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EL ARTE INSTRUMENTAL EN EL SIGLO XIX

DANIÈLE PISTONE

Durante el siglo XIX, como ya había sucedido anteriormente en el siglo XVI, la


música instrumental conoce un verdadero impulso. Durante el simbolismo se
produce el triunfo, incluso en el ámbito de las letras, del célebre principio de
Verlaine: "La música por encima de todo". En el siglo del romanticismo abundan
los signos de la omnipresencia del arte instrumental, desde las grandiosas
músicas plenamente revolucionarias hasta la explosión del ragtime americano
en los últimos decenios del siglo, pasando por la dictadura del piano o el
progreso de las grandes orquestas sinfónicas. Esta expansión produjo un
asombroso crecimiento del repertorio instrumental.
Una producción tan abundante exige una explicación que aclare suficientemente
el contexto en que se produce y las particularidades de una evolución a menudo
muy compleja: el triunfo del teclado para solista, el crecimiento numérico del
grupo a través de la orquesta, la multiplicación de piezas breves. Por otra parte,
al estudiar la música instrumental del siglo XIX, es indispensable poner de
relieve la supremacía de la escuela germánica sobre las restantes prácticas
nacionales y los diferentes estilos individuales.

© Espasa Calpe, S.A.

CONCEPCIONES Y EVOLUCIONES
Los instrumentos musicales van a desempeñar una función de importancia
creciente en el espectacular progreso del arte instrumental durante el siglo
XIX: el momento les era particularmente favorable, histórica, social, filosófica y
técnicamente.

EL CONTEXTO

La estela romántica
La expansión del movimiento romántico, que venía gestándose desde hacía
tiempo en Inglaterra y Alemania, favorece de muy diversas maneras el
desarrollo de la música instrumental.
El romanticismo, surgido como reacción frente al arte clásico y siempre abierto
a las novedades, impulsará numerosos cambios: abandono del clavecín,
excesivamente ligado al pasado; desprestigio de las técnicas de imitación
ancestrales, demasiado representativas del repertorio religioso; desdén hacia
las formas clásicas.
En su deseo de derribar las barreras artificiales, en su búsqueda siempre
insatisfecha de lo natural, el romanticismo predicará simultáneamente una
unión más estrecha con el universo, la libertad de colores y de ritmos, así
como la fusión de las artes y la libre expresión del ser humano.
La naturaleza penetra en el arte instrumental. Ahí están el ruiseñor, la codorniz
o el cuco de la Sinfonía pastoral. El mismo sentimiento impulsa en un primer
momento la búsqueda del pintoresquismo, que se manifiesta muy a menudo
como recuerdos de viajes: los instrumentos, en los primeros decenios del siglo
XIX, harán resonar "aires suizos", "alemanes", "italianos", "españoles"... Muy
pronto les seguirán las evocaciones exóticas más extrañas, o se recurrirá a
folclores mejor localizados. El romanticismo favorece también la aparición de
nuevos timbres, cada vez más diversificados, con los que busca traducir su
visión del universo.
Como durante el Renacimiento, la danza ocupa en esta etapa un lugar
privilegiado y contribuirá por segunda vez a la evolución del estilo instrumental.
Si las suites de antaño se basaban en las courantes, los minuetos o las
gallardas, la mayor parte del repertorio romántico de salón consistirá en valses
o contradanzas, y más tarde en cuadrillas, polcas, o incluso boleros,
cachuchas o marzurcas, que, como sus antecesoras, terminaron por
trascender el ámbito concreto de la danza y tendrán una influencia indiscutible
en la música instrumental.
No menos importante será la unión de literatura y música. La escritura
instrumental experimenta, a través de la palabra, un segundo resurgimiento. Si
antes se habían utilizado temas de canciones como materia de base, en el
siglo XIX nacerán innumerables fantasías, recuerdos o variaciones sobre los
motivos de las más célebres óperas destinados al piano, al violín o incluso al
órgano.
La exaltación de lo individual y lo original que realiza el romanticismo
revaloriza la expresión personal. Esto se traduce, inicialmente, en la expansión
lírica de los tempi lentos. Este primer momento coincide con un verdadero
triunfo del arte instrumental, desde el adagio de la Cuarta sinfonía de
Beethoven (1806) al último movimiento de la Sinfonía patética de Tchaikovski
(1893), pasando por las curvas punzantes de las obras de cámara de
Schubert, de Schumann o de Brahms.
Las tendencias individualistas del romanticismo darán lugar al advenimiento de
la era del virtuoso. La simple proeza técnica de un Clementi o de un Dussek se
carga súbitamente de connotaciones extramusicales o de una escenografía
impresionante: el aspecto demoníaco de Paganini, los homenajes a Liszt,
cuidadosamente difundidos por la prensa. La importancia del virtuoso y el
espectacular desarrollo del arte instrumental llegan hasta tal punto que muy
pronto el recital solista sucede a las grandes agrupaciones de artistas.
La búsqueda de la expresión personal y la preferencia por lo prodigioso
conducirán, por una parte, a los excesos del virtuosismo y, por otra, al éxito de
las reconstrucciones históricas. En ambos casos, el instrumento intenta
prolongar, e incluso superar, las estrictas posibilidades de la mecánica
humana, en cuanto a la velocidad y al incremento del volumen sonoro. ¡Qué
increíble metamorfosis la que se produce entre la orquesta de Beethoven y la
de las últimas sinfonías de Bruckner o de Mahler! El exceso en el arte
instrumental -exceso romántico, engendrado por la lucha constante con los
medios de expresión- será mucho más considerable que en la música vocal.
Sin embargo, la evolución fundamental, la más beneficiosa para la música, es
sin duda de carácter filosófico. El arte de los sonidos se concibe como la voz
misma de las profundidades, de lo inaccesible, del misterio, incluso del más
allá. Wackenroder (1773-1798) afirmaba ya que nada igualaba la fuerza
expresiva de este lenguaje; después de él, E. T. A. Hoffmann o J. P. Richter,
así como Beethoven, Schumann, Berlioz, Mendelssohn, Liszt o Wagner
reivindicarán la superioridad de la música instrumental. Los filósofos, desde
Schelling a Schopenhauer, para quien la música -como Dios- escudriña los
corazones humanos, se abren cada vez más a este arte. Estamos ya lejos de
la simple imitación de la naturaleza clásica o incluso de la estética kantiana.

La dominación burguesa
La sed de singularidad y la búsqueda de lo inefable que caracterizan la
sensibilidad rómantica surgen como reacción frente a algunos cambios
sociales producidos como consecuencia del acceso al arte musical de un
ámbito a menudo muy prosaico, el de la burguesía. El artista romántico no sólo
tuvo que luchar contra los defensores del arte antiguo, sino que muy pronto
tendrá que dar la espalda a los principales representantes de la sociedad
privilegiada de la época. Antes, príncipes y mecenas aseguraban la
subsistencia del músico; en el siglo XIX, el músico luchará en solitario, lo que
repercutirá sustancialmente en el universo instrumental.
La música va a desempeñar a partir de este momento una función social sin
precedentes en un marco privilegiado: el salón. Reservado anteriormente a los
intercambios de novedades políticas o literarias, el salón se abre
paulatinamente al arte y a la música, pues ésta, como preconizaban el
contexto de la época y la sabiduría de los antiguos, está llamada a facilitar la
comunicación humana. El piano de cola se convierte rápidamente en el
huésped obligado de los salones de buen tono, ornamento indispensable y
símbolo del arte -y del poder del dinero-, que desplazará, con sus armónicas y
generosas proporciones, a la vieja arpa o a la pobre y modesta guitarra.
El piano se impuso en toda Europa como uno de los propagadores esenciales
de la música romántica; la mayoría de los grandes compositores (Beethoven,
Mendelssohn, Chopin, Liszt, Saint-Saëns...) fueron notables virtuosos del
teclado. El piano se convierte también en el mejor de los acompañantes. Para
él se produjeron óperas y sinfonías, y dará a conocer obras maestras
indispensables del repertorio. Se le juzgó digno de equilibrar por sí solo toda la
masa orquestal y se le confiaron numerosos conciertos. Sus características
técnicas le presentaban -ilusoriamente- como un instrumento sencillo y, por
ello, atractivo: su teclado, al contrario que el violín, por ejemplo, ofrece la nota
completamente formada, lista para ser oída.

Los instrumentos
En el siglo XIX tienen lugar transformaciones capitales en la construcción de
instrumentos, como corresponde a una época que cree firmemente en el
progreso y en el avance regular de las industrias y las técnicas.
Aparte de todos los perfeccionamientos técnicos que afectaron al piano y a las
mejoras de detalle de que fueron objeto los instrumentos de la familia de las
cuerdas -ya muy próximos a su aspecto actual-, los cambios más
espectaculares fueron los experimentados por la madera y, sobre todo, por los
metales.
En los aspectos relacionados con los modos de producción del sonido -cuyo
principio de base, único para todos estos instrumentos a pesar de su
apariencia tan diversificada, consiste en hacer vibrar una columna de aire en
un tubo-, los constructores prestaron una atención prioritaria a mejorar la
afinación y la potencia. Fue necesario adaptar las llaves a la madera y dotar a
la trompa y a la trompeta de los pistones que hoy conocemos.
El órgano experimenta una metamorfosis paralela a la de la orquesta, que
siempre fue para él una preciosa fuente de inspiración sonora. A finales del
XIX se convierte en una potente máquina capaz de descender a las salas de
concierto o, incluso, de honrar con su presencia ciertos salones, encandilando
a un público que disfrutaba con las manifestaciones de gigantismo sonoro.
La percusión, sin embargo, no era todavía objeto de investigaciones
profundas. La orquesta de la sinfonía romántica suele permanecer fiel a la
pareja de timbales clásica, añadiendo el bombo, el triángulo, los címbalos o el
tambor militar para la música más descriptiva. Aunque se experimentan
ocasionalmente percusiones menos convencionales (gong, campanas,
glockenspiel, xilófono, carraca, yunque, látigo, cencerros, etc.), el verdadero
impulso de este grupo instrumental no se produce hasta Mahler (Sexta
sinfonía, 1904) y su pleno desarrollo sólo se afirmará con las investigaciones
rítmicas de los decenios siguientes.
Para satisfacer la exigencia de novedad de la época, los fabricantes buscarán
también nuevos timbres. Surge así en Viena el acordeón, poco antes de 1830,
el armonio en París (Debain, 1842), el cornetín (1830), el saxofón (patentado
en 1846). Estos cuatro instrumentos, testigos de la democratización del arte de
los sonidos, serán consagrados por la posteridad, como también ocurre con el
figle, al que sucederá la tuba en cuanto triunfe el romanticismo. En cuanto al
celesta, fabricado en 1886, será utilizado por Tchaikovski en Cascanueces
(1892). En cambio, el octobajo de Vuillame, contrabajo gigante del que todavía
se conserva un ejemplar en el Conservatorio de París, sólo fue utilizado de
forma excepcional.
De hecho, la mayoría de las innovaciones que se producen en este siglo
afectan a los bajos de las diferentes familias, como la flauta grave en sol,
también llamada flauta alto, perfeccionada por Boehm y utilizada, por ejemplo,
por Rimski-Korsakov, o la tuba wagneriana con embocadura de trompa, que
aparece en la tetralogía El anillo de los nibelungos o en la Séptima sinfonía de
Bruckner (1883). Los compositores románticos manifiestan, en efecto, una
acusada predilección por los graves: Berlioz rehabilita la viola; se recurre
también al canto expresivo de los violonchelos, e incluso la orquesta sinfónica
acoge frecuentemente al corno inglés, al clarinete bajo y al contrafagot.
La extensión de los registros es otro campo de investigación constante. Los
compositores aprovecharán los trabajos de los fabricantes, cuya actividad
supieron suscitar con acierto, y exigirán nuevos instrumentos, tanto en el
registro grave como en el agudo: los violines de la orquesta, por ejemplo,
suben desde el do de Beethoven hasta alcanzar el sol de Strauss. La práctica
de los sonidos armónicos se extiende cada vez más.
Los músicos, por su parte, buscarán también nuevos modos de producción de
sonidos, tales como el trémolo dental (flauta) o el col legno (violín). Exigirán
cada vez más agilidad a los instrumentos: esto explica, por ejemplo, la
introducción del cornetín, que se instala incluso en la orquesta sinfónica.
Las posibilidades de ejecución individuales de los distintos instrumentos
preocuparon a constructores y músicos, como prueban las diversas obras
teóricas aparecidas en este siglo. Siguiendo al Diapason général de tous les
instruments à vent ("Diapasón general de todos los intrumentos de viento",
1772), de L. J. Francoeur, numerosos tratados mostrarán su preferencia por
esta última familia, como los que F. Gleich (1853) o G. Parès (1898) consagran
a la música militar. En cualquier caso, todos los tratados se interesan por la
instrumentación y por el manejo de los instrumentos antes de estudiar la
orquestación, es decir, el arte de agrupar las diversas fuentes sonoras. El
Grand Traité d'instrumentation et d'orchestation modernes ("Gran tratado de
instrumentación y de orquestación modernas", 1843), de Berlioz, es, en este
sentido, un verdadero pionero y durante mucho tiempo fue obra de referencia
fundamental en la materia. Su labor fue rematada, más de un siglo después,
por Ch. Koechlin, con su monumental Traité de l'orchestation ("Tratado de
orquestación", 1959) en cuatro volúmenes.
Entre los mejores orquestadores de la época conviene citar, aparte de Berlioz,
a Meyerbeer -que asocia una excelente distribución de las masas sonoras a
una gran riqueza de detalles- y, más tarde, a Gustav Mahler.

Los conciertos y su público


Desde las audiciones minoritarias de salón hasta los conciertos masivos, que
surgen a mediados de siglo, pasando por los conciertos al aire libre de Jullien
en Londres, el siglo XIX conoció una amplia variedad de sesiones musicales
públicas que fueron multiplicándose con el paso de las décadas.
Los primeros años del siglo todavía estarán dominados por los conciertos
variados, donde se mezclaban páginas vocales e instrumentales. La fórmula
moderna del recital, llamada entonces "monoconcierto" o "soliloquio musical",
no se introdujo hasta la época de Liszt y su difusión fue lenta. Las audiciones
destinadas exclusivamente a fragmentos diversos, hábito heredado de las
prácticas del siglo anterior, se mantuvo bastante arraigado. Por otra parte, en
esta época tampoco se guardaba una fidelidad estricta a la partitura: sabemos,
por ejemplo, que Liszt engalanaba generosamente las sonatas de Beethoven
con añadiduras ornamentales.
Parece, en cambio, que los conciertos de música de cámara no gozaban de
tanta estima: es bastante significativo que Le Charivari, dedicado precisamente
a este tipo de audiciones, recomendara a sus abonados que no fueran sin
llevarse una almohada. Sin embargo, en el siglo XIX nacen los primeros
conjuntos de cámara profesionales e independientes. A estos conjuntos siguen
muy pronto las primeras formaciones itinerantes.
Sin embargo, la evolución más importante se produce en el ámbito de las
sociedades sinfónicas. Su número aumenta considerablemente a lo largo del
siglo, y algunas de ellas obtienen muy pronto un gran renombre.
La figura del director de orquesta experimenta asimismo importantes
transformaciones. Después de haber abandonado el rollo de papel, provisto ya
de una batuta o de un arco, es frecuente que todavía dirija la orquesta desde
el atril del primer violín, donde, como Habeneck (1781-1849), anota en rojo las
entradas de los instrumentos. En esta época, rara vez se editan las grandes
partituras.
Los propios compositores, como Berlioz o Wagner, mostraron gran interés por
el arte de dirigir, y algunos de ellos, sobre todo Mendelssohn y Mahler, serán
también grandes directores de orquesta. Debido al aumento de los efectivos
instrumentales, el papel del director será cada vez más importante, hasta el
punto de justificar, a principios del siglo XX, la creación de un curso de
dirección en el Conservatorio de París.
En los primeros decenios del siglo XIX las salas de conciertos eran
manifiestamente incómodas, tanto para los intérpretes como para el público.
Los músicos tocaban de pie antes de conseguir sentarse en taburetes de
madera, mientras el público debía conformarse con unos bancos duros, desde
los cuales manifestaba ruidosamente su entusiasmo o su decepción. Estas
costumbres se mantuvieron en todas las salas hasta la época de los conciertos
populares, que empezaron a proliferar a partir de 1860. El adjetivo anuncia con
claridad la voluntad democratizadora de los organizadores de estas sesiones
musicales, cuyas entradas se hacen asequibles. Siguiendo el ejemplo
germánico, muchas salas intentarán imponer la ley del silencio y del respeto:
Lamoureux llegará a repetir íntegramente un concierto, molesto por un ruido
intempestivo producido en el transcurso de su ejecución.
Los conciertos, a pesar de su considerable evolución, tuvieron dificultad en
ganarse el favor del público, que debían disputarle al teatro. Los periódicos
especializados les dedican escasos párrafos hasta la última década del siglo,
mientras que mantienen desiguales relaciones con los músicos. En una época
en que los compositores dramáticos pueden llegar a percibir más de
doscientos francos por representación en la Ópera de París, ninguna sociedad
defiende todavía los derechos de los autores de música instrumental.
¿Recurren los músicos a la edición de sus partituras para sobrevivir? Sólo en
raras ocasiones. Fauré, por ejemplo, cedió en 1876 todos los derechos de su
primera sonata para violín y piano al editor Breitkopf & Härtel. La organización
de un concierto es siempre una carga muy onerosa para un compositor.

EL REPERTORIO
En este contexto, ¿cuáles fueron las obras más apreciadas durante el siglo
XIX? El estudio de las críticas de los conciertos, unido al examen de los
registros del depósito legal de música, refleja fielmente la evolución de los
gustos en cuanto a opciones musicales, géneros y formas.

Los efectivos
Los progresos de la factura instrumental, que junto a las corrientes de
sensibilidad romántica contribuyeron a orientar el interés de los compositores
hacia nuevas indagaciones sobre el timbre, hubieran podido conducir a éstos a
concebir otros tipos de conjuntos instrumentales o a preferir ciertos
instrumentos.
De hecho, no todos los países manifiestan las mismas preferencias. El piano,
por ejemplo, está menos extendido en Italia -patria del bel canto- que en
Francia. En los países germánicos es más apreciada la música de cámara
para cuerdas solas que en este último país: Schubert, Mendelssohn, Brahms,
Bruckner, Dvorák -que entró en la escuela alemana-, incluso Tchaikovski,
agrupan violines, violas y violonchelos en conjuntos variados que van del trío
al octeto. En Francia el piano ejerce una verdadera tiranía. Es conocida, por
otra parte, la predilección de los españoles por la guitarra: casi todos los
virtuosos de este instrumento que aparecen en Francia a partir de 1830 son de
esta nacionalidad.
El conjunto sinfónico de los años 1830-1850 incluye generalmente, aparte de
las cuerdas y los timbales, veinte instrumentos de viento -dos flautas, dos
oboes, dos clarinetes, dos fagots, cuatro trompas, dos trompetas, tres
trombones, un figle o una tuba-, es decir, un total de unos sesenta
instrumentos. Este efectivo, llamado "romántico", se completa a veces con el
flautín, el corno inglés, el contrafagot o incluso el clarinete bajo. El número de
instrumentos de viento es, a mediados del siglo XIX, bastante superior a lo que
era en el siglo XVIII, donde sólo las cuerdas aseguraban el discurso orquestal
-cosa que todavía ocurría en la Quinta sinfonía de Schubert (1816)-, pues los
instrumentos de madera no siempre aparecían agrupados en parejas y la
presencia simultánea del clarinete y el oboe era entonces excepcional. Por
otra parte, los trombones, que se imponen en la sinfonía hacia 1830, sólo se
utilizaban antes en la música de teatro o de iglesia.
En la segunda mitad del siglo XIX, los instrumentos de madera aparecerán
agrupados de tres en tres, o incluso en grupos de cuatro en las primeras
sinfonías de Mahler (1888-1896), que además requieren de siete a diez
trompas. Otros instrumentos, sin embargo, tendrán muchas más dificultades
para introducirse en la orquesta sinfónica: el saxofón, por ejemplo, sólo se
admitirá en las obras de inspiración teatral, como las dos suites de L'Arlesiene,
de Bizet.
El arpa, instrumento de acompañamiento casi siempre presente en las obras
líricas, fue utilizado por Berlioz en la Sinfonía fantástica y también en Harold
en Italie, pero por lo general queda excluida de las sinfonías, exceptuando las
de Franz Liszt (1854-1856), algunas partituras rusas o ciertas piezas de
carácter evocador, como Roma de Bizet (1866-1871), la Sinfonía española de
Lalo (1873) o algunas composiciones más tardías firmadas por Franck,
Chausson, Magnard o Mahler.

Los géneros
El efectivo instrumental, el destinatario y el estilo parecen definir los géneros
musicales -muy variados- a los que recurrirán los compositores del siglo XIX.
Durante el siglo XVIII, la sinfonía (de la que J. Haydn dejó más de cien
composiciones y Mozart cincuenta) gozó de gran estima, al igual que la
sonata, y durante el siglo XIX seguirán siendo los géneros más nobles, aunque
ya no conocerán el auge de la etapa precedente. El siglo XIX recupera y
desarrolla tanto la sinfonía como la sonata y les inyecta una expresión nueva
que permite individualizar mejor cada obra, pero los compositores, paralizados
ante los insuperables modelos beethovenianos o por la relativa indiferencia de
la mayoría del público, escasamente receptivo a las estructuras
monumentales, sólo abordan estas dos formas en contadas ocasiones.
A. Bruckner y J. Raff, que frecuentan la sinfonía con cierta asiduidad, no
escriben más de once partituras bajo este título; Mahler y Spohr, por su parte,
sólo compondrán diez, y Beethoven y Dvorák se detendrán en la novena.
Muchos, como Chausson, Dukas, Franck o Smetana, practican el género una
sola vez.
Otro gran género orquestal que favorece el desarrollo del virtuosismo -tan
apreciado en el siglo XIX- es el concierto. Los conciertos más de moda durante
el siglo romántico son los conciertos para piano. Su número, sin embargo, es
bastante reducido: cinco en el caso de Beethoven y Saint-Saëns, cuatro en el
de Mendelssohn, y a veces tan sólo tres (Tchaikovski), dos (Weber, Chopin,
Liszt, Brahms) o incluso uno (Schumann, Grieg, Dvorák).
Observaciones muy similares pueden aplicarse a los conciertos para violín,
cuyos grandes modelos son, junto a la obra que Beethoven consagra a esta
formación en 1806, los cinco conciertos de Paganini, de dificultad proverbial.
Aunque Romberg (1767-1821) escribió veinte composiciones de este género,
Pierre Rode trece y Louis Spohr diecisiete, los ejemplos posteriores son casos
aislados en la obra de un compositor, como sucede -además de Beethoven-
con Brahms, Dvorák o Tchaikovski.
Más escasos todavía son los conciertos concebidos para otros instrumentos.
Para el violonchelo, la posteridad consagró los éxitos de Schumann (1850),
Saint-Saëns (1872 y 1902) o Dvorák (1895). Para el clarinete se conciben, por
ejemplo, los dos conciertos de Weber (1811) o los cuatro de Spohr. En cuanto
a los conciertos para varios instrumentos, oscilan entre los destinados a tres
instrumentos, de Beethoven (1804, para piano, violín y violonchelo), o a dos,
de Brahms (1887, para violín y violonchelo), pasando por los conciertos para
dos pianos de Mendelssohn (1823), el cuádruple concierto de Spohr para
cuarteto de cuerda, o el Concertstück de Schumann para cuatro trompas y
orquesta. Algunas sinfonías concertantes de los primeros decenios del XIX
muestran a veces la misma estética, relacionada en parte con el antiguo
concerto grosso.
En cuanto a las sonatas, su número decrece de forma espectacular a lo largo
del siglo. Beethoven concluye cincuenta para varios instrumentos; Schubert y
Mendelssohn, más de veinte; Weber, una docena, Brahms y Saint-Saëns,
unas diez cada uno; Fauré, cuatro, y aún menos escribirán Chopin, Liszt,
Dvorák o Tchaikovski; Berlioz o Bruckner, por su parte, ignorarán
completamente el género.
Entre los restantes géneros, el cuarteto de cuerdas es un caso particularmente
notable. A comienzos del siglo XIX, las necesidades de las sociedades de
música de cámara y los hábitos de las décadas anteriores impulsan a los
compositores a destinar varias de sus obras a los arcos. Beethoven escribe
diecisiete, Schubert compone quince y Mendelssohn ocho. Pero, salvo algunas
excepciones -como Dvorák, autor de catorce cuartetos de cuerda-, los músicos
tenderán a ignorar esta forma; algunos músicos sólo escribirán uno, como
Verdi, Smetana, Grieg, Franck, Debussy o Chausson. El género experimentará
una clara decadencia a mediados de siglo, sin duda debido a la hegemonía del
piano o la pujanza de las obras descriptivas. Sin embargo, a partir de 1870,
conocerá un nuevo resurgimiento, coincidiendo con la difusión de los últimos
cuartetos de Beethoven, que en este momento son mejor comprendidos y
apreciados.
Los tríos para cuerdas solas, por el contrario, son bastante escasos en el siglo
XIX. Beethoven escribió tres y Schubert sólo dos. El Terzetto (1887) de Dvorák
para dos violines y viola, es, en este sentido, una excepción, aunque el género
que tanto amara Boccherini dará todavía bellos frutos a principios del siglo XX
gracias a Hindemith, Ropartz o Florent Schmitt.
Entre las diversas formaciones para piano, la de mayor auge en la era
romántica es el trío, generalmente con violín y violonchelo, aunque también
aparecen composiciones para viento y teclado. En esta categoría el repertorio
ofrece bellísimos logros, como el trío para piano, flauta y violonchelo de
Weber, que es la mejor obra de cámara del compositor. Algunas
composiciones de este tipo recuerdan a los divertimentos del siglo anterior,
como el Trío op. 40 de Brahms (para piano, violín y trompa). Exceptuando los
diez tríos con piano de Beethoven, las partituras consagradas a esta formación
no suelen ser demasiado abundantes en la producción de los maestros de
esta época, pero, al contrario que los cuartetos de cuerda, se escalonan con
cierta regularidad a lo largo del siglo: cinco de Brahms (1854-1891), cuatro de
Franck (1841-1842), tres de Schubert, Mendelssohn, Schumann, Lalo o
Dvorák. En cuanto al cuarteto para piano, bastante menos cultivado en esta
época que el trío, es abordado por muchos compositores antes de explorar las
posibilidades del cuarteto de cuerda (Mendelssohn, Schumann, Saint-Saëns,
Brahms, D'Indy), lo que no significa que esta formación no haya dado lugar a
verdaderas obras maestras, como el primer cuarteto para piano de Gabriel
Fauré (1879).
En cuanto a los quintetos, los compositores germánicos los concebirán
inicialmente para cuerda, sin duda influidos por las técnicas austro-alemanas.
Beethoven y Schubert presentan esta concepción en dos de sus tres quintetos;
tres de los cinco quintetos de Brahms y Dvorák también la comparten. Aparece
asimismo en los dos quintetos de Mendelssohn y en la única obra de Bruckner
de esta categoría. Schumann sólo escribe un quinteto, pero para piano (1842),
como también Saint-Saëns, Franck o Fauré, autor de dos quintetos para piano
(1905 y 1921). Aunque Weber ya había introducido el clarinete en una obra de
este género, la mejor obra para esta formación es sin duda la op. 115 de
Brahms (1891).
Si el deseo de aumentar el volumen sonoro, incluso la densidad de la
escritura, conducen a los compositores del siglo XIX hacia el quinteto, los
restantes géneros de cámara -sexteto, septeto u octeto-, en cambio, son
escasamente cultivados.
El creciente auge de la suite instrumental es, tal vez, el más bello símbolo de
la vuelta a la música antigua que preconizará el siglo XIX en un determinado
momento. La suite había caído en el olvido durante la segunda mitad del siglo
XVIII y fue totalmente desdeñada por los grandes románticos, desde
Beethoven hasta Liszt.
Su reaparición parece obedecer a dos intenciones diferentes. Por una parte, a
través de ella se manifiesta el deseo de yuxtaponer de nuevo movimientos
diversos, tomados a veces de antiguas danzas, como sucedía en la suite
primitiva. Es el caso de las dos suites para piano (op. 5, 1868, y op. 10, h.
1871) de Alexis de Castillon, de las seis piezas de la op. 24 de W. S. Bennett,
de la Suite moderna (op. 144) de F. Hiller, de las ocho suites para orquesta de
F. Lachner, o también de la Suite op. 52 de B. Damcke, donde se suceden
preludio, fuga, minueto y chacona. La costumbre de agrupar piezas breves
lleva también a A. Reisner a escribir en 1834 una Suite d'airs para acordeón.
En ocasiones -y este sería el segundo tipo de suite- las piezas aparecen más
unidas, como pudieran estarlo ciertos Cuadros (Mussorgski, Cuadros de una
exposición, 1874, o V. d'Indy, Cuadros de viaje, 1889). Nace así -coincidiendo
con el auge de la música de programa- una suite particularmente descriptiva o
de inspiración caracterizadora (Bizet, Juegos de niños, 1871; Raff, Suite
italiana, 1871; Dvorák, Suite checa, 1879; Saint-Saëns, Suite argelina, 1880).
Estas obras reanudan la tradición iniciada a principios del siglo XVIII y
cultivada entre otros por François Couperin.
Las suites con fragmentos extraídos de obras de teatro (Bizet, L'Arlésienne) o
de ballets (Tchaikovski, El Cascanueces) deben relacionarse también con esta
estética. La Pequeña suite op. 1, de Borodin (1885), por ejemplo, yuxtapone
ocho piezas en las que alternan los episodios sugerentes y los movimientos
inspirados en las danzas: En el convento, Intermezzo, dos Mazurkas,
Serenata, Nocturno, Sueño, Scherzo.
La misma intención descriptiva alienta en el género más importante nacido en
el siglo XIX: el poema sinfónico. Pero este último se diferencia de la suite por
la fuerte coherencia de su programa o, al menos, por la profunda necesidad de
unidad que se trasluce a menudo en la utilización de procedimientos cíclicos.
Si las Sinfonías de Beethoven (en concreto, la Quinta, la Sexta y, sobre todo,
la Novena) inspiran la idea de la música descriptiva, corresponde a Berlioz el
mérito de haber dado a su época verdaderas obras maestras de expresión (la
Sinfonía fantástica, 1830; Harold en Italia, 1834). Otros muchos compositores
adoptarán la sinfonía de programa, y algunos, como Loewe (Mazeppa, 1830) o
R. Strauss, eligirán la denominación de "poema musical" para designar estas
obras.
El género más frecuentemente descriptivo en esta época es, sin duda, la
obertura. De hecho, el poema sinfónico tiene su origen en ella. El primero en
emplear la expresión "poema sinfónico" fue Franz Liszt, en una carta fechada
el 24 de abril de 1854 que el compositor dirigió a Hans von Bülow y en la que
hablaba sobre su obra Tasso, compuesta en 1849 y titulada inicialmente
"obertura". En la nueva forma musical, Liszt veía la posibilidad de consumar
una "más íntima alianza con la poesía" (carta del 16 de noviembre de 1860 a
A. Street-Klindworth). Pocos compositores ilustrarán el género tan
profusamente como Liszt, con sus trece poemas sinfónicos, al que siguen en
producción R. Strauss (diez), Dvorák (seis), Saint-Saëns y Franck (cuatro cada
uno) y Chausson (tres). Vincent d'Indy compuso en 1881 otro "poema sinfónico
para piano", el Poema de las montañas. Sin embargo, las fronteras del género
no están demasiado claras: en 1882, el mismo compositor califica a
Wallenstein de "obertura sinfónica" y, en 1886, R. Strauss subtitula a Aus
Italien "fantasía sinfónica".
La indiferenciación que se apodera de los títulos de las obras en una época en
que los efectivos instrumentales varían mucho, en que las formas son muy
libres y la intención descriptiva penetra en todos los géneros, parece
completamente típica del siglo XIX. Tiene su máxima expresión en las piezas
breves, muy numerosas en la época: el "nocturno", que suele implicar casi
siempre un sueño nostálgico -y no excluye, sin embargo, el virtuosismo-; las
barcarolas, las marchas o las tarantelas, con sus ritmos característicos; los
"popurrís" -que acaban destronando a las fantasías-, construidos
generalmente sobre algún tema de moda; el "estudio", en auge creciente,
dedicado a todos los grados de la técnica instrumental; y otros muchos
géneros breves como "bagatelas", "baladas", "caprichos", "impromptus",
"improvisaciones", "leyendas", fragmentos "de salón" o "de concierto",
"pensamientos musicales", "preludios", "rapsodias", "romanzas sin palabras",
"scherzos", "recuerdos", por no citar las "fruslerías musicales" o los "esbozos".
Las músicas para danza, por su parte, mantienen su vigor durante todo el siglo
XIX. El bolero y la polonesa se independizan pronto de toda funcionalidad y se
multiplican, desde las primeras décadas del siglo, en piezas concebidas para
piano. Más tarde, valses, mazurcas, polonesas y polcas suscitarán
innumerables partituras. La cuadrilla ocupará el lugar de la contradanza y se
construirá frecuentemente sobre temas de óperas famosas.
La multiplicación de estas pequeñas piezas instrumentales bastaría para
demostrar, por sí sola, el prodigioso desarrollo de la música instrumental;
reflejan, en efecto, los gustos de la época, y se adaptan tanto a los oyentes
frívolos de los salones como a los virtuosos en ciernes.

LAS TÉCNICAS DE ESCRITURA


El lenguaje de la música instrumental del siglo XIX se basa todavía en los
temas y en las tonalidades. Sin embargo, ante las nuevas exigencias de la
expresión romántica, los hábitos antiguos se irán metamorfoseando poco a
poco: una respiración casi humana, una pasión que llega a veces a
paroxismos sorprendentes, una presencia total del creador en su obra,
parecen humanizar el discurso musical. A partir de Wagner, como reacción
contra esas abrumadoras oleadas de sentimientos que brotan del fondo del
alma, los compositores pretenderán proceder sólo por impresiones o volver a
prácticas anteriores: después del romanticismo y del neorromanticismo
vendrán el impresionismo y el neoclasicismo.

Los temas
Los primeros efectos de las novedades del lenguaje se dejan sentir siempre en
el ámbito de la frase musical. Teniendo en cuenta que el concepto de "tema"
conserva en la época su significado etimológico (thema: 'lo que se plantea') -es
decir, lo que se impone y al mismo tiempo es generador de forma, el paso
previo, la idea de base de una composición-, es posiblemente el elemento que
mejor dé cuenta de las particularidades individuales y de la evolución del gusto
de la época.
En la época clásica, el tema se situaba generalmente al principio de un
fragmento o, eventualmente, podía ir precedido de varios compases de
introducción, claramente identificables como tales, cuya función consistía en
guiar al oyente hacia lo expuesto desde la primera idea melódica. Las raras
excepciones a esta regla solían obedecer a intenciones extramusicales.
En el siglo XIX, la aparición del tema tiende a retrasarse cada vez más. En
Liszt, por ejemplo, o con más frecuencia en Bruckner, estos compases
dilatorios crean efectivamente una atmósfera, pero también pueden contribuir
a disminuir la importancia de los temas a los que preceden.
En la época romántica aumenta también el número de temas. En Beethoven,
por ejemplo, ya aparecían temas articulados en diversas secciones, mientras
que en las estructuradas sonatas de Bruckner aparecen casi siempre
presentados en tres grupos o en olas sucesivas.
Dado que su extensión también aumenta -el primer tema de la Sonata para
violín y piano de César Franck, por ejemplo, llega hasta los veintisiete
compases-, la única imposición será frecuentemente la determinada por
algunas células presentadas de nuevo o reelaboradas.
La procedencia de los temas es muy diversa. Muchos de ellos proceden del
repertorio de las fantasías o variaciones. Algunos son de origen folclórico: este
nexo es particularmente sólido en los países germánicos, y su eco resuena en
todas las sinfonías, desde Beethoven hasta Mahler. Otros son más o menos
"exóticos" (alemanes, suizos, españoles y, sobre todo, italianos), fruto de la
gran afición romántica por los "recuerdos" de viajes, plasmados en cuadernos
y álbumes de todo tipo. Estas dulces reminiscencias forman una buena parte
del repertorio; a veces hacen alusión a tierras más lejanas, coincidiendo
especialmente con los grandes momentos de la colonización.
Cualquiera que haya sido, sin embargo, la vena temática del romanticismo, no
debe deducirse que estas melodías nacieran siempre espontáneamente de la
pluma de los compositores. Los numerosos cuadernos de bocetos de
Beethoven, o las diferentes versiones del comienzo del Cuarteto de Franck,
así lo indican; Mendelssohn confesaba también que la composición de la
Sinfonía italiana le había ocasionado los peores tormentos de su vida, y
George Sand cuenta que Chopin ensayaba una y otra vez al piano los
fragmentos melódicos que sus paseos le inspiraban.

Los ritmos y los "tempi"


Sin contar los géneros concebidos específicamente para la danza, los ritmos
de esencia coreográfica son cada vez más raros en las obras del siglo XIX;
son sustituidos por una rítmica mucho más irregular, más próxima a la palabra.
Esta transformación queda patente en Berlioz y revela perfectamente la unión,
fundamental para la estética de la época, entre texto y música.
La falta de nitidez -particularmente en Francia, donde la lengua carece de una
articulación fuerte y regular- es reforzada además por la utilización del rubato,
técnica que consiste en retener ligeramente el movimiento de un motivo para
hacer que se escuche mejor. A esto hay que añadir los frecuentes cambios de
ritmo, el paso del binario al ternario, o viceversa, y la yuxtaposición, o incluso
la superposición, de las dos divisiones del tiempo; tales metamorfosis rítmicas
son bastante habituales en Brahms o en los discípulos de Franck.
Las indicaciones de compás, en general, son fieles a estos esquemas simples
cuya pobreza y falta de variedad deploraba A. Reicha en 1826. Las diferentes
influencias folclóricas contribuirán a ampliar estos marcos. A partir de 1828, el
larguetto de la Sonata de Chopin en do menor se escribe en 5/4, como
también el scherzo de la Tercera sinfonía de Borodin o el segundo movimiento
de la Patética de Tchaikovski.
Es frecuente, sin embargo, que la frase melódica pase sobre la simple
referencia óptica de la barra de compás y desborde el marco fijado.
Puesto que la música romántica implica una mayor carga subjetiva, es normal
que el ritmo no sea fijo y se adorne con toda la riqueza de la vida tanto sus
matices épicos (Liszt) como líricos (Chopin). Las mismas razones explican la
presencia de las numerosas variaciones de tempo que surgen en la música
instrumental a partir del romanticismo.

Las tonalidades y la armonía


En los tempi lentos, la evolución de los contextos tonales permitía que el
lenguaje armónico se refinase hasta el exceso. La adopción en el siglo XVIII
del temperamento igual, posibilitaba -al menos teóricamente- una escritura
suelta en todos los tonos. En realidad, las dificultades de entonación de ciertos
instrumentos limitaron la música instrumental durante mucho tiempo a un
pequeño número de tonalidades simples. Las más utilizadas a comienzos del
siglo XIX eran do o re, elegidas por la brillantez que alcanzaban los
instrumentos de metal en estos tonos.
En el teclado, sin embargo, las tonalidades se diversifican mucho más deprisa
y pronto surge una suavidad tonal muy característica que dará un golpe
definitivo a la tonalidad clásica. Los compositores, en su intento por potenciar
la intensidad expresiva, pretenden acrecentar las tensiones mediante la
alteración de diferentes grados (sexta napolitana, quinta aumentada o
disminuida), sirviéndose de las disonancias no resueltas, luego fijando estas
disonancias y, finalmente, superponiendo funciones diferentes. Las
modulaciones ya no se harán sólo por proximidad con otras tonalidades, sino
que a veces recurrirán al cromatismo o incluso al "enganche", creando efectos
realmente sorprendentes.
Aunque las séptimas disminuidas son numerosas, el acorde de novena puede
figurar ahora en posición inicial o final -lo que a veces confiere a las obras
cierto aspecto fragmentario o inacabado-, y algunos compositores, como
Debussy y más tarde Ravel, utilizan ya el acorde de undécima en posición
fuerte.

El contrapunto y la fuga
Estas técnicas gozaron de especial favor en los países germánicos, como
prueba la frecuencia de la escritura horizontal (es decir, contrapuntística) en
las obras de Bruckner, de Brahms, de Reger o de otros compositores que,
como Dvorák, pertenecieron a la escuela germánica. En Francia, en cambio, el
número relativamente escaso de obras teóricas sobre contrapunto, en
comparación con los tratados sobre armonía, bastaría para mostrar el despego
de los compositores franceses anteriores a D'Indy por este tipo de
procedimientos. De hecho, son a menudo satirizados, como hace Berlioz con
la imitación en los "Amén en imitaciones" de su La dammantion de Faust ("La
condenación de Fausto", 1846) o Satie con la fuga en Fugue à tantons ("Fuga
a tientas", en Cosas vistas sin lentes a derecha e izquierda, 1914).
El romanticismo megalómano, llevado por su complejo deseo de expresión,
mostró un particular aprecio por la superposición temática. Berlioz la practica
en Harold en Italie y en Roméo et Juliette; en estas partituras y en otras
semejantes pudo adquirir Liszt el gusto por esas fanfarrias de metales
brillantes que flotan sobre la vibración de las cuerdas, como hizo en Los
preludios.
La verdadera técnica de imitación suele aparecer generalmente a través del
fugato, como puede verse en la Sonata en si menor de Liszt o en el Cuarteto
de Franck.
Por otra parte, los compositores intercalan a veces en sus obras verdaderas
fugas. En general éstas no son muy cultivadas como formas aisladas, aunque
Mendelssohn, Saint-Saëns y Schumann todavía las escriben; sin embargo,
reaparecen cuando la obra instrumental roza la inspiración religiosa, como es
el caso de la Sinfonía fantástica.

La variación
La variación, inspirada en aires variados, en el ground, la chacona o el
pasacalle, muy de moda ya en el siglo XVIII, conoce un considerable auge
gracias a las obras para salón del siglo romántico. Todos los grandes pianistas,
Liszt incluido, hicieron variaciones sobre arias de ópera, sin aportar sin
embargo demasiadas innovaciones a esta técnica. Hay que destacar que
Beethoven, que realizó una veintena de obras basadas en ella, consiguió una
de las cimas de este principio de escritura con las Variaciones sobre un vals
de Diabelli (1823). El hecho de que esta técnica estuviera asociada a
composiciones de salón hizo que los compositores prefirieran no utilizarla en
obras de inspiración más elevada. Aunque Weber y Schubert también
escribieron variaciones, Schumann y Brahms fueron los que se mantuvieron
más fieles a esta técnica. Saint-Saëns la recupera en sus Variaciones sobre
un tema de Beethoven (1874), como también Franck en sus magistrales
Variaciones sinfónicas para piano y orquesta (1885), o Fauré con Tema y
variaciones (1897).

Los matices
Uno de los más eficaces procedimientos expresivos utilizados en la época son
las variaciones de la dinámica. El siglo XVIII había creado los matices de
gradación (los crescendi), que se sumaron a procedimientos anteriores, como
los contrastes del barroco o el "eco". Los compositores del siglo XIX serán muy
sensibles al poder dramático de los crescendi, y los utilizarán hinchándolos de
forma espectacular. A ellos recurren, entre otros muchos, Rossini -a quien
llegaron a apodar "Sr. Crescendo"-, Berlioz (la marcha de los peregrinos en
Harold en Italie) o Bruckner (la gigantesca gradación de sesenta y dos
compases que abre su Novena sinfonía).
Dentro de la extrema diversidad de matices que caracteriza la música
romántica -que van del cuádruple piano al triple fortísimo-, se consiguen
importantes efectos recurriendo también a las rupturas brutales: Berlioz, por
ejemplo, las practica habitualmente, y Bruckner las va multiplicando de forma
semejante a los planos sonoros del órgano. Pero el procedimiento más
sorprendente es sin duda el sforzando, ya utilizado magistralmente por
Beethoven en los rebeldes estallidos de la obertura de Coriolano.

© Espasa Calpe, S.A.

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