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Nietzsche, vida y obra

Filósofo alemán n. en Röcken, pequeña ciudad de la Turingia sajona


anexionada a Prusia en 1815, el 15 oct. 1844. Cuando tenía 15 años
perdió a su padre, que era pastor protestante. Hizo sus primeros
estudios en Naumburg y posteriormente cursó Filología clásica en las
Univ. de Bonn y Leipzig. Allí mostró ser un alumno aventajado de forma
que en 1869 fue nombrado profesor de filología griega en la Univ. de
Basilea. Testimonios de aquel tiempo nos describen a N. como un
joven risueño y prometedor, que en nada preludiaba la terrible violencia
de que iba a dar signos años más tarde. Una serie de amistades
hechas en este tiempo marcarían decisivamente su carácter: F. W.
Ritschl, bajo cuyo magisterio descubriría el mundo clásico; el helenista
Erwin Rohde; y Richard Wagner (v.), con quien rompería
posteriormente al encontrar su obra «demasiado cristiana».

La vida de N. fue rica en experiencias traumáticas: en 1870, se alistó


como enfermero voluntario militar durante la contienda franco-prusiana,
en la que pudo contemplar -como señala Jaspers- la miseria y el
sufrimiento humanos. También conoció el fracaso afectivo: en 1882,
encontró en Roma a Lou Andreas Salomé, de la que se enamoró y a la
que deseó unirse en matrimonio. Las presiones de su madre y
hermana, y -sobre todo- su miedo a romper la soledad que le aislaba,
destruyeron este amor que acaso pudiera haber salvado a N. de
muchos naufragios. N. fue, además, un enfermo: en 1876, marchó a
Sorrento, buscando la curación de una enfermedad que comenzaba a
manifestarse amenazante. En 1879, dejó definitivamente la enseñanza
y comenzó una vida errante por Suiza e Italia, que duró hasta 1889. En
ese decenio, N. redactó una serie de obras que se nutrían de sus
densos conflictos personales. En 1889 le sobrevino una aguda crisis de
demencia, que sus biógrafos denominan «el hundimiento de N.».
Acogido por su hermana, Elisabeth Forster, N. murió en Weimar, sin
haber recuperado la lucidez, el 25 ag. 1900.

Obras.

Escribió, entre otras, las siguientes: Die Geburt der Tragödie aus dem
Geiste der Musik (El origen de la tragedia en el espíritu de la música),
Leipzig 1872; Unzeitgemäse Betrachtungen (Consideraciones
inactuales), 1873-76; Menschliches, Allzumenschliches (Humano,
demasiado humano), 1878; Der Wanderer und sein Schatten (El viajero
y su sombra), 1880; Die fröhliche Wissenschalt (La gaya ciencia), 1882;
Also sprach Zarathustra (Así habló Zaratustra), 1883-85; Inseits von
Gut und Böse (Más allá del bien y del mal), 1886; Zur Genealogie der
Moral (La genealogía de la moral), 1887; Die Götzendammerung (El
ocaso de los dioses), 1889; Ecce homo, entregado a la imprenta poco
antes del hundimiento de 1889. Posteriormente aparecieron Die
Antichrist (El anticristo), en 1895, y la fragmentaria Der Wille zu Macht
(La voluntad de poder), en 1901.

Pensamiento

N. no es un pensador que se exprese por medio de análisis


sistemáticos al estilo de los filósofos tradicionales; su lenguaje es en
todo momento el de un hombre que aspira a comunicar a los demás su
propia experiencia existencial. Una experiencia que él cree tan
profunda y rica como la de Sócrates, Buda o el mismo Cristo. Sin
ningún lugar a duda, se puede afirmar que en el núcleo de la
personalidad de N. está un choque violento y permanente entre sus
vivencias y la realidad, en los términos en que ésta aparece constituida
en sus niveles religioso, político, ideológico, social, etc. De la tensión
entre su conciencia y la «fuerza de las cosas» se origina la vocación
subversiva que sella toda la obra nietzscheana.

No resulta fácil reducir a escuetas líneas un pensamiento que toca


temas tan múltiples y que se expresa mediante destellos fulgurantes de
lenguaje, frases cortas, aforismos; tanto porque lo que hay de idea se
halla revestido por una retórica abundante, cuanto porque en él son
patentes innumerables contradicciones. Sólo se puede hacer un
resumen atendiendo: a) a los caminos que recorre el mensaje
nietzscheano, y b) los núcleos de insistencia y repetición de ideas.
Como en toda persona con mentalidad profética, hay en N. un mensaje
que proclama llegado un tiempo de grandes transformaciones, lo que
lleva consigo la urgencia de muchas demoliciones que hay que
proponer a los contemporáneos y el anuncio de una etapa final en la
que éstos deben creer. En la dinámica interna de su obra hay, por
consiguiente, un impulso destructor y otro que trata de expresar una
esperanza.

Nietzsche subversor

La obra de N. se abre con una afirmación de la vida, apasionada si se


atiende a sus tonos y desesperada si se tiene en cuenta que es la
proyección de la impotencia de un enfermo. Zaratustra dice al
descender de la montaña: «Alegría embriagadora y olvido de sí mismo,
tal me pareció un día el mundo» (Así habló Zaratustra, I ). Este
personaje, máscara tras la que se oculta el filósofo, nos dice el hombre
que deseaba ser N.: alguien lleno del «sentido de la tierra» liberado de
todo «espíritu de pesadez», una inmensa resurrección de las fuerzas
creadoras que debían comenzar arrasando las actitudes de una
humanidad envejecida y obstinada en espejismos marchitos.
N. escribía en 1888 a Paul Deussen: «ya no soy un hombre, soy
dinamita». Y, efectivamente, apenas nada queda en pie para el lector
de todo lo que la tradición o las convenciones declaran como valor. Lo
primero es la civilización de los días del filósofo. En Alemania y en
Europa en general: «Las tendencias más fuertes y esperanzadoras de
la vida han sido calumniadas hasta ahora... porque el
empequeñecimiento, la capacidad de sufrir, la inquietud, la prisa, la
confusión crecen sin cesar... y el individuo enfrentado a la maquinaria
monstruosa se desalienta y se somete» (La voluntad de poder, 33).
Una palabra se repite en juicios análogos a éste con demasiada
frecuencia: «decadencia»; el personaje patético y solitario que escribía
tales protestas no se encontraba a gusto en una sociedad que
rezumaba mediocridad burguesa por todos los costados.

La fobia antirreligiosa ocupa un privilegiado lugar entre las obsesiones


destructivas de N.; eso depende ciertamente de una reacción contra la
atmósfera pietista que vivió en su hogar, pero sobre todo en su visión
de la cadencia alea del pensamiento ilustrado que le precede. Es
proverbial el texto de La gaya ciencia en el que se proclama la muerte
de Dios como el gran acontecimiento de nuestros días y el preludio de
las grandes trasformaciones (La gaya ciencia, 343). Esta idea está en
el corazón de todo lo proclamado por Zaratustra, a quien hace brotar
«lágrimas de alegría» (Así habló Zaratustra, 1, 2 ss.). La actitud de N.
en contra de la idea de Dios no es una crítica académica basada en los
argumentos positivistas de su tiempo, sino una oposición visceral. Dios
-dice- es «una objeción contra la vida, en vez de su trasfigurado y
eterno sí» y «la fórmula para toda detracción de este mundo, para toda
mentira del más allá» (Anticristo, 18). Las frases anticristianas
aparecen igualmente en sus páginas con una frecuencia obsesiva y
patológica: «Yo considero al cristianismo -escribe- como la peor
mentira de seducción que ha habido en la historia» (La voluntad de
poder 200). Y así lo acusa de predicar la humildad, la compasión, etc.,
actitudes que considera abyectas para quien sitúa por encima de todo
los valores de la vida.

Otra realidad que N. presenta como engaño que hay que denunciar
son los códigos de moral que existen o que han existido. Los
argumentos en que esta nueva crítica se basa son reducibles a uno
bien sencillo: el bien y el mal, que toda moral señala y atribuye a los
actos humanos, son para N. construcciones arbitrarias. Lo mismo que
la Naturaleza, cuando nos envía una tormenta que arrasa algo
construido por la mano del hombre, no es ni mala ni buena, un hombre
que haga daño es totalmente irresponsable (Humano, demasiado
humano, 104). De ahí que concluya afirmando que la moral «envenena
toda concepción del mundo, detiene la marcha hacia el conocimiento,
hacia la ciencia. Disuelve y mina todos los verdaderos instintos,
enseñando a considerar sus raíces como inmorales» (La voluntad de
poder, 576). Su visión culmina en el convencimiento de que la religión y
la moral, vigentes en tantas conciencias, sufrirán un golpe de muerte,
una vez que se haya demostrado que son manifestaciones parasitarias
de la vida y que la pujanza de la vida misma las condena a
desaparecer.

La vida es un poder que se afirma sin más lógica que su fuerza de


surgimiento; «Wille zu macht» (voluntad de poder) es la afirmación que
utiliza N. a la hora de determinarle un sentido. Éste se delata en todo:
el conocimiento científico, el Estado, la familia, el arte. Sucede que la
vida dota a unos espléndidamente, y a otros con escasez. Los primeros
tienen sed de dominio, son los «señores»; los segundos, los
«esclavos», deben protegerse contra el exceso de vitalidad de
aquellos. Fácil es detectar aquí las raíces irracionales de un
aristocratismo de la violencia y de la sangre, muy de la época, y que
aflora en las palabras de N., cuando éste se extasía ante la barbarie y
la guerra. Por eso encajan perfectamente en su pensamiento sus
enemistades hacia el socialismo y la democracia, a la que considera
cristianismo rebajado. Su vigencia hacía que N. diese el siguiente
diagnóstico del momento político: «El hombre gregario pretende ser
hoy en Europa la única especie de hombre autorizado y glorifica sus
propias cualidades de ser dócil y conciliador, y útil al rebaño» (Más allá
del bien y del mal, 199). El influjo de esta y otras ideas en el
nacionalsocialismo (v.) es un hecho demostrado.

Nietzsche afirmativo.

Todas las demoliciones realizadas tienen como finalidad instalar al


hombre en el terreno que N. considera como verdaderamente suyo, y
para llegar a lo cual es necesario reducir a un montero de ruinas toda
la tradición occidental. ¿Qué proponen las nuevas tablas
nietzscheanas? Algo que va contra el «sentido» de toda nuestra
civilización. Frente a ese «mundo verdad, en el que no se padece
contradicción, ilusión, cambio» -o sea, toda la empresa occidental de
hacer reinar el Logos en el conocimiento, la moral y la convivencia-,
hay que aceptar, afirma N., los elementos dionisiacos del devenir y
encontrar en ellos la felicidad (La voluntad de poder, 577). En el
mensaje de N. se conjugan dos temas que nos hacen ver a las claras
que en él las perspectivas lógicas y racionales están rotas: «el
superhombre» y del «eterno retorno». El primero es «el sentido mismo
de la tierra» y se anuncia porque la muerte de Dios es un punto cero en
la historia, el gran evento que va a liberar energías y que va a descubrir
mil sendas todavía no pisadas. La idea de! eterno retorno ocupa el
lugar vacío de la metafísica muerta. N. tuvo su «revelación» en medio
de un paisaje montañoso de la Engadina suiza. Todo debía volver
necesariamente para renacer y absorberse en un eterno ciclo, con ello
-tras el paréntesis griego y cristiano-quedaba recuperada la perspectiva
del mito.

Juicio sobre Nietzsche.

Un juicio valoratorio de N. resulta complejo por la cantidad de factores


que hay que tener en cuenta. Por de pronto, resulta sencillo
encuadrarle dentro del clima vitalista del siglo al lado de Dilthey,
James, Darwin, etc. No es tampoco difícil ver en N. un «síntoma» de la
civilización occidental en crisis: los grandes hundimientos; la crisis del
individualismo (a la que N. no se resigna y que trata de fundamentar de
nuevo en unas bases utópicas y descabelladas, entrevistas desde su
demencia personal); el impacto de la ciencia sobre la religión y la
moral; la necesidad de unos valores nuevos, proclamada por una
época subvertida en sus valores y en sus estructuras sociales; la
conciencia de que la cultura acumulada frustra al hombre (N.
Emparenta aquí con Marx y con Freud, críticos de la civilización); todo
ello se advierte en su obra tan elocuentemente como para haber
merecido este autor muchos estudios y distintos enfoques. De ahí el
interés de N. como tipo de existencia en la que se ven, exacerbadas
hasta el paroxismo, las fuerzas que hay en el hombre: las exaltaciones,
las bajezas, los fracasos, el histrionismo, la grandeza y la miseria de
que como hombres somos capaces.

Como observó Jaspers casi para cada afirmación de N. se pueden


encontrar en sus mismas obras la afirmación contraria. De ahí su
carácter de revulsivo, de filosofía encaminada más a la destrucción que
a la construcción. Sus frases fuertes han estimulado a numerosos
pensadores del s. xx, que han visto en él un testigo de excepción de la
crisis espiritual de nuestro tiempo. Pero el pensamiento nietzscheano
tiene siempre que ser valorado desde fuera de él mismo, ya que N. nos
conduce hasta el problema de la persona, pero no es capaz de
revelarnos la verdad de su misterio; más aún, su carácter destructor
nos conduce a las puertas del nihilismo.

B. HERRERO AMARO.
En Gran Enciclopedia Rialp, vol. 16,
voz Nietzsche, pp. 823-825
Nietzsche
Por Joan Maragall

Interesante y conmovedor artículo del gran escritor Joan Maragall (Barcelona,


1860 - 1911)., contemporáneo de Nietzsche, con ocasión de la muerte de éste
(1900). En 1983, Maragall expresaba su "esperanza con curiosidad" en la
aparición de hombres como Nietzsche "precursores" de una sociedad en la "que
majestuosamente se desenvuelva una nueva fase de la evolución humana". El
presente artículo de 19-IX-1900, Maragall expresa magistralmente su desencanto,
no exento de admiración por el alemán, aunque no llegó ver con sus ojos la
práctica derivación hitleriana, no menos discrimatoria y bárbara que el
deslumbrante programa social de Nietzsche.

Al leer la noticia de la muerte de Nietzsche una fuerte piedad invadió nuestra


alma: la vida y la muerte de este hombre tienen algo de trágico, algo que
espanta y apiada. Nietzsche es un sediento de absoluto, un sediento de
Dios; pero no quiso bajarse a beberlo en la fuente de la fe, y murió de sed:
Una gran potencia que había en su espíritu le hizo soberbio como no puede
serlo un hombre: el límite de nuestra razón y de nuestros sentidos lo
despreció, y quiso comprender lo incomprensible, lo que hay que presentir y
adorar con humildad. No vio la altísima dignidad que encierra esa humildad
humana que puede orar trémula y ansiosa en su presentimiento de lo eterno;
negó todo lo que no comprendía, e intentó crear un mundo a su imagen y
semejanza. Un hombre que quiere hacerse Dios, ¡tragedia terrible y grande!

En esa desesperada génesis de su mundo, ¡cuántas imprecaciones, cuántos


tormentos, cuántos gritos desgarradores, cuántas carcajadas aturdidoras, y
cuánto esfuerzo! Buscando al hombre puramente humano se le apareció
primero en el paganismo, en su más alta expresión, en los trágicos griegos.
Pero vio que desde entonces el espíritu humano había andado y creyó que
Wagner era el trágico griego de hoy, y se hizo wagneriano. Ni su sed de
absoluto ni su espíritu potente y soberbio podían definirse dentro de una
concepción meramente wagneriana de la vida, y entonces su superioridad
reniega el maestro de Bayreuth y lo ridiculiza por pedante y por limitado.

-;Más ! ¡más! -le grita su sed- de Dios; y busca, busca al hombre endiosado
en la gran subida de savia del Renacimiento, en las maldades grandes y
alegres de un César Borgia, y en la humana omnipotencia de Napoleón.

-No basta; ; más! i más ! -y busca, busca el sobrehumano humano; y


buscándolo entre la espesura de las ideas adquiridas, de las doctrinas
hechas de las religiones que le ponen todo cielo de por medio, maldice,
destruye y avanza por la tierra, despejándola de toda florescencia metafísica
y haciendo brotar de ella bellezas y más bellezas que le van al alma y que
muestra y esparce con portentoso genio ante los ojos deslumbrados del
hombre de hoy, a quien desprecia en nombre del superhombre que quiere
formar. y que ha de ser el sentido de la tierra.

Pero -ved cómo muestra a ese superhombre : no con calma de creador, no


con acento sereno de triunfo, sino con gestos descompasados, a gritos
desgarradores; como para ahogar aquel otro grito interno que no se acalla y
le dice:

-No basta; ¡más! ¡más!

Es una impresión extraña y hondísima la que produce el libro capital de


Nlietzsche: "Así habló Zarathustra". El esfuerzo que representa, asombra; su
poesía maravillosa penetra hasta la medula ; su intensidad inquieta; su
optimismo, lejos de saciar el espíritu, lo irrita y le da vértigos. Es el
optimismo exasperado de un grandísimo poeta que quiere deslumbrarse a sí
propio y a los demás con la hermosura de lo terreno para no ver el abismo
de eternidad que le atrae. Y en sus cantos a la materia y al egoísmo pone
todos los deliquios de un místico y todos los renunciamientos de un asceta.
Afirma desesperadamente que ha encontrado todo su hombre, todo su
mundo, y él mismo no puede creerlo. Y es que sin quererlo confesar a quien
busca es a Dios, su gran tormento.

San Agustín, que también buscó mucho a Dios, dijo en sus "Confesiones":
Alégrense (los hombres) de su ignorancia, y ténganse por felices de no
poder hallaros, porque no hallándoos es como os hallan mejor ; pues
vuestra grandeza infinita es causa de que les sea imposible el encontraros; y
si os encuentran según su imaginación y sus ideas, encontrándoos no os
encuentran, porque su inteligencia finita y limitada no puede contener un
Dios infinito e incomprensible a ella.

Por esto el grito triunfante de Nietzsche al manifestar que ha encontrado su


Dios, estremece; y estremece más ver desfallecer al triunfador en seguida de
su triunfo. Nietzsche desfallece en la locura, y permanece atónito en sus
tinieblas hasta que muere.

El mismo San Agustín que acabamos de citar, y cuyo espíritu se enlaza


misteriosamente con el de Nietzsche en nuestro pensamiento, ha dicho:-
"Porque nos has criado a todos para Ti, y nuestro corazón está inquieto
hasta que en Ti descansa". Pueda el alma del desventurado filósofo alemán
descansar al fin en él. Cierto que su soberbia fue como satánica y que
destruyó mucho. Pero él mismo dijo por boca de Zarathustra : "Amo a los
grandes despreciadores, porque ellos son los grandes veneradores y flechas
del anhelo hacia la otra orilla". Y Nietzsche fue así: despreció muchas cosas
por repugnancia a lo convencional, a lo mezquino: por amor a lo grande, a lo
nuevo, a lo que mueve al hombre a altas empresas. En medio de grandes
contradicciones que atestiguan su absoluta sinceridad, fue sobre todo una
"flecha del anhelo hacia la otra orilla". Dios acoja en ella su alma, en gracia
al grande anhelo con que le buscó, aunque fuera por caminos extraviados.

Nietzsche y su psicología
Por Juan José López Ibor

PSICOLOGÍA ESTÁTICA Y DINÁMICA

En Europa, a fines del siglo xix, emerge una nueva imagen del hombre. En el plano
psicológico, esta afirmación es fácilmente demostrable. La psicología de entonces
amalgamaba los siguientes ingredientes:

1. La vida psíquica se compone de una serie de elementos, tales como la sensación,


la percepción, la representación, etc., los cuales desempeñan dentro de la
psicología el mismo papel que los otros elementos en la física.

2. Las uniones entre tales elementos se establecen merced a las asociaciones. La


ley de las asociaciones venía a ser, en el campo de la psicología, lo que la
gravitación universal en el campo de la física.

3. La personalidad humana es una resultante de la combinación de aquellos


elementos, manejados por estas leyes ensambladoras. La correlación con los
conceptos de materia y energía en el mundo físico es evidente.

¿Hasta qué punto resulta de ahí una psicología? Hagamos la prueba. Tratemos de
definir a Napoleón o a Beethoven por estas cualidades, y el fracaso es seguro.
Kraepelin distinguía como propiedades fundamentales de la persona la facultad de
entrenamiento, la excitabilidad y la propensión a la fatiga. A pesar de su
ambigüedad, constituía el análisis de Kraepelin un intento de buscar mayor
especificidad a la descripción psicológica de una persona. Cada hombre tiene un
umbral distinto de fatigabilidad o de excitabilidad, o su capacidad de entrenarse es
mayor o menor; pero aun con esta precisión, nos quedamos con diferencias
demasiado genéricas para poder recortar un perfil individual.

Hace poco tiempo me hallaba conversando con uno de los más grandes financieros
de nuestra época. Hombre que de la nada había logrado acumular una fortuna
colosal. Me interesaba su personalidad psicológica, porque su genialidad en este
aspecto era segura y universalmente reconocida por amigos y enemigos. Me
contaba sus comienzos: tenla una memoria portentosa. Una vez, en una sesión
borrascosa de una gran Compañía, fue capaz de repetir una larga serie de
complicados balances de memoria, que sólo había leído apresuradamente la noche
anterior. Relataba esta y otras anécdotas como quien muestra un secreto vigoroso
de su personalidad. Por mi parte, le conté el caso de un famoso calculista que yo
había tenido en el Manicomio de Valencia y que realizaba portentos; sin embargo,
era un débil mental. Se quedó impresionado y desencantado de su habilidad. La
memoria prodigiosa para los números —jamás en su vida había tomado una nota, a
pesar de las complicadísimas cuestiones de sus negocios— era sólo un
ingrediente, ni siquiera esencial, de su personalidad. Como no lo era tampoco su
tesón –casi rayano en la testarudez– ni su acometividad, ni tantas otras cualidades
importantes. Se obtenía así un mosaico más o menos característico, pero el enigma
de su personalidad seguía indescifrable. ¿Es que la personalidad no es más que un
resultado, una constelación de factores? Nietzsche comenta la seguridad de la
memoria, y en un diálogo dramático entre la memoria y el orgullo nos muestra
cómo la personalidad es, ante todo, un drama, unión de contrarios, dialéctica
interior. «Esto lo he hecho yo», dice la memoria. «Esto no lo puedo haber hecho
yo», dice el orgullo, y se queda impávido. Finalmente, vence el orgullo. Es decir,
aquello que constituye lo que podríamos llamar los materiales de una personalidad
no es lo que la define. Los materiales, como los órganos del enfermo o las piedras
de un edificio, son imprescindibles. Varían también en su calidad: existen hombres
con mejor o peor memoria, o con mejor o peor agudeza visual, o con un tiempo de
reacción más o menos largo, pero lo esencial es el modo de utilizarlos. En este
modo se halla la clave de la personalidad.

Los materiales, pues hay que conformarlos y que moverlos. Este moverlos supone
las cualidades dinámicas de la personalidad. Sobre ellas dirigió Nietzsche su agudo
pensar analizador. ¿Cuáles son los móviles de la personalidad? El descubrimiento
esencial para él fue que la personalidad no se manifestaba como era: los móviles
son muy distintos de la conducta que aparece. Desde un punto de vista
psicológico, esta distinción significaba la dehiscencia de las cualidades
psicológicas en primarias y secundarias. Existen unas cualidades aparentes, las de
conducta, que no son las más características. Se puede parecer valiente por
muchos móviles: unas veces por serlo y otras, incluso, por pura cobardía. La
cobardía ha sido la madre de muchas acciones heroicas. Esta hipocresía
constitutiva de la personalidad exasperaba a Nietzsche. Y le exasperaba hasta el
extremo de creer que el cristianismo no había traído virtudes primarias al mundo,
sino sólo el resentimiento de los débiles. Esta debilidad era encubierta por el
cristiano con sus supuestas virtudes. La falsedad de esta tesis de Nietzsche ha
dado lugar a unas de las mejores páginas de Scheler.

La hipocresía psicológica de la personalidad impone, como primera tarea, la del


desenmascaramiento. Este proceso de revelación de los móviles internos estaba
tan en la línea del tiempo, que el psicoanálisis no ha hecho sino elevar sobre el
mismo su gran construcción teórica. Porque si a Nietzsche le preocupa la
inmoralidad de la hipocresía, a Freud le preocupó la insanidad de la misma.
Enmascarar los propios móviles es crear una neurosis; las fuerzas reprimidas
trabajan en profundidad y socavan el edificio de la personalidad.

EL IMPULSO DIONISÍACO

Existe en el fondo de la persona un impulso primordial, de naturaleza biológica.


Este gran impulso es el que mueve toda la estructura psicológica, y por eso le
concede carácter. Nietzsche simbolizó este impulso en el viejo mito dionisiaco.

Dionysos es la fuerza creadora e impulsora de la cultura humana. Dioniso simboliza


la instintividad de la persona humana elevada a mito. He aquí otra gran zona de
contacto entre Nietzsche y Freud. Ambos, frente a la vieja concepción psicológica
del hombre, gris y anodina, rasgan el velo y le muestran en toda su primaria
elementalidad.

Antes de Nietzsche el arquetipo de la persona humana era armónico. Los griegos


suponían que el ideal del hombre se hallaba en lograr una mezcla adecuada en el
temperamento. Ni demasiada humedad, ni demasiado calor, etc. Este ideal
armónico de la persona persistió en el cristianismo en otra forma. El cristiano sabe
que el hombre es una especie de corriente presta a desbordarse; tiene que
contenerla, y en eso le ayuda el cultivo de sus virtudes. Dejando aparte la ayuda de
Dios, en el plano puramente humano, el ser cristiano se halla formado por las
virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

En la época de la Ilustración, persiste en otra forma el mismo equilibrio. En Wolff,


padre de la psicología moderna, se encuentra claramente expresada; pero todavía
es más neto este pensamiento en Leibniz, que traslada al plano del hombre la idea
de la armonía prestablecida. Es Nietzsche quien rompe el equilibrio. No hay que
buscar kalokagathía, como los griegos; ni templanza, como los cristianos; ni
armonía, como el ilustrado, sino el cultivo unilateral de las fuerzas biológicas de la
instintividad. Dioniso contra la templanza. El hombre empieza a ser víctima de una
tremenda deformación.

Un punto importante en la psicología de Nietzsche es su eco darwinista. En el


fondo, tanto en Darwin como en él, alienta la idea del progreso indefinido, en cuya
entraña late un sentimiento optimista. El optimismo le llevó a la concepción del
superhombre. Frente al pesimismo de Schopenhauer, con su necesidad de
salvación, y frente al mismo ideal artístico que Nietzsche ve plasmado en la
personalidad de Wagner, se levanta la voluntad de vivir. En la lucha por la
existencia mueren los débiles.

Su análisis del modo como enmascaramos nuestro modo de ser ante nosotros
mismos ha quedado como adquisición definitiva en la psicología. El «ancestral
delirio» (uralter Wahn) de conocerse a sí mismo tropieza con obstáculos
invencibles. De los demás estamos demasiado distantes y de nosotros mismos
demasiado próximos para tener la necesaria perspectiva. En el juicio que hacemos
sobre nosotros mismos intervienen directamente las sugerencias que nos hacen
los demás, lo cual es una especie de cobardía. El juicio lleva implícita una decisión:
hay quien está siempre descontento de sí mismo y, por tanto, dispuesto siempre a
encolerizarse contra los demás. Para la vida en común es imprescindible una
especie de autosatisfacción personal; de este modo se evitan los rayos de la cólera.
Véase aquí la tremenda paradoja nietzschiana: el hombre bueno, amable con sus
semejantes, es el que carece de humildad. La falta de una virtud íntima se convierte
en una virtud social. El tú antes que el yo, la gran verdad nietzschiana, se encuentra
aquí trasvasada al plano ético de las relaciones del hombre con la comunidad.
Psicológicamente, es cierto que el yo se descubre por contraste con el tú: apenas
puede hablarse de una anterioridad en el tiempo. Esta misma ligazón genética es la
que a su vez engendra en el hombre el sentimiento de comunidad. Pero la
participación en la comunidad no se hace sólo a través del cendal negativo del
aparecer. Existe una comunicación activa y cordial. El ser necesita del otro ser, y
ambos participan en la gran comunión de los sentimientos.

CREADOR Y CRIATURA
El hombre pasa por la vida, como un fantasma, envuelto en la niebla de las
opiniones de los demás y de las suyas propias. La manera de evadirse de este
papel fantasmal y tropezar con la realidad es acudir a la piedra de toque de la
personalidad, que no es la del ser uno mismo, sino hacerse a sí mismo. Ésta es la
máxima posibilidad humana. En el hombre se hallan unidos creador y criatura. El
primer paso para lograrlo es el dominio de sí mismo, que no debe llegar al
aniquilamiento de sus fuerzas vitales y radicales. Los griegos supieron hallar en
este punto el término medio. Tomaron lo que en el hombre hay de demasiado
humano como inevitable y lo canalizaron; le dirigieron una invitación moderada a
participar en el banquete de la vida. Pero si en los griegos este punto de humanidad
se hallaba en el centro, en un buen término medio, en Nietzsche se encuentra
desplazado hacia un extremo: el polo dionisiaco.

Desde un punto de vista histórico es difícil discernir cuándo los grandes aciertos
del pensamiento se deben a un solo autor y cuándo éste no hace sino expresar lo
que está difundido en la colectividad. Probablemente intervienen ambos
mecanismos. No cabe duda acerca de que, en el caso de Nietzsche, sus fórmulas
han sido los lemas de Occidente durante estos últimos tiempos, y aún persiste el
eco de su validez. La necesidad, concebida biológicamente, de formarse a sí mismo
ha sido un imperativo más obedecido que el imperativo kantiano. Formulado así, es
la antítesis de la ley de la caridad.

Nietzsche profundizó en la psicología del dioniso que llevamos cada cual en


nosotros mismos: la instintividad. No hay un número determinado de instintos, sino
un conjunto indescifrable, en el cual el intelecto aísla unos cuantos, poniéndoles
nombre. La vida cotidiana está montada sobre la palestra instintiva; pero en su
desarrollo tropieza con resistencias. Cuando un instinto tropieza con algo que se
opone a su satisfacción en el mundo se vierte al interior. La intimidad del hombre,
flaca y enteca al principio, se enriquece de esta manera. Los instintos reprimidos,
unas veces impulsan el poder creador del hombre y otras lo falsifican y deforman.

Muchos instintos se satisfacen con ilusiones. Sólo el hambre no admite esta


satisfacción ilusoria. Los sueños tienen la misión de compensar las exigencias
insatisfechas del día. Las experiencias que tenemos durante el día tienen también la
huella del ensueño metida dentro. Por eso nos movemos entre símbolos. Vivir es,
pues, en alguna manera, poetizar. Los instintos pueden descargar por vías falsas
cuando les falta su vía natural de satisfacción.

El alma tiene su cloaca —personas, cosas— donde descargar sus detritos


instintivos que, de otra suerte, le producirían una tensión insoportable. El hombre
que fracasa echa la culpa de su fracaso a otros y, sobre todo, a su mala voluntad.
Los instintos se subliman. «Cuando un instinto se intelectualiza, recibe un nombre
nuevo, un nuevo encanto y una nueva valoración. Se le coloca frente a los otros
impulsos como en contradicción con ellos.» El instinto sexual es capaz de grandes
sublimaciones. Platón opinaba que el amor —la filosofía— era un instinto sexual
sublimado. La sublimación es, para Nietzsche, una especie de metamorfosis del
instinto, y se realiza por su fuerza propia, sin intervención de la parte espiritual de
la persona. Y, sin embargo, el instinto, al sublimarse, traspasa el plano de lo
biológico para emerger en el espiritual.

El olvido es un ingrediente activo de la vida. No es que el tiempo corroa nuestros


recuerdos, sino que algo hay en el ser vivo que le hace forzosa y positivamente
olvidar. El olvido está en relación con la capacidad de desarrollo, de
autotransformación del hombre. El hombre que no olvidase quedaría petrificado,
como un acúmulo inmóvil de recuerdos. Llegaría a no existir en el presente, a
convertirse en una pura sombra histórica.

Como se ve, los puntos de vista de Nietzsche están próximos a los de Freud. El
descubrimiento del Dioniso nietzschiano podríamos compararlo al descubrimiento
del ello freudiano. Lo que esta revelación produjo en un mundo liso y sin
complicaciones, como el mundo victoriano, es fácil de adivinar. En la
intelectualidad europea predominaba entonces la imagen goethiana del hombre,
plácido y armónico, heredero de la imagen clásica. Los románticos no habían
logrado quebrarla. Sólo Nietzsche, como un vendaval, se enfrentó con ella y la
arrasó. La vida encendió su antorcha y amenazó con convertirlo todo en cenizas.

La exaltación dionisiaca llevó a Nietzsche al nihilismo, a la destrucción de todos los


otros valores que no fueran los vitales. Aquello fue una borrachera. En la lucidez de
la mañana que es la hora actual, el hombre contempla, dolorido, los destrozos del
vendaval. El mito de los valores biológicos ha quemado su etapa.

EL GRAN MEDIODÍA

¿Hacia dónde camina o, mejor, vuela el hombre nietzschiano? Hacia el mediodía


dionisiaco de su borrachera de felicidad. No se puede descifrar la doctrina del
superhombre sin tener ante los ojos esta clave para su comprensión. Zarathustra
anunció el gran mediodía: Sieh, doch, still! Der alte Mittag schläft, er bewegt den
Mund; trinkt er nicht eben einen Tropfen Glück, einen, alten braumen Tropfen
goldenen Glücks, goldenen Weins?

En el gran mediodía se tiene la vivencia de la eternidad en el momento; es un paso


en el que la vida se detiene. Pasmo orgiástico. Al mismo tiempo, el ser se siente
realizado a sí mismo de una manera plena, completa, cósmica. Pero ¿cómo es esa
felicidad? En las mismas palabras de Zarathustra se adivina. No es la felicidad
habitual llevada a un grado máximo; no se trata de una vivencia filistea, sino de
algo nuevo y distinto. Esta felicidad, diferenciada por su calidad tiene, según las
propias palabras de Nietzsche, un regusto extraño: las viejas gotas pardas de la
felicidad dorada. No es una felicidad alegre y etérea, sino grave y profunda. En el
pasmo de esa borrachera el tiempo se detiene; el momento presente se dilata tan
extremosamente, que se pierde la perspectiva del pasado y del futuro. Ese presente
dilatado se vive de otra manera que el presente cotidiano, puesto que es un
facsímile de la vivencia de la eternidad. El tiempo que no corre es el tiempo
intemporal.

Pero he ahí la profunda paradoja: borrachera dionisiaca y eternidad. La borrachera


con algo de grave y lúgubre en ella misma. La eternidad como suspensión; el
hombre nivelado, suspenso de un hilo sin anudar en sus extremos. Se trata de
vivencias existenciales y que, por tanto, no pueden negar el carácter específico de
la existencia humana. Lo que hay de lúgubre en la alegría dionisiaca, lo que hay de
inseguro en el pasmo, es la reducción del ser de sí mismo. Y el ser, cuando está
solo, se angustia. El «gran mediodía» de Nietzsche se extiende sobre la arena de la
angustia:
Du heiterer und schauerlicher Mittasgs-Abgrund!

Kierkegaard, que tanto sabía de estas experiencias, dijo:

Cuando se está angustiado el tiempo transcurre lentamente; y cuando se está muy


angustiado aun el mismo instante se hace lento; y cuando se está mortalmente
angustiado el tiempo acaba por detenerse. Querer correr más de prisa que nunca, y
no poder mover ni un pie; querer comprar el instante mediante el sacrificio de todo
lo demás, y saber entonces que no se halla en venta, pues esto no depende de la
voluntad o del movimiento del individuo, sino de la misericordia divina.

EL ETERNO RETORNO

El mediodía nietzschiano se funde un poco enigmáticamente, con el «eterno


retorno». En el gran mediodía se siente no sólo la expansión perfecta del ser, sino
la del mundo: rund und reif (redondo y maduro). Ser y cosmos se enlazan como un
círculo mágico. El mundo redondo despierta la imagen del círculo, que a su vez
simboliza el eterno retorno. En lugar de una visión progresiva de la Historia y de la
vida, priva en este mundo nietzschiano una visión reiterativa. Antes del mediodía el
mundo crea, luego viene la gran paz y luego el descanso; al anochecer, la vida
vuelve a recobrar sus formas: deseos, mentiras, olvidos, goces, aniquilamientos. Es
decir, lo que pasa es activo y febricitante, más aún que la mañana misma. Esta
sístole y diástole vital se parece a los procesos orgánicos; sólo que en Nietzsche se
sobrevalora la pausa, el mediodía. Tanto se parecen, que la gran pausa no puede
lograrse activamente, con un esfuerzo de voluntad, sino que hay que esperar
pasivamente, como un éxtasis.

Es extraño cómo llega Nietzsche a enlazar la vivencia del mediodía con la del eterno
retorno. Dos puentes se adivinan: uno metafísico y otro psicológico. El eterno
retorno supone destrucción de la finalidad en la Historia y también causalidad. La
Historia es un automatismo biológico. Dios no hace falta para nada. El eterno
retorno es el punto critico de la Historia. «En el momento en que aparece este
pensamiento cambia el color y no hay otra historia. Todo pasa, todo vuelve;
eternamente corre el año del ser...» ¿Por qué concedía Nietzsche tanta importancia
a este pensamiento? A ello da él mismo respuesta, puesto que con este
pensamiento ha vencido, por fin, la muerte de Dios y la nada.

El puente psicológico es el siguiente: el gran mediodía es una vivencia. En muchas


partes de los escritos de Nietzsche se ve descrita esa hora en la que el sol en su
cenit cae a plomo sobre la Tierra, el viento se detiene y no hay más que un silencio
inundado de luz. Las imágenes adquieren entonces un matiz especial; parece como
si se esencializaran, perdieran su valor concreto y pegado al momento. El tiempo se
dilata y el espacio se impersonaliza. Con frecuencia se tiene entonces la vivencia
del ya visto; es decir, de que antes de aquel momento se contemplaba idéntico
paisaje. Esta dilatación de la personalidad en la hora del mediodía es una forma de
despersonalización. La imagen exterior adquiere una cualidad especial
desconocida, por fusión, quizá con otras notas internas. En ese momento, imagen,
percepción y representación forman un todo único. «Esto ya lo he visto yo otra
vez.» No hay nada nuevo en el mundo; todo vuelve impulsado por la noria
incansable del tiempo.
En el gran mediodía se engendra el superhombre. Es una vaga idea, que no llega a
cristalizar en forma definida. El hombre está entre el animal y el superhombre; pero
éste, en definitiva, es una condensación biológica. «Crear un ser superior a lo que
somos nosotros mismos es nuestra esencia. ¡Crear algo más que nosotros
mismos! Es el instinto fecundante, el impulso a la acción y al trabajo.» Esta fuerza
desplegada se mantiene, como se ve, en el plano biológico. Y ésta es, de nuevo, la
tremenda y abismal paradoja de Nietzsche, que quiere crear una forma nueva y se
mantiene en el plano de la vida sin trascendencia espiritual.

Dioniso, la personificación de su propia vida reformada, no es un dios a quien se


presta culto, sino una fuerza biológica que se despliega —y también se aniquila—
con sagrado furor. Dioniso, el superhombre, el eterno retorno, el gran mediodía,
todos los temas nietzschianos emanan del plano vital y en él se quedan. A pesar de
la apariencia que les presta su considerable vigor poético, el hombre resulta en
ellos desprovisto de su más alta sustancia. Biológicamente pleno, pero no
humanamente pleno. En la embriaguez dionisiaca del mediodía se expresan
vivencias que, si quisiéramos hallar un correlato con las del hombre normal, son
vivencias tóxicas. El hachisch, la mescalina enseñan al hombre la gran dilatación
estática del tiempo, que se vive como eternidad, y la inspiración de las propias
imágenes, que vuelven una y otra vez, como arquetipos obsesivos. La personalidad
se dilata en un plano biológico, pero se desprende de sustancia humana, como el
globo que echa lastre para poder navegar.

En definitiva, Nietzsche no ha dibujado la perspectiva del superhombre, sino otra


especie de subhombre. No es el mismo subhombre filisteo que no tiene otra
experiencia que la del mediodía banal, que trae sólo la pequeña felicidad. No es
tampoco el subhombre freudiano que cristaliza sólo en torno a la sexualidad. Es
otra especie distinta, biológicamente más noble. Incluso la más noble que se puede
concebir en el plano de la pura vida, ya que asienta sobre la expansión de la acción,
de la voluntad de poder, del inmenso deseo de obrar. En Nietzsche estaba
encendida como un mensaje:

Ja! Ich weis, woher ich stamme!

Ungesättigt gleich der Flamme


Glühe und verzehr" ich mich.

Licht wird alles, was ich fasse,

Kohle alles, was ich lasse;

Flamme bin ich sicherlich!

Encendía todo lo que tocaba, pero todo se le tornaba en ceniza. La esencia humana
se le escapaba, aunque alguna vez, como antes hemos visto, reclamaba su derecho
a existir. La imagen del hombre que nos ha dado Nietzsche es, evidentemente,
incompleta, en medio de su riqueza.

LA ENFERMEDAD DE NIETZSCHE
No puedo dejar mi oficio de lado. Apenas se encontrará, entre los personajes
históricos, caso más apasionante que el de la enfermedad de Nietzsche. El 8 de
enero de 1889 llegó Overbeck a Turín para recoger al enfermo y llevarlo a casa.
Había escrito unas cartas a Heuler y Burckhardt tan extraordinario, que creyeron
que debían enseñarlas a un psiquiatra. El consejo fue claro y terminante: el autor de
las cartas estaba enfermo, gravemente enfermo, y era necesario intervenir
inmediatamente. Días después, su madre lo recogía en Basilea y lo llevaba a la
clínica de Jena. La demencia de Nietzsche fue progresando, pero vivió hasta 1900.
Éste es el período más conocido de la enfermedad de Nietzsche y, a mi modo de
ver, el menos interesante. Estaba lleno de ideas delirantes. Con toda probabilidad
se trató de una parálisis general. No es seguro que lo fuera, porque entonces no se
practicaba la punción lumbar y no se tenían a mano los medios diagnósticos
actuales. El curso fue, en todo caso, atípico. Pero desde que explotó la enfermedad
cesó la productividad de Nietzsche.

El período verdaderamente interesante es el que precede a la explosión de la


enfermedad. En todo caso, ésta era exógena y no ligada —sino muy
indirectamente— a la constitución del enfermo. En 1873 empieza en Nietzsche un
ataque de dolor de cabeza con fotofobia, vómitos, con sensación de parálisis y
estados vertiginosos. Incluso tenía episodios de desmayo o pérdida de conciencia
de larga duración. Antes había padecido una disentería que alguna vez volvió en
forma de dolores gástricos. De pequeño era miope, y la miopía le incrementaba,
indudablemente, el dolor de cabeza. Estas molestias le acompañaron durante toda
la vida. Los biógrafos las han calificado de jaquecas; algunos han pensado en una
neurosis o trastornos psicosomáticos como secuela de su rompimiento y polémica
con Wagner. A consecuencia de la enfermedad, resigna su cátedra en Basilea en
1879.

En 1880 se inicia un nuevo período de su vida. Empieza a descubrirle un sentido


especial, su propio mensaje. Esta transformación es muy manifiesta en los años 81,
82 y 83. Leyendo sus cartas en orden cronológico, se advierte el cambio. Su humor
es más vivo, su productividad mejor, sus pensamientos vuelan como aves ligeras,
etc. «Mis amigos, los que saben más de mi vida, dicen que, si no soy el hombre más
feliz, soy, al menos, el más animoso... Mi aspecto es excelente; mi musculatura
desarrollada por las marchas, es como la de un soldado; el estómago y el vientre
están en orden. Mi sistema nervioso se encuentra, teniendo en cuenta la
extraordinaria actividad a que está sometido, en estado excelente, muy fino y muy
fuerte.» Es evidente, por este y otros textos, que Nietzsche se hallaba entonces
inundado de vitalidad. Estas fases se interrumpen por otras depresivas que le
duraban semanas y meses. En ellas hablaba (1876-1880) del desierto de su
pensamiento. Éste era menos fluido, pero más objetivo y ordenado. Estas
oscilaciones le atormentaron. Los tres primeros libros de Zarathustra los escribió
en diez días, y a ellos siguió un período de vacío y melancolía en el que escribir le
resultaba penoso.

Un problema no fácil es el de interpretar estas fases. Algunos biógrafos han


pensado que no eran más que los pródromos de la enfermedad que había de
estallar después. Esta es una idea errónea y contra toda experiencia clínica. Aun en
el caso en que una parálisis general provoque una fase melancólica, esto ocurre
poco antes de la explosión de la auténtica parálisis. A mi modo de ver, esta fase
con la que se enlaza es con la anterior, y forma el verdadero terreno biológico de la
personalidad de Nietzsche. En él existen unas alteraciones de la vitalidad en
sentido positivo y negativo, como exaltación y depresión de los sentimientos
vitales. En mis trabajos he tratado de mostrar las íntimas relaciones que existen
entre la patología de la vitalidad y otras crisis patológicas, como las jaquecas, las
crisis organoneurótico-gástricas y los propios desmayos, como los que tuvo
Nietzsche.

Cuando se estudia la influencia de esta constelación patológica sobre su obra,


conviene una advertencia previa. El valor de la obra hay que juzgarlo en sí y no en
relación con la patología. La obra literaria o artística demuestra objetivamente su
valor. Y esto ocurre en Nietzsche, como en Hölderlin o en Basterra. Si oímos un
brillante discurso, poco nos importa que el orador haya bebido previamente un
vaso de agua o una copa de coñac: lo importante es que el discurso sea brillante.

Aparte de ello existe, sin embargo, la posibilidad de estudiar los mecanismos


psicológicos o psicopatológicos que intervienen en la génesis de la obra de arte. El
conocimiento de esto puede ayudarnos a comprender mejor o atribuirle un sentido
especial, aparte de lo que supone de riqueza de conocimientos del alma humana.
En Nietzsche nos encontramos con el período, tras la declaración de su
enfermedad, en que no produjo escrito alguno; puede ser que en los
inmediatamente anteriores se entrevea. Pero éste no es el problema más
importante. Como tampoco lo es que su miopía le obligara a dictar, con lo cual sus
escritos toman entonces un carácter más aforístico.

La verdadera riqueza se la da a Nietzsche su experiencia sobre el propio ser de los


períodos de hipervitalidad. «Con un poco de creencia supersticiosa, apenas podría
rechazar la idea de ser encarnación, altavoz o medio de fuerzas todopoderosas. La
idea de revelación en el sentido de que súbitamente algo se vuelve visible o
audible, con enorme seguridad, algo que le conmociona a uno, describe el hecho.
Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién da; como un relámpago se
ilumina el pensamiento, con la propia forma sin titubeo, sin elección.»

Junto a esos momentos de exaltación existen otros de depresión en que le parece


que su cabeza va a estallar, que lleva una vida peligrosa porque pertenece al grupo
de máquinas que pueden romperse. «Mi sentimiento... tiene tan fuertes explosiones,
que basta un momento para cambiarme totalmente en un enfermo.» Éstas son
experiencias de la serie angustiosa. Como he descrito en otra parte, la angustia
vital se manifiesta por esa vivencia de que el yo o la personalidad va a estallar. En
Nietzsche predominan como elaborados productivamente los momentos de
exaltación vital.

Toda la doctrina del mediodía corresponde a vivencias propias; tras el gran plano
de la exaltación se esconde aquí y allá la angustia, pero sobre ésta no ha lanzado
su ímpetu creador. En este sentido, Nietzsche es la antítesis de Kierkegaard. No
sabemos, ni es posible colegir actualmente con seguridad, si su atracción por el
polo positivo es porque éste predominaba. Es probable que así fuera; pero en todo
caso esto sería una manifestación más de la fuerza creadora del espíritu, que elige
un tema en cualquier rincón de las propias experiencias.

En la exaltación dionisiaca del mediodía es posible que intervenga. la experiencia


tóxica del propio Nietzsche. Por los datos contenidos en su biografía; parece que
tomó hachís, aparte de todo un botiquín ambulante de calmantes que le
acompañaban en sus viajes. Se ha pensado en que su proceso orgánico de 1888
fuera una psicosis tóxica, pero esto no parece, en modo alguno, probable. En
cambio, sí lo es que tratara de alisar sus oscilaciones de la vitalidad con pócimas
diversas. Y que, como Baudelaire, conocía por propia experiencia ese minuto
inextenso, de puro dilatado, que se vive en la exaltación tóxica.

No es extraño, pues, que Nietzsche, tan sujeto al propio destino de su carne,


predicase el mensaje vital del hombre. Con todo el patetismo y la fuerza creadora
de la vitalidad, y también con todas sus limitaciones. Nietzsche fue el gran poeta de
la vitalidad, y su mensaje era nuevo porque venía a romper el imperio del hombre
sometido a la física de sus elementos y sus asociaciones. En este sentido, su
mensaje fue total y absolutamente nuevo, pero inhumano, francamente inhumano.

Nietzsche y el cristianismo

Por Lluís Pifarré


catedrático de Filosofía

El cristianismo es interpretado por Nietzsche como el paradigma de las


doctrinas que niegan la vida. Esta crítica hunden sus raíces en dos motivos
fundamentales: a) su vitalismo cosmológico sumergido en un universo
radicalmente inmanente, que le lleva a rechazar cualquier sentido
trascendente de la realidad, y b) su concepción luterana sobre la esencial
corrupción de la naturaleza humana.

1).- Vitalismo Cosmológico

El vitalismo cosmológico nietzscheano fundado en la voluntad de poder,


aparece constituido por un inmenso caudal de fuerzas y energías que tienen
un contenido de índole físico-biológica, sumergidas en la corriente fluyente y
cambiante de la temporalidad (1). Al ser la voluntad anterior y superior a la
razón, estas fuerzas (como ya sostuvieron los “atomistas” griegos) se
expanden de forma ciega y azarosa por todo el ámbito del universo,
configurando la diversidad de fenómenos existentes en la naturaleza (2). En
esta universal expansión se manifiesta la inmutable voluntad del universo,
mediante el incesante e insaciable esfuerzo de la vida para acrecentar sus
fuerzas de poder, en todos los órdenes de la existencia, en un “crescendo” sin
fin. “La vida, dice Nietzsche, tiende al máximo de poderío; el esfuerzo no es
otra cosa que un esfuerzo hacia el poder, esta voluntad es la más íntima de la
vida” (3).

Cuanto más dominio y poder de sí tiene la vida, más satisface y autorrealiza el


inagotable “querer” de su imperativa y dadora voluntad para difundir sin
trabas sus gigantescas fuerzas totalizadoras, puesto que la vida como
voluntad de poder, “quiere” siempre “quererse” más a sí misma, en cuanto su
voluntad “quiere” exclusivamente su propio “querer”. Así lo afirma Nietzsche
cuando escribe: “Querer en líneas generales es solamente un tratar de
devenir más fuerte, un querer crecer y querer los medios para ello” (4). La
vida es pues un puro instinto de crecimiento, como fuerza de apropiación, de
potencia y vigor, como expresión de su omnímoda e inmanente voluntad.
Toda institución o instancia ideológica que intente debilitar e interferir el
proceso de su absoluta y continua apropiación para aumentar el poder de la
vida como voluntad, constituye un peligroso atentado, una acosadora
amenaza, en contra de sus imperativos deseos de expansión cósmica “No hay
nada en la vida que tenga valor, excepto el grado de poder, a condición de
que la vida misma sea voluntad de poder (5).

Una concepción de la voluntad de poder que no puede admitir bajo ningún


pretexto, estar sometida o limitada por nada exterior y superior a ella misma
en el proceso de su expansión y afirmación dominadora. Es por ello,
radicalmente inconciliable con cualquier supuesta realidad o mundo
trascendente que sea anterior y superior a su propia autofundamentación
originaria y originante. La propuesta de un poder supremo, de una entidad
independiente, que esté más allá del absoluto dominio de la voluntad de
poder, es una afrenta a la voluntad de la vida como fundamento de la
totalidad, un atentado contra la exclusiva y unívoca realidad de su naturaleza.

En su configuración subjetiva, la voluntad de poder se proyecta en la


conciencia de los seres individuales, reproduciendo su absoluto “querer” a
través de sus sentimientos y afecciones psicológicas, que reclaman sin
condiciones el “querer ser más” a partir de sus instancias desiderativas, de
sus instintos y placeres. Ello requiere la implantación e inversión de unos
nuevos valores, para que toda exterior objetivación fenoménica, se ajuste y
amolde a este absoluto “querer” de su individual voluntad de poder. Para
Nietzsche la manifestación más antagónica que se opone frontalmente a esta
concepción de la voluntad como afirmación de la vida, es el pensamiento
cristiano, que deviene de la dualidad cosmológica de Platón, y que con su
creencia en un más allá trascendente, ha originado la ruptura y fragmentación
de la unívoca realidad del mundo y por tanto, de la voluntad como absoluto
querer: “”El otro mundo resulta sinónimo del deseo de no vivir. El instinto de
cansancio de vivir es el que ha hecho posible la creación de otro mundo” “¡El
concepto “más allá”, inventado para desvalorizar el único mundo que existe
(6).

2).- Interpretaciones sobre la crítica de Nietzsche

En el análisis sobre la actitud de Nietzsche respecto al cristianismo, apenas se


han tenido en cuenta estos presupuestos cosmológicos de la voluntad de
poder. El berlinés Georg Simmel, basado en sus deterministas postulados de
que las interpretaciones de la realidad objetiva dependen de la “manera de
ser” del sujeto que se sitúa frente a ellas, deducirá, que la crítica de Nietzsche
al cristianismo, procede de su innata constitución inmanentista: “La
naturaleza de Nietzsche no era una naturaleza trascendente, sino que lo único
que le interesaba era la vida, la historia, la moral como realidades
inmanentes”(7).

Desde su óptica fenomenológica, Alexander Pfänder (8), y Karl Jaspers, llegan


a coincidencias similares en su valoración sobre la causas últimas que
impulsaron a Nietzsche en su crítica al cristianismo. Pfänder partiendo de las
“disposiciones interiores” de la conciencia, intenta adentrarse en las
atormentadas disposiciones de Nietzsche, con objeto de detectar a través de
la reconstrucción sintética de la pluralidad de sus vivencias religiosas, las
razones últimas de sus obsesionantes y agresivas acusaciones. Su diagnóstico
es que por debajo de sus viscerales críticas, subyace en la conciencia de
Nietzsche, la soterrada intención de purificar al cristianismo de las
deformaciones religiosas y morales acumuladas a lo largo de los dos milenios
de su existencia (9). Su íntimo deseo, es, por tanto, librarlo de sus lastres
históricos para que pueda emerger con superior potencialidad un renovado y
más puro cristianismo: “Desenmascarando la caricatura del cristianismo -
afirmará Pfänder- Nietzsche ha contribuido poderosamente al
restablecimento del verdadero cristianismo. Nietzsche defendió siempre un
ideal de pureza de espíritu” (10).

Por su parte, Jaspers opina que Nietzsche no pudo nunca desprenderse del
todo de la intensa influencia religiosa que recibió en su hogar familiar (tanto
su padre como sus dos abuelos eran pastores luteranos), influencia que labró
su pensamiento de forma más o menos consciente: “su pensamiento ha
nacido del cristianismo como efecto de estos mismos impulsos que de él
dimanan”(11). En consecuencia, sostendrá que el oculto deseo de Nietzsche,
era el lograr mediante la “superación” del cristianismo moderno una nueva
especie de “supracristianismo”, con objeto de que se pudiera restablecer el
originario cristianismo en su plena tensión espiritual. En la formulación de
esta hipótesis, Jaspers se apoya especialmente en el aforismo de la “La
Voluntad de Poder”, en la que Nietzsche dice que “todo lo cristiano, debe ser
en superado por lo “supracristiano” en lugar de echarlo de nosotros” (12). No
obstante hay que decir, que en el los escritos de Nietzsche, son escasos los
aforismos de esta naturaleza, con lo que apenas tienen relevancia en el
conjunto de sus obras, si los comparamos con la gran multitud de aforismos
descalificadores del cristianismo.

Estos consideraciones fenomenológicas, al centrarse exclusivamente en las


disposiciones de la conciencia, en sus inconscientes recuerdos, o en la
intencionalidad de sus representaciones, se limitan a establecer unos
supuestos vivenciales y psicológicos que no se ajustan ni compadecen con las
verdaderas intenciones de Nietzsche en su crítica al cristianismo. En efecto, a
través de sus viscerales ataques plasmados insistentemente a los largo de sus
obras, se pone de manifiesto su actitud maximalista, del “todo o nada”, pero
no en el sentido de que pretenda una especie de purificación espiritual del
más puro estilo jansenista, como dan a entender los análisis de Pfänder y
Jaspers, sino que su firme propósito de inversión religiosa, apunta a objetivos
mucho más hondos y abismales, que poco tienen ver con supuestos deseos de
purificación y reforma de los ideales cristianos.

Heidegger, comentando la frase “Dios ha muerto” (Gott ist tot), sostendrá en


consonancia con Nietzsche, que el mundo fundado en el horizonte de la
temporalidad, “Se ha quedado sin valores, y por tanto, tiene que proceder
ineluctablemente a una nueva posición de otros valores. Es lo que llama
Nietzsche como subversión de todos los valores”. Una subversión
nietzscheana que Heidegger la interpreta como una exigencia ineludible de
los tiempos actuales, añadiendo que “este mundo de lo suprasensible, de
finalidades y medidas, ya no despierta ni soporta la vida” (13), y en virtud de
ello, Heidegger considerará, de acuerdo con Nietzsche, que el mundo fundado
en la trascendencia es un mundo agónico, que ya no es capaz de influir en la
orientación existencial y operativa de los sujetos inmersos en la
temporalidad.

Para entender adecuadamente esta cuestión nietzscheana, no podemos


desvincularnos de los presupuestos cosmológicos e inmanentes que
apuntábamos, con anterioridad, en los que se ponía de relieve su inconciliable
y radical oposición con los presupuestos ontológicos de la trascendencia
cristiana, fundados en la perfección del “actus essendi” divino. Y es que en
última instancia, lo que pretende Nietzsche, es una “ruptura”, un “vuelco”
total mediante la transvaloración de todos los valores de la trascendencia,
para provocar una absoluta “mutación” en las conciencias sustentadas por
estos valores. Su pretensión manifestada a través de sus provocadores
aforismos, arropados por un atractivo y psicologizante lenguaje que domina
varios registros, es la de conducir el pensamiento cristiano al paroxismo de su
máxima tensión contradictoria que lo haga desembocar en la agonía
existencial de sus posibilidades históricas, hasta que se apaguen sus últimos
estertores vitales.

Una vez borrado cualquier vestigio de índole trascendente, en la inmediata e


imparable fase nihilista que alumbrará a la nueva humanidad, surgirán
impetuosas las nuevas condiciones históricas que lo precipitarán a su
definitiva extinción, a su total aniquilamiento. Desde estas ruinas y despojos
cristianos, se impondrán unos nuevos valores sociales, una nueva sensibilidad
estética y moral, una liberación de los placeres y de los instintos, que
entroncarán con los valores paganos de los antiguos héroes griegos, y
engendrará una nueva forma de existencia, de otro dominio, de otra
fundamentación. Esta es la verdadera intención de Nietzsche , que se deriva
coherentemente de sus más esenciales planteamientos cosmológicos sobre la
voluntad de poder como fundamento.

Por tanto, el tipo de análisis fenomenológicos del estilo Pfänders-Jaspers,


pienso que no penetran suficientemente en el verdadero fondo de la cuestión,
al admitir supuestas intenciones purificadoras y desenmascaradoras más
propias del estilo de los reformadores clásicos, que no a las que corresponden
a Nietzsche. Sin duda que, en sus escritos, aparece en ocasiones el intento de
desenmascarar aquellas costumbres, creencias o conductas morales que por
ser vividas de forma rutinaria e inauténtica, ya no son capaces de responder a
las necesidades espirituales del hombre actual, y que en cierto aspecto puede
tener una función terapéutica para los espíritus tibios. Pero los
arremetimientos nietzscheanos van más allá de su simple
desenmascaramiento, pues no sólo aspiran a poner en entredicho unos
determinados valores, sino que ambiciona demoler sin piedad, toda forma de
moral, toda forma de religiosidad, sea falsa o verdadera, auténtica o
inauténtica. Todas las doctrinas de la trascendencia proyectadas hacia una
supuesta divinidad, deben perecer en el universal naufragio de sus
acusaciones, en la disolución de todo aquello, que de cerca o de lejos, sea
fermento de estas doctrinas debilitadoras y negadoras de la vida.

Es innegable el arrojo intelectual de Nietzsche, que llevado por el frenesí de


un voluntarismo absoluto, expresado en su “querer”, sin trabas ni
limitaciones de ningún género, a modo de torrente impetuoso y desbocado,
quiere arrastrar la totalidad de lo real hacia sus utópicos y apasionados
deseos futuristas de afirmación e infinitud vital. Pero ante la imposibilidad de
que estos deseos de infinitud puedan ser vividos y plasmados en el marco de
la finitud existencial del ser humano sujeto a la temporalidad, se explica, ante
esa imposibilidad real, que la biografía de Nietzsche esté sumergida en la
desesperación y en su trágico sentido de la existencia.

3).- La Concepción Luterana

De la influencia de la concepción luterana en el pensamiento de Nietzsche, se


derivarán principalmente dos vertientes. Una de carácter ontológico, basada
en la intrínseca corrupción de la naturaleza humana, y que le proporcionará a
Nietzsche la justificación argumentativa de que el cristianismo es una
doctrina que niega la vida y es hostil a sus goces sensibles y placeres
estéticos: “Yo descubro en todo tiempo en el cristianismo la hostilidad a la
vida, la repugnancia contra la vida misma” (14).

La otra vertiente de índole psicológica, se basa en la fuerte impronta


nominalista del luteranismo en el plano gnoseológico, lo que ha significado la
sospecha y la desconfianza de la razón natural para poder acceder al
conocimiento de verdades objetivas en el ámbito de la revelación,
considerándola una vía impracticable. Debido a ello, el criterio de valoración y
la apropiación de estas verdades en el pensamiento luterano, se apoya
básicamente en la intuición subjetiva de las propias experiencias internas,
cuyas corrientes vivenciales configuran los contenidos de la “fe”, que son los
que le prestan su certeza subjetiva. Es lo que experimenta el joven Nietzsche
cuando escribe a su hermana Lisbeth: “toda fe rinde lo que el creyente espera
encontrar en ella, pero no ofrece el menor punto de apoyo para la
fundamentación de una verdad objetiva” (15). Es indudable la cadencia
subjetivista de un planteamiento que al valorar primordialmente las
afecciones y sentimientos internos, esperando encontrar en ellos el criterio
para determinar su mayor o menor ajuste y correspondencia con la fe que
salva, se constituya como la única fuente garante de su veracidad y
significación religiosa, lo que explicaría en el pensamiento luterano, la
sobrevaloración que se confiere a estos contenidos psicológicos en el ámbito
de la propia subjetividad.

Nietzsche, con sus deseos de afirmación vital cifrado en sus ansias de


felicidad dionisíaca, también se siente inercialmente arrastrado en la
sobrestimación y categorización de estos contenidos y afecciones
psicológicas, puesto que desde su referencia valorativa sustentada también
por una gnoseología subjetivista, intentará determinar el grado de su
potencialización vital para dar cumplida y satisfactoria respuesta a los
irrefrenables deseos imperados por la voluntad de poder. En esta plano de
objetivos y propósitos de apropiación vital de estos contenidos afectivos,
como únicos criterios de valoración existencial, era plausible que en el
pensamiento de Nietzsche surgiera su choque frontal con un planteamiento
del cristianismo que también postula sus anhelos felicidad espiritual, en la
valoración subjetiva de estos contenidos afectivos. Si en la filosofía del
pensador alemán, el crecimiento y afirmación de la vida se cifrará
individualmente en la plenitud y goce interior que engendra la liberación de
todos los instintos y placeres vitales, también el luteranismo cifrará la certeza
de la posesión de la fe redentora, en la liberación y placidez interior que
experimentamos al acoger la palabra de Dios.

Pero la abismal diferencia para Nietzsche, es que el cristianismo concebido


desde esta óptica, busca el sentido último de las vivencias subjetivas,
recurriendo a instancias de carácter trascendente que van más allá de las
posibilidades empíricas de estos contenidos psicológicos, con lo que la
asunción de estas corrientes de representaciones internas, no las estima y
valora por sí mismas, en orden a potenciar sus posibilidades vitales, sino
como garantes transitorios que justifican la obtención de “otra vida”,
mediante la renuncia ascética y el desprecio de los instintos.

Nietzsche con su retorcida agudeza, considera que estos contenidos


psicológicos sustentados por ilusorios sentimientos de amor y esperanzas
espirituales, no son más que intereses egoístas de apropiación psicológica,
que se enmascaran con el velo místico de supuestas realidades
ultramundanas. Con su dual y equívoca concepción del mundo, estas
pretensiones suprahistóricas sustentadas por subjetivas afecciones y
vivencias internas, se transforman, para Nietzsche, en las más violentas y
peligrosas doctrinas que atentan contra la unidad inmanente de la naturaleza.
Una ruptura cosmológica, que al reproducirse en la interioridad de los sujetos
en forma de antagonismos morales, provoca una serie de conflictos
psicológicos que enajenan e intoxican las conciencias, trastocándose en
frustraciones e impotencias engendradoras del instinto de resentimiento y de
venganza contra la vida.

Esta es una de las más hondas razones por las que Nietzsche considera al
cristianismo como el más peligroso rival que pugna en la misma convergencia
de valores psicológicos e intereses vitales, aunque con objetivos radicalmente
distintos. Ante tal peligro, escribirá sus exacerbadas y agresivas críticas
contra el cristianismo, con el soñado objetivo de que se desmorone sepultado
por la quiebra de su propia decadencia vital e histórica. “Soy el primer
psicólogo del cristianismo, escribe Nietzsche a G. Brandes, y en mi calidad de
viejo artillero puedo disponer de piezas de un calibre que ninguno de los
enemigos del cristianismo ha sospechado hasta ahora” (16).

Estas reflexiones ponen de relieve, que las acusaciones que realiza Nietzsche,
no se avienen con ningún supuesto conciliador o purificador del cristianismo,
puesto que ello supondría diluir la fuerza radical de sus críticas, y desvirtuaría
sus verdaderos propósitos. Nietzsche, tiene la conciencia de ser un enviado,
de representar un destino que señale al género humano, unos nuevos
caminos, unos nuevos valores que se opongan radicalmente con la entera
tradición nacida del pensamiento cristiano. Con el acento de un visionario
profeta escribirá: “Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el
recuerdo de algo gigantesco, de una crisis como jamás la ha habido en la
tierra, de la más profunda colisión de conciencia, de una decisión tomada,
mediante un conjuro “contra todo lo que hasta ese momento se había creído,
exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita” (17).

Los posteriores acontecimientos históricos han puesto de manifiesto que


cualquier concepción religiosa cuyos contenidos de “fe” se han suscitado en
virtud de la intuición empírica de las propias vivencias interiores, obturan la
comprensión de sus manifestaciones visibles y externas, susceptibles de ser
participadas universalmente. Encerrados los contenidos de la fe, en la
conciencia de las propias experiencias interiores, sin posibilidad de ser
compartidas, se disuelven, más temprano o más tarde, en la nebulosa
opacidad de su insuficiente fundamento objetivo y racional, quedando sujetas
a la arbitrariedad de sus particulares autovaloraciones morales y religiosas.

En tal tesitura, estas doctrinas de impronta subjetivista que cercenan la


proyección exterior y objetiva de los contenidos de la fe, tienen de antemano
perdida la batalla filosófica y vital frente a concepciones fuertemente
inmanentes y ateas como la de Nietzsche, puesto que manifiestan una
superior coherencia formal en el plano de la mostración empírica de los
fenómenos psicológicos que sustentan como principio de la realidad. Desde su
cosmovisión antropocéntrica, estas concepciones derivan la constitución del
ser humano, como el único portador y dueño de su voluntad autofundante,
para determinar el valor objetivo de sus propios contenidos vivenciales, con lo
que está de más la recurrrencia a instancias trascendentes, que se instalen
más allá de su exclusiva inmanencia natural. Así lo corroboran el testimonio
de Feurbach o el de los neopositivistas, al acusar al cristianismo de fundar sus
nociones mediante la mera proyección subjetiva de estos contenidos internos
hacia trasmundos inexistentes o imaginarios, como forma de enajenación de
la misma esencia humana, o también mediante los terribles martillazos con
los que Nietzsche pretende golpear y destruir cualquier sentido de la
trascendencia.

1).- En al aforismo 632 de “La Voluntad de Poder” escribe que “la voluntad de poderío
se expresa en la manera de aplicar la fuerza; la transformación de la energía en vida y
el vivir elevado a la suprema potencia aparece entonces como fin”. En el af 637 dice
algo parecido: “Se desprende una voluntad de poderío en el proceso orgánico, en
virtud del cual, fuerzas dominantes, plasmantes, imperiosas, aumentan
constantemente el campo de su poder”.

2).- De forma parecida a Schopenhauer, Nietzsche sostiene que la razón es posterior a


la voluntad y los deseos, y en consecuencia de los instintos: “Razonar es consecuencia
de un relacionarse de los instintos (Más allá del Bien y del Mal, af 36), “La serie de
pensamientos y deducciones lógicas que surgen de nuestro cerebro responden a un
proceso de relación de instintos (La Gaya Ciencia, af 111), La inteligencia no es más
que cierta relación de los instintos entre sí” (“La Gaya Ciencia”, af 333) “Sólo se obra
con perfección cuando se obra instintivamente (La Voluntad de Poder, af 257).

3).- F. Nietzsche, La Voluntad de Poder, af 252.

4).- Idem, af 668

5).- Idem, af 55. Son muchos los aforismos en donde Nietzsche pone de manifiesto
esta concepción vitalista. Veamos algunos a título de ejemplo: “El principio de la vida,
la voluntad de la vida es “voluntad de poderío” (La Voluntad de Poder, af 574), “La
vida es para mí, instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas de
poder (El Anticristo, af 6), La Vida es cabalmente voluntad de Poder (Más allá del Bien
y del Mal, af 259. Lo mismo dice en el af 13 y en el af 36, y en La Voluntad de Poder,
af 252), “Sólo donde hay vida hay también voluntad de Poder (Así habló Zaratustra,
del apartado “De la superación de sí mismo) “La vida tiende al máximo de poderío; el
esfuerzo no es otra cosa que un esfuerzo hacia el poder; esta voluntad es la más
íntima de la vida (La Voluntad de Poder, af 682).

6).- F. Nietzsche, (La Voluntad de Poder, af 578, Ecce Homo, del apartado: La traca
final, af 8). En el af 5, del “El Origen de la Tragedia”, afirma algo parecido: “Cuando se
coloca el centro de gravedad en el más allá, en la nada, se la ha quitado a la vida su
verdadero centro de gravedad”. En “El Anticristo” escribe: “El Cristianismo no hace
más que disimularse bajo la máscara de la fe en “otra” vida”. En “El af 2, del apartado:
Lo que debo a los antiguos, de “El Ocaso de los Dioses””, muestra su postura
irreconciliable con Platón: “Mi desconfianza respecto de Platón va a lo hondo, lo
encuentro tan descarriado de todos los instintos fundamentales griegos, tan
moralizado, tan anticipadamente cristiano que a propósito del fenómeno entero Platón,
prefiero usar la expresión de patraña superior”

7).- G. Simmel, Schopenhauer y Nietzsche. Edic. Fco Beltrán, Madrid 1915, 206

8).- Alexander Pfänder (1870-1941). Pensador influido por la fenomenología de


Husserl. Es conocido por fundar la lógica en sentido fenomenológico con objeto de
analizar determinados fenómenos psíquicos, tales como “el querer”, “la motivación”,
“las disposiciones”, etc., identificándolos con los sentimientos en tanto que actos
intencionales dirigidos hacia algo, ofreciendo diversas cualidades según los modos de
su intencionalidad y referencia al objeto.

9).- “Llega ya la época, dice Nietzsche, en que tendremos que pagar el haber sido
cristianos durante dos milenios (La Voluntad de Poder, af 30)

10).- A. Pfänder, Friedrich Nietzsche, Rev. Occidente, nº XVI, Madrid 1924, 93

11).- K. Jaspers, Nietzsche y el Cristianismo, R. Piper y Co Verlag-Munchen, 1968,


335.

12).- Entre otras cosas dice Nietzsche: Toda la doctrina cristiana acerca de lo que se
debe creer es exactamente lo contrario de lo que era al principio el movimiento
cristiano” (La Voluntad de Poder, af 159)

13).- M Heidegger, “Sendas Perdidas”, Ed Losada, Buenos Aires, 1960, 185

14).- F. Nietzsche, El Origen de la Tragedia, af 5.

15).- Idem, Correspondencia, Carta del 17.VII, 1865, Ed Labor, Barna 1974.

16).- Idem, Correspondencia del 20.XI, 1888, En el af 30 de la Voluntad de Poder,


escribe: “Mientras la Iglesia se entrometa en todas las vivencias esenciales de la vida
individual, para que se las consagre y se les dé un sentido más alto, seguiremos
teniendo el “estado cristiano”. En el af 147 dice: “El status cristiano tiene que ser un
estado natural, pero que no está permitido comprender como tal, asi lo “cristiano”
significa una falsificación de la interpretación psicológica elevada a la categoría de
principio”. “El artificio más sutil que da al cristianismo ventaja sobre las demás
religiones, escribe en el af 95 de Humano demasiado Humano II, es que habla de
amor, palabra ambigua que estimula el recuerdo y la esperanza”. “La compasión
cristiana es un sentimiento interior que proporciona placer y nos suministra en
pequeñas dosis el deleite de la superioridad” (Aurora, af 136), En distintos aforismos
de “La Voluntad de Poder”, insiste en estas consideraciones: “Si el cristianismo ha
hecho algo esencial en el sentido psicológico, ha sido el aumentar la temperatura del
alma”, “”El cristianismo es la peor mentira de seducción”, “Su fuerza impulsora es el
resentimiento”, “Lo peligroso del ideal cristiano se encuentra en sus sentimientos de
valor”, etc, etc. (afs. 175, 200, 179, 1014).

17).-Ecce Homo, del apartado: La traca final, af 1. Al final de esta obra, que es una de
las últimas que escribe antes de caer en la demencia, afirma con actitud belicosa:
“Guerra a muerte contra el vicio: el vicio es el cristianismo”. El visionario e iluminado
profeta Zaratustra le dice a su anciano interlocutor: “Yo soy Zaratustra el ateo, que
dice; ¿quien es más ateo que yo, para gozarme con sus enseñanzas?” (Así habló
Zaratustra, del apartado: El Jubilado), Y dirigiéndose a sus enloquecidos huéspedes les
dirá con fuertes gritos: “Mientras no os hagáis como niños no entrareis en “aquel”
reino de los cielos. -Y Zaratustra señaló con las manos hacia arriba-. Mas nosotros no
queremos entrar en modo alguno en el reino de los cielos: nos hemos hecho hombres,
y “por eso queremos el reino de la tierra” (del apartado: La fiesta del asno).

Nietzsche: El ser como apariencia


(fragmento de “El itinerario del ser”, del mismo autor)

Por Lluís Pifarré

Desde su perspectiva cósmica, Nietzsche es el filósofo vital por antonomasia.


Equipado con una ontología de la voluntad como fundamento de lo real
inspirada en la filosofía de Schopenhauer, y en una gnoseología de cadencia
kantiana, considerará que en la constitución de lo real, es mucho más lo que
ponemos con nuestras representaciones subjetivas, que lo que nos es dado
por una supuesta realidad objetiva y en sí. Las cosas o realidades en sí, ya no
son solamente inaccesibles a nuestro conocimiento, como afirmaba Kant, sino
que son simples ilusiones psicológicas, al modo de una especie de velo
místico que encubre la vaciedad ontológica del ser y, que, mediante la falacia
de los conceptos abstractos, basados en inexistentes realidades metafísicas,
pretenden explicar arrogantemente la totalidad de lo real. En todo caso, para
Nietzsche, lo en sí procede de errores cometidos en el juego combinatorio de
la imaginación perceptiva, y que por la inercia de la costumbre se ha
interpretado durante siglos como lo que funda la verdad, revistiéndola con el
disfraz de unas determinadas categorías metafísicas. Una vez disueltas en el
futuro estas categorías, quedará abolida la distinción entre la cosa en sí y lo
subjetivamente representado en mí, dejando inservibles el conjunto de estas
categorías que se han irrogado la autorización para separar un mundo en sí
de un mundo como representación propia.

Para el filósofo alemán el ser no es más que un término introducido y forjado


por una simple utilidad práctica que lleva más de dos milenios, y que sirve
para proyectar en un inexistente "más allá", esencias e ideas inmutables y
universales, que no son más que pretendidas pseudorealidades opuestas a la
facticidad cambiante de los acontecimientos vitales. Por eso dirá Nietzsche,
que la creencia en el ser ha surgido por la falta de fe y desconfianza en el
"devenir", por el recelo y la sospecha respecto a la fluencia evolutiva de lo
real fenoménico.

Desde nuestras perspectivas psicológicas como contenido de nuestros


sentimientos y deseos afectivos, se configura imaginativamente el mundo de
lo aparente que desvela mejor el sentido de la vida que el tradicionalmente
llamado mundo real de la metafísica clásica. Estas perspectivas psicológicas
elaboradas al nivel reflexivo de la conciencia, configuran la estructura
fluyente y sucesiva del proceso de la temporalidad, al reproducir fielmente la
estructura del ser como apariencia, del ser incesantemente cambiante
sumergido en la corriente del devenir. Nietasche sólo aceptará como real,
grados diversos de intensidad en la forma de reflejarse el mundo de la
apariencia, y no un supuesto ser en sí, con el pretexto de constituir y fundar
los conceptos abstractos de los metafísicos, y las esencias formales de los
teólogos. Estos aspectos, son todos ellos inconciliables con la vida como
contenido vivencial en mí. Por otra parte, el ser de los clásicos, con sus
atributos de atemporalidad e inmutabilidad, intenta "fijar" tiránicamente el
proceso fluyente y azaroso de la temporalidad, aquello que por naturaleza es
permanentemente mutable y aparente. No hay, por tanto, verdades absolutas,
no hay esencias permanentes, no hay hechos eternos, sólo hay verdades
aparentes, relativas a nosotros, para nosotros, según las conciben nuestras
representaciones y sentimientos. El mundo aparente transmutado en forma
de contenidos psicológicos, (psicologización del ser), es equivalente a la
verdad. Si en nuestras representaciones inventivas e imaginativas
rechazamos la realidad del mundo aparente, ya no queda ninguna verdad. La
verdad se identifica con la apariencia, la vida humana está totalmente
sumergida en la contra-verdad y de ahí no podemos salir.

Nietzsche niega la verdad como realidad en nombre de la verdad como


apariencia, la verdad de lo eterno e inmutable se niega frente a la
instantaneidad de lo presente mutable; no sólo oposición entre pensamiento y
ser como ocurre en Kierkegaard, sino rechazo radical de la verdad del ser
frente a la verdad de lo aparente. Nietzsche dice sentir vergüenza del
concepto de verdad, de esa palabra imperativa y orgullosa, y quiere alcanzar
la victoria sin el auxilio de la verdad, derrotada ésta por la vaciedad
ontológica de sus falsas objetivaciones, y que será sustituida por la contra-
verdad, que ya no va a fundarse en el principio de realidad de las sustancias
aristotélicas, sino que será engendrada por la corriente vivencial de nuestras
representaciones, por aquel sentimiento subjetivo que obtiene su eficacia
creativa y constituidora de realidad, en función de su mayor o menor instinto
de "fuerza" como expresión de su voluntad de poder.

El profundo trueque que se produce entre lo real y lo aparente en el ámbito de


la realidad, determinará que sea la voluntad quien configure el vacío
ontológico dejado por el ser, siendo la voluntad misma la que establezca
según sus intensidades de fuerza el criterio de la verdad y de los valores. El
querer absoluto de la voluntad reclama el querer ser sin condiciones, sin
aquellos límites impuestos por las doctrinas de la trascendencia. Un querer
surgido de las propias instancias desiderativas y afectivas del sujeto, al
convertirse el deseo como derecho incondicional de la vida, y por la fuerza
impulsora de la voluntad de poder, para que la realidad dada, sea así, como lo
determine la voluntad, y para que toda configuración de lo real en el ámbito
de la inmanencia fenoménica se amolde a este absoluto querer.

Lo esencial es suprimir el mundo-verdad, en cuanto supone el más grave


atentado contra la vida, por el mundo-aparente. La expulsión de la creencia
en la verdad propiciará la fecunda irrupción del nihilismo nacido de las ruinas
del ser, de su radical negación y, por tanto, como afirmación positiva de la
nada. El ser como apariencia o, lo que es lo mismo, la nada para el ser, será
concebido como fluencia en decurso infinito hacia el devenir, en un "eterno
retorno" de la vida. Nietzsche deseaba creer que en su época se estaban
fraguando las condiciones para el resurgir de un nuevo futuro, de una nueva
aurora para la vida, donde el mundo recobrará su natural sentido, su original
inocencia, haciendo inviable la admisión de un universo inspirado en el ser
metafísico. Con la aparición del nihilismo como fase transitoria, nos
introduciremos posteriormente en la esfera de un mundo radicalmente
inmanente, donde la vida, desgajada y liberada de las doctrinas de la
trascendencia griego-cristianas, desarrollará todas sus potencialidades y
adquirirá su pujante fuerza. Nietzsche afirmará que "el nihilismo es una
forma divina de pensar como negación de todo mundo verdadero, de todo
ser". (8).

Frente a la negación de la vida auspiciada por la razón socrática, que ha


debilitado los instintos del placer, por medio del más allá platónico y la
trascendencia cristiana, que a través de su concepción dualista de la realidad
han originado la escisión del único mundo inmanente y natural. Frente a ello,
lo decisivo es la afirmación dionisíaca de la vida y de los valores. El lugar
vacío dejado por el ser como soporte de los antiguos valores será ocupado por
la fuerza de sí de la voluntad de poder que mediante una profunda
transvaloración, constituirá el nuevo orden de los valores, y en cuanto
puestos por la autodecisión del sujeto, estos nuevos valores dependerán
totalmente de la creatividad estética e inventiva del sujeto, de su modo de
sentir y posicionar estos valores, lo que implica que su realidad se sustentará
en última instancia en la dinámica fluctuante de los deseos y sentimientos
subjetivos. Al carecer de toda fundamentación en el principio de la realidad
que se ha esfumado con la pérdida del ser como acto, la nada misma se
convierte en el fundamento de los nuevos valores, aspecto que se confirma al
comprobar mediante una adecuada evaluación el contenido real de estos
valores. En ella no aparece ningún valor al que se le pueda atribuir algún
contenido nuevo o alguna cualidad desconocida en el plano axiológico, con lo
que deberemos deducir que estos supuestos nuevos valores se disuelven en la
nada. El conocimiento sumido en la corriente de sus subjetivas vivencias
representativas sólo puede acceder a la verdad-aparente como sustitutivo de
la verdad del ser en el plano ontológico, constituyéndose como una nueva
verdad anhelante de la nada, determinando el valor de la vida y de las cosas
según el sentimiento de fuerza de un puro acto de la voluntad como última
razón y fundamento de sí misma.

En su crítica del ser, Nietzsche invierte el pensamiento de Parménides. Para el


filósofo de Elea sólo lo que tiene ser es, para Nietzsche sólo lo que es, no
tiene ser. Si para el primero no hay ninguna conexión entre el ser y el no-ser,
para el segundo la verdad del no-ser aniquila la verdad del ser. En
Parménides lo aparente no es y sólo el ser es, en Nietzsche el ser no es y lo
aparente es. Quizás cuando Heidegger se refería a Nietzsche como el último
metafísico de la historia de la filosofía, bien podría ser que lo considerase
como el último filósofo que ha dado cuenta de la metafísica del ser con su
anti-metafísica del no-ser como fundamento de su metafísica. El acta de
defunción de la metafísica será proclamada a los cuatro vientos por
numerosos filósofos del S.XX, pero estas precipitados y pesimistas anuncios,
no han podido borrar del espíritu humano su natural vocación metafísica, su
profundo y constante anhelo por la trascendencia.

Nietzsche y la supuesta muerte de Dios


Por Robert Capra

En el centenario de la muerte de Nietzsche puede ser oportuno el


recuerdo de lo que cierto día apareció en la prensa: «Dios ha muerto.
Firmado: Nietzsche». Al día siguiente en el mismo periódico, apareció
esta otra esquela: «Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios».

¿Sarcasmo excesivo? Quizá. Porque habría que ver si Nietzsche creyó


haber matado efectivamente a Dios. Ahora bien, es preciso reconocer
que la aseveración no es humo de pajas y al menos sus discípulos se la
han tomado en serio.

Nadie mejor que Nietzsche sabía las consecuencias de una supuesta e


irreversible muerte de Dios:

«¿Adónde se ha ido Dios? Nosotros le hemos matado. Todos nosotros


somos sus asesinos... ¿Cómo hemos sido capaces de beber el mar
entero? ¿Quién nos ha dado la esponja con que hemos podido borrar el
horizonte entero? ¿Qué hemos hecho cuando desprendimos la Tierra
del Sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos
nosotros, ¿Nos estamos alejando de todos los soles? ¿Es que nos
estamos cayendo, incesantemente? ¿Hacia detrás y hacia todos los
lados? ¿Hay además un arriba y un abajo? ¿No vagamos perdidos en la
infinitud de la nada? ¿No sentimos en nuestro rostro el vaho del
espacio vacío? ¿No sentimos que va aumentando el frío? ¿No se va
acercando la noche, continuamente, una noche cada vez más
densa?...» (Die Fröhliche Wissenschaft, número 125)

Su plan de "reconversión" de la humanidad consiste en situarse en el


lugar del Creador y convertirse en "superhombre", a base de la
"voluntad de poder", enfrentándose así con el vacío inmenso de la
nada que la muerte de Dios deja y atreviéndose a crear valores
inéditos, "más allá del bien y del mal".

«¡Dios ha muerto! ¡Y somos nosotros los que le hemos matado!... ¿No


son demasiado grandes para nosotros las proporciones de esta acción?
¿No deberemos convertirnos en dioses para hacernos dignos de ella?
Nunca hubo acción alguna más grande y todos los que nazcan después
de nosotros pertenecerán a una época histórica superior a todas las
que ha habido hasta ahora, gracias a esta acción... Este terrible
acontecimiento está todavía en camino y marcha hacia adelante» (Die
Fröhliche Wissenschaft, número 125).

Ahora bien, la historia demuestra que no ha sido Dios el muerto, sino


Nietzsche. Sin Dios no hay Absoluto. Todo es relativo. Bien y mal son
palabras huecas. «Haz el mal, verás como te sientes libre», dice uno
de los héroes de Le Diable et le bon Dieu. J. P Sartre se propuso la
aventura de "inventar valores", puesto que el principio absoluto de su
discurso es la dogmática negación de Dios con el fin de afirmar una
libertad humana absoluta.

Jean Paul Sartre reconoce que si Dios no existe, los valores no están
fijados de antemano. Hay que inventarlos. ¿Quién será el inventor?
«Puesto que yo he eliminado a Dios Padre, alguien ha haber que fije
los valores. Pero al ser nosotros quienes fijamos los valores, esto
quiere decir llanamente que la vida no tiene sentido a priori. Y añade
Sartre: «no tiene sentido que hayamos nacido, ni tiene sentido que
hayamos de morir. Que uno se embriague o que llegue a acaudillar
pueblos, viene a ser lo mismo. El hombre es una pasión inútil», y «el
niño es un ser vomitado al mundo», «la libertad es una condena».

La muerte de Dios es la muerte del hombre. Sólo cabrían valores


ilusorios, sin realidad, sin eficacia. Entre los valores inventados y los
valores reales habría la misma diferencia que entre una piedra
pensada y una piedra real. Con una piedra real se puede construir un
enorme edificio; con una piedra pensada nada puede romperse, ni
edificarse en la realidad. Es el absurdo, lo impensable, lo que no puede
ser en absoluto.
Nietzsche y la muerte de Dios

Enrique Bonete Perales


Alfa y Omega, 4 de mayo de 2000

En 1900 moría uno de los más grandes filósofos alemanes del siglo
XIX. A sus veinticuatro años llegó a ser catedrático de Filología Clásica
de la Universidad de Basilea. Se vio a sí mismo como un profeta de
siglos venideros, y acabó sus días sumido en una profunda enfermedad
mental (probablemente originada por una sífilis contraída décadas
antes). A partir de 1889, tras intensos años de trabajo y agotadoras
enfermedades, con sólo cuarenta y cinco años, cayó la mente de
Nietzsche en una total oscuridad, en un estado de aletargamiento del
que ya no logró salir. Vivió en completa ausencia y ajeno al impacto
cultural de su obra durante los casi doce años anteriores a su muerte.
Este final trágico ha hecho de Nietzsche uno de los personajes más
intrigantes y legendarios del XIX; precursor de los avatares
demenciales de nuestro siglo.

Aunque la obra de Nietzsche es compleja, aforística, y trata diversos y


contradictorios temas, una tesis resulta del todo nuclear, no sólo por
expresar de la forma más gráfica su rechazo a la filosofía occidental
del pasado, sino sobre todo por apuntar la filosofía y la cultura del
porvenir: ¡Dios ha muerto! El relato más estremecedor que
contextualiza sus pretensiones destructivas de la metafísica y del
cristianismo se encuentra en los parágrafos 125 y 343 de La gaya
ciencia. En aquellas desgarradoras palabras del loco que buscaba a
Dios con una linterna en pleno día, encontramos la más tremenda
representación metafórica de las consecuencias culturales de la muerte
de Dios. He aquí los interrogantes que brotan cuando es consciente el
hombre de que ha matado a Dios y habita solitario en un mundo
infinito: ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué
hemos hecho después de desprender a la Tierra de la cadena de su
sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿Es que caemos sin
cesar? ¿Vamos hacia adelante, hacia atrás, hacia algún lado; erramos
en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en
una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos
frio? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más
cerrada?... ¡Cómo consolarnos, nosotros, asesinos entre los asesinos!
Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo
ha teñido con su sangre nuestro cuchillo. ¿Quién borrará esta mancha
de sangre? ¿Qué agua servirá para purificarnos? (125).
- Desde esta constatación filosófica Nietzsche rechaza toda la
metafísica occidental, en tanto que se ha sustentado en el concepto y
en la realidad ontológica de Dios. El ser de las cosas es dado y
mantenido por Dios. Platón, Aristóteles, santo Tomás, Descartes,
Leibniz, Hegel..., toda la metafísica, hasta finales del XIX, es una onto-
teología. Pensar el ser desde la razón ha consistido históricamente en
pensar a Dios como garante y fundamento del ser. Pero Dios no
es más que una palabra que crea el hombre como reacción y defensa
conceptual ante el imparable devenir de la vida, de la realidad y de la
muerte. Nietzsche nos remite a Heráclito: todo es devenir. El hombre
necesita establecer algo fijo, duradero, eterno. Ésta es la raíz
psicológica de la metafísica que ha llevado a los grandes filósofos a dar
entidad ontológica a un concepto inventado: Temo que no vamos a
desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la
gramática, escribió lacónicamente Nietzsche en El crepúsculo de los
ídolos.

También encontramos en la muerte de Dios el rechazo explícito de


toda moral, y más en concreto de la moral judeo-cristiana. El bien,
desde Platón y atravesando toda la filosofía, ha estado casi siempre
ligado a la existencia de Dios, ya sea como fundamento en el
pensamiento cristiano, ya como postulado en el pensamiento
kantiano. La muerte de Dios lleva consigo desenmascarar los intereses
que subyacen en la genealogía de los criterios morales. Para Nietzsche
las virtudes cristianas como la humildad, la obediencia, la compasión,
el servicio..., en el fondo, provienen de los hombres del rebaño, que
incapaces de crear valores superiores se autodesprecian como
fracasados y se someten a instintos gregarios y antivitales. Lo cristiano
es hostil a lo natural y a la vida de este mundo, el único existente.
Pero con lamuerte de Dios no sólo carecen de sentido las pretendidas
virtudes cristianas, sino la supuesta objetividad, universalidad y
racionalidad de los principios éticos. Por eso es explicable que
Nietzsche rechace también el socialismo y la democracia al
considerarlos secularización de los valores cristianos y, por eso mismo,
exponentes políticos de una moral del rebaño.

Y por ultimo, la muerte de Dios ha de ser el punto de partida de una


nueva antropología: el superhombre. El hombre que asume hasta las
últimas consecuencias que estamos sin Dios, aquel hombre que vive
para la tierra, que da un eterno y alegre sí a esta vida tal como es.
Aquel hombre que crea valores, que es capaz de no quedarse en la
nada que ha desencadenado la ausencia de Dios, sino que se erige
desde su yo en superador del nihilismo.

Si Dios ha muerto, todo carece de sentido, no hay valores morales


fundamentados, y el hombre es el dios de su historia y su destino. He
aquí, según Nietzsche, la gran misión del superhombre: salir del
nihilismo destructivo y crear algo nuevo sin Dios, empezar a navegar,
como espíritus libres, por un mar sin rumbos hacia una nueva aurora.

Mas he aquí que el ateísmo optimista nietzscheano -como, por otra


parte, el marxista-, matando a Dios en la filosofía, en la historia y en el
corazón humano, ha matado al mismo hombre, lo ha despojado de su
dignidad y lo ha convertido en muñeco de quien ostenta el poder y la
fuerza. Desligando al hombre de Dios en aras de una absoluta libertad,
se ha deslizado la Historia en este siglo XX por la pendiente de la
autodestrucción. Nazismo, fascismo, comunismo, campos de
concentración, exterminios masivos...

Por ello, la Iglesia, a través de Juan Pablo II, ha querido inaugurar el


tercer milenio con gestos de perdón y reconciliación, proponiendo a la
Humanidad entera la búsqueda de la paz y la vuelta a Cristo, la Verdad
revelada de Dios. Pues el vacío del hombre sin Dios acaba siendo la
destrucción de la Humanidad. Así lo expresa la encíclica Fides et
ratio: El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y
los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y
su misma identidad. La negación del ser comporta inevitablemente la
pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el
fundamento de la dignidad humana. Una vez que se ha quitado la
verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto,
verdad y libertad, o bien van juntas, o juntas perecen miserablemente.

Nietzsche: más allá del bien y del mal


Por José Antonio MARINA

La vida de Nietzsche es la historia de quien no quiso darse por vencido.


Su patética lucha contra el destino me interesa más que su obra.
Filólogo rechazado por los filólogos, escritor sin lectores, maestro sin
discípulos, lector medio ciego, pasó por las pensiones y hoteluchos de
media Europa, inquieto y raro como «un errante y solitario
rinoceronte».

Vivió su infancia con una ensoñación de nobleza. Sus antepasados


habrían pertenecido a la nobleza polaca. «Un conde Nietzki nunca
miente» dijo un día a su madre. Le exaltó saber que los nobles
polacos, reunidos en una gran llanura, a caballo como buenos
guerreros, elegían al rey, y que el menor de ellos tenía el derecho de
oponerse a la voluntad de todos con su veto. Luego se inventó otras
genealogías: «Yo no lo entiendo, pero Julio César pudo ser mi padre»,
escribió en Ecce homo.

Su carrera arrancó triunfalmente. Tenía veinticuatro años cuando se le


ofreció una cátedra en Basilea. Poco después fue admitido en el círculo
de Wagner, lleno de grandeza y de trampas mortales. El mismo
Nietzsche confesó que allí, junto a Wagner y Cósima, se sintió cerca de
la divinidad.

Los momentos de gloria y de amistad fueron breves. La publicación de


"El nacimiento de la tragedia" provocó el rechazo de sus colegas. El
alejamiento de Wagner fue más complejo, titubeante y doloroso.
Nietzsche estaba deseoso de venerar, pero la veneración es un juez
implacable y a los genios conviene mirarles con catalejo. Su salud le
impidió continuar la docencia, y su condición de jubilado prematuro
acentuó el desarraigo y la soledad. Nunca tuvo un lugar. Friederich sin
tierra, sin casa, sin mujer, sin amor, va de pensión en pensión
arrastrando una maleta llena de papeles y partituras. En Génova, sus
vecinos le llamaban «il piccolo santo». Sus libros son recibidos con
total indiferencia. Los amigos se distancian de él. Uno de ellos, Erwin
Rohde, le describe como «alguien que llega de un país donde no vive
nadie».

En cambio, Nietzsche sueña con una comunidad de arnigos dedicados


al saber, un convento laico «donde se hable mucho, se lea poco y
apenas se escriba... Al final, le queda la fidelidad de Peter Gast y las
huellas de otras antiguas amistades. Su encuentro con Lou Salomé no
facilita las cosas. Se enamora y es rechazado en circunstancias que
bordean el drama y la comedia bufa.

En las montañas de la Alta Engadina recupera a ratos la salud, pero allí


recibe también una revelación que ha de ser tremenda para un ser
desdichado: la idea del eterno retorno. Todo volverá a suceder. Este
destino le llena de horror: «No quiero comenzar otra vez. ¿Cómo
podría soportarlo?». En una carta de diciembre de 1878 escribe:
«Parece como si nada lograra aliviarme.

Los dolores son enloquecedores. Por mucho que uno se diga:


¡sopórtalo todo! ¡renuncia a todo! ¡Ah, uno termina asqueado de la
propia paciencia. Lo que necesito es paciencia para soportar la
paciencia!».

Antes que escritor, mucho antes que filósofo, Nietzsche es un ser


desdichado que busca la salvación, es decir, la salud. Cuando a los
cuarenta y cuatro años decide contarse su biografía, lo repite una y
otra vez: «¿Necesito decir que soy experto en cuestiones de
decadencia? La he deletreado hacia delante y hacia atrás». No contaba
con nada, salvo su propia energía. Por eso se aferra a ella, o a la idea
que de ella se inventa, como el náufrago al salvavidas: «Me puse a mí
mismo en mis manos, yo me sané a mí mismo. Convertí mi voluntad de
salud, de vida, en ‘mi filosofia’. Sin tener en cuenta estas palabras no
creo que pueda entenderse su obra.

Contar sólo con las propias fuerzas conduce a oponerse a la


inclemencia de la realidad. «Tengo que dar un paso más con estos pies
cansados y heridos y, fatalmente, contra las cosas más bellas que no
supieron retenerme, me revuelvo ferozmente porque no supieron
retenerme!». Aquí descubro el origen de la violencia de su estilo y de
sus afirmaciones.

Para quien se siente frágil, la energía es una difícil tarea. ¡Hay que ser
fuerte!, grita una y otra vez obstinada, desaforada, desesperadamente.
«¿Por qué tan duro -dijo en otro tiempo el carbón de cocina al
diamante-; ¿no somos parientes cercanos?" «¿Por qué tan blandos?
Oh hermanos míos, así os pregunto "yo" a vosotros. ¿Por qué tan
blandos, tan poco resistentes y tan dispuestos a ceder?", escribe en
Así habló Zaratustra. Y éste es un tema recurrente en la obra de
Nietzsche. «Es necesario no haber sido nunca complaciente consigo
mismo. Es necesario contar la dureza entre los hábitos propios para
encontrarse jovial y de buen humor entre verdades todas ellas duras».
«Nada hay tan malo como la debilidad». «El error no es ceguera, es
cobardía. Toda conquista, todo paso adelante en el conocimiento es
consecuencia del valor, de la dureza consigo mismo».

Así se adquiere la «gran salud»; «una salud nueva, una salud más
vigorosa, más avispada, más tenaz, más temeraria, más alegre que
cuanto ha sido hasta ahora cualquier salud», escribe mientras sólo
puede tomar leche durante semanas, y tiene que permanecer en su
habitación a oscuras para proteger sus ojos enfermos. Pero la receta
no cambia: «Endureceos, la más honda certeza de que todos los
creadores son duros es el auténtico indicio de una naturaleza
dionisiaca».

Esta obsesiva lucha por la salud, por librarse de los lazos de la


decadencia, es lo que convierte las violentas prédicas de Nietzsche en
patéticas voces de ánimo. El hombre que pide a Rohde: «Envíame una
palabra de consuelo»; el que escribe a Peter Gast: «No soy capaz de
viajar solo. Todo me afecta estúpidamente, todo me agita demasiado».
Cuando habla del superhombre está sólo dándose ánimos. Considerar
la narración de su lucha por la supervivencia como «filosofía» ha sido
una injusticia para Nietzsche y también para la filosofía.

Los huéspedes del albergue de Sils Marie donde se alojaba trataban


con simpatía a aquel profesor solitario, educado, puntual y amable.
Nietzsche se sentaba con frecuencia al lado de una señora inglesa, de
salud delicada, que pasaba largas horas sentada al sol. «Sé que es
usted escritor, señor profesor -le dijo un día-. Me gustaría conocer sus
libros». La respuesta de Nietzsche es de un patetismo conmovedor:
«No, no quiero que los leáis. Si hubiera que creer lo que escribo, una
criatura que sufre como usted no tendría ningún derecho a la
existencia».

Los primeros días del año 1889 salieron de Turín unas cartas
enigmáticas. La que recibió Peter Gast decía: «A mi maestro Piero.
Cántame un cántico nuevo. El mundo es claro y los cielos se alegran.
EL CRUClFICADO». La que recibió Cósima Wagner decía: «Ariadna, te
amo. DIONISO». El firmante de ambas era Friedrich Nietzsche, que
había perdido la razón para siempre.

Un día, varios meses después, la mirada vacía de Nietzsche se detiene


en un libro que su hermana acaba de leer. Como si su vida anterior le
hiciera un ligero guiño desde lejos, le pregunta: «Antes yo también
escribía bonitos libros, ¿verdad?».

Como filósofo no me interesa gran cosa la obra de Nietzsche, pero


¿cómo no sentirse emocionado por un destino tan cruel, y conmovido
por su exaltada valentía? No le quiero de maestro, pero ¡cuánto me
hubiera gustado andar con él por los riscos de la Alta Engadina!
Nietzsche
(El presente texto es la transcripción de una conferencia dictada por don
Julián Marías, que, como se sabe, no utiliza para ello un texto escrito - en la
edición se mantiene el estilo oral. Conferencia del curso “Los estilos de la
Filosofía”, Madrid, 1999/2000 - edición: Jean Lauand

Cortesía de http://www.hottopos.com/ para la


BIBLIOTECA BÁSICA DEL CRISTIANO

Julián Marías

Buenas tardes, hoy nos corresponde hablar de Nietzsche, figura compleja,


interesante, con una cierta anormalidad -hemos visto una cierta anormalidad,
diríamos, genial, en los últimos años de Comte; también ha habido una cierta
anomalía, no muy grande, en Kierkgaard-; en Nietzsche la anomalía fue mucho
más grave.

Friedrich Nietzsche había nacido el año 1844. Tuvo una rápida carrera de
filólogo, fue profesor de filología clásica en Basilea. Dejó después la cátedra y se
dedicó a escribir, tiene una obra filosófica y literaria muy importante. El año
1889 pierde la razón y vivió en estado de locura -de grave locura- once años:
murió el 1900.

Como ven ustedes, es una vida en muchos sentidos anormal, es una figura
particularmente atractiva, que tuvo un éxito muy grande, especialmente un éxito
literario: era un gran escritor. Tenía un sentido profundamente arraigado del arte
y de la literatura. Es una figura que ejerció una fascinación sobre muchas gentes,
en diversos países, muy particularmente en Alemania, no solamente porque era
su lengua, sino porque era un gran escritor en lengua alemana.

Las traducciones de Nietzsche fueron muchas, no siempre buenas, no siempre


seguras; frecuentemente se subrayó el aspecto más extremado que tenía la obra
de Nietzsche y tuvo por ejemplo una manifiesta afición a la desmesura. Ustedes
conocen la famosa doctrina de Nietzsche de los dos conceptos, de las dos
tendencias: lo apolíneo y lo dionisiaco. Él habló largamente de esto -
evidentemente procede de su cultura clásica, de su estudio de la lengua griega y
de la literatura griega- y su obra, en conjunto, oscila entre lo que él llamaba
apolíneo -es decir, la mesura el equilibrio, la serenidad- y lo dionisiaco, lo
exaltado, violento, apasionado.

Esta influencia -literaria en gran medida- está además ligada a dos grandes
devociones que tiene Nietzsche. Una de ellas es Schopenhauer, un gran escritor -
yo creo que más gran escritor que filósofo. Él tiene también un talento literario
muy particular -recuerden ustedes su oposición (en cierto modo por los celos...
del éxito enorme que tuvo en la Universidad de Berlin) a Hegel. Pero, en
definitiva, él tuvo un influjo difuso, no tanto por su doctrina como por su talento
de escritor. Nietzsche cultivó también -como Schopenhauer- un género
interesante y un poco dudoso también: el aforismo. Los dos fueron dos grandes
autores de aforismos. Aforismos para la vida, decía Schopenhauer; los aforismos
de Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche.

Él había escrito un libro inicial, un libro ligado a sus estudios helénicos en su


cátedra de Basilea, El nacimiento de la tragedia, Die Geburt der Tragödie. Ese
libro fue muy combatido por los filólogos profesionales. Por ejemplo, el más
famoso filólogo y de mayor prestigio académico en su época, Wilamowitz
Moellendorf, hizo una crítica muy dura de El nacimiento de la tragedia, que le
parecía un libro caprichoso, inexacto etc.

Pero los libros -libros apasionados, seductores- de Nietzsche fueron leídos


enormemente; fueron leídos no siempre filosóficamente, fueron leídos como
documentos biográficos, como formas de exaltación, como recreación literaria.

El aforismo es un género particularmente atractivo: son escritos breves, a veces


son frases fulgurantes, brillantes, con aciertos de expresión; sin embargo yo creo
que la filosofía no acepta el aforismo, la filosofía tiene una resistencia; porque el
aforismo consiste como en una flor cortada, arrancada; es decir, está eliminada la
justificación -el aforismo no se justifica: el aforismo se formula, hace su efecto,
frecuentemente es refulgente, excitante...- pero la filosofía es esencialmente
justificación.

La filosofía justifica lo que dice. Recuerden ustedes la definición que yo forjé


hace muchos años: "la visión responsable". Yo siempre creo que la filosofía es
fundamentalmente visual, hay filósofos visuales y otros que no lo son -recuerden
ustedes como hablábamos de que uno de los filósofos menos visuales es Santo
Tomás.

Ha habido grandes aforistas (no en el sentido literal porque son fragmentos de un


libro que no llegó a escribir) como Pascal; es aforista en gran parte su obra
Kierkgaard; lo fue -en la primera parte de su obra- bastante también Unamuno -
todos ellos tienen una cierta semejanza.

Schopenhauer de una parte y, por otra parte, la música de Wagner. Wagner es


una figura también muy importante en la vida y en el pensamiento de Nietzsche
(entre paréntesis: a él le gustó mucho y lo comenta en una carta a Peter Gast, su
amigo, que le gustó enormemente "La Gran Vía", la zarzuela española. Cada vez
me parece más valiosa la zarzuela española de los últimos decenios del siglo XIX
y la música es particularmente interesante y atractiva aunque no ha sido
demasiado estimada por los profesionales, por los autores que han escrito sobre
música).

Las obras de Nietzsche son en gran parte aforísticas, por ejemplo: Más allá del
bien y del mal, Así hablaba Zaratustra, La genealogía de la Moral y una que es
particularmente importante, que tuvo muy gran influjo, que se titula: Die Wille
zum Macht, La voluntad de poder. Este título no es de Nietzsche; este título lo
dieron en gran parte su hermana y los continuadores; las ediciones más recientes
suelen tener por título Nachlasse, El legado. El título La voluntad de poder fue
un título lanzado ya en época muy posterior a la muerte de Nietzsche,
especialmente cuando empezaba a dominar la ideología que había de ser luego el
nacionalsocialismo. El título es en cierto modo tendencioso, es un título de la
exaltación del poder, de la voluntad del poder, de la capacidad de afirmarse, del
hombre que se afirma como poderoso, como enérgico y todo eso forma como una
exaltación de lo militar, de lo guerrero, que tuvo gran prestigio entonces. Pero el
título, insisto, no es de Nietzsche y probablemente caben interpretaciones
distintas de esa obra, bastante distintas de la habitual.

Nietzsche trata de defender la actitud de los poderosos, de los hombres fuertes; es


muy profundamente hegeliano; él está en contra de la compasión, de la piedad
con los menesterosos; todo eso cree que es contrario a la exaltación de la vida,
que es contrario a los valores vitales. Es curioso que esa exaltación de lo fuerte,
de lo enérgico, de lo poderoso, de lo triunfador en Nietzsche será a lo largo de
una vida en que la realidad de Nietzsche es bastante lo contrario de lo que supone
la exaltación de lo poderoso, enérgico y dominante.

La idea de la compasión, la idea de la tolerancia, la idea de la piedad, todo eso le


parece bastante desagradable y condenable. Lo que ocurre es lo siguiente: la
época en que vive Nietzsche, 1844-1889 (es la época de cordura, después entra
ya en la locura y deja de escribir y deja de existir como pensador), en este
momento domina una religiosidad oficial, muy institucional - no olviden ustedes
la actitud de Kierkgaard, hay bastantes semejanzas...
Ya en el año 33 o 34, desde el momento en que acaba de triunfar el
nacionalsocialismo comienza una especie de culto a esas formas de exaltación de
vida enérgica, poderosa: no olviden ustedes una expresión muy famosa de
Nietzsche "la moral de los señores y la moral de los esclavos", hay
la Herrenmoral y la Sklavenmoral, la moral de los hombres pasivos, inferiores,
débiles, a los cuales, en definitiva, desprecia.

De Nietzsche es también la frase, diríamos, escandalosa: Gott is tot, Dios ha


muerto. Yo recuerdo que -hace poco tiempo cuando se volvió a poner de moda
esta frase- en una pared de Nueva York alguien pintó una especie de grafito, que
decía: Gott ist tot - Nietzsche Y alguien añadió: Nietzsche ist tot - Gott.

Esta idea de moral del hombre enérgico, de cierto modo implacable, se


contrapone precisamente a la moral de la resignación, de la pasividad, de la
compasión, esto le parece a Nietzsche una cierta negación de la vida.

No olviden ustedes que en Nietzsche hay un cambio de actitud, una especie de


inversión, del pensamiento de su admirado Schopenhauer. La obra de
Schopenhauer es una obra fundamentalmente pesimista. En definitiva -además de
unas raízes de hedonismo- es la abolición de la voluntad de vivir, es la manera de
evitar el sufrimiento... Toda esa actitud de Schopenhauer es invertida en cierto
modo por Nietzsche. Nietzsche afirma lo que él llama los valores vitales. Los
valores de exaltación de la vida, una actitud triunfalista, una actitud de dominio y
de plenitud. Pero -al mismo tiempo- esto tampoco es enteramente así. Porque hay
un concepto capital en el pensamiento de Nietzsche que es lo que él
llama Umwertung alle Werte la transmutación o transvaloración de todos los
valores. Hay por tanto una voluntad de renovar las estimaciones dominantes y
vigentes, y es lo que llama transmutación o -más literalmente- transvaloración de
todos los valores. Como ven ustedes hay una voluntad de renovación, de
transformación, de cambio de sentido en la marcha de las ideas y en la visión
general de la vida.

Hay, por otra parte una crítica del cristianismo, desde el punto de vista de lo que
él llama "el resentimiento". El resentimiento es un concepto muy importante en
Nietzsche y él cree que el cristianismo es una actitud resentida: es la actitud del
hombre que es débil y acaba por aceptar la sumisión, la debilidad o la piedad; que
aspira a una especie de aceptación de los fuertes. Y esto hace que él vea el
cristianismo como una forma de resentimiento.

Esto lo repensó -mucho más tarde, treinta años después de la muerte de


Nietzsche- Max Scheler. Max Scheler escribió un libro enormemente
interesante, El resentimiento y la Moral, y justamente él niega que el cristianismo
sea una forma de resentimiento. Esto le parece inaceptable, porque él tiene una
idea de resentimiento distinta de la que tiene Nietzsche, y creo que más justa,
más adecuada. Para Max Scheller, el resentimiento es la negación de los valores,
por la inversión de los valores. Recuerden ustedes, el otro día aludíamos a la
doctrina del valor (la Werttheorie) que está sobre todo realizada por Max Scheler
y por Nicolai Hartmann. Y los dos pensadores tratan de hacer una moral en cierto
modo contrapuesta a la kantiana, aunque conserve el rasgo que le parece capital a
Kant, que es la autonomía: una moral que emane del sujeto, que proceda del
propio sujeto, que no sea heterónoma, que no sea una norma dictada por alguien
que no sea el sujeto mismo.

Esta actitud de autonomía la pretende conservar Max Scheler, pero aceptando al


mismo tiempo -lo que en Kant no era posible- una moral con contenido, una
moral que diga qué es lo que se debe hacer.

Recuerden ustedes como en Kant la moral es formal: él busca un imperativo


categórico, que mande sin restricción, incondicionalmente. Siempre que hay un
contenido, hay una condición, que alguien puede no querer cumplir; si se dice,
por ejemplo:"no comas tales cosas porque te va a sentar mal", alguien puede
contestar: "Es que no me importa que me siente mal...".

El precio que tiene que pagar Kant por esa autonomía de la voluntad es su
carácter meramente formal, porque no va a integrar contenidos concretos, sino
cómo, por qué motivo -por qué máxima, dirá Kant- si hace lo que se hace. Por
eso el famoso libro de Max Scheler es una Ética Material de los Valores, él
busca la ética material, la ética que tiene contenido y que consiste el contenido en
la realización de los valores.

Pues bien lo contrario de la moral, la forma suprema de actitud no moral o


antimoral, es precisamente el resentimiento, que consiste en la negación de los
valores. En la negación de los valores o en su inversión. Supongan ustedes que
alguien no realiza valores o se opone a ellos: esto no sería propiamente
resentimiento. Lo que es resentimiento es negar que aquello sea valor. La bondad
o la belleza o la elegancia o la santidad o cualquier valor es un valor. El resentido
es el que dice: "No, no, es que no es un valor, no es deseable, no es valioso".
Esto, o bien la inversión: el poner el valor inferior por encima del superior; o
invertir la dirección: el antivalor tomarlo como positivo. Esto es lo que entiende
por resentimiento Scheler, de un modo mucho más agudo y certero que la idea de
Nietzsche.

De modo que como ven ustedes, entre Nietzsche y Scheler se produce un cambio
de orientación, de definición de lo que son valores y, por consiguiente, del
resentimiento. Negación del valor o inversión de los valores o alteración de la
jerarquía objetiva de los valores esto es resentimiento. El que dice: "Esto no es un
valor, ¡qué tontería! la belleza, la santidad, la bondad... esto no tiene valor", esto
es justamente lo que Max Scheler va a entender por resentimiento.

Como ven ustedes en el fondo de la actitud de Nietzsche late un equívoco:


porque él ve el cristianismo desde las formas sociales vigentes en la segunda
mitad el siglo XIX. Formas que están ligadas a una serie de concepciones que no
son propiamente morales -ni, por supuesto, religiosas- sino más bien sociales o
políticas. Consideren por ejemplo la democracia. La democracia es una tendencia
igualitaria, que no afirma al gran hombre poderoso, enérgico, afirmativo, creador,
sino que supone una igualdad y supone que hay una especie de normas en las
cuales todos tienen derecho, es aceptable cualquier forma de vida, por ejemplo lo
que él llamará la moral de los esclavos.

El elemento de donación, el elemento de generosidad, el elemento de riqueza


espiritual que tiene en el cristianismo -en él cual el hombre se da a los demás-, el
concepto capital en el cristianismo de amor efusivo, esto en definitiva no lo ve
Nietzsche. Nietzsche más bien ve el conformismo, la sumisión de los débiles,
frente a la exaltación de poder, a la voluntad de poder. A esta actitud, que se
nutre en cierto modo también de la contraposición -también del gusto de
Schopenhauer- entre los dos principios persas -el bien y el mal- en definitiva, el
maniqueísmo: el personaje Zaratustra de Nietzsche.

Como ven ustedes, es una figura inquietante, que empieza pronto a mostrar
signos de anormalidad, que termina en locura pura e simple -y desaparece como
escritor- con una dosis de megalomanía -hay un libro suyo que se llama El
Anticristo y en las fases finales de su vida él firmaba: el Anticristo, lo cual ya
significaba que estaba en un terreno de anormalidad psíquica. Y esto ha sido -en
gran medida- una de las razones del éxito de Nietzsche: es evidente que hay una
especie de fascinación que produce Nietzsche de un pensamiento en gran parte
aforístico que no suele tener justificación racional, que es brillante, fulgurante,
pero que no tiene ese carácter visual (que a mí me parece tan necesario), que no
tiene ese elemento de justificación, de prueba -en el sentido amplio de la palabra,
no tiene que ser forzosamente demostración- todo esto en definitiva falta en el
pensamiento de Nietzsche.

Sobre todo después de su muerte, el atractivo de Nietzsche ha sido muy fuerte y


un poco ambíguo: en definitiva, ha sido muy difícil extraer un pensamiento
filosóficamente justificado, coherente de la obra de Nietzsche. Está llena de
afirmaciones valiosas, hay en él esa idea de los valores vitales, la idea del valor
que tiene la vida como tal -ciertas dimensiones por ejemplo como el placer, que
le parece que tiene un profundo valor- y que eso todo reclama eternidad... Todo
esto ha ejercido un influjo muy fuerte, muy amplio, no propiamente filosófico,
por supuesto no enteramente racional, pero que ha sido, diríamos, un gran
estimulante.

La obra de Nietzsche ha pasado a una fase bastante distinta; ahora ha sido objeto
de estudio, en gran parte de estudio filológico. Es curioso que el destino de
Nietzsche en alguna medida se ha invertido: del estímulo de la exaltación a lo
escandaloso, a lo violento, a lo apasionado, se ha pasado más bien a una visión
analítica de Nietzsche, a una filiación de sus aforismos, a una busca del sentido
que tiene precisamente ese pensamiento erudito, porque está lleno de visiones
valiosas del pensamiento griego.

Heidegger escribió una muy extensa obra sobre Nietzsche y él evidentemente


tenía un interés puramente filosófico: y es que hay ciertas intuiciones en
Nietzsche, que le parecen muy valiosas y que tienen conexión con lo que había
de ser la filosofía de la existencia (y que no es el existencialismo, por supuesto:
son cosas bastante distintas). Hay, quizá la última consideración propiamente
filosófica, propiamente intelectual de Nietzsche, es la que hace Heidegger en -y
es curioso- una obra muy extensa, le dedicó una atención que en cierto modo
sorprende, porque la obra de Heidegger no se parece gran cosa a la obra de
Nietzsche, pero Heidegger lo lleva dentro y siente un interés permanente por él,
vuelve sobre él, aunque hay, evidentemente, diferencias muy grandes.

Es interesante cuando se considera un gran filósofo -como es el caso de


Heidegger- ver en definitiva ¿qué pasa con sus raízes? ¿de dónde vienen? Es
evidente que vienen de Kierkgaard, vienen de los idealistas alemanes, vienen -
mucho más de lo que parece- de Dilthey...

Es curioso como una cosa son las raízes y otra cosa es la planta que de ellas
brota. Y -es un problema capital de la historia del pensamiento- ¿qué pasa con las
raízes? A veces hay una inversión profunda. A veces hay un autor que sirve de
estímulo y que lleva a lo contrario, otras veces el influjo permanece soterrado,
por debajo de una superficie que va en otro sentido...

En ese sentido, otro caso es, evidentemente, Husserl. Estoy hablando de filósofos
de los cuales vamos a hablar en los días sucesivos. Es evidente que Heidegger es
el discípulo capital de Husserl. Y -como veremos- hay un momento en que
Husserl romperá con sus mejores discípulos -con Max Scheler, con Heidegger y
con otros...- se va a contraponer a ellos, va a renegar de ellos en alguna medida.
Y lo más curioso del caso es que Husserl, en manos de los fenomenólogos
actuales, va a experimentar un cambio de orientación y se va a presentar -en estos
últimos decenio- a Husserl como lo contrario de lo que él decía ser, como aquello
en nombre de lo cual renegó de sus discípulos...

Y es curioso como ahora hay una tendencia, muy especialmente en Francia, que
es atribuir a Husserl aquello contra el cual él combatió durante la máxima parte
de su vida: precisamente la eliminación de la reducción fenomenológica, que era
para él punto decisivo y capital...

Vean ustedes como se entrelazan las diferentes raíces de que les hablaba, que a
veces presenta cambios que pueden ser casi una inversión de su sentido
originario. Y es curioso como en los filósofos que estamos considerando hay
cambios de actitud profunda.

Cartas de la madre de Nietzsche


a Overbeck (1937)
Por Stefan Zweig
Publicado en "Tiempo Y Mundo
(Impresiones Y Ensayos. 1904-1940)
Editorial Juventud 1959

«Esta mujer tiene una paciencia realmente inagotable, y toda la paciencia que
sólo una madre es capaz de tener se requiere en esta ocasión.» (PETER GAST,
1890)

Es la viuda silenciosa e insignificante de un pastor de Namburg, viste siempre


de negro y acude invariablemente sola y con regularidad a la iglesia, mujer
piadosa y puesta a prueba. La vida no fue benévola para con ella. Su esposo
murió prematuramente; a su única hija, la delicada, la animosa El¡sabeth, la
perdió al emigrar al Paraguay con un extraño e iluso guardabosques, y a su
preferido, el «hijo de sus entrañas»..., i ah!, la viuda suspira cuando piensa en
su nombre y reza en la iglesia por él una oración especialísima.

¡Cuánta alegría le deparó ese muchacho bueno, inteligente y delicado! ¡Cuán


orgullosa se ha sentido de su Fritz en los primeros años: el mejor alumno del
«Gimnasio», el preferido de los profesores de la Universidad, a los veinticuatro
años -un portento en el mundo académico- profesor numerario de la
Universidad de Basilea y honrado a los veinticinco con la amistad del famoso
Ricardo Wagner! Todas las madres tienen motivos para envidiarle aquel hijo a
la silenciosa y modesta viuda del pastor de Namburg. ¡Y cuán bellos y eruditos
libros escribe él, bien que verdaderamente difíciles de penetrar para la ingenua
mujeruca chapada a la antigua que ha leído bien poco más que tratados
piadosos, tal vez ni los clásicos, y que hasta transcribe mal el título de las
obras de su hijo (Geistesdämmerung -crepúsculo del espíritu- en vez de
Götzendämmerung -crepúsculo de los ídolos- y Zara Tustra en vez de
Zarathustra) ! Pero toda la gente de cultura atribuye gran importancia a los
escritos de su hijo. ¿Cómo puede una madre dejar de creer gustosamente en
tales encomios?

Mas de pronto su gozo se trueca en mortal angustia, en repentino horror: han


comenzado a llegar una persona y después otra y le han explicado que Fritz, el
«Fritz de su alma», infama la memoria de su piadoso padre escribiendo libros
atrozmente blasfemos y atribuyéndose a sí mismo con impiedad el nombre de
«Anticristo». Porque es un escándalo, una ignominia, que el hijo de un pastor
ultraje la doctrina cristiana y predique una cruzada contra la Cruz. La pobre y
humilde mujer se asusta hasta lo más profundo de su alma; ha perdido a su
hijo en vida, y realmente sus cartas se tornan extrañas y aun duras a veces.
Se advierte en sus escritos, en sus maneras, un acento salvaje y dominador; a
la conturbada madre le sobrecogen en secreto los presentimientos siniestros
de que pudiera ser que un demonio, el enemigo de Dios en persona, se
hubiese apoderado del alma de su hijo.

Súbitamente, en enero de 1889, llega de Basilea la noticia aterradora de que


debe acudir en seguida. Overbeck, el único amigo fiel y en quien ella tiene
especial confianza como profesor de Teología, ha recogido en Turín al
perturbado mental: a ella, sólo a la madre, le confiará el frenético, para que
ella lo traslade a su sepulcro en vida: al manicomio. En su encuentro, que para
el pobre enfermo mental no es ya reconocimiento, se desarrollan escenas
horribles que repugna reproducir. Calmado mediante una fuerte dosis de cloral
y en compañía, además, de un médico y un enfermero es embarcado el
enfermo Nietzsche con su madre en un departamento de ferrocarril; y aquí
comienza su viaje en la noche eterna, y comienza también el relato de la
madre en sus cartas a Overbeck, uno de los documentos más conmovedores
de la historia del espíritu (I).

Terrible el viaje -un arrebato de cólera del loco contra su madre, ante el que
ella tiene que refugiarse en otro departamento-, terrible la conducción hasta el
manicomio donde por cinco marcos diarios el mayor genio del siglo
permanecerá recluido en una celda. Para los médicos, Nietzsche no es, claro
está, el genio que nosotros sabemos, sino un vulgar caso de paranoia con la
calificación entrecomillada de «incurable>; el director del establecimiento, a
qu¡en se intenta explicar la importancia de Nietzsche, rehúsa la lectura de sus
obras pretextando que «tiene muy poco tiempo para aquel tipo de escritos de
estética; y al cabo de muy pocos días presentan a los estudiantes de la
Facultad a un profesor Nietsche como ejemplo clásico de paranoia, sin que ni
uno solo de ellos se levante con sobresalto al nombre de «Nietzsche»
(entonces tan desconocido que no figuraba en las enciclopedias).
Se le ordena al paciente que marche en uno y otro sentido, y porque no lo
hace con bastante marcialidad (para evidenciar los síntomas), el profesor se
chancea con él diciendo: «Un viejo soldado como tú llegará a marchar con todo
garbo.» Y hasta el loquero bromea con el rostro del mayor de los intelectuales
de nuestro tiempo, pasándole amistosamente la mano por el poblado bigote,
dándole palmaditas en el hombro y abrazando con buen humor, al hombre que
en sus tiempos de lucidez tenía por demasiado íntimo e impertinente el más
leve contacto.

Como en el Albatros de Baudelaire, que antes recorría libre y soberbio el éter


flotando a merced de los vientos y ahora le han cortado la alas, ha venido a
convertirse en objeto de burla para los niños y de chanza grosera para los
guardianes («Me arrastra muchas veces por la cabeza», dice en, dialecto sajón
su pacífico compañero de celda).

«Incurable y para internamiento perpetuo», han diagnosticado los médicos.


Pero hay una persona que se resiste a creerlo: la mujer conmovedoramente
sencilla, conmovedoramente creyente, conmovedoramente tierna, su madre.
«Me atormentaría eternamente la idea de que los médicos pudiesen no haber
comprendido bien la enfermedad de mi hijo.» ¿Qué son para ella esas, terribles
palabras extranjeras del diagnóstico? No, no cree, porque no lo quiere creer,
que su hijo, que su idolatrado Federico, esté loco. Es sólo que ha trabajado con
exceso el chico de su alma», y si ella, su madre, le pudiese tomar a su cargo y
cuidarlo, se curaría muy pronto. Los médicos titubean mucho tiempo. Entregar
para su custodia a una anciana y débil mujer un enfermo mental que tiene
espantosos arrebatos de frenesí -el mismo Peter Gast teme que Nietzsche
pudiera, «en semejante estado, matar a golpes o asesinar a su madre»- sin
enfermero, sin medidas de seguridad, parece absurdo.

Pero la madre no cede, arrostra el peligro, se inclina ante la cruz que le ha sido
enviada y finalmente., a principios de 1891, los médicos dan, contra recibo, el
alta de la casa de salud a aquel internado que parece algo más tranquilo,
aunque de ningún modo curado. A partir de aquel instante va a ser la madre
su única enfermera.

Y ahora se ve, de vez en cuando, a una anciana guiar por las calles y dar
prolongados paseos por la ciudad con el enfermo, que parece un oso grande y
torpe. Para ocuparle le recita sin cesar poesías y él escucha embotado; le guía
hábilmente por entre las gentes, que los miran con curiosidad, y por entre los
caballos, que él detesta («No me bustan los caballos», repite invariable, en
lugar de «no me gustan los caballos»). Pero ella se siente feliz siempre que le
devuelve a casa sin llamar la atención y sin que «alzara la voz» (que es como
llama, con delicado eufemismo, al salvaje bramido del loco). Si le sienta ante
el piano, el privado de razón improvisa allí horas y horas ausente de cuanto le
rodea, y ella le deja hacer, salvo cuando toca Wagner, porque sabe que
Amfortas le excita siempre los nervios. 0 le da algo para leer; naturalmente,
Nietzsche hace ya tiempo que dejó de saber lo que leía, y, sin embargo, tener
un libro o un periódico en las manos y murmurar entre dientes le da ánimos. Si
alguien le tiende un lápiz, al punto se despierta en él un recuerdo de que fue
escritor, literato, y emborrona papeles y más papeles con palabras
ininteligibles: algo del poeta inmortal, del músico interior, late aún
inconscientemente en él, aunque a modo de fantasma, sólo en cuanto a lo
mecánico de las funciones del artista. Cuando habla, la mayoría de las veces lo
hace confusa y «felizmente», como su madre escribe; sólo de tarde en tarde
relampaguean, como en el doliente Holderlin, expresiones conmovedoras a
través de las nubes de la locura, como cuando dice: «Estoy muerto por
mentecato», o, sacudiendo con fuerza su mata de pelo: «Completamente
muerto.»

La madre lo refiere todo al amigo de la manera más enternecedora. Es sincera


en su sencilla narración y, sin embargo, se advierte que la cuitada calla lo más
amargo, cuando busca presentar, sin que sea verdad, el estado real de
Nietzsche como más esperanzador, como curable, y cuando pasa como sobre
ascuas sus arrebatos de locura (cuando grita, «y con qué voz»), para hablar de
su «buen hijo», cuyo «querido rostro, muy divertido, parece mostrarse
plenamente feliz. Y sólo en sus suspiros ahogados se presiente la espantosa
carga que ha tomado sobre sus hombros aquella madre al querer cuidar
exclusivamente al veleidoso enfermo, vigilarlo, lavarlo, alimentarlo, vestirlo
(todo esto sola y sin ayuda de nadie), emplear invariablemente en él doce
horas del día, para después, en lugar de descanso, mientras él duerme,
atender, a los quehaceres domésticos, y esto uno, dos, cinco años, sacrificando
toda su vida al loco para su curación, sin tener una sola hora de libertad, sin
una pausa ni distensión. «¡Ah, querido -suspira al fin-, nadie es capaz de
entrever lo que yo sufro!» Mas siempre se exhorta de nuevo a la paciencia:
«Una debe tener paciencia y confiar en la gracia y misericordia de Dios, que no
nos abandona.»
Mas, por último, tampoco aquella alma piadosa, que confía en el milagro,
puede seguir meciéndose en ilusiones, y abandona la esperanza de que el
enfermo a quien ha cuidado tanto tiempo, el «Fritz de su corazón», pueda
recobrar algún día el juicio y salud mental. Acepta con resignación que «su
dolencia será siempre para mí un misterio». Sigue cumpliendo con fidelidad su
cotidiano servicio, le alimenta con bocadillos de jamón y le acaricia las mejillas.
Pero las fuerzas de Nietzsche decaen cada vez más. Cada vez está más
fatigado. Los paseos ya no le seducen, yace en silencio en su sillón extensible
con los ojos inexpresivos bajo sus párpados apesadumbrados, que se vuelven
con fatiga hacia los que entran. Los accesos de furor remiten, el cráter ha
consumido todo su combustible. Permanece sentado o echado apáticamente en
el mirador: «En todo el mes apenas ha pronunciado una frase; hasta
corporalmente está contraído y avellanado; es un espectáculo que hace llorar.»
Pero no . manifiesta sentir ya absolutamente nada, ni pena ni gloria; está de
un modo terrible en «el más allá de todo». Toda su capacidad de
discernimiento se ha desvanecido paulatinamente (el desenlace se aproxima a
pasos de gigante), incluso de la percepción de su propia persona. «Se queda
mirando sus manos largo tiempo con la expresión de serle absolutamente
extrañas, y acaba por meterlas comúnmente en los bolsillos del pantalón, cosa
que antes jamás había hecho. Yo se las vuelvo a colocar sobre la mesa,
aunque se resista convulsivo, las acaricio y le explico que son sus manos
izquierda y derecha.» Inútil que ahora le rodee la fama, que los extranjeros
peregrinen a Namburg, que le visiten ahora los amigos que conoció en sus
buenos tiempos; es demasiado tarde. A nadie reconoce ya; como un león
moribundo, temible y, majestuoso, clava su mirada, con los ojos entreabiertos,
en amigos y familiares. Y por un hado benévolo le es ahorrado a la madre
asistir a lo último, a lo más estremecedor, o sea a cómo, año tras año, yace
en, su casa un cadáver viviente, una figura inmóvil, antes de que por fin el
corazón cese de latir en el cuerpo que está ya petrificado.
¡Tragedia estremecedora!: un cerebro dotado de la lucidez más penetrante, la
acumulación más asombrosa de saber unida a la más elevada expresión del
lenguaje, y un bacilo minúsculo que roe traicioneramente aquella inteligencia
única, aquella claridad esplendorosísima, reduciendo la que ayer fue todavía
fuerza creadora a una embrutecida insensibilidad; enigma y misterio que no
sólo aquella mujer sencilla y bondadosa era impotente para resolver y
comprender, sino que nosotros mismos lo consideramos con un terror
absolutamente ignorante. Pero maravilloso corno ella, que sin sospecharlo se
halla frente a aquel enigma; como ella, la madre heroica, fiel y abnegada, que
presta con inagotable esfuerzo aquel servicio inútil; como ella, que espera
realizar el milagro por la humildad y el amor, por primera vez se ha hecho
perceptible ahora para nosotros en sus cartas este heroísmo del amor, no
menos impresionante que el heroísmo espiritual del gran rebelde.

Siempre el gesto que más se olvida de sí mismo es el más hermoso y humano;


siempre las emociones profundas proceden de lo más sencillo, de lo llana y
objetivamente verdadero, y por eso alcanzamos a conocer a través de esos
cuadernos de una mujer sencilla, más que por todos los historiales clínicos y
disertaciones sabias, sobre la decadencia y muerte de aquel genial espíritu de
la pasada generación. Precisamente la que tal vez entendió menos de su obra,
la madre piadosa y distanciada del mundo, la madre que nada sabía, le
describió en su esencia -por un milagro del poder del amor- mejor que nadie.

(1) Con el título Nietzsche enfermo han sido publicadas estas cartas por la
Editorial Bermann Fischer, de Viena, en 1937,
Nietzsche
Nota sobre últimos años de su vida

por Pablo Romero

En uno de sus mensajes al Grupo de diálogo Arjé


(arje@es.egroups.com)
Pablo Romero escribe la siguiente nota
sobre los últimos años de la vida de Nietzsche

En diciembre de 1889 Nietzsche comenzó a atravesar los que se


consideran sus últimos días de lucidez mental. Envía las llamadas
"cartas de la locura", a sus amigos y personajes destacados de la
época, en donde firma a veces como "El crucificado", otra veces
como "Dionisos", etc. En esa etapa está enmarcado el célebre
episodio de su abrazo a un caballo en plena vía pública, cuando éste
era azotado a latigazos por el cochero, al que poco le importaba que
el animal no pudiera seguir arrastrando la excesiva carga que se
dice llevaba. Nietzsche se abrazó al caballo y no lo quería soltar bajo
ninguna circunstancia. Llegó a pedirle disculpas en nombre de la
humanidad por la brutalidad humana, mientras la policía acudía a
solucionar el asunto. Pero sólo soltó el caballo cuando a la escena
llegó el señor Fino, que era quien regenteaba la pensión de Turín
donde se alojaba el filósofo y que era dueño de un quiosco ubicado
precisamente en la plaza pública donde sucedieron los hechos. Al
verlo, Nietzsche lo abrazó, llorando.

En los primeros días de Enero de 1889 Nietzsche sería internado en


el manicomio de Basilea, donde sólo estuvo una semana, tras lo
cual fue trasladado a la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de
Jena. Pasaría sus últimos 11 años de vida en este estado de locura y
de un progresivo deterioramiento físico. Murió de una pulmonía, el
25 de agosto de 1900. Un año antes había sufrido una apoplejía que
le había dejado paralítico. De su enfermedad mental se manejan
casi siempre dos hipótesis: a) que fue consecuencia de una sífilis
contraída en sus años de juventud, en una estadía en Venecia. b)
que fue consecuencia de los genes heredados por parte de su padre,
quien murió a los 36 años, también víctima de una enfermedad que
le atacó el sistema nervioso.

Ahora bien, estos episodios quedan descontextualizados si no se


profundiza en la vida del autor, imposible de separar, por cierto, de
su proceso intelectual, del proceso de maduración de su brillante
obra.

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