 africanos en una isla en la que construyeron un palenque
donde vivieron como esclavos libertos y al que después llegaron muchos otros que lograban
escaparse de la prisión en que los españoles habían convertido la ciudad, allí eran acogidos y
curados por las suaves manos de aquellas mujeres.

Cuentan que él siempre llevó el broche consigo como un tesoro, lo mantenía colgado de un
cordón alrededor de su cuello. Dicen también que le otorgó poderes especiales porque nunca
perdió una batalla mientras lo tuvo. Se tejió tal mito alrededor del prendedor que muchos
quisieron tenerlo.

Durante una escaramuza realizada en el Castillo de San Felipe, sir Francis Blake liderando a sus
tripulantes tenía ya prácticamente vencidos a los españoles, estaba con dos de los suyos
siguiendo a un grupo de soldados que huían por los túneles del castillo hasta que quedó frente
a frente con ellos.

-¡Ríndanse! – ordenó apuntándoles- Y les prometo que tendré piedad con ustedes, pero si me
retan tendré que matarlos. ¡Qué escogen, rendirse o morir!

Los soldados, que también apuntaban a los piratas, se miraron entre ellos asustados.

-No escogemos ninguna pirata.

Ya les iba a responder cuando sintió un ardor en su cuello y el broche resbaló por su pecho
hasta caer en el suelo destrozándose. Miró hacia atrás sorprendido, se encontró con la mirada
de odio que le lanzaba un mozo de camarote que tenía levantado el cuchillo con el que
acababa de cortar el cordón de su amuleto. Aquel hombre era el mismo que algún día envío a
la enfermería por defender a Natalia.

Ese instante de traición lo aprovecharon los soldados españoles para disparar sus trabucos
justo en el pecho de Blake, ese día murió un hombre, pero su historia quedó para ser
recordada. Sólo faltó una cosa en la humilde fosa sin nombre en que fue enterrado este
hombre: el broche, tenerlo para cualquiera sería alcanzar el mayor tesoro posible, pues estaría
destinado a encontrar el amor verdadero.

Mi padre, antes de morir sólo me dejó una tarea: encontrar ese prendedor. En ese paseo
escolar, yo era una mujer con una misión y por Dios que estaba dispuesta a cumplirla. Había
una mariposa escondida en ese castillo y yo debía encontrarla. ¿Pero, cómo debía hacerlo si la
historia probablemente nunca fue verdad?

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