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La herencia del Fobaproa

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En teoría, el llamado “blindaje” que el gobierno construyó en torno a las


finanzas públicas fue diseñado para evitar una crisis económica en el último
año del sexenio. El gobierno se ha pertrechado con una gran cantidad de
recursos, reservas internacionales, préstamos, líneas de crédito y esperanzas
de más préstamos en el futuro a fin de aparecer invulnerable frente a
potenciales ataques especulativos. La idea es que la situación financiera del
gobierno, y por ende la del país, sea percibida lo suficientemente sólida para
resistir el ciclo político sexenal y la velocidad con que operan los mercados
financieros internacionales, algo que no han podido lograr los gobiernos
mexicanos de 1976 a la fecha. Con suerte, le funcionará a la administración
pública la Línea Maginot que en el ámbito financiero ha construido. Pero el
legado económico que dejará el gobierno actual como consecuencia del
salvamento bancario continuará gravitando sobre la economía mexicana de
una manera cada vez más brutal. Es ese otro lado de la economía mexicana y
de las finanzas públicas que hay que comenzar a ponderar.

Los años que siguieron a la crisis de 1995 han sido de consolidación


económica. El gobierno se ha dedicado a tratar de sanear las finanzas públicas
y ha creado un instrumento -los fondos de pensiones- para elevar los niveles
de ahorro de la economía mexicana. Estas acciones han sentado una base más
firme para el crecimiento de la economía en el largo plazo. Por lo menos en el
frente de las finanzas públicas, el actuar del gobierno federal ha generado la
expectativa de que la economía mexicana pronto entrará en un círculo
virtuoso de tasas elevadas de crecimiento con niveles bajos de inflación. La
importancia de esto no es menor: sin tasas relativamente elevadas de
crecimiento de la economía por un periodo largo de tiempo es imposible crear
empleos sostenibles, generar riqueza y, sobre todo, comenzar a reducir, en
forma sistemática, los extremos de desigualdad, la pobreza y, en general, la
ausencia de oportunidades reales de desarrollo que hoy enfrenta la enorme
mayoría de la población.

La realidad, como siempre, es menos generosa que los planes. Justo cuando la
población espera que se materialicen los beneficios de una mayor estabilidad
macroeconómica (en la forma de tasas elevadas de crecimiento), se encuentra
con que hay nuevos escollos que salvar, en este caso la deuda pública, que ha
crecido de manera pavorosa, a causa del costo que ha representado el
salvamento del sistema bancario. En lugar de crecimiento, no es difícil que la
economía del país entre en una nueva etapa de contracciones inevitables como
consecuencia del monto real de la deuda pública y del manejo que se le ha
dado.

La deuda pública oficial asciende a aproximadamente 130 mil millones de


dólares, cifra enorme, pero muy razonable bajo comparaciones
internacionales. Es excepcional el país en el mundo que carga con una deuda
menor al treinta por ciento del PIB, razón por la cual, en apariencia al menos,
la situación financiera del gobierno mexicano es muy sana. Sin embargo, estas
cifras no contemplan la deuda contraída por el hoy difunto Fobaproa. Esta
deuda, que todavía no acaba de cuantificarse, podría llegar a superar los ciento
veinte mil millones de dólares, o sea casi otro treinta por ciento del PIB, a lo
cual se adicionarían los pasivos del IMSS, ISSSTE e ISTEFAM por, quizá,
otro monto similar. El hecho es que la deuda pública del país es, en realidad,
muchísimo mayor a la que formalmente es reconocida.

Las implicaciones de estos números son dramáticas. El servicio de la deuda


pública real, la que incluye tanto la deuda formalmente reconocida como la
del Fobaproa, va a consumir una proporción cada vez mayor del gasto
público, al grado en que podría acabar por provocar una nueva crisis fiscal.
Esta nueva realidad fiscal no ha sido materia de discusión pública por dos
razones. Por un lado porque, en virtud del conflicto que provocó todo el
debate del Fobaproa en el Congreso el año pasado, el gobierno formalmente
no ha reconocido la existencia de esa deuda. Aunque el gobierno federal
garantiza todos los pasivos del Instituto para la Protección del Ahorro
Bancario, IPAB, la institución creada para absorber la cartera del Fobaproa, la
deuda total no aparece consolidada en las cuentas fiscales del gobierno. Por
otro lado, los pagarés que emitió el Fobaproa a cambio de la cartera bancaria
son documentos a diez años que capitalizan los intereses, razón por la cual el
gobierno no ha tenido que hacer pagos anuales, excepto en los casos de
instituciones bancarias que no podrían sobrevivir sin el flujo de fondos de esos
pagarés. El hecho es que la deuda existe, está avalada por el gobierno federal
y, por lo tanto, va a tener un extraordinario impacto fiscal en los próximos
años.

El próximo gobierno no va a tener más remedio que reconocer la deuda que se


ha venido ocultando hasta la fecha, lo cual implicará una reducción brutal del
gasto público (quizá hasta en un treinta por ciento), aumentos de impuestos
por un monto semejante o un déficit fiscal del cuatro o cinco por ciento del
PIB. Es decir, si bien la administración actual pudo posponer el problema, la
próxima lo va a tener que confrontar y sus opciones no van a ser agradables.
Y, peor, eso va a ocurrir justo después de que las campañas electorales hayan
prometido elevadas tasas de crecimiento de la economía que, al menos a la luz
de esas realidades, serán simplemente imposibles de materializar.

Por si todo lo anterior no fuese suficiente, la única manera en que se podrían


reducir los pasivos del IPAB no parece estar avanzando. La idea original,
desde que el Fobaproa comenzó a comprar cartera vencida de los bancos, era
que el Fobaproa, y ahora el IPAB, vendería todos los activos que tuviesen
valor a fin de reducir el costo fiscal del rescate bancario. De esta manera, el
IPAB podría vender terrenos, propiedades, acciones de negocios diversos y
negocios completos al mejor postor, lo que implicaría una reducción neta de la
deuda total concentrada en esa institución. Por una razón u otra, prácticamente
nada de eso se ha hecho hasta la fecha. Los burócratas que administraban el
Fobaproa se dedicaron a hacer hasta lo imposible por no tomar decisiones,
quizá por temor a que eventualmente se les criticara o acusara de
extralimitarse en sus funciones, razón por la cual casi nada se vendió. Hace
tres o cuatro años se creó una empresa específicamente dedicada a la venta de
esos activos –Valuación y Venta de Activos- que acabó fracasando ante el
predominio de criterios burocráticos en la toma de decisiones. Ahora que el
IPAB se ha hecho cargo de los activos del Fobaproa, el tema parece
empantanado una vez más.

Cuando se trata de un terreno o de una propiedad, los criterios de venta no son


difíciles de definir porque existe (o generalmente es posible encontrar) un
precio de referencia, por lo que la transacción acaba siendo lo suficientemente
transparente como para que hasta el burócrata más timorato pueda actuar. Pero
lo mismo no ocurre cuando se trata de negocios en funcionamiento, de los
cuales existen centenares en la cartera del IPAB: desde constructoras hasta
líneas aéreas. Todos esos negocios están limitados en su funcionamiento y no
pueden ser modernizados, vendidos o cerrados mientras no se resuelva su
situación financiera, cuya llave se encuentra en manos del IPAB (y que corre
por cuenta de todos los que pagamos impuestos). Los burócratas del IPAB no
tienen incentivo alguno para resolver problemas o fortalecer la viabilidad de
esas empresas lo que, en la enorme mayoría de los casos, implicaría castigar
parte de la deuda y capitalizar el resto. Es decir, implicaría tomar decisiones
sobre activos que han estado paralizados por años con el objeto de hacer
viables a los negocios que los albergan. Pero los incentivos que tienen los
funcionarios del IPAB los llevan a preferir la solución más simple, la que no
conlleva riesgo jurídico de ningún tipo, sin detenerse a considerar el costo
económico que para los contribuyentes implica su falta de decisión. El
resultado es que no hay ningún castigo para el que decide quebrar a una de
esas empresas, mientras que el costo potencial de reestructurarlas para que
salgan adelante es extraordinario.

Lo que para el burócrata es un riesgo para la economía nacional es una


oportunidad. Una empresa quebrada le representa un costo al país tanto por
los empleos que se pierden como por la riqueza que deja de generarse. Al
mismo tiempo, una empresa reestructurada es una entidad que paga impuestos
e intereses sobre su deuda, lo que aligera el costo total que tenemos que cargar
todos los mexicanos por el mal llevado rescate bancario. La solución que es
fácil para el burócrata (pero cara para el contribuyente) constituye además un
incentivo para que aquellos que dejaron de pagar sus deudas sigan
incumpliendo: o sea, la salida fácil, la que seguirán los funcionarios actuales si
el antecedente del Fobaproa es válido, implicará el fortalecimiento de la
cultura del no pago.
El no haber vendido y/o reestructurado los créditos hace cuatro años, cuando
el problema bancario se hizo evidente para las autoridades, aun cuando se le
haya ocultado al país, le ha costado a los mexicanos decenas de miles de
millones de dólares. Con el paso de los años, la situación financiera de las
empresas emproblemadas se ha deteriorado todavía más, reduciendo el valor
de rescate de los activos y, por tanto, de los recursos que el gobierno
finalmente podrá obtener.

Por donde uno le busque, la situación fiscal del gobierno es


extraordinariamente endeble. Todo el blindaje que el gobierno ha venido
amasando –y por el que paga un elevadísimo costo financiero-, no va a servir
de nada si la realidad le alcanza por el flanco débil: el del rescate bancario
que, lamentablemente, resultó infructuoso, puesto que hoy carecemos de
bancos debidamente capitalizados y capaces de otorgar créditos, elemento
indispensable en cualquier modelo de crecimiento económico sostenido. Es
tiempo de, al menos, transparentar el tamaño del agujero en que van a quedar
las finanzas públicas (y que tendrán que enfrentar todos los mexicanos y el
que se saque la rifa del tigre) una vez terminada la fiesta electoral.

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