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Jeuscristo Rey
Jeuscristo Rey
El centro de las esperanzas del pueblo de Dios del Antiguo Testamento fue la promesa
de un rey. La profecía del Salmo 110:1: “Jehová dijo a mi Señor: ‘Siéntate a mi diestra, hasta
que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies’ ”, era una profecía bien conocida que
enfatizaba las funciones reales del Mesías. Así también fue la promesa a través de Jeremías:
“Levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey” (23:5). A David mismo fue dada la
promesa que de sus descendientes, Dios levantaría el rey diferente a cualquier otro, el rey
que establecería y reinaría sobre el reino eterno (2 Samuel 7:13). La gente del tiempo de Jesús
asoció los títulos y las funciones de un rey con el Mesías que venía. Desafortunadamente,
casi hicieron la exclusión completa de sus funciones proféticas y sacerdotales. Esto se debía
a que su idea del Mesías como rey se había retorcido y modificado de acuerdo a sus propios
deseos humanos; ellos estaban buscando un rey que les trajera prosperidad material y paz
terrenal, en vez de bendiciones espirituales. El conflicto con los ocupantes romanos sólo
aumento la esperanza de un rey político conquistador. Sin embargo los que esperaban un rey
terrenal fueron decepcionados con Jesús. Después de la alimentación de los cinco mil,
algunos quisieron hacerlo rey (Juan 6:15). Pero a finales de ese mismo capítulo, encontramos
que, después de que Jesús reveló la naturaleza intensamente espiritual de su misión y reino,
muchos se apartaron de él en resentimiento y decepción (versículo 66).
Pero Jesús era, y es, el Rey. Incluso en su estado de humillación, fue el Rey a diferencia
de cualquier otro. Incluso en su humillación, él fue gobernador de todo el universo. “Todo lo
que tiene el Padre es mío”, dijo a sus discípulos en el aposento alto (Juan 16:15). En su bien
conocida conversación con Pilato, Jesús reconoció que él es el Rey (Juan 18:37). Pero
también dejó en claro que él no es rey terrenal (versículo 36). Él no había venido a la tierra
para ser un rival de Herodes o del César. La enseñanza de la Biblia acerca del reino de Jesús
es instructiva y alentadora para sus creyentes. Él es nuestro Rey, y nosotros somos sus fieles
súbditos.
Un rey tiene poder y autoridad para gobernar. El hecho que el Salvador de la humanidad
es el Rey, es afirmado frecuente y distintamente en las Escrituras, tanto directamente como
implicitamente. Sin embargo, el reino de Cristo no es un lugar, es decir, que no tiene límites
físicos ni las características comunes de un reino terrenal. Por el contrario, el reino de Jesús
es una actividad que consiste de su actividad reinante y el ejercicio de sus prerrogativas
reales. Como verdadero Dios, Jesús es Rey sobre todas las cosas y desde la eternidad. En
virtud de su encarnación, su gobierno real fue otorgado también a su naturaleza humana.
Durante su vida en la tierra, incluso en su humillación, Jesús mostró su reinado de diversas
maneras. Por ejemplo sus milagros revelaron su reinado real sobre la enfermedad y la
dolencia, incluso sobre la muerte. En la profundidad de su sufrimiento, él siguió siendo el
Rey eterno, prometiendo un lugar en su reino al ladrón a su lado moribundo y arrepentido.
(Lucas 23:43). En su exaltación, Jesús ha asumido el pleno uso de su autoridad de reinar de
acuerdo con su naturaleza humana. Se sienta a la diestra de Dios como Rey y Gobernante de
todas las cosas; y al final de los tiempos en gloria volverá como Rey y Juez.
Al definir las funciones reales de Jesús, ha llegado a ser la costumbre de hablar sobre su
triple actividad como gobernante. Jesús gobierna en el reino de poder, el reino de gracia, y
el reino de gloria. Estas distinciones son maneras humanas de tratar de describir la actividad
divina. No obstante, no pueden decirnos perfectamente el relato del gobierno real de Jesús
ya que hay áreas que se superponen. Sin embargo, esta triple descripción del gobierno de
Jesús es ciertamente una guía útil para nuestro entendimiento de lo que la Biblia quiere decir
cuando se refiere a Jesús como el Rey.
30
David P. Kuske, Catecismo de Lutero (Milwaukee: Editorial Northwestern, 2006), p.7.
tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.” Esa promesa no fue sólo para los 11 creyentes
reunidos con el Salvador aquella noche. Fue para todos los creyentes de todas las edades y
lugares, incluyendo a cada uno de nosotros.
“Mi reino no es de este mundo” (Juan 18:36) también es cierto en cuanto al reino de la
gloria. Este reino no encontrará su realización aquí en la tierra, como muchos falsamente
enseñan. La Biblia no promete que el paraíso será restaurado aquí en la tierra, ni tampoco
enseña que Cristo regresará para un glorioso reinado de mil años aquí en la tierra. El reino
de la gloria existirá sólo en el mundo venidero. Eso hace su existencia una cuestión de fe para
nosotros, que lo esperamos ansiosamente como peregrinos en este valle de lágrimas terrenal.
Mientras que en este mundo pecaminoso viajamos a través de la vida, los cristianos somos
animados y alentados por la promesa de Jesús de la gloria celestial. Además, sabemos que el
camino a esas moradas celestiales, que están preparadas para nosotros, es solamente a través
de él (Juan 14:2–6).
Nuestra pobre imaginación humana no es capaz de visualizar algo que puede ser
comparado con la bienaventuranza reservada para nosotros en la iglesia triunfante en el cielo
(1 Corintios 2:9). Los dones, que Jesús nuestro Rey nos otorgará en el reino de gloria, serán
diferentes de cualquier cosa que jamás hemos experimentado aquí en la tierra. En ese reino
estaremos por siempre libres de pecado, tentación, problemas, lágrimas, enfermedad,
sufrimiento, dolor, y muerte (Apocalipsis 21:4). Mientras por la fe esperamos nuestra entrada
en el reino de gloria, una entrada que ocurrirá a la hora de nuestra muerte física o cuando
Jesús regrese, seremos movidos por el agradecimiento y el anhelo de sus bendiciones
prometidas. Durante nuestra vida en la tierra viviremos, trabajaremos, e incluso sufriremos
por nuestro Rey. Y cuando por fin entremos en el reino de gloria para siempre en perfección
y perfecta alegría le agradeceremos y le alabaremos.
1
Kuschel, H. J. (2007). Cristo: Él es mi Señor. (C. A. Jahn, Ed., G. Leal, Trad.) (pp. 127–136). Milwaukee, WI:
Editorial Northwestern.
5. El Reino
Léase Colosenses 1:12–14
Paso a paso, estamos siendo acercados a la persona de Cristo, la imagen del Dios invisible,
el Creador de todas las cosas, la Cabeza de la Iglesia, la manifestación de la Divinidad, el
Rey de la creación, el Príncipe del Reino eterno. Pablo nos lo va a presentar pronto, pues es
en Él en quien los colosenses han de encontrar la respuesta a sus problemas.
Sin embargo, antes de ver al Rey, tenemos una descripción en un lenguaje majestuoso del
Reino y sus súbditos. ¡Qué diferente del lenguaje utilizado por los herejes en Colosas (como
puede detectarse a través de las palabras de la epístola o leyendo entre líneas), y aun del de
muchos cristianos (o cristianos nominales) de todos los siglos, que tienen una idea limitada
del cristianismo, que viven y se mueven en la atmósfera viciada de su propio y estrecho
mundillo, y para quienes la vida consiste solamente en el uso de ciertas frases piadosas y
gestos dignificados, una insistencia petulante en ciertos puntos del dogma, un sectarismo
satisfecho consigo mismo y una atención puntillosa a ciertos ritos! ¡Ésta no es ciertamente la
impresión que nos causan estas palabras del apóstol Pablo, que comunican tal sentido de
grandeza, riqueza e infinitud! ¡Qué amplio, qué vasto es el alcance del pensamiento del
apóstol!
El apóstol da nuevamente gracias a Dios (1:3), invitando a sus lectores a unirse a él en
alabanza por la gloriosa herencia del cristiano. De forma similar, en lugar de extraviarnos en
toda clase de complejas teorías filosóficas o prácticas legalistas, como los colosenses se
sentían tentados a hacer, fijemos nuestros ojos en los horizontes ilimitados del Reino del cual
somos herederos, y maravillémonos ante la gloria de su Rey. Este es el tónico que Pablo nos
ofrece. Dejando atrás en el valle las neblinas y los barrancos de la “religión”, nos conduce
hacia las cimas, desde donde podremos vislumbrar la hermosura del Reino de Dios y gritar
de admiración y gratitud.
HEREDEROS
“Al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia.” Así pues, la salvación no es
simplemente la liberación del pecado. Da a entender todas las riquezas de una herencia eterna
e infinita, inigualada por cualquier otra cosa. ¡Nadie puede estar con Dios a pequeña escala!
El Evangelio no sólo nos ofrece el perdón de nuestros pecados –con el que se contentan
algunos–; nos ofrece todos los recursos de Dios. Nos habla del perdón, ciertamente, pero
también de un tesoro escondido, de una perla de gran precio (Mt. 13:44–46), de un banquete
real (Mt. 22:2–14), de una fiesta de bodas (Mr. 2:19).
Es cierto que la dimensión plena de esta herencia nos está guardada en el Cielo, y en la
vida actual el heredero a veces se debate en medio de grandes necesidades. Pero el testamento
que le convierte en heredero está firmado con la sangre misma del testador. Su herencia no
es, por tanto, una mera vaga esperanza. Es ya desde ahora un hijo, con todos los derechos,
privilegios y gozosos deberes que este estado le proporciona.
¡Es un hijo! Ahora bien, ¿quién ha conseguido jamás llegar a ser un “hijo” por sus propios
esfuerzos, sus propios méritos, su buena conducta, su influencia o su dinero? ¿Quién ha
podido jamás designarse heredero de uno de los millonarios de este mundo? Sólo llegamos a
ser herederos mediante la elección deliberada del testador. Así también, Dios mismo “nos ha
capacitado para compartir la herencia de los santos en luz” (LBLA). “A todos los que le
recibieron [a Cristo], a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de
Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne…, sino de Dios” (Jn.
1:12, 13). “Por gracia sois salvos” (Ef. 2:8). Humanamente hablando, no tenemos derecho a
esta herencia divina.
Tampoco, si somos sinceros, ¡habríamos sabido qué hacer con ella! Una herencia puede
a veces ser una carga, aun un obstáculo. Saber que somos herederos de un Reino de santidad,
pureza y luz, mientras que preferimos el vicio, el pecado y las tinieblas, ¡no es una perspectiva
emocionante! La mayoría de las personas que conocemos no tienen el más mínimo interés
en lo que llamamos el “Cielo.” Se sentirían totalmente desdichados allí. ¡Qué herencia tan
deprimente sería para ellos!
¡Qué carga puede ser también el cristianismo para los no cristianos! ¡Cuántos jóvenes
nacidos en familias cristianas han sido sometidos de mala gana a una forma de piedad! Lo
que era un gozo para los padres era un pesado deber para los hijos.
Sin embargo, Dios “nos ha capacitado para compartir [y compartir gozosamente] la
herencia de los santos en luz” dándonos un nuevo nacimiento. Al hacernos sus hijos e hijas
y crear en nosotros una nueva naturaleza con nuevas inclinaciones, nuevas afinidades y
nuevas actitudes, nos capacita para apreciar la luz en la que los santos disfrutan juntos de la
comunión: y por “santos” queremos decir aquellos que, a pesar del pecado que aún se les
aferra, se regocijan de estar con Dios y aman lo que es recto, bueno, verdadero y puro. La
nueva naturaleza que Dios ha implantado en ellos florece en estas cosas, pues busca la luz.
Esto ha sido ya realizado: Dios les ha capacitado para participar en la herencia que
compartirán con todos los hijos de Dios en el Reino de la luz. Pero también es algo que ocurre
progresivamente y llegará a completarse en el día en que el hijo tome plena posesión de todos
los tesoros de su Padre.
Nos lleva mucho tiempo aprender cómo apreciar nuestra herencia, y Dios nos está
preparando día a día, mediante la disciplina de la vida y la enseñanza de su Palabra, para el
pleno disfrute de nuestros privilegios reales. Esta distante perspectiva, sin embargo, no
debería hacernos descuidar las gloriosas realidades del presente.
LIBERADOS
“El cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado
Hijo.”
¡Esto también es una realidad actual! Ya estamos en un mundo diferente, una sociedad
diferente: las tinieblas han dado paso a la luz, la tiranía al amor; ¡nosotros que éramos
esclavos somos ahora hijos del Rey!
Existe una gran diferencia entre lo que somos ahora y lo que seremos un día, cuando esta
vida transitoria haya pasado y las cosas eternas hayan sido reveladas. Pero existe
probablemente una diferencia aún mayor entre lo que éramos antes que Dios interviniera en
nuestras vidas y lo que somos ahora. Quizá no nos demos cuenta de cuán gran abismo hemos
salvado mediante la gracia de Dios, y el mundo incrédulo alrededor puede ser aún menos
consciente de este cambio que nosotros. Y, sin embargo, ya hemos cruzado desde un mundo
al otro. Un día, desde la perspectiva de la eternidad, llegaremos a ser conscientes de esta
PERDONADOS
“En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados.” Ahí es donde todo
comienza: cuando dejamos de pensar que somos justos o capaces de salvarnos a nosotros
mismos y, en su lugar, aceptamos la obra que Jesucristo vino a hacer por nosotros. Con
nuestras propias fuerzas, nunca podríamos haber escapado del poder de las tinieblas: un
esclavo no puede conseguir su propia libertad. Pero Jesucristo ha pagado nuestro rescate
dando su propia vida. Ahora el esclavo es libre: “En quien tenemos redención”4.
Además, la abrumadora deuda de pecado que nos oprimía está cancelada. Por nuestras
buenas acciones, buenos pensamientos o sacrificios, nunca nos habríamos librado de esta
creciente deuda. Incesantemente, una entrada deudora era llevada al comienzo de cada nueva
página de nuestras vidas. Pero ahora, en Él “tenemos… el perdón de pecados”. La deuda es
eliminada para siempre, ¡y en el gran libro de la vida, toda la infinita riqueza del Rey de reyes
es puesta a nuestra cuenta! Sólo nos queda una cosa por hacer: dar gracias gozosamente al
Padre.
4
Redención era la transacción por la cual un esclavo era “comprado” para ser puesto en libertad.
6. Rey del universo
Léase Colosenses 1:15–17
Tras vislumbrar el Reino, somos ahora llevados a la presencia del Rey, “su amado Hijo”, en
quien hemos heredado la posición real y todas las riquezas de Dios. Apartamos la mirada de
las bendiciones para fijarla en Aquel de quien todas provienen; nuestros pensamientos se
elevan desde el Reino al Rey mismo.
No es mediante la interpretación histórica o filosófica de Jesucristo como nuestros
pensamientos se elevan a Él de esta manera, sino a través de la contemplación que nos
conduce a adorarle: primero como Señor del universo, luego como Señor de la Iglesia.
Jesucristo es Señor del universo. Nos hallamos ahora en el corazón del argumento de
Pablo contra los falsos maestros, quienes, si bien pretendían enseñar un evangelio mejor,
estaban destronando a Cristo y asignándole un lugar entre los muchos intermediarios que los
pensadores heréticos habían puesto entre Dios y el hombre, y entre Dios y el universo.
CRISTO Y DIOS
Cristo se nos muestra primeramente en su relación con Dios: “Él es la imagen del Dios
invisible.” En Él, el “Dios invisible” se vuelve visible; Cristo es la manifestación y revelación
del Padre.
Es cierto que el hombre –el primer Adán– fue hecho a imagen de Dios. Pero,
desafortunadamente, de manera misteriosa, el pecado entró en el mundo y el reflejo de Dios
en el hombre se nubló y distorsionó; el hombre dejó que el pecado se interpusiera entre él y
Dios, y la luz de Dios ya no se reflejó en su corazón. Desde aquel desventurado día, al hombre
sólo le quedan unos fragmentos de aquella imagen; sólo queda un tenue resplandor de aquel
fulgor original.
Sin embargo, vino Cristo, el segundo Adán, la imagen perfecta de Dios, la semejanza
exacta del Padre. Esta imagen no era simplemente una copia, pues en Cristo, Dios se reveló
a sí mismo: “Agradó al Padre que en Él habitase toda plenitud” (1:19). Y Pablo deja clara la
misma idea más adelante en esta epístola: “En él habita corporalmente toda la plenitud de la
Deidad” (2:9). Una vez más, cuando escribe a los corintios, dice: “Dios estaba en Cristo
reconciliando consigo al mundo” (2 Co. 5:19). Además, el apóstol Juan nos dice que nadie
ha visto a Dios y que sólo Cristo nos lo ha dado a conocer (Jn. 1:18). Él nos lo ha mostrado
de la manera como un hijo se parece a su padre. Jesús mismo dice: “El que me ha visto a mí,
ha visto al Padre” (Jn. 14:9).
Dios no puede ser conocido aparte de Jesucristo, y cualquiera que piense que no necesita
a Jesús para conocer y adorar a Dios está grandemente equivocado. Cualquier dios que no
sea el Dios que se revela a sí mismo en Jesucristo es una ficción de la imaginación o las
emociones humanas, un dios a imagen del hombre, el reflejo de los ideales del hombre y de
las debilidades del hombre. Ningún conocimiento de Dios es posible aparte de Jesús de
Nazaret, nacido en Belén, crucificado en el Gólgota, resucitado de los muertos y ascendido
a la gloria: esto es, el Jesús de las Escrituras.
Así pues, todos los que hoy en día han reducido a Jesús al nivel de un mero hombre, aun
cuando fuera el mayor de los hombres, o a un mero profeta, aun el mayor de los profetas, ha
perdido la idea básica acerca de Dios y nunca podrá conocerle.
Sin Cristo, Dios permanece desconocido y no es posible “teología” alguna.
CRISTO Y EL UNIVERSO
Al igual que no podemos conocer a Dios sin Cristo, así también el universo está fuera del
alcance de nuestro entendimiento sin Él. “Él es el primogénito de toda creación. En él
fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra… Todo
fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en
él subsisten.”
El título “primogénito de toda creación” puede ser malentendido. Los colosenses,
ciertamente, lo entendieron correctamente en sus circunstancias particulares y en el contexto
de la herejía que les estaba perturbando, pero nosotros necesitamos que se nos clarifique. No
significa, como pudiera suponerse, que Cristo sea parte de la creación, el primer ser que Dios
creó. El pensamiento de Pablo es precisamente lo contrario: su propósito es mostrar que
Cristo no es uno de los muchos intermediarios que se supone Dios ha creado y puesto entre
sí mismo y el hombre, pues no solamente no fue Cristo creado, sino que Él es el Creador.
Él es antes, después y sobre todas las cosas: esto es, de hecho, lo que significa el título
“primogénito de toda creación”. “El primogénito” no sólo significa aquel que nació primero
(este significado no es de aplicación a Cristo), sino también el heredero, a quien pertenece la
autoridad. Cristo no es el primero en el tiempo, sino el primero en autoridad. Él es sobre
todas las cosas. Este significado se ve en el salmo: “Yo también le pondré por primogénito,
el más excelso de los reyes de la tierra” (Sal. 89:27).
Cristo es el Dueño y Señor del universo, porque Él es su comienzo y su fin, el Alfa y la
Omega, su origen y su meta, y todo lo que vincula lo uno con lo otro.
Es Él quien creó “todas las cosas que hay en los cielos”: la inmensa multitud de estrellas,
la asombrosa energía que los hombres están descubriendo gradualmente y que podría ser tan
temible en sus manos. Sólo Dios, que la creó, puede controlar este increíble poder. Sin
Jesucristo o aparte de Él, este universo, dotado de orden y poder y creado con sabiduría,
pierde todo significado y estabilidad.
Es Él quien creó “todas las cosas… que hay en la tierra”, en particular la vida, ese
impenetrable misterio que es tan maravilloso como el universo mismo y está construida según
el mismo modelo, posee la misma estructura y es movida por las mismas fuerzas y el mismo
asombroso poder: Cristo, el Señor de la vida. Entre las cosas que hay en el Cielo y las que
hay en la Tierra resulta aparente una perfecta unidad, proclamando su origen divino. Aparte
de Jesucristo, este mundo viviente es incomprensible. Muchos tratan de explicar su origen
sin la “hipótesis de Dios”, pero aún no han conseguido formular una teoría válida y
satisfactoria. Cuando tratamos de excluir a Dios y a Jesucristo al explicar el universo, éste
pierde todo su significado y se convierte en un enorme e insoluble enigma.
Una vez más, es Él quien creó “todas las cosas… visibles e invisibles”: el mundo
material y el mundo espiritual. En relación con esto, Pablo hace inmediatamente una relación
de esas cosas invisibles a las que los falsos maestros de Colosas, evidentemente, atribuían
gran importancia: “Tronos, dominios, principados, potestades.” Los judíos habían dividido
el Cielo en diferentes zonas, y habían establecido toda una jerarquía de poderes espirituales.
El paganismo asimismo tenía sus sistemas y supersticiones religiosas (2:8–10, 15). Pablo
solamente se refiere a estas controversias para declarar que, aun si estos poderes invisibles
tienen alguna realidad, Jesucristo no puede ser puesto al mismo nivel que ellos. Él está por
encima de todo.
Él no sólo es el Creador, sino también aquel en quien “todas las cosas subsisten.” Él no
dejó solo el mundo después de crearlo; aún está a cargo del mismo. Si bien, mediante el
permiso concedido misteriosamente por Dios, Satanás aún ostenta su poder usurpado,
Jesucristo continúa controlando los acontecimientos del mundo. El misterio de iniquidad
ciertamente está obrando, pero solamente el misterio de la gracia puede desentrañar el
verdadero significado de la historia de las naciones y los individuos. Podemos ver esta mezcla
de iniquidad y gracia en la muerte misma de Cristo (Hch. 2:23, 24). El Señor había,
ciertamente, de sufrir la muerte –esa obra maestra del poder de la iniquidad– y, sin embargo,
lejos de ser una victoria para la iniquidad, su muerte probaría ser una victoria para el amor,
pues en la Cruz Jesús dio su vida; nadie se la quitó (Jn. 10:18). Y así, en la historia de las
naciones y los individuos, la gracia ha convertido derrotas en victorias, caídas en
liberaciones, maldiciones en bendiciones, y pruebas en fuentes de gozo (v.g. Gn. 45:7, 8;
50:20; Ro. 8:28; Jn. 19:11).
Finalmente, Jesucristo está al final de este mundo. Él es el propósito final en que
concurren todos los poderes del universo y todos los acontecimientos de la Historia. “Todo
fue creado… para él.” Es imposible explicar el futuro o el pasado, el fin o el principio del
universo o del hombre aparte de Jesucristo.
Algunos filósofos piensan que el mundo está siendo conducido irresistiblemente por el
progreso y avanzando hacia la deificación del hombre, que las fuerzas que gobiernan el
mundo están convergiendo en ese punto distante. Pero la Palabra de Dios, que también habla
de esta convergencia, enseña que este punto, esta luz, no es el hombre deificado, sino
Jesucristo, aquel que hace concurrir lo transitorio y lo eterno, lo humano y lo divino, el
hombre y Dios.
El fin del mundo es, su regreso, y el establecimiento de un nuevo mundo y una nueva
Humanidad. Sin esta esperanza, no hay sino desesperación, vacío y muerte. Sólo cuando
entendemos realmente esto, nuestras vidas llegan a tener significado. El universo es la
realización de la gran obra maestra de Dios, que tiene su origen, su enfoque y su
cumplimiento en Jesucristo. Cuando hayamos doblado la rodilla ante Él, entonces este mundo
se volverá inteligible y la esperanza proporcionará una nueva luz a nuestra vida e historia.
Cuando hayamos entrado gozosamente en este plan de Dios, las tensiones de la vida
desaparecerán y la paz inundará nuestros corazones.
Él es el Señor de la creación, el Dueño del universo, el Rey de nuestras almas. Por tanto,
cobremos ánimo: nuestra vida está en sus manos. No tenemos nada que temer. Él es el Señor.
Postrémonos y adorémosle.2
2
Appéré, G. (1999). El misterio de Cristo. (D. C. Moreno, Trad.) (Segunda edición, pp. 35–45). Moral de
Calatrava, Ciudad Real: Editorial Peregrino.