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Un día poco relevante como los demás, entras a la sala de espera de la oficina en donde has vivido

el tedio de la rutina por catorce años, apunto de ser despedido de un puntapié, no tienes más opción
que mirar hacia tus zapatos y tratar de buscar la forma de seguir prolongando este famélico estilo
de vida. De repente todo se nubla y tus ojos quedan en blanco, flotas, deliras y caes en el vació de
la desesperación que te arroja entre las fauces de una calle fría y gris, podrida y purulenta, te
desplomas, casi mueres.

Pasan cinco horas, o al menos eso es lo que tu aturdida mente deduce con el alba rampante sobre
tu cabeza. Caminas y te das cuenta que todo es irreal, la gente mugrienta, camina con ojos sin vida,
los niños rapos sin atisbo de calzado deambulan de aquí para allá entre los adoquines pegostiosos
por la orina y los excrementos de vacas, caballos y mendigos. Estás en otro tiempo, envuelto por un
sentimiento de desahucio, no es Dios quien te abandona, ni tu madre ni tu padre, es el tiempo
escultor que se ha esfumando entre las sombras del horrible pasado.

La cordura te abandona, siguiendo a la suerte que ya había partido desde hace tiempo, entre llantos
y quejidos dos soldados harapientos con hierro oxidado sobre sus hombros te levantan y te colocan
con brusquedad en el cadalso del centro de la plaza, el abrigo de la madera es el único resguardo.
La gente te mira con extrañeza, será la ropa o la espuma blanca que adorna junto con tus ojos
desorbitados tu semblante. La cara de un hombre olvidado por su tiempo.

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