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Puesto que el argón tiene dieciocho protones, en su estado normal (no ionizado)

tiene también dieciocho electrones; dos de ellos llenan la primera capa


electrónica (recuerda que ahí caben dos), ocho llenan la segunda capa y ocho
llenan la tercera capa: de ahí que este elemento se encuentre en el tercer
período(tiene electrones en tres capas diferentes), y en el octavo grupo (tiene
ocho electrones en la última capa).
Respecto a los neutrones, existen tres isótopos estables de este elemento en la
Tierra: el 36Ar con 18 neutrones (18 protones + 18 neutrones = 36 nucleones), el
38Ar con 20 neutrones y el 40Ar con 22 neutrones. Sin embargo, de estos tres
prácticamente todo el argón de la Tierra es 40Ar (el 99,6%). Recuerda que, a casi
todos los efectos, los isótopos estables de un elemento se comportan
prácticamente igual, salvo que unos pesan algo más que otros. Lo que da a un
átomo la mayor parte de sus propiedades fundamentales es la configuración
electrónica, sobre todo la de la capa más exterior (por ejemplo, en el caso del
argón lo que más lo define es que su última capa está completa).

¿Qué necesita el argón entonces, para ser estable? Absolutamente nada: ya lo


es, pues no tiene capas electrónicas incompletas. De ahí que se trate de uno de
los gases nobles o gases inertes, como el neón o el helio, de los que ya hemos
hablado anteriormente en la serie. Esto no quiere decir que no reaccione jamás
con nada, pero no suele suceder a menudo, y desde luego el argón no forma
parte de moléculas orgánicas ni tiene un lugar en ningún proceso de importancia
en nuestro entorno.
De hecho, el argón pasó absolutamente inadvertido a la gente durante
muchísimo tiempo, y fue hace relativamente poco que nos dimos cuenta de que
existía: al no reaccionar con nada, simplemente “está ahí” y no es fácil
descubrirlo, ni siquiera es líquido o sólido a temperatura ambiente por su propia
estabilidad electrónica, sino que sólo se encuentra en forma gaseosa. Además, es
incoloro, inodoro, insípido… pero está a nuestro alrededor en cantidades nada
despreciables.

Puede que te sorprenda, estimado lector, leer que al respirar inhalas y exhalas
cantidades considerables de argón, sin siquiera notarlo, por supuesto – alrededor
del 1,3% de la masa de la atmósfera es argón. Esto puede no parecer mucho,
pero la atmósfera pesa unos 5,15·1018 kg, de modo que hay unos 6,7·1016 kg
(casi setenta billones de toneladas) de argón en nuestra atmósfera.
Y es que este gas inerte es especial: aunque no es, ni de lejos, el más abundante
en el Universo (hay muchísimo más helio, por supuesto), tiene la suficiente masa
atómica como para que la gravedad terrestre haya sido capaz de retener una
cantidad muy grande a lo largo de los eones. Otros gases nobles más pesados
aún (como el xenón), al tener masas atómicas mayores, se producen menos
frecuentemente y en menor cantidad en la fusión estelar, de modo que el argón
tiene el “equilibrio perfecto”: es suficientemente ligero para ser abundante, y
suficientemente pesado como para no escapar de la atmósfera con la facilidad
del helio.
Pero, por su falta de reactividad, para darnos cuenta de su existencia hacía falta
que alguien examinara cuidadosamente la composición de la atmósfera y
echara cuentas para ver que algo no encajaba. El primero en sospecharlo fue
Henry Cavendish, en 1785. Como recordarás de las entradas del nitrógeno y el
oxígeno, a finales del siglo XVIII muchos científicos se encontraban haciendo
experimentos para determinar la composición del aire: se habían identificado sin
duda el oxígeno y el nitrógeno, además de otros gases (como el vapor de agua y
el dióxido de carbono).
Sin embargo, a Cavendish algo le olía a chamusquina: en uno de sus
experimentos, eliminó el dióxido de carbono, el oxígeno y el vapor de agua,
quedándose sólo con nitrógeno. A continuación, puso el nitrógeno sobre una
muestra de hidróxido de potasio (KOH), y lo sometió a descargas eléctricas que
forzasen al nitrógeno a unirse al hidróxido. Poco a poco, el nitrógeno de la
muestra se fue combinando con el KOH y formando nitrato potásico (KNO3).
Ah, pero tras producirse la reacción completamente, aún quedaba “nitrógeno”
en el recipiente. Claro, esto era porque no era nitrógeno –era argón, el 1,3% del
aire original–, pero Cavendish no tenía forma de saberlo. Sin embargo, la
comunidad científica ya tenía una pista de que había algo en la atmósfera que
no habían identificado todavía.
Sin embargo, hubo que esperar más de cien años, hasta 1894 (como quien dice,
ayer por la mañana) para que Lord Rayleigh y Sir William Ramsay lograsen
identificar al “gas invisible”, el “falso nitrógeno” de Cavendish. Rayleigh tenía sus
propias razones, diferentes de las de Cavendish el siglo anterior, para sospechar
algo: se había dado cuenta de que, al medir la densidad del nitrógeno obtenido
en el laboratorio a partir de compuestos, el valor era consistentemente de 1,2506
kg/m3. Sin embargo, al medir la densidad del nitrógeno atmosférico, el valor era
siempre de 1,2572 kg/m3. Sí, la conclusión de Rayleigh era la misma que la
tuya: en el aire había algo mezclado con el nitrógeno, algo más pesado que el
nitrógeno e inerte, ya que no se había logrado que reaccionase con nada.
Afortunadamente, Rayleigh tenía dos cosas de las que Cavendish carecía: en
primer lugar, la espectroscopía, con la que determinar el espectro de absorción y
emisión de cualquier substancia y así identificar la “huella dactilar” de cada
elemento; de ese modo era posible identificar los elementos conocidos y saber si
en una muestra había alguno nuevo. En segundo lugar –y no menos importante–
tenía a su lado a William Ramsay, un científico experimental de una talla tan
grande como la suya propia.
Juntos, Rayleigh y Ramsay hicieron prácticamente lo mismo que había hecho
Cavendish un siglo antes (utilizando magnesio recalentado en vez de hidróxido de
potasio), y cuando tuvieron aislado el “gas inerte y pesado” que había estado
mezclado con el resto del aire, examinaron su espectro de emisión – se trataba
de un elemento nuevo, el primer elemento inerte aislado (el helio, del que ya
hemos hablado, sería aislado un año después por el mismo Ramsay). Los dos
científicos de dieron el nombre de argón, del griego inerte, por esta razón. Ambos
recibieron sendos Premios Nobel en 1904 por este descubrimiento – Ramsay en
Química y Rayleigh en Física. Si dominas la lengua de Shakespeare, merece la
pena leer al menos el comienzo del discurso de Rayleigh al aceptar el premio;
puedes leerlo aquí. Por cierto, durante medio siglo el símbolo del argón fue A,
hasta que fue reemplazado por Ar en 1957.
Desde su descubrimiento hemos logrado obtener compuestos de argón, como
el HArF (aunque no son demasiado estables), y hemos observado que, en
determinadas condiciones, átomos de argón pueden quedar encerrados entre
las moléculas de H2O en hielo a altas presiones, formando clatratos. Sin embargo,
el nombre de este elemento sigue haciéndole honor, ya que es dificilísimo hacer
que reaccione con nada – aunque, desde luego, no es el único, ya que hay otros
gases inertes.
¿Para qué sirve un elemento tan inerte? Pues para más cosas de las que
parecería a primera vista. Cada año se producen en el mundo unas 700 000
toneladas de argón. Ya no se hace con los complicados métodos de Cavendish o
Rayleigh: se utiliza la destilación fraccionada del aire (ya que sus constituyentes
tienen temperaturas de ebullición diferentes), y esta enorme cantidad se emplea
en multitud de propósitos, ya que es –dentro de lo que cabe– relativamente
barato.
Para empezar, su principal propiedad (ser tan inerte) es ya muy útil: hay veces en
las que el “gas inerte más barato” (el nitrógeno) no es lo suficientemente inerte
cuando se quieren guardar productos muy reactivos. En ese caso se emplea
argón – podría utilizarse cualquier otro gas noble, pero el argón es el más barato
de todos (aunque claro, no tanto como el N2). Se emplea, por ejemplo, para
cubrir medicamentos líquidos en la botella (como el paracetamol intravenoso),
de modo que duren más tiempo sin deteriorarse – lo mismo se hace, aunque
suene raro, con barriles de vino al envejecerlo.

Por la misma razón se emplea el argón para extinguir incendios cuando se quiere
estar absolutamente seguro de que no se va a dañar nada al utilizar los extintores:
el argón extingue las llamas perfectamente, al reemplazar al oxígeno, pero no
reacciona con instrumentos electrónicos delicados, de modo que no los daña, y
es un aislante muy bueno, de modo que no provoca cortocircuitos cuando entra
en contacto con circuitos “vivos”.
Al igual que el nitrógeno, también se utiliza para rellenar las bombillas
incandescentes: si hay oxígeno dentro de la bombilla se quema el filamento…
pero si no hay nada dentro, la diferencia de presión rompería fácilmente el cristal
de la bombilla; la solución es rellenar la bombilla de un gas inerte, y el argón es
uno de los más comunes.
Aunque sea un uso bastante siniestro, no puedo dejar de mencionarlo: el argón se
emplea a veces en la industria avícola para matar aves de una forma indolora.
Como he dicho, no es venenoso por no ser reactivo, pero cuando reemplaza al
oxígeno, evidentemente puede matarte (no el argón, sino la ausencia de
oxígeno). Al ser un gas más pesado que el oxígeno, al soltarlo en una habitación
se va al suelo mientras que el oxígeno flota sobre él, y las pobres aves (que son
bajitas) se asfixian.

Además de su carácter inerte, el argón tiene una baja conductividad térmica, de


modo que se emplea también como aislante: algunas ventanas de dos hojas
tienen aire dentro, y ya son mejores que las ventanas de una hoja de vidrio. Las
mejores de ellas no tienen aire dentro, sino únicamente argón, con lo que su
capacidad aislante es aún mayor.
Finalmente, se utiliza también como refrigerante: se guarda comprimido a altas
presiones y, cuando se quiere enfriar algo, se expande bruscamente, con lo que
su temperatura disminuye mucho y absorbe enormes cantidades de calor de su
alrededor. Así se refrigera, por ejemplo, el misil AIM-9 Sidewinder (en algunas de
sus versiones se emplea nitrógeno en vez de argón), donde el argón se guarda
comprimido a unas 350 atmósferas de presión.
En resumidas cuentas, que el argón, aunque no sea el elemento más fascinante
de la tabla periódica, sí tiene su interés –aparte ya de su importancia en nuestra
industria– y es un buen ejemplo de cómo los científicos, cuando algo no les
encaja, no dejan de hacer trabajar las neuronas hasta que encuentran
respuestas… aunque, muchas veces, esas respuestas engendren preguntas
nuevas.

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