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Pensar en las múltiples subjetividades que nacen desde la perspectiva del inmigrante es
cuestionarse el cómo, el dónde y el porqué de su movimiento, de su traslación a nuevos
territorios, en donde, en muchos casos, es visto como un ser que vive en el margen y en una
constante diáspora.
Los espacios que ocupa significan lugares recónditos y artificiosos de mitos y realidades que
conllevan a los peores vicios de las sociedades, haciéndolos depositarios de un sinfín de
cuestionamientos de su condición, los que van desde su religión, su género, su sexualidad e
incluso su color de piel, la cual es problematizada desde el binarismo blanco-negro, o sea, desde el
binarismo del amor-esclavo, el superior-inferior, y el opresor y el oprimido.
El inmigrante en los nuevos territorios en los que reside es visto por las autoridades como un
problema del cual no hay que hacerse cargo, ya que, como sujeto transitorio, solo estará un
tiempo limitado, entregará su cuerpo al servicio del sistema económico preponderante, se
satisfacerá de sus necesidades básicas y al momento de no necesitarlo más, se impondrán leyes y
argumentos que sustenten su poca inclusión en la sociedad y obligando su expulsión.
La violencia hacia el inmigrante se genera por los imaginarios colectivos que se heredaron de los
tiempos de la colonia, en donde los hombres blancos-europeos veían en el colonizado un sujeto
despreciable, denigrado, oprimido y brutalizado, que siempre le fue negado su condición
“humana”, instalándolo al reverso de la sociedad, dándole solamente una instrumentalización a
sus fuerzas corporales.