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Editorial

¿Y dónde está la guerra?

La prolongación y degradación del conflicto armado colombiano hacen difícil entender sus
singularidades. Tras medio siglo de guerra, sus orígenes son hoy irreconocibles, y su lógica
incomprensible. Para el ciudadano común, alejado de las áreas rurales, la violencia es invisible. Se
hace tangible solo cuando los medios nos muestran el petróleo derramado en los atentados
terroristas o cuando vemos las torres y puentes derribados. Pero esa realidad atroz parece asunto
ajeno, distante. Los miles de muertos, el desplazamiento forzado, las decenas de miles de
desparecidos, la violencia sexual, la expropiación de la tierra… son tragedias que se viven en la más
dolorosa soledad. Las víctimas son esos ciudadanos “de segunda”, que a nadie importan:
campesinos pobres, indígenas, afroamericanos...

Como señala Klaus Ziegler, es fácil enviar a los hijos de los parias a la guerra. Aquellos que desde
sus cuentas de twitter incitan a romper los diálogos de paz, o se llenan la boca en sus discursos
hablando de “héroes de la patria”, nunca son quienes ponen los muertos. ¿Acaso son sus hijos los
soldados emboscados, los heridos por las balas, los lisiados por las minas, los mutilados? La
indiferencia de las clases dirigentes es manifiesta, cuando no infamante, como es patente en una
de las sentencias más ofensivas y humillantes para las madres de cientos de jóvenes inocentes
asesinados: “Esos muchachos no estaban cogiendo café”. El conflicto armado en Colombia se ha
caracterizado por acciones bélicas a pequeña y mediana escala, desde asesinatos selectivos y
secuestros, hasta desplazamientos forzados, masacres, minado de campos y tomas guerrilleras.
Con ello los grupos armados buscan ganar el control territorial mediante la intimidación y el
sometimiento de pequeños caseríos y poblados. La violencia transcurre en zonas rurales donde es
fácil encubrir la responsabilidad de los crímenes. Se recurre a una estrategia de sevicia y terror con
la cual se busca acabar con “simpatizantes”, “colaboradores” y “traidores”, de allí que el blanco
principal sea casi siempre la población civil indefensa .De otro lado, los daños a la infraestructura
del país y al medio ambiente son incalculables, como también lo son las tierras robadas a
campesinos y a pequeños propietarios.

La guerra que desangra a Colombia obedece, sin duda, a una constelación de factores muy
complejos. Sin embargo, no pueden negarse sus profundas raíces sociales: la inequidad en la
distribución y tenencia de la tierra, así como los fallidos intentos de reforma agraria tras el periodo
de la violencia bipartidista no pueden dejarse de lado, como tampoco puede olvidarse la exclusión
de aquellos actores disidentes de las negociaciones políticas de la década de 1950. Debemos
recordar que después de la guerra entre conservadores y liberales se pasó a una confrontación de
menor intensidad, caracterizada por la aparición de las guerrillas, y por su expansión, en el
contexto de la Guerra Fría. Su fortalecimiento militar, la reconfiguración del narcotráfico, la crisis
del Estado y la irrupción de los grupos paramilitares llevaron el conflicto armado a su punto de
paroxismo entre la segunda mitad de las década de 1990 y el comienzo del primer gobierno de
Álvaro Uribe, periodo durante el cual se recuperó la iniciativa militar del Estado. No obstante, ocho
años consecutivos del más impetuoso esfuerzo militar no fueron suficientes para terminar el
conflicto por la vía de las armas. Los costos sociales, sin embargo, sí han sido inmensos, no solo
por la tragedia humanitaria, sino también por el daño irreparable infligido a la legitimidad de las
instituciones democráticas. Hoy es un hecho irrefutable que en aras de ganar la guerra a como
diera lugar no fueron pocos quienes soñaron con “refundar la patria” o recurrieron a “todas las
formas de lucha”, a las alianzas con criminales, al espionaje indiscriminado, a la difamación, al
desprestigio de la justicia, todo ello en medio de la impunidad más desfachatada. La degradación
de las instituciones democráticas y la corrupción rampante en prácticamente todas las esferas del
Estado se cuentan entre las consecuencias más nefastas de esa política fallida. Las negociaciones
en la Habana han llegado a su punto más crítico. Desde una posición de privilegio se vuelve
imposible apreciar la dimensión de esta tragedia invisible y silenciosa. Colombia tiene una
oportunidad histórica para poner punto final a uno de los conflictos más antiguos del Planeta, y
alcanzar una paz duradera. Sería una catástrofe mayor si los fanáticos de siempre consiguen
malograrla.

CAROLO

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