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EL ELEVADOR1

El día había sido insólitamente fatal. Había pasado horas y horas de estoicismo frente a las
pantallas informáticas. Un expediente extraviado, un colega ausente, una falla en el sistema,
una reparación tardía. Todos esos impedimentos se habían sucedido implacables en el
infausto espacio de una tarde. Tensión, tensión, stress. Llamadas repetidas por teléfono.
Accesos de cólera y de rabia. La exigencia lacerante y perentoria de la dirección, porque sus
conclusiones eran para ayer. Cafés y cafés para anular la fatiga, para resistir las horas extra,
para tratar de recuperar las horas de trabajo eléctricamente perdidas. A las dos de la mañana
había alcanzado el clímax de la desesperación. Una hora y media después, tras haber podido
recuperar algunas claves del trabajo, se tuvo que resignar a suspender sus esfuerzos. Había
trabajado, con apenas alguna mínima interrupción, durante casi dieciocho horas, sin olvidar
que su promedio en las dos últimas semanas era de jornadas de quince intensas horas. Estaba
muerto de fatiga. Era inútil, en la última media hora había sido incapaz de eslabonar las ideas
con alguna mínima claridad. A pesar del aire acondicionado, sentía las incesantes gotas de
sudor que resbalaban por su rostro. Harto, agotado, ya no soportaba más el enclaustramiento
frente a la difusa claridad de las pantallas. Se decidió por fin a ir a casa a tomar una ducha, a
tratar de dormir unas horas, quizá a comer algo. Ni modo, otra noche más sin Nuria.
La única luz del alto edificio recién inaugurado de las nuevas instalaciones por fin se
apagó. El joven y brillante ingeniero en sistemas se arrastraba extenuado con la chaqueta al
hombro y el denso portafolios por los asépticos metros que lo separaban de los elevadores. Ya
en el interior del primero que subió, vio en el espejo su rostro obscurecido por la barba
naciente y la angustia acumulada, vio la multitud de minúsculas gotas de sudor que volvían a
brotar de su frente y las secó con la manga de la camisa. Agotado, apoyó el botón del tablero.
El elevador inició veloz su descenso, hasta que de pronto sintió la sacudida y el parpadeo de
la luz que se extinguió. La sacudida lo hizo desplomarse y creyó perder el sentido por un
momento. Tardó algún instante en poder levantarse dentro de ese negro vacío. La estúpida
avería también en el elevador, definitivamente era lo único que le faltaba en ese día.
Un instante después se volvió a encender la luz. Vio en el tablero que se encontraba en el
noveno piso. Dudó en utilizar el botón de emergencia; prefirió volver a insistir en el botón de
la planta baja. El elevador reinició su descenso. Respiró con alivio.

1
Cf. “La bolsa” in Eduardo RAMOS-IZQUIERDO, La dama sombría, México, El viejo pozo,
2003, p. 85-92
Salió al hall, que percibió apenas iluminado por unas luces mortecinas. De seguro que
había habido otra falla en el control central. Tan modernas y lujosas las nuevas oficinas,
tantas promesas de confort y eficacia, y dos descomposturas en un día. Extrañó la antigua
sede en el centro de la ciudad, pero ya se sabe, el progreso, la modernización. Y finalmente de
qué se quejaba, la compañía sorteaba con éxito los obstáculos de la crisis. Su sacrosanta
empresa era una de las pocas que estaban en plena expansión.
Al llegar a la entrada, no vio al velador en su silla habitual. La puerta trasera estaba abierta
y creyó distinguir su sombra dormida en la penumbra. Era el colmo. El muy haragán
durmiendo. Estuvo a punto de ir a despertarlo, pero se arrepintió. De qué le serviría ir a
quejarse de las averías. Estaba extenuado, lo que realmente quería era largarse. Mañana sí que
despotricaría contra el huesudo de la supervisión. Trabajar en esas condiciones era imposible.
Mañana sí que lo escucharían.
Al salir al aire libre, la bocanada de calor le hizo echar de menos las ventajas del aire
acondicionado. A pesar de que era ya de madrugada, continuaba el infernal calor de ese
verano. Recordó haber oído en las noticias una mejoría para esa noche, pero con el servicio
meteorológico, por favor, ya se sabía. Llegó por fin al área de estacionamiento de ejecutivos
en donde su coche reposaba solitario.
Dueño de todo el espacio, cruzó el estacionamiento en diagonal hasta la salida. No vio al
guardia en su sitio y las barreras de control estaban levantadas. Era innegable, el servicio de
vigilancia dejaba mucho que desear. Tantas precauciones con tarjetas de control y barreras
para que cualquiera pudiera entrar o salir a su antojo. En fin, él ya se enfilaba por la salida a la
carretera. En unos quince minutos llegaría a su chalet recién adquirido gracias al avance y al
cambio de adscripción. Después de todo, si no hubiera sido por su traslado a las nuevas
instalaciones, no se hubiera decidido a comprarlo. Aún no terminaba de desempacar todas las
cajas de la mudanza, pero sabía que había vodka suficiente y que en su vasto refrigerador las
botellas de jugo de naranja heladamente lo esperaban. Sí, primero un buen trago, luego una
larga ducha fresca o quizá mejor un baño con un poco de música. Sí, una música melodiosa,
un poco de Schubert o Chopin, aunque no, mejor Mozart, el Mozart de los cuartetos
intermedios sería ideal. Sin duda que al final del baño le daría un poco de hambre para un
sándwich de salmón, se lo prepararía ligerito, antes de recostarse unas horas hasta el horror
del despertador.
Rodaba y rodaba, esa noche el cansancio le hacía más largo el camino. Una y otra vez se
internaba en las curvas de la carretera de montaña. Esas curvas y curvas que se repetían
monótonas, que le exigían mucha atención, porque la carretera bordeaba los precipicios. Le
extrañó que en algún momento tuviera la impresión de que era otro el camino. Era ese
cansancio de la jornada, aunque no, lo que pasaba es que las luces de los faros eran muy
tenues. Algunas curvas después se apagaron por fin y lo obligaron a detenerse en un recodo
de la ruta. No, realmente no era posible. Era el colmo de la mala suerte. La batería no podía
ser, era nueva. Quizá fuera una deficiencia en el sistema de iluminación. En definitiva, ese día
pasaría a la historia como el día de las averías eléctricas. Y pensar que el bandido del
mecánico le había asegurado el perfecto estado general de su coche después de la revisión y
sobre todo de la nota detallada. Se arrepintió de ignorar los mínimos secretos de la mecánica.
Tendría que llamar con el celular al servicio de asistencia vial. Porque aunque ya no debería
de estar muy lejos de casa, conducir sin luces, con la fatiga del día, era sin duda una locura.
En la obscuridad buscó su chaqueta en el asiento trasero. No aparecía. Revisó nuevamente: no
estaba. La cólera y el manotazo sobre el asiento. No, no podía ser. Recordaba haber salido con
ella de su oficina. En el elevador, por supuesto, de seguro que allí mismo la había olvidado.
Salió del auto bajo la luz de la luna llena apenas cubierta por algunas nubes. Vio la playa y
a lo lejos la claridad de una casa a unos pocos kilómetros. Algunos trasnochados a los que les
iría a pedir ayuda. Si bajaba por la cuesta rocosa y caminaba por la playa podría cortar el
camino para llegar más rápido. Les pediría el teléfono y alguien vendría a recogerlo. Quizá le
ofrecieran un trago mientras esperaba el socorro. Guiado por la luz lunar, empezó a descender
la escarpada cuesta hacia la playa. El lejano susurro del oleaje marino se hacía cada vez más
audible. Lamentaba que la brisa marina fuera tan débil y que no contrarrestara el infame calor.
A medio camino, distinguió a su derecha a lo lejos a un grupo de gente que caminaba al
borde de la playa. Bajaría un poco más y les haría señas para que lo ayudaran. Seguramente
serían las gente de la casa que habían salido a dar un paseo nocturno y volvían. Metros
después, en un descanso de la cuesta, agitó los brazos y les gritó. El grupo no pareció alcanzar
a oír sus llamados. Decidió apresurar su descenso para que coincidiera con su paso.
En los últimos peñascos, ya por fin cerca de la playa, alcanzó a distinguirlos mejor. Esa
forma de caminar mecánica y embrutecida le inspiró desconfianza. Tuvo recelo y los dejó
alejarse. Se detuvo un instante a recuperar sus fuerzas. Volvió a ver la luz de la casa. No
estaba lejos. Una buena marcha y llegaría. Vio la luna llena atravesada de nuevo por unas
nubes similares. Quiso saber la hora y vio el cristal de la carátula de su reloj estrellado. El
reloj se había detenido en la simetría de las tres treinta y tres. A esa hora debía de haber sido
la estúpida avería del elevador. Al caerse debía de haber golpeado sin darse cuenta su reloj.
Calculó que ya deberían de ser más de las cuatro. En un poco más de una hora comenzaría a
despuntar el día. Dudó si volvería al auto a esperar el amanecer o caminaría hasta la casa de
las luces. Vio la cuesta recorrida y con ese calor que seguía siendo insoportable, decidió
sentarse un momento a descansar. Hubiera querido fumarse un cigarrillo, pero la cajetilla se
había quedado también en la chaqueta. Se acomodó en un nicho entre las rocas y no sintió
cuando se quedó dormido.
Soñó que entraba en el elevador de nuevo. Instantes después se veía desplomarse con una
mueca de dolor. Vio cómo el elevador se detenía y se abría. El estaba desmayado y sintió el
dolor en el pecho como si él fuera el que yacía por tierra. Sus puertas se cerraron. El velador
intrigado y receloso se acercó a pulsar el botón. Al abrirse, lo vio descubrir el cuerpo
desplomado, aproximarse a él y tratar inútilmente de reanimar su cuerpo. Se vio muerto, se
supo muerto. Súbitamente despertó angustiado. Vio el mar y la luna. Se sintió feliz de
despertar de la pesadilla, de comprobar que a pesar de todos los percances estaba vivo.
Seguía siendo de noche. Tuvo la impresión de que el tiempo no había transcurrido. No
debía de haber dormido mucho, apenas el paréntesis de esa horrible pesadilla que ya trataba
de olvidar. Por suerte allí estaba el oleaje del mar que lo tranquilizaba. Todo seguía igual. Ya
no lo acosaba el cansancio y se sentía bien, tan bien, que tampoco tenía ni hambre ni sed, a
pesar de que desde la insípida ensalada de ayer al mediodía en el restaurante de la empresa, no
había vuelto a probar bocado. En fin, había que levantarse y ponerse en marcha hacia la casa
de la costa.
Al ponerse de pie descubrió a su derecha a otro grupo de gente que se alejaba. Iban
reunidos y sin embargo aislados. Se levantó para ir a alcanzarlos y después de unas zancadas
consiguió acercárseles. A unos metros de ellos los llamó con gritos amistosos, pero ellos ni
siquiera se dieron la vuelta. Desconcertado al principio, irritado después, los dejó que se
alejaran.
Momentos después reanudó su marcha solitaria. Algún tiempo más tarde se detuvo para
ver a lo lejos la misma claridad de la casa. Tuvo la impresión de que, a pesar del avance de su
caminata, él permanecía a la misma distancia de ella. Temió algún efecto óptico, pero no, esas
historias de oasis se dan sólo en los desiertos y no allí, aunque ese calor era realmente el del
desierto. Agobiado por la temperatura y la fatiga, se desnudó y fue a refrescarse un poco al
mar. Le sorprendió la frialdad de las olas, no obstante, algunos momentos después, su cuerpo
se acostumbró a la temperatura del agua y permaneció en ella un buen rato dejándose mecer
por el vaivén. En algún momento volvió su vista hacia la costa y descubrió a lo lejos otro
grupo de hombres que se aproximaba. Salió del agua a vestirse rápidamente. Al terminar de
ponerse la ropa, la sintió menos opresiva, ya el calor era menos agobiante. Unos momentos
después vio pasar al nuevo grupo. Como las gentes de los otros grupos, todos tenían ese
aspecto aturdido. Entre los últimos creyó reconocer a alguien que se parecía a Jordi, un amigo
de facultad. Aunque no, no era posible que fuera él. A pesar de todo, absurdamente lo llamó:
el otro no desvió su mirada ni le contestó. Trató de volver a gritarle, pero sintió que su voz no
resonaba. Corrió detrás del grupo para tratar de detenerlo. Cuando estaba a unos pasos, junto a
él, sintió un profundo horror al ir a tocarlo. Jordi seguía caminando imperturbable. Porque sí,
era él, había comprobado que era él, aunque eso no podía ser, era totalmente absurdo. No
obstante, siguió caminando junto a él, ajustando el ritmo de su paso al del grupo. Esperaba
que Jordi reaccionara, que lo reconociera, aunque eso no podía ser, porque Jordi había muerto
hacía dos años de un infarto. No podía ser, pero seguía caminando, ya sin ver, ya sin esperar
la claridad de la casa que permanecía inmóvil en el horizonte, lejana, infinitamente lejana.

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