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029 Gelin PDF
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Visión de conjunto
a) Historias ejemplares
Es muy digno de notarse el que los paradigmas que nos harán presentir la naturaleza
profunda del pecado son situados por los autores bíblicos fuera de Israel. Al aceptar que
todo hombre se encuentra colocado delante del Dios único que le llama, la Biblia no se
limita al pueblo elegido.
El autor yahvista nos dará los primeros ejemplos. La historia del pecado de los primeros
padres nos sitúa delante de una sola familia que lleva el destino de toda la humanidad.
La intención del autor es la de explicar la condición humana. Más aún: es el primer
esbozo de la Nueva Alianza, y el cristianismo tomará de nuevo esta idea presentando a
Cristo como el nuevo Adán.
Dos profetas exílicos han elegido también fuera de Israel sus paradigmas del pecado. La
soberbia, y como consecuencia, la caída del rey de Babel son cantadas en Is 14, 12-15,
y, en términos parecidos, la del rey de Tiro en Ez 28, 11-19.
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Un tercer grupo de textos ataca la hybris de los reyes paganos. Nabucodonosor, rey de
Babel, nos da la prueba de que Dios "exalta o humilla" (Dan 4, 14.34) según uno sea
respectivamente humilde o bien orgulloso delante de Él. Y Antíoco IV, que se alza
contra Dios (Dan 7, 25; 11, 36), es otro ejemplo del pecado fundamental que también
será denunciado por Sab 13, 7-9 y Rom 1, 20-23.
b) Alianza y pecado
Con todo, para captar el pecado en su verdadera gravedad, es preciso situarlo más
explícitamente en la religión de la Alianza. El designio de Dios, gratuito y conmovedor,
implica un diálogo entre dos personas, un drama divino- humano que debe vivirse, una
unión conyugal que debe ser un éxito. El pecado es todo lo contrario, es negación al
diálogo, herida en el corazón de Yahvé, ruptura del lazo conyugal.
El pecado se nos presenta como una operación del espíritu, una elección y decisión
contra Dios (Sal 51, 6), que implica un dinamismo de odio hacia Dios (Éx 20, 5; Dt 5,
9; Sal 139, 21). La antipatía divina respecto del "malvado", clara en Éx 23, 7 y Sal 15,
4, es la réplica a una enemistad inversa (Sal 139, 20) y el concepto de "cólera" divina
traduce la reacción de un amor que el hombre ha despreciado. Es evidente que el pecado
es principalmente mal del hombre (Jer 7, 19) y la separación que crea entre el hombre y
Dios (Is 59, 2) no puede, para la reflexión teológica, perjudicar a Dios (Job 35, 6; Dt 6,
24; 10, 12). Pero es un hecho que espontáneamente se ha visto en el pecado una especie
de positividad trágica. En la misma línea Pablo hablará en Rom 1, 30 de los que
detestan a Dios, y la enemistad respecto a Dios se convertirá en el elemento constitutivo
de su concepción del pecado.
a) Legalismo y profetismo
En la moral bíblica, al igual que en toda moral, nos encontramos como con dos
tendencias coexistentes. No podemos concebir una moral sin precisión: los actos
concretos son el medio seguro de cumplir la voluntad divina. Pero, por otra parte, la
moral de la intención es más importante que la moral del acto. Desde la enunciación del
decálogo, esta doble preocupación es clara: Éx 20, 2, recordando que Yahvé ha salvado
a Israel de Egipto, funda una moral de agradecimiento y siguen inmediatamente los
pormenores de esta moral.
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Peccata numerentur! A partir de Moisés, que enunció para su comunidad una lista de
imperativos y prohibiciones (Éx 20, 2-17; Dt 5, 6-18), la tradición sacral que está en
manos de los carismáticos y los levitas se continúa por enunciados bien calibrados.
También los profetas son testimonios de esta tradición sacral que retransmiten
activamente.
No hay ninguna diferencia esencial entre esta declaración profética y la fórmula que
introduce el decálogo. Y, con todo, los profetas son los verdaderos reveladores del
pecado, porque en ellos la tradición sacral se ha hecho existencial. Han tenido la
experiencia viva del Dios de la Justicia y de la Gracia. Se han entregado totalmente a su
designio de salvación y han sufrido al verlo rehusado y arruinado por este Israel al que
tenían conciencia de representar y guiar.
Hay todavía más. Por encima del pecado del injusto es denunciado un pecado más
temible: el del justo que se cree justificado por la observancia de una prohibición
limitada, y piensa que con esto le basta para cumplir con la justicia a la que es llamado.
La acusación profética hace imposible toda conciencia satisfecha de la propia justicia.
El fariseísmo encerrado en sí mismo encontraba en el AT su antídoto.
Los profetas han encaminado al pueblo hacia una inteligencia más profunda del pecado.
Detengámonos en las notas que tres de ellos han aportado a su teología.
Isaías lo denuncia como la negativa de adoptar el punto de vista de Dios. El pecado del
pueblo de Dios es incredulidad y ceguera voluntaria. Aquí se injerta el tema del
endurecimiento (Is 6, 9 ss; 29, 9-10). Una luz excesiva ha cegado a Israel; la
predicación profética es la ocasión de esta ceguera que lleva consigo una
responsabilidad ya que Isaías exhorta a salir de ella. Porque el endurecimiento no es ni
total ni definitivo: como contraste, Isaías hace entrever la salvación del "resto": Dios no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
a) Pecado y sufrimiento
Hubo un tiempo en que el desacuerdo entre la fidelidad del justo y su condición terrestre
fue causa de escándalo y puso un problema a los creyentes (Sal 37; 73; Job). Fue
preciso matizar lo que había de demasiado automático y simple en la teoría antigua y se
le atribuyeron nuevas funciones al sufrimiento: educación, acceso a descubrimientos
espirituales, redención (Is 53). Un día, Cristo pasará por el eje sacerdotal del sufrimiento
y de la muerte para liberar al mundo de su pecado.
b) Pecado y solidaridad
Ya en antiguos textos (Éx 20, 5; Núm 16, 32; Jos 7, 24-26; 2 Sam 3, 9; 24; 21, 1-14) se
expresa la ley de la solidaridad que, tanto para el mal como para el bien, rige al pueblo
de Dios. Con todo, llegará día en el que la misma Biblia tomará a su cargo la tarea de
criticar la representación antigua (Jer 31, 29 y Ez 18,2), pero de esta teoría no atacarán
más que su representación demasiado automática. De hecho, los dos profetas -Jeremías
y Ezequiel- han insistido particularmente sobre las presiones y los compromisos
colectivos. Éste es el sentido de sus ataques a los responsables (Jer 23, 1-2; Ez 34) y a
los profetas oficiales (Jer 23, 9 ss; Ez 13). Y el de sus retrospecciones históricas (Jer 2,
2-8; 7, 25-26; 16, 10-13; Ez 16; 20), en las que subrayan que el Israel actual es una
resultante espiritual, el fruto de una larga historia de pecado. Así pues, en los grandes
profetas se expresa un nuevo sentido de la solidaridad, y esto en dos direcciones
diversas: para la salvación y para el mal.
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Hay un tema especialmente apto para hacer aparecer esta dimensión comunitaria del
pecado y de la salvación: el de las dos ciudades. La ciudad del mal tiene varios
nombres: Sodoma y Gomorra, que representan la carnalitas ostentosa y tranquila (Gén
19); Babel, el orgullo desmesurado (Gén 11; Is 47). Is 25, 1-5, sobre todo en los Setenta,
habla de una ciudad anónima, verdadera metrópoli del mal. Frente a ella, Jerusalén
"ciudad-justicia, villa- leal" (Is 1, 26), cuya construcción está siempre realizándose y de
la que se habla de un modo escatológico, es decir ideal (Is 60; 62). No se debe olvidar
que la frontera entre las dos ciudades pasa por en medio de Israel y que la Jerusalén
terrestre es interpelada, a veces, con el nombre de Sodoma (Is 1, 10).
Para el autor yahvista, así como para el sabio, el pecado se debe a la mala inclinación
del corazón humano desde su nacimiento (Gén 8, 21; Prov 22, 15).
Cuando la reflexión judía se ocupa del origen del mal en relación con el pecado de Adán
subraya - igual que el yahvista- las consecuencias físicas del pecado original, sin
mencionar ninguna transmisión del pecado (Ecli 25, 24). Desde luego la falta de Adán
ha traído la muerte a todos los hombres (4 Esd 3, 7; Bar syr 17, 3; 19, 8; 23, 4), pero los
apócrifos judíos insisten en el hecho de la responsabilidad personal del pecador (cfr Bar
syr 54, 15.19).
Queda por considerar la figura de la serpiente, de la que hemos hablado. Por ella, el
pecado parece venir de más lejos que el hombre. Sab 2, 24 (cfr Ap 12, 9) la combina
con la de Satanás, que había aparecido anteriormente como una personalidad angélica
especializada en llevar los hombres al mal (Job, 1-2; Zac 3, 1-2; 1 Par 21, 1).
Después de todo lo dicho no nos extrañará que el AT nos oriente hacia una constatación
hecha por Pablo: "no hay quien sea justo, ni siquiera uno solo" (Rom 3, 10). Los autores
bíblicos han repetido una y otra vez la misma afirmación (Gén 6,5; 6, 12-13; 1 Re 8, 46;
Ecli
7, 20). Hasta el punto que los profetas buscan en vano un justo entre las gentes que
apostrofan (Miq 7, 2; Jer 5, 1). De todos modos, en los salmos se oye a veces lo que
debía decir Saulo antes de su conversión: "en cuanto a la justicia de la Ley, intachable"
(Fil 3, 6; cfr. Sal 18, 21-25; 26; 73, 13; 101, 2-4). Quizá aparece un poco de
"fariseísmo" en estos acentos, pero es clara la idea de que son justos en comparación
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con los malvados que les rodean y persiguen. Son justos, en definitiva, los que buscan la
justicia (1s 51.1).
Conclusión
El Antiguo Testamento es una denuncia masiva del pecado como ofensa de Dios. La
doctrina no termina ahí: sólo el NT, al colocarnos delante del Dios encarnado y
crucificado, nos revelará plenamente la lógica última de la gracia ofrecida y del pecado
cometido. Pero ya el AT nos ha colocado ante lo esencial: en el plan de lo sobrenatural,
el pecado es la repulsa de Dios; en el plan de la conciencia, la perversión del hombre.
Por este motivo el negocio de la conversión tiene tanta importancia en las páginas de la
Antigua Alianza. Sólo al convertirse puede el hombre conocer la dimensión exacta del
pecado -su dimensión religiosa-, ya que la conversión, más allá del "encanto" y la
ilusión del pecado, sitúa al hombre delante de Dios.
La conversión
Las palabras, tanto hebreas como griegas, para significar conversión tienen un sentido
primigenio de regresar, volver, y el AT usa corrientemente la forma verbal, como si
quisiera disuadirnos de considerar la conversión como una cua lidad que el hombre
poseyera como propia. En el AT no hay hombres convertidos, sino tan sólo seres que se
convierten sin cesar.
Los profetas son los encargados de llamar a la conversión. Al principio sus llamadas
van dirigidas a la colectividad, pero ya a partir de Jeremías, más sensible al valor
religioso del individuo, se hace clásica la fórmula: "conviértase cada uno de su mal
camino" (Jer 18, 11; 25,5). Estos reproches se injertan en los sufrimientos del tiempo
presente, que comentan como una pedagogía dolorosa de Dios: por estos juicios las
gentes "sabrán que Yo soy Yahvé" (Ez 25, 7; 33, 29). El fracaso es la gracia que hace
que el hijo pródigo -porque esta parábola se realiza a lo largo de toda la Historia Santa-
exclame: "iré a mi Padre" (Lc 15, 18). Y la misma presencia de los profetas, que
subrayan estas admoniciones divinas, es una gracia de Dios.
Expiación y perdón
combate que contra el formalismo llevaron a cabo los profetas (Miq 6, 7-8; Is 1, I1-20;
Jer 11,15), los guardianes de la liturgia (Sal 50) y los sabios (Ecli 7, 9; 34, 18-19)
indicaría suficientemente que Dios quiere encontrar un esfuerzo de contrición. Este
esfuerzo queda expresado en numerosas perícopas: Lam 5; Is 63, 7-64, 11; Neh 9; Dan
9. Suponiendo que no puedan tener lugar las liturgias penitenciales aparece como
suficiente la actitud espiritual del "corazón contrito" (Is 66, 2), que fue siempre el alma
de estas ceremonias.
En la descripción del Reino de Dios, que se elabora a través de los escritos del AT, este
rasgo aparece cada vez más claro. En su oráculo mesiánico más explícito Isaías pone en
contraste el mal abolido y el conocimiento de Dios establecido (11,9).