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37472059doc Biografia Santa Monica PDF
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Por su vida personal, por su influjo en la vida de san Agustín y por sus
posibilidades simbólicas santa Mónica merece un puesto de honor en el santoral
cristiano. Su determinación, su entereza de ánimo, su inteligencia, su amor materno y
su fidelidad a la Iglesia resultaron decisivas en la conversión religiosa de su hijo, uno
de los mayores padres de la Iglesia y figura cimera de la cultura occidental. Y esa
actitud la convierte en modelo perenne de esposas y madres cristianas. La Iglesia, al
honrar su memoria, satisface en cierto modo la inmensa deuda que tiene contraída
con tantas mujeres anónimas, que no sólo han preservado la fe de sus hijos, sino
que los han conducido al servicio de la Iglesia y de la sociedad.
Al servicio
servicio del esposo y de los hijos
Todo cuanto sabemos de Mónica se lo debemos a Agustín. En sus Confesiones
le rindió un homenaje imperecedero, amasado de ternura, admiración y gratitud. Y con
la misma veneración la recuerda en los Soliloquios, en algunas cartas y hasta en
obras de su ancianidad. En una de estas últimas atribuye su salvación a las
oraciones de su madre: “las ardientes súplicas y cotidianas oraciones de mi buena
madre […] evitaron mi perdición” (El don de la perseverancia, 20,53).
La sacó del peligro el reproche de otra criada, que durante algún tiempo había
sido espectadora silenciosa de la picardía de su señorita. En el ardor de una
discusión se lo echó en cara, llamándola borrachina. El insulto se clavó en el corazón
de Mónica y, en una reacción muy propia de su carácter, reconoció su falta y rompió
completamente con ella: “herida con tal insulto, comprendió la fealdad de su pecado
y al instante lo condenó y arrojó de sí” (Conf. 9,8,18). Era la primera señal de un
carácter resuelto, incapaz de refugiarse en falsos parapetos y dispuesto a afrontar
cualquier dificultad; y quizá también una primera muestra de amor propio y de un
innato sentido de la propia dignidad.
La tarea no le iba a ser fácil. Tendría que convivir con un marido pagano y
voluble, tan pronto a las efusiones del amor más tierno como a las explosiones de ira
y a las infidelidades conyugales. Era, en palabras de su hijo, “sumamente cariñoso
y, a la vez, extremamente colérico”. Pero nunca llegó a poner las manos sobre ella,
lo que no dejaba de sorprender a quienes conocían la violencia de su carácter.
Tampoco el nuevo hogar le resultó agradable. Ante todo, era una casa pagana,
con costumbres muy diversas de la suya. Luego tropezó con una suegra suspicaz y
unas criadas chismosas, dispuestas a alimentar con sus cuentos los recelos de la
suegra. “Al principio”, escribe Agustín, “su suegra se irritaba contra ella por los
chismes de las malas criadas”. Pero pronto estos cuentos se estrellaron contra su
paciencia y mansedumbre. La suegra recapacitó y, tras un justo castigo a las
culpables, “las dos vivieron en dulce y amigable armonía”.
Las exhortaba a ser tolerantes con sus esposos y a no airear las faltas de los
ausentes. Aborrecía el comadreo y cuando sus amigas caían en sus redes, se
aislaba, sin participar en chismes ni divulgar defectos ajenos. Lejos de ir a una con
los cuentos de la otra, se esforzaba por limar aristas y conciliar los ánimos
encontrados. “Se las ingeniaba para poner en juego sus dotes pacificadoras entre
toda clase de personas enemistadas. […] Nunca contaba nada a la una de la otra,
sino aquello que podía servir para su reconciliación” (Conf. 9,9,21).
Mónica tuvo tres hijos: Agustín, que quizá fuera el primogénito, Navigio y una
hermana de nombre desconocido. Los dos últimos no le dieron mayores problemas.
Navigio, joven de salud delicada, introvertido y amigo de indagar el por qué de las
cosas, debió de contraer matrimonio, al igual que su hermana. Ésta enviudó pronto y
luego fue abadesa del monasterio de Hipona. En él ingresaron también algunas
sobrinas de Agustín, sin que conste si eran hijas de Navigio o de su hermana. Lo
mismo sucede con Patricio, clérigo de la iglesia de Hipona, y con su hermano,
subdiácono de la de Milevi.
El 374 alcanza a su hijo en Cartago y durante nueve años vive con él, hasta el
383, en que sufre una de las grandes desilusiones de su vida. Agustín, insatisfecho
de los estudiantes de Cartago, quiere probar suerte en Roma y, para hacerlo con más
libertad, abandona a su madre en la playa y embarca furtivamente para Roma.
Mónica acusa el golpe. Llega a llamarle mentiroso y mal hijo. Pero continúa rezando
por él y en la primera ocasión cruza el mar y le alcanza en Milán.
A las pocas semanas estaban todos en Ostia, a la espera de una nave que les
devolviera a África. En la patria les sería fácil dar con un lugar apropiado para servir
a Dios. Un día, mientras descansan del viaje, madre e hijo experimentan el llamado
éxtasis de Ostia. Asomados a la ventana discurren juntos “sobre cómo sería la vida
eterna de los santos […], llegando a tocar con el ímpetu de su corazón aquella región
de la abundancia indeficiente en la que tú apacientas a Israel eternamente con el
pasto de la verdad”.
El culto
Mónica se despreocupó de su cuerpo. Pero los cristianos no lo olvidaron. Anicio
Auquenio Basso mandó esculpir en su tumba una inscripción métrica (408). El 9 de
abril de 1430 Martín V trasladó sus restos a la iglesia romana de San Agustín y los
depositó en una hermosa capilla, en la que siguen esperando la resurrección de la
carne.