Está en la página 1de 45

De ratones y hombres

John Steinbeck

Capítulo 1 Capítulo 2

Unas millas al sur de Soledad, el río Salinas El atardecer de un día cálido puso en movi-
se ahonda junto al margen de la ladera y fluye miento una leve brisa entre las hojas. La som-
profundo y verde. Es tibia el agua, porque se ha bra trepó por las colinas hacia la cumbre. Sobre
deslizado chispeante sobre la arena amarilla y al la orilla de arena, los conejos estaban sentados,
calor del sol antes de llegar a la angosta laguna. quietos como grises piedras esculpidas. Y de
A un lado del río, la dorada falda de la ladera pronto, desde la carretera estatal llegó el soni-
se curva hacia arriba trepando hasta las monta- do de pasos sobre frágiles hojas de sicomoro.
ñas Gabilán, fuertes y rocosas, pero del lado del Los conejos corrieron a ocultarse sin ruido. Una
valle los árboles bordean la orilla: sauces frescos zancuda garza se remontó trabajosamente en
y verdes cada primavera, que en las junturas más el aire y aleteó aguas abajo. Por un momento el
bajas de sus hojas muestran las consecuencias lugar permaneció inanimado, y luego dos hom-
de la crecida invernal; y sicomoros de troncos bres emergieron del sendero y entraron en el es-
veteados, blancos, recostados, y ramas que se pacio abierto situado junto a la laguna.
arquean sobre el estanque. En la arenosa orilla, Habían caminado en fila por el sendero, e in-
bajo los árboles, yacen espesas las hojas, y tan cluso en el claro uno quedó atrás del otro. Los
quebradizas que las lagartijas hacen un ruido dos vestían pantalones de estameña y chaque-
semejante al de un gran chisporroteo si corren tas del mismo género con botones de bronce.
entre ellas. Los conejos salen del matorral para Los dos usaban sombreros negros, carentes de
sentarse en la arena al atardecer, y los terrenos forma, y los dos llevaban prietos hatillos envuel-
bajos, siempre húmedos, están cubiertos por las tos en mantas y echados al hombro. El primer
huellas nocturnas de los coatíes, y por los man- hombre era pequeño y rápido, moreno de cara,
chones donde se han revolcado los perros de de ojos inquietos y facciones agudas, fuertes.
los ranchos, y por las marcas en forma de cuña Todos los miembros de su cuerpo estaban defi-
partida dejadas por los ciervos que llegan para nidos: manos pequeñas y fuertes, brazos delga-
abrevar en la oscuridad. dos, nariz fina y huesuda. Detrás de él marcha-
Hay un sendero a través de los sauces y entre ba su opuesto: un hombre enorme, de cara sin
los sicomoros; un sendero de tierra endurecida forma, grandes ojos pálidos y amplios hombros
por el paso de los niños que vienen de los ran- curvados; caminaba pesadamente, arrastrando
chos a nadar en la profunda laguna, y por el de un poco los pies como un oso arrastra las patas.
los vagabundos que, por la noche, llegan cansa- No se balanceaban sus brazos a los lados, sino
dos desde la carretera para acampar cerca del que pendían sueltos.
agua. Frente al bajo tronco horizontal de un si- El primer hombre se detuvo de pronto en
comoro gigante se alza un montón de cenizas, el claro y el que le seguía casi tropezó con él.
resto de muchos fuegos; el tronco está pulido El más pequeño se quitó el sombrero y enjugó
por los hombres que se han sentado en él. la badana con el índice y sacudió la humedad.
John Steinbeck De ratones y hombres

Su enorme compañero dejó caer su frazada y se la carretera —dice—. Apenas un trecho.» ¡Casi
arrojó de bruces y bebió de la superficie de la cuatro millas! ¡Ése era el maldito trecho! No
verde laguna; bebió a largos tragos, resoplando quería parar en la puerta del rancho, eso es lo
en el agua como un caballo. El hombre pequeño que pasa. Es demasiado perezoso el condenado
se colocó nerviosamente a su lado. para acercarse hasta allá. Me pregunto si parará
—¡Lennie! —exclamó vivamente—. Lennie, en Soledad siquiera. Nos echa del autobús y dice:
por Dios, no bebas tanto. «Apenas un trecho por la carretera». Apuesto a
Lennie siguió resoplando en la laguna. El que eran más de cuatro millas. ¡Qué calor!
hombre pequeño se inclinó y lo sacudió. Lennie le dirigió una tímida mirada.
—Lennie. Te vas a enfermar como anoche. —¿George?
Lennie hundió toda la cabeza en el agua, —Síii. ¿Qué quieres?
sombrero y todo, y luego se sentó en la orilla, y —¿Dónde vamos, George?
el agua de su sombrero chorreó por la chaqueta El hombrecito dio un tirón del ala de su som-
azul y por la espalda. brero y miró a Lennie con el ceño fruncido.
—Está buena —afirmó—. Bebe algo, George. —¿Así que ya lo olvidaste, eh? ¿Te lo tengo
Echa un buen trago. que decir otra vez, verdad? ¡Jesús! ¡Eres un ver-
Sonrió entonces alegremente. dadero idiota!
George desató su hatillo y lo posó suavemen- —Lo olvidé —dijo Lennie suavemente—.
te en la orilla. Traté de no olvidarlo. Lo juro por Dios, George.
—No estoy seguro de que esté buena —dijo— —Bueno, bueno. Te lo diré otra vez. No tengo
. Parece un poco sucia. nada que hacer. No importa que pierda el tiem-
Lennie metió una manaza en el agua y agitó po diciéndote las cosas para que las olvides, y
los dedos de manera que el agua se elevó en un volviéndotelas a decir.
chapoteo; se ensancharon los círculos a través —Intenté e intenté no olvidarlo —se excusó
de la laguna hasta llegar a la otra orilla y volvie- Lennie— pero no pude. Me acuerdo de los co-
ron de nuevo. Lennie miró el movimiento. nejos, George.
—Mira, George. Mira lo que he hecho. —¡Al diablo con los conejos! Eso es todo lo
George se arrodilló junto al agua y bebió de que puedes recordar, los conejos. ¡Bueno! Ahora
su mano, ahuecada, con rápidos movimientos. me escuchas y la próxima vez tienes que recor-
—El sabor es bueno —admitió—. Pero no darlo, para que no nos veamos en apuros. ¿Re-
parece que corra. Nunca deberías beber agua cuerdas cuando nos sentamos en aquella alcan-
que no corre, Lennie —agregó sin esperanzas—. tarilla de la calle Howard y miramos aquella
Pero tú beberías de un desagüe, si tuvieras sed. pizarra?
Se echó agua con la mano en la cara y la La cara de Lennie se quebró con una encan-
extendió con la palma bajo la mandíbula y en tadora sonrisa.
torno al cuello, sobre todo en la nuca. Luego vol- —Pues claro, George, de eso me acuerdo...
vió a calarse el sombrero, se retiró del río, alzó pero... ¿qué hicimos después? Recuerdo que pa-
las rodillas y las rodeó con los brazos. Lennie, saron unas chicas y tú dijiste... dijiste...
que lo había estado mirando, lo imitó exacta- —Al diablo con lo que dije. ¿Recuerdas que
mente. Se arrastró hacia atrás, alzó las rodillas, fuimos a donde Murray y Ready, y nos dieron
las rodeó con los brazos, miró a George para ver tarjetas de trabajo y billetes para el autobús?
si lo había hecho bien. Bajó el ala del sombrero —Ah, claro, George. Ahora me acuerdo.
un poco más sobre sus ojos, hasta dejarlo tal y Introdujo rápidamente las manos en los bol-
como estaba el sombrero de George. sillos de su chaquetón y agregó suavemente:
George miraba malhumorado en dirección —George... No tengo mi tarjeta. Debo de ha-
al agua. Tenía los párpados enrojecidos por el berla perdido.
resplandor del sol. Miró al suelo lleno de desesperación.
—Podíamos haber seguido hasta el rancho —No la tenías, imbécil. Yo tengo las dos aquí.
—dijo con ira— si ese bastardo del autobús hu- ¿Crees que te iba a dejar que llevaras tu tarjeta
biese sabido lo que decía. «Apenas un trecho por de trabajo?


John Steinbeck De ratones y hombres

Lennie sonrió aliviado. —Bien. Ahora, cuando vayamos a ver al pa-


—Yo... yo creía que la había puesto en el bol- trón, ¿qué vas a hacer?
sillo. —Yo... yo —empezó Lennie pensativo. Su
Y su mano fue otra vez al bolsillo. rostro quedó tenso de tanto pensar—. Yo... no
—¿Qué has sacado de ese bolsillo? —pregun- voy a decir nada. Me quedo allí quieto, sin decir
tó George, mirándolo fijamente. nada.
—No tengo nada en el bolsillo —contestó —¡Eso es! Ahora, repítelo dos, tres veces para
Lennie astutamente. estar seguro de no olvidarlo.
—Ya sé que no hay nada. Lo tienes en la Lennie canturreó suavemente:
mano. ¿Qué estás escondiendo en la mano? —No voy a decir nada... No voy a decir nada...
—No tengo nada, George. De veras. No voy a decir nada.
—Vamos, dame eso. —Bueno —interrumpió George—. Y tampo-
Lennie estiró el brazo para alejar su mano co vas a hacer disparates como en Weed.
de George. —¿Como en Weed? —preguntó Lennie con
—No es más que un ratón, George. expresión de perplejidad.
—¿Un ratón? ¿Vivo? —Ah, de modo que también has olvidado
—¡Aja! Es sólo un ratón muerto, George. Yo eso, ¿verdad? Bueno. No voy a hacértelo recor-
no lo maté. ¡De veras! Lo encontré. Lo encontré dar, para que no lo hagas de nuevo.
muerto. Una luz de comprensión apareció en el ros-
—¡Dámelo! tro de Lennie.
—Oh, déjame que lo tenga, George. —Nos echaron fuera de Weed —estalló
—¡Dámelo! triunfalmente.
La mano cerrada de Lennie obedeció len- —No nos echaron, qué diablos —dijo George
tamente. George cogió el ratón y lo arrojó, por con rabia—. Nosotros fuimos los que corrimos.
encima de la laguna, a la otra orilla, entre los Nos buscaban, pero no nos encontraron.
matorrales. Lennie soltó una risita feliz.
—¿Para qué quieres un ratón muerto, eh? —De eso no me he olvidado.
—Podría acariciarlo con el pulgar mientras George se tendió de espaldas en la arena y
caminamos —explicó Lennie. cruzó las manos bajo la nuca, y Lennie lo imitó,
—Bueno, no vas a acariciar ratones mientras pero levantando la cabeza para comprobar si es-
caminas conmigo. ¿Recuerdas adonde vamos, taba haciéndolo bien.
ahora? —Dios, mira que causas complicaciones
Lennie lo miró con asombro y luego, aver- —se quejó George—. ¡Lo pasaría tan bien, tan
gonzado, ocultó la cara contra las rodillas. tranquilamente, si no te tuviera pegado a mis
—Lo olvidé otra vez. talones! Podría vivir tan bien..., hasta tener una
—Dios mío —dijo George resignadamente— mujer, quizás.
. Bueno..., mira: vamos a trabajar en un rancho Por un momento Lennie yació quieto, y de
como aquel donde estuvimos en el norte. pronto dijo lleno de esperanza:
—¿El norte? —Vamos a trabajar en un rancho, George.
—En Weed. —Bueno. Ya lo has entendido. Pero vamos a
—Ah, claro. Ya recuerdo. En Weed. dormir aquí porque tengo mis razones para ha-
—El rancho adonde vamos está muy cerca. cerlo así.
Iremos a ver al patrón. Ahora, fíjate. Yo le daré El día moría rápidamente. Sólo las cimas de
las tarjetas de empleo, pero tú no dirás ni una las montañas Gabilán llameaban con la luz del
palabra. Te quedas quieto y no dices nada. Si sol, que ya había desaparecido del valle. Una cu-
descubre lo imbécil que eres, no nos va a dar lebra de agua se deslizó por la laguna, alzada la
trabajo, pero si te ve trabajar antes de oírte cabeza como un periscopio diminuto. Las cañas
hablar, estamos contratados. ¿Lo has entendi- se movían con pequeñas sacudidas en la co-
do? rriente. Muy lejos, hacia la carretera, un hombre
—Claro, George. Claro que lo he entendido. gritó algo y otro hombre gritó la respuesta. Las


John Steinbeck De ratones y hombres

hojas de sicomoro susurraron con una ráfaga de Lennie metió de mala gana la mano en el
viento que murió inmediatamente. bolsillo. Su voz se quebró al decir:
—George... ¿Por qué no vamos al rancho y —No sé por qué no puedo guardarlo. Este
comemos algo? En el rancho hay comida. ratón no es de nadie. Yo no lo robé. Lo encontré
George se recostó de lado. tendido junto al camino.
—Por ninguna razón que puedas entender. La mano de George siguió imperiosamen-
Me gusta estar aquí. Mañana vamos a ir a tra- te tendida. Con lentitud, como un perrito que
bajar. He visto máquinas trilladoras mientras no quiere entregar la pelota a su amo, Lennie
veníamos. Eso quiere decir que vamos a cargar se acercó, retrocedió, se acercó otra vez. George
sacos de cereales hasta reventar. Esta noche voy chasqueó los dedos y, al oír este sonido, Lennie
a quedarme tendido aquí mirando al cielo. Esto depositó el ratón en la palma de su amigo.
es lo que me gusta. —No hacía nada malo, George. Lo estaba
Lennie se puso de rodillas y miró a George. acariciando, nada más.
—¿No vamos a comer? George se puso de pie y arrojó el ratón tan
—Claro que sí, si recoges algunas ramas lejos como pudo hacia los matorrales ya oscu-
secas. Tengo tres latas de judías en mi hatillo. recidos; después se acercó al agua y se lavó las
Prepara el fuego. Te daré una cerilla cuando manos.
juntes las ramas. Entonces calentaremos las ju- —Idiota. ¿Creíste que no iba a ver que tenías
días y comeremos. los pies mojados por haber cruzado el río para
—Me gustan las judías con salsa de tomate buscarlo?
—dijo Lennie. Oyó el lastimero sollozo de Lennie y giró en
—Bueno, pero no tenemos tomate. Ve a bus- redondo.
car leña. Y no te entretengas, porque muy pron- —¡Lloriqueando como una nena! ¡Jesús! ¡Un
to será de noche. grandullón como tú!
Lennie se puso en pie torpemente y desapa- Temblaron los labios de Lennie, y en sus ojos
reció entre los matorrales. George permaneció aparecieron unas lágrimas. George puso una
donde estaba, silbando suavemente. Se oyó el mano sobre el hombro de Lennie.
ruido de un chapoteo en el río, en la dirección —No te lo quito para hacerte sufrir. Ese
que había tomado Lennie. George dejó de silbar ratón se estaba pudriendo; y además, lo habías
y escuchó. roto de tanto acariciarlo. Cuando consigas otro
—¡Pobre bestia! —susurró con dulzura, y si- ratón más fresco, te lo dejaré un tiempo.
guió silbando. Lennie se sentó en el suelo y dejó caer la ca-
Al cabo de un momento Lennie volvió ruido- beza, desconsolado.
samente por entre las matas. Tenía en la mano —No sé dónde habrá otro ratón. Recuerdo
una ramita de sauce. George se sentó en segui- que una señora me daba ratones... Todos los que
da. conseguía. Pero esa señora no está aquí.
—Bueno, basta —dijo bruscamente—. ¡Dame —¿Señora, eh? —se burló George—. Ni si-
ese ratón! quiera te acuerdas de quién era esa señora. Era
Pero Lennie adoptó una cuidadosa expresión tu tía Clara. Y ella misma dejó de darte ratones.
de inocencia. Siempre los matabas.
—¿Qué ratón, George? Yo no tengo ningún Lennie alzó tristemente la vista.
ratón. —Eran tan pequeños —dijo, disculpándo-
—Vamos. Dámelo. No vas a engañarme. se—. Yo los acariciaba y en seguida me mordían
Lennie vaciló, retrocedió un paso, miró azo- los dedos, y yo les apretaba un poco la cabeza,
rado hacia los matorrales como si pensara huir y entonces se morían... porque eran muy pe-
en busca de libertad. George insistió fríamente: queños. Me gustaría tener pronto esos conejos,
—¿Vas a darme ese ratón, o tengo que darte George. No son tan pequeños.
un puñetazo? —¡Al diablo los conejos! Y no se te pueden
—¿Darte qué, George? confiar ratones vivos. Tu tía Clara te dio un
—Sabes bien qué, diablos. Quiero ese ratón. ratón de goma y no quisiste saber nada.


John Steinbeck De ratones y hombres

—No servía para acariciarlo —explicó Len- metes en líos. Haces cosas malas y yo tengo que
nie. sacarte de apuros.
La llama de la puesta de sol se elevó desde la Se alzó su voz hasta ser casi un grito.
cumbre de las montañas y el crepúsculo entró —Imbécil, hijo de perra... Me tienes siempre
en el valle, y la penumbra se extendió entre los sobre ascuas.
sauces y los sicomoros. Una carpa enorme subió George adoptó los modales primorosos de
a la superficie de la laguna, tragó aire y luego se las niñas cuando se mofan unas de otras.
hundió misteriosamente otra vez en el agua os- —Sólo quería tocar el vestido de esa chica
cura, dejando unos círculos que se ensanchaban —imitó—. Quería acariciarlo como a los rato-
en la laguna. Más arriba, las hojas susurraron de nes... Sí, pero ¿cómo diablos iba a saber ella que
nuevo, y unas hebras de algodón cayeron suave- no querías más que eso? La pobre da un tirón,
mente y se posaron en la superficie del agua. y tú sigues agarrándola como si fuera un ratón.
—¿Vas a buscar esa leña? —preguntó Geor- Grita, y nos tenemos que esconder en una zanja
ge—. Hay mucha ahí, tras ese sicomoro. Es leña todo el día mientras nos buscan, y tenemos que
de la crecida del agua. Cógela, vamos. escaparnos en la oscuridad y salir de allí es-
Lennie fue detrás del árbol y trajo un mano- condidos. Y siempre es igual, siempre. Desearía
jo de hojas y ramitas secas. Las arrojó en mon- poder meterte en una jaula con un millón de ra-
tón sobre las cenizas y volvió a buscar más. Ya tones para que te divirtieras.
era casi de noche. Las alas de una paloma silba- La ira lo abandonó súbitamente. Miró a
ron sobre el agua. George caminó hasta la pila través del fuego la angustiada cara de Lennie,
de leña y encendió las hojas secas. La llamarada y entonces, avergonzado, bajó los ojos hacia las
crepitó entre las ramitas y empezó a quemarlas. llamas.
George deshizo su hatillo y sacó tres latas de ju- Era muy oscuro ya, pero el fuego ilumina-
días. Las colocó en torno al fuego, cerca de la ba los troncos de los árboles y las curvas ramas
llama, pero sin que la tocaran. más arriba. Lennie se arrastró lentamente, con
—Hay bastante para cuatro —afirmó. cautela, alrededor de la hoguera hasta que es-
Lennie lo miraba por encima del fuego. tuvo junto a George. Se sentó entonces sobre
—Me gustan con salsa de tomate —dijo pa- los talones. George hizo girar las latas de judías
cientemente. para que el fuego les diera del otro lado. Fingió
—Bueno, pero no tenemos —explotó Geor- no haber advertido que Lennie se encontraba
ge—. Cualquier cosa que no tengamos, eso es lo tan cerca de él.
que quieres. ¡Dios del cielo! Si yo estuviera solo, —George —dijo muy suavemente.
viviría tan bien... Conseguiría un empleo y tra- No hubo respuesta.
bajaría sin tropiezos... Nada de sustos..., y cuan- —¡George! —insistió.
do llegara a fin de mes podría cobrar mis cin- —¿Qué quieres?
cuenta dólares y podría ir a la ciudad y comprar —Estaba bromeando, George. No quiero
lo que quisiera. ¡Podría estar toda la noche en un salsa de tomate. No comería salsa de tomate
burdel! Podría comer donde se me antojara, en aunque la tuviera aquí al lado.
un hotel o en cualquier parte, y pedir todo lo que —Si la tuviéramos podrías comer una poca.
me gustara. Y podría hacer todo eso cada mes. —Pero no la comería, George. Te la dejaría
Me compraría tres litros de whisky, o me pasaría toda a ti. Podrías tapar tus judías con salsa, y yo
la noche jugando a las cartas o a los dados. no la tocaría siquiera.
Lennie se arrodilló y, por encima del fuego, George seguía mirando empecinadamente el
miró al enfurecido George. La cara de Lennie fuego.
tenía una expresión aterrorizada. —Cuando pienso lo bien que lo pasaría sin
—Y en cambio, ¿qué hago? —siguió George ti, me vuelvo loco. No me dejas en paz nunca.
con rabia—. ¡Te tengo a ti! No puedes conservar Lennie seguía arrodillado. Miró a lo lejos, a
un empleo, y me haces perder todos los traba- la oscuridad al otro lado del río.
jos que me dan. No haces más que obligarme a —George, ¿quieres que me vaya y te deje
recorrer el país entero. Y eso no es lo peor. Te solo?


John Steinbeck De ratones y hombres

—¿Dónde diablos ibas a ir? tienen un poco de dinero, y después van a la ciu-
—Bueno... Podría irme a esas montañas. En dad y malgastan su dinero, y no les queda más
algún sitio encontraría una cueva. remedio que ir a molerse los huesos en otro ran-
—¿Sí, eh? ¿Qué ibas a comer? No tienes sufi- cho. No tienen nada que esperar del futuro.
ciente cabeza ni para buscar qué comer. Lennie estaba encantado.
—Algo encontraría, George. No necesito —Eso es..., eso es. Ahora, explícame, cómo
buena comida con salsa de tomate. Me tendería somos nosotros.
al sol y nadie me haría daño. Y si encontrara un George prosiguió:
ratón podría guardarlo. Nadie me lo quitaría. —Con nosotros no pasa así. Tenemos un
George lo miró rápida, inquisitivamente. porvenir. Tenemos alguien con quien hablar, al-
—¿He sido malo contigo, eh? guien que piensa en nosotros. No tenemos que
—Si no me quieres, puedo irme a las monta- sentarnos en un café malgastando el dinero sólo
ñas y encontrar una cueva. Puedo marcharme porque no hay otro lugar adonde ir. Si esos otros
en seguida. tipos caen en la cárcel, pueden pudrirse allí por-
—No..., ¡mira! Sólo hablaba en broma, Len- que a nadie le importa. Pero nosotros, no.
nie. Porque yo quiero que estés conmigo. Lo —¡Pero nosotros no! —interrumpió Len-
malo de los ratones es que siempre los matas. nie—. Y ¿por qué? Porque... porque yo te tengo
—Hizo una pausa—. Oye lo que te digo, Lennie. a ti para cuidarme, y tú me tienes a mí para cui-
En cuanto tenga una oportunidad te regalaré darte, por eso. —Soltó una carcajada de placer—
un perrito. Tal vez no lo mates. Sería mejor que . ¡Sigue ahora, George!
los ratones. Y podrías acariciarlo con más fuer- —Te lo sabes de memoria. Puedes decirlo
za. solo.
Lennie eludió el cebo. Había intuido que —No, tú. Yo me olvido de algunas cosas.
tenía ventaja. Cuenta cómo va a ser.
—Si no quieres estar conmigo, no tienes más —Bueno. Algún día... vamos a reunir dinero
que decirlo y en seguida me marcho a las mon- y vamos a tener una casita y un par de acres de
tañas, a esas de allá... Subo a las montañas y vivo tierra y una vaca y unos cerdos y...
solo. Y nadie me robará los ratones. —Y viviremos como príncipes —gritó Len-
—Quiero que te quedes conmigo, Lennie — nie—. Y tendremos conejos. ¡Vamos, George!
dijo George—. Jesús, lo más probable es que te Cuenta lo que vamos a tener en la huerta y habla
mataran como a un coyote si vivieras solo. No, de los conejos en las jaulas y de la lluvia en el
te quedas conmigo. Tu tía Clara no querría que invierno y la estufa, y háblame de la crema de la
anduvieras solo..., aunque esté muerta. leche, tan espesa que apenas la podremos cor-
—Háblame —dijo mañosamente Lennie—, tar. Cuéntamelo todo, George.
háblame... como lo hacías antes. —¿Por qué no lo dices tú? Lo sabes todo.
—¿Que te hable de qué? —No..., dilo tú. No es lo mismo si hablo yo.
—De los conejos. Vamos..., George. ¿Cómo me vas a dejar que
George replicó bruscamente: cuide de los conejos?
—No me vas a engañar. —Bueno. Vamos a tener una buena huerta
—Vamos, George —rogó Lennie—. Dímelo. y una conejera y gallinas. Y cuando lleguen las
Por favor, George. Como me lo dijiste antes. lluvias en el invierno, no diremos más que «al
—¿Te gusta mucho, eh? Bueno, te lo diré, y diablo con el trabajo», y haremos un buen fuego
después comeremos... en la estufa y nos sentaremos y oiremos la llu-
Se hizo más profunda la voz de George. Reci- via cayendo sobre el techo... ¡Tonterías! —Sacó
tó las palabras rítmicamente, como si las hubie- un cuchillo del bolsillo—. No tengo tiempo para
ra dicho muchas veces ya. hablar más.
—Los hombres como nosotros, que trabajan Metió el cuchillo en la tapa de una de las
en los ranchos, son los tipos más solitarios del latas de judías, la cortó y pasó la lata a Lennie.
mundo. No tienen familia. No son de ningún Luego abrió una segunda lata. De otro bolsillo
lugar. Llegan a un rancho y trabajan hasta que sacó dos cucharas y pasó una a Lennie.


John Steinbeck De ratones y hombres

Se sentaron junto al fuego y se llenaron la dónde estaban los troncos de los árboles. Desde
boca con judías y masticaron poderosamente. la oscuridad llamó Lennie:
Unas pocas judías se escaparon por un lado de —George..., ¿estás dormido?
la boca de Lennie y resbalaron por su barbilla. —No. ¿Qué quieres?
George lo apuntó con la cuchara. —Vamos a tener conejos de distinto color,
—¿Qué vas a decir mañana cuando el patrón George.
te pregunte algo? —Claro que sí —asintió George somnolien-
Lennie dejó de masticar y tragó con fuerza. to—. Conejos rojos y azules y verdes, Lennie.
Se le contrajo la cara en su esfuerzo por concen- Millones de conejos.
trarse. —Conejos muy peludos, George, como los vi
—Yo... yo no voy... a decir una palabra. en la feria de Sacramento.
—¡Perfecto! ¡Eso es, Lennie! Tal vez estés —Claro, bien peludos.
mejorando. Cuando tengamos ese par de acres —Porque lo mismo podría marcharme yo,
te dejaré cuidar los conejos, ya verás. Especial- George, y vivir en una cueva.
mente si recuerdas todo tan bien como ahora. —Lo mismo podrías irte al diablo —dijo
Lennie se atragantó de orgullo. George—. Cállate ya.
—Claro que puedo recordarlo —afirmó. La luz roja se extinguió en las brasas. Desde
George lo señaló otra vez, blandiendo la cu- la colina al otro lado del río aulló un coyote y
chara. un perro respondió desde lejos. Las hojas de si-
—Oye, Lennie. Quiero que mires bien dónde comoro susurraron con la apagada brisa de la
estamos. ¿Podrás acordarte de este sitio, verdad? noche.
El rancho queda a un cuarto de milla en esa di-
rección. Hay que seguir el río.
—Seguro —dijo Lennie—. De eso puedo
acordarme. ¿No recordé que no tengo que decir
una palabra?
—Claro que sí. Bueno, oye, Lennie... Si lle- Capítulo 3
gas a verte en aprietos, como siempre te ocurre,
quiero que vengas a este lugar y te escondas en
el matorral. La casa de los peones era un largo edificio
—Que me esconda en el matorral —repitió rectangular. Por dentro, las paredes estaban
Lennie lentamente. blanqueadas con cal y el piso no tenía pintura.
—Sí, que te escondas en el matorral hasta En tres paredes había pequeñas ventanas cua-
que venga yo. ¿Te acordarás de eso? dradas y en la cuarta una sólida puerta con ce-
—Claro que sí, George. Esconderme en el rrojo de madera. Contra las paredes se alineaban
matorral hasta que llegues. ocho camastros, cinco de ellos hechos ya con
—Pero no te vas a meter en ningún lío, por- mantas y los otros tres con sus fundas de arpi-
que entonces no te dejaré cuidar los conejos. llera al aire. Sobre cada camastro estaba clavado
George arrojó la lata de judías vacía entre la un cajón de manzanas con la abertura hacia ade-
maleza. lante de manera que formaba dos estantes para
—No me voy a meter en líos, George. No voy guardar los efectos personales del ocupante de
a decir una palabra. la litera. Y esos estantes se hallaban llenos de
—Bueno. Trae tu hatillo junto al fuego. Va pequeños artículos, jabón y polvo de talco, nava-
a ser agradable dormir aquí. Mirando el cielo, jas y esas revistas del Oeste que gustan leer los
y las hojas. No avives el fuego. Deja que se vaya trabajadores de los ranchos, de las que se mofan
apagando. y en las que creen en secreto. Y también había
Hicieron sus lechos en la arena y, al dismi- medicinas, frasquitos y peines; y de los clavos
nuir la llamarada de la hoguera, se hizo más pe- a los lados de los cajones colgaban unas pocas
queña la esfera de luz; las curvadas ramas des- corbatas. Cerca de una de las paredes había una
aparecieron, y sólo un leve resplandor mostraba negra estufa de hierro fundido, cuya chimenea


John Steinbeck De ratones y hombres

subía recta a través del techo. En el centro de la le daban un huevo con una mancha roja, la qui-
habitación se levantaba una gran mesa cuadrada taba. Al final se fue, a causa de la comida. Era
cubierta de naipes, y a su alrededor se agrupa- un tipo así... muy limpio. Los domingos se vestía
ban cajones para que se sentaran los jugadores. del todo, aunque no fuera a ninguna parte; hasta
A eso de las diez de la mañana el sol atravesa- se ponía corbata, y después se quedaba sentado
ba con una brillante barra cargada de polvo una aquí.
de las ventanas laterales, y las moscas entraban —No me convence mucho —dijo George con
y salían del rayo de luz como estrellas errantes. escepticismo—. ¿Por qué dices que se fue?
Se alzó el cerrojo de madera. Se abrió la puer- El viejo puso la lata amarilla en un bolsillo
ta y entró un anciano alto, cargado de hombros. y se frotó las ásperas canas de la barba con los
Vestía ordinaria ropa azul y llevaba una gran es- nudillos.
coba en la mano izquierda. Detrás de él entró —Pues... el hombre..., se fue, simplemente,
George y, detrás de George, Lennie. como todos. Dijo que era por la comida. Pero lo
—El patrón os esperaba anoche —dijo el único que quería era irse. No dio más razones; la
viejo—. Se enojó como el diablo cuando no os comida, nada más. Una noche dice «págueme»,
vio esta mañana para ir a trabajar. y ya está; se fue, como hacen muchos.
Señaló con el brazo derecho, y de la manga George levantó la arpillera del camastro y
surgió una muñeca redonda como un palo, pero miró por debajo. Se inclinó para inspeccionar
sin mano. de cerca el colchón. Inmediatamente Lennie se
—Podéis ocupar aquellas dos camas —agre- levantó e hizo lo mismo con su cama. Por fin
gó, indicando dos camastros cerca de la estufa. George pareció satisfecho. Deshizo su hatillo y
George se acercó a un camastro y arrojó sus puso cosas en el estante, su navaja y su barra de
mantas en el saco de arpillera lleno de paja que jabón, su peine y el frasco de píldoras, el lini-
formaba el colchón. Miró el cajón de sus estan- mento y su muñequera de cuero. Luego hizo la
tes y sacó de dentro una latita amarilla. cama, pulcramente, con sus mantas.
—¡Eh! ¿Qué diablos es esto? —Creo que el patrón vendrá pronto —conti-
—No sé —contestó el viejo. nuó el viejo—. Se enojó mucho cuando no os vio
—Aquí dice «mata positivamente piojos, esta mañana. Se metió aquí mientras estábamos
cucarachas y otros insectos». Vaya condenada tomando el desayuno y preguntó: «¿Dónde dia-
clase de camas que nos dan, ¿verdad? No quere- blos están esos peones nuevos?». Y le armó una
mos bichitos de éstos. buena al peón del establo, también.
El viejo peón movió la escoba y la sostuvo George alisó de una palmada una arruga de
entre el codo y el cuerpo, mientras extendía la la cama y se sentó.
mano para tomar la lata. Estudió cuidadosa- —¿Al peón del establo? —preguntó.
mente la etiqueta. —Sí, claro. Es que el peón del establo es un
—Te diré qué ocurre —dijo por fin—. El úl- negro.
timo que tuvo esta cama era un herrero..., un —¿Negro, eh?
hombre condenadamente bueno, y el tipo más —Sí. Un buen tipo. Tiene la espalda torcida
limpio que se pueda conocer. Solía lavarse las porque un caballo lo coceó. El patrón se las hace
manos hasta después de comer. pasar buenas cuando se enoja. Pero al peón del
—Entonces, ¿cómo tenía piojos? establo no le importa nada. Lee mucho. Tiene
George iba mostrando gradualmente su ira. libros en su habitación.
Lennie puso su hatillo en el camastro vecino y —¿Qué clase de tipo es el patrón? —pregun-
se sentó. Miraba a George con la boca abierta. tó George.
—Te lo explicaré —dijo el viejo—. Este he- —Bueno... Bastante bueno. Se enoja mucho
rrero, un tal Whitey, era de esos que ponen ve- a veces, pero no es malo. Te diré... ¿Sabes qué
neno aun cuando no haya bichos, para estar se- hizo para Navidad? Trae una barrica de whisky
guros, ¿sabes? Te digo que en las comidas pelaba y dice: «Bebed bien, muchachos. Sólo es Navi-
las patatas hervidas y les quitaba los puntitos, dad una vez al año».
hasta los más pequeños, antes de comerlas. Y si —¡Diablos! ¿Una barrica entera?


John Steinbeck De ratones y hombres

—Sí, señor. ¡Dios, cómo nos divertimos! Sacó del bolsillo la libreta en que apuntaba
Aquella noche dejaron que el negro entrara aquí. las horas de trabajo y la abrió por donde había
Un mulero que había, un tal Smitty, se peleó con un lápiz metido entre las hojas. George miró sig-
el negro. No lo hizo mal, tampoco. Los mucha- nificativamente, con el ceño fruncido, a Lennie
chos no le dejaban emplear los pies, y por eso el y Lennie asintió con la cabeza para indicar que
negro le ganó. Smitty aseguró que si le dejaban comprendía. El patrón humedeció con la lengua
usar los pies podía matar al negro. Los mucha- la punta de lápiz.
chos dijeron que como el negro tiene la espalda —¿Cómo te llamas?
rota, Smitty no podía usar los pies. —Hizo una —George Milton.
pausa disfrutando con el recuerdo—. Después de —¿Y tú?
eso, los muchachos fueron a Soledad y armaron —Se llama Lennie Small —dijo George.
una buena. Yo no fui. Mi cuerpo ya no aguanta. Los nombres quedaron inscritos en la libre-
Lennie estaba terminando de hacer su cama. ta.
El cerrojo de madera se alzó otra vez y la puerta —Vamos a ver; hoy es veinte, el veinte a me-
se abrió. Un hombrecillo recio apareció por la diodía... —dijo cerrando la libreta—. ¿Dónde ha-
puerta. Vestía pantalones azules de grueso algo- béis estado trabajando últimamente?
dón, camisa de franela, chaleco negro desabro- —Cerca de Weed —respondió George.
chado y abrigo también negro. Tenía los pulgares —¿Tú también? —preguntó a Lennie.
metidos bajo el cinturón, uno a cada lado de una —Sí, él también —se adelantó George.
cuadrada hebilla de acero. En la cabeza llevaba El patrón apuntó con un dedo juguetón hacia
un sucio Stetson pardo, y calzaba botas de tacón Lennie.
alto con espuelas para demostrar que no era un —¿No es muy hablador, eh?
mero trabajador. —No, no mucho, pero la verdad es que sirve
El viejo de la escoba lo miró rápidamente para trabajar. Fuerte como un toro.
luego se dirigió, arrastrando los pies, hacia la Lennie sonrió como para sus adentros.
puerta, mientras con los nudillos se frotaba las —Fuerte como un toro —repitió.
patillas. George le miró con enojo, y Lennie bajó la
—Acaban de llegar estos dos —afirmó, y cara avergonzado de haber olvidado sus indica-
arrastrando los pies pasó junto al patrón y salió ciones.
por la puerta. El patrón exclamó inesperadamente:
El patrón entró en la estancia con los pasos —¡Eh, Small!
breves, rápidos, del hombre de piernas cortas. Lennie levantó la cabeza.
—Escribí a Murray y Ready que necesitaba —¿Qué es lo que sabes hacer?
dos hombres para esta mañana. ¿Tenéis las tar- Lleno de pánico, Lennie miró a George para
jetas de empleo? que lo ayudara.
George metió la mano en el bolsillo, sacó las —Sabe hacer todo lo que le digan —expli-
tarjetas y las entregó al patrón. có George—. Sabe conducir bien un tronco de
—Murray y Ready —prosiguió el patrón— no mulas. Puede cargar bolsas, llevar una cosecha-
tienen la culpa. Aquí dicen bien claro que tenían dora. Puede hacer de todo. Póngalo a prueba.
que venir a trabajar esta mañana. El patrón se volvió hacia George.
George se miró los pies. —Entonces ¿por qué no dejas que él me con-
—El conductor del autobús nos jugó una teste? ¿Me queréis engañar, acaso?
mala pasada —explicó—. Tuvimos que cami- George interrumpió con voz muy alta.
nar diez millas. Dijo que ya estábamos junto al —¡Oh! No digo que sea inteligente. No lo es.
racho, y no era así. No pudimos encontrar quien Pero digo que para trabajar no hay quien le gane.
nos trajera esta mañana. Es capaz de cargar un fardo de doscientos kilos.
El patrón entrecerró los ojos. El patrón metió lentamente la libreta en el
—Bueno, tuve que mandar las cuadrillas con bolsillo. Enganchó los pulgares en el cinturón y
dos hombres menos. De nada vale que vayáis guiñó un ojo hasta cerrarlo casi.
ahora; hay que esperar la comida. —Oye... ¿Qué papel juegas tú en esto?


John Steinbeck De ratones y hombres

—¿Eh? Luego quedó en un malhumorado silencio.


—Digo ¿qué es lo que ganas con este tipo? —George.
¿Le quitas el sueldo? —¿Qué te pasa ahora?
—No, claro que no. ¿Por qué pregunta eso? —Ningún caballo me coceó en la cabeza,
—Bueno, nunca he visto a un hombre pre- ¿verdad, George?
ocuparse tanto por otro. Me gustaría saber qué —Más valdría que así hubiera sido —dijo
interés tienes en esto, nada más. George malvadamente—. Nos hubiéramos evi-
George repuso: tado muchos malos ratos.
—Es... es primo mío. Le prometí a su madre —Dijiste que yo era primo tuyo, George.
que lo cuidaría. Cuando era un niño, un caba- —Bueno, eso es mentira. Y me alegro de que
llo le coceó la cabeza. Pero no tiene nada. Sólo... sea mentira. Si yo fuera pariente tuyo me pega-
que no es muy listo. Pero sabe hacer todo lo que ría un tiro.
se le diga. Se interrumpió de pronto, se acercó a la
El patrón se volvió a medias para marchar- puerta abierta y miró hacia afuera.
se. —Oye, ¿qué diablos estás escuchando ahí?
—Bueno; Dios sabe que no necesita mucho
seso para cargar sacos de cebada. Pero no trates El anciano entró lentamente en el dormitorio.
de engañarme, Milton. Me voy a fijar en todo lo Tenía la escoba en la mano. Pegado a sus talones
que haces. ¿Por qué os fuisteis de Weed? caminaba penosamente un perro ovejero de ho-
—Se acabó el trabajo —contestó George rá- cico gris y pálidos, ciegos ojos viejos. El perro
pidamente. renqueó hacia un extremo de la habitación y se
—¿Qué trabajo era? tendió, gruñendo suavemente para sus adentros
—Estábamos... estábamos cavando una y lamiéndose la piel enmarañada, comida por la
zanja. sarna. El barrendero siguió mirándolo hasta que
—Bien. Pero no trates de engañarme, porque estuvo bien acostado.
no vas a ir a ningún lado. Ya he conocido mu- —No estaba escuchando nada. Sólo me paré
chos pillos. Después de comer salid con las cua- en la sombra para rascar al perro. Acabo de ba-
drillas de peones. Están cargando cebada junto rrer el lavadero.
a la trilladora. Id con la cuadrilla de Slim. —No, estabas escuchando lo que decíamos
—¿Slim? —insistió George—. No me gustan los curiosos.
—Sí. Un mulero, alto, grande. Ya lo veréis en El anciano, incómodo, miró a George y a
la comida. Lennie, y otra vez a George.
Se volvió de repente y se dirigió hacia la —Acababa de llegar —explicó—. No oí nada
puerta, pero antes de salir se dio la vuelta otra de lo que decíais. No me interesa nada de lo que
vez y miró durante un rato a los dos hombres. decíais. En un rancho no se escucha lo que dicen
Cuando se hubo apagado el sonido de sus los demás, ni se hacen preguntas.
pasos, George se encaró con Lennie. —Claro que no —dijo George, algo apaci-
—Así que no ibas a decir palabra. Ibas a guado—. El que lo hace no dura mucho.
tener bien cerrada esa tremenda boca y me ibas Pero la defensa del barrendero lo había tran-
a dejar hablar. Bien cerca estuvimos de perder quilizado.
el trabajo. —Entra y siéntate un minuto —invitó—. Ese
Lennie se miró desventuradamente las ma- perro es más viejo que el diablo.
nazas. —Sí. Lo tengo desde que era cachorro. Cie-
—Lo olvidé, George. los, era un buen ovejero cuando era joven.
—Sí, lo olvidaste. Siempre te olvidas, y yo Apoyó la escoba contra la pared y se frotó
tengo que sacarte del enredo. —Se sentó pesa- con los nudillos la mejilla erizada de canas.
damente en el camastro—. Ahora nos va a vigi- —¿Qué te pareció el patrón? —preguntó.
lar siempre. Tienes que guardarte bien de hacer —Bastante bien. Parece buen tipo.
disparates. Después de esto, vas a tener bien ce- —Es un buen tipo —convino el viejo—. Hay
rrada la boca. que saberlo llevar.

10
John Steinbeck De ratones y hombres

En este momento entró en el barracón de —Oye, ¿qué diablos le pasa a ese tipo? Len-
los peones un hombre joven; un hombre joven y nie no le hizo nada.
flaco, de cara tostada, ojos pardos y la cabeza El anciano miró cautelosamente a la puerta
llena de apretados rizos. En la mano izquierda para asegurarse de que nadie le escuchaba.
llevaba puesto un guante de trabajo y, como el —Es el hijo del patrón —contestó queda-
patrón, calzaba botas de tacón alto. mente—. Es bastante peleón. Ha boxeado bas-
—¿Habéis visto a mi padre? —preguntó. tante. Es peso ligero, y bastante pendenciero.
—Estuvo aquí hace un momento, Curley — —Está bien que sea peleón —reconoció
repuso el barrendero—. Fue hacia la cocina, me George— pero no tiene por qué meterse con
parece. Lennie. Lennie no le hizo nada. ¿Qué tenía con-
—Veré si lo alcanzo —dijo Curley. Sus ojos tra Lennie?
recorrieron a los dos hombres nuevos y se de- El barrendero reflexionó un momento.
tuvo. Miró fríamente a George y luego a Len- —Bueno..., te diré. Curley es como muchos
nie. Sus brazos se doblaron gradualmente por otros hombres pequeños. Odia a los grandullo-
los codos y sus manos se cerraron en dos puños. nes. No hace más que buscar las cosquillas a los
Tensó el cuerpo y asumió una actitud casi aga- grandullones. Como si se enojara con ellos por-
zapada. Sus ojos eran a la vez calculadores y que él no es grande. Habrás conocido tipos así,
belicosos. Lennie se retorció bajo esa mirada y ¿verdad? Siempre buscando pendencia.
movió nerviosamente los pies. Curley se le acer- —Claro —repuso George—. He visto mu-
có con paso cauteloso. chos. Pero este Curley haría bien en no meterse
—¿Sois los peones que esperaba mi padre? con Lennie. Lennie no es un tipo peleador, pero
—Acabamos de llegar —contestó George. ese imbécil de Curley va a sentirlo mucho si se
—Deja que hable el grandullón. mete con Lennie.
Lennie se encogió, incómodo, y George —Bueno, Curley es muy pendenciero —re-
dijo: pitió escépticamente el barrendero—. Nunca
—¿Y si no quiere hablar? me pareció justo. Supongamos que Curley se
Curley giró el cuerpo como si hubiera recibi- pelea con un grandullón y le da una paliza.
do un latigazo. Todo el mundo dice que Curley es muy valien-
—Por Dios, tiene que contestar cuando se le te. Y supongamos que vuelve a hacer lo mismo
habla. ¿Para qué te metes? y el grandullón le da una paliza. Entonces todo
—Viajamos juntos —le respondió George el mundo dice que el grandullón debería pe-
fríamente. learse con alguien de su tamaño y tal vez inclu-
—Ah, ¿conque es así? so lo vapulean entre todos. Nunca me pareció
George estaba tenso, inmóvil. bien. Es como si Curley llevara siempre las de
—Sí, es así. ganar.
Lennie miraba desconsolado a George espe- George estaba vigilando la puerta. Con el
rando instrucciones. tono de quien formula un presagio, dijo:
—¿Y no dejas hablar al grandullón, verdad? —Bueno, que se guarde de Lennie. Lennie
—Puede hablar, si le quiere decir algo. —Le- no es un boxeador, pero es fuerte y rápido y no
vemente, con un movimiento de cabeza, dio conoce leyes.
permiso a Lennie. Se acercó a la mesa cuadrada y se sentó en
—Acabamos de llegar —se hizo eco Lennie, uno de los cajones. Recogió algunos naipes y los
suavemente. barajó.
Curley le miró con fijeza. El viejo se sentó en otro cajón.
—Bueno. La próxima vez contesta cuando te —No vayas a decirle a Curley nada de esto.
hable. Me mataría. A él no le importa nada. Nunca le
Se volvió hacia la puerta y se marchó, un van a pegar, porque su padre es el patrón.
poco doblados los codos aún. George cortó el mazo de naipes y empezó a
George lo observó mientras se alejaba, y girar las cartas mirando cada una y arrojándola
luego se volvió hacia el barrendero. después en una pila.

11
John Steinbeck De ratones y hombres

—Este Curley —opinó— parece un buen por fin se puso dolorosamente de pie para seguir
hijo de perra. No me gustan los hombrecitos al amo.
malos. —Tengo que poner las palanganas para que
—Me parece que últimamente se ha puesto se laven los muchachos. Las cuadrillas volverán
peor —añadió el barrendero—. Se casó hace un dentro de poco. ¿Vais a cargar cebada?
par de semanas. Su mujer vive en la casa del pa- —Sí.
trón. Parece que Curley es más gallito desde que —¿No le contarás a Curley nada de lo que te
se casó. he dicho?
—Tal vez quiere lucirse ante su mujer. —No, ¡qué diablos!
El barrendero continuó hablando, una vez —Bueno. Mírala bien, cuando la encuentres.
encontrado el gusto a sus chismes. Ya verás como es lo que yo digo.
—¿Viste ese guante que tenía en la mano iz- El viejo atravesó el umbral hacia el sol bri-
quierda? llante.
—Sí, lo vi. George tendió las cartas pensativamente,
—Bueno, ese guante está lleno de vaselina. dio vueltas a los grupos de tres naipes. Puso
—¿Vaselina? ¿Por qué? cuatro cartas de bastos sobre el as. El cuadrado
—Bueno, te diré... Curley dice que quiere de sol alcanzaba ya el piso y a través de él zig-
tener esa mano suave para su mujer. zagueaban las moscas como chispas. Un sonido
George estudió las cartas como absorto en de tintineantes arneses y el crujido de ejes muy
ellas. cargados llegó desde afuera. En la distancia se
—Es una vergüenza que ande diciendo esas oyó una clara llamada.
cosas —sentenció. —¡Peón de establooo! ¡Peóoooon! —Y luego—
El viejo quedó tranquilo. Había obtenido de : ¿Dónde diablos está ese condenado negro?
George una afirmación despectiva. Se sintió se- George observó las perspectivas de su soli-
guro ahora, y habló con mayor confianza. tario; luego juntó las cartas y se volvió a Lennie.
—Espera a conocer a la mujer. Lennie estaba tendido en su camastro, mirán-
George cortó una y otra vez los naipes, y ex- dole.
tendió un solitario, lentamente, con cuidado. —¡Oye, Lennie! Eso no me gusta. Tengo
—¿Bonita? —preguntó como por casualidad. miedo. Te vas a meter en un lío con ese Curley.
—Sí. Bonita... pero... He conocido a otros como él. Te estuvo proban-
George estudió sus naipes. do. Ahora cree que le tienes miedo, y en cuanto
—Pero, ¿qué? se le presente el momento te va a dar un puñe-
—Bueno..., anda buscando la ocasión. tazo.
—¿Sí? ¿Dos semanas de casada y anda bus- Lennie, con el temor asomando a sus ojos,
cando? Tal vez sea por eso que Curley está tan se quejó:
inquieto. —No quiero líos. No le dejes que me pegue,
—Yo la he visto buscar a Slim. Slim es un George.
mulero. Muy buen tipo. Slim no necesita botas George se levantó, fue hasta el camastro de
de tacón alto para manejar mulas. Yo la he visto Lennie y se sentó.
buscar a Slim. Curley no lo sabe. Y la he visto —Me indignan esos tipos. He visto a muchos
buscar a Carlson. como él. Como bien dijo el viejo, Curley no lleva
George fingió falta de interés. nunca las de perder. Siempre sale ganando. —
El barrendero se incorporó de su asiento. Pensó un momento—. Si se mete contigo, Len-
—¿Sabes qué creo? —George no respondió— nie, nos meterán en la cárcel. Puedes estar segu-
. Bueno, creo que Curley se ha casado con una... ro. Es el hijo del patrón. Escucha, trata siempre
una cualquiera. de estar lejos de él, ¿oyes? No le hables nunca. Si
—No es el primero —comentó George—. se mete aquí, te vas al otro lado de la habitación.
Muchos se han visto en la misma situación. ¿Harás lo que te he dicho?
El anciano se movió hacia la puerta; su pobre —No quiero líos —se lamentó Lennie—. Yo
perro levantó la cabeza y espió a su alrededor, y no le hice nada.

12
John Steinbeck De ratones y hombres

—Bueno, pero de nada te valdrá eso si Cur- ta. Estaba allí, de pie, una mujer, mirando hacia
ley quiere hacerse el boxeador. Tienes que evitar adentro. De labios llenos, pintados, y ojos muy
que se meta contigo. ¿Te acordarás? separados, intensamente maquillados. Llevaba
—Claro. No voy a decir ni media palabra. las uñas pintadas de rojo. El cabello le colgaba
Ahora era más fuerte el ruido de las cuadri- en rizos largos, como salchichas. Llevaba un
llas que se acercaban: el estruendo de los gran- vestido de diario, de algodón, y chinelas rojas en
des cascos en suelo duro, el rechinar de frenos cuyo empeine lucían ramilletes de rojas plumas
y el tintineo de cadenas de tiro. Los hombres se de avestruz.
llamaban unos a otros desde sus carros. George, —Estoy buscando a Curley —dijo. Su voz
sentado en el camastro junto a Lennie, frunció tenía una cualidad nasal, quebradiza.
el ceño mientras pensaba. Éste preguntó tími- George retiró la vista de la mujer, y luego vol-
damente: vió a mirarla.
—¿No estás enojado, George? —Estuvo aquí hace un minuto, pero se fue.
—No estoy enojado contigo, no. Estoy enfa- —¡Oh!
dado por ese perro de Curley. Esperaba que po- Puso las manos detrás de la espalda y se
dríamos reunir un poco de dinero..., tal vez apoyó contra el marco de la puerta de modo que
cien dólares. —Su tono se hizo incisivo—. las formas de su cuerpo se insinuaron a través
Tienes que mantenerte siempre lejos de Curley. de la ropa.
—Claro que sí, George. No voy a decir nada. —¿Sois esos dos peones nuevos que acaban
—No pelees, aunque te provoque... pero... si de llegar, eh?
ese hijo de perra te da un puñetazo..., contésta- —Sí.
le. Los ojos de Lennie recorrieron el cuerpo de
—¿Contestarle qué, George? la mujer y, aunque ella parecía no advertirlo, se
—Nada. No te preocupes. Ya te lo diré. Me irguió un poco. Mientras se miraba las uñas, ex-
dan rabia los tipos como ése. Escucha, Lennie: si plicó:
te metes en un lío, ¿recuerdas lo que te dije que —A veces Curley está aquí dentro.
hicieras? —Bueno, pero ahora no está —interrumpió
Lennie se incorporó apoyado en un codo. Su George bruscamente.
cara se contorsionó por el esfuerzo de pensar. —Si no está, creo que será mejor buscarlo en
—Si me meto en un lío, no dejarás que cuide otra parte —se expresó juguetona la mujer.
los conejos... Lennie la miraba, fascinado. George dijo:
—No es eso lo que digo. ¿Recuerdas dónde —Si lo veo, le diré que usted lo andaba bus-
dormimos anoche? ¿Junto al río? cando.
—Sí. Me acuerdo. ¡Claro que me acuerdo! Sonrió ella sutilmente y dobló el cuerpo.
Tengo que ir allí y esconderme en el matorral. —Nadie se va a enfadar porque lo busquen
—Quédate escondido hasta que llegue yo. —se le ocurrió.
No dejes que nadie te vea. Ocúltate en el mato- Detrás de ella se escucharon unos pasos que
rral junto al río. Ahora, repítelo. seguían de largo. La mujer volvió la cabeza.
—Me escondo en el matorral junto al río, en —Hola, Slim —saludó.
el matorral junto al río. La voz de Slim llegó desde fuera.
—Si te metes en un lío. —Hola.
—Si me meto en un lío. —Estoy buscando a Curley, Slim.
Afuera chirrió un freno de carro. La llamada —Sí, pero no lo busca con muchas ganas.
se repitió: Acabo de verlo entrando en su casa.
—¡Peón de establoooo! ¡Eh! ¡Peóoooon! La mujer pareció aprensiva de pronto.
George dijo: —Hasta luego, muchachos —saludó hacia el
—Repítelo en voz baja, Lennie, hasta que no interior del barracón, y se alejó a toda prisa.
lo olvides. George volvió la mirada hacia Lennie.
Los dos hombres alzaron la vista porque se —Jesús, qué pieza —comentó—. Así que eso
había cortado el rectángulo de sol en la puer- es lo que buscó Curley como mujer.

13
John Steinbeck De ratones y hombres

—Es bonita —abogó Lennie. —Tal vez tendríamos que lavarnos —dijo—.
—Sí, y no intenta ocultarlo. Curley va a tener Pero no hemos hecho nada que ensucie.
trabajo. Apuesto a que ella lo dejaría plantado Un hombre alto apareció en el umbral. Tenía
por veinte dólares, un Stetson sujeto bajo el brazo, mientras se pei-
Lennie seguía mirando la puerta donde había naba hacia atrás el cabello largo, negro, húme-
estado la mujer. do. Como los demás, vestía pantalones téjanos y
—¡Dios, qué bonita! una chaqueta corta de estameña. Cuando hubo
Sonrió admirado. George le echó una rápida terminado de peinarse entró en la habitación y
mirada, y luego lo cogió por una oreja y lo sacu- se movió con una majestad que sólo logran la
dió. realeza y los maestros artífices. Era un mulero, el
—Oye lo que te digo, imbécil —le espetó con primero del rancho, capaz de conducir diez, die-
fuerza—. No vayas a mirar siquiera a esa perra. ciséis, incluso veinte mulas con una sola rienda
No me importa lo que diga o lo que haga ella. hasta el canal de agua. Era capaz de matar una
Las he conocido peligrosas, pero jamás he visto mosca posada en el anca de la mula de varas sin
veneno como ésta. Es un cebo para la cárcel. Dé- tocarle la piel. Había una gravedad en sus mane-
jala tranquila. ras y una calma tan profunda que toda charla se
Lennie trató de liberar su oreja. interrumpía cuando él hablaba. Tan grande era
—Yo no hice nada, George. su autoridad, que se aceptaba como definitiva su
—No, nada. Pero cuando estaba ahí en la opinión sobre cualquier tema, fuera de política o
puerta enseñando las piernas, tú no mirabas de amor. Éste era Slim, el mulero. Su cara enju-
para otro lado, ¿eh? ta no tenía edad. Podría contar treinta y cinco o
—No quise hacer mal, George. De veras. cincuenta años. Su oído escuchaba más de lo que
—Bueno, guárdate de ella, porque es una se le decía, y su palabra tarda tenía tonos ocul-
señal de peligro. Deja que Curley se las entien- tos, no de pensamiento sino de una comprensión
da solo. El mismo se tragó el anzuelo. Guante más allá del pensamiento. Sus manos, grandes
lleno de vaselina —agregó George asqueado—. y delgadas, eran de movimientos tan delicados
Y apostaría a que come huevos crudos y encarga como los de una danzarina de templo.
tónicos por carta. Ajustó el aplastado sombrero, le hizo un
Lennie exclamó de pronto: surco en el medio y se lo puso. Miró bondado-
—No me gusta este lugar, George. No es un samente a los dos hombres que había en el cuar-
buen sitio. Quiero irme de aquí. to.
—Tenemos que aguantar hasta que consiga- —Hay más luz que el diablo ahí fuera —dijo
mos dinero. No podemos remediarlo, Lennie. suavemente—. Apenas puedo ver ahora. ¿Voso-
Nos iremos tan pronto como podamos. Tam- tros sois los nuevos?
poco a mí me gusta esto. —Volvió a la mesa y —Acabamos de llegar —contestó George.
colocó las cartas para un nuevo solitario—. No —¿Vais a cargar cebada?
—insistió—. No me gusta. Ahora mismo me —Eso es lo que dice el patrón.
iría. En cuanto podamos juntar apenas unos dó- Slim se sentó en un cajón frente a la mesa, al
lares, nos iremos a río Americano a recoger oro. otro lado de George. Estudió con atención el so-
Allí podremos ganar un par de dólares por día, y litario, a pesar de que las cartas estaban al revés
quizás encontrar un depósito de pepitas. para él.
Lennie se inclinó ansiosamente hacia él. —Espero que vayáis en mi cuadrilla —con-
—Vamos, George. Salgamos de aquí ahora. tinuó. Su voz era muy suave—. Tengo en la cua-
Este sitio no es bueno. drilla un par de idiotas que no distinguen un
—Tenemos que quedarnos —afirmó George saco de cebada de una planta de cardo. ¿Habéis
secamente—. Cállate ahora. Los trabajadores cargado cebada alguna vez?
llegarán de un momento a otro. —Uuuf, sí —asintió George—. Yo no puedo
Del lavadero cercano llegaba el ruido de agua cacarear mucho, pero este grandullón puede
y de recipientes en movimiento. George estudió cargar más sacos de cereal él solo que cualquier
sus cartas. par de hombres.

14
John Steinbeck De ratones y hombres

Lennie, que había seguido la conversación —Bueno, mira, Slim. He estado pensando.
de uno a otro hombre con los ojos, sonrió com- Ese perro de Candy está ya tan viejo que apenas
placido por el halago. Slim miró con aprobación puede caminar. Apesta como el diablo, además.
a George por haber hecho el halago. Se inclinó Cada vez que entra aquí el olor permanece du-
sobre la mesa e hizo chasquear la punta de un rante dos o tres días. ¿Por qué no convences a
naipe suelto. Candy para que mate a ese perro y le regalas a
—¿Viajáis juntos? —Era amistoso su tono. cambio uno de los cachorros para que lo críe?
Invitaba a la confidencia, sin exigirla. Ese. perro apesta; puedo olerlo a una milla. No le
—Claro —repuso George—. Nos cuidamos el quedan dientes, está casi ciego, no puede comer.
uno del otro. —Indicó a Lennie con el pulgar—. Candy le da leche. No puede masticar.
Él no es muy inteligente. Sin embargo, trabaja George había estado mirando fijamente a
como un diablo. Es un buen tipo, pero no tiene Slim. De pronto comenzó a repicar afuera un
sesos. Hace tiempo que lo conozco. triángulo, lento al principio y cada vez más rá-
Slim miró a George, a través de él, más allá pido luego, hasta que el repiqueteo desapareció
de él. para ser un único sonido continuo. Cesó tan
—No hay muchos hombres que viajen juntos pronto como había comenzado.
—musitó—. No sé por qué. Quizás todos tienen —Ahí está —anunció Carlson.
miedo de todos los demás en este condenado Fuera hubo un estallido de voces al pasar de
mundo. largo un grupo de hombres.
—Es mucho mejor viajar con un amigo — Slim se incorporó lentamente y con digni-
opinó George. dad.
Un hombre fuerte, de barriga prominente, —Deberíais venir mientras queda algo que
entró en la casa de los peones. Todavía le cho- comer. No va a quedar nada dentro de un par
rreaba de la cabeza el agua del lavado. de minutos.
—Hola, Slim —saludó; luego se detuvo y Carlson se echó hacia atrás para dejar que
miró a George y Lennie. Slim le precediera, y entonces los dos salieron
—Estos dos acaban de llegar —explicó Slim por la puerta.
a manera de presentación. Lennie miraba a George lleno de excitación.
—Mucho gusto —dijo el hombre—. Carlson, George juntó sus naipes en un confuso montón.
para serviros. —Sí, sí —dijo—. Ya lo he oído, Lennie. Le pe-
—Yo soy George Milton. Este otro es Lennie diré uno.
Small. —Uno blanco y pardo —exclamó Lennie.
—Mucho gusto —repitió Carlson—. Quería —Vamos. Tenemos que ir a comer. No sé si
preguntarte, Slim..., ¿cómo está la perra? Vi que tendrá uno de ese color.
no iba con tu carro esta mañana. Lennie no se movió de su camastro.
—Tuvo cría anoche —informó Slim—. Nueve —Pídeselo en seguida, George, para que no
cachorros. Ahogué cuatro en seguida. No podría mate ninguno de los que quedan.
criar tantos. —Claro. Vamos, ahora, ¡fuera de esa cama!
—¿Quedan cinco, eh? Lennie se deslizó de su camastro y se puso de
—Sí, cinco. Le dejé los más grandes. pie, y los dos caminaron hacia la puerta. Cuando
—¿Qué clase de perros van a ser? llegaban a ella, Curley apareció repentinamen-
—No sé —repuso Slim—. Una especie de te.
ovejeros, supongo. Ésos eran los que más ronda- —¿Habéis visto a una chica por aquí? —pre-
ban por aquí cuando la perra estaba en celo. guntó iracundo.
Carlson siguió: —Hace como media hora, tal vez —contestó
—Cinco cachorros, ¿eh? ¿Te los vas a que- George fríamente.
dar? —¿Qué demonios estaba haciendo?
—No sé. Tendré que dejarlos un tiempo para George permaneció quieto, vigilando al
que mamen la leche de Lulú. hombrecito iracundo. Por fin repuso, insultan-
Carlson agregó pensativamente. te:

15
John Steinbeck De ratones y hombres

—Dijo... que lo estaba buscando a usted. —No es nada —dijo Slim—. De todos modos
Curley pareció ver por primera vez a Geor- iba a ahogar a casi todos. No tienes por qué
ge. darme las gracias.
Sus ojos relampaguearon sobre él, midiendo —Tal vez no sea mucho para ti —admitió
su estatura, el alcance de sus brazos, su pecho George— pero para él es una gran cosa. Por
recio. Dios, no sé cómo vamos a conseguir que duer-
—Bueno, ¿para dónde fue? —inquirió al fin. ma aquí. Querrá ir a acostarse en el granero con
—No sé —respondió George—. No la miré los perros. Nos costará mucho impedir que se
cuando se iba. meta en el cajón con esos cachorros.
Curley frunció el ceño, giró en redondo y se —No es nada —repitió Slim—, Oye, la ver-
alejó presuroso. dad es que tenías razón sobre ese hombre. Tal
—Sabes, Lennie —dijo George—, tengo vez no sea inteligente, pero jamás he visto otro
miedo de pelearme yo mismo con ese perro. Lo que trabajara como él. Por poco mata a su com-
odio. ¡Jesucristo! Vamos. Ya no quedará nada pañero, de tanto cargar sacos. No hay nadie que
para comer. pueda seguir su ritmo. Por Dios, nunca he visto
Salieron del edificio. El sol trazaba una fina otro tipo tan fuerte.
línea bajo la ventana. De la distancia llegaba un George habló orgullosamente.
ruido de platos. —No hay más que decir a Lennie lo que debe
Al cabo de un momento el perro viejo entró hacer y lo hará, siempre que no tenga que pen-
renqueando por la puerta. Miró a su alrededor sar. No es capaz de pensar por su cuenta, pero
con ojos dulces, semiciegos. Husmeó, luego se sabe hacer lo que se le ordena.
tendió y puso la cabeza entre las patas. Curley Desde afuera llegó el tañido de una herradu-
apareció otra vez por la puerta y echó una mi- ra sobre la estaca de hierro, y unas voces entu-
rada dentro del cuarto. El perro alzó la cabeza, siastas.
pero cuando Curley se alejó, la enmarañada ca- Slim se echó levemente hacia atrás para que
beza se hundió otra vez hasta el piso. no le diera la luz en la cara.
—Es raro cómo vais juntos tú y él. —Era una
calmosa invitación a la confidencia.
—¿Qué tiene de extraño? —preguntó George
a la defensiva.
—Oh, no sé. Casi todos viajan solos. Casi
nunca he visto a dos hombres que viajen juntos.
Capítulo 4 Ya sabes cómo son: aparecen en un rancho y les
dan un camastro y trabajan un mes, y después
se cansan y se van solos. Parece que nadie les
Aunque se veía el resplandor del atardecer importe. Por eso digo que es raro que un chifla-
por las ventanas del barracón de peones, den- do como él y un hombre tan listo como tú anden
tro estaba oscuro. Por la puerta abierta llegaban juntos.
los golpes sordos y los ocasionales tañidos de un —No, no es un chiflado —dijo George—. Es
juego de herraduras, y de vez en cuando el so- imbécil como un burro, pero no está loco. Y yo
nido de voces elevadas para aprobar o mofarse, tampoco soy tan listo, si lo fuera, no estaría car-
según la jugada. gando cebada por cincuenta dólares y la comi-
Slim y George entraron juntos en el cuarto da. Si fuera inteligente, si fuera tan sólo un poco
a oscuras. Slim estiró un brazo sobre la mesa listo, tendría mi granja, y estaría recogiendo mis
de los naipes y encendió la lamparilla eléctrica cosechas, en lugar de hacer todo el trabajo y no
con pantalla de lata. Instantáneamente la mesa poseer nada de lo que nace en la tierra.
quedó brillante de luz y el cono de la pantalla George quedó en silencio. Quería hablar.
proyectó hacia abajo su claridad, dejando aún a Slim no lo alentaba ni lo desalentaba. Seguía
oscuras los rincones del cuarto. Slim se sentó en sentado, echado hacia atrás, quieto y receptivo.
un cajón y George tomó el lugar opuesto.. —No es tan raro que él y yo vayamos juntos

16
John Steinbeck De ratones y hombres

—dijo por fin—. Los dos nacimos en Auburn. Yo —Claro que Lennie es casi siempre un estor-
conocía a la tía de Lennie, Clara, que lo recogió bo, un pelmazo —prosiguió George—. Pero uno
cuando era un niño y lo crió. Cuando murió la se acostumbra a andar con otro tipo y ya no lo
tía Clara, Lennie vino conmigo a trabajar. Con puede dejar.
el tiempo nos hemos acostumbrado el uno al —No es malo —opinó Slim—. Bien se ve que
otro. Lennie no es malo en absoluto.
—Ummm —hizo Slim. —Claro que no es malo. Pero siempre está
George dirigió la vista a Slim y vio fijos en él metiéndose en líos, porque es tan condenada-
sus ojos tranquilos, ojos de Dios. mente estúpido... Como le pasó en Weed...
—Es curioso —siguió George—. Yo solía di- Se calló, detuvo la mano cuando había vuel-
vertirme como un condenado a costa de él. Solía to a medias una carta. Pareció alarmarse y miró
jugarle malas pasadas, porque era demasia- fijamente a Slim.
do tonto para darse cuenta. Pero era tan tonto —¿No se lo contarás a nadie?
que ni siquiera sabía que le habían hecho una —¿Qué hizo en Weed? —preguntó Slim cal-
broma. Demonios, cómo me divertía. Junto a él mosamente.
me parecía que yo era el tipo más inteligente del —¿No lo contarás?... No, claro que no lo vas
mundo. ¿Y cómo no si hacía cualquier cosa que a contar.
yo le dijera? Si le decía que saltara a un abismo, —¿Qué hizo en Weed? —preguntó otra vez
al abismo se tiraba. Pero al poco tiempo ya no Slim.
era tan divertido. Y nunca se enfadaba conmigo. —Bueno vio a aquella chica con un vestido
Le he pegado hasta cansarme, y él podría rom- rojo. Es tan imbécil que quiere tocar todo lo que
perme todos los huesos del cuerpo con una sola le gusta. Nada más que palparlo. Así que ex-
mano, pero jamás alzó un dedo contra mí. —La tiende la mano para tocar ese vestido, y la chica
voz de George iba tomando un tono de confe- suelta un chillido, y Lennie se hace un lío y sigue
sión—. Te contaré qué fue lo que me hizo cam- agarrando el vestido porque es lo único en que
biar. Un día estábamos con unos cuantos tipos puede pensar. Bueno, la chica grita y grita. Yo
junto al río Sacramento. Yo me creía muy listo. estaba cerca, y oí los chillidos, y voy corriendo,
Me dirijo a Lennie y le digo: «Salta al río». Y él se y para entonces Lennie tiene tal miedo que sólo
tiró. No sabía nadar en absoluto. Estuvo a punto puede pensar en no soltar a la chica. Le pegué en
de ahogarse antes de que lo sacáramos del agua. la cabeza con un palo de alambrada para hacer
¡Y me estaba tan agradecido por haberlo salva- que la soltara. Estaba tan asustado que no sol-
do! Se olvidó de que era yo quien le había dicho taba el vestido. Y es tan fuerte como el diablo,
que se tirara al agua. Bueno, desde entonces no sabes.
he vuelto a hacer cosas así. Los ojos de Slim estaban fijos en George, sin
—Es un buen tipo —admitió Slim—. No se parpadear. Asintió muy lentamente con la cabe-
necesitan sesos para ser bueno. A veces me pa- za.
rece que es más bien al contrario. Casi nunca un —¿Qué pasó entonces?
tipo muy listo es un hombre bueno. George construyó cuidadosamente la línea
George reunió las cartas dispersas y comen- de cartas para su solitario.
zó a extender su solitario. Afuera, las herraduras —Bueno, la chica corre a decir a todos que
golpeaban en la tierra dura. La luz del atardecer han abusado de ella. Los hombres de Weed for-
aún encendía las cuadradas ventanas. man una partida para ir a linchar a Lennie. En-
—Yo no tengo familia —dijo George—. He tonces nos sentamos en una zanja de riego, bajo
visto a los peones que andan solos por los ran- el agua, durante el resto del día. Apenas asomá-
chos. Eso no está bien. No se divierten nada. Al bamos la cabeza sobre el agua, escondidos bajo
poco tiempo se hacen ruines. Y siempre están el pasto que crece al costado de la zanja. Y esa
queriendo pelear. noche salimos disparados de allí.
—Sí, se hacen ruines —convino Slim—. Slim guardó silencio durante un instante.
Tanto que con el tiempo no quieren hablar con —¿No le hizo ningún daño a la chica, eh?
nadie. —preguntó por fin.

17
John Steinbeck De ratones y hombres

—No, qué diablos. La asustó, nada más. Yo Slim no se había movido. Sus ojos tranquilos
también me asustaría si me agarrara. Pero no siguieron a Lennie mientras salía.
le hizo daño. Sólo quería tocarle el vestido, del —¡Jesús! —exclamó—. Es como un niño,
mismo modo que le gusta acariciar a esos ca- ¿verdad?
chorros. —Claro que es como un niño. Y no tiene
—No es malo —volvió a opinar Slim—. A nada de malo, como un niño, salvo que es tan
una legua de distancia se ve que no es malo. fuerte. Apuesto a que no viene esta noche a dor-
—Claro que no, y es capaz de hacer cualquier mir aquí. Se va a quedar a dormir junto al cajón
cosa que yo... en el granero. Bueno... no importa. Allí no va a
Lennie entró por la puerta. Llevaba su cha- hacer daño.
queta de estameña azul puesta sobre los hom- La oscuridad era casi total afuera. El viejo
bros como una capa, y caminaba con el cuerpo Candy, el barrendero, entró y fue a su camas-
muy inclinado. tro y detrás de él, trabajosamente, entró su viejo
—Hola, Lennie —dijo George—. ¿Qué te pa- perro.
rece ahora el cachorro? —Hola, Slim. Hola, George. ¿No jugáis a las
Lennie susurró sin aliento: herraduras?
—Es blanco y pardo como yo quería. —No me gusta jugar todas las noches —re-
Fue directamente al camastro y se tendió y puso Slim.
volvió la cara hacia la pared y encogió las rodi- —¿Alguno de vosotros tiene una gota de
llas. whisky? Me duele la barriga.
George puso lentamente las cartas sobre la —Yo no tengo —contestó Slim—. Lo bebería
mesa. yo, si tuviera, y no me duele nada.
—Lennie —llamó con severidad. —A mí me duele mucho —se quejó Candy—.
Lennie dobló el cuello y miró por encima del Esos condenados nabos me hicieron daño. Sabía
hombro. que me iban a hacer mal, aun antes de comer-
—¿Eh? ¿Qué pasa, George? los.
—Ya te dije que no debías traer aquí ese ca- Carlson, el del grueso cuerpo, llegó del patio
chorro. que ya estaba en penumbras. Caminó hasta el
—¿Qué cachorro, George? No tengo nada. otro extremo del cuarto y encendió la segunda
George fue velozmente hasta él, lo sujetó por lamparilla.
el hombro y le hizo girar el cuerpo en el camas- —Esto está más oscuro que el infierno —co-
tro. Se inclinó y recogió el cachorrito que Len- mentó—. Por Dios, cómo ensarta herraduras ese
nie había estado ocultando contra el estómago. negro.
Lennie se sentó rápidamente. —Juega muy bien —ponderó Slim.
—Dámelo, George. —Ya lo creo —aprobó Carlson—. Nadie lo
—Te levantas en seguida y llevas el cachorro puede ganar.
con los demás —ordenó George—. Tiene que Se detuvo y husmeó el aire y, husmeando to-
dormir con la madre. ¿Quieres matarlo? Acaba davía, bajó la mirada hacia el perro.
de nacer y ya lo quieres separar de la perra. Lo —Dios del cielo, cómo apesta ese perro. ¡Sá-
llevas de vuelta o le digo a Slim que no te lo deje camelo de aquí, Candy! No hay nada que huela
tener. tan mal como un perro viejo. Tienes que llevár-
Lennie extendió las manos suplicantes. telo.
—Dámelo, George. Lo llevo en seguida. No Candy giró hasta el borde de su camastro.
quise hacer daño, George. Te juro que no. Sólo Tendió una mano hacia abajo y palmeó al perro
quería acariciarlo un poco. y luego pidió disculpas:
George le entregó el cachorro. —Estoy tanto con él que no me doy cuenta
—Está bien. Llévatelo en seguida y no lo de que apesta.
saques más. En cuanto te descuides lo vas a —Bueno, pero yo no lo aguanto —dijo Carl-
matar. son—. Ese olor queda aquí incluso después de
Lennie salió corriendo. haberse ido el perro.

18
John Steinbeck De ratones y hombres

Avanzó con los pasos de sus piernas pesadas —Tal vez le duela —sugirió—. No me impor-
y miró de cerca al perro. ta seguir cuidándolo.
—No tiene dientes —prosiguió—. Está todo —Del modo como lo voy a matar, no sentirá
él rígido a causa del reumatismo. No te sirve nada. Le pondré la pistola aquí mismo. —Señaló
para nada, Candy. Y él sufre mucho. ¿Por qué no con la punta del pie—. Justo detrás de la cabeza.
lo matas, Candy? Ni siquiera se moverá.
—Bueno..., ¡diablos! Hace tanto que lo tengo... Candy buscó ayuda de cara en cara. La os-
Lo tengo desde que era cachorro... Cuidaba ove- curidad era ya total afuera. Un joven trabajador
jas con él. —Y agregó orgulloso—: Nadie lo cree- entró en la habitación. Sus hombros, caídos, es-
ría al verlo ahora, pero este perro era el mejor taban inclinados hacia adelante y caminaba pe-
ovejero que he visto nunca. sadamente, sobre los talones, cómo si aún trans-
—En Weed —interrumpió George— conocí portara el invisible saco de cereal. Fue hasta su
a un hombre que cuidaba ovejas con un ratone- camastro y puso su sombrero sobre el estante.
ro. Había aprendido a trabajar viendo a los otros Luego sacó del mismo una revista vulgar y la
perros. llevó hasta la luz, sobre la mesa.
Carlson no iba a dejar que se alejaran del —¿Te había enseñado esto, Slim? —pregun-
tema. tó.
—Oye, Candy. Este perro no hace más que —¿Qué?
sufrir. Si lo llevaras afuera y le pegaras un tiro El mozo abrió la revista por una de las últi-
detrás de la cabeza... —se inclinó y señaló—, mas páginas, la puso sobre la mesa y señaló con
aquí mismo, no sentiría nada. el dedo.
Candy miró a su alrededor con expresión de —Aquí, lee esto.
infortunio. Slim se inclinó sobre la mesa.
—No —repuso en tono débil—. No sería —Vamos —dijo el mozo—. Léelo en voz
capaz. Lo tengo desde hace tiempo... alta.
—Pero si no hace más que sufrir —insistió —«Señor director —leyó lentamente Slim—:
Carlson—. Y apesta como el infierno. Escucha Leo su revista desde hace seis años y creo que es
lo que digo. Yo lo mataré. Así no serás tú quien lo mejor que se publica. Me gustan los cuentos
lo haga. de Peter Rand. Creo que es muy bueno. Sírva-
Candy echó las piernas flacas fuera del ca- se publicar otros como el “Jinete Enmascarado”.
mastro. Se rascó nerviosamente los blancos Yo no escribo muchas cartas pero lo hago ahora
pelos de la mejilla. sólo para decirle que su revista bien vale el dine-
—Estoy tan acostumbrado a tenerlo conmi- ro que cuesta.»
go —dijo suavemente—. Desde que era un ca- Slim alzó la mirada interrogativamente.
chorro... —¿Para qué me haces leer eso?
—Bueno, pero no le haces ningún favor de- —Sigue —pidió Whit—. Lee el nombre que
jándolo vivo —intervino de nuevo Carlson—. hay al pie.
Oye, la perra de Slim acaba de criar. Apuesto a —«Esperando que siga su buen éxito,
que Slim te daría uno de los cachorros, ¿verdad, William Tenner.» —De nuevo alzó la mirada
Slim? hacia Whit—. ¿Para qué me haces leer eso?
El mulero había estado observando al viejo Whit cerró significativamente la revista.
perro con sus ojos tranquilos. —¿No te acuerdas de Bill Tenner? ¿Uno que
—Sí —admitió—. Candy puede llevarse un trabajó aquí hace cosa de tres meses?
cachorro, si quiere. —Pareció sacudirse para Slim se quedó pensativo.
aclarar sus ideas y poder hablar—. Carlson tiene —¿Un tipo más bien pequeño? ¿Llevaba una
razón, Candy. Ese perro no hace más que sufrir. cultivadora?
Yo desearía que alguien me pegara un tiro cuan- —Eso es —exclamó Whit—. ¡Es ése!
do llegase a ser viejo y tullido. —¿Te parece que él escribió esa carta?
Candy le miró con desespero, porque las —Claro que sí. Bill y yo estábamos aquí un
opiniones de Slim eran ley. día. Le acababa de llegar una de estas revistas.

19
John Steinbeck De ratones y hombres

Mientras la hojeaba me dijo: «Escribí una carta : No sentirá nada. —Candy no se movió. Carlson
y no sé si estará aquí». Pero no estaba. Bill dice: tironeó de la correa—: Vamos, perrito.
«Tal vez la estén guardando para más adelante». El perro se puso lentamente, tiesamente, de
Y así era. Ahí está la carta. pie, y siguió a la correa que lo tironeaba con leve
—Supongo que tenía razón —consintió insistencia.
Slim—. Se la publicaron. —Carlson —llamó Slim.
George tendió la mano hacia la revista. —¿Qué?
—¿Puedo verla? —Ya sabes lo que tienes que hacer.
Whit buscó la página de nuevo pero no soltó —¿Qué, Slim?
la revista. Señaló la carta con el índice. Y luego —Llévate una pala —indicó Slim brevemen-
fue hasta su estante y guardó silenciosamente la te.
revista. —¡Ah, claro! Ya entiendo. —Y condujo al
—Quién sabe si Bill la habrá visto —dijo—. perro a la oscuridad.
Bill y yo trabajábamos juntos en aquel campo de George lo siguió hasta la puerta, la cerró y
lino. Los dos manejábamos cultivadoras. Bill era corrió el cerrojo de madera sin hacer ruido.
un gran tipo. Candy seguía rígidamente tendido en el lecho,
Durante la conversación, Carlson se man- mirando hacia arriba.
tuvo sin intervenir. Había seguido mirando al —Una de mis mulas —comentó Slim en voz
perro. Candy lo vigilaba con inquietud. Por fin muy alta— se ha partido un casco. Le tengo que
Carlson volvió a hablar. poner algo de brea.
—Si quieres enviaré al pobre chucho al otro Se apagó el eco de su voz. Había silencio
mundo ahora mismo. Ya no tiene sentido que afuera. Murió el ruido de los pasos de Carlson.
siga viviendo. No puede comer, no ve, ni siquiera El silencio ocupó también la estancia. Y el silen-
camina sin sufrir dolores. cio duraba.
Candy aventuró, esperanzado: —Apuesto —exclamó George con una risi-
—No tienes con qué matarlo. ta— que Lennie está metido en el granero con
—Al cuerno, si no. Tengo una Luger. No va su cachorro. Ya no querrá venir aquí, ahora que
a sufrir nada. tiene su perro.
—Tal vez mañana —aventuró Candy—. Es- —Candy —llamó Slim—: puedes quedarte
peremos a mañana. con el cachorro que quieras.
—No veo por qué —cortó Carlson. Fue hasta Candy no respondió. Cayó otra vez el silen-
su camastro, sacó un paquete que había dejado cio sobre la estancia. Venía de la noche e invadía
y en su mano apareció una pistola Luger—. Aca- la estancia.
bemos de una vez. No podemos dormir con lo —¿Alguien quiere jugar unas manos conmi-
que apesta ese perro. go? —invitó George mostrando los naipes.
Se metió la pistola en el bolsillo trasero del —Yo jugaré un rato —asintió Whit.
pantalón. Candy miró largo rato a Slim inten- Se sentaron ante la mesa, uno frente a otro,
tando hallar una solución alternativa. Y Slim no bajo la luz, pero George no barajó los naipes.
se la dio. Por fin consintió Candy, suavemente, Chasqueó nerviosamente el borde del mazo, y el
sin esperanzas: chasquido atrajo los ojos de todos los hombres
—Está bien..., llévatelo. presentes, de modo que dejó de hacerlo. Otra vez
Ni siquiera miró al perro. Se echó hacia atrás reinó el silencio en el cuarto. Pasó un minuto,
en su camastro, cruzó los brazos detrás de la ca- y otro minuto. Candy seguía quieto, mirando al
beza y miró al techo. techo. Slim fijó los ojos en él por un momento y
Del bolsillo sacó Carlson una fina correa de luego se miró las manos; sujetó una mano con
cuero. Se inclinó y la ató en torno al pescuezo la otra, y la mantuvo apretada. Se oyó un ruido,
del perro. Todos los hombres, menos Candy, lo como si algún animal estuviera royendo, que
miraban. venía de bajo el piso y todos los hombres mira-
—Vamos, perrito. Vamos, perrito —dijo con ron agradecidos hacia el lugar. Sólo Candy seguía
suavidad. Y luego, disculpándose, hacia Candy— contemplando el techo con ojos muy abiertos.

20
John Steinbeck De ratones y hombres

—Parece como si hubiera una rata por ahí —No. Iré a hacerlo yo mismo —agregó Slim,
—comentó George—. Tendríamos que poner y se puso de pie.
una trampa. —Señor Slim —volvió a llamar Crooks.
—¿Por qué diablos tardas tanto? —estalló —Sí...
Whit—. Empieza a dar cartas, ¿quieres? Así no —Ese hombre grandote, el nuevo, está me-
vamos a jugar nunca. tiéndose con sus cachorros en el granero.
George barajó bien los naipes, los juntó y es- —Bueno, pero no hace daño alguno. Le rega-
tudió el lomo. Otra vez se hizo el silencio en la lé uno de los cachorros.
habitación. —Pensé que sería mejor que lo supiera usted.
En la distancia sonó un disparo. Los hom- Los saca de la paja y los tiene en las manos de un
bres miraron rápidamente al anciano. Todas las lado para otro. Eso no les va a hacer bien.
cabezas se volvieron hacia él. —No les hará daño —repitió Slim—. Ahora
Por un instante Candy siguió mirando al voy contigo.
techo. Luego se volvió lentamente en la cama y George alzó la vista.
quedó de cara a la pared, en silencio. —Si ese idiota molesta mucho, échalo a pa-
George barajó ruidosamente los naipes y re- tadas, Slim.
partió una mano. Whit tomó sus cartas y dijo: Slim siguió al peón fuera de la estancia.
—Parece que vosotros dos habéis venido a George dio cartas y Whit recogió las suyas y
trabajar de veras. las estudió.
—¿Por qué? —¿Has visto ya a la nena nueva? —pregun-
—Bueno —rió Whit—. Habéis venido un tó.
viernes. Tenéis que trabajar dos días hasta el do- —¿Qué nena? —preguntó a su vez George.
mingo. —Pues la mujer de Curley.
—No lo entiendo —dijo George. —Sí, la he visto.
Otra vez rió Whit. —Bueno, ¿no es una preciosidad?
—Ya lo entenderás cuando hayas trabajado —Tanto no he visto —repuso George.
un tiempo en estos ranchos grandes. El hombre Whit, visiblemente impresionado, dejó las
que quiere ver cómo es el lugar llega el sábado cartas en la mesa.
por la tarde. Le dan de comer el sábado por la —Bueno, quédate por aquí y ten bien abier-
noche y tres veces el domingo, y puede irse el tos los ojos. Ya verás bastante. Porque no es-
lunes por la mañana, después del desayuno, sin conde nada. Jamás he visto una cosa igual. Está
haber trabajado ni un minuto. Pero vinisteis el siempre echándole el ojo a alguien. Hasta creo
viernes al mediodía. Lo hagáis como lo hagáis, que le echa el ojo al negro. No sé qué demonios
tenéis que trabajar un día y medio. quiere.
George lo miró con fijeza. —¿Ha habido líos desde que llegó? —inqui-
—Vamos a quedarnos un tiempo aquí —ase- rió George como al descuido.
guró—. Yo y Lennie vamos a ahorrar un poco Era evidente que Whit no estaba interesa-
de dinero. do en sus cartas. Dejó que George recogiera las
cartas y volviera a su lento solitario: siete cartas,
La puerta se abrió silenciosamente y el peón y seis sobre ellas, y cinco sobre las seis.
del establo asomó la cabeza; una flaca cabeza —Ya entiendo lo que quieres decir —comen-
negra arrugada por el dolor, pacientes los ojos. tó Whit—. No, todavía no ha pasado nada. Cur-
—Señor Slim. ley está que se lo lleva todo por delante, pero eso
Slim apartó los ojos del viejo Candy. es todo por ahora. Cada vez que los muchachos
—¿Eh? ¡Ah! Hola, Crooks. ¿Qué pasa? están por aquí, se presenta ella. Anda buscando
—Me dijo usted que calentara la brea para el a Curley, o cree que se olvidó algo y lo quiere
casco de esa mula. Ya está caliente. encontrar. Parece como si no pudiera estar lejos
—¡Ah, claro! Voy en seguida a curarla. de unos pantalones. Y Curley está como si lo pi-
—Puedo hacerlo yo, si usted quiere, señor caran las hormigas, pero todavía no ha pasado
Slim. nada.

21
John Steinbeck De ratones y hombres

—Va a haber lío —opinó George—. Va a haber —Bueno, uno tiene que divertirse a veces.
un tremendo lío por culpa de ella. Esa mujer es La puerta se abrió y Lennie y Carlson entra-
como un revólver con el gatillo listo. Ese Curley ron juntos. Lennie se acercó a su camastro y se
se ha metido en una buena. Un rancho con una sentó, tratando de no llamar la atención. Carlson
cantidad de hombres como nosotros no es lugar metió la mano bajo su cama para sacar la bolsa.
para una mujer, sobre todo como ella. No miró hacia el viejo Candy, que seguía de cara
—Ya que hablas así —dijo Whit— harías bien a la pared. En la bolsa, Carlson encontró una lata
en venir con nosotros al pueblo, mañana por la de aceite y un cepillito para limpiar la pistola.
noche. Los puso en la cama y luego sacó el arma del bol-
—¿Por qué? ¿Qué pasa? sillo, le quitó el cargador y extrajo de un golpe la
—Lo de siempre. Vamos al local de Susy. Es bala de la recámara. Después se puso a limpiar
un bonito sitio. La vieja Susy es muy graciosa, el cañón con el cepillito cilíndrico. Cuando se
siempre bromeando. Como, por ejemplo, lo que oyó el chasquido del eyector de los proyectiles,
dice cuando llegamos el sábado por la noche. Candy se volvió y miró un momento la pistola,
Susy abre la puerta y grita por encima del hom- antes de volverse otra vez hacia la pared.
bro: «A ponerse las ropas, chicas; aquí viene la Carlson dijo como por casualidad:
policía». Nunca dice palabrotas, tampoco. Tiene —¿Ha estado Curley por aquí?
cinco mujeres en la casa. —No —respondió Whit—. ¿Qué pasa con él?
—¿Cuánto cuesta? —preguntó George. Carlson miró guiñando un ojo el cañón de
—Dos y medio. Se puede echar un trago por su arma.
veinte centavos. Hay buenas sillas para sentarse, —Anda buscando a la señora. Le vi dar vuel-
también. Si un tipo no quiere hacer nada, pues tas y vueltas por fuera.
se sienta en una silla y toma dos o tres copas —Se pasa la mitad del tiempo —comentó
y pasa el rato hablando y a Susy no le importa Whit sarcásticamente— buscando a su mujer, y
nada. No es de las que andan insistiendo si uno el resto del tiempo es ella la que lo busca.
no quiere hacer nada. Curley entró precipitadamente en el cuarto.
—Podría ir a echar un vistazo —dijo George. —¿Alguno de vosotros ha visto a mi mujer?
—Claro, ven. Es condenadamente diverti- —inquirió.
do; Susy no hace más que bromear. Como dijo —No ha estado por aquí —repuso Whit.
una vez, dice: «He conocido personas que creen Curley miró amenazadoramente en torno
que tienen un establecimiento sólo porque han suyo.
puesto una alfombra en el piso y una lámpara de —¿Dónde diablos está Slim?
seda sobre el fonógrafo». Siempre habla así de —Ha ido al granero —informó George—.
la casa de Clara. Y dice también: «Yo sé lo que Tenía que ponerle brea a una mula que se partió
vienen a buscar ustedes. Mis chicas son limpias, un casco.
y mi whisky no tiene agua —dice—. Si alguno de Los hombros de Curley cayeron un poco y se
ustedes quiere ver una bonita lámpara de seda, echaron hacia atrás.
y correr el riesgo de quemarse, ya sabe dónde —¿Cuánto hace que se fue?
tiene que ir». Y dice: «He visto a algunos que —Cinco, o diez minutos.
andan por ahí con las piernas torcidas porque Curley salió de un salto y golpeó la puerta
les gusta ver bonitas lámparas». para cerrarla tras de sí.
—Clara es la dueña del otro local, ¿eh? Whit se puso de pie.
—Sí. Nunca vamos allí. Clara cobra tres dó- —Me parece que me gustaría ver eso —
lares por cada uno, y treinta y cinco centavos por dijo—. Curley está volviéndose loco o no se me-
cada copa, y no es bromista como la otra. Pero tería con Slim. Y ese Curley es bueno para pe-
Susy tiene su casa bien limpia, y buenas sillas. Y lear, condenadamente bueno. Llegó a la final del
no permite pelear allí adentro. campeonato nacional. Tiene recortes de diarios
—Yo y Lennie estamos reuniendo dinero — y todo. —Pensó un momento—. Pero, de todos
dijo George—. Tal vez vaya con vosotros a tomar modos, haría mejor en dejar tranquilo a Slim.
una copa, pero no voy a gastar dos y medio... Nadie sabe qué es capaz de hacer Slim.

22
John Steinbeck De ratones y hombres

—¿Cree que Slim está con su mujer, verdad? George, ¿por qué es igual de los dos lados?
—preguntó George. —No sé. Así es como las hacen. ¿Qué hacía
—Eso parece —opinó Whit—. Claro que no Slim en el granero cuando le viste?
es cierto. Al menos, no lo creo. Pero me gustaría —¿Slim?
ver la pelea, si se produce. Vamos... —Claro. Me dijiste que estaba en el granero
—Yo me quedo aquí —se resistió George—. y que te dijo que no acariciaras tanto los cacho-
No quiero mezclarme en esto. Lennie y yo que- rros.
remos juntar un poco de dinero. —Ah, sí. Tenía una lata de brea y un pincel.
Carlson terminó la limpieza de su pistola, No sé para qué.
guardó todo en la bolsa y colocó ésta bajo el ca- —¿Estás seguro de que esa mujer no entró,
mastro. igual que entró hoy aquí?
—Creo que yo voy a ver qué pasa —dijo. —No, no estuvo allí.
Candy seguía muy quieto, y Lennie, desde su George suspiró.
camastro, vigilaba cautelosamente a George. —A mí, que me den un burdel en el pueblo.
Cuando Whit y Carlson se hubieron marcha- Allí puede ir uno y emborracharse y librarse de
do y la puerta quedó cerrada tras ellos, George todo lo que le sobra en el cuerpo, y nada de líos.
se volvió hacia Lennie. Y uno ya sabe cuánto le va a costar. En cambio,
—¿Qué te ocurre? estas otras son como sentarse en un barril de
—No he hecho nada, George. Slim dice que pólvora.
por un tiempo es mejor que no ande tanto con Lennie escuchaba sus palabras admirado y,
esos cachorros. Slim dice que no les hace nin- al final, movió un poco los labios para seguir la
gún bien; por eso vine aquí. Me he portado bien, charla. George continuó:
George. —¿Te acuerdas de Andy Cushman, Lennie?
—Eso mismo te lo habría dicho yo —afirmó ¿Aquel que iba a la escuela?
George. —¿El hijo de aquella señora que hacía paste-
—Bueno, yo no les hacía daño. No hice más les para todos los chicos? —preguntó Lennie.
que tener a mi perrito sobre las rodillas, y aca- —Sí, ese mismo. No te olvidas de nada si se
riciarlo. trata de algo relacionado con comida.
—¿Viste a Slim en el granero? George estudió cuidadosamente su solitario.
—Claro que lo vi. Me dijo que era mejor que Puso un as separado de las demás cartas, y sobre
no acariciase más al perro. él apiló un dos, un tres y un cuatro.
—¿Viste a esa mujer? —Andy está en la cárcel ahora, y todo por
—¿La mujer de Curley? culpa de una de estas mujeres.
—Sí. ¿La viste entrar en el granero? Lennie tamborileó en la mesa con sus
—No. De todos modos nunca la he visto. dedos.
—¿No la has visto hablar con Slim? —¿George?
—No, no. Ni siquiera estuvo en el granero. —¿Eh?
—Bueno. Me parece que esos dos no van —George, ¿cuánto tiempo va a pasar hasta
a ver ninguna pelea. Si ves alguna pelea, no te que consigamos esos dos pedazos de tierra, para
metas. vivir como príncipes... y los conejos?
—Yo no quiero peleas —susurró Lennie. —No sé —repuso George—. Tenemos que
Se levantó de su camastro y se sentó a la juntar mucho dinero. Sé dónde hay un terreno
mesa, frente a George. Casi automáticamente, que podríamos conseguir, pero no lo regalan.
George barajó los naipes y extendió su mano de El viejo Candy se volvió lentamente en su
solitario. Procedía con una lentitud deliberada, cama. Tenía muy abiertos los ojos. Escrutó cui-
pensativamente. dadosamente a George.
Lennie tomó una carta y la miró detenida- —Cuéntame cómo va a ser, George —pidió
mente, luego la volvió y la miró de nuevo con Lennie.
expresión reconcentrada. —Ya te expliqué anoche cómo va a ser.
—Las dos mitades son iguales —dijo—. —Vamos... otra vez, George.

23
John Steinbeck De ratones y hombres

—Bueno, son unos diez acres —dijo Geor- Quizás seis o siete horas por día. Pero se acabó
ge—. Hay un molino de viento. Hay una peque- lo de cargar sacos de cebada durante once horas
ña cabaña y un gallinero. Tiene cocina, huerta, cada día. Y cuando llegue la cosecha, allí estare-
cerezas, manzanas, melocotones, albaricoques y mos nosotros para recogerla. Así sabremos qué
unas pocas fresas. Hay un espacio para cultivar resulta de lo que sembramos.
alfalfa, y bastante agua para el riego. Hay una —Y los conejos —adelantó Lennie ansiosa-
pocilga para los cerdos... mente—. Yo los cuidaré. Cuéntame cómo voy a
—Y conejos, George. hacerlo, George.
—No, ahora no hay sitio para los conejos, —Claro, vas a ir al campo de alfalfa con un
pero no me costaría mucho construir algunas saco. Vas a llenar el saco y a poner la alfalfa en
conejeras y tú podrías alimentar los conejos con las conejeras.
alfalfa. —Van a comer y comer, con esos dientes que
—Claro que sí —se animó Lennie—. Te tienen —dijo Lennie—. Yo les he visto hacerlo.
apuesto lo que quieras a que puedo. —Cada seis semanas, más o menos —pro-
Las manos de George dejaron de trabajar siguió George—, las conejas van a parir, y ten-
con las cartas. Su voz se iba haciendo cada vez dremos conejos de sobra para comer y vender. Y
más cálida. tendremos unas palomas para que hagan nido y
—Y podríamos tener unos cuantos cerdos. Yo vuelen cerca del molino, como lo hacían cuando
podría hacer un ahumadero como tenía mi abuelo era pequeño. —Miró absorto la pared, por enci-
y, cuando matáramos un cerdo, podríamos ahu- ma de la cabeza de Lennie—. Y todo sería nues-
mar la panceta y los jamones, y hacer embutido y tro, y nadie podría echarnos. Y si no nos gusta
todo lo demás. Y cuando los salmones remontaran un tipo, podremos decirle «Vayase de aquí», y
el río podríamos pescar más de cien y salarlos y tendrá que irse, qué diablos. Y si llega un amigo,
ahumarlos. Podemos guardarlos para el desayuno. tendremos un cama de más y le diremos: «¿Por
No hay nada más sabroso que el salmón ahuma- qué no pasas la noche aquí?». Y se quedará con
do. Cuando la fruta madurase, podríamos ponerla nosotros, qué diablos. Tendremos un perro de
en latas..., y tomates, que son fáciles de conservar. caza y un par de gatos, pero tienes que cuidar
Todos los domingos mataríamos un pollo o un co- que esos gatos no maten a los conejitos.
nejo. Tal vez tengamos una vaca o una cabra, y la Lennie respiró con fuerza.
crema de la leche es tan, pero tan espesa, que para —Déjalos que se acerquen a los conejos y les
cortarla habrá que usar cuchillo. romperé el pescuezo. Les... los aplastaré con un
Lennie lo miraba con ojos muy abiertos, y palo.
también el viejo Candy lo miraba. Lennie pre- Se calmó luego, pero continuó gruñendo
guntó suavemente. para sus adentros y amenazando a los futuros
—¿Podríamos vivir como príncipes? gatos que se atrevieran a molestar a los futuros
—Claro —afirmó George—. Tendríamos conejos.
toda clase de verduras, y si quisiéramos un poco George quedó absorto, extasiado ante su
de whisky podríamos vender unos huevos, o propio cuadro.
cualquier cosa, o un poco de leche. Viviríamos Cuando Candy habló, los dos se sobresalta-
allí. Ésa sería nuestra casa. Nada de andar de un ron como si hubiesen sido sorprendidos en un
lado para otro y comer lo que nos da un cocine- acto reprobable. Candy preguntó:
ro japonés. No señor, tendríamos nuestra propia —¿Sabes dónde hay un lugar así?
casa, y no dormiríamos en un barracón. George se puso inmediatamente en guardia:
—Háblame de la casa, George —rogó Len- —Supón que sí lo sé. ¿Tú qué tienes que ver
nie. con esto?
—Claro, vamos a tener una casita, con una —No necesitas decirme dónde está. Puede
habitación para nosotros. Una buena estufa de estar en cualquier parte.
hierro y en invierno mantendremos el fuego —Claro —admitió George—. Es cierto. Por
siempre encendido. No es demasiada tierra, de más que yo te indique, no lo podrías encontrar
modo que no tendremos que trabajar mucho. ni en cien años.

24
John Steinbeck De ratones y hombres

Candy prosiguió, excitado: Candy se sentó en el borde de su camastro.


—¿Cuánto piden por un lugar así? Se rascó nerviosamente el muñón del brazo.
George lo miró con recelo. —Hace ya cuatro años que perdí la mano
—Bueno, yo... podría conseguirlo por seis- —dijo—. Muy pronto me van a echar. En cuanto
cientos dólares. Los dos viejos que son los due- vean que no sirvo para barrer, me dejarán sin
ños no tienen un centavo, y la vieja tiene que trabajo. Tal vez si os doy mi dinero me dejaréis
operarse. Oye..., ¿qué te importa a ti esto? Tú no trabajar en la huerta, incluso después de que
tienes nada que ver con nosotros. no pueda moverme de viejo. Y lavaré los platos
—Yo no valgo mucho con una mano de y atenderé a las gallinas, y haré trabajillos por
menos —dijo Candy—. Perdí la mano aquí el estilo. Pero estaré en nuestra propia casa, y
mismo, en este rancho. Por eso me dan este tra- podré trabajar nuestra propia tierra. —Y agre-
bajo de barrer. Y me dieron doscientos cincuen- gó lastimosamente—: ¿Habéis visto lo que han
ta dólares por haber perdido la mano. Y tengo hecho con mi perro? Dicen que no servía para
otros cincuenta ahorrados en el banco. Son tres- nada. Cuando me echen, desearía que alguien
cientos, y tengo que cobrar otros cincuenta a fin me pegara un tiro. Pero no lo van a hacer. No
de mes. Escúchame... —Se inclinó ansiosamente tendré adonde ir, ni podré conseguir trabajo...
hacia George—. Supón que yo fuera con voso- Habré cobrado otros treinta dólares para cuan-
tros. Aportaría trescientos cincuenta dólares. do os vayáis.
No sirvo de mucho, pero podría cocinar y cui-
dar las gallinas y encargarme de la huerta. ¿Qué George se puso de pie.
te parece? —Lo haremos —afirmó—. Arreglaremos
George entrecerró los ojos. todo e iremos a vivir allí.
—Tengo que pensarlo. Siempre quisimos ha- Volvió a sentarse. Todos quedaron quietos,
cerlo los dos solos. todos subyugados por la belleza del plan, ocupa-
—Haré un testamento —aseguró Candy— y da cada mente en imaginar ese futuro en que su
dejaré mi parte a los dos en caso de que muera sueño se haría realidad.
porque no tengo parientes ni nada. ¿Tenéis algo George exclamó maravillado:
de dinero? Quizás podríamos comprar la finca —Imaginaos que llega un circo al pueblo
ahora mismo. o que hay una fiesta, o un partido de pelota, o
George escupió en el suelo para mostrar su cualquier cosa.
disgusto. El viejo Candy asintió silenciosamente, apre-
—Tenemos diez dólares entre los dos. —Pero ciando la idea.
luego pensativamente, agregó—: Escucha. Si —Pues iríamos y nada más —prosiguió
yo y Lennie trabajamos un mes y no gastamos George—. A nadie le pediríamos permiso. Di-
nada, tendremos cien dólares. Serían cuatro- ríamos «vamos al pueblo», e iríamos sin más.
cientos cincuenta dólares entre todos. Creo que No tendríamos más que ordeñar la vaca y tirar
con eso podríamos pagar la mayor parte. Enton- un poco de comida a los pollos...
ces tú y Lennie podríais ir y empezar a trabajar, —Y poner un poco de hierba para los cone-
y yo conseguiría un empleo para poder pagar el jos —interrumpió Lennie—. Yo no me olvidaré
resto, y vosotros podrías vender huevos y cosas nunca de darles de comer. ¿Cuándo podremos
así. hacerlo, George?
Todos quedaron en silencio. Se miraron uno —Dentro de un mes. Dentro de un mes, ni
a otro atónitos. Se estaba convirtiendo en reali- más ni menos. ¿Sabéis lo que voy a hacer? Voy
dad aquello en lo que nunca habían creído real- a escribir a los viejos para decirles que les com-
mente. George dijo con reverencia: praremos el campo. Y Candy les enviará cien
—¡Cielo santo! Creo que podríamos comprar dólares como paga y señal.
el campo. —Claro que sí —confirmó Candy—. ¿Hay
Tenía los ojos como fascinados. una buena cocina?
—Creo que podemos comprarlo —repitió —Claro. Hay un agradable fogón que funcio-
suavemente. na con carbón o leña.

25
John Steinbeck De ratones y hombres

—Yo voy a llevar mi cachorro —terció Len- Candy se sumó al ataque con alegría.
nie—. Apuesto a que le gustará estar allí, por —¡Guante lleno de vaselina! —exclamó como
Dios. asqueado.
Unas voces se acercaban a la puerta. Curley lo miró con rabia. Pero sus ojos pasa-
—No se lo contéis a nadie —recomendó ron sobre él y se fijaron en Lennie; y Lennie son-
George rápidamente—. Lo sabremos noso- reía todavía del deleite imaginando los detalles
tros tres y nadie más. Son capaces de echar- de su próximo hogar.
nos para que no podamos juntar el dinero. Curley se acercó a Lennie como un perro ra-
Vamos a seguir actuando como si tuviéramos tonero.
que cargar cebada el resto de la vida, y un día, —¿De qué diablos te ríes?
de repente, cobraremos el sueldo y nos mar- Lennie lo miró tontamente.
charemos. —¿Eh?
Lennie y Candy asintieron, sonriendo con Entonces estalló la ira de Curley.
deleite. —Vamos, hijo de perra. Levántate. No voy
—No se lo contéis a nadie... —repitió Lennie a dejar que un hijo de mala madre, por grande
para sí. que sea, se ría de mí. Te voy a enseñar quién es
—George —llamó Candy. el cobarde.
—¿Eh? Lennie miró a George con desespero, y luego
—Debería haber matado a ese perro yo se incorporó e intentó retroceder. Curley se ba-
mismo, George. No debí dejar que un extraño lanceaba sobre sus pies, dispuesto ya. Castigó a
matara a mi perro. Lennie con la izquierda, y luego descargó la de-
Se abrió la puerta. Slim entró, seguido por recha en su nariz. Lennie dio un grito de terror.
Curley, Carlson y Whit. Slim tenía las manos Le brotó sangre de la nariz.
negras de brea y el ceño fruncido de enojo. Cur- —George —gritó—. Dile que me deje en paz,
ley lo seguía, pegado a un codo. George.
—Bueno, Slim —dijo Curley—, no quise Retrocedió hasta quedar contra la pared,
decir nada malo. Sólo preguntaba. y Curley siguió, golpeándole el rostro. Lennie
—Bueno —contestó Slim—, ya ha pregun- conservaba las manos a los costados; estaba de-
tado demasiado. Me estoy hartando de tantas masiado aterrorizado para intentar defenderse.
preguntas. Si no puede cuidar a esa condenada George se había puesto de pie y gritaba:
mujer, ¿qué quiere que haga yo? Déjeme en paz. —Dale, Lennie. No dejes que te pegue.
—Sólo intentaba decirte que no quise moles- Lennie se cubrió la cara con sus enormes
tarte —insistió Curley—. Sólo creí que tal vez la manos y chilló aterrorizado.
habrías visto. —Dile que pare, George.
—¿Por qué no le manda que se quede en su Entonces Curley le atacó en el estómago, y le
casa, donde debería estar? —reprochó Carl- cortó la respiración.
son—. Si la deja andar entre los peones, no pasa- Slim se irguió de un salto.
rá mucho tiempo antes de que se encuentre en —El muy cobarde —gritó—. Ya me encarga-
un buen apuro. ré yo de él.
Curley giró velozmente sobre sus talones Pero George extendió una mano y contuvo
para mirar a Carlson. a Slim.
—Tú no te metas en esto, a menos que quie- —Espere un minuto —exclamó. Formó con
ras ir fuera. las dos manos una bocina en torno a la boca y
Carlson rió. gritó:
—Usted es un condenado cobarde —repu- —Golpéale, Lennie.
so—. Quiso asustar a Slim, y no lo consiguió. Lennie se quitó las manos de la cara y buscó
Slim fue quien lo asustó a usted. Es más cobar- a George con la mirada, y Curley le castigó los
de que un sapo. Me tiene sin cuidado que sea el ojos. La enorme cara estaba cubierta de sangre.
mejor peso ligero del país. Métase conmigo y le George gritó otra vez:
arrancaré la cabeza a puntapiés. —Te dije que le dieras.

26
John Steinbeck De ratones y hombres

Curley estaba balanceando el puño cuando Curley asintió.


Lennie se lo tomó. Al instante Curley saltaba —Bueno, escuche entonces —prosiguió
como un pez prendido de un anzuelo, perdido Slim—. Me parece que se ha aplastado la mano
su puño en la gran mano de Lennie. George co- en una máquina. Si no dice a nadie qué le ha pa-
rrió a través del cuarto. sado, nosotros no vamos a contarlo. Pero haga el
—Suéltalo, Lennie. Suéltalo. menor comentario o intente echar a este hom-
Pero Lennie miraba horrorizado al vencido bre, nosotros contaremos lo que pasó, y ya verá
hombrecito a quien tenía en su poder. Le corría cómo se reirán de usted.
la sangre por la cara; tenía un ojo herido y cerra- —No voy a contarlo —consintió Curley evi-
do por la hinchazón. George le pegó una y otra tando mirar a Lennie.
vez en la cara con la palma de la mano abierta, Resonaron afuera las ruedas de un carro.
pero Lennie seguía apretando el puño prisio- Slim ayudó a Curley a ponerse de pie.
nero. Curley estaba pálido y encogido ahora, y —Vamos, pues. Carlson lo va a llevar a un
su forcejeo se había debilitado. Estaba llorando, médico.
perdido su puño en la manaza de Lennie. Acompañó a Curley hasta la puerta. El ruido
George gritaba y gritaba. de las ruedas murió a lo lejos. Al cabo de un mo-
—Suéltale la mano, Lennie. ¡Suelta! Slim, ven mento, Slim entró de nuevo en el cuarto. Miró a
a ayudarme mientras todavía le quede algo de Lennie, agazapado todavía, lleno de temor, junto
mano a ése. a la pared.
De pronto Lennie aflojó la presión de su —Muéstrame las manos —pidió.
garra. Se quedó encogido, acobardado, junto a Lennie extendió las manos.
la pared. —Dios del cielo —exclamó Slim—, no me
—Tú me lo dijiste, George —se excusó lasti- gustaría que te enfadaras conmigo.
mosamente. —Lennie estaba asustado —interrumpió
Curley se sentó en el suelo, mirando con ex- George—. Nada más. No sabía qué hacer. Ya te
trañeza su mano aplastada. Slim y Carlson se in- dije hoy que a nadie le conviene pelear con él.
clinaron sobre él. Luego Slim se enderezó y miró No, creo que se lo dije a Candy.
a Lennie horrorizado. Candy asintió solemnemente.
—Tenemos que llevarle a un médico. Me pa- —Así es. Esta misma mañana, cuando Cur-
rece que tiene todos los huesos de la mano he- ley se metió con tu amigo, me dijiste: «Mejor
chos pedazos. haría en no jugar con Lennie, si sabe lo que le
—Yo no quise hacerle daño —lloriqueó Len- conviene». Eso fue lo que dijiste.
nie—. No quise lastimarlo. George se volvió hacia Lennie.
—Carlson —indicó Slim—, engancha el —Tú no tienes la culpa, Lennie. No tienes
carro de las provisiones. Lo llevaremos a Sole- por qué asustarte más. Hiciste sólo lo que te
dad y haremos que lo curen. dije. Tal vez será mejor que vayas al lavadero y
Carlson salió de prisa. Slim se volvió hacia el te limpies la cara. Estás horrible.
lloroso Lennie. Lennie sonrió con su boca magullada.
—Tú no tuviste la culpa —dijo—. Ese tipo —Yo no quise hacerle daño —dijo. Caminó
se la estaba buscando. Pero, ¡Jesús!, casi no le hacia la puerta, pero antes de cruzarla se vol-
queda mano. vió—. ¿George?
Slim salió y casi inmediatamente regresó —¿Qué te pasa?
con un cazo de lata lleno de agua. Lo acercó a la —¿Podré cuidar los conejos todavía?
boca de Curley. —Claro. No has hecho nada.
George preguntó: —No quise hacerle daño, George.
—Slim, ¿nos echarán ahora? Necesitamos el —Bueno, sal de una vez y lávate esa cara.
dinero. ¿Nos echará el padre de Curley?
Slim sonrió con acritud. Se arrodilló junto a
Curley.
—¿Le queda sentido bastante para escuchar?

27
John Steinbeck De ratones y hombres

Capítulo 5 tanto en su cara, que por esa misma profundi-


dad parecían resplandecer intensamente. Tenía
el magro rostro surcado por hondas arrugas ne-
Crooks, el peón negro, tenía su camastro en gras, y labios finos, estirados por el dolor, más
el cuarto de los arneses, un pequeño cobertizo pálidos que la cara.
que sobresalía de la pared del granero. A un lado Era sábado por la noche. A través de la puer-
del cuartito había una ventana cuadrada, con ta que daba al granero llegaba el sonido de ca-
cuatro vidrios, y en el extremo opuesto una es- ballos en movimiento, de patas agitadas, de
trecha puerta, hecha con tablas, que daba al gra- dientes mordiendo el heno, del rechinar de las
nero. El camastro de Crooks era un largo cajón cadenas de los ronzales. En el cuarto del peón,
lleno de paja, sobre el cual estaban extendidas una lamparilla eléctrica derramaba una escasa
sus mantas. De unas clavijas fijadas a la pared, luz amarillenta.
junto a la ventana, colgaban rotos arneses en Crooks estaba sentado en su camastro. Por
trámite de ser arreglados y tiras de cuero nuevo. atrás, los faldones de la camisa salían fuera de
Bajo la misma ventana, una banqueta para las los pantalones. En una mano sostenía un frasco
herramientas de talabartería, curvos cuchillos y de linimento, y con la otra se frotaba la espalda.
agujas y ovillos de hebra de hilo, y un pequeño De vez en cuando vertía unas gotas de linimento
remachador de mano. Asimismo colgaban de en su mano de palma rosada y la metía bajo la
las clavijas fragmentos de arneses, un collarín camisa para volver a frotar. Encorvaba los mús-
roto, que mostraba el relleno de crin, una pe- culos de la espalda y se estremecía.
chera partida y una cadena de tiro con su forro Silenciosamente apareció Lennie por la puer-
de cuero también roto. Crooks tenía el cajón ta abierta y se detuvo allí mirando hacia adentro,
de manzanas que le servía de estante sobre el bloqueando casi el hueco de la puerta con sus
camastro, y en él se apilaban gran variedad de grandes hombros. En un primer momento, Cro-
frascos de remedios, para él y para los caba- oks no le vio, pero al levantar la vista se quedó
llos. Había latas de grasa para los arneses y una tieso y en su rostro apareció una expresión de
sucia lata de brea con su pincel asomando por enojo. Su mano, oculta bajo la camisa, apareció
el borde. Y dispersos por el piso muchos efectos otra vez.
personales; porque Crooks, por vivir solo, podía Lennie sonrió con expresión desventurada
dejar sus cosas sin cuidado, y por ser peón del en un intento de demostrar amistad.
establo y lisiado, era más fijo que los demás en —No tiene derecho —exclamó bruscamente
el rancho y había acumulado más posesiones de Crooks— a entrar en mi habitación. Ésta es mi
las que podía transportar al hombro. habitación. Nadie excepto yo mismo tiene dere-
Crooks era dueño de varios pares de zapa- cho a estar aquí.
tos, unas botas de goma, un gran reloj desper- Lennie tragó saliva y su sonrisa se hizo más
tador y una escopeta de un cañón. Y tenía tam- aduladora.
bién varios libros: un maltrecho diccionario y —No hago nada. Sólo he venido a ver mi ca-
un estropeado y roto ejemplar del código civil chorro. Y entonces he visto luz aquí —explicó.
de California de 1905. Había unas revistas muy —Bueno, tengo derecho a encender la luz.
gastadas y algunos libros sucios en un estante Tiene que marcharse de mi cuarto. A mí no me
especial sobre el camastro. De un clavo en la dejan estar en el barracón y yo no le dejaré estar
pared, sobre la cama, pendía un par de grandes aquí.
anteojos con armazón de oro. —¿Por qué no le dejan estar allí? —preguntó
El cuarto estaba barrido y bastante limpio, Lennie.
porque Crooks era un hombre orgulloso, soli- —Porque soy negro. Allí juegan a las cartas,
tario. Guardaba las distancias, y exigía que los pero yo no puedo jugar porque soy negro. Dicen
demás también lo hicieran. Su cuerpo estaba do- que huelo mal. Bueno, yo le digo que para mí
blado hacia la izquierda a causa de una fractura todos ustedes tienen mal olor.
de la columna vertebral, y sus ojos se ahondaban Lennie movió las grandes manos tristemen-
te.

28
John Steinbeck De ratones y hombres

—Todos se han ido al pueblo —informó—. —Loco, completamente loco —repitió Cro-
Slim y George y todos. George dice que tengo oks—. Hace bien el hombre que viaja con usted
que quedarme aquí y no meterme en líos. Yo vi en tenerlo lejos.
esta luz. Lennie repuso suavemente:
—Bueno, ¿qué quiere? —No estoy mintiéndole. Eso es lo que vamos
—Nada. Vi esta luz y creí que podría entrar a hacer. Vamos a comprar una casa y un terreno
un rato a sentarme. y viviremos como príncipes.
Crooks miró fijamente a Lennie y estiró una Crooks se arrellanó más cómodamente en su
mano hacia atrás; recogió los anteojos y los ajus- lecho.
tó en las rosadas orejas, y volvió a mirar. —Siéntese —volvió a invitar—. Siéntese ahí,
—No sé qué viene a hacer al pajar, de todos en el cajón de los clavos.
modos —se quejó—. Usted no tiene nada que Lennie se sentó encogido en el cajoncito.
ver con los caballos. Usted es cargador de sacos —Usted cree que es mentira —dijo—. Pero
y no tiene por qué venir aquí. Nada tiene que no es mentira. Todo lo que digo es verdad, puede
hacer con los caballos. preguntárselo a George.
—El perrito —repitió Lennie—. Vine a ver a Crooks apoyó el oscuro mentón en la rosada
mi perrito. palma.
—Bueno, vaya a ver su perrito, entonces. No —¿Usted viaja siempre con George, verdad?
se meta donde no le llaman. —Claro. Yo y él vamos juntos a todas par-
Lennie perdió su sonrisa. Avanzó un paso tes.
dentro de la habitación, pero luego recordó las —A veces —prosiguió Crooks— él habla y
instrucciones de George y retrocedió hasta la usted no sabe de qué demonios está hablando.
puerta. ¿No es cierto? —Se inclinó hacia adelante, hora-
—Los estuve mirando un poco. Slim dice dando a Lennie con sus ojos profundos—. ¿No
que no debo acariciarlos demasiado. es así?
—Bueno, pero no ha hecho más que sacarlos —Sí..., a veces.
de la paja todo el tiempo. No sé cómo la perra no —¿Habla y habla y usted no sabe de qué dia-
los lleva a otro sitio. blos habla?
—Oh, la perra me deja. No le importa —dijo —Sí..., a veces. Pero... no siempre.
Lennie, que había entrado nuevamente en el Crooks se inclinó aún más hacia adelante
cuarto. sobre el borde del camastro.
Crooks frunció el ceño, pero la apaciguadora —Yo no soy un negro del Sur —continuó—.
sonrisa de Lennie lo venció. Nací aquí mismo, en California. Mi padre tenía
—Vamos, entre y siéntese un rato —invitó un criadero de gallinas, unas cinco hectáreas.
Crooks—. Ya que no quiere irse y dejarme tran- Los niños, los blancos, iban a jugar allí conmi-
quilo, puede sentarse. —Su tono era un poco go, y a veces yo iba a jugar a casa de ellos; algu-
más amistoso—. Todos los muchachos se nos eran muy buenos. A mi padre no le gusta-
fueron al pueblo, ¿eh? ba. Hasta mucho tiempo después no supe por
—Todos menos el viejo Candy. Está ahí sen- qué no le gustaba. Pero ahora lo sé. —Vaciló, y
tado en el cuarto grande, afilando el lápiz una y cuando volvió a hablar su voz era más suave—:
otra vez y haciendo cuentas. No había otra familia de color en muchas le-
Crooks se ajustó los anteojos. guas a la redonda. Y ahora sólo hay un hombre
—¿Cuentas? ¿Qué cuentas hace Candy? de color en este rancho y una familia en Sole-
Lennie gritó casi: dad. —Soltó una carcajada—. Si yo digo algo, no
—Hace cuentas con los conejos. importa nada, porque no es más que un negro
—Usted está loco. Más loco que una cabra. quien habla.
¿De qué conejos me está hablando? —¿Cuánto tiempo le parece —preguntó Len-
—Los conejos que vamos a comprar; yo nie— que tardarán esos cachorros en ser bas-
tengo que cuidarlos, y cortar la hierba y darles tante grandes para acariciarlos bien?
agua, y todo lo demás. Otra vez rió Crooks de nuevo.

29
John Steinbeck De ratones y hombres

—Uno puede hablar con usted y estar seguro Los ojos de Crooks perforaron los suyos.
de que no repetirá nada. Dentro de un par de se- —¿Quiere que le diga lo que pasará? Lo lleva-
manas esos cachorros ya serán grandes. George rán al manicomio, lo atarán del pescuezo, como
sabe lo que se hace. Habla, y usted no comprende a un perro.
nada. —Se inclinó hacia adelante en su excita- De pronto los ojos de Lennie quedaron fijos,
ción—. Yo no soy más que un negro, y un negro y quietos, y furiosos. Se incorporó y caminó con
con la espalda rota. Lo que yo digo no importa, actitud amenazadora hacia Crooks.
¿entiende? De todos modos, no va a poder acor- —¿Quién hirió a George? —preguntó.
darse. Muchas veces lo he visto: un hombre habla Crooks intuyó el peligro que se acercaba. Se
con otro, y no le importa si éste no lo oye o no lo encogió en su camastro, para no quedar enfren-
comprende. La cuestión es hablar o, incluso, que- tado a Lennie.
darse callado, sin hablar. Eso no importa, no im- —No hacía más que suponer cosas —se ex-
porta nada. —Su excitación había crecido hasta cusó—. George no está herido. Está bien. Volve-
tal punto que ahora se golpeaba la rodilla con la rá pronto.
mano—. George puede decir cualquier disparate, Lennie estaba de pie, enorme, junto a él.
es lo mismo. El caso es poder hablar. La cuestión —¿Para qué habla, entonces? No voy a per-
es estar con otro hombre. Eso es todo. mitir que nadie diga que George está herido.
Hizo una pausa. Después su voz se tornó Crooks se quitó los lentes y se frotó los ojos
suave y persuasiva. con los dedos.
—Suponga que George no vuelve. Suponga —Siéntese —dijo—. George no está herido.
que se ha ido y no vuelve. ¿Qué haría usted? Lennie volvió refunfuñado a su asiento en el
La atención de Lennie se centró poco a poco cajón de clavos.
en lo que había oído. —Nadie va a decir que George está herido
—¿Qué? —preguntó. —masculló.
—Dije que se imagine que George fue esta —Tal vez —continuó suavemente Crooks—,
noche al pueblo; y usted no vuelve a saber nada tal vez comprenda ahora. Usted tiene a George.
de él. —Crooks lo apremió saboreando esta es- Sabe que va a volver. Pero suponga que no tuvie-
pecie de victoria privada—. Imagíneselo —repi- ra a nadie. Suponga que no pudiera ir al cuarto
tió. de los peones a jugar a las cartas por ser negro.
—No, no va a hacer eso —gritó Lennie—. ¿Le gustaría? Suponga que tuviera que sentar-
George no haría una cosa así. Hace mucho se aquí y leer, y leer. Claro que podría jugar a
tiempo que conozco a George. Esta noche va a las herraduras hasta el anochecer, pero después
volver... —Pero la duda era demasiado para él—, tendría que leer. Los libros no sirven. Un hom-
¿No le parece que volverá? bre necesita a alguien, alguien que esté cerca.
El rostro de Crooks se iluminó con el placer Uno se vuelve loco si no tiene a nadie. No im-
que le producía su tortura. porta quién es el otro, con tal de que esté con
—Nadie puede decir qué va a hacer otro hom- uno. Le digo —gritó—, le digo que uno se ve tan
bre —observó con calma—. Digamos que quiere solo que se pone enfermo.
volver y no puede. Imagínese que lo matan o lo —George va a volver —se tranquilizó Lennie
hieren, y no puede volver. con voz asustada—. Tal vez haya vuelto ya. Tal
Lennie hizo un esfuerzo por comprender. vez debería ir a ver.
—George no va a hacer eso —repitió—. Geor- —No quise asustarle —afirmó Crooks—.
ge es muy cuidadoso. No lo van a herir. Nunca George va a volver. Yo hablaba por mí, solamen-
se ha herido porque es muy cuidadoso. te. Uno se sienta aquí, solo, toda la noche, le-
—Bueno, pero imagine, imagine, nada más, yendo unos libros, o pensando, o haciendo cual-
que no vuelve. ¿Qué haría usted, entonces? quier otra cosa. A veces se pone uno a pensar, y
La cara de Lennie se arrugó por efecto de la no tiene a nadie que le diga sí o no. Quizás, si ve
aprensión. algo, no sabe si está bien o mal. No puede pre-
—No sé. Oiga, ¿qué quiere? —gritó—. No es guntar a nadie si también ha visto lo mismo. No
cierto. George no está herido. puede hablar. No tiene con qué comparar. Yo he

30
John Steinbeck De ratones y hombres

visto muchas cosas aquí. Y no estaba borracho. Se puso en pie dolorosamente y avanzó hasta
No sé si estaba dormido. Si hubiera habido un la puerta.
hombre conmigo, podría decirme si estaba dor- —¿Es usted, Slim? —llamó.
mido, y todo estaría bien. Pero no lo sé. Le respondió la voz de Candy.
Crooks miraba a través del cuarto, ahora, —Slim fue al pueblo. Oye, ¿has visto a Lennie?
hacia la ventana. —¿Ese grandullón?
—George no se va a ir —exclamó Lennie —Sí. ¿No lo has visto por aquí?
lastimeramente—. No me va a dejar. Yo sé que —Está dentro —indicó brevemente Crooks.
George no va a hacer eso. Volvió a su camastro y se tendió.
El peón del establo continuó con expresión Candy apareció en el umbral rascándose el
soñadora: pelado muñón y mirando a ciegas el cuarto ilu-
—Recuerdo cuando era chico, en la casa de minado. No intentó entrar.
mi padre. Tenía dos hermanos. Estaban siempre —Óyeme, Lennie. He estado haciendo cuen-
conmigo, siempre. Dormíamos en la misma ha- tas con esos conejos.
bitación, en la misma cama, los tres. Teníamos Crooks interrumpió irritado:
un terreno con fresas. Teníamos un campo de —Puede entrar, si quiere.
alfalfa. En las mañanas soleadas solíamos soltar Candy parecía incómodo.
las gallinas en la alfalfa. Mis hermanos se senta- —No sé. Claro, que si tú quieres...
ban en la alambrada para mirarlas: eran gallinas —Vamos, entre. Si todo el mundo se mete
blancas. aquí también puede entrar usted. —Le era difí-
Gradualmente la atención de Lennie volvió cil ocultar su placer con muestras de ira.
hacia lo que estaba oyendo. Candy entró, pero seguía sintiéndose incó-
—George dice que vamos a tener alfalfa para modo.
los conejos. —Es un bonito cuartito éste —ponderó—.
—¿Qué conejos? Debe de ser agradable tener un cuarto para uno
—Vamos a tener conejos, y un campo plan- solo, como éste.
tado de fresas. —Naturalmente —afirmó Crooks con iro-
—Está loco. nía—. Y un montón de estiércol bajo la ventana.
—Pero es cierto. Pregúnteselo a George. Claro, es muy agradable.
—Está loco —volvió a decir desdeñosamente Lennie intervino:
Crooks—. He visto más de cien hombres venir —¿Qué decías de los conejos?
por los caminos a trabajar en los ranchos, con Candy se apoyó contra la pared, junto al co-
sus hatillos de ropa al hombro, y esa misma idea llarín roto, y siguió rascándose el muñón.
en la cabeza. Cientos de ellos. Llegan y trabajan —Hace muchos años que estoy aquí. Y Cro-
y se van; y cada uno de ellos tiene un terrenito en oks también está aquí hace mucho. Ésta es la
la cabeza. Y ni uno solo de esos condenados lo primera vez que entro en su cuarto.
ha logrado jamás. Es como el cielo. Todos quie- —No son muchos los hombres —dijo som-
ren su terrenito. He leído muchos libros aquí. bríamente Crooks— que entran en el cuarto de
Nadie llega al cielo, y nadie consigue su tierra. un hombre de color. Aquí no ha entrado nadie
La tienen en la cabeza, nada más. No hacen más más que Slim. Slim y el patrón.
que hablar de eso, siempre, siempre, pero sólo lo Candy cambió rápidamente de tema.
tienen en la cabeza. —Slim es el mejor mulero que he conocido.
Hizo una pausa y miró hacia la puerta abier- Lennie se inclinó hacia el viejo barrendero.
ta, porque los caballos se movían inquietos y re- —Esos conejos... —insistió.
picaban las cadenas de los ronzales. Un caballo —Ya lo tengo calculado —sonrió Candy—.
relinchó. Podemos ganar algo de dinero con esos conejos
—Creo que alguien anda por ahí —observó si sabemos hacer las cosas.
Crooks—. Quizá sea Slim. A veces Slim viene —Pero yo tengo que cuidarlos —interrum-
dos o tres veces por la noche. Slim es un verda- pió Lennie—. George dice que yo los voy a cui-
dero mulero; cuida bien a sus animales. dar. Me lo prometió.

31
John Steinbeck De ratones y hombres

Crooks los interrumpió brutalmente. No soy tan lisiado como para no poder trabajar
—Ustedes no hacen más que engañarse. No como cualquier hijo de vecino si me da la gana.
hacen más que hablar y hablar, pero no van a —¿Alguno de vosotros ha visto a Curley?
tener nunca esa tierra. Usted va a seguir barrien- Los tres giraron la cabeza hacia la puerta.
do aquí hasta que lo saquen en un cajón con los Allí estaba la mujer de Curley. Tenía la cara muy
pies por delante. Diablos, he visto ya a muchos arreglada. Los labios, levemente abiertos. Respi-
como ustedes. Lennie, éste, se irá del rancho y raba hondamente, como si hubiese venido co-
volverá al camino dentro de dos, tres semanas. rriendo.
Parece como si todos tuvieran un terreno en la —Curley no ha estado por aquí —contestó
cabeza. ásperamente Candy.
Candy se frotó iracundo la mejilla. La mujer permaneció quieta en la puerta,
—Bien sabe Dios que es cierto. George dice sonriendo un poco, frotándose las uñas de una
que lo podemos hacer. Ya tenemos el dinero; lo mano con el pulgar y el índice de la otra. Y sus
tenemos ahora. ojos recorrieron todas las caras de una en una.
—¿Sí? —dijo Crooks—. Y ¿dónde está Geor- —Dejaron solamente a los que no sirven —
ge? En el pueblo, con mujeres. Allí es donde va dijo por fin—. ¿Creéis que no sé adonde han ido?
a dar ese dinero. Jesús, muchas veces he visto lo Hasta Curley. Sé muy bien adonde han ido.
mismo. He visto demasiados hombres con sus Lennie la miraba fascinado; pero Candy y
tierras en la cabeza. Pero nunca llegan a poner Crooks tenían fruncido el ceño y gachas las ca-
las manos en la tierra. bezas, evitando la mirada femenina.
—Claro que todos quieren lo mismo —ex- —Entonces, si ya lo sabe —repuso Candy—,
clamó Candy—. Todos quieren un terrenito, ¿por qué viene a preguntarnos dónde está Cur-
no mucho. Sólo algo que sea de uno. Un lugar ley?
en donde uno pueda vivir sin que lo echen. Yo Ella lo miró como divertida.
nunca he tenido un campo. He sembrado para —Es raro —dijo—. Si encuentro a un hom-
casi todos los dueños de tierra en este estado, bre, cualquiera, y está solo, me llevo muy bien
pero no eran mías esas siembras y, cuando las con él. Pero en cuanto dos de vosotros estáis
cosechas estaban listas, yo mismo las recogía, juntos, ya no queréis ni hablar. Os enfadáis y se
tampoco eran mías. Pero ahora es distinto, y acabó.
tienes que creernos. George no se ha llevado el Dejó caer los brazos y apoyó las manos en las
dinero. El dinero está en el banco. Yo y Lennie caderas.
y George. Vamos a tener un cuarto para dormir. —Todos os tenéis miedo, eso es lo que pasa.
Vamos a tener un perro, y conejos, y gallinas. Todos tenéis miedo de que los demás os hagan
Vamos a plantar maíz, y tal vez tengamos una algo.
vaca o una cabra. Al cabo de una pausa intervino Crooks:
Se detuvo, abrumado por su pintura. —Tal vez debería irse a su casa en seguida.
—¿Dice que ya tienen el dinero? No queremos líos.
—Claro que sí. Casi todo. No nos falta más —Bueno, yo no hago nada. ¿Acaso creéis que
que un poco. Dentro de un mes lo tendremos no me gusta hablar con alguien de vez en cuan-
todo. Y George ya ha elegido el terreno, tam- do? ¿Creéis que me gusta estar siempre metida
bién. en esa casa?
Crooks dobló un brazo y se exploró la espal- Candy apoyó el muñón de su muñeca en una
da con la mano. rodilla y lo frotó suavemente con la mano. Con-
—Nunca he visto a un tipo que lo consiguie- testó, luego, en tono acusador:
ra —aseguró—. He visto hombres que estaban —Usted tiene marido. No tiene por qué me-
casi locos de tanto desear tierra propia, pero terse con los demás, siempre causando compli-
cada vez las mujeres o los naipes se llevaban el caciones.
dinero. —Vaciló un poco—. Si... si ustedes qui- La mujer se encolerizó.
sieran alguien que trabajara sin sueldo, sólo por —Claro que tengo marido. Todos lo habéis
casa y comida, yo podría ir a echarles una mano. visto. Un hombre formidable, ¿verdad? Se pasa

32
John Steinbeck De ratones y hombres

todo el tiempo diciendo lo que va a hacer con los a buscar otro trabajo tan apestoso como éste.
tipos que no le gustan; y nadie le gusta. ¿Creéis No sabe que tenemos nuestro propio rancho,
que me voy a quedar metida en esa casita y es- nuestra casa. No tenemos por qué quedarnos
cuchar qué va a hacer Curley? Dos fintas con la aquí. Tenemos una casa y gallinas y frutales y un
izquierda, y después la derecha, esa derecha de campo cien veces más bonito que éste. Y tene-
antes, bien fuerte. «Uno-dos —dice—. El uno- mos amigos; eso es lo que tenemos. Tal vez hubo
dos famoso, y al suelo el tipo.» un tiempo en que nos asustaba que nos echaran,
Hizo una pausa y su rostro perdió el enfado pero ahora no. Tenemos nuestra propia tierra, y
y expresó interés. es nuestra, y podemos vivir en ella.
—Decidme..., ¿qué le ha pasado a Curley en La mujer de Curley se rió de él.
la mano? —¡Qué disparate! —exclamó—. Conozco
Hubo un silencio incómodo. Candy dirigió bien a los hombres como vosotros. Si tuvierais
una mirada a Lennie. Luego tosió. una moneda ya habríais ido a comprar alcohol,
—Pues... Curley... metió la mano en una má- y estaríais lamiendo hasta el fondo del vaso. Os
quina, señora. Se rompió la mano. conozco bien.
La mujer los miró durante un instante y El rostro de Candy había ido enrojeciendo
luego soltó una carcajada. progresivamente pero, antes de que la mujer
—¡Bah! ¡Cuentos! ¿Creéis que me podéis en- terminara de hablar, ya había conseguido domi-
gañar? Lo que pasa es que Curley quiso hacer narse. Era dueño de la situación.
algo y no pudo. Con una máquina..., ¡tonterías! —Debía haberlo supuesto —continuó sua-
Si desde que se rompió la mano no ha dicho una vemente—. Tal vez sea mejor que haga revolear
sola vez cómo va a lanzar su uno-dos... ¿Quién sus faldas por otro sitio. No tenemos nada que
le rompió la mano? decirle, nada. Sabemos lo que somos y lo que te-
Candy repitió empecinadamente: nemos, y nos importa muy poco si usted lo sabe
—Se la lastimó con una máquina. o no. De manera que lo mejor sería que se mar-
—Bueno —dijo despreciativa la mujer—. chara de una vez, porque tal vez no le guste a
Bueno, tápalo, si quieres. ¿Qué me importa? Os Curley que su mujer esté en el granero con unos
creéis que sois muy buenos. ¿Qué pensáis que pobres peones.
soy yo, una criatura...? Os digo que podría estar Miró la mujer de un rostro a otro, y todos
trabajando en el teatro. Y no en cualquier cosa. estaban cerrados para ella. Y miró más deteni-
Y un tipo me dijo que podía introducirme en el damente a Lennie, hasta que lo obligó a bajar
mundo del cine... —Había perdido el aliento a los ojos, abochornado. De pronto preguntó la
causa de la indignación—. Sábado por la noche. mujer:
Todo el mundo fuera. ¡Todo el mundo! Y yo, ¿qué —¿Cómo se lastimó así la cara?
hago yo? Aquí hablando con tres pobres peones, Lennie alzó la mirada culpable:
tres momias: un negro, un imbécil y un viejo —¿Quién..., yo?
piojoso... Y tengo que conformarme porque no —Sí, tú.
hay nadie más. Lennie volvió el rostro hacia Candy en busca
Lennie la miraba, semiabierta la boca. Cro- de auxilio, y después volvió a mirarse las rodi-
oks se había refugiado en la terrible dignidad llas.
protectora del negro. Pero se operó un cambio —Una máquina le rompió la mano —asegu-
en el viejo Candy. Se incorporó de pronto y vol- ró.
teó hacia atrás el cajón en que estaba sentado. La mujer de Curley se echó a reír.
—¡Basta! —vociferó enfurecido—. Usted no —Está bien, Máquina. Ya hablaré después
hace falta aquí. Ya le pedimos que se fuera. Y le contigo. Me gustan las máquinas.
digo que se equivoca cuando dice lo que somos Candy intervino.
nosotros. No tiene en esa cabeza de pájaro sesos —Usted deje a este hombre en paz. No se
bastantes para comprender que no somos po- meta con él. Voy a contarle a George todo lo que
bres peones. Háganos echar, si quiere. Haga la ha dicho. George no permitirá que se meta con
prueba. Cree que nos vamos a ir por los caminos Lennie.

33
John Steinbeck De ratones y hombres

—¿Quién es George? ¿Ese hombrecito que —Quiero que venga George —lloriqueó Len-
vino contigo? nie—. Quiero que vuelva George.
Lennie sonrió con alegría. Candy se acercó a él.
—Eso es —contestó—. Ése es George, y me —No te aflijas. Acabo de oírlos regresar.
va a dejar cuidar los conejos. George debe de estar ya en el cuarto de peones,
—Bueno, si todo lo que quieres es eso, yo po- con todos los demás. —Se volvió hacia la mujer
dría conseguirte también un par de conejos. de Curley—. Mejor haría en irse ahora —acon-
Crooks se puso de pie y se irguió frente a la sejó lentamente—. Si se va ahora, no le diremos
mujer. a Curley que estuvo aquí.
—Ya basta —cortó fríamente—. Usted no Ella lo escrutó fríamente.
tiene derecho a entrar en el cuarto de un hom- —No estoy muy segura de que los hayas oído
bre de color. No tiene derecho a acercarse si- volver.
quiera aquí. Ahora váyase, y váyase pronto. Si —Mejor es que me crea. Si no está segura,
no, voy a pedir al patrón que no la deje entrar váyase para no correr el riesgo.
más en este granero. Ella se volvió hacia Lennie.
Ella se volvió hacia el peón negro, llena de —Me alegro de que hayas golpeado un poco a
desprecio. Curley. Se lo estaba buscando. A veces yo misma
—Escucha, negro —dijo—. ¿Sabes lo que soy querría golpearlo.
capaz de hacer si vuelves a abrir la boca? Se deslizó por la puerta y desapareció en el
Crooks la miró con expresión desamparada; oscuro granero. Y mientras atravesaba el establo
luego se sentó en su camastro y se replegó den- repicaron las cadenas de los ronzales, y algunos
tro de sí mismo. caballos resoplaron y otros golpearon los cascos.
La mujer se le acercó. Crooks pareció salir lentamente de las capas
—¿Sabes lo que podría hacer yo? de protección en que se había refugiado.
Crooks pareció empequeñecerse y se apretó —¿Es cierto que oyó que volvían los mucha-
contra la pared. chos? —preguntó.
—Sí, señora. —Claro que los oí.
—Bueno, guarda las distancias entonces, —Bueno, yo no oí nada.
negro. Me sería tan fácil, tan condenadamente —La puerta dio un golpe hace un rato —in-
fácil hacerte colgar de un árbol que ya no sería formó Candy, y continuó—: Dios, qué poco
ni divertido. ruido hace esa mujer para moverse. Supongo
Crooks se había reducido a la nada. No había que tendrá mucha práctica.
personalidad, no había un yo: nada que desper- Crooks eludió ahora todo el tema.
tase gusto o disgusto. Repitió: —Tal vez será mejor que se vayan —sugi-
—Sí, señora. rió—. Me parece que no quiero que estén más
Y su voz no tenía tono. aquí. Un hombre de color debe tener algunos
Durante unos instantes siguió ella de pie a derechos, aunque no le gusten.
su lado, como si esperara que se moviese para —Esa perra —comentó Candy— no debió
poder fustigarle otra vez; pero Crooks estaba decirle eso.
totalmente quieto, desviados los ojos, retirado —No es nada —murmuró apagadamente
todo lo que podía ser herido. Por fin la mujer se Crooks—. Ustedes hicieron que olvidara, al venir
volvió hacia los otros dos. a sentarse aquí. Lo que ella dice es verdad.
El viejo Candy la miraba, fascinado. Los caballos resoplaron en el establo y las ca-
—Si llegara a hacer eso —dijo suavemente— denas repicaron, y una voz llamó:
nosotros lo contaríamos todo. —Lennie. Eh, Lennie. ¿Estás aquí?
—Contad, qué diablos —exclamó la mujer—. —Es George —gritó Lennie. Y respondió—:
Nadie os escucharía, y lo sabéis muy bien. Nadie Aquí, George. Aquí estoy.
os escucharía. Un segundo más tarde George aparecía en
Candy cedió. el umbral desde donde miró a su alrededor, con
—No... —convino—. Nadie nos escucharía. expresión de desaprobación.

34
John Steinbeck De ratones y hombres

—¿Qué estás haciendo en el cuarto de Cro- Capítulo 6


oks? No debías haber venido aquí.
Crooks asintió.
—Eso les dije, pero entraron de todos
modos.
—Bueno, ¿por qué no los echó a patadas?
—No me molestaban —repuso Crooks—. Un extremo del enorme granero estaba ocu-
Lennie es un buen tipo. pado por una alta pilada de heno nuevo y sobre
Candy reaccionó en ese momento: la pilada pendía la horquilla mecánica de cua-
—¡Ah, George! He estado haciendo cuentas tro puntas, suspendida de su polea. El heno caía
y cuentas. He calculado cómo podremos ganar como la ladera de una montaña hacia el otro ex-
dinero con esos conejos. tremo del granero y había un espacio al nivel del
George frunció el ceño. suelo sin ocupar todavía por la nueva cosecha.
—Me parece que os dije que no hablaseis de A los lados se veían los pesebres, y entre las ba-
eso con nadie. rras de cada uno se distinguían las cabezas de
—No hablamos más que con Crooks —ex- los caballos.
plicó Candy, alicaído. Era domingo por la tarde. Los caballos en
—Bueno —dijo George—, ahora los dos os descanso mordisqueaban las restantes hojas de
marcháis de aquí. Parece que no puedo dejaros heno, y golpeaban los cascos y mordían la ma-
solos ni un minuto, Dios mío. dera del pesebre y hacían sonar las cadenas de
los ronzales. El sol de la tarde penetraba por las
Candy y Lennie se pusieron de pie y fueron grietas de las paredes del granero y yacía en bri-
hacia la puerta. Crooks llamó: llantes paralelas sobre el heno. Había en el aire
—¡Candy! un zumbido de moscas, el perezoso susurro de
—¿Eh? la tarde.
—¿Se acuerda de lo que dije? ¿Del trabajo que Desde fuera llegaba el tañido de las herradu-
podía hacer yo? ras contra la estaca de juego y los clamores de
—Sí. Me acuerdo. los hombres, para jugar, para alentar, para mo-
—Bueno, olvídelo. No quise decir eso. Estaba farse. Pero en el granero había calma y zumbido
bromeando. No me gustaría ir a un sitio así. y pereza y calor.
—Bueno, bueno, si piensa eso... Buenas no- Sólo Lennie estaba en el granero; Lennie se
ches. había sentado en el heno junto a un cajón y bajo
Los tres hombres salieron. Al pasar por el un pesebre situado en el extremo del granero no
establo, los caballos resoplaron y repicaron las ocupado todavía por el heno. Lennie, sentado
cadenas de los ronzales. sobre el heno, miraba a un perrito muerto que
Crooks se sentó en su camastro, miró por un yacía frente a él. Lo miró largo rato, luego ex-
momento hacia la puerta y luego buscó el fras- tendió su mano enorme y lo acarició desde la
co de linimento. Se levantó la camisa hasta el cabeza a la cola.
cuello, vertió un poco de linimento en la rosada Y Lennie dijo suavemente al cachorrito:
palma y, estirando el brazo en una curva, empe- —¿Por qué has tenido que morirte? No eres
zó lentamente a frotarse la espalda. tan pequeño como los ratones. No te pegué muy
fuerte.
Dobló hacia atrás la cabeza del cachorro y si-
guió hablándole:
—Ahora quizá George no me deje cuidar los
conejos, si descubre que has muerto.
Excavó un hueco en la paja, metió en él al
cachorro y lo cubrió con heno hasta ocultarlo;
pero siguió mirando el montículo que había
hecho.

35
John Steinbeck De ratones y hombres

—Esto —continuó— no es algo tan malo con usted; que no hable con usted.
como para tener que esconderme en el matorral. —¿George —rió ella— te da órdenes para
¡Oh, no! No es para tanto. Le diré a George que todo?
te encontré muerto. Lennie bajó la vista hacia el heno.
Desenterró el cachorro y lo inspeccionó, y —Dice que no podré cuidar los conejos si
volvió a acariciarlo desde las orejas a la cola. Y hablo con usted o cualquier cosa.
continuó hablando acongojado. —George —opinó tranquilamente la mujer—
—Pero lo va a saber. George siempre sabe. tiene miedo de que Curley se enoje. Bueno, Curley
Me va a decir: «Tú lo mataste. No trates de en- tiene el brazo en cabestrillo..., y si se enoja, bien
gañarme». Y va a decir: «Ahora, no vas a cuidar puedes romperle la otra mano. No me van a enga-
los conejos». ñar con eso de que una máquina le pilló la mano.
De pronto, explotó su ira. Pero Lennie no cedía.
—¡Maldito seas! —exclamó—. ¿Por qué has —No, señora. No voy a hablar con usted, ni
tenido que ir y morirte? No eres tan pequeño nada.
como los ratones. Ella se arrodilló en el heno, a su lado.
Levantó el perrito y lo arrojó a lo lejos. Le —Escucha. Todos los muchachos están ju-
volvió la espalda. Se sentó, muy inclinado el gando un campeonato de herraduras. No son
busto sobre las rodillas, y murmuró: más que las cuatro. Ninguno de los muchachos
—Ahora no van a dejar que cuide de los co- va a dejar de jugar. ¿Por qué no puedo hablar
nejos. Ahora George no me va a dejar. contigo? Nunca hablo con nadie. Me siento tan
Se inclinó hacia adelante y atrás, meciéndose sola...
en su desventura. —Bueno —dijo Lennie—, pero yo no debo
Desde fuera llegaba el tañido de las herradu- hablar con usted, ni nada.
ras contra la estaca de hierro y luego un breve —Me siento muy sola. Tú puedes hablar con
coro de gritos. Lennie se incorporó y buscó el cualquiera, pero yo no puedo hablar más que
perrito, lo tendió en el heno y se sentó. Volvió a con Curley. Si no, se enfada. ¿Te gustaría no
acariciar al cachorro. poder hablar con nadie?
—No eras bastante grande —susurró—. Me —Bueno, pero yo no debo hablar. George
dijeron y me repitieron que todavía no eras gran- tiene miedo de que me meta en líos.
de. Yo no sabía que ibas a morir tan fácilmente. Ella cambió de tema.
Tomó entre sus dedos la fláccida oreja del —¿Qué es lo que has tapado ahí?
perrito. Entonces volvió a Lennie toda su pena.
—Quizá George no se enoje —se consoló—. —No es más que mi cachorro —murmuró
Este condenado hijo de perra no era nada para tristemente—. Mi cachorrito.
George. A lo mejor no le importa. Y quitó el heno que lo cubría.
La mujer de Curley apareció dando la vuelta —¡Pero, si está muerto!
al extremo del último pesebre. Caminaba muy —Era tan pequeño. Yo estaba jugando con él,
lentamente, de modo que Lennie no la vio. Lle- nada más..., y él hizo como para morderme... y
vaba su vistoso vestido de algodón y las chine- yo hice como que le pegaba... y... y le pegué. Y
las con rojas plumas de avestruz. Tenía la cara entonces se murió.
muy maquillada y sus bucles, como salchichas, —No te aflijas —le consoló la mujer—. Era
estaban dispuestos cuidadosamente. Llegó muy un perrito cualquiera. Puedes conseguir otro en
cerca de Lennie antes de que éste alzara la mi- cualquier parte. Los hay a montones.
rada y la viera. —No es eso —explicó Lennie lentamente—.
Lleno de pánico, Lennie echó heno sobre George no me dejará cuidar los conejos ahora.
el cachorro, con los dedos. Luego alzó hacia la —Por qué?
mujer su arisca mirada. —Porque me dijo que si hago más disparates
—¿Qué tienes ahí, hijito? —preguntó ella. no me va a dejar cuidar los conejos.
Lennie la miraba con enojo. Ella se le acercó más y le habló con voz con-
—George dice que no tengo nada que ver soladora.

36
John Steinbeck De ratones y hombres

—No te preocupes por hablar conmigo. Es- Curley. Lo conocí en el Palacio de la Danza esa
cucha cómo gritan los muchachos ahí fuera. misma noche. ¿Estás escuchándome?
Han apostado cuatro dólares en ese campeona- —¿Yo? Claro.
to. Ninguno de ellos va a venir hasta que termi- —Bueno. Esto no se lo he contado a nadie.
nen de jugar. Quizá no debiera confesártelo. Pero no me
—Si George me ve hablando con usted, me gusta ese Curley. No me gusta. —Y porque había
va a reñir mucho —dijo Lennie cautelosamen- puesto su confianza en Lennie, se acercó a él y se
te—. Él mismo me lo dijo. sentó a su lado—. Podría estar ahora en el cine
Se enfureció el rostro de la mujer. y tener bonitos vestidos, como tienen todas las
—¿Qué tengo yo? —gritó—. ¿No tengo dere- artistas. Y podría ir a esos hoteles tan grandes,
cho a hablar con nadie? ¿Qué os creéis que soy, y dejarme fotografiar. Y podría ir a los estrenos
pues? Tú eres un buen hombre. No sé por qué y hablar por radio y no me costaría un centavo
no puedo conversar contigo. No te hago ningún porque sería famosa. Y llevaría vestidos tan bo-
mal. nitos como los de todas ellas. Porque ese hom-
—Bueno, George dijo que nos va a meter en bre dijo que yo había nacido para artista.
un lío. Alzó la mirada hacia Lennie e hizo un pe-
—¡Bah, qué estupidez! ¿Qué mal te hago? Pa- queño ademán grandilocuente con el brazo y la
rece que a ninguno le importa cómo tengo que mano para demostrar su arte. Los dedos siguie-
vivir yo. Te digo que no estoy acostumbrada a ron a la muñeca doblada, y el meñique se separó
vivir así. Yo podía haber hecho otra vida. —Y exageradamente de los demás.
luego añadió sombríamente—: Quizás pueda Lennie suspiró hondo. Desde el exterior
todavía. —Y entonces sus palabras se derrama- llegó el tañido de una herradura sobre el metal,
ron en un pasión comunicativa, como si debiera y luego un coro de vítores.
apresurarse antes de que le arrebataran el oyen- —Alguien embocó la herradura —dijo la
te—. Yo vivía en Salinas, en el mismo pueblo. mujer de Curley.
Fui a vivir allí cuando era muy pequeña. Bueno, Se iba elevando ahora la luz, con el ocaso del
pasó una compañía de teatro y conocí a uno de sol, y sus rayos trepaban por las paredes y caían
los actores. Me dijo que podía ir con la compa- en los pesebres y en las cabezas de los caballos.
ñía. Pero mi madre no me dejó. Dice que era —Tal vez —susurró Lennie— si llevara este
porque yo tenía quince años solamente. Pero el perrito y lo tirara muy lejos, George no se ente-
hombre dijo que yo podía ir. Si hubiera ido, no raría. Y entonces podría cuidar los conejos.
estaría viviendo como ahora, puedes estar segu- —¿Tú no piensas más que en conejos? —in-
ro. quirió con rabia la mujer de Curley.
Lennie acarició y acarició su cachorro. —Vamos a tener un trozo de tierra —infor-
—Vamos a tener un pedazo de tierra... y co- mó pacientemente Lennie—. Vamos a tener una
nejos —explicó. casa y una huerta y un campo de alfalfa, y esa
—En otra ocasión —prosiguió ella rápida- alfalfa es para los conejos; y yo voy a coger un
mente con su relato, antes de que la interrumpie- montón de alfalfa para los conejos.
ra— conocí a un hombre que estaba en el cine. —¿Por qué te gustan tanto los conejos?
Fui al Palacio de la Danza con él. Me dijo que iba —preguntó ella.
a hacerme trabajar en el cine. Dijo que yo había Lennie tuvo que pensar cuidadosamente
nacido para artista. Tan pronto como volviera a antes de llegar a una conclusión. Se acercó cau-
Hollywood me iba a escribir. —Miró fijamente telosamente a la mujer, hasta quedar junto a
a Lennie para ver si estaba impresionado—. La ella.
carta nunca me llegó. Siempre he creído que mi —Me gusta acariciarlos. Una vez en una feria
madre la robó. Bueno, yo no iba a quedarme en vi unos de ésos con el pelo muy largo. Y eran
un lugar donde no podía ir a ninguna parte o bonitos, sí señor. A veces acaricio ratones, pero
llegar a ser alguien por mí misma y donde me sólo cuando no consigo algo mejor.
robaban las cartas. Le pregunté si me la había La mujer de Curley se separó un poco del
robado, y me dijo que no. Entonces me casé con hombre y opinó:

37
John Steinbeck De ratones y hombres

—Me parece que estás loco. —¡Oh! Por favor, no haga eso —volvió a
—No, no es cierto —explicó diligentemen- rogar—. George va a decir que hice un disparate.
te Lennie—. George dice que no estoy loco. Me No va a dejar que cuide los conejos. —Apartó un
gusta acariciar cosas bonitas, cosas suaves. poco la mano, y se oyó un áspero grito. Entonces
—Bueno —dijo la mujer, algo tranquiliza- Lennie se encolerizó—. Le he dicho que no. No
da—, ¿a quién no le gusta? A todo el mundo le quiero que grite. Me va a meter en un lío, como
gusta. A mí me gusta acariciar la seda y el ter- dijo George. No haga eso. —Y ella continuó lu-
ciopelo. ¿A ti te gusta tocar terciopelo? chando, con ojos desorbitados por el terror—.
—Cielos, claro que sí —repuso Lennie ale- No siga gritando —dijo Lennie, y la sacudió; y
gremente—. Y también tuve un poco, hace tiem- el cuerpo de la mujer se movió fláccidamente,
po. Una señora me dio un poco, y esa se ñora como el de un pez. Y luego quedó quieta, porque
era... mi tía Clara. Me lo regaló..., un pedazo así Lennie le había quebrado el cuello.
de grande. Me gustaría tener ahora ese tercio- Lennie la miró, y con mucho cuidado quitó
pelo. —Se le arrugó el ceño—. Lo perdí. Hace la mano de la boca, y ella quedó quieta.
mucho que no lo veo. —No quiero lastimarla —murmuró—, pero
—Estás loco de remate —se rió de él la mujer George se va a enfadar si la oye gritar.
de Curley—. Pero no eres malo. Como un niño Cuando advirtió que no le respondía ni se
grande. Pero una puede comprender lo que movía, se inclinó muy cerca de ella. Levantó el
dices. A veces, cuando me peino, me quedo brazo de la mujer y lo dejó caer. Por un instante
sentada acariciándome el cabello porque es tan pareció atónito. Y luego murmuró aterrorizado:
suave. —Para mostrar cómo lo hacía, se pasó los —He hecho algo malo. He vuelto a hacer
dedos sobre lo alto de su cabeza—. Hay quienes algo malo.
tienen el pelo muy áspero —comentó complaci- Con sus manazas cavó el heno hasta cubrir
da—. Como Curley. Tiene el pelo como alambre. en parte el cuerpo femenino. Desde afuera llegó
Pero el mío es bonito y sedoso. Claro que me lo un clamor de hombres y un doble tañido de
cepillo mucho. Por eso es bonito. Mira... pasa la herraduras sobre metal. Por primera vez tuvo
mano por aquí. —Tomó la mano de Lennie y se Lennie conciencia del exterior. Se agazapó en el
la llevó sobre la cabeza—. Toca aquí y verás qué heno y escuchó.
sedoso es. —Ahora sí que he hecho algo muy malo —
Los grandes dedos de Lennie empezaron a repitió—. No debía haber hecho eso. George se
acariciarle el cabello. va a enfadar. Y... me dijo... que me escondiera
—No me lo enredes —pidió la mujer. en el matorral hasta que él llegue. Se va a en-
—¡Oh, qué bonito! —exclamó Lennie, y aca- fadar. En el matorral hasta que él llegue. Eso
rició con más fuerza—. ¡Qué bonito! es lo que dijo. —Retrocedió y miró a la mujer
—Cuidado, que me lo vas a enredar. —Y muerta. El cachorro yacía junto a ella. Lennie
luego gritó furiosa la mujer—: Basta ya, me vas lo recogió—. Lo voy a tirar muy lejos. Con ésta
a enredar todo el cabello. —Echó bruscamente ya es suficiente. —Se puso el cachorro bajo el
a un lado la cabeza, y los dedos de Lennie se ce- chaquetón, avanzó agazapado hasta la pared
rraron en sus cabellos y los apretaron. del granero, y espió por las rendijas, hacia el
—¡Suelta! ¡Suéltame, te digo! juego de herraduras. Luego se deslizó hasta el
Lennie era presa del pánico. Se contorsionó extremo del último pesebre, dio la vuelta a éste
su rostro. Gritó entonces la mujer, y la otra mano y desapareció.
de Lennie se cerró sobre su boca y su nariz. Las líneas del sol estaban ya muy altas en la
—No, por favor —rogó—. ¡Oh! Por favor, no pared, y la luz era cada vez más leve en el grane-
haga eso. George se va a enojar. ro. La mujer de Curley yacía de espaldas, cubier-
Ella luchó violentamente bajo las manos ta a medias por el heno.
enormes. Lucharon sus pies sobre el heno, y La calma era total en el granero, y la quietud
se sacudió todo su cuerpo para liberarse; y por de la tarde había alcanzado al rancho. Incluso
debajo de la mano de Lennie surgió un chillido el sonido de las herraduras y las voces de los
ahogado. Lennie empezó a gritar de terror. hombres que jugaban parecían haberse vuelto

38
John Steinbeck De ratones y hombres

más suaves. El aire del granero era crepuscular Pero el granero estaba vivo ahora. Los caba-
adelantándose a la marcha del día exterior. Una llos coceaban y resoplaban, masticaban la paja
paloma entró volando por la puerta y luego de de sus camas, y hacían sonar las cadenas de sus
trazar un círculo se marchó volando. Rodeando ronzales. Al momento volvió Candy, pero ahora
el último pesebre se aproximó una perra oveje- con George.
ra, flaca y larga, con ubres pesadas, pendientes. —¿Para qué me has traído aquí? —preguntó
A mitad del camino hacia el cajón donde esta- George.
ban los cachorros captó el olor a muerte de la Candy señaló hacia la mujer de Curley. Geor-
mujer de Curley, y se le erizó el pelo a lo largo ge la miró con ojos muy abiertos.
del lomo. Dio un gemido, se acercó temerosa al —¿Qué le pasa? —preguntó. Se acercó más
cajón y saltó entre sus cachorros. y entonces repitió las palabras de Candy—: ¡Oh,
La mujer de Curley yacía cubierta a medias Dios! —Se puso de rodillas al lado del cuerpo
por el heno amarillo. La mezquindad y los pla- tendido. Le colocó una mano sobre el corazón.
nes, el descontento y el ansia de ser atendida ha- Y por fin, cuando se incorporó, lenta, tiesamen-
bían desaparecido de su rostro. Estaba muy bella te, su rostro estaba duro y prieto como madera,
y sencilla, y su cara era dulce y joven. Sus meji- y sus ojos estaban endurecidos.
llas pintadas y sus enrojecidos labios la hacían —¿Qué le ha pasado? —inquirió Candy.
parecer viva todavía, muy levemente dormida. —¿No te lo imaginas? —repuso George,
Los bucles, diminutos rollos, estaban tendidos mirando fríamente a Candy, quien guardó si-
sobre el heno tras la cabeza; los labios, entre- lencio—. Yo debía haberlo sabido —masculló
abiertos. George desesperanzado—. Tal vez allí, en lo más
Como a veces ocurre, en un momento dado hondo de mí mismo, lo sabía.
el tiempo se detuvo y ese momento duró más —¿Qué vamos a hacer ahora, George? —ex-
que cualquier otro. Y el sonido se detuvo, y el clamó Candy—. ¿Qué vamos a hacer?
momento se detuvo durante mucho tiempo, George tardó mucho en responder.
mucho más tiempo que un momento. —Creo..., tendremos que decírselo a los...
Luego, gradualmente, despertó otra vez el muchachos. Creo que vamos a tener que encon-
tiempo y prosiguió perezosamente su marcha. trarlo y encerrarlo. No podemos dejar que se es-
Los caballos golpearon los cascos del otro lado cape. El pobre diablo se moriría de hambre. —Y
de los pesebres e hicieron sonar las cadenas de luego trató de consolarse—. Tal vez lo encierren
los ronzales. Fuera, las voces de los hombres se y sean buenos con él.
hicieron más fuertes y más claras. Pero Candy afirmó, excitado:
Llegó la voz de Candy desde el extremo del —No, tenemos que dejar que se escape. Tú
último pesebre. no conoces a ese Curley. Curley querrá linchar-
—Lennie —llamó—. ¡Eh, Lennie! ¿Estás aquí? lo. Curley va a hacer que lo maten.
He estado haciendo más cuentas. Te diré lo que George miró los labios de Candy. Por fin
podemos hacer, Lennie. dijo:
Apareció el viejo Candy al rodear el último —Sí, es cierto. Curley va a querer que lo
pesebre. maten. Y los demás lo van a matar. —Y volvió la
—¡Eh, Lennie! —llamó otra vez; y entonces mirada a la mujer de Curley.
se detuvo, y su cuerpo se puso rígido. Frotó la Ahora Candy habló de su más grande
tersa muñeca contra la áspera barba blanca—. temor:
No sabía que usted estuviera aquí —dijo a la —Tú y yo podemos comprar el terreno, ¿ver-
mujer de Curley. dad, George? Tú y yo podemos ir y vivir bien allí,
Al no obtener respuesta, se acercó más. ¿verdad, George? ¿Verdad, George?
—No debería dormir aquí —expresó con Antes de que George respondiera, Candy
desaprobación; y entonces llegó a su altura y...—. dejó caer la cabeza y miró el heno. Ya sabía la
¡Oh, Dios! —Miró a su alrededor, azorado, y se respuesta.
frotó la barba. Luego saltó y salió rápidamente —Creo —murmuró George suavemente—
del granero. que yo lo sabía desde el primer momento. Creo

39
John Steinbeck De ratones y hombres

que ya sabía que jamás podríamos hacerlo. Le un canturreo. Y repitió, como una cantinela, las
gustaba tanto oír hablar de eso que yo llegué a palabras consabidas—: Si llega un circo o hay
pensar que quizás lo hiciéramos. un partido de pelota... podemos ir a verlo..., no
—Entonces, ¿se acabó todo? —preguntó hacemos más que decir «al diablo con el traba-
Candy, huraño. jo»... y vamos, sin más. No tenemos que pedir
George no respondió a la pregunta. Dijo, en permiso a nadie. Y podíamos tener una vaca y
cambio: gallinas... y en invierno... la cocina... y la lluvia
—Trabajaré todo el mes, cobraré mis cin- en el techo... y nosotros allí sentados. —Se cega-
cuenta dólares y me pasaré la noche entera entre ron sus ojos por las lágrimas, y se volvió, y salió
las mujeres de alguna casa piojosa. O me que- débilmente del granero, y al marchar se frotaba
daré en una sala de juego hasta que todos los la cerdosa barba con el muñón del brazo.
demás se vayan. Y entonces volveré y trabajaré Afuera se interrumpió el ruido del juego. Se
otro mes, y cobraré otros cincuenta dólares. alzaron voces interrogantes, hubo un estruendo
—Es tan bueno —ponderó Candy—. Es un de pies al correr y los hombres irrumpieron en el
hombre tan bueno... No creí jamás que podría granero. Slim y Carlson y el joven Whit y Curley,
hacer una cosa así. y Crooks más atrás, para quedar fuera de la aten-
—Lennie no lo hizo por maldad —aseguró ción de los otros. Candy llegó tras ellos y el últi-
George, que miraba todavía a la mujer de Cur- mo de todos fue George. George se había puesto
ley—. Muchas veces ha hecho cosas malas, pero su chaqueta de estameña azul y la había abro-
nunca por maldad. —Se irguió y miró a Candy— chado, y su negro sombrero estaba muy hundido
. Escúchame, ahora. Tenemos que decírselo a los sobre los ojos. Los hombres corrieron en torno al
muchachos. Supongo que lo querrán detener. No último pesebre. Sus ojos encontraron a la mujer
hay más remedio. Quizás no le hagan daño. —Y de Curley en la semioscuridad, se detuvieron
luego, bruscamente, añadió—: No voy a dejar todos y quedaron quietos y miraron.
que le hagan nada. Escucha, ahora. Los mucha- Luego Slim se acercó lentamente a la mujer,
chos pueden creer que yo estuve complicado en y le palpó la muñeca. Un dedo flaco tocó la me-
esto. Ahora me voy al cuarto de los peones. Tú jilla, y luego la mano bajó a la nuca levemente
sal dentro de un minuto y di a los muchachos lo torcida y los dedos exploraron el cuello. Cuando
que pasó, entonces yo vendré y haré como que Slim se irguió, los hombres se acercaron y el en-
no sé nada. ¿Lo harás como te he dicho? Así los canto quedó roto.
muchachos no pensarán que yo he participado Curley volvió de pronto a la vida.
en esto. —Yo sé quién ha sido —exclamó—. Ese
—Claro, George —asintió Candy—. Claro grandote maldito, ese hijo de perra fue quien la
que lo haré. mató. Yo sé que fue él. ¿Qué otro podía haber
—Bien. Dame un par de minutos, entonces, sido si todos los demás estaban allí, jugando a
y sal corriendo y di que acabas de encontrarla. las herraduras? —Su ira aumentó paulatinamen-
Ya me voy. te—. Pero ya se las verá conmigo. Voy a buscar
George se volvió y salió rápidamente del gra- la escopeta. Yo mismo lo mataré, maldito hijo
nero. El viejo Candy lo siguió con la vista. Des- de perra. Le abriré las tripas a tiros. Vamos, mu-
pués miró con expresión desesperanzada a la chachos.
mujer de Curley y, gradualmente, su pena y su Corrió desaforadamente fuera del granero.
ira cobraron vida: Carlson dijo:
—Perra maldita —exclamó rencorosamen- —Voy a buscar mi Luger. —Y también salió
te—. Ya conseguiste lo que querías, ¿verdad? corriendo.
Supongo que estarás contenta. Todos sabía- Slim se volvió lentamente hacia George.
mos que eras la ruina. No servías para nada. Y —Creo que fue Lennie —afirmó—. Tiene el
ahora no sirves para nada, perra piojosa. —Le cuello roto. Lennie es capaz de hacer eso.
acometió un sollozo y se le quebró la voz—. Yo George no respondió, pero asintió lentamen-
podía haber cuidado la huerta y lavado los pla- te con la cabeza. Tan metido tenía el sombrero
tos para ellos. —Hizo una pausa y prosiguió en sobre la frente, que le cubría los ojos.

40
John Steinbeck De ratones y hombres

—Tal vez —siguió Slim— haya sido como lo —No, yo voy también —repuso Curley, enro-
que ocurrió en Weed, como me contabas. jecida la cara—. Yo mismo le volaré las tripas a
George volvió a asentir. Slim suspiró: ese hijo de perra, aunque sea con una sola mano.
—Bueno, creo que tendremos que encon- Yo mismo lo voy a matar.
trarlo. ¿Dónde crees que habrá ido? —Entonces —dijo Slim volviéndose hacia
Pareció que George necesitaba un rato para Candy— quédate tú con ella, Candy. Los demás
hablar. podríamos ir saliendo ya.
—Habrá... habrá ido hacia el sur. Veníamos Todos empezaron a caminar. George se detu-
del norte, de modo que habrá ido para el sur. vo un momento junto a Candy y los dos miraron
—Creo que tendremos que encontrarlo —re- a la mujer muerta, hasta que Curley lo llamó:
pitió Slim. —¡Tú, George! Tienes que venir con noso-
George se acercó a él. tros, para que nadie crea que has tenido algo
—¿No podríamos traerlo aquí, quizás, y en- que ver con esto.
cerrarlo? Está loco, Slim. Esto no lo ha hecho George caminó lentamente tras los otros, y
por maldad. sus pies se arrastraban pesadamente.
—Sí, podríamos —asintió Slim—. Si consi- Y cuando todos se hubieron alejado, Candy
guiéramos inmovilizar aquí a Curley, podríamos se puso en cuclillas sobre el heno y escrutó la
hacerlo. Pero Curley va a querer matarlo. Curley cara de la mujer de Curley.
está furioso todavía por el asunto de su mano. E —¡Pobre diablo! —susurró dulcemente.
imagínate que lo encierran y lo atan y lo ponen El ruido de los pasos de los hombres se hizo
en una jaula. Eso sería peor, George. más lejano. El granero se oscurecía gradual-
—Ya lo sé —murmuró George—. Ya lo sé. mente y, en sus pesebres, los caballos movían las
Carlson entró corriendo. patas y hacían sonar las cadenas de los ronzales.
—Ese perro me ha robado mi Luger —gritó— El viejo Candy se tendió en el heno y se cubrió
. No está en la bolsa. los ojos con un brazo.
Curley lo seguía, y Curley llevaba una esco-
peta en la manó sana. Curley estaba calmado
ya.
—Bueno muchachos —dijo—. El negro tiene
una escopeta. Llévala tú, Carlson. Cuando lo
veas, no le tengas lástima. Tírale a las tripas.
—Yo no tengo armas —saltó Whit excitado. Capítulo 7
—Tú ves a Soledad y busca a la policía. Busca
a Al Wilts, que es el jefe. Vamos ya. —Curley
se volvió con expresión de sospecha hacia Geor- La honda laguna verde del río Salinas estaba
ge—. Tú vienes con nosotros, amigo. muy calmada a la caída de la tarde. El sol había
—Sí —consintió George—. Voy. Pero escu- dejado ya el valle para ir trepando por las lade-
che, Curley. Ese pobre diablo está loco. No lo ras de las montañas Gabilán, y las cumbres esta-
maten. No sabía lo que hacía. ban rosadas de sol. Pero junto a la laguna, entre
—¿Que no lo matemos? —exclamó Curley—. los veteados sicómoros, había caído una sombra
Tiene la pistola de Carlson. Está claro que vamos placentera.
a matarlo. Una culebra de agua se deslizó tersamente
—Tal vez Carlson haya perdido su pistola por la laguna, haciendo serpentear de un lado
—sugirió débilmente George. a otro el periscopio de su cabeza; nadó todo el
—Esta mañana la vi —aseguró Carlson—. largo de la laguna y llegó hasta las patas de una
No, me la han robado. garza inmóvil que estaba de pie en los bajíos.
Slim seguía mirando a la mujer. Por fin, se Una cabeza y un pico silenciosos bajaron como
dirigió a Curley: una lanza y tomaron a la culebra por la cabeza,
—Curley..., quizás sería mejor que usted se y el pico engulló el reptil mientras la cola de éste
quedara con su mujer. se agitaba frenéticamente.

41
John Steinbeck De ratones y hombres

Se dejó oír una lejana ráfaga de viento, y el —Te lo dije y te lo dije. Mil veces te dije:
aire se movió por entre las copas de los árboles «Obedece a George, porque es bueno y te cuida».
como una ola. Las hojas de sicomoro volvieron Pero tú nunca prestas atención. Siempre hacien-
hacia arriba sus dorsos de plata; las hojas par- do disparates.
duscas, secas, sobre la tierra, revolotearon un Y Lennie respondió:
poco. Y pequeñas ondas surcaron, en filas suce- —Le quise obedecer, tía Clara, señora. Quise
sivas, la verde superficie del agua. y quise. No pude evitarlo.
Tan rápido como había llegado, murió el —Nunca piensas en George —siguió la vie-
viento, y el claro quedó otra vez en calma. En los jecilla con la voz de Lennie—. Y él, siempre cui-
bajíos permanecía la garza, inmóvil y esperan- dándote. Cuando él consigue un trozo de torta, te
do. Otra culebrita de agua nadó por la laguna, da siempre la mitad. Y si hay salsa de tomate, te la da
volviendo de un lado a otro su cabeza de peris- toda.
copio. —Ya lo sé —murmuró Lennie lastimeramen-
De pronto apareció Lennie entre los mato- te—. Intenté portarme bien, tía Clara. Lo in-
rrales, tan en silencio como se mueve un oso al tenté y lo intenté.
acecho. La garza castigó el aire con sus alas, se Ella lo interrumpió:
alzó fuera del agua y voló río abajo. La culebrita —¡Y George podría pasarlo tan bien si no
se deslizó entre los juncos de la orilla. fuera por ti! Cobraría su sueldo y se divertiría
Lennie se acercó silenciosamente al borde de como un loco con las mujeres de cualquier pue-
la laguna. Se arrodilló y bebió, tocando apenas blo, y se pasaría la noche jugando a los dados y
el agua con los labios. Cuando un pajarito corrió al billar. Pero tiene que cuidarte a ti.
a saltos por las hojas secas a su espalda, irguió —Ya lo sé, tía Clara —gimió Lennie abru-
de repente la cabeza y buscó el origen del sonido mado de pena—. Me voy a ir a las montañas y
con ojos y oídos hasta que vio el ave, luego volvió encontraré una cueva y viviré allí para no darle
a inclinar la cabeza y a beber. más trabajo a George.
Cuando hubo terminado, se sentó en la —Sí, eso es lo que dices siempre —exclamó
orilla, dando el costado a la laguna de manera bruscamente la viejecilla—. No haces más que
que pudiera vigilar la entrada del sendero. Se decir eso, y bien sabes, condenado, que jamás lo
abrazó las rodillas y en ellas apoyó el mentón. vas a hacer. Te vas a quedar junto a él y vas a
Siguió trepando la luz fuera del valle y, al seguir haciendo de su vida un infierno, siempre,
irse, las cimas de las montañas parecieron en- siempre.
cenderse con un brillo creciente. —También podría irme —susurró Lennie—.
—No me olvidé, no señor —dijo suavemente George no me dejará cuidar los conejos ahora.
Lennie—. Diablos. Esconderme en el matorral Desapareció la tía Clara, y de la cabeza de
y esperar a George. —Tiró del ala del sombrero Lennie surgió un conejo gigantesco. Se sentó
para bajarlo más sobre los ojos—. George me va frente a él, y agitó las orejas y encogió el hocico.
a reñir. George va a decir que le gustaría estar Y habló también con la voz de Lennie.
solo, sin que yo le molestara tanto. —Volvió la —Cuidar los conejos —dijo burlonamente—.
cabeza y miró las encendidas cumbres de las Eres tan chiflado que no sirves ni para lustrar las
montañas—. Puedo irme para allí y encontrar botas de un conejo. Los olvidarías y les dejarías
una cueva. —Y continuó tristemente—: Y no pasar hambre. Eso es lo que harías. Y entonces,
tendré nunca salsa de tomate... pero no me im- ¿que pensaría George?
porta. Si George no me quiere..., me iré. Me iré. —Yo no me olvidaría —repuso Lennie enér-
Y entonces salió de la cabeza de Lennie una gicamente.
viejecilla gorda. Usaba gruesos lentes y un enor- —Diablos que no —insistió el conejo—. No
me delantal de cretona con bolsillos, y estaba al- vales ni siquiera el asador con que te tostarán en
midonada y limpia. Se puso frente a Lennie, se el infierno. Bien sabe Dios que George ha hecho
llevó las manos a las caderas y lo miró desapro- lo posible para sacarte del pantano; pero no le ha
badora, con el ceño fruncido. Y cuando habló, lo servido de nada. Si crees que George va a dejarte
hizo con la voz de Lennie: cuidar los conejos, estás más loco que antes. No

42
John Steinbeck De ratones y hombres

te va a dejar. Te va a moler los huesos con un —¡Por los clavos de Cristo, Lennie! No te
palo, eso es lo que va a hacer. acuerdas de nada de lo que sucede, pero jamás
Ahora respondió agresivamente Lennie: te olvidas de una palabra que digo yo.
—No, no va a hacer nada de eso. George no —Bueno, ¿no lo vas a decir?
va a hacer eso. Conozco a George desde..., ya he George se estremeció. Luego dijo, quedo:
olvidado desde cuándo..., y jamás me ha alzado —Si estuviera solo podría vivir tan bien...
la mano con un palo. Es bueno conmigo. No va —Su voz era monótona—. Podría conseguir un
a ser malo ahora. empleo y no pasar apuros. —Se detuvo aquí.
—Bueno, pero está harto de ti. Te va a moler —Sigue —pidió Lennie—. Y cuando llegara
a palos, y después te va a dejar solo. fin de mes...
—No —gritó frenéticamente Lennie—. No —Y cuando llegara fin de mes podría cobrar
va a hacer nada de eso. Yo conozco a George. Yo mis cincuenta dólares y gastármelos en... un
y él trabajamos juntos. burdel... —Se detuvo otra vez.
Pero el conejo repitió con suavidad, una y Lennie le miró ansiosamente.
otra vez: —Sigue, George. ¿No me vas a reñir más?
—Te va a dejar solo, chiflado. Te va a dejar —No —afirmó George.
solo. Te va a dejar, chiflado. —Bueno, yo podría irme. Podría irme ahora
Lennie se tapó las orejas con las manos. mismo a las montañas y buscar una cueva, si no
—No. Te digo que no —gritó. Y luego—: ¡Oh, me quisieras tener contigo.
George! George... ¡George! George se estremeció otra vez.
George salió silenciosamente de los —No. Quiero que te quedes conmigo.
matorrales y el conejo corrió a meterse Lennie dijo mañosamente:
otra vez en el cerebro de Lennie. —Háblame como antes.
—¿Por qué diablos gritas? —preguntó queda- —¿Qué quieres que te diga?
mente George. —Cuéntame eso de los otros hombres y de
Lennie se puso de rodillas. nosotros.
—¿No me vas a dejar, George, verdad? Yo sé —Los hombres como nosotros —empezó
que no me vas a dejar. George— no tienen familia. Ganan un poco
George se acercó con pasos torpes y se sentó de dinero y lo gastan. No tienen en el mundo
junto a él. nadie a quien le importe un bledo lo que les
—No. ocurra...
—Ya lo sabía. Tú no eres capaz de eso. —Pero nosotros no —gritó Lennie con felici-
George guardó silencio. dad—. Habla de nosotros, ahora.
—George —llamó Lennie. George permaneció callado un momento.
—¿Sí? —Pero nosotros no —repitió.
—Otra vez me he portado mal. —Porque...
—No importa —dijo George, y volvió a que- —Porque yo te tengo a ti y...
darse en silencio. —Y yo te tengo a ti. Nos tenemos el uno al
Sólo las cimas más altas estaban ahora al sol. otro, por eso, y hay alguien a quien le impor-
La sombra era azul y suave en el valle. Desde ta un bledo lo que nos pase —exclamó Lennie
la distancia llegó el rumor de hombres que se triunfalmente.
gritaban los unos a los otros. George volvió la La escasa brisa del atardecer sopló sobre
cabeza y escuchó los gritos. el claro y las hojas susurraron y las pequeñas
—George —volvió a llamar Lennie. olas surcaron la verde laguna. Y los gritos de
—¿Sí? los hombres resonaron nuevamente, esta vez
—¿No me vas a reñir? mucho más cerca que antes.
—¿A reñirte? George se quitó el sombrero. Dijo, con voz
—Claro, como has hecho siempre. Así: «Si quebrada:
no te tuviera conmigo cobraría mis cincuenta —Quítate el sombrero, Lennie. Este aire es
dólares...». muy agradable.

43
John Steinbeck De ratones y hombres

Lennie se quitó obedientemente el sombrero —Pronto.


y lo dejó en la tierra, frente a sí. Más azul estaba —Yo y tú.
ahora la sombra en el valle, y la noche se acerca- —Tú... y yo. Todos van a ser buenos contigo.
ba velozmente. Llevado por el viento llegó a ellos No van a haber más líos. Nadie va a hacer daño
el sonido de pisadas en los matorrales. a los demás ni a robarles.
—Explícame cómo vamos a vivir —suplicó —Creí que te habías enfadado conmigo,
Lennie. George.
George había estado escuchando los distan- —No, Lennie. No estoy enfadado. Nunca me
tes sonidos. Al momento siguió hablando apre- enfadé, y menos ahora. Quiero que sepas eso.
suradamente. Se acercaron las voces. George alzó la pistola
—Mira al otro lado del río Lennie, y yo te lo y escuchó las voces.
explicaré de manera que casi puedas ver lo que —Vamos ahora —pidió Lennie—. Vayamos
te cuento. ahora a ese lugar.
Lennie volvió la cabeza y miró a través de la —Claro, ahora mismo. Lo tengo que hacer.
laguna y hacia las laderas de las montañas Gabi- Lo tenemos que hacer.
lán, oscurecidas ya. Y George elevó la pistola y la afirmó, y puso
—Vamos a comprar un trozo de tierra —dijo la boca del cañón cerca de la nuca de Lennie.
George. Metió la mano en un bolsillo lateral y La mano tembló violentamente, pero se endu-
sacó la Luger de Carlson; quitó de un golpe el reció la cara y la mano se calmó. Apretó el gati-
seguro, y luego mano y arma descansaron sobre llo. El estampido del disparo rodó laderas arriba
la tierra detrás de la espalda de Lennie. Miró la y regresó laderas abajo. Lennie se estremeció,
nuca de Lennie, en el sitio donde se juntaban la y luego fue cayendo lentamente hacia adelante
columna vertebral y el cráneo. hasta la arena, y yació sin estremecerse.
Una voz de hombre llamó desde lejos, río George tuvo un temblor y miró el arma, y
arriba, y otro hombre respondió. luego la arrojó lejos de sí, cerca de la orilla, junto
—Sigue —rogó Lennie. al montón de cenizas viejas.
George alzó la pistola y su mano tembló, y El matorral pareció llenarse de gritos y del
otra vez dejó caer la mano al suelo. sonido de pies en carrera. La voz de Slim llamó:
—Sigue —insistió Lennie—. Dime cómo va a —George. ¿Dónde está, George?
ser. Vamos a comprar un trozo de tierra. Pero George se sentó endurecido en la ori-
—Tendremos una vaca —continuó George— lla del agua y miró su mano derecha, la mano
. Y tal vez podamos tener un cerdo y gallinas..., que había arrojado el arma a lo lejos. El grupo
y tendremos un pedazo sembrado..., un poco de irrumpió en el claro, y Curley estaba al frente.
alfalfa... Vio a Lennie tendido en la arena.
—Para los conejos —gritó Lennie. —Lo has matado, por Dios. —Se acercó y
—Para los conejos —repitió George. miró a Lennie allí tendido, y luego volvió la vista
—Y yo tengo que cuidar los conejos. hacia George—. Bien en la nuca —dijo suave-
—Y tú tienes que cuidar los conejos. mente.
Lennie rió de felicidad. Slim se acercó directamente a George y se
—Y viviremos como príncipes. sentó a su lado, se sentó muy cerca.
—Sí. —No importa, no te aflijas —le consoló
Lennie volvió la cabeza. Slim—. A veces el hombre tiene que hacer cosas
—No, Lennie. Mira allá a lo lejos, al otro lado como ésta.
del río, para que puedas ver casi el terreno. Pero Carlson estaba de pie junto a George.
Lennie lo obedeció. George bajó la mirada —¿Cómo lo hiciste? —preguntó.
hacia la pistola. —Lo hice, nada más —repuso George fati-
En ese momento se oyeron pisadas que aplas- gosamente.
taban ramas en el matorral. George se volvió y —¿Tenía él mi pistola?
miró en esa dirección. —Sí. La tenía él.
—Vamos, George. ¿Cuándo lo vamos a comprar? —¿Y tú se la quitaste y lo mataste con ella?

44
John Steinbeck De ratones y hombres

—Sí. Así fue. —Era casi un murmullo la voz —Sí, un trago.


de George. Miraba aún, fijamente, su mano de- —Tenías que hacerlo, George —dijo Slim—.
recha, la mano que había empuñado la pistola. Juro que tenías que hacerlo. Ven conmigo. —
Slim dio un tirón del codo a George. Condujo a George hasta la entrada del sendero y
—Vamos, George. Tú y yo vamos a echar un por él hacia la carretera.
trago. Curley y Carlson los siguieron con la vista. Y
George dejó que lo ayudara a ponerse de Carlson comentó:
pie. —Ahora, ¿qué diablos les pasa a esos dos?

45

También podría gustarte