Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
01 - Artola - La Burguesía Revolucionaria PDF
01 - Artola - La Burguesía Revolucionaria PDF
Miguel ARTOLA.
La burguesía revolucionaria (1808-1874).
Madrid, Alianza, s/f.
Concepto de revolución
“...muchos cambios en poco tiempo” o “proceso acelerado” (J. L. Comellas,
Historia de España Contemporánea, Madrid, Rialp, 1988, p. 18). En todo proceso
revolucionario cabe distinguir tres actividades fundamentales: [a] las que apuntan
a la conquista del poder (en España e Indias: juntas soberanas, revolucionarias);
[b] las destinadas a crear un nuevo régimen (Monarquías absolutas por monarquías
constitucionales o, por repúblicas democráticas (ej. República Argentina, en
1853), es decir: autoritarismo por liberalismo y [c] las que tienden a configurar la
sociedad sobre bases teóricas distintas a las vigentes, (sociedad estamental de
España (sangre) e Indias (color de la piel) por una sociedad de clases, en la que
los ciudadanos son iguales ante la ley (M. Artola, p. 9).
1. La Edad Contemporánea
Con el presente volumen se inicia la que muchos autores siguen llamando Edad
Contemporánea. No hace falta decir que la expresión Edad Contemporánea es
inadecuada, o por lo menos adolece de numerosos inconvenientes. Por de pronto,
y aún en el supuesto de que sea “contemporánea”, lo es para nosotros, no para
los hombres que, andando las generaciones, puedan sucedernos en un futuro más
o menos lejano. Y, o bien se procede a un corrimiento de escalas cronológicas,
con lo que la “edad contemporánea” sería una época móvil, aplicado el término a
lapsos distintos y sucesivos, o seguimos llamando “contemporánea” a la edad que
hoy entendemos como tal: y en este segundo caso, o la duración de la Edad
Contemporánea es infinita (en tanto perdure el género humano), o llegará un
momento en que la metodología histórica habrá de arbitrar la compartimentación
de una edad “posterior a la contemporánea”, incurriendo así en una flagrante
contradicción en los términos. No hace falta seguir adelante en estas
perogrullescas reflexiones para comprender la resistencia de muchos
historiadores cada vez en mayor número, y en mayor grado a admitir la
existencia real de una Edad Contemporánea.
La Revolución o frontera
Sea lo que fuere, parece intuirse, si nos colocamos en un plano analítico y
realista, que la cesura que abren las Revoluciones a fines del siglo XVIII o
principios del XIX, en la Historia de Occidente, no es en absoluto despreciable;
que esta cesura es más importante que otras muchas que pudiéramos escoger al
azar; que si en el devenir humano se plantean cuestiones que resultan
“actuales”, la época revolucionaria plantea cuestiones de este tipo en una
proporción poco común. Y que, si analizamos el ritmo histórico antes y después
de la Revolución, advertimos que no es el mismo; y que el ritmo posterior a la
Revolución es mucho más parecido al “nuestro” al de los hombres del último
cuarto del siglo XX que el anterior. Y que si queremos llamar a este tipo de
ritmo Edad Contemporánea, puede que no haya gran inconveniente en ello.
Por de pronto, este volumen habrá de incidir en una dinámica muy distinta a la
que conoció el tomo anterior. Ni siquiera admitirá un tratamiento metodológico
similar. Las Revoluciones llenan con su presencia ensordecedora todo el
panorama histórico, y sería imposible y anticientífico tratar de estudiar
cualesquier hechos o realidades de fondo como si las Revoluciones no existiesen.
Sólo una vez que haya terminado el relato del vuelco revolucionario, y el del
subsecuente turbión napoleónico, será posible intentar un vistazo de conjunto
para observar en qué se parece y en qué se diferencia el mundo del mundo
anterior. Es evidente que con el paso del Antiguo al Nuevo Régimen la Historia
contra lo que pudieran creer los jacobinos no vuelve a empezar. También es
evidente que muchas cosas ya no son las mismas. Ni pueden volver a ser las
mismas en los tomos que siguen de nuestra Historia.
2. El Antiguo Régimen
Términos y conceptos
Corresponde a la Historia de la Cultura el haber elevado las denominaciones de
Antiguo y Nuevo Régimen al nivel de categorías históricas. Desde que los
historiadores de la Cultura las consagraron, tales palabras se escriben con
mayúscula y poseen un significado muy preciso. Realmente, ya en 1792 Barnave,
un historiador que vivió como protagonista activo los hechos revolucionarios en
Francia, habla sistemáticamente del “antiguo régimen” cuando se refiere al
sistema vigente antes de la Revolución; de lo que se infiere que el sistema salido
de la Revolución debe designarse como nuevo régimen. También emplea en
España estos términos, por ejemplo, el conde de Toreno.
Pero son los historiadores del primer tercio del siglo XX quienes fijan
definitivamente no sólo los términos, sino los conceptos. Y aunque hoy la Historia
de la Cultura y sus métodos no están precisamente de moda en las tendencias
historiográficas, las palabras y las ideas a que ahora nos referimos no han
padecido por ello: señal, probablemente, de que resultan necesarias. El Antiguo
Régimen se refiere a una época histórica anterior a la Revolución, y el Nuevo a
una época posterior a la Revolución. No es fácil precisar “desde cuándo” puede
hablarse de Antiguo Régimen (¿Es Antiguo Régimen, por ejemplo, el feudalismo?;
algunos aspectos nos inducen a una respuesta positiva, otros a una respuesta
negativa); ni tampoco “hasta cuándo” (¿hasta hoy mismo?) se extiende el Nuevo
Régimen. Lo cierto es que la diferencia entre uno y otro se manifiesta de manera
bien palpable cuando analizamos la magnitud del salto que supone la Revolución.
Quizá pudiéramos partir del hecho mismo de la Revolución para, comparando lo
que antecede con lo que sigue, definir las realidades históricas que se llaman
Antiguo y Nuevo Régimen. Pero con ello quedaríamos desarmados a la hora de
definir lo que es la Revolución misma, ya que careceríamos de puntos de
referencia previos. Parece que el orden obvio a seguir es el inverso, y que
primero tenemos que examinar en qué consisten uno y otro régimen, para
precisar luego lo que es la Revolución, cuándo se produce, y de qué formas
diversas, sin dejar de merecer ese nombre, puede operarse.
Y no es esto sólo, sino que en el siglo XVIII nacen y se desarrollan las ideas en que
habrá de basarse la Revolución: una filosofía que los gobernantes de los sistemas
que van a caer no hacen nada por combatir, y que, proliferando por doquier,
pone las bases ideológicas del Nuevo Régimen mucho antes de que éste nazca
oficialmente.
Caracteres ideológicos
En lo ideológico, predominan la “homogeneidad” y la “firmeza” de las
convicciones. Los hombres de la cultura occidental creen las mismas cosas
fundamentales, y además están absolutamente seguros de lo que creen. No es
que no existan materias opinables, o que no se enzarcen en apasionadas
discusiones sobre quaestiones disputatae. No hay una absoluta unidad de fe,
porque ya desde el siglo XI existen dos Iglesias, la Oriental y la Occidental
separadas por el Cisma; y desde el XVI las distintas confesiones “reformadas”.
Pero nadie duda de la verdad y del significado divino del cristianismo. Tampoco
existe un único canon estético, o una sola teoría para resolver el problema de los
universales. Pero existen unas superverdades que están por encima de todas las
diferencias, y consiguientemente por encima de todas las discusiones. Para un
hombre normal del Antiguo Régimen es absolutamente indudable que Dios existe,
que hay una norma moral inalterable, que dos y dos son cuatro, que la línea más
corta entre dos puntos es la recta, que la monarquía (una monarquía en la que el
rey reina y gobierna) es el sistema más justo y conveniente para el buen
regimiento de los pueblos; que el orden social más perfecto es aquél en que unos
enseñan, otros defienden y otros trabajan, o que un tipo de interés o un margen
de beneficios superior al 10 por ciento es, a todas luces, una injusticia, y por
tanto un delito digno de castigo. Todas estas seguridades algunas
inmediatamente, otras más tarde desaparecerán en el curso del Nuevo Régimen.
Caracteres políticos
En lo político, prevalece la monarquía autoritaria, o, como todavía se sigue
diciendo, la monarquía absoluta. El término “absoluto”, que con Hegel es decir,
ya bajo el Nuevo Régimen recibió una acepción radical a que hoy estamos
acostumbrados, no significaba entonces omnímodo, ni mucho menos tiránico o
despótico: sí, en cierto sentido, autocrático. El monarca, al decir de Bodino,
estaba absolutus, es decir absuelto de dar cuenta de su gestión, porque no existía
ninguna autoridad humana por encima de él; era, en cambio, responsable ante
Dios, a quien tenía que dar cuenta de sus actos con más rigor que otros mortales,
y estaba gravemente obligado a buscar el bien común y la realización de la
justicia en este mundo. Luego observaremos una serie de diferencias de matiz en
las apreciaciones sobre el absolutismo.
Caracteres institucionales
En lo institucional, el Antiguo Régimen, como ha visto P. Gaxotte a la Francia de
entonces, era “un edificio muy grande y muy viejo”, que conservaba unos
cimientos inconmovibles y que se consideraban intocables, al que las
necesidades de los siglos habían ido dotando de reparaciones, postizos y
revoques, unos antiguos, otros modernos, apareciendo ya en su momento final
como una contrahecha, aunque no del todo inútil multiformidad. En general, una
institución nueva no suponía la desaparición de la antigua. El respeto por las
viejas leyes, por los usos y costumbres, por las peculiaridades consagradas con el
tiempo, era casi absoluto, y conducía muchas veces a diferencias que entonces no
se consideraban indignantes. Dos hombres podían ser juzgados de forma distinta
por el mismo delito, ya fuera por razón de su nacimiento, ya por la ciudad o
región que habitaran, ya por el fuero a que se hallaran acogidos. Eran distintos
los impuestos, la obligación de hacer el servicio militar, los horarios de trabajo,
los sistemas de pesas y medidas, los vínculos de relación social, el régimen local o
provincial de circunscripciones determinadas. Los intentos uniformadores que de
vez en cuando realizaba el Estado se estrellaban casi siempre contra el celoso
apego de cada comunidad a sus costumbres y a sus ordenamientos particulares.
La disparidad podía dar lugar a auténticas “deformidades” más o menos
monstruosas en el cuerpo social: en todo caso, hubiera resultado poco racional y
poco funcional a cualquier observador con mentalidad del Nuevo Régimen.
Caracteres sociales
En lo social, era una verdad oficial, amparada por el ordenamiento jurídico, la
división de los miembros de la comunidad en estamentos. El orden estamental
arranca de una visión muy antigua, que podríamos encontrar enunciada en la
República de Platón, y más tarde en la filosofía tomista. Su idea base no se apoya
en la conveniencia del privilegio, o de las élites, ni siquiera en el reconocimiento
de una desigualdad natural entre los hombres, sino en la necesidad de una
distribución de funciones. El principio originario de la filosofía que rige el orden
estamental no es “clasista”, ni propende a la estratificación de la sociedad en
niveles, sino que divide a ésta en sectores. La idea de que unos deben aportar al
común su inteligencia, otros su fuerza y otros su trabajo nutricio, se compagina
con el reconocimiento de tres estamentos fundamentales: el clero, la nobleza y
el estado llano o tiers état. La misión del clero de la Iglesia, en general, como
institución es iluminadora. No sólo tiene la obligación de enseñar los caminos de
la salvación eterna, es decir, de la otra vida, sino que debe ilustrar los caminos
de la de aquí abajo. La Iglesia fue el único estamento docente –a todos los
niveles– en la Edad Media; y a pesar de la progresiva secularización de la
enseñanza a raíz del Renacimiento, no abandonó esta función en la Moderna.
Gran parte de las Universidades, de los liceos o colegios de latinidad, y de los
centros de las primeras letras seguían directa o indirectamente en manos o bajo
el control de la Iglesia. La asunción de las funciones educativas por parte del
Estado es en su práctica totalidad obra del Nuevo Régimen, es decir, producto de
la Revolución o de sus continuadores.
Pero la función teórica del noble era, por excelencia, la guerra. Correspondía a su
clase la defensa por las armas de la integridad del reino, y tenía obligación de
servir al monarca cada vez que éste reclamase sus servicios en tal sentido. El
noble se educaba en el ejercicio de las armas, y era, por definición, un militar.
Cuando con el Renacimiento se impusieron las formas de la guerra moderna, el
noble aprendió los complejos movimientos de las tropas y la distribución de las
distintas armas. Los generalísimos de los ejércitos eran por lo general miembros
de la alta nobleza, o incluso príncipes de la sangre (el Gran Capitán, el duque de
Alba, don Juan de Austria, el vizconde Montmorency, el duque de Guisa, el
príncipe de Condé, el duque de Turena, Fernando de Estiria, el Archiduque
Alberto). E incluso cuando en el siglo XVIII se procedió a la plena
profesionalización del elenco militar, los hijos de los nobles eran enviados a las
academias especializadas, y su ingreso en ellas se hacía previa demostración de
“nobleza de sangre”.
El “estado llano” comprendía a todos aquellos individuos que no eran ni clérigos
ni nobles. De hecho, pertenecía a esta tercera clase una inmensa mayoría de la
población, aunque no en una proporción tan abrumadora como hoy pudiera
pensarse, porque el número de los miembros de la baja nobleza era francamente
numeroso en casi todos los países de Europa (podía llegar al 10 o al 15 por ciento
del total), y la Iglesia tenía sus cuadros más nutridos incluso que en la actualidad,
para una población dos o tres veces menor en su conjunto. De todas formas, el
“tercer estado” o estado llano cubría alrededor de un 80 por ciento de la
población, y en algunos países todavía más. Como puede imaginarse, eran
“llanos” individuos de las más diversas extracciones sociales y económicas, y
personas de las más diversas actividades profesionales (campesinos, artesanos,
funcionarios, intelectuales, artistas, pequeños propietarios, comerciantes,
médicos, abogados, patronos de los gremios, etc.). Si algo común les caracteriza
es el hecho de que vivían de su trabajo: eran el elemento nutricio de la sociedad,
aquéllos que con sus tareas en los más diversos ámbitos de las actividades
humanas, no sólo se ganaban su sustento y el de sus familias, sino que mantenían
económicamente a las otras dos clases, la Iglesia y la nobleza, que, en sentido
estricto, “no trabajaban”, o “no vivían del ejercicio de su profesión”.
Para comprender las razones teóricas de que esto fuera así, hay que tener en
cuenta que tanto la nobleza como la clerecía, en sentido estricto “no podían
trabajar”, porque tenían que dedicarse a otras funciones en beneficio de la
comunidad (la actividad pastoral y la enseñanza, y la defensa interna y externa,
respectivamente), de suerte que habían de ser recompensadas a su vez por estos
servicios al bien común. El no trabajar mejor dicho, el no poder trabajar es una
ventaja o un inconveniente, según se mire. Muchos individuos de la baja nobleza
los hidalgos, los hobereaux, los Rittern pasaban hambre con desgraciada
frecuencia, o se veían en duras necesidades económicas; y sin embargo, su status
estamental les impedía ganarse la vida practicando cualquier oficio. Lo mismo
podría decirse de determinados elementos del bajo clero, o de órdenes religiosas
pobremente dotadas.
Caracteres económicos
En lo económico, el Antiguo Régimen tiende a la regulación de movimientos, a la
normativa de funciones, a la intervención de la Corona o del Estado en los
mercados, las ferias, los gremios, las entradas y salidas, las formas y calidades de
producción. Eran frecuentes las tasas de los precios, así como la concesión oficial
de monopolios y estancos. En suma, la marcha de la economía se encontraba
trabada por una cantidad muy grande de reglamentos, y el ejercicio de los
negocios tropezaba con continuas condiciones: todo este afán ordenancista se
dirigía, en principio, a impedir abusos y garantizar un correcto empleo de los
bienes de este mundo; pero con frecuencia constituía más una rémora al
desarrollo que una auténtica garantía de justicia y buen orden. En ocasiones
privaban también cortapisas morales más o menos fundamentadas en una honesta
visión de las relaciones humanas: como aquéllas que limitaban las tasas lícitas de
interés o los márgenes de beneficios. Economía tradicional, intervenida, regida
por normas y hasta por costumbres, poco propicia a la aventura empresarial o a la
inversión con alto riesgo; por lo general, sostenida y segura, sujeta más a
fluctuaciones de naturaleza exógena las guerras, las cosechas que a variables
inclinaciones del mercado; lo más a salvo posible de catástrofes, y muy poco
propicia a un desarrollo rápido o a una auténtica “revolución industrial”.
Pero la Europa del Antiguo Régimen no era solamente “una gran aldea”, sino,
exagerando los términos, “un gran señorío”. Efectivamente, una buena parte de
las tierras en ocasiones bastante más de la mitad pertenecían a familias de la
nobleza o al estamento eclesiástico (conventos, abadías, obispados), y no eran
trabajadas por sus dueños, sino por arrendatarios, colonos o enfiteutas, de
acuerdo con las viejas normas a que ya antes nos hemos referido. El orden
económico del Antiguo Régimen está por tanto íntimamente ligado con el orden
social. Ahora bien, si en multitud de casos la tierra no era propiedad de quienes
la trabajaban, tampoco, en sentido estricto, estaba a plena disposición del señor.
En primer lugar, éste no solía tener derecho a expulsar al colono, o a ordenar los
tipos de producción; pero en segundo y más importante lugar, la propiedad
correspondía a la persona jurídica el ducado, la abadía y no a la persona física
el duque, el abad. Este último no puede vender, enajenar, repartir en
herencia, regalar a los pobres, sus posesiones, porque éstas están “vinculadas” a
la casa, y el eventual detentador del ducado o de la abadía por seguir con estos
ejemplos no tiene más derecho al uso y beneficio de la propiedad que el duque
o el abad que hayan de ocupar su puesto en la generación siguiente, o pasados los
siglos. La “vinculación” de los bienes raíces a la persona jurídica supone algo más
que un mero usufructo, pero algo menos que una forma de propiedad pura y
simple en manos de la persona física. El régimen de vinculaciones llamado en
otras partes de “manos muertas”, unido al prurito de mantener íntegro el
patrimonio de la “casa”, aún en aquellas circunstancias o ámbitos jurídicos en
que esté permitida la enajenación, inmovilizan la propiedad, y consagran un tipo
de “riqueza estática” muy poco propicio al desarrollo, o tan siquiera a su uso
racional.
No sólo las tierras de propiedad señorial o eclesiástica estaban vinculadas; sino
también otros bienes inmuebles edificios, hornos, molinos, y en buena
cantidad, una serie de censos, rentas o prebendas. Toda esta situación de
inmovilidad, si bien garantizaba unas estructuras seguras e invariables, era un
freno a la libre actividad económica y al desenvolvimiento de la riqueza, que
muchos hombres de la época final del Antiguo Régimen supieron comprender, y
lucharon en ocasiones por superar, sin conseguirlo. La falta de posibilidad de
movimiento implicaba la falta de interés, el conformismo, la desigualdad
legalizada, la imposibilidad, por parte de aquél a quien sobraban los bienes, de
desprenderse de los mismos, o la de aquél que con gusto los hubiera adquirido,
de acceder a la posesión. La estanqueidad de las formas de propiedad en el
Antiguo Régimen ha sido con frecuencia exagerada, y de las normas jurídicas a la
realidad de los hechos concretos hay un trecho considerable. Pero las dificultades
existen, y la mentalidad que aceptaba esta situación como consagrada por el
derecho y las “costumbres” no hace más que acentuarlas.
3. La realidad prerrevolucionaria
Teoría y práctica
Hasta aquí lo que pudiéramos llamar la “teoría del Antiguo Régimen”, es decir, lo
que se ha dicho que éste era, o incluso lo que un tratadista de la época hubiera
reconocido como su naturaleza. Sin embargo, la realidad histórica anterior a la
Revolución es mucho más compleja, y no cabe en esquemas simplistas, ni mucho
menos en tópicos, como con frecuencia ha sido estudiada, precisamente por los
historiadores de la Revolución, o los que parten de la Revolución; esto es, los que
intentan hacer Historia Contemporánea. Esa complejidad es tan grande, que
habría que ir espigando caso por caso, o cuando menos país por país, para
comprobar las distancias existentes entre la teoría y la realidad. Lo cierto es que
el esquema que hemos trazado no sólo no es válido como reflejo de la situación
existente antes de la Revolución, sino que resulta muy difícil precisar si lo que
entendemos como “Antiguo Régimen” estuvo vigente en su absoluta integridad
alguna vez en la historia. Entendámonos: no se trata de negar la existencia de un
orden definido anterior a la Revolución liberal; sino de precisar si ese orden se
aparta en muchos casos de sus presupuestos teóricos.
En lo político
Por de pronto, el absolutismo real no podía ser ejercido muchas veces por actos
positivos. Entre los obstáculos que se oponen al libre ejercicio del poder del
monarca, los hay de orden interno y externo. Cuando Luis XIV dijo si lo dijo “el
Estado soy yo”, o estaba aludiendo a un principio simbólico, o estaba
completamente equivocado. Porque precisamente el Estado, el Leviatán, ese
“gran animal compuesto por muchos pequeños animales”, que dijo Hobbes,
cuanto más poderoso es, más se contrapone a una autoridad individual. Conforme
el ámbito del poder aumenta y se multiplican las funciones de la cosa pública,
más riendas hay que empuñar para la eficaz marcha de la poderosa maquinaria.
Llega un momento en que las riendas ya no caben en una mano, ni en unas pocas.
El equipo gobernante multiplica sus miembros al mismo tiempo que sus funciones;
hacen falta delegados, asesores, especialistas, consejos y consejeros, empleados
públicos por todas partes, para que el poder de la cosa pública llegue hasta los
últimos rincones del país. Y, como ha destacado Heckscher, el Estado, que
pretende controlar a la totalidad de los ciudadanos, no tiene medios eficaces,
muchas veces, para controlar la acción de sus propios funcionarios. He aquí una
necesidad que parece paradoja: cuanta más fuerza tiene el poder, más
compartido ha de estar. El monarca asume teóricamente la suprema
preeminencia, y de hecho, puede imponer su voluntad con fuerza de ley en
determinadas decisiones concretas; pero no llega a todo, ni lo conoce todo. La
mayor parte de los actos de mando proceden de los consejeros, de los ministros,
de los juristas, de los delegados de la gobernación o administración territorial. No
se puede hablar propiamente de un absolutismo real, sino de un absolutismo del
Estado.
En lo social
En el ámbito social existe un ordenamiento jurídico que mantiene los
fundamentos del orden estamental. Pero este orden, si fue funcional un día
(cuestión en la que ahora no entramos), resulta difícil de descubrir en la Edad
Moderna, y cada vez en menor grado. La Iglesia va perdiendo progresivamente su
función educadora. Es cierto que sus miembros regentan, todavía en el “siglo de
las luces”, el XVIII, multitud de centros de enseñanza; pero las vanguardias de la
intelectualidad, de la especulación, de las artes, de las ciencias, de la
investigación teórica y experimental ya no están en sus manos. Tampoco compete
a este lugar analizar cómo el estamento eclesiástico fue perdiendo esta función.
Lo cierto es que el criticismo y el racionalismo fueron minando la concepción
dogmática y tradicional de los saberes, que la escolástica dejó de ser el centro
del pensamiento filosófico, que el empirismo rompió el principio de la autoridad,
que la “razón independiente” se impuso, y que los “filósofos” de fines del siglo
XVII y de todo el XVIII son por lo general anticlericales e incluso, si no
antirreligiosos, sí contrarios o indiferentes ante las religiones positivas, y en
especial el catolicismo. Por su parte, la ciencia, servida cada vez más del
empirismo, abandonó las concepciones tradicionales, y se lanzó a las más audaces
conquistas por los caminos de la experimentación y el cálculo. No faltaron
elementos eclesiásticos ni mucho menos científicos creyentes que adoptaron
los nuevos métodos y se mantuvieron “al día” en las avanzadas de la investigación
o de las teorías cosmológicas; pero en general, la actitud “oficiosa” de la Iglesia,
o si se prefiere de sus portavoces intelectuales y científicos fue más bien
conservadora, tradicional, y en muchos casos defensora de causas abandonadas
desde hacía tiempo. Fue probablemente esta actitud, junto con la soberbia
intelectual del “filósofo” racionalista, la que hizo que no sólo se prescindiese del
magisterio eclesiástico, sino que se mirase con superioridad y desprecio a los
defensores de la tradición, y generalizando, a la Iglesia en general. Esta había
perdido en el siglo XVIII la autoridad moral para competir en las disputas
científicas, o se reputaban sus actitudes como “antifilosóficas”. Conservaba, sí,
influjo en la mayoría de las clases modestas, y era respetada en otros campos por
un número mayoritario de ciudadanos; pero su papel director en la transmisión de
los saberes, sobre todo las formas de saber más avanzadas, le había sido
arrebatado ya desde bastante antes de la Revolución.
Por lo que se refiere al estado llano, no cabe imaginar un grupo social menos
“llano” que el que llegó con esta denominación a los últimos lustros del siglo
XVIII. A él pertenecían los más opulentos banqueros y los más infelices mendigos;
los intelectuales refinados y exquisitos de la Ilustración o los analfabetos palurdos
del bajo campesinado. En realidad, el tiers état se había definido siempre por un
rasgo negativo: la carencia de cualidad noble o eclesiástica. Pero el progresivo
desarrollo de la burguesía, el ejercicio por ésta de las actividades mercantiles o
intelectuales, la conquista por la mesocracia del cargo, el magisterio, el
prestigio, y en ocasiones el mando político o administrativo, habían aumentado
monstruosamente las distancias, hasta el punto de que ya en los estadios finales
del Antiguo Régimen resulta absurdo hablar, para los no nobles ni clérigos, de un
solo estamento. Por eso la Revolución no necesitará, ni siquiera podrá, ser obra
del Tercer Estado como grupo, sino de determinados subgrupos dentro de él; y a
su cabeza, los menos infelices de los no privilegiados. Siempre se ha hablado de
la Revolución como obra de la buena burguesía, de las clases más próximas a las
favorecidas del Antiguo Régimen; y aunque haya en estas afirmaciones una parte
de tópico, no dejan de encerrar una buena parte de verdad. La burguesía
acomodada será, si no el único elemento de la Revolución, sí el más
caracterizado, el que lleve la iniciativa de los acontecimientos, y el que los
canalice en su propio provecho. Con ello, la Revolución pierde un poco su teórico
planteamiento de lucha de clases, y adquiere unos matices un poco más sutiles.
Se trata, en muchos casos, del afán de unos hombres que ya han alcanzado la
preeminencia de hecho, por conquistarla de derecho. Cuando Sieyés afirma el
tiers état lo es “todo”, no está pensando en los jornaleros o en los apacibles
oficiales de los gremios, aunque su alegato parezca estar revestido de un cierto
sentido social. El Tercer Estado lo es todo, porque posee la riqueza, la
inteligencia, la capacidad, en sus manos están las ideas dominantes, las
iniciativas fértiles, hasta las modas y las corrientes de los tiempos. Y sin
embargo, aunque el Tercer Estado (lo que Sieyés está pensando como Tercer
Estado, esto es la burguesía próspera e intelectual) lo es todo, jurídicamente no
le es admitida su superioridad moral, esa preeminencia que ya tiene virtualmente
conquistada con el mérito y la iniciativa. La Revolución buscará, por tanto,
hermanar de forma más realista la teoría con la práctica, y conceder el trato de
clase superior no al Estado Llano, sino a una parte del mismo, la más preparada
para asumir el relevo de las antiguas clases privilegiadas. La Revolución, al fin y
al cabo, señalará, con el encumbramiento de sólo una parte una minoría del
Tercer Estado, la desmembración de éste, y dejará abiertas las puertas cuando
llegue el momento, a una nueva revolución del Cuarto Estado.
4. La Revolución
Teoría de la Revolución
El concepto de Revolución, como forma de paso del Antiguo al Nuevo Régimen,
también ha sido teorizado por los historiadores de la Cultura, y ha alcanzado bajo
aquella escuela su más completo significado. Sin embargo, desde mucho antes se
viene escribiendo con mayúscula la palabra Revolución, referida a la época
histórica y al conjunto de hechos que en este tomo vamos a estudiar. La
importancia del fenómeno, el prestigio de los sistemas políticos a que dio lugar, y
una especie de particular glorificación de que ha sido objeto, hacen que la
Revolución por antonomasia, aquélla que no necesita de ningún especial
apelativo, sea la francesa, y, por extensión aquéllas que la acompañaron en el
tiempo, o derivaron de ella, para dar lugar a los regímenes liberales del siglo XIX.
Por otra parte, la sugestión que ofrecen en el terreno de la Historia los hechos
revolucionarios, su dramatismo, su capacidad para decidir el sentido de grandes
épocas, y hasta si se quiere una cierta susceptibilidad de encasillamiento y
clasificación de su fenomenología, han hecho que el acontecimiento histórico
“revolución” haya sido objeto de una cantidad sorprendente de estudios, análisis
y ensayos. Tenemos una “filosofía de la revolución”, una “sociología de la
revolución”, una “anatomía de la revolución”, una “historia natural de la
revolución”, y hasta títulos que recuerdan a pequeños manuales caseros, como
comment naissent les révolutions. Esta copiosísima bibliografía sobre el fenómeno
revolucionario nos permite un análisis más completo, y una más profunda
comprensión del fondo de los hechos; también se presta, por supuesto, a la
formulación de tesis deterministas, a fáciles ensayismos, y a excesivas
generalizaciones, que pueden ofuscarnos a la hora de encontrar la caracterología
de cada revolución en particular.
Revolución, como ha hecho ver uno de sus analistas más sagaces y comentados,
Crane Brinton, es una palabra de significado múltiple, que puede emplearse, casi
sin que nos demos cuenta, con sentidos muy diversos: “la gran revolución
francesa, la revolución americana, la revolución industrial, una revolución en
Honduras, una revolución social, una revolución en nuestro pensamiento, en el
vestido femenino, o en la industria del automóvil...”. En los casos que menciona
Brinton que no son más que una parte relativamente reducida de los que podrían
citarse podemos distinguir con facilidad dos tipos de revoluciones: aquéllas que
transforman de modo súbito una legalidad por otra (que es lo que más
propiamente solemos entender por revolución), y aquéllas que suponen “un gran
cambio” en determinadas formas de la vida humana. Sin embargo, la distinción
no está tan clara como parece en muchos casos. Toda gran revolución política o
social va acompañada de importantes cambios en las formas de vida, en las
costumbres y hasta en las modas. Al mismo tiempo, una rápida y drástica
transformación en las mentalidades, en los comportamientos o en el estilo de la
gente, conlleva tarde o temprano, por medios violentos o sin ellos, no menos
importantes transformaciones en los regímenes políticos o en las formas
organizadas de convivencia pública.
Dos hechos que parecen ser muy frecuentes en las revoluciones, o por lo menos
en las revoluciones importantes, son: primero, que los hechos llegan mucho más
lejos que lo previsto por quienes organizan o dirigen inicialmente el movimiento;
el proceso se complica y se radicaliza, el programa de los primeros momentos se
revela insuficiente, se cometen más abusos y violencias, o hay que soportar por
un tiempo más extorsiones o más crímenes que los que se achacaban al régimen
caído, y muchos ciudadanos se sienten con motivos para pensar que existe en lo
que está ocurriendo una gigantesca contradicción. Segundo, que una revolución,
por radical que pretenda ser, y aunque crea haberlo cambiado todo, no supone
una ruptura total de la continuidad histórica. Ciertos rasgos del antiguo sistema
o rasgos heredados, cuando menos subsisten a pesar de todo, y la situación final,
una vez que se alcanza un estado de “normalidad”, ve aflorar, con golpe
termidoriano o sin él, muchos de aquellos rasgos antiguos, que conviven
pacíficamente con la nueva fisonomía general que ha venido a consagrar el
cambio revolucionario. Estos dos hechos que acabamos de enunciar la
inevitabilidad de la radicalización y el reafloramiento final de elementos del
Antiguo Régimen no son contradictorios. Al contrario, la exageración del prurito
revolucionario, al llegar mucho más allá de lo razonablemente esperable y
deseable, da fuerza moral a una pendulación de sentido contrario, que, sin
necesidad de una vuelta atrás en sentido estricto (la cual puede existir también,
naturalmente), “amnistía” a una serie de aspectos del Antiguo Régimen, que
ahora, bien mirados, no resultan tan abominables como parecían en la vorágine
del desbordamiento revolucionario.
5. El Nuevo Régimen
Caracteres
Si examinamos la naturaleza de los sistemas salidos del turbión revolucionario
sea cual haya sido en cada caso el tipo de revolución operada nos encontramos
en todas partes con resultados muy parecidos. Estos resultados pueden analizarse
simplistamente de forma esquemática, de modo parecido al que hemos utilizado
para analizar las características más salientes del Antiguo Régimen. Quizá no esté
de más adelantar que en determinados aspectos, también en el Nuevo Régimen se
registran considerables diferencias y hasta contradicciones, entre teoría y
práctica.
En lo ideológico
Desde el punto de vida ideológico, quizá el rasgo más definitorio del espíritu del
Nuevo Régimen sea el “pluralismo”. Ahora los hombres no sólo pueden pensar de
forma diversa o encontrada, sino que la filosofía de los nuevos tiempos admite y
hasta casi aconseja que así lo hagan. El pluralismo es la más clara garantía de que
existe libertad de pensamiento. Y esta libertad, puesto que constituye uno de los
más elementales derechos del hombre, debe ser respetada. La filosofía del
Antiguo Régimen reconocía una verdad única e invariable, y con ella un bien y
una justicia. Lo que se apartara de esa verdad tenía que ser falso
necesariamente, y por ende, aceptar la falsedad, practicarla o propalarla era un
acto injusto y perverso, de modo que quien tal hacía debía ser castigado como un
malhechor. La filosofía del Nuevo Régimen no niega que exista una verdad
absoluta, y que por tanto lo que se aparte de esa verdad debe ser mentira; pero,
a la vista de las divergencias entre los seres humanos, prefiere inhibirse de la
cuestión, dejarla de lado. Todo lo “absoluto” tiene ahora mala prensa. Se admite
la validez de aquellos postulados que puede constatar la razón humana (que por
algo la Revolución es hija del racionalismo a ultranza); ahora bien: como el
humano razonamiento puede llegar, y de hecho llega, a conclusiones distintas y
hasta contrapuestas, y no siempre de la discusión sale la luz, sólo caben tres
soluciones: admitir una de estas conclusiones y excluir por la fuerza todas las
demás; llevar la dialéctica de la contraposición a un estado de disputa constante,
en una actitud de mutuo no reconocimiento; o dar carta de legitimidad a todas
las opciones razonadas (prescindiendo de que objetivamente sean ciertas o no),
arbitrando unas reglas del juego, para que, sin dejar de contraponerse, puedan
subsistir tanto unas como otras, mediante el mutuo respeto. La primera solución
significaría el absolutismo, la segunda la anarquía, la tercera el liberalismo. Esta
última es la aceptada por la filosofía del Nuevo Régimen.
Podríamos así relacionar en sentido amplio el espíritu informante del Antiguo
Régimen con algo esencial, absoluto, inmutable, basado en unos cimientos
ciclópeos e incontrastables; incontrastables, entre otros motivos, porque está
prohibido contrastarlos. Por el contrario, el espíritu informante del Nuevo
Régimen se nos sugiere relacionado con lo existencial, con lo relativo,
contingente y variable. Sustituye la seguridad por la libertad, y trata de
compensar o de salir ganando una cosa a costa de la otra.
La falta de una verdad absoluta, igualmente válida para todos, puede dar lugar a
situaciones de angustia, o de perpleja incertidumbre; por lo mismo, a actitudes
de búsqueda. Realmente, el Nuevo Régimen vive la Historia buscando. El sistema
ensayado hoy se revela insuficiente mañana; lo que pareció un día idea salvadora
acaba siendo desechada en aras de otra solución más atractiva que se presenta en
cualquier momento; el orden implantado por una revolución es sustituido al cabo
de cierto tiempo por el que postula otra revolución, que encuentra para
imponerlo argumentos por lo menos tan convincentes aunque, por esencia,
siempre discutibles que los esgrimidos por la revolución anterior. La historia del
Nuevo Régimen es así y tiene que ser una historia de búsquedas, de tanteos, de
acercamientos relativos a la verdad, que nunca, por definición, pueden tocar, ni
con la punta de los dedos, lo absoluto.
En lo político
En lo político, es nota esencial del Nuevo Régimen el demo-liberalismo, o, si se
quiere, primero el liberalismo, y luego, en una etapa políticamente más
desarrollada, la democracia. La confusión entre liberalismo y democracia hasta
el punto de hacer admisible la ya citada palabra común, demoliberalismo es
relativamente fácil, y con frecuencia se incurre en ella en el lenguaje ordinario.
Tanto el liberalismo como la democracia se fundan en la separación de poderes,
el constitucionalismo, el reconocimiento de derechos ciudadanos, el
parlamentarismo y la existencia organizada de partidos políticos. El liberalismo,
sin embargo, restringe hasta cierto punto los criterios de aplicabilidad de la
soberanía del pueblo, es más elitista, suele contemplar el sufragio censitario y
otra forma de voto limitado, estima que no todos los sujetos están igualmente
capacitados para asumir las responsabilidades de la cosa pública, y por
consiguiente tiende a dividir la sociedad en dos grandes grupos: los ciudadanos
activos, sujetos de derechos civiles y políticos, y los ciudadanos pasivos, sujetos
de derechos civiles solamente. La democracia, en cambio, no hace distingos, y
mide por un igual los derechos y deberes de todos los ciudadanos; su principio
básico es el sufragio universal. Conviene recordar que hasta la segunda mitad del
siglo XIX, liberalismo y democracia no sólo eran formas políticas distintas, sino
que se consideraban contrapuestas. Para los liberales, la palabra “demócrata”
era un insulto, y venía a significar poco menos que hoy demagogo: partidario de
que el cuerpo social sea gobernado por los pies. Esta concepción responde a una
mentalidad que halla sus formas más cabales de manifestación en la época
romántica, e informa el espíritu político que hemos de estudiar en el tomo XII. La
democracia se convertirá en el eje político de la época histórica que comienza a
estudiarse en el tomo XIII de esta misma colección.
En lo institucional
Desde el punto de vista institucional, la Revolución arremetió derecha contra la
abigarrada y muchas veces inconexa estructura administrativa del Antiguo
Régimen. Uno de los mayores pruritos de los revolucionarios a veces, también
uno de los más visibles argumentos dialécticos fue el de ordenar lo desordenado.
Dos criterios les guiaron en este punto, principalmente: racionalización y
centralización. Es lógico que el fermento racionalista que late en el fenómeno
revolucionario buscase en todas partes sustituir el por lo menos aparente caos por
un verdadero organigrama. Los organismos se crean o se reforman conforme a un
plan lógico y ordenado. Cada función pública tendrá su razón de ser, y su utilidad
probada. Se acaba con la diversidad de fueros, y todo el país que ahora se llama
nación, marcha, se organiza y obedece de acuerdo con una normativa uniforme.
Hay una administración igual, una justicia igual, unas comunes obligaciones
públicas, un mismo tipo de impuestos para todo el país, y hasta un sistema de
monedas, de pesas y medidas no sólo racionalizado, sino igualmente válido en
todas partes. Las circunscripciones territoriales quedan igualmente
racionalizadas: no valen las antiguas (intendencias, reinos, señoríos), y se
sustituyen por otras mucho más iguales entre sí, muy claramente dibujadas sobre
el mapa, y que se llaman departamentos o provincias. Su creación representa casi
siempre el triunfo de la geografía sobre la historia: se tienen más en cuenta los
accidentes naturales, las corrientes de agua, las divisorias o las montañas, que las
tradiciones, los dialectos o el folklore: elementos que se consideran en cierto
modo vinculados al Antiguo Régimen, y por consiguiente desechables. Las nuevas
divisiones se nos muestran mucho más lógicas y racionales, pero en aquellos casos
en que no tienen suficientemente en cuenta las tradiciones, representan una
imposición artificial, contra la que podrá rebelarse un día el elemento humano,
en forma de movimientos de tipo regionalista: máxime que a la erección de
circunscripciones artificiales se une casi siempre su férrea dependencia, muy
racionalista y funcional también, al poder central.
En lo social
Teóricamente, la función del Nuevo Régimen en lo social es negativa: hace
desaparecer los estamentos, los distingos, los privilegios. Todos los ciudadanos
“nacen” libres e iguales, es decir, lo son por naturaleza, y por lo tanto se
constituyen en sujetos de los mismos derechos y deberes. En teoría, la Revolución
es monoclasista, y no admite más que un único tipo de miembros de la sociedad,
los “ciudadanos”.
En lo económico
Como ya hemos adelantado, al liberalismo político corresponde el liberalismo
económico. También esta parcela había sido teorizada antes de la Revolución, y
los revolucionarios tuvieron que hacer poco más que poner en práctica las
teorizaciones previas. Los viejos obstáculos, como las formas estancadas de la
propiedad o los modos corporativos de trabajo, fueron removidos. También se
acabó con el numerus clausus, las aduanas internas, los monopolios o los
reglamentismos excesivos. Y aunque no cesó por ello el intervensionismo del
Estado las tasas de precios y salarios fueron más rígidas durante la Revolución
que bajo el Antiguo Régimen, en cuanto las circunstancias lo permitieron se dejó
el campo mucho más libre a la iniciativa individual.
Todo se basaba en una ley universal y eterna hasta casi ilegislable, como los
propios derechos humanos, ya que la libertad para producir, comprar, vender,
enajenar, prestar o transportar forma parte de esos mismos derechos. Aquella ley
universal regirá, por sí sola, de la manera más justa, todas las relaciones
económicas. Supongamos, dicen Adam Smith y sus discípulos, que al suprimir las
tasas, sube el precio del trigo. La producción de trigo, entonces, se revalorizará,
será más rentable que antes, y el agricultor se sentirá tentado a aumentar el área
dedicada al cultivo del cereal. Con ello, aumentará automáticamente la
producción, y con la mayor producción habrá una mayor oferta, de suerte que el
precio del trigo volverá a bajar. No temamos que el agricultor continúe su
tendencia a plantar cada vez más trigo, porque ahora se da cuenta de que ya no
le conviene. Pronto se alcanzará el equilibrio: no debe producirse ni mucho ni
poco, sino lo suficiente para equilibrar la oferta y la demanda. Este equilibrio se
alcanza por sí solo, espontáneamente, sin que nadie lo ordene, sin necesidad de
planificación alguna. El dogma de la libre autorregulación de las iniciativas
económicas se mantuvo mucho tiempo, el suficiente para que se consagrase
entretanto el fenómeno del capitalismo.
Sobre los orígenes y la formación del capitalismo existen las suficientes teorías
como para que sea absurdo tratar de examinarlas en esta introducción. Es
evidente que el capitalismo no puede concebirse sólo como un producto de la
revolución liberal. Ya en el Antiguo Régimen, y sobre todo en sus estadios finales,
hubo ejemplos de formas capitalistas de producción e intercambio. No falta quien
estima que el proceso ya estaba lo suficientemente en marcha como para haber
llegado a consumarse sin necesidad de una reforma política aneja. Tampoco falta
quien afirme tal es la tesis, siempre escandalizante, pero nunca refutada a
fondo, de Cobban que la Revolución más entorpeció que favoreció el desarrollo
del capitalismo, por lo menos en las dos primeras generaciones. Pero en cambio
no puede discutirse que bajo el liberalismo económico se operó desde el
principio o algo más tarde la más grande Revolución industrial y mercantil de
todos los tiempos.
El capitalismo, con sus inmensas ventajas y sus lamentables defectos, que en su
momento convendrá analizar para una mejor comprensión del momento histórico,
es, sea cual fuere el mecanismo exacto que lo puso en marcha, uno de los
fenómenos más impresionantes, y también de los más característicos, de la Edad
Contemporánea.
Los liberales, dueños del poder durante los seis años que duró el conflicto [1808-
1814, guerra de independencia contra la invasión napoleónica], no tuvieron
oportunidad más que de promulgar las leyes que desarrollaban puntos básicos de
su programa, y aun esto de forma incompleta. La transformación social que
aquellas implicaban apenas si pudo iniciarse dado que los franceses ocupaban la
mayor parte del territorio, y cuando éstos fueron expulsados, la reacción los
arrojó del poder. De 1814 a 1840 el tema central de la historia española es la
lucha de absolutistas y liberales por el poder, que en manos de los primeros es el
medio de mantener la sociedad del Antiguo Régimen y en la de los segundos
servirá para dar nacimiento a la nueva sociedad. El antagonismo entre las
posiciones respectivas es tan radical que no existía ninguna posibilidad de que
llegasen a crear un sistema político que les permitiese dirimir el conflicto
mediante normas convenidas. Las posiciones de ambos partidos aparecían como
mutuamente excluyentes; la monarquía se consideraba incompatible con unas
Cortes representativas, la organización clasista lo era con la sociedad estamental,
la Iglesia se creía amenazada de destrucción e incluso la nobleza pensó en un
primer momento que el cambio perjudicaba a sus intereses