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leyendas sobre las flores

El Aciano

La reina Luisa de Prusia fué una hermosa dama, de gran valor El


emperador Napoleón el Grande invadió su país y se apoderó de él,
oprimiendo al pueblo, pero la reina luchó valientemente contra el
invasor.
Sin embargo, al fin, el enemigo tomó la capital (Berlín), y la reina,
que tras muchas penalidades, pudo escapar con sus hijos, fue a
esconderse en un campo cubierto de acianos. Los niños,
asustados, empezaron a llorar, Entonces la reina Luisa, temiendo
que alguien les oyera y les descubriera, cogió algunas de aquellas
florecitas azules y haciendo con ellas coronas y ramas para los
pequeños príncipes, logró distraerles de su pena.
Uno de ellos se llamaba Guillermo, y algunos años después derrotó
al sobrino de Napoleón. Proclamado primer emperador de
Alemania, tomó como símbolo el aciano
El Corderito Negro

Patrón, patrón! —gritó e l muchachito descalzo, viniendo al encuentro de Luciano,

que, en compañía de Martín, un viejo pastor, pasaba revista a sus corderitos—. ¡La
oveja Reina está maltratando a su corderito!

¡Es un animal testarudo, patrón! Ha preferido al negro y rechaza al blanco.

Martín prorrumpió en una carcajada.

—¡Qué gracioso! ¡Le gustan los corderitos negros y solamente los negros!

—¡A mí no me da risa! —refunfuñó Luciano—. Si no encuentro una oveja que lo


adopte, el blanco se morirá.

El corderito despreciado se balanceaba sobre patitas inseguras. En medio del corral y


balando fuerte se acercó a Reina, que amamantaba a su hermanito negro, mas la
madre lo alejó con el hocico.

—En mi carro hay pieles de cordero —dijo Martín—.

Se me ha ocurrido una idea.

Se alejó a grandes trancos y al rato volvió con una pielcita negra. Le practicó algunos
tajos, tomó el corderito blanco entre sus brazos y pacientemente le colocó la piel como
una chaqueta de cuatro mangas. Después lo puso en el suelo con cuidado.

Reina, al verlo, enderezó irritada la cabeza, luego miró al corderito y bajó el hocico
para olfatearlo: estaba estupefacta.

A los pocos minutos el corderito disfrazado mamaba junto con su hermanito.


—Puedo venderle unos veinte corderitos: elija.

El revendedor paseó la mirada sobre los corderos que Luciano había apartado en el
corral.

—Con éstos basta. Y esos dos también.

—¿Los corderitos de Reina? Podría venderle uno, el blanco. Total Reina no lo


quería…

Finalmente el revendedor se alejó con sus veinte corderos. Luciano abrió la tranquera
del corral para dejar pasar a los restantes, que se precipitaron hacia las madres.

Reina recibió a su corderito negro con balidos trémulos. Por un ratito le hizo fiestas,
luego levantó la cabeza y olfateó inquieta. Buscaba al otro.

Esa misma mañana, cuando Tomás llegó al pastoreo, advirtió que Reina había
desaparecido. Se desesperó, la llamó largamente, la buscó, pero todo fue inútil. A la
noche el muchacho se acurrucó envuelto en una frazada, sollozando.

Hizo dormir al corderito negro de Reina a su lado, con la naricita apoyada en su brazo.

El pastorcito pensaba en los lobos, en los precipicios, en los arroyos de aguas


turbulentas… en todos los peligros que amenazaban a su ovejita, sola y perdida, y no
pudo dormir.

Reina, en cambio, no estaba perdida. Hacía ya varias horas que estaba siguiendo el
grupo de corderitos vendidos.

Cada tanto, éstos desaparecían detrás de un recodo del camino y entonces la oveja
echaba a correr afanosamente, creyendo haberlos perdido.

Finalmente el rebañito se detuvo y el comerciante se dispuso a dormir. Cuando así lo


hizo, Reina se acercó cautelosamente. Todas las cabecitas lanudas se dirigieron hacia
ella y uno que otro cordero baló. El hombre, cansado de la larga caminata, ni se
movió.

Entonces la oveja se mezcló silenciosamente con el rebaño, buscando a su cordero.


Le habían quitado la pielcita negra, pero guiada por su instinto maternal Reina lo
reconoció en seguida. Lo golpeó ligeramente con la cabeza y el cor-derito se alzó
sobre sus patitas rígidas, dispuesto a seguir a su madre, que lo condujo fuera del
rebaño. Juntos, la oveja y el corderito desandaron el camino hacia la colina.

Amanecía y un concierto de trinos llenaba el aire primaveral. Se escuchaba


claramente el repiqueteo de las campanas que en la aldea llamaban a misa.

Cuando Reina y el corderito recuperado llegaron al tope de la colina, Tomás dormía


todavía, abrazado al otro cordero.

Reina empujó con el hocico al corderito dormido, que se alzó balando. También el
pastorcillo abrió los ojos, se desperezó y sonrió porque creía que soñaba, cuando vio
desde su posición en el suelo, delineándose contra el cielo que estaba aclarando, el
encantador grupo formado por Reina y sus dos corderitos, que estaban otra vez juntos
y felices.

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