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La ciudad de los perseguidos

No cabe la menor duda, siete de cada habitantes de la Capital hacemos parte del nada
selecto grupo de “los perseguidos”. Denomino así, a todos aquellos que tenemos Bogotá
en las venas y que nos fluye con total derecho y total desprevención, con el atenuante
además de ser nacidos aquí mismo, en el San Juan de Dios o en alguna casa de las
Aguas, o en algún rincón del Restrepo, y que, a pesar de todo ello, somos tratados con
enemistad por citadinos inventados, que las rutas, y las fiestas, y los sitios, y el dinero, y
no se cuántas otras mañas más, hicieron que se acomodaran con total libertad en un
pedazo de tierra, antes toda tierra, antes sembrada toda, del mismo maíz y la misma
caña sabanera; y curioso, ven con ojos de gigante a seres que son sólo Bogotanos, eso y
nada más. No son altivos ni inventados, son hijos de las calles del frío que baja de
Monserrate, y ha ido abriéndose paso a través de largas avenidas hasta llegar al río
Bogotá, si, he dicho río Bogotá, donde se acomodan los que no tienen para el pan,
algunos que tienen sólo para la vareta, otros para un frasco desesperado de pegante.
Pero también se ha extendido en sentido grato, acogiendo personas de todos lados, una
tierra tan elástica sólo podría ser la nuestra, la de nosotros, los Bogotanos. Han llegado
aquí de todas los rincones y se han forjado aquí sus carreras, otros sus negocios y otros,
menos agradecidos, sus egos inflamados… no, que digo, sus pupilas molestas por el sol
de las doce (que en nada se parece al de sus tierras), y muertos de frío a las cinco de la
mañana, y criticando: “que personas más indolentes éstos Bogotanos”, “que jóvenes
más malcriados”, “que seres más violentos”, “que personajillos del sur más
igualados”… Ni el sur, ni el norte, ni cardinal alguno debería ser un referente. La tierra
fue diseñada una sola, en las diversas teorías, en las ecuaciones de la creación, y hasta
en las más feroces épocas de la humanidad, los llegados han tenido respeto por los
asentados de nacimiento. ¿Hasta cuándo los Bogotanos tendremos que soportar a tanto
y tanto vecino llegado y para colmo crecido a más? ¿Si en sus pueblos o cuidades
natales todo era tan perfecto, por qué no se quedan allá? ¿Si aquí la educación y el
talento son tan escasos entonces qué más da?
Lo curioso es que a la hora del negocio, la hora pico de los entrometidos, entonces es la
gran ciudad, la del centro histórico y la plaza de Bolívar, la de los kioscos embellecidos
y las plazas de artesanos, la de negociar los dólares, el oro, las esmeraldas; la de robar,
atracar y disfrutar en “putiaderos”; la de venir a mostrar todo lo que de ella NO SE
SABE y aún así, jactarse por las veinticuatro cuadras cuadradas que de ella se conocen:
Bogota: desde la 26 hasta la sexta, desde la circunvalar-monserrate hasta la caracas-
transmilenio…
Y yo que la camino en Bosa, en la feria de las Colonias, en la iluminación de la
plazoleta el Tintal, en el comercio de Venecia, en los almuerzos comunitarios en Usme,
en las inundaciones de San Benito y Patio, en la plaza elegante de Usaquén, con los
abuelos en su misa, en alguna de las iglesias de Suba, en los nuevos centros comerciales
que rodean ahora Engativá, en Fontibón y su ferrocarril que siguiéndolo me lleva a
Normandía; en el Ricaurte jugando rana y también de compras… y se me antoja que
Bogota es un tanto más grande, se me antoja que es mucho más grande y que es
también, lamentablemente, una ciudad donde los perseguidos no son los criminales,
sino nosotros, los que habitamos lejos de esas veinticuatro cuadras, el territorio de los
forasteros.

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