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La actual crisis energética ha hecho

que todos nos planteemos una serie


de cuestiones fundamentales:
¿cuánto tiempo durará el petróleo?,
¿qué es el petróleo en realidad?,
¿por qué es tan importante?, ¿de
dónde proviene?, ¿cómo fue
descubierto?, ¿qué haremos
cuando se sequen los pozos?
En este libro, el genial escritor de
ciencia ficción Isaac Asimov explica
todas estas cosas de manera clara
y asequible para el lector.
Isaac Asimov

Cómo
descubrimos el
petróleo
ePub r1.0
Titivillus 21.04.15
Título original: How Did We Find Out
About Petroleum
Isaac Asimov, 1984
Traducción: Desconocido

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
A Marilyn Infeld Kass, Donna
Gassen y Barbara Coleman,
alegres hipodermicistas.
1.- La formación del
petróleo

Hace cientos de millones de años, los


océanos estaban habitados por
organismos vivos muy sencillos.
Todavía no existían los peces (no había
merluzas, ni tiburones, ni langostas),
sino tan sólo animales y plantas
unicelulares en abundancia.
Estos organismos primitivos
contenían ya grasas y aceites, lo mismo
que nuestro cuerpo. Las grasas y los
aceites están formados por tres tipos de
átomos: carbono, hidrógeno y oxígeno.
Cuando varios de estos átomos se
unen, forman una estructura muy pequeña
que recibe el nombre de «molécula».
Una molécula de grasa o de aceite está
compuesta, por tanto, por una cadena de
átomos de carbono. Estas cadenas
pueden ser cortas, por ejemplo, de tan
sólo 4 átomos de carbono, o muy largas,
de hasta 24. A cada átomo de carbono se
unen, a su vez, átomos de hidrógeno (por
lo general, en número doble que el de
átomos de carbono). Por último, en un
extremo de la cadena se sitúan 2 átomos
de oxígeno.
Si un organismo unicelular se come
a otro, este último es engullido y
digerido por la célula. Durante este
proceso, las moléculas son separadas,
pero los fragmentos vuelven a unirse,
aunque de una manera ligeramente
diferente, dando así lugar a la formación
de nuevas moléculas de grasa.
Cuando un organismo unicelular
muere por cualquier otra causa, sus
restos suelen ser devorados, más tarde o
más temprano, por otro animal.
Así pues, las moléculas se separan y
se unen en un ciclo constante. Los seres
vivos comen o son comidos, y mientras
unos nacen, otros mueren; los átomos, en
cambio, son utilizados una y otra vez.
Cuando una célula muere y cae al
fondo del mar en una zona poco
profunda, es posible que quede cubierta
por la arena antes de que otro animal la
descubra y la devore. También en este
caso, las moléculas se separan y se
unen, pero a un ritmo mucho más lento.
El calor, la presión o las reacciones
químicas de la arena son los
responsables de tales cambios, que —
sin embargo— difieren de los que
originaría la intervención de un ser vivo.
Uno de estos cambios afecta
directamente a las moléculas de grasa:
se separan los 2 átomos de oxígeno de
uno de los extremos de la cadena
molecular, la cual se queda sólo con los
átomos de hidrógeno. La sustancia
resultante, compuesta únicamente por
átomos de hidrógeno y de carbono,
recibe el nombre de «hidrocarburo».
A veces sucede también que las
cadenas de carbono se rompen,
originando moléculas con 3, 2 o incluso
1 átomo de carbono, mientras que en
otros casos se produce el fenómeno
contrario; es decir, varias cadenas se
unen para formar otra más larga.
Por supuesto, las moléculas no
siempre están intactas, sino que en
ocasiones se encuentran tan sólo trocitos
de origen diverso y hasta anillos de
átomos de carbono. De vez en cuando se
«cuelan» átomos de otro tipo, por
ejemplo, de nitrógeno o de azufre. Esto
constituye, sin embargo, una excepción;
en la mayoría de los casos, las células
enterradas experimentan una serie de
cambios muy complejos que las
convierten en moléculas de hidrocarburo
de diversa índole.
Las propiedades de estas moléculas
dependen en parte de la longitud de la
cadena de carbono. Si la molécula
contiene solamente de 1 a 4 átomos de
carbono, la sustancia resultante es un
gas. Si lo metiéramos en una botella, su
aspecto sería idéntico al del aire, y si lo
destapásemos se escaparía
inmediatamente.
Las moléculas que poseen cadenas
más largas, a partir de 5 átomos de
carbono, se convierten en líquidos.
Metidas en una botella, presentan el
mismo aspecto que el agua, aunque el
olor y las propiedades son, por
supuesto, diferentes.
Los hidrocarburos líquidos se
evaporan con suma facilidad. Por ello,
si los vertemos en un recipiente, el
líquido se convierte en gas y se mezcla
al instante con el aire, es decir, se
evapora. Si calentamos ligeramente el
líquido, la evaporación será aun más
rápida.
Cuanto más larga es una cadena de
carbono, tanto más lenta es la
evaporación y tanto más calor hay que
aplicar para acelerar dicha evaporación.
Cuando se calienta un hidrocarburo
líquido, al llegar a una temperatura
determinada comienza a hervir. Esta
temperatura es lo que se llama «punto de
ebullición». Cuanto más larga es la
cadena de carbono, más alto es el punto
de ebullición.
En las cadenas cortas sucede lo
contrario, dándose el caso de que la
temperatura a la que el agua se
congelaría basta para hacer entrar en
ebullición el hidrocarburo líquido. Ésta
es la razón de que las cadenas de
carbono corto sean gases; o sea, que ya
han hervido.
Los hidrocarburos que poseen
cadenas de carbono muy largas son
sustancias sólidas, maleables,
pegajosas, de aspecto grasiento y, con
frecuencia, de color negro. Al
calentarlos se funden y se transforman en
líquidos.
Al contrario de lo que cabría
esperar, si se calientan aun más no
entran en ebullición ni se convierten en
gas, sino que tienden a disgregarse en
otras cadenas más pequeñas. Dicho de
otro modo, las moléculas se «rompen».
El proceso por el que los
organismos que están enterrados debajo
de la arena o de las rocas se convierten
en hidrocarburos implica la formación
de una compleja mezcla de sustancias
gaseosas, líquidas y sólidas.
En la mayoría de los casos, esta
mezcla es empujada a una profundidad
cada vez mayor por las sucesivas capas
de arena y arenisca que la cubren y que
forman el «sedimento». A medida que
esta capa de arena y de otros materiales
se va haciendo más espesa, su propio
peso obliga a las partículas de materia a
unirse, dando así lugar a lo que se
conoce con el nombre de «roca
sedimentaria».
Estas rocas se forman bajo el agua y,
por lo general, en zonas poco profundas
próximas a la costa. Con el paso de los
años, o mejor dicho de los siglos,
algunas afloran a la superficie cuando el
mar se retira, pero en su interior
conservan la mezcla de hidrocarburos.
Por su tacto untuoso y grasiento, a
esta sustancia se le llamó «aceite», a
pesar de ser distinto del que se extrae de
plantas y animales (por ejemplo, el
aceite de oliva y la manteca de cerdo).
Para distinguirla de éstos, la mezcla de
hidrocarburos presente en las rocas
sedimentarias recibió el nombre de
«petróleo», del latín petrus, piedra, y
oleum, aceite, aunque sus orígenes más
remotos se remontan al aceite existente
en los organismos vivos. De todos
modos este detalle no se ha conocido
hasta épocas relativamente recientes.
El mundo actual es impensable sin el
petróleo, pues de él se extraen productos
tan importantes como la gasolina y otros
combustibles de uso industrial y
doméstico.
2.- Usos primitivos
del petróleo

Como hemos visto en el capítulo


anterior, las rocas sedimentarias donde
se concentra el petróleo están formadas
por arena y otras partículas diminutas
entre las que queda algún espacio libre
por donde penetra el aire. Si la roca está
sumergida, esos espacios se llenan de
agua.
Incluso cuando afloran a la
superficie o se encuentran en tierra
firme, gran parte de ellas están rodeadas
de agua. (Debajo de la corteza terrestre
hay ríos subterráneos y ésta es la razón
de que se perforen pozos para obtener
agua potable). Así pues, también en
tierra firme los espacios vacíos de las
rocas sedimentarias pueden estar llenos
de agua.
El petróleo se introduce igualmente
entre esos resquicios y, como es más
ligero que el agua, flota en su superficie.
Por su parte, el agua empuja al petróleo
hacia arriba y si no encuentra ningún
obstáculo que lo detenga, rezuma.
Cuando esto sucede, los gases que
integran la mezcla de hidrocarburos se
evaporan y se mezclan con el aire. La
parte líquida se convierte asimismo en
vapor y sigue el mismo camino que los
gases, dejando atrás una sustancia de
color negro blanda y pegajosa.
En Oriente Medio, en las
proximidades del Golfo Pérsico,
abundan los depósitos de este tipo y la
sustancia negra y viscosa que queda en
la superficie recibe varios nombres.
El más conocido desde la
antigüedad es el de «asfalto», como
prueba el nombre de «Lago Asfaltites»,
con el que los romanos conocían el mar
Muerto. Otros nombres son los de
«betún», «pez» o, simplemente, «brea».
Los primitivos habitantes de Oriente
Medio aprendieron enseguida a
aprovechar sus ventajas, especialmente
su impermeabilidad y pegajosidad. Los
objetos de madera, al recubrirlos con
asfalto, se volvían impermeables; es
decir, el agua no penetraba en ellos.
El asfalto se convirtió así en un
producto fundamental para construir
barcos. En aquella época las
embarcaciones eran de madera y las
junturas de las planchas y tablas se
rellenaban con brea, que en realidad es
una mezcla de varias sustancias, para
impedir que entrara agua. Incluso en la
«Biblia» se habla de ello. Cuando Dios
ordena a Noé construir su arca, le dice:
«Y la calafatearás con pez por dentro y
por fuera».
Cuando nació Moisés, su madre tuvo
que esconderlo, pues el faraón había
ordenado matar a todos los varones
israelitas recién nacidos. Para salvarle
de una muerte segura, tejió una cuna con
papiros, que son una especie de juncos,
metió dentro a su hijo y la envió río
abajo con la esperanza de que alguna
mujer egipcia lo encontrara y se hiciera
cargo del pequeño.
Si la balsa hubiera estado hecha
solamente de juncos, el agua habría
penetrado en su interior, hundiéndola sin
remedio. Por ello, «la calafateó con
betún y pez».
Además de emplearlo para
impermeabilizar barcos, el asfalto
natural se utilizaba para otras muchas
cosas. Los habitantes de estas regiones
regaban los campos con el agua de los
ríos vecinos; de este modo, los cultivos
prosperaban aunque no lloviera. El agua
llegaba hasta los campos a través de
zanjas y acequias. Para impedir que
absorbieran el agua destinada al riego,
los antiguos babilonios las revestían con
arena y cañas mezcladas con asfalto.
Otra práctica frecuente era construir,
a orillas de los ríos, una especie de
dique que evitaba que las aguas se
desbordaran en la época de las lluvias,
previniendo así las inundaciones de los
campos próximos. Los diques se
construían de arena y, lógicamente, el
agua acababa por empaparlas tarde o
temprano, arruinando las cosechas. Para
reforzarlos, la arena se mezclaba con
asfalto, lo que la hacía no sólo más
maleable sino que además la
impermeabilizaba.

Asimismo se usaba como cemento


para unir ladrillos, sujetar hojas de
metal a sus correspondientes mangos,
pegar azulejos, etc.
Éstas y otras aplicaciones fueron
transmitiéndose de generación en
generación hasta la Edad Moderna.
Cuando los navegantes europeos
comenzaron a explorar el mundo en los
siglos XV y XVI encontraron asfalto en
diversos lugares, como en Cuba, en el
este de México y en la costa occidental
de Sudamérica.
Hacia 1600, sir Walter Raleigh
descubrió un lago de asfalto en la Isla de
Trinidad, en las pequeñas Antillas. En
Indonesia y en las colonias de Nueva
York y Pennsylvania se encontraron
también charcas y filtraciones de esta
sustancia.
Estos descubrimientos tuvieron gran
importancia, pues los exploradores
aplicaban asfalto para calafatear las
junturas de sus embarcaciones,
previniendo así posibles filtraciones e
inundaciones, tal como hizo Noé en el
arca.
En ocasiones, el asfalto se empleaba
también como medicina. Por ejemplo, se
aplicaba sobre las heridas como
linimento y, si no las curaba por
completo, al menos mantenía alejados a
los mosquitos y demás insectos.
Otras veces se ingería por sus
propiedades laxantes. Todavía hoy, la
industria farmacéutica lo utiliza en
determinadas preparaciones, aunque,
por supuesto, primero lo somete a un
minucioso proceso de refinado. Del
petróleo se extrae un líquido puro y
claro que se conoce con el nombre de
«aceite mineral».
Las moléculas de hidrocarburo se
mezclan con el oxígeno del aire; o sea,
que arden. Los átomos de hidrógeno
presentes en ellas se unen a su vez con
el oxígeno y forman moléculas de agua.
Por su parte, los átomos de carbono se
mezclan también con el oxígeno y
forman moléculas de bióxido de
carbono. Esta mezcla desprende calor y,
cuando la temperatura de los gases es
muy alta, emite un resplandor
característico. Si se expone a una
corriente de aire, la mezcla entra en
combustión: es lo que llamamos
«fuego».
En estado gaseoso, los
hidrocarburos se mezclan libremente
con el aire y arden con suma facilidad,
manteniéndose la combustión durante
mucho tiempo.
Los hidrocarburos líquidos que
emiten vapores arden también
enseguida. Los vapores se mezclan con
el aire y, si chocan con alguna llama, se
inflaman inmediatamente. El calor del
fuego calienta el líquido, del que se
desprenden más vapores y, como
consecuencia, la combustión se
incrementa. Cuanto más corto es el
hidrocarburo, más probabilidades
existen de que desprenda vapores o de
que se convierta en gas y, por tanto, de
que se inflame con suma rapidez.
Por supuesto, la combustión puede
acelerarse si así se desea. Sin embargo,
si ésta es demasiado rápida, existe el
riesgo de que se desprendan gases en
exceso, que ocasionan una «explosión»
en contacto con el aire.
¿Cómo se descubrió que el petróleo
ardía? Probablemente, por casualidad.
En Oriente Medio, por ejemplo, había
filtraciones de petróleo superficiales
que emitían gases. Si alguien hubiera
encendido una hoguera en las
proximidades, se habría llevado un buen
susto al oír el ruido de la explosión y
ver las llamas, que parecerían surgir de
las profundidades de la Tierra.
Dicha persona se asombraría más al
comprobar que las llamas no se
extinguían, sino que continuaban
ardiendo.
Realmente éste es un fenómeno
singular. Cuando encendemos un fuego
normal y corriente, hay que alimentarlo
constantemente con combustible para
que no se apague. ¿Cómo es entonces
posible que una llama que surge del
suelo arda por sí sola día tras día?
Probablemente la historia de la zarza
en llamas de que habla el «Libro del
Éxodo» de la «Biblia» obedeció a un
fenómeno de esta índole, pues no resulta
difícil comprender que alguien lo
confundiera con un milagro.
Los antiguos persas desarrollaron
una religión en la que el «fuego eterno»
desempeñaba un papel fundamental, por
lo que se les llamaba también
«adoradores del fuego».
Del mismo modo, es igualmente
comprensible que otras personas
sintieran miedo ante estos fuegos
inexplicables y que los creyeran obra de
los espíritus del mal. Como desconocían
la explicación científica, pensaron que
en algún lugar remoto debajo de la
corteza terrestre ardía un fuego eterno
del que de vez en cuando se filtraba una
parte a la superficie. Esta suposición,
unida a las erupciones volcánicas (en
las que también parece manar fuego de
las entrañas de la Tierra), convencieron
a los pueblos primitivos de la existencia
de un infierno subterráneo, a donde eran
enviadas las almas de los pecadores.
De los yacimientos de asfalto se
extraía también un líquido más claro que
ardía con facilidad. Los persas lo
llamaron «neft» líquido, y los griegos
«naphtha», de donde se deriva nuestra
palabra «nafta».
Los pueblos antiguos estaban
acostumbrados a los líquidos que
ardían, los cuales, por lo general,
procedían de organismos vivos. Las
lámparas, por ejemplo, se alimentaban
con aceite vegetal. En unas ocasiones, la
«mecha» era un simple trozo de cuerda
que flotaba en el aceite, mientras que en
otras salía por un orificio abierto en el
recipiente que contenía el aceite
(parecido a una tetera pequeña). La
mecha se impregnaba de aceite y cuando
se le prendía fuego, el calor lo hacía
evaporarse, emitiendo una llama
vacilante.
El asfalto líquido, que ardía igual
que el aceite obtenido de plantas y
animales, debió de sorprender también a
estos pueblos, pues le atribuyeron un
origen sobrenatural, lo mismo que a los
gases que ardían espontáneamente. Por
ello se utilizaba fundamentalmente para
alimentar las lamparillas sagradas, es
decir, las que se encendían en honor de
una divinidad.
En el primer capítulo del «Segundo
libro de los Macabeos», que narra las
vicisitudes de los judíos en el siglo II a.
C., se describe la construcción del
segundo templo. Uno de los episodios se
refiere a la búsqueda del fuego sagrado
que ardía permanentemente en el
primitivo templo de Salomón. Quienes
fueron a buscarlo «no hallaron fuego,
sino un agua espesa». Se ordenó a los
sacerdotes «que con el agua rociasen la
leña». Pasado algún tiempo «se
encendió un gran fuego, quedando todos
maravillados». Al final del capítulo
aparece el nombre de «nafta» referido a
ese agua «milagrosa».
Las partículas semisólidas del
asfalto arden también, aunque mucho
más lentamente y sin llamas, lo que se
aprovechó para otros fines.
Este tipo de fuego humea mucho y
huele muy mal, por lo que resulta
sumamente desagradable. Imaginémonos
que alguien colocara en el centro de una
habitación un recipiente de metal con
asfalto ardiendo. ¿Qué sucedería?
Los habitantes de la casa la
abandonarían rápidamente, dejando tras
de sí a otros inquilinos indeseados, tales
como ratas, ratones y chinches, que
acabarían sucumbiendo al humo. Con
este método tan sencillo se «fumigaban»
las casas en la antigüedad. Como es
lógico, quienes vivían en ellas
esperaban que se consumiera todo el
asfalto y luego ventilaban bien las
habitaciones.
Algunos pueblos pensaban que la
fumigación ahuyentaba también a los
malos espíritus portadores de
enfermedades. Cuando alguien
enfermaba y moría en una casa, sus
familiares la fumigaban, pues de lo
contrario nadie quería vivir ya en ella.
3.- La combustión del
petróleo

A medida que la civilización fue


extendiéndose a otros lugares, el fuego
se convirtió en un artículo de primera
necesidad. Las ciudades crecían sin
cesar, lo mismo que el número de sus
habitantes. El fuego se usaba para
calentar las casas, preparar los
alimentos y fabricar objetos de metal,
cerámica y vidrio a partir del hierro, la
arcilla y la arena respectivamente.
El combustible más utilizado era la
madera. Mucho más tarde, en el siglo
XVII, se extendió el empleo del carbón
(El carbón es una sustancia sólida de
color negro, compuesta casi en su
totalidad por átomos de carbono
procedentes de bosques sepultados hace
cientos de millones de años, pero ésta es
otra historia).
El fuego era asimismo necesario
para alumbrar. En muchos países de
Europa, durante los largos meses de
invierno no hay luz natural durante 15 o
16 horas al día. Como, por regla
general, nadie duerme tanto y la gente
quiere hacer algo más que estar sentada
en la oscuridad, necesita el fuego para
tener luz. Pero, además, quiere tenerlo
allí donde pueda necesitarlo y no
solamente en el hogar.
Lógicamente, las hogueras no pueden
transportarse de un lugar a otro, pero sí
las antorchas. Una antorcha es
simplemente un palo de madera con un
extremo impregnado en aceite. Otra
posibilidad es utilizar velas hechas de
grasa animal o de cera, o lámparas de
aceite.
El crecimiento de las ciudades hizo
que cada vez se necesitaran más luces,
sobre todo cuando se comprobó que la
única manera de garantizar la seguridad
de las calles era mantenerlas iluminadas
durante la noche.
¿Dónde podía obtenerse la grasa y el
aceite necesarios para alimentar tantas
lámparas, antorchas y velas?
En los siglos XVII y XVIII proliferó
de manera espectacular la caza de la
ballena. Éste es un animal de sangre
caliente y bajo su piel posee una gruesa
capa de grasa que la protege de las frías
aguas polares. De esa grasa se obtenían
ingentes cantidades de «aceite de
ballena», que se utilizaba
fundamentalmente para el alumbrado.
Las ballenas comenzaron a escasear
y algunas especies se extinguieron para
siempre. Los barcos viajaban a lugares
cada vez más lejanos, incluido el océano
Antártico, y poco a poco fue haciéndose
evidente que el aceite de ballena no era
la solución idónea.
¿Qué pasaba mientras tanto con el
carbón? Al parecer, se trataba de un
material inagotable. Además ardía sin
llamas; en lugar de éstas, desprendía
unos vapores, llamados «gas de
carbón», que podían inflamarse a
voluntad. Este gas reunía otras ventajas
muy importantes: podía recogerse,
almacenarse y transportarse a través de
tuberías hasta el lugar que se deseaba
alumbrar, donde salía por una pequeña
espita. Cuando se necesitaba luz, se
abría la espita y se prendía fuego al gas,
que ardía con una llama amarillenta. Las
lámparas de gas se convirtieron así en
una especie de «fuego eterno».
El primero en aprovechar estas
propiedades del carbón fue el inventor
escocés William Murdoch, propietario
de una fábrica de máquinas de vapor. En
1803 iluminó las naves con lámparas de
gas. En 1807, algunas calles de Londres
adoptaron este sistema de alumbrado. Su
uso se extendió definitivamente a lo
largo del siglo XIX.
Además de gas, del carbón en
combustión se desprendía también una
sustancia parecida al asfalto que se
denominó «alquitrán de carbón».
Calentándola en condiciones
apropiadas, esta sustancia destilaba un
líquido de color claro.
Este líquido es en realidad una
mezcla de hidrocarburos. Los que tenían
una cadena más corta se evaporaban con
suma facilidad, y como no servían para
el alumbrado por el riesgo de explosión
que entrañaban, se desecharon desde el
primer momento. Los expertos centraron
su atención en las moléculas más
grandes (pero que no llegaban a ser
líquidos). Dichas moléculas se
evaporaban más lentamente y ardían muy
bien en las lámparas.
Este nuevo producto se llamó
«aceite de carbón».
Hay un tipo de rocas conocidas por
esquistos, cuyos poros contienen
también hidrocarburos. Su nombre
exacto es «esquistos bituminosos», y de
ellos se obtienen una sustancia más bien
sólida y suave, similar a la cera, que
bajo el efecto del calor destila un
líquido amarillento, útil también para el
alumbrado. Por su aspecto ceroso se
denominó «queroseno», derivado de la
palabra griega con que se designaba la
cera.
Hacia 1850 se extendió
definitivamente en Europa y América el
uso del aceite de carbón o del queroseno
(llamado también «aceite de parafina»)
para el alumbrado.
En 1859 un revisor de ferrocarril del
Estado de Nueva York tuvo una idea
mucho mejor.
Su nombre era Edwin Laurentine
Drake, y cuando realizó su
descubrimiento tenía 40 años. Drake se
preguntaba si no habría una forma más
sencilla de obtener combustible para las
lámparas. Tanto el carbón como los
esquistos eran materiales sólidos que
había que extraer y transportar de un
lado a otro para, a continuación,
someterlos a diversos tratamientos.
¿No sería más fácil utilizar
directamente un líquido? Las sustancias
líquidas se manejaban con mucha más
comodidad que las sólidas y,
lógicamente, el proceso de
transformación del combustible
resultaría mucho más barato.
Drake tenía incluso una idea
aproximada de cuál podría ser ese
líquido, pues no en vano había invertido
sus ahorros en Pennsylvania Rock Oil
Company, una empresa que se dedicaba
a extraer petróleo de unos yacimientos
superficiales próximos a la localidad de
Titusville (Pennsylvania). Esta
población se encuentra en el noroeste de
dicho Estado, a unos 145 Km. al norte
de Pittsburgh.
La compañía utilizaba el petróleo
para elaborar medicamentos y con lo
que extraía de los yacimientos tenía
suficiente. Para alimentar todas las
lámparas del mundo se precisaban, sin
embargo, cantidades mucho mayores.
Todo parecía indicar que debajo de la
corteza terrestre existían depósitos muy
importantes.
Se solían excavar pozos para
obtener agua potable. Si se ahondaba
aún más, en lugar de agua dulce se
extraía agua muy salada que, entre otros
usos, se utilizaba a modo de «salmuera»
para conservar los alimentos.
En ocasiones, este agua salada salía
mezclada con petróleo. Hay relatos
donde se narra que esto sucedía ya en
China y Birmania hace 2.000 años.
Cuando de un pozo de salmuera salían
gases de este tipo, los antiguos chinos
les prendían fuego. El agua se
evaporaba por el calor y obtenían así sal
sólida.
Drake conocía todos estos datos y
estudió detenidamente los métodos de
perforación que se utilizaban para
extraer salmuera. Uno de ellos consistía
en sujetar un gigantesco cincel del
extremo de un cable y, mediante un
movimiento de vaivén, golpear la roca
hasta quebrarla. Cada cierto tiempo se
retiraban los fragmentos y se continuaba
ahondando.
Con este sistema, Drake excavó un
pozo de 21 m en Titusville, del que el 28
de agosto de 1859 manó, por fin,
petróleo.
De este modo se comprobó que el
preciado líquido negro podía bombearse
a la superficie desde las entrañas de la
tierra, lo que unido a las filtraciones
satisfaría cualquier demanda, por muy
grande que fuera. Así pues, Drake
perforó el primer «pozo de petróleo».
Tras este éxito inicial, cientos de
personas se trasladaron a la zona y
comenzaron a excavar pozos. La región
nordoccidental de Pennsylvania se
convirtió en el primer campo petrolífero
del mundo y en sus alrededores
surgieron numerosos pueblos y
ciudades. Drake no patentó su sistema y,
como tampoco era un hombre de
negocios avispado, no se hizo rico.
Murió en 1880 sumido en la pobreza.
La fiebre del oro negro se extendió a
otros lugares del mundo, pues enseguida
se comprobó que podía existir petróleo
incluso en zonas donde no había
filtraciones que revelaran su presencia.
El petróleo, que se concentra bajo
tierra, a grandes profundidades,
impregna poco a poco los poros de las
rocas sedimentarias, pero no siempre
alcanza la superficie. En ocasiones
choca con una capa de rocas
impermeables que le impiden el ascenso
y queda atrapado bajo ella en una
especie de bolsa.
Para sacarlo a la superficie es, por
tanto, necesario perforar las rocas
impermeables. A menudo, el petróleo
esta sometido además a una presión muy
fuerte ejercida por el agua que tiene
debajo. Cuando el taladro perfora la
roca sólida, el petróleo sale como un
surtidor.
¿Cómo puede saberse si debajo de
una capa impermeable existen rocas
porosas impregnadas de petróleo? Para
tratar de salvar este escollo, los
expertos estudian minuciosamente las
formaciones rocosas de la corteza
terrestre y examinan las probabilidades
de que en un lugar determinado existan
acumulaciones subterráneas de petróleo.
A pesar de ello, el único método
infalible es perforar un pozo. Si no se
tiene éxito, se dice que está «seco». En
caso contrario, es decir, si se encuentra
petróleo, las perforaciones se extienden
a las zonas próximas.
Con el paso de los años se han ido
mejorando los métodos de perforación.
Hoy día se utiliza fundamentalmente una
herramienta de metal llamada «trépano»,
que, al girar, va excavando el pozo. Este
procedimiento rotatorio es mucho más
eficaz que el sistema tradicional de
percusión. El agujero que abre el
trépano se llena de una especie de barro
que arrastra fragmentos de roca y evita
que el petróleo mane a chorros cuando
se llega a él (En los pozos tipo surtidor
se desperdicia gran cantidad de
petróleo).
En la actualidad hay más de 600.000
pozos que extraen petróleo en todo el
mundo… y todo comenzó con el que
Drake perforó en 1859.
Las aplicaciones del petróleo son
múltiples. Para aprovechar mejor los
diversos elementos que lo componen, se
somete a un proceso de «refino», que
consiste fundamentalmente en separar
las fracciones de hidrocarburos. El
método más eficaz es la «destilación»:
el petróleo se calienta hasta el punto de
ebullición, y a continuación se recogen y
separan los distintos tipos de moléculas,
empezando por las más pequeñas.
Los hidrocarburos más pesados, esto
es, los que tienen las moléculas más
grandes, son sólidos blandos y se
utilizan para pavimentos. Los de
moléculas de tamaño medio se usan
como aceite lubricante para maquinaria,
y las más pequeñas componen el «gas
natural», cuyas aplicaciones son
asimismo muy numerosas.
Cuando comenzó la explotación
industrial del petróleo, el producto más
importante eran los hidrocarburos de
moléculas de tamaño medio, pues de
ellos se obtenía el queroseno para el
alumbrado. Durante algunas décadas, las
lámparas de queroseno se alimentaron
con el combustible obtenido del
petróleo.
Había también otras fracciones
cuyas moléculas eran mayores que las
del gas natural pero más pequeñas que
las del queroseno. Estos hidrocarburos
líquidos se evaporaban con suma
rapidez, por lo que no resultaban
adecuados para el alumbrado, pues,
además, desprendían gran cantidad de
vapores, con el consiguiente riesgo de
explosión. Como aparentemente no
tenían ninguna utilidad industrial o
doméstica, solían quemarse.
Durante algún tiempo pareció que el
petróleo iba a quedar anticuado con la
misma rapidez con que se había puesto
de moda. En 1879, el inventor
norteamericano Thomas Alva Edison
descubrió la luz eléctrica.
La electricidad daba una luz mucho
más estable que las lámparas de gas o
de queroseno y, lo que era más
importante todavía, no ardía con llamas,
lo que evitaba el peligro de incendio de
los otros productos.
El uso de la luz eléctrica se extendió
con suma rapidez, sustituyendo por
completo a las lámparas de gas y
queroseno.
¿Para qué se emplearía ahora el
petróleo? ¿Habría que cerrar los pozos?
4.- La creciente
importancia del
petróleo

Un nuevo descubrimiento mucho más


trascendental que las lámparas de
queroseno o de gas vino a dar al traste
con las previsiones pesimistas sobre el
futuro del petróleo.
En el siglo XVIII se construyeron las
primeras máquinas de vapor, que, como
su nombre indica, funcionaban por el
vapor que desprendía el agua al hervir.
El vapor penetraba en el interior de la
máquina por una serie de tuberías y
presionaba sobre unos émbolos que al
moverse hacia delante y hacia atrás,
hacían girar las ruedas. La fuente de
calor, en este caso el fuego que hacía
hervir el agua, estaba fuera del motor
que hacía funcionar la máquina y por eso
se llamaba «motor de combustión
externa».
Supongamos ahora que tenemos un
tanque lleno de un líquido inflamable
que se convierte fácilmente en vapor, o,
si se prefiere, en gas. Una parte de este
vapor se hace llegar hasta el motor,
donde se mezcla con el aire. Una chispa
hace explosionar la mezcla, y la fuerza
de la explosión pone en marcha los
émbolos. Los gases quemados se
expulsan al exterior y son reemplazados
por otros nuevos, que, cuando se
mezclan con el aire y salta una chispa,
vuelven a explosionar.
Una sucesión ininterrumpida de
explosiones acciona los émbolos,
imprimiéndoles un movimiento constante
hacia delante y hacia atrás. Como en
este caso el fuego (una explosión es en
realidad un fuego muy rápido) se
produce dentro de la máquina
propiamente dicha, se habla de «motor
de combustión interna».
La ventaja más notable de los
motores de combustión interna es que su
funcionamiento es inmediato, mientras
que en una máquina de vapor había que
esperar a que hirviese el agua, y para
ello había que esperar cierto tiempo.
Para hacer explosionar la mezcla de
combustible y aire basta con una simple
chispa.
En 1860, el inventor francés Etienne
Lenoir construyó el primer motor de
combustión interna realmente útil. En
1876, el también inventor alemán
Nikolau August Otto desarrolló una
versión mejorada que (con algunas
innovaciones) sigue utilizándose
todavía.
Si el motor de combustión interna se
coloca debidamente sobre las ruedas de
un carruaje, el movimiento de los
émbolos hará girar las ruedas y, con
ello, ya no harán falta caballos para tirar
de él. Esta especie de «coche sin
caballos» fue bautizada enseguida con el
nombre de «automóvil», palabra de
origen griego y latino que significa «que
se mueve por sí mismo», aunque
nosotros seguimos hablando de «coche».
En 1885 dos ingenieros alemanes,
Gottlieb Daimler y Karl Benz,
construyeron los primeros automóviles
dignos de tal nombre, aunque en esta
primera etapa eran todavía objetos muy
caros y exclusivos.
El ingeniero norteamericano Henry
Ford ideó un sistema para construir
coches en masa, valiéndose de piezas
idénticas adaptables a cualquier
vehículo. Asimismo creó una «cadena
de montaje» para agilizar el trabajo. Las
piezas prefabricadas eran transportadas
hasta los operarios, que no se movían
del sitio que se les adjudicaba.
Cada trabajador realizaba siempre
la misma tarea en los coches a medio
construir que desfilaban por delante de
su puesto. Las piezas se montaban una
tras otra y, al llegar al final de la
cadena, el coche estaba terminado.
En 1913, Henry Ford batió todas las
marcas al fabricar mil coches al día, lo
que le permitió reducir
considerablemente su precio.
La mecánica fue mejorándose poco a
poco, y los automóviles ganaron en
comodidad y seguridad. Al principio, el
motor se ponía en marcha manualmente
mediante una manivela, lo que además
de exigir un brazo fuerte, entrañaba
cierto riesgo para la persona que la
accionaba, pues a veces los coches
arrancaban inesperadamente.
Algún tiempo después se incorporó
una batería, que producía electricidad
mediante una serie de reacciones
químicas y la almacenaba hasta el
momento de arrancar. El «arranque
automático» facilitó aun más la
conducción.
En los años veinte, los automóviles
se convirtieron en un objeto de uso cada
vez más extendido. El número de
unidades vendidas crecía año tras año;
todo el mundo quería tener un coche.
¿Cuál era, sin embargo, el
combustible que los hacía moverse?
¿Cuál era el gas que explosionaba al
mezclarse con el aire y ponía en marcha
el motor? ¿Qué había sucedido mientras
tanto con los hidrocarburos obtenidos
del petróleo?
Las moléculas de tamaño medio de
queroseno no servían para estos fines,
pues tardaban demasiado en convertirse
en gas. En las lámparas, en cambio, la
evaporación lenta representaba una
ventaja, pues prevenía las explosiones,
que era precisamente lo que se quería
provocar en los motores de combustión
interna.
Se necesitaban, por tanto, moléculas
más pequeñas que las del queroseno.
Los técnicos centraron entonces su
atención en esas moléculas diminutas
que no servían para el alumbrado y que
las compañías de petróleo quemaban
como desecho. El desarrollo de la
industria automovilística les abrió así
las puertas de un nuevo mercado para un
producto que hasta entonces
consideraban inservible.
Ese producto ligero, sumamente
volátil y aparentemente inútil que se
obtenía de la destilación del petróleo
pasó a llamarse «gasolina», de gas y del
latín oleum, aceite, convirtiéndose al
cabo de muy poco tiempo en el más
importante de toda la industria
relacionada de un modo u otro con el
petróleo.

En 1903, los hermanos


norteamericanos Wilbur y Orville
Wright inventaron el aeroplano, al que
dotaron también de un motor de
combustión interna. Su difusión hizo
aumentar notablemente la demanda de
gasolina.
En 1892, el ingeniero alemán Rudolf
Diesel diseñó un motor de combustión
interna más sencillo, que consumía
menos combustible. El carburante
utilizado («aceite diesel» o gasóleo)
admitía en este caso moléculas más
grandes, y además no necesitaba chispa
alguna para la ignición. La mezcla era
comprimida en un espacio muy
reducido, y la propia compresión
generaba el calor necesario para
provocar su explosión.
Los motores diesel eran más
pesados que los de gasolina, y enseguida
se comprobó que daban mejores
resultados que éstos en vehículos
grandes, tales como camiones, autobuses
y barcos.
En la década de los treinta, los
motores de combustión interna se habían
convertido ya en algo tan común que el
petróleo reemplazó al carbón como
combustible. Las compañías petrolíferas
comenzaron a desarrollar métodos
adecuados para refinar el petróleo y
obtener la mayor cantidad posible de
gasolina y gasóleo, pues la demanda
crecía sin cesar.
A pesar de las constantes mejoras
introducidas en estos procesos,
continuaban quedando gran cantidad de
residuos.
Aunque los hidrocarburos líquidos
con moléculas grandes ardían sin ningún
problema, las lámparas de queroseno
(parafina) habían desaparecido casi por
completo. Sin embargo, el calor que
generaba su combustión podía utilizarse
para dar calor en vez de luz. Así pues,
¿por qué no calentar las calderas de las
casas con este «fuel-oil»?
En los años veinte, las casas se
calentaban fundamentalmente con
carbón, pero como el nuevo combustible
presentaba ventajas considerables,
enseguida pasó a reemplazarlo.
El carbón era un material muy sucio
de manejar; había que almacenarlo en un
lugar adecuado, que casi siempre era el
sótano. Para encender las calderas,
había que echar algunas paletadas de
carbón y mezclarlo con papeles y
astillas de madera, pues de lo contrario
no ardía. Asimismo, había que vigilarlo
y removerlo de vez en cuando y, cuando
se apagaba, era preciso retirar las
cenizas.
El fuel-oil, en cambio, podía
almacenarse bajo tierra, desde donde
pasaba automáticamente a las calderas,
que se encendían y apagaban también
automáticamente mediante un termostato.
Tampoco se originaban cenizas. Debido
a todas estas ventajas, las calefacciones
de fuel-oil fueron sustituyendo
progresivamente a las de carbón.

Las moléculas más pequeñas de gas


natural se aprovecharon para alimentar
las cocinas y las estufas domésticas.
Para algunas aplicaciones, el gas natural
resultaba más adecuado que los
combustibles líquidos, pues, entre otras
ventajas, su manejo era más limpio y
sencillo.
La industria química estudió las
posibilidades que ofrecían los residuos
del petróleo e hizo algunos
experimentos, como alterar la
disposición de sus átomos o añadir otros
nuevos. De este modo se obtuvieron
productos tan útiles como los plásticos,
las fibras sintéticas, los tintes e incluso
determinados medicamentos.
5.- El futuro del
petróleo

Como ya hemos visto, un número


creciente de personas comenzó a utilizar
el petróleo para usos cada vez más
amplios. Este empleo masivo hizo que la
gente se plantease la siguiente pregunta:
¿hasta cuándo durarían las reservas
existentes?
En los años treinta se extendió el
rumor de que el petróleo estaba
agotándose, pero las compañías no
interrumpieron sus labores sino que, por
el contrario, continuaron haciendo
prospecciones en diversas partes del
mundo. Los métodos de prospección,
perforación y extracción mejoraron
también notablemente.
A finales de los años cuarenta se
descubrieron nuevos yacimientos en el
Oriente Medio, donde las antiguas
civilizaciones habían utilizado las
filtraciones próximas a la superficie.
En las costas del Golfo Pérsico se
detectaron riquísimos yacimientos
subterráneos, de los que, al parecer,
podía extraerse tanto petróleo como en
todo el resto del mundo. La producción
mundial se duplicó casi inmediatamente.
Durante veinticinco años, el petróleo
fue producto abundante y barato.
Estados Unidos poseía sus propias
fuentes de abastecimiento, pero pronto
empezó a comprarlo en el extranjero
porque le resultaba bastante asequible.
Europa y Japón, que no tenían petróleo,
lo importaban para satisfacer sus
necesidades, lo cual no les resultaba
demasiado caro.
En principio no hubo ningún
problema, ya que después de la segunda
guerra mundial la mayoría de las
regiones productoras de petróleo
quedaron bajo el control de países
europeos. Compañías europeas y
norteamericanas dirigían todo lo
relacionado con la explotación del «oro
negro».
Con el transcurso de los años, las
colonias de Oriente Medio se hicieron
independientes y, lógicamente, exigieron
controlar sus pozos y vender el petróleo
al precio que fijaran sus respectivos
gobiernos. En 1960, los países
productores de petróleo de Oriente
Medio y de otros lugares se agruparon
en la Organización de Países
Exportadores de Petróleo (OPEP).
Enseguida pudo comprobarse que
dicha organización era muy poderosa.
Los países industrializados necesitaban
desesperadamente el petróleo, pues sin
él no funcionarían las fábricas, los
coches, los barcos ni los aviones. Si se
restringiese el uso del petróleo, la
economía mundial se vería gravemente
perjudicada.
Sin embargo, las restricciones
parecían inevitables, pues a pesar de los
yacimientos descubiertos después de la
segunda guerra mundial, era evidente
que los recursos acabarían por agotarse
en un futuro más o menos próximo.
Según ciertas estimaciones, en la
actualidad las reservas mundiales
ascienden a 600.000 millones de
barriles. A primera vista parece una
cifra enorme, pero si tenemos en cuenta
que el consumo anual oscila en torno a
los 20.000 millones de barriles, no
resulta aventurado afirmar que el
petróleo existente bajo la corteza
terrestre durará tan sólo 30 años más.
Todavía pueden descubrirse, por
supuesto, nuevos yacimientos. A finales
de los años sesenta, por ejemplo, se
encontró uno muy importante en el norte
de Alaska. En el Mar del Norte, cerca
de Gran Bretaña, se ha descubierto
también petróleo y otras exploraciones
recientes centran su atención en el sur de
México.
Con todo, aunque contabilicemos el
petróleo que aún queda por descubrir,
las reservas no durarán más de 50 años
si lo seguimos utilizando al mismo ritmo
que hasta ahora.
Y lo que es peor: los pozos
primitivos están secándose. Durante más
de un siglo, desde que Drake perforara
el primer pozo de Pennsylvania, Estados
Unidos ha sido el primer productor
mundial. Hoy día, los campos de dicha
región hace ya tiempo que se agotaron,
aunque, por fortuna, se han descubierto
yacimientos aun mayores en Texas y en
otros Estados.
A pesar de ello, los pozos
norteamericanos ya no rinden como hace
unos años. La producción alcanzó su
punto culminante a principios de los
años setenta, y desde entonces no ha
dejado de disminuir.
En 1969, Estados Unidos producía
todo el petróleo que consumía, mientras
que hoy necesita importar grandes
cantidades para satisfacer la creciente
demanda interior, pues sus habitantes
cada vez consumen más petróleo. En
1973, el 10% del petróleo consumido en
dicho país era importado, y en 1980, el
porcentaje había aumentado al 50%.
Cuando los países productores de
petróleo decidan restringir sus
exportaciones, los habitantes de las
naciones que lo importan lo pasarán
realmente mal. Por ejemplo, escaseará
la gasolina para los automóviles, el
gasóleo para los camiones y la
maquinaria agrícola y el fuel-oil para
las calefacciones.
En 1973, los países de Oriente
Medio interrumpieron durante unos
meses el suministro de petróleo a
Estados Unidos y Europa a causa de una
disputa política acerca de Israel,
sembrando una gran confusión. En 1979
se produjo una revolución en Irán, que
era uno de los principales países
productores, y su producción quedó en
suspenso. Otra vez se produjo el caos.
Los países que integran la OPEP
afirman que las reservas petrolíferas no
van a durar indefinidamente. Si el
petróleo se suministra en abundancia y a
bajo precio, nadie se dedicará a
investigar otras fuentes de energía
alternativas, sino que los usuarios se
limitarán a quemarlo. Cuando se agote,
se producirá un cataclismo de
consecuencias imprevisibles.
Si se aumenta el precio y se limita la
producción, el petróleo se utilizará con
más comedimiento y se evitarán los
despilfarros. Más aun: si resulta
realmente caro y difícil de obtener, los
científicos de todo el mundo se
esforzarán por hallar energías
alternativas.
Desde 1973, los países miembros de
la OPEP han aumentado constantemente
el precio del petróleo, lo que ha
originado un aumento generalizado del
coste de la vida. De este modo nos
hemos dado cuenta de que existe un
problema energético que es necesario
solucionar pronto.
¿Qué puede hacerse?
En primer lugar, el estudio y posible
descubrimiento de nuevas fuentes de
energía requiere tiempo y por ello es
importante conservar el petróleo y no
derrocharlo. El ahorro de combustible
se ha convertido así en un objetivo
prioritario.
Una posibilidad es adquirir coches
más pequeños que consuman menos
gasolina por cada kilómetro recorrido.
Otra, utilizar más los transportes
públicos, caminar, compartir el coche
con otras personas que hagan el mismo
trayecto, aislar las viviendas, no abusar
de la calefacción en invierno ni del aire
acondicionado en verano, reducir al
máximo los viajes de placer y pasar las
vacaciones en un lugar próximo a
nuestros lugares de residencia.
Un modo de fomentar el ahorro es
controlar la población. Todas las
personas utilizan la energía de un modo
u otro y, cuanto más gente haya, más
energía se necesitará. En el mundo viven
más de cuatro mil millones de personas,
es decir, el doble que hace tan sólo 50
años. De seguir el mismo ritmo de
crecimiento, en el año 2000 habrá seis
mil millones de habitantes sobre la
Tierra. Por ello es importante que la
población no crezca a un ritmo
demasiado rápido.

Otra forma de contribuir a conservar


la energía es luchar por la paz mundial.
Las guerras resultan increíblemente
caras desde el punto de vista del
consumo de energía. El simple hecho de
mantener un Ejército, una Marina de
Guerra y unas Fuerzas Aéreas suponen
un gasto enorme, aunque nunca lleguen a
entrar en acción.
Los pozos de petróleo no son la
única fuente de combustible, aunque sí
la más adecuada y barata. Todavía nos
queda la posibilidad de volver a los
esquistos, de los que hace un siglo se
extraía el queroseno.
No obstante, la extracción de esta
sustancia resulta bastante complicada, y
para obtener los hidrocarburos
necesarios se requiere tiempo, energía e
instalaciones adecuadas. Asimismo
habría que arbitrar algún sistema para
aprovechar los residuos. Si lográramos
solucionar estos problemas, los
esquistos podrían ser una importante
fuente de energía. En Canadá hay, por
otra parte, «arenas bituminosas» que
podrían explotarse para obtener
combustible.
Si aprovechamos debidamente todos
estos recursos, tendremos petróleo para
unos cien años más.
En última instancia nos queda
todavía el carbón, cuyas reservas son
mucho más abundantes que las de
petróleo, al que además puede sustituir
en múltiples aplicaciones. Sometido a
determinados tratamientos químicos, el
carbón puede transformarse en
combustibles líquidos, que en este caso
se llaman combustibles sintéticos. Según
las estimaciones, el carbón no se agotará
hasta dentro de algunos siglos.
Tanto el carbón como el petróleo
tienen un inconveniente: al arder, las
impurezas desprenden sustancias
químicas dañinas que contaminan la
atmósfera.
Incluso aunque se eliminen tales
impurezas, la combustión de ambas
sustancias origina dióxido de carbono,
que al mezclarse con el aire tiende a
retener la luz solar y calentar la tierra.
Un cambio en el porcentaje de dióxido
de carbono en la atmósfera bastaría para
modificar el clima de la tierra y
originaría problemas enormes.
Por éstas y otras razones es
preferible intensificar la búsqueda de
otras fuentes de energía alternativas que
no entrañen tales peligros. Por ejemplo,
podemos aprovechar la energía del
viento, del agua, de los bosques, de las
mareas, de las olas y del calor que
emana de las entrañas de la Tierra.
Quizá todo ello no sea suficiente para
satisfacer nuestras necesidades, pero al
menos podremos abastecernos hasta que
encontremos algo mejor.
Otra posibilidad de importancia
creciente es la energía nuclear, obtenida
a partir de la fisión del uranio. Sin
embargo, muchas personas piensan que
resulta demasiado peligrosa, pues de
ella puede desprenderse radiactividad.
Otra modalidad de energía nuclear es la
fusión del hidrógeno, que podría
suministrar energía más abundante y
barata que el uranio; su manipulación no
entraña, al parecer, tantos riesgos. El
problema estriba en que los científicos
no han hallado todavía la forma de
convertir la fusión del hidrógeno en
energía confortable, sin explosión.
El Sol es otra fuente energética
importante y prácticamente inagotable.
Expertos de todo el mundo estudian la
mejor manera de recoger el calor que
desprende y aprovecharlo en nuestro
beneficio.
Hay una solución que apunta a la
instalación en el espacio de estaciones
colectoras desde las que la energía se
transmitiría a la Tierra en forma de
ondas de radio muy cortas, llamadas
«microondas», que luego se convertirían
en electricidad.
Como hemos visto, todavía podemos
hacer muchas cosas hasta que se agote el
petróleo. Lo importante es no perder la
calma y colaborar con otros países para,
entre todos, hallar la solución más
adecuada.
ISAAC ASIMOV. (2 de enero de 1920 -
6 de abril de 1992). Fue un escritor y
bioquímico estadounidense nacido en
Rusia, aunque su familia se trasladó a
Estados Unidos cuando él tenía tres
años. Es uno de los autores más famosos
de obras de ciencia ficción y
divulgación científica.
Fue un escritor muy prolífico (llegó a
firmar más de 500 volúmenes y unas
9.000 cartas o postales) y multitemático:
obras de ciencia ficción, de divulgación
científica, de historia, de misterio…
Baste decir que sus trabajos han sido
publicados en nueve de las diez
categorías del Sistema Dewey de
clasificación de bibliotecas.
El libro que aquí nos ocupa pertenece a
los de divulgación histórica, serie de
obras que ha sido común e
informalmente llamada Historia
Universal Asimov y está compuesta por
un total de catorce volúmenes, con
mapas y cronología incluidas en cada
uno de ellos, comprendiendo las más
importantes civilizaciones y periodos
históricos. Los Estados Unidos desde el
final de la Guerra Civil hasta la
Primera Guerra Mundial es el
decimocuarto de los volúmenes de dicha
serie.

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