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Tal como lo pensó Simone de Beauvoir, no se nace mujer, se llega a serlo, asumiendo una serie de privilegios que

significarán en última instancia, como ocurría con las ciudadanas atenienses en el siglo V -las únicas que gozaban de
protección y derechos pero carecían de libertades-, la disminución de las potencias de los cuerpos. Parece evidente que
dentro de las estructuras de dominación y opresión propias del heterocapitalismo, entonces, la fuga estaría asociada a la
toma de peligros, cuyos riesgos gustosamente aceptamos. Si seguimos a la filósofa lesbo-feminista Monique Wittig,
“mujer” es una categoría o artefacto político que sólo reviste algún sentido dentro de la heterosexualidad como régimen.
Más aún, y despertando ya enemistades, sin “mujeres” el régimen cae. Ser “mujer” es colocar el cuerpo (es decir, los
deseos y las decisiones que ellos administran: los efectos, las subjetividades...) dentro de una cierta posición social de
reconocimiento. Entonces, una tarea fundamental es comenzar a pensar el feminismo más que como un movimiento de
mujeres organizadas como una ética político- práctica (la única ética materialmente posible) del devenir por fuera del
heterocapitalismo. Lejos de reivindicar un feminismo como conexión de la mujer con su feminidad o con una identidad
común basada en una opresión también común, sostenemos que no sólo no hay un único modo de habitar una única
feminidad, sino que además el destino irrevocable de las “mujeres” (con vagina o sin ella) no es la feminidad tampoco.

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