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ciencia

y
técnica
traduccción de
CLARA GIMÉNEZ
LA CIENCIA
PARA NO CIENTÍFICOS

por
ALBERT JACQUARD

siglo
veintiuno
editores
siglo xxi editores, s.a. de c.v.
CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310, MÉXICO, D.F.

siglo xxi editores argentina, s.a.


TUCUMÁN 1621, 7 N, C1050AAG, BUENOS AIRES, ARGENTINA

diseño de portada: patricia reyes baca

primera edición en español, 2005


© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
isbn 968-23-2565-x

primera edición en francés, 2001


© calmann-lévy, parís
título original: la science à l’usage des non-scientifiques

derechos reservados conforme a la ley


impreso y hecho en méxico / printed and made in mexico
Entremos en el baile
Veamos cómo se baila
Giremos, valseemos
Besemos a quien queramos

El niño entra en la sociedad de los hombres di-


virtiéndose, cantando, bailando.
El “grande” entra en el universo de los quarks y
las galaxias maravillándose, a condición de con-
templarlo con lucidez, o sea de sacar provecho
de los aportes de la ciencia.

Entremos en la ciencia
LA CIENCIA CANTANDO

La aventura de la ciencia comenzó cuando, hace algunas decenas o


centenares de millones de años, uno de nuestros lejanos ancestros,
Eva o Adán por lo que sabemos, al contemplar al amanecer una bola
de fuego que brotaba en el horizonte y recordar que había presencia-
do el mismo espectáculo la víspera, se preguntó: “¿Es la misma bola de
fuego de ayer?” La pregunta era perfectamente ociosa; la respuesta, si
se hubiera podido obtener, no habría cambiado en nada los proble-
mas planteados por la sobrevivencia. Lo que importa es que la bola de
fuego aparece, ilumina, calienta y facilita con su presencia las tareas
necesarias: cazar, recoger, pescar. ¡Para qué conocer su origen!
Pero ni la caza ni la pesca han podido hacerle olvidar su pregun-
ta. Ésta no tenía ninguna consecuencia en su vida cotidiana, sin em-
bargo no podía librarse de ella; punzante, se le había aferrado como
una sanguijuela. Obtener una respuesta le parecía tan necesario co-
mo comer y beber. Pero nadie podía proporcionársela, y se contentó
con imaginar una, admitiendo, por ejemplo, que esa bola era nueva
cada mañana y que una divinidad desconocida, más allá del horizon-
te, trabajaba durante la noche para fabricarla y, a la mañana, la lan-
zaba hacia el cielo, dejándola caer por la noche en el océano donde
se hundía. La pregunta desembocaba en la inquietud: ¡con tal de
que ese dios desconocido prosiguiera su tarea!
Ocurre que esa extraña actitud de interrogación resultó contagio-
sa. Se propagó en toda nuestra especie al punto de ser una de las ca-
racterísticas que fundan nuestra originalidad y nos diferencia de los
otros primates mucho más que la ausencia en nuestro cuerpo de la
hermosa piel que adorna el de nuestros primos chimpancés y gori-
las o la inutilidad de nuestros miembros posteriores para aferrar las
ramas. No somos sólo primates desnudos y más bien torpes, somos
sobre todo animales curiosos: desde la más tierna edad, la conversa-
ción de los niños está llena de signos de interrogación; a lo largo de
toda su vida el adulto es atenaceado por la incomodidad de las pre-
guntas sin respuesta.
[9]
10 ALBERT JACQUARD

Pertenece a la especie Homo sapiens: es un primate capaz de plan-


tearse preguntas.
Por lo tanto, proporcionar respuestas equivale a hacer un regalo
preciado. Al principio, la única fuente era la imaginación de aque-
llos que osaban concebir y expresar una hipótesis; de ahí la multitud
de mitos que se esfuerzan por explicar los acontecimientos observa-
dos, fragmentos dispersos de una realidad que, poco a poco, se reve-
la sin ser jamás develada totalmente.
Pero, más allá de esos mitos, apareció la necesidad de asegurar
cierta coherencia entre las informaciones que la naturaleza tiene a
bien proporcionarnos y las explicaciones parciales que nosotros les
damos. Lo que actualmente designamos como la investigación cien-
tífica es la exploración de los caminos que permiten satisfacer esta
ambición.
¿Por qué la tempestad se desencadena en el golfo y pone en peli-
gro las embarcaciones? Basta con evocar una cólera de Neptuno fue-
ra de sí por las travesuras de Anfitrite y todo está dicho. Las divinida-
des viven en un mundo fuera del alcance de los humanos: imaginar
su comportamiento como la causa inaccesible de los acontecimien-
tos no proporciona ninguna respuesta útil. Como máximo se puede
esperar apaciguar su cólera o atraer su benevolencia por medio de
sacrificios o de procesiones, pero a la larga la eficacia de tales cere-
monias se revela muy decepcionante.
Ante este fracaso, algunos espíritus han abandonado el cortocir-
cuito lógico de la mitología y han buscado relaciones de causalidad
entre los hechos que se suceden. Al comprobar que la agitación de
los árboles y el soplo del viento son hechos simultáneos, el niño de-
duce de buen grado que los árboles, al agitarse, provocan el viento.
Pero al constatar después que el viento también puede levantarse
donde no hay árboles, pone en duda su primera explicación y admi-
te que el viento es la causa de la agitación de los árboles y no a la in-
versa. De este modo, franquea una etapa suplementaria y adopta un
comportamiento auténticamente “científico”: busca, entre las mani-
festaciones sucesivas del mundo real, las cadenas causales orientadas
desde el antes hacia el después. Imagina un modelo del Universo en
el cual los acontecimientos se desarrollan conforme a ciertas reglas.
Se convierte en Homo sapiens sapiens, es decir un primate que se
esfuerza por encontrar respuestas lógicas a sus preguntas.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 11

DE LA OBSERVACIÓN A LA COMPRENSIÓN

Nuestros sentidos nos informan a cada instante del estado de la pe-


queña porción del mundo que nos rodea. Un flujo permanente de
sensaciones nos enseña que estamos inmersos en un universo cam-
biante al que debemos tener en cuenta para asegurar la prolonga-
ción de nuestra existencia.
Aquí, “nos” no designa sólo a los miembros de nuestra especie sino
a todos los seres dotados de un mínimo de autonomía por la natura-
leza. El animal más humilde tiene la capacidad de tener en cuenta,
para adaptar su comportamiento, las informaciones que recibe por
medio de los múltiples órganos de los sentidos. La particularidad de
nuestra especie no consiste en disponer de fuentes de informaciones
particularmente habilitantes (estamos ante todo mal dotados, nues-
tra vista es menos aguda que la del gavilán, nuestro oído menos agu-
zado que el del gato, nuestro olfato menos fino que el del perro); lo
que nos distingue es el haber adoptado una actitud de interroga-
ción: tratamos de remontar la cadena de las causalidades que han
culminado en los acontecimientos constatados, es decir comprender
los procesos que se desarrollan alrededor de nosotros y en nosotros.
Comprender, ¡qué ambición extravagante! El Universo me rodea;
formo parte de él, que me ha producido. Movido por todas las fuer-
zas que obran en él, ha realizado una multitud de estructuras: unas
ínfimas, como los núcleos de los átomos; otras gigantescas, como las
galaxias; unas aparentemente estables, como tranquilizadas; otras en
rápida transformación, como tendidas hacia la concreción de la rea-
lidad por venir. Entre los innumerables productos de esta cosecha
cósmica, yo y mis semejantes.
Los mismos procesos que han desembocado en el corazón de
ciertas galaxias en agujeros negros más macizos que millardos de so-
les, entre esas galaxias con un espacio casi vacío atravesado por ra-
diaciones tan débiles que son apenas discernibles, aquí hay un hor-
no donde elementos llevados a millones de grados elaboran nuevas
moléculas; allá una cámara frigorífica donde hasta el tiempo parece
a punto de detenerse a falta de acontecimientos; esos mismos enca-
denamientos ciegos, imprevisibles, brutales, de causas y efectos han
culminado provisoriamente, en este pequeño planeta, después de
unos quince mil millones de años, a un ser capaz de admirar la quie-
12 ALBERT JACQUARD

tud de los crepúsculos, de embriagarse con la belleza de las rosas, de


emocionarse ante una mirada.
Capaz también de emprender la reconstrucción del camino que,
partiendo de la informe papilla inicial, al precio de la exploración de
múltiples callejones sin salida, de innumerables bifurcaciones hacia
nuevas vías, de rupturas brutales, de ensayos, de errores, ha conduci-
do hasta él. Para llegar a esta comprensión, debe escaparse por me-
dio del pensamiento del universo que lo ha producido, mirarlo como
si lo contemplara desde afuera y elaborar preguntas a las que este
universo pueda responder, es decir, inventar el lenguaje de la ciencia.
Es como un niño que, creado por el vientre materno, comprueba un
día que su madre no es él mismo, se dirige a ella y espera que contes-
te a sus preguntas. Con preguntas y respuestas construye su explica-
ción del mundo; al hacerlo se conduce como científico.
Porque ser científico es atreverse a tutear al Universo.

Este diálogo entre el conjunto de los humanos y lo que los rodea, en


el curso del siglo pasado, sin que hayamos notado suficientemente
en qué medida, acaba de transformarse radicalmente, pues estudia
realidades que hasta entonces habían quedado escondidas, y emplea
un lenguaje nuevo para describirlas mejor.
En tanto que, desde siempre, habíamos contemplado a este uni-
verso como estable, nuestros telescopios y nuestras ecuaciones aca-
ban de mostrarnos que está en expansión: las galaxias se alejan unas
de otras. Este descubrimiento ha trastornado nuestra comprensión
del mundo y ha abierto nuevos caminos a las preguntas sobre el lu-
gar que ocupamos en él; sin embargo no concierne sólo a una carac-
terística espaciotemporal, a un punto de vista de geómetra.
Mucho más fundamental es la constatación de que el Universo está
en manifestación. No se contenta con agrandar el espacio, al que crea
ocupándolo, con prolongar el tiempo, al que genera haciendo suceder
los acontecimientos, también hace aparecer objetos nuevos; ordena
conjuntos estructurales según esquemas originales, dotados de pode-
res inéditos. Es a la vez el objeto y el autor de una creación permanen-
te, una génesis sin día de descanso, un nacimiento perpetuo.
Un impulso creador está actuando desde el inaccesible origen, y
las causas de este impulso comienzan a ser comprendidas. ¿Cómo
saber si este impulso está dirigido hacia un objetivo? Ha sido capaz
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 13

de producirnos, eso es un hecho, pero constatarlo no permite de


ningún modo afirmar que estaba movido por una voluntad propen-
diente a nuestra realización. Esta pregunta queda definitivamente
sin respuesta.
Por el contrario, sabemos que hoy, en este Universo, existe un ob-
jeto capaz de inventar mañana, de orientar sus actos del momento
presente en función de un resultado deseado para un momento ulte-
rior. Este objeto —nosotros— es por lo tanto responsable de su pro-
pio devenir. Es como el navegante, que emplea la fuerza del viento,
cualquiera que sea la dirección de éste, para ir hacia el punto que ha
elegido.

EL CONOCIMIENTO DEGRADADO A EFICACIA

Así presentada, la actividad intelectual fundada sobre el rigor es la


actitud específica de nuestra especie; es lo que la identifica. Para per-
tenecer verdaderamente a esta especie, el rasgo esencial es participar
en la aventura del conocimiento, aventura que equivale a un naci-
miento. Nacer es salir de la madre para existir frente a ella; conocer
es escaparse del universo para dirigirse a él. La educación tiene por
finalidad permitir esta diligencia; por lo tanto no puede hacer otra
cosa que formar científicos. Decir que un ser humano es un científi-
co es un pleonasmo.
Por desgracia, esta afirmación se opone a lo que admite la cultura
dominante en la actualidad, la de la sociedad occidental. Habiendo
adoptado como motor de su actividad la competición generalizada
entre individuos, entre empresas, entre naciones; habiendo elegido
el provecho como criterio de éxito, difunde dos ideas falsas con res-
pecto a la ciencia: una sobre su finalidad (la felicidad de compren-
der es remplazada por el placer de ser eficaz), la otra sobre su prác-
tica (la participación en una obra colectiva del conjunto humano es
olvidada en pro de una lucha individual, a menudo desesperada, pa-
ra encontrar un lugar en ella y conservarlo).
Es cierto que la comprensión comporta a veces la eficacia, que
puede ser la llave del éxito para aquellos que quieren actuar. Es cier-
to, por ejemplo, que, sin la célebre fórmula de Einstein que conec-
14 ALBERT JACQUARD

ta la masa a la energía, seríamos incapaces de hacer estallar bombas


nucleares o producir electricidad a partir del uranio. Pero eso está
lejos de ser el caso general.
La mayoría de las innovaciones conceptuales no ha tenido, al me-
nos en un primer momento, ninguna aplicación práctica. En el siglo
XVII, el descubrimiento por Galileo de la proporcionalidad entre la
fuerza y la aceleración (y no, como se creía desde los griegos, entre
la fuerza y la velocidad) ha hecho renunciar a un error de veinte si-
glos, pero no ha cambiado nada en lo inmediato la vida de los hom-
bres, como tampoco lo hizo la hipótesis del origen común de todos
los seres vivientes propuesta por Darwin en el siglo XIX o, en el XX,
el descubrimiento de la expansión del Universo por el astrónomo
Hubble. Estas renovaciones conceptuales transforman fundamen-
talmente nuestra mirada sobre el mundo y sobre nosotros mismos;
por lo tanto orientan nuestra reflexión en direcciones inéditas y a ve-
ces, a la larga, tienen consecuencias concretas indirectas; pero los in-
vestigadores que las habían propuesto no tenían otro objetivo que el
de mejorar nuestra lucidez, no el de acrecentar una eficacia cual-
quiera.
La corriente economista actual de Occidente nos hace olvidar estas
evidencias; pone el acento sobre el aspecto rentable de los descubri-
mientos y reduce la maravillosa realización de comprender la realidad
a la simple satisfacción de producir herramientas que permitan trans-
formarla. Esta satisfacción es por cierto legítima, pero no debe restrin-
gir la vigilancia ante las consecuencias eventualmente nefastas de esta
eficacia. Sumida en esta inmediatez que propone como palabra guía
la rentabilidad, la investigación científica acepta progresivamente po-
nerse al servicio del provecho. El comportamiento del investigador
tiende a hacerse parecido al de una prostituta, que alquila sus encan-
tos al placer de un cliente del que ella sólo conoce la obsesión del de-
seo; aquél alquila su inteligencia, su saber, su imaginación en provecho
de un empleador de quien no conoce más que la obsesión de la ren-
tabilidad.
Este envilecimiento de la ciencia tiene repercusiones sobre el
conjunto del sistema educativo. Éste ya no es el lugar donde cada
uno se abre al mundo y aprende alegremente el arte del encuentro,
se convierte en un campo cerrado del que salen indemnes sólo aque-
llos que supieron aventajar a los otros. Ya no se trata de contentarse
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 15

con la alegría de comprender sino de estar obsesionado por el de-


seo de comprender más rápido que los otros. La introducción del
criterio “velocidad” en una actividad tan sutil como la construcción
de la inteligencia hace que la ciencia participe en un mecanismo de
exclusión.
En Francia, cada vez más rápidamente a medida que se suceden las
reformas de la enseñanza, los niños son clasificados, catalogados, de-
finitivamente orientados según que sean considerados como “científi-
cos”, “literarios” o “manuales”. Esta catalogación podría ser insignifi-
cante si esas palabras de connotación más bien amable no ocultaran
juzgamientos rotundos y a veces cargados de catástrofes personales. Si
hacemos un esfuerzo por escapar a la hipocresía del lenguaje, debe-
mos constatar que el término “manual” es sinónimo de “capaz de uti-
lizar sus manos pero no su cabeza”; “literario”, de bueno para la faci-
lidad de palabra pero no para el rigor; “científico”, en fin, significa
“puede tener esperanzas de atravesar sin demasiados daños las clases
de preparatoria y, tal vez, incluso de integrar una gran escuela”. Sólo la
tercera categoría es verdaderamente admitida a participar en el gran
juego del conocimiento.
Tales juicios son aberrantes y destructivos. Es necesario denun-
ciarlos no sólo para luchar contra las injusticias y reinsertar a los
excluidos, sino para mejorar el “vivir juntos” donde constatamos, a
medida que los medios de comunicación se multiplican, que se plan-
tean problemas cada vez más difíciles.
Todos los jóvenes son víctimas de este sistema: en primer lugar los
que se han dejado persuadir de que no habían recibido de la natura-
leza los medios de acceder a este juego, en tanto que está abierto a
todos; pero también los que han podido deslizarse entre las puertas
sucesivas, cada vez más estrechas de la selección, y que al recorrer el
camino han olvidado la finalidad del esfuerzo necesario. La cuestión
tendría que ser embriagarse con honor de la comprensión del mun-
do; ya no queda más que la lucha agotadora dirigida hacia el éxito en
los concursos. Los mismos enseñantes participan en esta desviación
al privilegiar el saber que se acumula y no la reflexión que se busca.
En lugar de poner su energía al servicio de esta reflexión, se conten-
tan con ser jueces que confieren notas.
16 ALBERT JACQUARD

CIENCIA Y DEMOCRACIA

Finalmente es la democracia lo que está en juego. Al hacer aceptar


por la mayoría de los adolescentes la certeza de que “no están he-
chos para comprender”, que no pertenecen a la pequeña cohorte de
los pocos cerebros privilegiados, los únicos en tener acceso a la com-
prensión de la realidad, al sugerir que tanto su interés personal co-
mo el interés colectivo necesitan que se resignen a obedecer ciega-
mente, se organiza una sociedad fundada sobre la sumisión de la
multitud. Panem es ahora, al menos en los países desarrollados, pro-
porcionado a todos, aun a los más desprovistos, circenses (los juegos),
gracias a la televisión, están disponibles en casa; todo está preparado
para realizar y perpetuar una comunidad humana cuyas necesidades
biológicas serán satisfechas y que no se hará más preguntas.
Sin embargo, está compuesta de primates, por cierto desnudos y
torpes, pero de los que cada uno tiene la capacidad de abrirse un ca-
mino autónomo en la jungla de las posibilidades, de desbrozar una
pista aún inexplorada; están disponibles para aventuras impensables;
¿es aceptable dejarlos dormitar en el confort de las necesidades ele-
mentales satisfechas? Se puede soñar algo mejor para los humanos.
Para formalizar este sueño y darle lugar en la realidad, la lucidez
aportada por la ciencia puede ser la fuerza definitiva. Porque lo re-
volucionario no es sólo, como decía Gramsci, la verdad, es la lucidez,
y ésta sólo puede ser compartida si se difunden los fragmentos de
comprensión penosamente obtenidos por el esfuerzo de los investi-
gadores.
Esta difusión debe extenderse a todos sin excepción. La responsa-
bilidad del sistema educativo consiste en aportar a cada uno, verdade-
ramente a cada uno, cualesquiera que sean sus posibilidades intelectua-
les aparentes, los medios que le permitan ser un poco menos miope
ante la realidad. Rehusar a un solo ser humano el acceso a una mira-
da lo más clara posible es hacer peligrar a toda la humanidad.
Estos medios son a menudo confundidos con el “saber”. Es ver-
dad que la descripción más exacta disponible de las observaciones
realizadas, de las explicaciones propuestas, de los datos recogidos,
permite remplazar el caos de las sensaciones por una visión estruc-
turada, si no ordenada. Un mínimo de saber es necesario para co-
menzar a distinguir formas en la niebla de lo que nos aportan nues-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 17

tras sensaciones. Pero ese saber no participa en la edificación de una


inteligencia más que por las preguntas que ha originado. Contentar-
se con acumularlo no tiene más interés que comprar una enciclope-
dia y acomodarla en la biblioteca sin siquiera hojearla.
Para hacer preguntas pertinentes, es necesario disponer de los
medios de relacionar los diversos elementos de ese saber. Ése es el
papel de las distintas herramientas proporcionadas particularmente
por las matemáticas. Mencionaremos aquí algunos ejemplos, espe-
cialmente el caso de un dominio que no parece atractivo en absolu-
to: los logaritmos. Conocer su definición, utilizarlos para efectuar
más rápidamente ciertos cálculos, es emplear un saber eventualmen-
te útil; pero comprender cómo transformar, gracias a los logaritmos,
una escala de medidas de cero al infinito en una escala que va de
menos el infinito a más el infinito, es entrar en el juego de la equi-
valencia entre conceptos, es manipular una herramienta que permi-
te formular mejor ciertos problemas, por ejemplo, cuando se trata
de interrogarse sobre los orígenes, ya sea orígenes del cosmos o de
nuestra propia persona.
Lo importante es hacerse capaz de plantear bien las preguntas y,
para eso, haberse tomado el trabajo de definir los conceptos, lo que
no siempre es fácil. “Bajo los pavimentos, la playa”, decían los estu-
diantes del Barrio Latino en mayo de 1968. “Bajo las palabras, los
conceptos” deberíamos recordar hoy, y constatar que a menudo es
más fácil, al levantar un pavimento, encontrar arena llegada de una
playa lejana, que encontrar, al analizar una palabra, la idea que ha
conducido a forjarla.

Ésa es la ambición que refleja este libro: despertar en el lector la exi-


gencia de la comprensión. Aquí, un recuerdo que no me abandona.
Estuve el año pasado una tarde en un colegio de uno de los subur-
bios del norte de París, considerados “desfavorecidos”. Reiteradas
veces los alumnos me recordaron que eran suburbanos, y que, ¿no
es así?, un habitante de los suburbios no puede ser tan inteligente
como un parisiense. Habían aceptado como evidencias todas las teo-
rías sobre la supuesta inferioridad intelectual de ciertos grupos o
también de ciertas “razas”; relegados a su suburbio, en su mayoría
originarios de países lejanos, sabían que “no estaban hechos para las
ciencias, que jamás comprenderían las matemáticas”.
18 ALBERT JACQUARD

Si esta aceptación correspondiera a una realidad cualquiera, me


sentiría triste pero admitiría esa desigualdad natural; ahora bien, si
hay bastante desigualdad entre el desempeño intelectual de los jóve-
nes de quince años, la naturaleza, salvo casos patológicos, no tiene
nada que ver. Se lo he probado a esos suburbanos con su propio ca-
so; hemos practicado matemáticas, o más bien hemos jugado juntos
a las matemáticas y quedaron apasionados con los diversos “infini-
tos” de Cantor; hicimos un rodeo por el teorema de Gödel y la aten-
ción no disminuyó. Pienso que me creyeron cuando les afirmé que
eran capaces de comprender todo lo que el “politécnico medio”, clá-
sicamente presentado como el mejor ejemplo de éxito del sistema
educativo, es capaz de comprender.
Este libro no pretende indicar cómo llevar a cabo la ascensión de
ese Himalaya que es la ciencia. Habrá logrado su objetivo si demues-
tra a cada uno que es capaz de explorar ciertas vías conducentes a al-
gunos “campos de base”; de ahí en más, la progresión se podrá con-
tinuar, tal vez sin otros límites que los caminos ya señalados, tal vez
más lejos aún. Para ayudar a metamorfosear en un “científico” a
aquel que se consideraba un “no científico”, he tratado de clarificar
aquí algunos conceptos y de poner el acento sobre el peligro de cier-
tas herramientas cuyo empleo es a veces mal enseñado.
No se trata de negar las dificultades, de minimizar el esfuerzo ne-
cesario para llegar a una verdadera comprensión, sino de considerar
los obstáculos encontrados como los fermentos de esa comprensión.

Aquel que no comprende,


y lo dice,
es aquel que da más evidentemente prueba de inteligencia,
pues ha comprendido que no ha comprendido
y eso es lo más difícil de comprender.
Agradezcámosle, pues ha hecho un regalo a todos aquellos que, alrededor de él,
creían, equivocadamente, haber comprendido.

Esta frase a lo Raymond Devos podría ser repetida como una can-
tilena en la escuela por los profesores de ciencias, en la introducción
de todos sus cursos.
ALGUNOS CONCEPTOS
Nuestros ojos saben percibir los fotones enviados por el Sol. Pero só-
lo nuestro cerebro es capaz de interpretar las informaciones que nos
traen e imaginar el objeto que los ha emitido. Lo que sabemos del
universo que nos rodea nos ha sido proporcionado por nuestros sen-
tidos, pero esos datos no constituyen más que un magma informe de
sensaciones incoherentes. Nuestro organismo constata que esto es
rojo, que eso es frío, que esto es duro, que eso es ácido… Esta ava-
lancha de informaciones adquiere sentido sólo al precio de un ejer-
cicio intelectual que remplaza esos datos inmediatos por construc-
ciones teóricas, por “modelos” fruto de nuestra imaginación.
Para el filósofo adepto al solipsismo, la única realidad de existen-
cia cierta es el sujeto pensante mismo, incluidas las sensaciones ex-
perimentadas por él. Al mirar en tal dirección, recibo luz y calor;
esas sensaciones son una comprobación. Pero declarar que esa luz
y ese calor vienen de un objeto lejano designado con la palabra
“sol”, ya es un ejercicio mental. A medida que esas informaciones
llegan a mí concerniendo a ese objeto imaginado, puedo afinar mi
descripción y construir el equivalente de una maqueta, de un “mo-
delo reducido”, como dicen los aeromodelistas. Los elementos de
esa construcción son conceptos precisados poco a poco que permi-
ten definir medidas. Este ejercicio prosigue sin fin al añadir nuevas
características a veces medidas con métodos extrañamente compli-
cados.
La regla del juego de la ciencia consiste en confrontar constante-
mente las conclusiones que se pueden sacar de ese modelo y las in-
formaciones que podemos obtener a propósito del objeto de que se
trata. Cuando esta confrontación no descubre ninguna incoheren-
cia, es razonable admitir que ese objeto es bien real y que el mode-
lo construido para representarlo da de él una imagen, ciertamente
imperfecta pero plausible.
Finalmente, tener una actitud científica es remplazar sensaciones
por conceptos, y expresar esos conceptos con palabras.
[21]
22 ALBERT JACQUARD

La mayoría de las dificultades encontradas por aquellos a quienes


amedrenta esta actividad son el resultado de una comprensión insu-
ficiente de las palabras utilizadas. Tampoco son ayudados por los
científicos mismos, que no se toman el trabajo suficiente de precisar
el sentido que les atribuyen. Algunos de ellos, que manifiestan la ma-
yor exigencia en la limpieza de su laboratorio, emplean sin precau-
ción palabras deformadas a causa de haber sido pronunciadas por
mil bocas, de haber sido utilizadas a propósito de mil ideas, y sobre
todo cuyo sentido a veces ha sido transformado por los avances de la
ciencia. ¿Qué entienden hoy los científicos cuando hablan del Uni-
verso, del tiempo, de la vida, del azar?
Los primeros pasos de la marcha de acercamiento que permiten
alcanzar los campos de base desde donde emprender la ascensión
del conocimiento consisten en hacer un trabajo de redefinición de
esas palabras. Probemos hacer este ejercicio con algunas entre las
más fundamentales.
EL UNIVERSO

EL UNIVERSO DEL DISCURSO…

La ambición necesariamente limitada de toda disciplina científica la


obliga a definir desde el comienzo “el universo” de su discurso pre-
cisando el dominio que se esfuerza por explorar y los métodos que
empleará para progresar: ¿de qué se va a tratar?, ¿en qué cuadro son
válidos los conceptos utilizados en los razonamientos?, ¿cuáles son
las definiciones de los parámetros introducidos?, ¿por qué procedi-
mientos de observación son medidos esos parámetros?, ¿cómo son
cotejados los resultados teóricos obtenidos con los datos proporcio-
nados por el mundo real? Estas precauciones son necesarias para
que la reflexión científica nos permita discernir mejor la realidad,
describirla con más precisión, y tal vez un día ser capaces de modifi-
carla. Olvidarlas es correr el riesgo de llevar los razonamientos a un
callejón sin salida y de imposibilitar los progresos de la comprensión
y de la acción.
El ejemplo histórico ya evocado, que pone más claramente en evi-
dencia esta necesidad, es el contratiempo ocurrido a la disciplina
que constituye la dinámica, es decir el estudio del movimiento de los
objetos pesados. Partiendo de la comprobación de que el estado de
reposo de tales objetos es la inmovilidad, y que es necesaria una fuer-
za para que se pongan en movimiento, Aristóteles había afirmado
que la velocidad adquirida por un objeto es proporcional a la fuer-
za aplicada sobre él. Por lo tanto, las piedras grandes sometidas a
una fuerza mayor que las piedras pequeñas caen más rápido. Du-
rante veinte siglos, a falta de un cuadro conceptual correcto y, sobre
todo, a falta de una verificación experimental, este error fue trasmi-
tido como una verdad de generación en generación. Ha sido nece-
saria la audacia intelectual y la ingeniosidad práctica de Galileo pa-
ra demostrar, gracias a bolas más o menos pesadas rodando en
planos inclinados, que no es la velocidad sino la aceleración lo pro-
porcional a la fuerza. El resultado es que, pesadas o livianas, las pie-
[23]
24 ALBERT JACQUARD

dras caen todas a la misma velocidad (la leyenda cuenta que dio la
prueba lanzando piedras desde lo alto de la torre inclinada de Pisa).
Esta revolución conceptual era necesaria para abrir el camino a New-
ton y a la comprensión de la gravedad universal; y esta revolución no
podía resultar más que del rigor introducido en las premisas de la di-
námica.
Sin embargo, si el punto de vista voluntariamente limitado de ca-
da disciplina permite progresar con lucidez en el terreno así defini-
do, no responde a la necesidad de un conocimiento global extendido
a la totalidad del mundo en el que evolucionamos. Desde la infancia
estamos en poder de interrogaciones renovadas sin cesar; sentimos
que las respuestas condicionan nuestro destino; avanzar siguiendo el
terreno marcado de una ciencia bien definida proporciona ciertas sa-
tisfacciones pues, poco a poco, nuevos aspectos de la realidad son por
fin descubiertos; pero esos pasos, a pesar de su sucesión, se muestran
pronto como insuficientes o como insignificantes. Conocer casi todo
en un terreno exiguo le parece muy vano a quien está sediento de la
comprensión del Todo del que forma parte. Comprender un poco es
“mejor que nada”, pero contentarse con ese “mejor que nada” es sig-
no de una renuncia ante nuestra hambre canina de saber. Basta con
contemplar algunos instantes las estrellas para sentirlo; las preguntas
que brotan entonces en nosotros no son de tal naturaleza que las
ecuaciones de la dinámica puedan proporcionar respuestas satisfacto-
rias. Poco importa el movimiento de los planetas, de las estrellas o de
las galaxias; estamos fascinados por el Universo.

…EN EL UNIVERSO

Aquí se introduce una mayúscula. Significa que la reflexión ha cam-


biado de objeto. No nos dejemos engañar por la similitud de las pa-
labras: universo y Universo son tan diferentes como dios y Dios. Uno
y otro no pueden ser pensados de la misma manera. Más exactamen-
te, uno, “universo” o “dios”, puede ser pensado y ser objeto de razo-
namiento, basta con ponerse de acuerdo sobre las definiciones; el
otro, “Universo”, “Dios”, no puede ser pensado, pues el concepto
oculto detrás de la palabra escapa a toda definición.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 25

Cuando el faraón Akhenatón impuso, catorce siglos antes de Cris-


to, el monoteísmo a su pueblo y a los sacerdotes egipcios, no sólo re-
dujo el número de dioses de algunas decenas o centenas a uno solo;
provocó una bifurcación decisiva del pensamiento, un cambio radi-
cal de lo evocado por la palabra Dios. Del mismo modo, cuando los
investigadores pasan de los universos delimitados de sus razona-
mientos científicos a la interrogación acerca del Universo visto como
una realidad global, entran en una problemática fundamentalmen-
te diferente.
El muy notable artículo “Univers” del Trésor des sciences (Tesoro de
las ciencias)1 aparecido recientemente proporciona un ejemplo de es-
ta dificultad. El redactor comienza por recordar que “el Universo es
el conjunto de lo que existe” y evoca a continuación el “punto de vis-
ta de Dios”, es decir de Aquel que observa el Universo desde afuera.
La consecuencia lógica de estas dos frases sería que, por definición
“Dios no existe”; conclusión apresurada y puramente verbal que no
es, por cierto, la deseada por el autor.
Asimismo, en una obra reciente,2 uno de los astrofísicos que des-
cubrieron los primeros “pliegues del espacio-tiempo” en la radiación
fósil reveladora del estado de nuestro mundo trescientos mil años
después del big bang presenta al Universo como un “fragmento” de
una realidad más grande; ese fragmento no sería más que uno de los
múltiples mundos aparecidos, generados por otros tantos big bangs,
y definitivamente inaccesibles. ¡Cómo un universo que no es más
que un fragmento merecería la mayúscula que lo hace considerar
como un Todo!
Estas ambigüedades son del mismo orden que las encontradas
por los matemáticos con la “teoría de los conjuntos” cuando, evocan-
do conjuntos cada vez más grandes que engloban a otros conjuntos,
introdujeron el concepto de “conjunto de todos los conjuntos”, el
que engloba todo, que por lo tanto tiene por elementos todos los
otros y él mismo.
Los caracteres impresos en esta página forman un conjunto; lo
mismo los de las otras páginas; todas estas páginas son los elementos
de un conjunto mayor, el libro, que es por consiguiente un conjun-

1 Nayla Farouki y MichelSerres, Trésor des sciences, París, Flammarion, 1997.


2 George Smoot, Les rides du temps, París, Flammarion, 1994.
26 ALBERT JACQUARD

to de conjuntos; él mismo es un elemento de la biblioteca, que es un


elemento del conjunto de bibliotecas del país, que… Parece que así
se puede definir conjuntos cada vez más ricos y llegar, finalmente, al
“conjunto de todos los conjuntos”. Ahora bien, este conjunto último
no puede existir. Bertrand Russel lo ha hecho ver haciendo simple-
mente la siguiente observación: cada biblioteca universitaria dispo-
ne de un catálogo de las obras que posee; ese catálogo es él mismo
un volumen presente en la biblioteca; se puede decidir hacer figu-
rar o no esta obra en el catálogo; por lo tanto hay dos especies de ca-
tálogos, los que se contienen a sí mismos y los que no se contienen.
Esto parece claro hasta que se plantea la pregunta: ¿a qué categoría
pertenece el “catálogo de los catálogos que no se contienen”? La hi-
pótesis de que se contiene tiene por consecuencia que, por defini-
ción, no se contiene, ¡y recíprocamente!
La conclusión obligatoria, bien más allá de las bibliotecas y de los
catálogos, es que el “conjunto de todos los conjuntos” es una expre-
sión que no puede ser utilizada sin desembocar en contradicciones.
Se trata sin embargo de un dominio, las matemáticas, que es una pu-
ra creación humana, donde tenemos la impresión de ser amos en
nuestra casa. El riesgo es aun mayor cuando nos interrogamos a pro-
pósito de un Universo que englobaría la totalidad de lo real. Es pre-
ciso abandonar definitivamente la esperanza de una definición,
pues el “todo” no puede ser descrito con palabras que describen sus
partes.
Sin embargo la necesidad de comprender dónde estoy, de qué
formo parte, cómo he sido producido es poderosa, es legítima. No
porque una fuente es inaccesible, porque su misma existencia es du-
dosa, debemos privarnos del placer de tender hacia ella. Tanto más
que, cada uno puede constatarlo, el placer de acercarnos a la Reali-
dad (sí, ¿por qué no con mayúscula?) enriquecerla sin cesar es uno
de los regalos más maravillosos de la ciencia. Ahora bien, en me-
nos de un siglo acaba de progresar fabulosamente.
El Universo que contemplaban nuestros antepasados era muy po-
bre al lado del que nosotros contemplamos hoy. Ya sea en el tiempo
o en el espacio, acaban de ser develadas perspectivas vertiginosas.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 27

DE LOS LÍMITES DE LA DURACIÓN…

Para las culturas judeo-cristianas, la duración otorgada al cosmos del


que formamos parte era calculada mezquinamente. La interpreta-
ción largamente aceptada de la Biblia limitaba a menos de diez mil
años el tiempo que debía transcurrir entre la “creación” y el “fin del
mundo” (exactamente siete mil años para aquellos que aman la pre-
cisión y no temen interpretar los textos). Los límites temporarios del
Universo eran por lo tanto dramáticamente estrechos. Sólo algunas
centenas de generaciones separaban a Adán y Eva del Juicio Final.
Se comprende que, para el autor del Eclesiastés, nada verdadera-
mente nuevo podía aparecer “bajo el sol”; todo está definitivamente
inmovilizado; el Universo permanece en el estado en que se lo creó.
Fue necesario esperar el siglo XVIII para que algunos espíritus auda-
ces osaran hacer retroceder esas murallas opresivas del tiempo. Las
primeras estimaciones fundadas sobre la observación de lo real y no
sobre la interpretación de las Escrituras nos parecen aun bien tími-
das: Buffon proponía setenta mil años para la edad de la Tierra. Hoy,
el punto de partida del Universo (el célebre big bang) es remitido a
más de diez o quince millardos de años, el de la Tierra a cuatro mi-
llardos y medio de años; en cuanto al punto de llegada, está situado
por los astrofísicos en un futuro alejado en cinco millardos de años
para el sistema solar y varias decenas de millardos de años o incluso
trasladado al infinito para el cosmos.
Todos estos números son demasiado grandes para nuestra imagi-
nación. La comprobación esencial para nosotros es que la aventu-
ra humana, que se extendía, en el imaginario de nuestros ancestros
(y todavía hoy en el imaginario de muchos de nuestros contempo-
ráneos), en la misma duración que la aventura del cosmos, no ocu-
pa más que una fracción insignificante. Los varios centenares de
millares de años transcurridos desde la utilización del fuego por
el hombre son, comparados con la duración de nuestro planeta, el
equivalente de algunos segundos con relación a un día. La Tierra
se ha abstenido de nosotros largamente; la casi totalidad de su his-
toria por venir se desarrollará de nuevo sin nosotros cuando nues-
tra especie, como les ha ocurrido a tantas otras, haya desapareci-
do. Si todo va bien y no precipitamos el vencimiento por nuestra
ceguera ante las consecuencias de nuestros actos, por ejemplo de-
28 ALBERT JACQUARD

sencadenando un cataclismo nuclear, ese fin se producirá sin du-


da dentro de algunos centenares de millones de años, duración or-
dinaria de la vida de una especie, mucho antes del fin del sistema
solar.

…A LOS LÍMITES DEL ESPACIO

Los límites del espacio, así como los del tiempo, acaban de ser tras-
ladados a lo lejos. La Tierra era considerada desde siempre como el
soporte de la bóveda celeste; ésta era una semiesfera de cristal sobre
la cual estaban colocadas las estrellas. El dominio de los hombres te-
nía la dimensión del cosmos.
Hoy este dominio no es más que un planeta banal que gravita
alrededor de una estrella banal, situada en los confines de una ga-
laxia banal, miembro de un cúmulo de galaxias, que también…
¿Dónde se detiene esta enumeración, parecida a la de los conjun-
tos encajados como muñecas rusas en conjuntos cada vez más
grandes? Tal vez no tenga fin; ya no habría “supercúmulos de to-
dos los cúmulos” como no hay “conjunto de todos los conjuntos”.
En todo caso, nuestro espíritu es incapaz de imaginar la conclu-
sión; tendría que conseguir describir la majestuosa muñeca termi-
nal que contuviera todas las otras. Como todo objeto, esta última
muñeca estaría rodeada de lo que no es ella, o, por definición, to-
do estaría en ella.
El vértigo ante esos infinitos que atemorizaban a Pascal se ha du-
plicado con un vértigo igualmente perturbador ante infinitos más
misteriosos aún: los infinitamente pequeños. Los átomos eran deno-
minados así porque se los suponía indivisibles; no lo son en absolu-
to y han podido ser analizados en núcleos y electrones; luego los nú-
cleos en protones y neutrones; esos protones y neutrones en quarks
u y en quarks d. Al comienzo de los años ochenta, la investigación de
los constituyentes elementales de la materia se detenía en este nivel;
pero una teoría nueva, la de las supercuerdas, propone explicar las
propiedades de todas las partículas observadas por las múltiples mo-
dalidades de vibración de un elemento único con la forma de una
cinta pequeña. ¿Ése el el final del análisis? Sin duda no, pues algu-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 29

nos investigadores han propuesto recientemente considerar las cuer-


das como conjuntos de discos.3
La imposibilidad de pensar el conjunto de todos los conjuntos im-
plica tal vez simétricamente la imposibilidad de pensar el elemento
último que permita reconstituir todos los objetos. La física cuántica,
por otra parte, nos prohíbe imginar las eventuales partículas “ele-
mentales” por definición, como objetos semejantes, mucho más pe-
queños, a los que manipulamos. Para rendir cuenta de su comporta-
miento, hay que considerarlos no como minúsculos granos de arena
sino como “paquetes de ondas”, lo que quita sentido a la búsqueda
de su forma o de su estructura y convierte en vana la tentativa de
imaginarlos.

UN UNIVERSO SIN LÍMITES

Finalmente, ya sea en lo gigantesco o en lo minúsculo, en el pasado


inaccesible o en el porvenir inexistente, la noción misma de límite
se revela no apta. Es necesario habituar nuestro pensamiento a la in-
comodidad de la ausencia de respuesta a toda pregunta concernien-
te a los primeros orígenes o a los resultados últimos. Incomodidad,
es cierto, pero también asombro ante nuestra capacidad de movernos
por el pensamiento en ese dominio sin contornos. Retrospectiva-
mente, podemos medir la tristeza del universo de antaño, cuyos bor-
des encontrábamos rápidamente, como los muros del patio de una
prisión. La ciencia acaba de liberarnos de ello, sepamos disfrutar de
este aire nuevo. Tan mágicos como esos descubrimientos son los
nuevos medios que utilizamos para obtenerlos. Está superada la épo-
ca en que los factótum geniales multiplicaban la agudeza de nues-
tros sentidos y nos revelaban una realidad oculta, como Galileo per-
feccionando su telescopio al punto de distinguir los anillos de
Saturno o el holandés Van Leeuwenhoek limpiando en el siglo XVII
unos lentes capaces de aumentar trescientas veces y descubriendo
los espermatozoides. En la actualidad se necesitan equipos enteros
que reúnan talentos múltiples para poner en órbita el telescopio

3 Brian Greene, L’univers élégant, París, Robert Laffont, 2000.


30 ALBERT JACQUARD

Hubble o para provocar colisiones de partículas en el túnel del CERN


en Ginebra. Pero sobre todo, la interpretación de las observaciones
es posible sólo gracias a conceptos nuevos: la posible existencia de
agujeros negros ha sido demostrada gracias a ecuaciones mucho an-
tes que su presencia real haya podido ser puesta en evidencia.
El Universo de los científicos es cada vez más extraño; no nos
hagamos los difíciles ante la cosecha de resultados que nos propor-
cionan. Pero constatemos que el ser interrogador que somos todos
comienza a sospechar que, en esta dirección, estará siempre insa-
tisfecho. Por supuesto, aprecia saber cada vez más sobre el Univer-
so; pero desea sobre todo comprender qué hace él allí, y la res-
puesta puede venir sólo de él mismo.
LAS CONSTANTES UNIVERSALES

En el caos de los acontecimientos que se suceden, comprobamos re-


peticiones, constantes. Cada hecho es único, pero parece provocado
por causas que actúan siempre de la misma manera, como si el espec-
táculo que nos ofrece la naturaleza fuera interpretado por actores ri-
gurosamente disciplinados y obedientes a leyes que jamás se atreven
a transgredir.
El objetivo de la ciencia es poner esas leyes en evidencia; ante to-
do precisa identificar a los verdaderos actores. Porque éstos están ca-
muflados detrás del decorado levantado por las apariencias a menu-
do engañosas, mientras que actores ficticios aparecen para ocupar el
proscenio.
El filósofo Gaston Bachelard recuerda así4 que las primeras obser-
vaciones sistemáticas de fenómenos eléctricos fueron hechas, entre
otras, en el siglo XVIII por ricos personajes que, conforme a la moda
masculina de la época, llevaban varios pares de medias de seda y com-
probaban que, al quitárselas por la noche, pequeñas chispas les pro-
vocaban picazón. Movidos por la curiosidad científica, que entonces
era de buen tono, buscaron la causa de esas manifestaciones de la
electricidad. Para ellos, el actor que provocaba esos fenómenos era la
seda, lo que los condujo a efectuar experimentos que permitieran po-
ner en evidencia la influencia de su color sobre la intensidad de las
chispas; algunos creyeron constatar que éstas eran más fuertes cuan-
do llevaban un par de medias de seda blanco sobre un par negro.

EN BUSCA DE LAS LEYES

La diligencia inicial del científico consiste en eliminar esos falsos ac-


tores y a poner el proyector sobre las causas reales. Entonces consta-

4 Gaston Bachelard, La formación del espíritu científico, México, Siglo XXI, 1972.

[31]
32 ALBERT JACQUARD

ta, en el caso de los fenómenos eléctricos, que sólo intervienen las


cargas, positivas o negativas, llevadas por los objetos presentes. Ante
todo es necesario definir esas cargas; luego conviene medir la inten-
sidad de las interacciones entre esos actores, es decir formular las
“leyes” que gobiernan su juego.
Ahí entran en escena las matemáticas, que permiten expresar
esas leyes con ecuaciones. Un avance decisivo en la comprensión
de la electricidad se obtiene cuando la fuerza de rechazo entre dos
objetos que llevan cargas del mismo signo (de atracción si esas car-
gas son de signos opuestos) es descrita como proporcional al pro-
ducto de las cargas e inversamente proporcional al cuadrado de su
distancia.
El éxito es parecido cuando, al estudiar el movimiento de los ob-
jetos pesados, dos fenómenos tan diferentes como la caída de una
manzana o el movimiento de un planeta pueden ser descritos de la
misma manera expresando la “ley de la gravitación universal” de
Newton:
F = Gmm’/d2
donde F es la fuerza de atracción que se manifiesta cuando dos ob-
jetos de masas m y m’ están a la distancia d uno del otro. Por medio de
algunos desarrollos algebraicos, de esta fórmula se puede deducir
tanto la duración de la caída de la manzana, conociendo la altura
del punto de partida, como la duración de una vuelta del planeta co-
nociendo su distancia del Sol. Que la fuerza de atracción sea indepen-
diente de la naturaleza de los objetos en interacción, que los cálculos
sean idénticos cualquiera que sea el tamaño de las masas en cues-
tión, prueba que con esta fórmula se accede a una característica esen-
cial del cosmos. La victoria de la inteligencia sobre la opacidad y la
diversidad de los hechos es entonces magnífica.
Pero queda un misterio: se manifiesta por la presencia de la letra
G en esta fórmula. Es necesaria para que los tamaños que figuran en
los dos términos de la ecuación, a la izquierda una fuerza, a la dere-
cha un conjunto constituido por dos masas y una longitud, represen-
tan realidades que tienen la misma definición. Pero, más allá de esta
necesidad lógica, lo sorprendente es que ese término G, definido co-
mo la “constante de la gravedad”, parece efectivamente constante.
Su valor es el mismo en todas partes y siempre, no cambia cuando se
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 33

va de un lugar a otro o cuando pasa el tiempo; este valor define un


rasgo fundamental de nuestro Universo, uno de los pilares sobre los
cuales parece haberse edificado.
Hay otros. El más conocido es la velocidad de la luz (o más gene-
ralmente de toda onda electromagnética) en el vacío. Cualquiera que
sea el movimiento de un observador en relación con la fuente de esa
luz, su velocidad, clásicamente designada por la letra c, es siempre la
misma, 300 000 km/s. Esta constante, en total oposición con las pre-
dicciones de la física clásica, ha sido el origen de las reflexiones de
Einstein que desembocaron en la teoría de la relatividad.
Del mismo modo, el análisis de la radiación de un cuerpo llevado
a una temperatura elevada ocasiona la necesidad de admitir que
emite energía no de manera continua sino por “paquetes”; cada uno
de esos paquetes transporta una energía igual al producto hv, donde
v es la frecuencia de la radiación y h una constante llamada “cons-
tante de Planck”, que es la misma cualquiera que sea la naturaleza
del cuerpo calentado. Esta descripción de una realidad discontinua
es el punto de partida de la física cuántica, que ha puesto en cues-
tión toda nuestra representación del mundo en la escala de las par-
tículas elementales.
G, c y h son consideradas como constantes universales; todos los
razonamientos a propósito del cosmos, tanto de su estado actual co-
mo de su evolución, son conducidos admitiendo que tienen el mis-
mo valor en todas partes y que lo han tenido desde el origen. En
efecto, se trata de una regla del juego; nada prueba que en una ga-
laxia lejana, o en nuestra propia galaxia hace algunos millardos de
años, la intensidad de la gravedad o la velocidad de la luz no sean, o
no hayan sido, más elevadas o menos elevadas que hoy aquí. Todo lo
que podemos afirmar es que la hipótesis de su constancia es compa-
tible con todas nuestras observaciones.

LAS CONSTANTES Y NOSOTROS

Puesto que los acontecimientos cuyo desarrollo observamos en el


cosmos se explican tan bien con esta hipótesis, es tentador buscar lo
que ocurriría en el caso de que, desde el origen, esas constantes hu-
34 ALBERT JACQUARD

bieran sido otras. Pues, al parecer, son arbitrarias; ¿por qué no tie-
nen otro valor? Ante esta pregunta podemos entretenernos con el
Juego del creador, imaginando un mundo donde todas las interaccio-
nes fueran expresadas por fórmulas idénticas a las que poco a poco
hemos puesto a punto en función de nuestras observaciones (don-
de, en consecuencia, las “leyes” serían las mismas), pero donde sus
intensidades expresadas por constantes tales como G, c o h fueran di-
ferentes.
Los lectores interesados en este juego tendrán gran placer en leer
M. Tomkins,5 libro del físico George Gamow, uno de los autores de la
teoría del big bang. Se divierte describiendo los contratiempos de su
héroe en una ciudad donde la velocidad de la luz es de sólo 100 km/h,
o sea diez millones de veces menor que c. Allí, los efectos previstos
por la relatividad son tan considerables que la bicicleta de un ciclis-
ta y el ciclista mismo retroceden desde los primeros pedaleos, y el
abuelo de una anciana puede ser más joven que ella: basta con que
ella haya permanecido en la ciudad desde su infancia y que él haya
viajado durante toda su vida.
Igualmente sorprendentes son las consecuencias de un aumento
de la constante h. El “efecto túnel”, que a veces permite a una partí-
cula atravesar una barrera de potencial teóricamente infranqueable,
se vuelve banal en un mundo en el que h es millardos de millardos
de veces superior a lo que es “entre nosotros”; Gamow imagina un
universo tal que un automóvil puede salir de su garaje atravesando
las paredes.
Estas especulaciones no son más que un ejercicio pintoresco a
propósito de los cosmos posibles, pero desembocan en reflexiones
concernientes a nuestra propia suerte. Si las constantes hubieran te-
nido otro valor, ¿la especie humana habría podido ser producida
por el desarrollo de los procesos naturales? La respuesta parece ser
negativa ya que esas constantes se apartan significativamente de los
valores elegidos por la naturaleza.
Sí, por ejemplo, la intensidad de la gravedad que hace atraerse los
objetos dotados de masa hubiera sido más débil, la formación de las
estrellas y de las galaxias habría sido más lenta, o incluso imposible;
si hubiera sido más fuerte, esas estrellas y esas galaxias se habrían

5 George Gamow, M. Tomkins, París, Dunod, 1992.


LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 35

reunido todas y tal vez habrían terminado por formar un agujero ne-
gro que tragara a todos los objetos. En uno u otro caso, no estaría-
mos allí para interrogarnos a ese respecto.
¡Por lo tanto todo ha ocurrido como si el Universo hubiera sido
dispuesto para hacernos aparecer! Esta constatación es presentada a
veces bajo la designación de “principio antrópico”. Sin embargo, si
queremos respetar la regla del juego científico consistente en no ex-
plicar un acontecimiento presente recurriendo a un acontecimiento
por venir, es decir si rechazamos toda explicación finalista, nos con-
tentamos con constatar que el Universo ha podido producirnos pues-
to que aquí estamos. El señor Perogrullo habría dicho lo mismo.
A menudo se exhiben cálculos que muestran que la probabilidad
de que el desarrollo de los procesos naturales desembocara en la
aparición de nuestra especie era sumamente débil; algunos ven en
ello la prueba de que una voluntad exterior ha intervenido. Pero es-
te razonamiento no tiene sentido, pues todo acontecimiento tiene
una probabilidad por pequeña que sea; basta con describirlo con
gran precisión (véase el recuadro en la p. siguiente). El aconteci-
miento “aparición de la humanidad” se ha realizado en nuestro pla-
neta, no es un milagro, es un hecho. Por lo tanto nada impide pen-
sar que ha podido tener lugar en otra parte. Aun admitiendo que ha
sido necesario un gran número de coincidencias, una multitud de
bifurcaciones favorables para que este resultado fuera alcanzado,
nuestra existencia prueba que la probabilidad de nuestro surgimien-
to, aun si era débil, no era nula. Como ese encaminarse aleatorio ha
sido repetido numerosas veces, no sería sorprendente que hubiera
hecho salir en otra parte el número ganador y realizado más de una
vez seres tan dotados como nosotros (o más) de inteligencia y de
conciencia.
Teniendo en cuenta la duración de la transmisión de las informa-
ciones con las otras galaxias (para la más cercana, la galaxia de An-
drómeda, esta duración es de dos millones de años, y ningún progre-
so técnico puede esperar reducirla), la pregunta acerca de la
presencia en otra parte de un eventual interlocutor no puede tener
respuesta. Por el contrario, puede ser formulada razonablemente
para nuestra galaxia, la Vía Láctea. Comprende alrededor de cien
millardos (1011) de estrellas. Por lo tanto es sensato buscar signos
que manifiesten la presencia en otra estrella de seres sin duda muy
36 ALBERT JACQUARD

diferentes de nosotros pero con los cuales sería posible la comunica-


ción. Las investigaciones son activamente realizadas, pero hasta el
momento no se ha recibido ningún signo que pudiera tener cierto
sentido; no se ha encontrado ningún rastro de un paso anterior de
seres deseosos de señalar su existencia. Tal vez no estemos solos en
el Universo (pero esta frase tiene sentido sólo en la medida en que
este Universo es definible). Podemos constatar que actualmente es-
tamos aislados y que nuestro deber primero es dirigir, teniendo en
cuenta las condiciones impuestas por la naturaleza, el pequeño rin-
cón del Universo sobre el que tenemos influencia.

PROBABILIDAD
Y BÚSQUEDA DE LAS CAUSAS

Cuando tiene lugar un acontecimiento, a menudo es posible


calcular después de ocurrido, teniendo en cuenta la informa-
ción disponible antes de que se produjera, la probabilidad de
que aconteciera. Esta probabilidad depende ante todo de la
precisión con la que describimos ese acontecimiento.

Somos diez alrededor de una mesa. Esta mañana, cada uno de


nosotros ha elegido, siguiendo un impulso del momento, po-
nerse tal saco, tal pantalón, tal corbata… Un observador, cono-
ciendo el contenido de mis armarios, habría podido calcular
ayer la probabilidad de la elección de la camisa que tengo hoy,
digamos 1/10; lo mismo la de la corbata que luzco esta maña-
na, 1/20. Ahora bien, la probabilidad acorde de dos aconteci-
mientos independientes (véase el capítulo “El razonamiento
probabilista”) es igual al producto de sus dos probabilidades,
sea aquí 1/200 para la elección simultánea de la camisa y de la
corbata. Si añado a mi descripción los zapatos, las medias, el
abrigo…, obtengo, para sólo cinco o seis elementos, una pro-
babilidad del orden de 1 sobre 1 000 000, 1/106. Lo mismo pa-
ra cada miembro de nuestro grupo, en la medida en que tie-
nen un armario similar al mío. La probabilidad de que estemos
vestidos como lo estamos habría podido ser calculada por
nuestro observador. Habría encontrado un número del orden
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 37

de (1/106)10, o sea 1 sobre 1060, infinitamente más débil que la


probabilidad de ganar el premio mayor en la lotería tres o cua-
tro veces seguidas. Habría podido llegar a la conclusión de que
ese acontecimiento era casi imposible.
Pero se ha producido. ¿Debemos sacar en conclusión que se
trata de un milagro?
Evidentemente no. Calcular la probabilidad de un aconteci-
miento no tiene ningún sentido una vez que se sabe que se ha
producido. La aparición de la “vida”, la de los dinosaurios, la
de los hombres, ha sido resultado de un gran número de bifur-
caciones en el curso de los procesos que se desarrollaban en
nuestro planeta; cada una de esas bifurcaciones se produjo
mientras gran número de otras eran posibles; cada una tenía
una probabilidad débil, pero era necesario que una de esas po-
sibles se produjera.
Raymond Queneau ha contribuido mucho para hacer com-
prender la capacidad de los procesos combinatorios para gene-
rar acontecimientos improbables al publicar Cent Mille Milliards
de poèmes6 [Cien mil millardos de poemas]. Este libro tiene diez
sonetos de rimas idénticas, y cada uno de los ciento cuarenta
versos está impreso sobre una lengüeta recortada. Al abrir el li-
bro al azar, se obtiene uno de los 1014 poemas posibles; su lec-
tura, destaca el autor, requeriría doscientos millones de años.
La realidad de hoy no es más que uno de los innumerables
poemas que el cosmos podría proponer.

6 Raymond Queneau, Cent Mille Milliards de poèmes, París, Gallimard, 1982.


EL TIEMPO

Cualquiera que sea el tema encarado por una disciplina científi-


ca, el tiempo es una de las dimensiones que intervienen en las
descripciones, en los razonamientos, en los cálculos. La variable t
que lo representa aparece en múltiples fórmulas. Tesoros de inte-
ligencia y de ingeniosidad han sido consagrados a medirlo con
una precisión convertida en orgullo para los especialistas. Esta
medida ha sido al principio asunto de los astrónomos, que han
observado los movimientos de los planetas y comparado las dura-
ciones de sus rotaciones sobre sí mismos y sus revoluciones alre-
dedor del Sol; luego los mecánicos han construido relojes cada
vez más perfeccionados y obtenido ritmos que parecen rigurosa-
mente constantes; recientemente los físicos han tomado el relevo
gracias a la regularidad de las pulsaciones manifestada por ciertos
átomos. Antiguamente, la hora era definida como la vigesimo-
cuarta parte de la duración del día y el segundo como la parte tres
mil seiscientos de la hora. Desde 1967, esta definición ha cambia-
do; el segundo es la duración de 9.192.631.770 períodos del áto-
mo de cesio. Ya no se lo obtiene por la división de una duración
más larga sino por la adición de un gran número de duraciones más
pequeñas. Todo parece perfecto puesto que podemos jactarnos
de medir una duración con una precisión que permite escribir el
doceavo decimal. Ahora bien, todo es perfecto, salvo cuando el fí-
sico debe responder a la pregunta bien ingenua: eso que usted mi-
de tan bien, ¿qué es?

UNA PALABRA, DOS DEFINICIONES

La dificultad de la respuesta se pone en evidencia al analizar dos de-


finiciones del tiempo que afirman cada una lo contrario de la otra.
La primera es de Richard Feynman, premio Nobel de física 1965 por
[38]
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 39

sus investigaciones sobre la teoría cuántica de los campos:7 “El tiem-


po es lo que pasa cuando no pasa nada”; la segunda, muy célebre, es
de san Agustín, obispo de Cartago en el siglo IV: “Yo no sé qué es el
tiempo, pero sé que si nada pasara, no habría tiempo pasado.”
No se podría estar más en desacuerdo. Para uno, el tiempo es una
realidad autónoma, que impone su presencia activa aun si nada exis-
te fuera de ella; para el otro, el tiempo es el producto de la sucesión
de acontecimientos. Parece necesario, antes de toda reflexión sobre
el tiempo, antes de toda medida, elegir entre esas dos miradas. Ex-
trañamente, a pesar de su incompatibilidad, logran cohabitar sin
muchas molestias en nuestro espíritu, aun en el de los científicos.
Tratemos de analizar esta ambigüedad.

EL TIEMPO, MATERIA PRIMA DE LOS ACONTECIMIENTOS

La definición del físico se acerca sorprendentemente a los mitos grie-


gos. El dios supremo, Zeus, reina sobre todo lo que ocurre en el uni-
verso, es el amo de los acontecimientos. Pero su reinado ha tenido un
comienzo, Zeus fue precedido por sus progenitores, su padre Cronos
y su madre Rea; de modo que el tiempo transcurría antes de que él
apareciese. Sin embargo, ese tiempo no era fecundo porque los úni-
cos hechos notables en la vida de la pareja inicial eran los nacimien-
tos de los hijos de Rea, que Cronos se apresuraba a devorar apenas na-
cidos; de modo que nada podía cambiar; el tiempo era inútil; pero
“esperaba su hora”. Esa hora llegó cuando Rea tuvo la feliz idea de es-
conder al niño Zeus, nacido durante el sueño de Cronos. Escapando
a la aniquilación impuesta por Cronos a toda su descendencia, pudo
vivir y desencadenar una avalancha de acontecimientos, desempeñan-
do así un papel cercano al que nosotros le atribuimos al big bang.
Con esta definición, el tiempo no sólo preexiste a los hechos sino
que es, sobre todo, un ingrediente irremplazable, una materia prima
esencial. Pero no es por ello un actor puesto que es pasivo. Así como
la sémola es necesaria para el cocinero que prepara un cuscús, el
tiempo es necesario para que se produzca un acontecimiento. Pero

7 Richard Feynman, Vous voulez rire, monsieur Feynman, París, Intéréditions, 1985.
40 ALBERT JACQUARD

no es quien amasa, no participa en la elección de los condimentos


que darán gusto a la salsa.
Una de las imágenes que podrían ser propuestas es la de un de-
corado móvil que se extiende en el fondo de la escena de un teatro.
Los tramoyistas lo hacen avanzar imperturbablemente, sin preocu-
parse por lo que ocurre en el plató. El tiempo entonces es visto co-
mo uno de los dispositivos necesarios en el espectáculo en cuyo
transcurso se representa la naturaleza; pero no pertenece al elenco.
Aun cuando no hay actores ni público, los tramoyistas hacen su tra-
bajo a conciencia, el telón de fondo se desenvuelve, el tiempo pasa.
Una metáfora más clásica es la propuesta por el filósofo griego
Heráclito: el tiempo es un río que fluye. Todas estas imágenes tienen
en común que asimilan implícitamente los instantes que se suceden
a las ubicaciones sucesivas de un punto que se desplaza siempre en
el mismo sentido, sobre una recta. El tiempo adquiere así la misma
categoría que el espacio abstracto de los matemáticos. Designar un
instante preciso equivale a indicar la abcisa de un punto; medir la
duración de un acontecimiento es equivalente a a calcular la distan-
cia entre el punto que figura el instante de su comienzo y el que fi-
gura el instante de su fin.
Sin que nos diéramos cuenta, esta representación geométrica del
tiempo ha arrastrado nuestra imaginación hacia una concepción
que no es sólo una simple extrapolación de las características cono-
cidas del espacio, pero que no es en absoluto el resultado de una re-
flexión sobre la eventual realidad del tiempo. Así, sobre una recta,
admitimos sin cuestionar esta evidencia que un punto puede evolu-
cionar de “menos el infinito” a “más el infinito”; basta entonces con
asimilar las abscisas negativas a los instantes pasados y las positivas a
los instantes futuros para admitir que el tiempo ha existido y existi-
rá siempre. Pero esta conclusión no es más que el resultado de nues-
tra pereza intelectual; la presencia en la frase anterior de la palabra
“siempre”, que de por sí se refiere al tiempo, es, por otra parte, el
signo de una tautología que vuelve inútil todo el razonamiento.
Esta geometrización del tiempo está reforzada en nuestro espíritu
por la contemplación del movimiento de las agujas en los cuadrantes
de nuestros relojes; son “analógicas” y nos hacen olvidar la diferen-
cia de naturaleza entre el paso del tiempo y un trayecto en el espacio.
Todo ha cambiado con la difusión de los cuadrantes digitales.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 41

LOS ACONTECIMIENTOS GENERADORES DEL TIEMPO

Aparecidos a fines del siglo XX, esos cuadrantes digitales remplazan


el movimiento aparentemente continuo de las agujas por el cambio
agitado de los números indicados. Son coherentes con la segunda
definición, la de san Agustín. Para él, la duración es el producto de
la sucesión de los acontecimientos: es necesario que “algo” se pro-
duzca para que una “cosa” que llamamos tiempo se desarrolle. Al fin,
es posible deducir que ese nombre atribuido a una cosa indefinible es
superfluo; entonces no es ni siquiera necesario introducir el concep-
to de tiempo; la constatación de una relación de anterioridad-poste-
rioridad entre los hechos basta para describir nuestras observaciones
sin recurrir de manera casi religiosa a un agente misterioso.
Imaginemos un universo muy pobre en el cual existiera un solo ob-
jeto: un reloj de pared. Ese universo tendría seguramente una historia;
el tiempo se deslizaría al ritmo del tictac del reloj. Pero ese tiempo ¿se-
ría simplemente medido o sería fundamentalmente generado por los
movimientos del péndulo? Para aclarar la respuesta, se puede imaginar
que, por accidente, el reloj se detenga o se autodestruya (auto- porque
hemos postulado que el reloj era el único objeto de nuestro universo);
parece razonable admitir que, en ese universo, el concepto de tiempo
perdería entonces toda pertinencia; se habría aniquilado a sí mismo
como esas máquinas de Tinguely que no están construidas más que pa-
ra eliminar poco a poco todos los elementos que las constituyen.
Esta concepción de un tiempo producido por la sucesión de los
acontecimientos permite escapar a los atolladeros lógicos hacia los cua-
les no deja de conducir la visión de un tiempo dotado de autonomía.
Así, la metáfora del “río del tiempo” lo asimila a una corriente que se
desliza entre orillas que le son impuestas. Para los instantes pasados, la
imagen es clara; las orillas se componen de todos los acontecimientos
ya producidos. Pero para los instantes que vendrán, ¿cómo podrían ser
definidas esas orillas antes de ser alcanzadas por la corriente?
Pues, en el instante en que lo evoco, el mañana no tiene ninguna
existencia. El río imaginario que nos permite representarlo debería
entonces construir sus orillas a medida que las alcanza. La metáfora
es fundamentalmente inadaptada. Es coherente con la visión de un
tiempo que se contenta con develar una realidad preestablecida, no
con la de un tiempo realmente creador.
42 ALBERT JACQUARD

EL PORVENIR ES LA FLECHA DEL TIEMPO

Sin embargo, la característica esencial del tiempo es la de estar car-


gado de porvenir. Tomar conciencia de ello es sin duda el descubri-
miento más decisivo hecho por los humanos. Más que ninguna par-
ticularidad fisiológica, esta invención, el descubrimiento del mañana,
ha tenido consecuencias decisivas; nos ha diferenciado de las especies
vecinas y ha provocado la bifurcación de nuestro destino. Sabemos que
ese porvenir que no existe existirá, y eso trastorna nuestro presente.
Podemos enorgullecernos de ello, pues esta evidencia estaba disi-
mulada por las apariencias y nuestros primos los animales parecen
ignorarlo; para ellos, el presente, unido al pasado para aquellos que
tienen memoria, basta para saturar la conciencia de ser. Nosotros,
los humanos, estamos por el contrario obsesionados por la pregun-
ta concerniente al mañana; obsesión tanto más atenazadora por
cuanto, lo sabemos, ese porvenir no puede intervenir en la realidad
presente: la flecha causal del tiempo está siempre orientada en la
misma dirección. Es verdad que, por el pensamiento, podemos re-
montarnos en el pasado y reconstituir la sucesión de hechos, pero
éstos se han desarrollado respetanto la anterioridad de la causa so-
bre el efecto.
La regla del juego que se impone el razonamiento científico con-
siste en explicar la sucesión de los hechos utilizando los porqué y pro-
hibiéndose utilizar los para qué: la manzana cae sobre la cabeza de
Newton dormido bajo un árbol porque está sometida al peso, no para
despertarlo y hacerle descubrir en un relámpago la teoría de la gra-
vedad universal que explica el acontecimiento.
Esta dirección obligatoria de la causalidad se opone a la represen-
tación del tiempo con un punto que se desplaza sobre una recta.
¿Por qué estaría obligado a un sentido único? En las fórmulas mate-
máticas que describen un proceso, el parámetro t asociado al tiem-
po puede ser remplazado por su opuesto –t sin que las ecuaciones
pierdan su pertinencia. Éstas permiten tanto reconstituir el pasado
como describir el porvenir. El telón de fondo evocado precedente-
mente parece poder desplazarse en los dos sentidos. ¿Cómo rendir
cuenta de la dirección única de la flecha del tiempo?
Para lograrlo, los físicos exhiben un fenómeno irreversible: el cre-
cimiento de la entropía. Este concepto está ligado a la imposibilidad de
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 43

prever en detalle el comportamiento de todos los elementos de un


conjunto tan rico de elementos como, por ejemplo, un gas encerrado
en un recinto. Este gas está constituido por innumerables moléculas
sometidas cada una a múltiples fuerzas. El estado de este conjunto
se transforma a cada instante a causa de los movimientos individua-
les. Para describir su evolución está fuera de cuestión tener en cuen-
ta cada una de esas moléculas. Es forzoso recurrir a la descripción de
una configuración de conjunto, caracterizada por algunos paráme-
tros globales como la presión o la temperatura. Una misma confi-
guración corresponde a un gran número de posibilidades para el
conjunto de las situaciones individuales; cuanto más numerosas son
éstas, más probabilidades de producirse tiene la configuración glo-
bal a la que corresponden; dicho de otro modo, su probabilidad es
mayor.
Imaginemos que ponemos en nuestro recinto tantas moléculas de
oxígeno como de nitrógeno; nada impide que, en un momento dado,
todas las primeras se encuentren en la parte izquierda y las segun-
das en la parte derecha; entonces, las dos categorías de moléculas
se habrían separado espontáneamente. Por cierto, esta configuración
es posible, pero es poco probable que sea observada, pues corres-
ponde a muchas menos situaciones individuales que las configura-
ciones donde las moléculas de las dos categorías se presentan es-
parcidas en todas partes por el recinto; por lo tanto, tiene mucha
menos chance de concretarse. Esta tendencia natural a hacer apare-
cer las configuraciones más probables es definida como el crecimien-
to de la entropía.
Este crecimiento, que da una flecha al tiempo, no es sin embargo
más que un efecto de la globalidad de nuestra mirada. Si sabemos ob-
servar separadamente cada molécula, y sobre todo si somos capaces
de esperar mucho tiempo, un día veremos reconstituirse la situación
inicial, o cualquier otra situación definida arbitrariamente. Este “teo-
rema de recurrencia” debido a Henri Poincaré no tiene en realidad
ninguna aplicación práctica, pues la duración de la espera puede ser
mucho más larga que la edad del cosmos; pero vuelve vana la búsque-
da de una flecha del tiempo si miramos a éste como autónomo.
Por el contrario, no se plantea ningún problema si lo miramos co-
mo producido por la sucesión de los acontecimientos. Entonces el
concepto de flecha es el que sirve de cuadro al de tiempo y no a la
44 ALBERT JACQUARD

inversa; en efecto, lo primero es la constatación de las relaciones de


anterioridad, sin que esa constatación implique necesariamente la
introducción de un actor misterioso llamado tiempo; ese término no
designa más que un “tapaagujeros” destinado a llenar los intervalos
entre los acontecimientos; no sirve más que para responder a una
pregunta inútil: ¿qué hay entre los dos acontecimientos que ritman
el desarrollo del tiempo, ya sean los lentos tictacs de un reloj de pa-
red o las rápidas vibraciones de un átomo de cesio?

EL TIEMPO GRANULAR

De modo inesperado, esta concepción poco reverenciosa del tiempo


ha sido fortalecida por una de las consecuencias de la física cuánti-
ca. Ésta fue desarrollada a partir de comienzos del siglo XX para re-
solver la paradoja a la que conducía el análisis del espectro de emi-
sión de un “cuerpo negro”, es decir, de un objeto capaz de absorber
la totalidad de las radiaciones que recibe. Ella postula que una “ac-
ción”, es decir el producto de una energía por un tiempo, no puede
ser inferior a un umbral, designado por la letra h, al que se ha podi-
do medir con gran precisión.
La existencia de este umbral significa que, en todos los terrenos
del mundo real, es imposible prolongar indefinidamente el análisis
hacia lo siempre más pequeño; un límite insuperable, un quantum,
es encontrado finalmente. Teniendo en cuenta finalmente ese cuan-
ta de acción h, la constante universal de la gravedad G y la velocidad
de la luz c, de la que se sabe que no puede ser superada, se constata
que también la duración está cercada por un límite inferior. Calcu-
lable a partir de los valores de esas tres “constantes”, este límite infe-
rior es por cierto muy corto —5.10–44 de segundo—, pero no es nulo.
Por lo tanto el tiempo es granular. Cortar un segundo en mil milise-
gundos o en un millardo de nanosegundos no constituye un proble-
ma; pero si, prosiguiendo hacia el siempre más corto, se llega a 10–43
segundos, todavía se podrá cortar en dos, pero será imposible prose-
guir la descomposición; se habrá alcanzado lo insecable.
La continuidad aparente del tiempo no resulta más que un efec-
to de óptica, su realidad es discontinua. La imagen más realista para
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 45

evocar el tiempo ya no es la del río que fluye sino la de las paladas


de arena insertadas para colmar los vacíos entre los empedrados que
son los acontecimientos.

LA ALIANZA FORZADA DEL TIEMPO Y DEL ESPACIO

Lo que puso en tela de juicio de manera más drástica la posición de


autonomía que se atribuye arbitrariamente al misterioso actor lla-
mado tiempo fue la obra de Albert Einstein.
A comienzos del siglo XX, los físicos estaban frente a un resultado
experimental que contradecía las leyes de la naturaleza mejor fun-
damentadas: la velocidad de la luz se revelaba independiente del
movimiento del observador.
Para resolver esta paradoja, Einstein osó admitir que el correr del
tiempo no es el mismo para dos testigos que se mueven uno con re-
lación al otro. Cada uno de ellos tiene su verdad y esas verdades son
diferentes según que hablen de espacio o de tiempo.
Supongamos que uno envíe un relámpago frente a un espejo si-
tuado a la distancia d; este relámpago vuelve a él después de un tiem-
po t = 2d/c, donde c es la velocidad de la luz. El segundo, situado a
la misma distancia d del espejo, hace la misma experiencia, pero no
está inmóvil sino que avanza paralelamente al espejo a la velocidad
v. Entre la emisión del relámpago y su recepción al regreso, éste ha
avanzado vt’, donde t’ es la duración de la experiencia para el segun-
do testigo. El camino hecho por la luz ya no es ABA sino ACD (véa-
se la figura siguiente). Para calcular la longitud de este camino, bas-
ta con aplicar el célebre teorema de Pitágoras:
AC2’ = d2 + (vt’/2)2; pero AC = 1/2 ct’ y d = 1/2 ct.
De donde: 1/4 c2t’2 = 1/4 c2t2 + 1/4 v2t’2,
sea: t’ = t(1–v2/c2)–1/2 o, con una buena aproximación en el caso
en que v es mucho más pequeño que c :
t’ = t(1+1/2 v2/c2)
Al término de este cálculo sin dificultad (basta con conocer el teo-
rema de Pitágoras), nos encontramos ante la evidencia de que la du-
ración es diferente según que el observador esté inmóvil o que se
46 ALBERT JACQUARD

mueva en relación con el acontecimiento observado. Para el prime-


ro, el tiempo t es llamado “tiempo propio”. Como lo indican estas
dos relaciones, es necesariamente más corto que el “tiempo impro-
pio” t’ de la observación en movimiento.
Si vamos de París a Lyon en tren, tenemos dos modos de calcular
la duración del trayecto, ya sea mirando nuestro reloj de pulsera al
partir y a la llegada, ya sea mirando los relojes de las estaciones de
París y luego de Perrache. Aun si todos los movimientos de esos ins-
trumentos están rigurosamente sincronizados, los dos cálculos lle-
gan a resultados diferentes, pues la primera observación mide un
tiempo propio (nuestro reloj de pulsera ha participado en nuestro
viaje), mientras que la segunda mide un tiempo impropio (los relo-
jes de las estaciones con relación a nosotros). A decir verdad, la
diferencia es poca; admitiendo que la distancia es de 400 km y la ve-
locidad media del tren de 200 km/h, se encuentra t = 2:00 horas y
t’ = 2:00000000000004 horas, nada ha cambiado hasta el decimo-
cuarto decimal. Se comprende que esta diferencia haya escapado a
los observadores más rigurosos.
Pero el problema no concierne aquí a la precisión de la medida;
es mucho más fundamental: lo que está en cuestión es la universali-
dad del tiempo. En lo sucesivo la respuesta es clara: el tiempo no tie-
ne definición más que en función del espacio en que es medido. ¡Es
parecido a un actor que cambia de papel de una representación a
otra! Se explaya para un observador en movimiento. Un razonamien-
to semejante muestra que el largo de una regla paralela a la direc-
ción del movimiento es más corto para ese observador.
¿En quién confiar si la medida de tiempo y la medida de espacio
son tan elásticas? Ni el tiempo ni el espacio solos son confiables. Es ne-
cesario pensarlos como una entidad espacio-tiempo indisociable donde
todo “punto-acontecimiento” es marcado por cuatro dimensiones: las
tres dimensiones del lugar donde tiene lugar y el instante en que ocurre.
Entonces es posible definir funciones características a la vez del espa-
cio y del tiempo que sean independientes del movimiento del obser-
vador. Tal es el caso del “intervalo de espacio-tiempo” ds definido por
ds = (c2dt2–dx2)1/2
donde dt es el intervalo de tiempo constatado por un observador y
dx el intervalo de espacio constatado por el mismo observador. Para
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 47

dos observadores en movimiento, los dt y dx son diferentes, pero ds


es el mismo para los dos.
La simultaneidad es “relativa” en el sentido en que el movimien-
to del observador hace simultáneos para el uno dos acontecimientos
que son sucesivos para el otro; el largo de una regla es “relativo”, el
intervalo de espacio-tiempo es “absoluto” en el sentido en que es el mis-
mo para todos los observadores que se desplazan en línea recta. El
observador A encontrará por ejemplo para dos acontecimientos
dx (A) = 0 y dt (A) ≠ 0, para él tienen lugar en el mismo sitio pe-
ro en instantes diferentes, mientras que el observador B constatará
dx (B) ≠ 0 y dt (B) = 0; para él, estos mismos acontecimientos serán
48 ALBERT JACQUARD

simultáneos pero se producirán en dos lugares distintos; no estarán


de acuerdo más que en una medida:
ds = cdt (A) = dx (B).
Está claro que esta imbricación del tiempo y del espacio hace ne-
cesaria una revisión completa de todos los reflejos intelectuales que
hemos establecido suponiendo su independencia. Ni siquiera las
operaciones tan evidentes como la adición de las velocidades son ya
válidas.
En el tren París-Lyon yendo a 300 km/h con relación al suelo, un
viajero se dirige hacia adelante a 4 km/h; ha aprendido en la escuela
que su velocidad con relación al suelo es entonces de 300 + 4 = 304 km/h.
A pesar de las apariencias, este cálculo es falso, porque es necesario
tener en cuenta, en la definición de la velocidad, la diferencia entre
tiempo propio y tiempo impropio; Einstein ha mostrado que la velo-
cidad total está dada por la fórmula
vt = (v1 + v2)/(1 + v1v2/c2) [1]
donde c es la velocidad de la luz; en este ejemplo, se obtienen no 304
km/h sino 303.999999999999997 km/h. La diferencia es pobre pues
las velocidades en cuestión son insignificantes con relación a c. Se
vuelve importante para los objetos, como las partículas que vienen
del espacio o producidas por los aceleradores, cuyas velocidades son
próximas a la velocidad de la luz c.
Esta diferencia sería sensible en un universo parecido a los que
ha imaginado Gamow, en los que la velocidad de la luz es mucho
menor que en la realidad. En la hipótesis en que c = 300 km/h (o
sea tres millones de veces menos), la fórmula [1] llega para la ve-
locidad del viajero a 300 km/h, la misma velocidad que el tren. En
efecto, una de las consecuencias de esta fórmula es que ninguna
velocidad puede ser superior a c. En un cohete cuya velocidad es
V1 = 2/3c, lancemos hacia adelante un objeto a la velocidad V2 =
2/3c; la velocidad obtenida no será de 4/3c como sugiere la adición
clásica, sino de 4/7c como se la puede obtener aplicando la fórmu-
la [1].
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 49

MASA, TIEMPO, ENERGÍA

Por grandes que sean nuestros esfuerzos, nos es imposible dar a un ob-
jeto una velocidad superior a c. Cuanto más grande es la velocidad ya
adquirida, es más difícil aumentarla. La relación muestra que, al au-
mentar el numerador, aumentamos también el denominador; cuando
nos acercamos a c, los esfuerzos tendientes a aumentar la velocidad tro-
piezan con obstáculos cada vez más insuperables. Ahora bien, lo que se
opone a la puesta en movimiento de un objeto es su masa; todo ocurre
como si esta masa se agrandara con la velocidad. De este modo somos
llevados a remplazar la masa clásicamente considerada por una masa
variable en función de su velocidad que está definida por la fórmula
M = m0 (1 – v2 / c2)–1/2 [2]
donde m0 es la masa en reposo.
Cuando v se acerca a c, el paréntesis tiende hacia cero y m aumen-
ta indefinidamente; sólo los objetos cuya masa en reposo es nula
pueden por lo tanto alcanzar la velocidad de la luz; esta cualidad es
la de los granos de luz que son los fotones.
La relación [2] puede escribirse con una buena aproximación si
v es menor que c:
m = m0 (1 + 1 / 2v2 / c2)
de donde
mc2 = m0c2 + 1 / 2m0v2
En esta ecuación, el segundo término de la derecha nos trae un
recuerdo: corresponde a la energía cinética de un objeto de masa m
lanzado a la velocidad v. Por lo tanto, también el primer término de
la derecha representa una energía: la contenida en un objeto de ma-
sa m0 en reposo.
Llegamos así a la única fórmula de física que haya destronado en
el espíritu de los estudiantes el estribillo propuesto por los historia-
dores “Marignan 1515”; el estribillo de los científicos es: “E = mc2”.
Pero hoy sabemos que esta fórmula ha tenido más consecuencias
para la humanidad que la batalla de Marignan.
Finalmente, el concepto importante no es el del tiempo mensura-
ble, representado por la letra t en las ecuaciones, sino la velocidad.
50 ALBERT JACQUARD

Hemos estructurado nuestra reflexión introduciendo el tiempo co-


mo una dimensión primera, y a continuación hemos considerado la
velocidad como el cociente de una longitud por una velocidad. Este
perfeccionamiento habría evitado las preguntas sin esperanza de
respuesta sobre la realidad del tiempo. Esas preguntas habrían podi-
do ser referidas a la realidad de la velocidad, lo que no es irrazona-
ble puesto que nuestro cosmos nos proporciona un patrón de velo-
cidad, la de la luz.

EL TIEMPO PERCIBIDO

Sin embargo, el hecho de que “el tiempo pasa” es una constatación


que se nos impone en permanencia. Es imposible escapar a esta per-
cepción. El problema de la definición del tiempo se reduce a la bús-
queda del lazo entre esta sensación y su causa objetiva. Podemos
constatar, en otros terrenos, que un lazo semejante puede ser com-
plejo. Así los psicólogos enuncian la “ley de Weber y Fechner” que
afirma que la sensación es proporcional no a la intensidad de un es-
tímulo sino a su logaritmo. Puede resultar pertinente aplicar esta ley
al deslizarse del tiempo, lo que explica la aceleración de este desli-
zarse tal como la experimentamos a medida que nuestra edad avan-
za. Las consecuencias de esta hipótesis serán citadas en el capítulo
“Los logaritmos”.
Pero la paradoja más crucial concierne al lugar del porvenir en
nuestra percepción de la duración. Nos obsesiona aunque, lo hemos
dicho, no existe. Nada lo tiene en cuenta en la naturaleza. Al menos
es la hipótesis de base de la reflexión científica. El cosmos es com-
templado como no teniendo intención ni objetivo. Las fuerzas pre-
sentes hacen lo que tienen que hacer; toman en cuenta el estado
presente de las cosas, a veces del pasado; conocen ayer y hoy, pero
ignoran mañana; no pueden poner en escena ese personaje ficticio
que no es interpretado por ningún actor.
Esto ya no es verdad desde la reciente entrada en escena (hace
apenas algunos millones de años) de los miembros de nuestra espe-
cie. Objetos hechos con los mismos componentes que los demás,
animales realizados asociando las mismas células que en todos los se-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 51

res vivientes, los Homo sapiens han sido capaces, a consecuencia de


un error de la naturaleza (un sistema nervioso central hipertrofia-
do), de tener una cualidad inaudita: imaginar que mañana será. Ma-
nifestamos múltiples singularidades: hemos perdido el pelaje que re-
cubre el cuerpo de nuestros primos primates, la naturaleza nos priva
del hueso baculum, caminamos erguidos, nacemos antes de haber re-
cibido la menor autonomía… muchas de estas singularidades son só-
lo anecdóticas. La más decisiva es nuestra capacidad de proyectarnos
en el porvenir; sin duda ése es el verdadero fundamento de nuestra
especificidad.
Al pasar, hemos perdido el presente: el tiempo que se desliza
mientras digo “soy” transforma la frase en un “era”. Es el precio a pa-
gar: estirada entre el recuerdo del pasado y el temor o la esperanza
del futuro, nuestra existencia real es evanescente; tratar de apode-
rarse del instante presente es tan vano como correr tras el viento (o,
habría dicho Einstein, como tratar de atrapar un fotón). En cuanto al
pasado, nos ha abandonado, se ha alejado y permanece difinitiva-
mente inaccesible; no podemos más que contemplarlo tal como es-
tá, inmóvil para la eternidad.
Por lo tanto, nuestro único dominio, a pesar de su inexistencia, es
el porvenir.
GRAVITACIÓN Y CURVATURA DEL ESPACIO

Las manzanas caen de los manzanos; la Tierra gira alrededor del Sol.
Newton necesitó una buena dosis de ingenio para osar afirmar que
esos dos fenómenos se deben a la misma causa: la atracción gravita-
cional entre los objetos dotados de una masa.
Sus reflexiones se habían hecho posibles gracias a los trabajos de
Galileo sobre la caída de los cuerpos y los de Kepler, en la misma
época, sobre el movimiento de los planetas. Había comprobado que
éstos, cualesquiera que sean su masa y su distancia del Sol, se mue-
ven sobre sus órbitas respetando escrupulosamente ciertas regulari-
dades (de este modo, la relación del cubo de su distancia del Sol al
cuadrado de la distancia de su revolución es el mismo para todos).
Reuniendo el conjunto de estas observaciones, Newton muestra que
todas las constantes puestas así en evidencia son el reflejo de una rea-
lidad única, la atracción recíproca de los objetos dotados de una ma-
sa. Todas las comprobaciones, ya sean concernientes a los planetas,
las manzanas o las piedras, son compatibles con la hipótesis de que
la atracción gravitacional genera una fuerza que se puede calcular,
como hemos visto, gracias a la relación “F = G mm’ / d2”, donde m y
m’ son las masas de los dos objetos, d su distancia y G un coeficiente
de proporcionalidad, la “constante de la gravedad”.
Al contrario de tantas otras utilizadas por los físicos, esta fórmula
no es el resultado de un experimento. En efecto, el coeficiente G es
tan pequeño que la fuerza F no es mensurable directamente sino en
el caso de que al menos una de las masas m y m’ sea considerable; es
lo que se produce por la interacción entre el Sol y la Tierra o entre
la Tierra y una manzana, pero no en el caso de dos manzanas. Es ver-
dad que éstas se atraen, pero esta atracción es tan débil comparada
con la ejercida sobre ellas por la Tierra que hace falta un instrumen-
tal muy sensible y preciso para comprobar su acción. Esta fórmula
resulta de una hipótesis convalidada por las consecuencias que pue-
den deducirse y ser confrontadas en la observación.
Pero, el mismo Newton lo advertía, esta atracción permanece
[52]
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 53

muy misteriosa. Él se cuidaba muy bien de afirmar “las masas se


atraen”, simplemente enunciaba que “todo ocurre como si las masas
se atrajeran”. ¿En qué puede consistir la causa de ese “como si”? Es
difícil imaginar que un elástico invisible está tendido entre el Sol y
la Tierra, y más generalmente entre todos los objetos que se atraen
de a dos.
Una respuesta, ampliamente aceptada en la actualidad, fue pro-
puesta por Einstein en 1915, al precio de un cambio radical de los
conceptos empleados. La atracción, que era una propiedad de los
objetos, es remplazada por una propiedad del espacio: éste es curva-
do por la presencia de objetos macizos.

CAMPO DE ATRACCIÓN Y ACELERACIÓN

El punto de partida de la reflexión de Einstein es una “experiencia


de pensamiento” como le gustaba imaginar y acerca de las cuales ha
demostrado que pueden hacer progresar nuestra comprensión del
mundo tanto como los experimentos realizados en el laboratorio.
Estamos con un amigo en una cabina totalmente cerrada; solta-
mos una manzana; ésta cae al piso. Con lógica, sacamos en conclu-
sión que la cabina se encuentra en un campo de gravedad. Pero en-
tonces nuestro amigo nos revela que, antes de dejarse encerrar con
nosotros, ha comprobado que la cabina está conectada con un cohe-
te. Es muy posible que, después de nuestra instalación, éste haya sido
puesto en acción; por lo tanto nuestra cabina es llevada en un movi-
miento acelerado; la manzana no ha caído de ninguna manera en el
piso, es el piso el que se ha elevado hacia la manzana; no hay campo
de gravedad, hay aceleración del cohete, lo que provoca el mismo
efecto aparente. ¿Cómo decidir si la interpretación correcta es la
nuestra o la de nuestro amigo? La respuesta de Einstein es que esa
elección no sólo es arbitraria sino desprovista de sentido; las dos ob-
servaciones describen la misma realidad con palabras diferentes. Hay
una rigurosa equivalencia entre la presencia de un campo de grave-
dad y una aceleración: ningún experimento las puede diferenciar.
La teoría llamada de la “relatividad general” saca consecuencias
de este “principio de equivalencia”. Algunas son inesperadas y pue-
54 ALBERT JACQUARD

den ser confrontadas con la realidad. De este modo, se puede sacar


en conclusión de este principio que un campo de gravedad desvía
necesariamente un rayo de luz. En efecto, imaginemos que tal rayo
penetra en cierto momento en nuestra cabina y llega al lado opues-
to al cabo de un tiempo t = l / c en el que l es el ancho de la cabina
y c la velocidad de la luz. En la hipótesis de que esta cabina sufre una
aceleración g, habrá avanzado en este recorrido de d = 1/2gt2; todo
ocurre como si ese rayo hubiera sufrido una desviación de un ángu-
lo α definido por tangα = d/1 = 1/2gl/c2.
Puesto que admitimos, en razón del principio de equivalencia,
que ninguna observación puede diferenciar las dos hipótesis: pre-
sencia de un campo de gravedad o aceleración de la cabina, enton-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 55

ces estamos llevados a afirmar que una desviación semejante debe


ser comprobada si nuestra cabina está sometida a tal campo: el prin-
cipio de equivalencia implica que un rayo de luz debe ser desviado
cuando pasa en las cercanías de una masa. La ventaja de esta conse-
cuencia es que puede ser objeto de una verificación experimental,
basta con mirar una estrella cuya luz, para alcanzarnos, pase cerca
del Sol, observación posible en ocasión de los eclipses totales del Sol.
Einstein había propuesto esta conclusión desde 1914; a causa de
la guerra, no fue sino hasta 1919 cuando un eclipse permitió consta-
tar esta desviación. Las posiciones aparentes de estrellas que se en-
contraban en el momento del eclipse en la dirección del borde del
Sol han sido desplazadas de la cantidad prevista; la confirmación ex-
perimental ha sido perfecta.

ACELERACIÓN Y CURVATURA DEL ESPACIO

Pero la noción de aceleración no es válida solamente para un cohe-


te que avanza a una velocidad cada vez mayor. Concierne también al
movimiento de un objeto que sigue a velocidad constante una tra-
yectoria curvada. Todos aquellos que han subido a un tiovivo lo han
experimentado. Los físicos expresan esa comprobación con una fór-
mula matemática: si un objeto de masa m avanza a la velocidad v re-
corriendo la circunferencia de un círculo de radio R, está sometido
a una fuerza centrífuga dada por
F = mv2/R
La equivalencia propuesta entre gravedad y aceleración implica
por lo tanto la equivalencia entre gravedad y trayectoria curva. En lu-
gar de decir de un objeto que está sometido a un campo de gravedad,
podemos decir que se desplaza libremente en un espacio curvo.
La “relatividad general” desarrollada por Einstein entre 1910 y
1915 precisa la relación entre esta curvatura y la gravedad. A decir
verdad, esta teoría es de difícil acceso. Para retomar nuestra metáfo-
ra que asimila la investigación científica a la exploración de un ma-
cizo montañoso, podemos comparar la relatividad general con la as-
censión del Monte Blanco en los Alpes; no se la puede emprender
56 ALBERT JACQUARD

sin un mínimo de preparación. Probemos un comienzo de marcha


de acercamiento.
Ante todo, debemos explicar con precisión lo que significa la
“curvatura del espacio”. Este concepto plantea desde el comienzo el
problema de su representación mental; la dificultad se acrecienta
por la necesidad de tratar simultáneamente el espacio en el sentido
ordinario de la palabra, poseedora de tres dimensiones, y el tiempo,
o sea de razonar teniendo en cuenta cuatro dimensiones. No nos en-
gañemos, tal espacio no es el objeto de una imagen en el cerebro de
Einstein como tampoco lo es en el nuestro; no se trata de “verlo” si-
no de describirlo, de explorarlo aceptando la abstracción de las fór-
mulas.
Para ayudar a la intuición, sin pretender hacer más que una cor-
ta incursión, comencemos por un espacio con dos dimensiones, es
decir un espacio en el que cada punto es señalado por medio de dos
coordenadas. Éste puede ser, por ejemplo, un plano donde se seña-
lan los puntos por su abcisa y su ordenada medidas en relación con
dos ejes perpendiculares; puede ser también una esfera de radio R
en la que se señalan los puntos por dos ángulos θ y φ (véase la figu-
ra siguiente). La noción de curvatura de estos espacios se introduce
cuando se trata de calcular la distancia entre dos puntos cercanos en
función de los desvíos entre sus coordenadas.
La respuesta para el plano está dada por el teorema de Pitágoras:
ds2 = dx2 + dy2 donde ds es la distancia de los dos puntos, dx y dy los
desvíos entre sus abscisas y entre sus ordenadas.
Para la esfera la geometría elemental llega a
ds2 = R2 (sen2θ dφ2 + dθ2)
La diferencia esencial entre esos dos espacios es que en el plano
cada coordenada interviene independientemente de la otra, mien-
tras que para la esfera la contribución de la coordenada φ es depen-
diente del valor de la coordenada θ.
Cualquiera que sea el número de dimensiones de un espacio, se
dice que es “chato” si es posible afectarle un sistema de coordenadas
tal que la distancia de dos puntos cercanos se obtendrá sumando o
restando los cuadrados de las desviaciones de cada una de las coor-
denadas. En los otros casos se lo llama “curvo” y su curvatura se ca-
racteriza por los coeficientes que aparecen en la fórmula que permi-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 57

te calcular la distancia ds entre dos puntos cercanos en función de


las desviaciones dxi, entre sus coordenadas.
ds2 = a11dx12 + a12dx1dx2 + a22dx22
+a13dx1dx3 + …
extendiéndose la fórmula a todas las combinaciones de a dos de las
coordenadas.
El espacio es chato si se puede definir un conjunto de coordena-
das tal que todos los coeficientes aii sean iguales a + o – 1 y todos los
aij (donde i es diferente de j) sean nulos. Si tal señalamiento del es-
pacio es imposible, el espacio es curvo, siendo esta curvatura defini-
da por los coeficientes aij que son ellos mismos funciones de las coor-
denadas. Su conjunto constituye el “tensor métrico” del espacio. En
un espacio de cuatro dimensiones (el de la relatividad), los coefi-
cientes a son diez: cuatro aii y seis aij
58 ALBERT JACQUARD

Un segundo concepto ligado a la curvatura del espacio es el de


geodésico, es decir, el camino más corto de un punto a otro. Para el
plano, la geodésica es la línea recta que pasa por esos dos puntos; so-
bre la esfera, es el gran círculo. Para un espacio cualquiera, puede
ser calculada (al precio de dificultades matemáticas considerables,
comparadas en otro registro a las que encuentran los escaladores en
los Alpes) a partir de los coeficientes aij de la ecuación.
El principio de equivalencia entre un campo de gravedad y una
aceleración admitido por Einstein le permite asimilar las caracterís-
ticas geométricas del espacio y las características debidas a la presen-
cia de masas (o más generalmente de energía). En lugar de decir
que la Tierra es atraída por el Sol, se debe decir que va “derecho ha-
cia adelante” siguiendo una geodésica en un espacio curvado por la
presencia del Sol. Esta geodésica la devuelve, al cabo de una revolu-
ción, a su punto de partida, como una bola que rodara en un canal
circular.
Las ecuaciones manipuladas para describir estas curvas están lejos
de tener la maravillosa simplicidad de la fórmula de Newton; pero es
forzoso reconocer que corresponden mucho mejor a la realidad ob-
servable. De este modo, para un planeta cercano al Sol como Mer-
curio, la geodésica obtenida es una elipse cuyo eje mayor se despla-
za 43 segundos de arco por siglo, o sea una vuelta completa en tres
millones de años, movimiento que es efectivamente comprobado y
que la fórmula de Newton no podía explicar.
LA VIDA, EL FLOGISTO Y EL ADN

El descubrimiento del ADN es el prototipo de los adelantos científi-


cos que trastornan profundamente nuestra visión de la realidad y
provocan en cascada el cuestionamiento de ideas que, sin embargo,
parecían definitivamente establecidas. Pero las últimas consecuen-
cias de esas revisiones aparecen sólo lentamente; a veces hay que cal-
cular en generaciones el tiempo necesario para que los espíritus se
habitúen a la nueva lucidez (recordemos que fueron necesarios más
de cuatro siglos —o sea dieciséis generaciones— para que las auto-
ridades religiosas católicas reconocieran lo bien fundado de la visión
copernicana del movimiento de los planetas, un siglo y medio —o
sea seis generaciones— para que aceptaran la descripción darwinia-
na de la evolución).

LA VIDA RECONSIDERADA

Aquí se trata de una pregunta que había quedado hasta entonces sin
respuesta por no haber sido formulada correctamente: ¿de dónde
proviene la capacidad manifestada por ciertos objetos de resistir a la
usura del tiempo reaccionando a las agresiones, de transformarse
manteniendo lo esencial de su estructura, y sobre todo de producir
seres semejantes a ellos? Maravilladas por esos poderes, incapaces de
descubrir la causa, todas las culturas hasta ahora se han contentado
con clasificar esos objetos en una categoría especial, la de los seres
vivientes. Sus sorprendentes capacidades eran explicadas por la pre-
sencia en ellos de un principio indefinible: la vida. Pero ¿en qué con-
sistía? ¿Cómo, dónde, cuándo había aparecido ese principio? Otras
tantas preguntas quedaban abiertas.
Otro contratiempo de la misma naturaleza tuvieron los científicos
del siglo XVIII cuando quisieron dar un explicación al hecho de que
ciertos cuerpos, como la madera y el carbón, tienen la propiedad de
[59]
60 ALBERT JACQUARD

arder dando una llama, luz, calor. ¿De dónde les viene ese poder? A
falta de una hipótesis mejor, sugirieron que esos cuerpos encierran un
principio, el flogisto, que se manifiesta en la combustión. La diferen-
cia de peso entre una brasa y las cenizas que quedan después de la
combustión corresponde a la destrucción de ese flogisto que es la ver-
dadera materia del fuego. Esta explicación debió ser abandonada por
completo cuando Lavoisier mostró que la combustión hace actuar no
sólo al objeto que arde sino también al aire que lo rodea y que resul-
ta de una reacción entre el carbono presente en el objeto y el oxíge-
no presente en el aire. En consecuencia, el concepto de flogisto per-
dió toda pertinencia y hasta la palabra desapareció. Los estudiantes de
la actualidad no la han oído jamás. La combustión ya no es un miste-
rio que necesita la intervención de un agente indefinible, no es más
que una de las manifestaciones de los procesos químicos más banales.
Un destino similar está sin duda reservado a la palabra vida. Ésta
también corresponde a una clasificación de los elementos del mun-
do real en dos categorías. En el siglo XVIII la combustión permitía
distinguir por una parte los objetos capaces de arder, por otra los
que no lo son; los primeros incluían el flogisto; los otros, no. Igual-
mente, a partir de la mirada que dirijamos sobre lo que nos rodea,
creemos poder definir dos dominios muy diferentes: el de los obje-
tos inanimados, el de los seres vivientes; los segundos fueron dota-
dos de la vista, los primeros no la han recibido.
También los mitos han contribuido a esta dicotomía, como el mi-
to de Pigmalión. Este escultor da forma a una estatua tan hermosa
que cae locamente enamorado de ella. Pero no es más que una pie-
dra, un objeto; le falta lo esencial: la vida. Está desesperado porque
ningún entusiasmo recíproco puede responder al suyo. Conmovida
por la intensidad de esa desesperación, Afrodita transforma la esta-
tua en mujer viviente; Pigmalión puede casarse con Galatea. Lo que
no era más que la imagen de una mujer se ha convertido en mujer.
Pero ha sido necesaria la intervención de una diosa para que esta
trasmutación haya tenido lugar. No se podría explicar mejor cuán in-
franqueable parecía la frontera entre inanimado y viviente.
El empleo del imperfecto en esta última frase puede provocar
sorpresa pues, en el entendimiento de muchos, esta frontera toda-
vía hoy parece muy real. Sin embargo, ha sido borrada hace alrede-
dor de medio siglo. La reaparición de ideas antiguas que habríamos
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 61

debido revisar radicalmente se manifiesta por la presentación de al-


gunas observaciones recientes: en octubre de 2000, un equipo de
investigadores norteamericanos declaró haber “despertado” una
bacteria que había quedado encerrada en una burbuja desde hacía
más de doscientos millones de años. Un descubrimiento semejante
había sido hecho a comienzos de 1995, pero la antigüedad del ob-
jeto era sólo de algunas decenas de millones de años; de modo que
ese primer récord fue ampliamente batido. Esta reanimación, esta
victoria en la lucha contra el poder destructor del tiempo, es perci-
bida como el equivalente de una misteriosa resurrección; en reali-
dad, es una consecuencia directa de las propiedades de la molécu-
la que explica lo esencial de las performances de los seres vivientes:
el ADN.

EL ADN

En 1953, un equipo científico dirigido por el inglés Francis Crick y


el norteamericano James Watson descubrió que la estructura de la
molécula ADN permite explicar todos los procesos que tienen lugar
en los organismos llamados “vivientes” y que eran considerados co-
mo las manifestaciones de un principio abstracto.
Resulta que esta molécula tiene el aspecto de una hélice, y esta
particularidad ha sido ampliamente popularizada. En realidad, no
es más que un detalle geométrico no esencial. El verdadero secre-
to revelado por ese equipo es que esa hélice es doble. Está consti-
tuida por dos cintas complementarias cuyos elementos son estruc-
turas químicas relativamente simples (compuesta cada una de una
veintena de átomos), las “bases”, que pertenecen a cuatro tipos: los
A, los C, los G y los T. Éstas no son más que sus iniciales; tienen de-
signaciones más ilustradas, pero nuestra ambición aquí es describir
su comportamiento y deducir las consecuencias, no preparar un
examen.
Como todos los conjuntos de átomos, cada uno de estos cuatro ti-
pos de base tiene afinidades o repulsiones con respecto a las otras es-
tructuras químicas. Resulta que su comportamiento es parecido al
de personajes que estuvieran dotados de tres brazos: con dos se su-
62 ALBERT JACQUARD

jetan fuertemente uno a otro para formar una larga cadena en la


cual se suceden en un orden cualquiera; un G puede encontrarse
tan bien entre dos A como entre un T y un C; forman así una larga
cinta en la que parece escrita una palabra que utiliza un alfabeto que
consta sólo de cuatro letras. Con el tercer brazo, estas estructuras
manifiestan, por el contrario, una preferencia y aun una exclusivi-
dad: A sólo se reúne con G y recíprocamente. De este modo, frente
al segmento compuesto por las letras TGGCAAT… se constituye el
segmento ACCGTTA…
Semejante configuración otorga a esta molécula un poder que,
según lo que sabemos, no es manifestado por ningún otro objeto: la
reproducción. Por supuesto, todos conocemos máquinas de repro-
ducir; éstas proporcionan copias de documentos que les son propor-
cionados; en eso no vemos ningún misterio. Pero lo que hace la mo-
lécula ADN es de una naturaleza totalmente diferente: se reproduce
a sí misma, como si una fotocopiadora fuese capaz de producir una
fotocopiadora idéntica. El ADN es el equivalente de un libro que su-
piera copiarse a sí mismo.
Esta molécula apareció sin duda hace más de tres millardos de
años, cuando la Tierra, constituida un millardo de años antes, había
tenido tiempo de enfriarse lo suficiente para que el agua estuviera
en ella en forma líquida. El efecto invernadero debido a una atmós-
fera rica en gas carbónico y en metano era tan intenso que los océa-
nos estaban a una temperatura del orden de 70 grados; tormentas y
tempestades de una violencia inaudita agitaban esos océanos, apor-
tando la energía necesaria para la formación de conjuntos de áto-
mos constantemente renovados, resultantes de sus encuentros de-
sordenados. En ese medio en perpetuo alboroto, la mayoría de los
conjuntos así aparecidos fueron destruidos sin dejar rastros. Algunos
disponían, por casualidad, de nuevas capacidades vinculadas a su
complejidad; la mayoría de ellos fueron eliminados un día, y sus po-
deres ya no fueron ejercidos. El tiempo termina por destruir lo que
ha contribuido a construir, la historia no es más que una sucesión
errática de creaciones y desapariciones.
La molécula ADN se libró de ese destino en razón de su poder de
autorreproducción. Ha sido capaz de hacer dobles de sí misma y de
oponerse, por consiguiente, a su propia desaparición. De ese modo
ha puesto un cerrojo al papel de la duración.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 63

Su secuencia de bases representa una información que el transcu-


rrir del tiempo ha enriquecido poco a poco, haciendo aparecer nue-
vos poderes que la autorreproducción ha transformado en definitivos.
Los objetos dotados de ADN participan de ese modo de una acumu-
lación de cualidades.

LA REPRODUCCIÓN

Esta hazaña ha sido posible por el hecho de que el lazo que hemos
asimilado a un tercer brazo es menos sólido que el que resulta de los
dos primeros brazos, que unen las estructuras sucesivas de un mismo
ramal. La unión entre el A situado sobre un ramal y el T situado so-
bre el otro, o entre un C y un G, puede romperse, debilitando la unión
vecina; progresivamente, los dos ramales se separan de la manera en
que se abre un cierre. Se alejan, pero los “terceros” brazos permane-
cen tendidos, listos para una base A en una nueva asociación con una
base T, para una G con una C. Esta atracción permite a cada uno de
los ramales separados reconstituir el ramal complementario. Al doble
ramal inicial le suceden dos dobles ramales idénticos; ese proceso
ocasiona una autorreproducción.
El resultado de la operación puede parecer fabuloso, sin embar-
go, este acontecimiento no esconde ningún secreto; no más, en to-
do caso, que la reacción de una molécula de ácido sulfúrico puesta
en presencia de una molécula de sosa. En el nivel elemental, cada
átomo se comporta como en todas las circunstancias, atrayendo o re-
chazando tal otro átomo en función de sus características. Pero el
entrecruzamiento de esas interacciones individuales conduce a un
comportamiento global de consecuencias considerables.
Esto no es más que un caso particular, a decir verdad espectacu-
lar, de un fenómeno banal: las propiedades de un conjunto comple-
jo no tienen medida común con las propiedades de los diversos ele-
mentos que lo constituyen. Poner en interacción es hacer posible la
aparición de poderes esencialmente nuevos. El ejemplo bien cono-
cido es el acontecimiento que se produce a cada momento en las es-
trellas. Tres núcleos de helio, compuesto cada uno de dos protones
y dos neutrones, se reúnen y fusionan, lo que produce un conjunto
64 ALBERT JACQUARD

compuesto de seis protones y seis neutrones, es decir, un núcleo de


carbono. Las performances químicas del helio son bien modestas,
las del carbono son grandiosas. Fue suficiente reunir tres objetos in-
capaces de la menor acción espectacular para que apareciera un ob-
jeto listo para realizar emprendimientos inesperados.
Conforme a la misma lógica, los cuatro conjuntos de átomos que
hemos designado por las letras A, T, C, G no tienen, aisladas, nin-
guna particularidad notable si no es su comportamiento de “persona-
je de tres brazos”; pero su ensambladura en forma de una molécula
de ADN da realidad a un poder de consecuencias decisivas: la repro-
ducción.
El ordenamiento de esta cualidad ha provocado una verdadera bi-
furcación en la sucesión de los acontecimientos que se producen en
nuestro planeta. En todas partes los encuentros aleatorios de elemen-
tos de toda naturaleza hacen aparecer conjuntos siempre nuevos do-
tados cada uno de sus características; en función de éstas están so-
metidos a las influencias de los objetos vecinos, participan en los
juegos colectivos de las transformaciones recíprocas, y un día desa-
parecen, condenados por el paso del tiempo. Cada uno no puede
más que sufrir pasivamente, encerrado en su trayectoria singular, las
consecuencias de las reacciones que él mismo provoca.
Sólo la molécula ADN frustra esta fatalidad: capaz de hacer un do-
ble de sí misma, vuelve indestructible la secuencia de la que es el so-
porte. Ese poder le permite enriquecerse, hacerse más compleja y
acumular nuevos emprendimientos.

LAS PROTEÍNAS Y EL CÓDIGO GENÉTICO

El más decisivo de estos hechos es la capacidad del ADN de dirigir


la realización de las proteínas, moléculas que participan en todos
los procesos biológicos. Se parecen a largas cintas hechas de juntar los
extremos de estructuras químicas llamadas “aminoácidos” de los que
hay veinte tipos. Describir una proteína es especificar la serie de los
aminoácidos que se suceden en esa cinta. Sus propiedades, sobre
todo la manera en que ocupa el espacio, dependen de esta secuen-
cia. Ahora bien, ella es el reflejo de la serie de bases ATCG presen-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 65

tadas en el segmento de ADN encargado de la realización de la pro-


teína: a cada grupo de tres bases (en total hay 43 = 64) corresponde
uno de los veinte aminoácidos. Procesos que no es el caso de descri-
bir aquí y que ponen en juego moléculas semejantes a las moléculas
de ADN (ARN mensajero, ARN de transferencia) aseguran la traduc-
ción de la secuencia de las bases ATCG en una secuencia de ami-
noácidos.
La correspondencia entre esas secuencias es designada por el tér-
mino “código genético”. Su desciframiento en el curso de los años
setenta ha revelado una realidad inesperada: ese código es el mismo
para todos los seres dotados de ADN, ya sean bacterias, vegetales, hon-
gos o humanos.
Esta unicidad es la prueba más evidente del origen común de to-
do lo que llamamos viviente. Este código, en efecto, parece arbitra-
rio; podría ser otro. Si los procesos complejos que traducen la infor-
mación presente sobre el ADN en sustancias biológicas hubieran sido
ordenados en varias oportunidades, independientemente, por la na-
turaleza, la probabilidad de que el mismo código haya sido adopta-
do cada vez está cerca de cero; por lo tanto la hipótesis más razona-
ble es que esta invención no se ha producido más que una vez. Todo
lo que vive es el resultado de una diferenciación proveniente de un
origen común y movida a lo largo de su desarrollo por una lógica
única. La diversidad infinita de las apariencias es el producto de un
mecanismo por todas partes y siempre el mismo.

DE LA COMPRENSIÓN A LA ACCIÓN

La definición biológica de un ser viviente está finalmente contenida


por entero en la descripción de la sucesión de bases que constituyen
su ADN. Esta colección constituye su “genoma”. Para un ser pertene-
ciente a una especie sexuada, ha sido constituida definitivamente en
ocasión del encuentro de los dos gametos parentales. Las recetas
que utilizará a lo largo de su vida para componer las sustancias que
constituyen sus órganos, para poner en acción los procesos que le
permitirán reaccionar ante el medio, le son dadas entonces de una
vez por todas. Se comprende la fascinación de los investigadores que
66 ALBERT JACQUARD

se esfuerzan por leer ese libro de recetas, por “descifrar” ese geno-
ma. A pesar de la importancia de la tarea (más de tres millardos de
letras en el libro de recetas de cada humano), esta investigación es-
tá cercana al final para numerosas especies. ¿Qué hacer con ese co-
nocimiento?
Toda nueva comprensión está cargada de posibilidades de acción
inéditas. En cuanto conocemos el desarrollo de una cadena causal
dispuesta por la naturaleza, somos capaces de intervenir en ciertas
etapas y de orientar la sucesión de los acontecimientos hacia el re-
sultado que deseamos.
En todos los terrenos, ya sea la mecánica, la termodinámica o el
electromagnetismo, la fecundación de la técnica por la ciencia ha si-
do espectacular, sobre todo en el siglo XIX. El desarrollo de la indus-
tria, el mejoramiento de la vida cotidiana fueron favorecidos enton-
ces por los descubrimientos teóricos de los “sabios”. Aun cuando
esos descubrimientos eran presentados en formas tan alejadas del
lenguaje común como las ecuaciones de Lagrange o de Maxwell o
como los teoremas de Carnot o de Boltzmann, eran percibidos co-
mo preparando un mundo mejor; nadie ponía en duda la equivalen-
cia entre avances científicos y progreso humano. Julio Verne podía
entusiasmar a sus lectores extrapolando el camino ya recorrido ha-
cia la dominación de la naturaleza por el Hombre.
Remplazar el misterio de la vida por el funcionamiento banal de
una molécula tiene consecuencias aun mucho más inquietantes que
los descubrimientos de los físicos o de los naturalistas de antaño.
Los seres llamados vivientes son de ahora en adelante un blanco po-
sible para nuestros proyectos. Admitir que la vida es un misterio im-
plicaba confesarse impotente ante ella; disipar ese misterio es apro-
piarse de todo lo que vive y someterlo. Ya nada escapa a nuestra
intervención.
Ha bastado menos de medio siglo para pasar del entusiasmo pro-
vocado por el descubrimiento de los mecanismos vitales que hasta
entonces permanecían secretos a la puesta a punto de técnicas que
permiten dominarlos, luego a la voluntad de utilizarlos para alcan-
zar nuestros fines. Los poderes que nos hemos conferido así son
más ricos de esperanzas y más cargados de amenazas que todos
aquellos adquiridos anteriormente: de ahora en adelante podemos
transformar los seres en su misma naturaleza, crear especies que la
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 67

naturaleza no había realizado, dar nacimiento a individuos fuera de


las normas.
Esos poderes se pueden ejercer sobre todos los vivientes, inclui-
dos nosotros mismos. La flecha de los determinismos que nos permi-
tían modificar la sucesión de los acontecimientos ha cambiado de
objetivo; ahora se dirige hacia nosotros,. El verdadero problema no
es más saber cómo hacer sino saber qué hacer.
GAMETOS Y PROCREACIÓN

Apenas si pensamos en ellos; ninguna obra de arte los describe, nin-


gún poema los evoca; sin embargo son nuestros verdaderos engen-
dradores.
¿Quién me ha hecho? No una mujer y un hombre sino un óvulo y
un espermatozoide, ellos mismos hechos por una mujer y un hombre.
Esto no es un simple matiz sino la comprobación de que el lenguaje
ordinario nos engaña haciéndonos cometer, a propósito del aconteci-
miento origen de cada uno de nosotros, un verdadero cortocircuito
lógico que oculta los principales actores. Los esquemas mismos por
los cuales nos representamos la procreación ponen en evidencia la
desnaturalización inducida por el empleo de las palabras “padre”,
“madre”, “hijo”. Estos esquemas, en efecto, unen por medio de un tra-
zo continuo cada uno de los dos primeros al tercero; ahora bien, esos
trazos no corresponden a nada concreto; camuflan el papel esencial
de esos intermediarios entre generaciones que son los gametos.
Esos actores quedaron ignorados largo tiempo, pues escaparon a
nuestra observación mientras no dispusimos de medios para hacer-
los aparecer. La búsqueda de respuestas para el verdadero misterio
que es la procreación ha sido mal encaminada por algunas ideas pre-
concebidas, sobre todo en nuestra cultura por la metáfora de la “se-
millita”: el hijo es como una planta que se desarrolla a partir de una
semilla; esa semilla es depositada por el padre en el vientre de la ma-
dre. Aristóteles lo había dicho, por lo tanto, durante siglos, esta ex-
plicación no ha podido ser cuestionada.
Pero ¿en qué podía consistir realmente esa semilla? Para Ambroise
Paré, un médico del siglo XVI, “la simiente es una sustancia espumo-
sa plena de espíritus vivificantes […], plena de espíritus inquietos”,
lo que no es una mala descripción proviniendo de alguien que igno-
raba la existencia de los espermatozoides.
La utilización del microscopio, puesta a punto por el holandés
Antonie Van Leeuwenhoek, en 1673 permite a Marcello Malpighi
descubrir los óvulos y formular la hipótesis de que el embrión está
[68]
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 69

preformado en ellos; la semilla imaginada está en el óvulo. Por lo


tanto el hijo es producto sólo de la madre, y el padre es sólo un de-
sencadenante del proceso de fabricación. Cuatro años más tarde,
utilizando lentes más potentes (permitían un aumento de hasta tres-
cientas veces), el mismo Leeuwenhoek descubrió en el esperma co-
sas que Maupertuis describió con entusiasmo: “El líquido seminal
no es por lo común objeto de consideración para ojos atentos y tran-
quilos. ¡Qué espectáculo maravilloso cuando se descubren anima-
les vivientes en él! Una gota era un océano donde nadaba una mul-
titud de pececitos”. Leeuwenhoek denominó para nuestra especie a
esos pececitos como “homúnculos” pues, según él, contienen un em-
brión listo para desarrollarse; la semilla está incluida en un esperma-
tozoide.
¿El origen del hijo está situado en realidad en el óvulo materno o
en un espermatozoide paterno? De estas dos teorías sólo una podía
ser acertada. ¿Cómo decidir? La querella entre ovistas y espermatis-
tas se mantuvo durante largo tiempo. Algunos experimentadores,
como Réaumur, quisieron cerciorarse de la verdad poniendo calzo-
nes de tela a las ranas machos; comprobaron entonces que las ranas
hembras entonces permanecían estériles, lo que les pareció un argu-
mento decisivo a favor del espermatismo. Los más rigurosos renun-
ciaban a tomar partido, preguntándose si la cuestión no quedaría
definitivamente sin respuesta, como d’Alembert en la Enciclopedia:
“De todo lo que acaba de ser expuesto acerca del sistema de la gene-
ración propuesto por la nueva historia natural se deduce que no sir-
ve más que a probar cada vez más que el misterio sobre este tema es
impenetrable por naturaleza.”
Ahora sabemos, pero sólo desde los descubrimientos de Mendel
que no fueron comprendidos hasta 1900, que esas teorías eran falsas,
tanto una como la otra; ni el óvulo ni el espermatozoide contienen al
futuro bebé; la metáfora de la semilla es engañadora. Ambos son mi-
tades de semilla; es su fusión lo que da realidad al equivalente de una
semilla, y esta fusión es el resultado de su propio comportamiento.
Dicho de otro modo, los protagonistas del acontecimiento que es una
concepción no son dos, como se les dice falsamente a los niños, sino
cuatro: dos comparsas, los padres; dos actores, los gametos.
(Aquí un paréntesis pedagógico puede ser útil al lector docente;
no hay manera más eficaz de hacerse escuchar por toda una clase de
70 ALBERT JACQUARD

alumnos que proponer: “Esta noche, en la mesa, digan a sus padres


(pero atención al par de cachetadas) que cuando los concibieron a
ustedes los que actuaban no eran dos sino cuatro.” Un alegre albo-
roto pero también una atención poderosamente interesada están
asegurados).
Lo esencial del descubrimiento de Mendel reside en el hecho de
que la transmisión de las informaciones biológicas de una genera-
ción a la siguiente se produce no en una etapa sino en dos, y los pro-
cesos que tienen lugar en el curso de cada una de ellas son funda-
mentalmente diferentes.
La primera etapa, el primer acto de este drama, que comienza
con dos personajes, prosigue con cuatro y termina en uno, se desa-
rrolla separadamente en el padre y la madre. Cada uno produce ga-
metos tirando a la suerte la mitad de la colección de genes, es decir
de informaciones biológicas que había recibido en ocasión de su
propia concepción. En el hombre, esta producción es continua a lo
largo de su vida adulta; en la mujer, al contrario, comienza en el cur-
so de la vida fetal. Una niña nace con un stock de algunos centena-
res de miles de células listas para convertirse en óvulos. Estas células,
que han recibido una copia de la totalidad de la dotación genética,
permanecen en espera hasta la pubertad; cada mes, una entre ellas
es elegida, sufre una división que no le deja más que la mitad de los
cromosomas que contenía y se encuentra lista para una concepción.
Antes de Mendel nadie había imaginado esta división en dos del
patrimonio de cada progenitor. En efecto, es lo opuesto de las ideas
sugeridas por las palabras que empleamos: ver en un ser un “indivi-
duo” es admitir que es indivisible. Esta propiedad es conforme a la
realidad para lo que concierne al recorrido de su vida; dividirlo es
destruirlo. Pero es lo opuesto a esta realidad para lo que concierne
a su papel de genitor: engendrar es trasmitir la mitad de lo que se
ha recibido; es por lo tanto comportarse como “dividuo”.
El punto importante en la producción de los gametos es la intro-
ducción de un proceso aleatorio. El genitor había recibido dos ge-
nes por cada carácter elemental; el gameto producido no recibe más
que uno, consecuencia de un verdadero ballet cuya terminación es
una lotería. El resultado es que su diversidad desafía la imaginación.
Un simple cálculo cuyo resultado parece inverosímil basta para mos-
trarlo. Si un individuo ha recibido, por un rasgo como un sistema
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 71

sanguíneo, dos genes diferentes A y B (se dice entonces que es “he-


terozigoto” por ese rasgo) puede producir dos clases de gametos: los
que reciben A, los que reciben B. Si esa heterozigosidad es manifes-
tada por n rasgos, el número de gametos diferentes que puede pro-
ducir es 2n, o sea un número que se escribe, si n = 100, con treinta
cifras; si n = 1.000, con trescientas cifras, infinitamente más que el
número de átomos que constituyen nuestro universo, incluidas las
galaxias más lejanas; este último número se escribe “solamente” con
setenta u ochenta cifras. Ahora bien, en especies como la nuestra, n
está más cerca de 1.000 que de 100.
Como cada gameto es tirado al azar en un conjunto casi infinito,
la probabilidad de producir dos gametos idénticos es prácticamente
nula. Los seres sexuados son ante todo máquinas de hacer aparecer
combinaciones inéditas. En el curso de la evolución, este mecanismo,
que ha sido puesto en orden sin duda hace menos de un millardo
de años, ha sido un acontecimiento decisivo: gracias a él, la produc-
ción de seres siempre nuevos ha sido prodigiosamente acelerada; se
han podido explorar innumerables vías nuevas.
Señalemos de paso en qué medida la representación clásica de las
genealogías encamina las reflexiones sobre una pista falsa; constitu-
yendo un buen ejemplo de ideas erróneas transportadas subterrá-
neamente por imágenes aparentemente neutras. Todos hemos visto
en nuestros libros de historia las genealogías de las familias reales.
Sistemáticamente, el rey está representado por un cuadrado, la rei-
na por un círculo; el hecho de que ha formado una pareja procrea-
dora está indicado por un trazo horizontal que une esos dos símbo-
los. Su descendencia está figurada por un trazo vertical único, luego
por un segundo trazo horizontal al que se “enganchan” sus hijos.
Este esquema ante el cual no reaccionamos, porque nos hemos
habituado a él, representa la comprobación de que los hijos se han
repartido los aportes de los padres. Esto es verdad si se trata del pa-
trimonio en el sentido de los notarios, del tener; es falso si se trata de
la dotación genética, del ser. El mismo bien material no puede ser
donado más que a un descendiente; el mismo gen puede muy bien
ser trasmitido a varios hijos.
72 ALBERT JACQUARD

DUALIDAD DE LAS CAUSAS, UNIDAD DE LAS APARIENCIAS

Una de las consecuencias del esquema propuesto por Mendel es el


doble órgano de trasmisión de las diversas características. Para ca-
da una de éstas la apariencia es única pero las causas son dobles y
están materializadas por dos series de “genes”; una serie es tras-
mitida por el gameto paterno, la otra por el gameto materno. To-
do lo que parecía paradójico en la trasmisión de los caracteres se
hace evidente desde que esta “duplicidad” de los seres sexuados es
admitida.
El ejemplo clásico es el de los padres cuyos grupos sanguíneos son
A y B y que procrean un hijo O. Esto parece probar que ese rasgo no
es trasmisible puesto que el hijo no manifiesta la característica de
ninguno de sus padres. En realidad, lo que es trasmisible no es el ca-
rácter mismo sino los genes que lo gobiernan. Decir que el grupo del
padre es A corresponde a una información incompleta; para com-
prender la trasmisión es necesario conocer los dos genes que se ma-
nifiestan por ese grupo; dos casos son posibles: puede haber recibi-
do dos genes a, su “genotipo” es entonces (aa) o un gen a y un gen
o, su “genotipo” es (ao). Del mismo modo, la madre puede haber re-
cibido ya sea el genotipo (bb) o el genotipo (bo). Que uno de sus hi-
jos sea del grupo O prueba que sus genotipos son (ao) y (bo) lo que,
una vez cada cuatro, comporta el nacimiento de un hijo (oo), o sea
de grupo O.
Del mismo modo, el nacimiento de un hijo afectado por una en-
fermedad llamada “genética” tiene lugar más a menudo en una fa-
milia en la que no se ha manifestado ningún caso de esta enferme-
dad. La razón es que estas enfermedades, como la mucoviscidosis
citada tan a menudo, se deben lo más a menudo a genes que se ma-
nifiestan sólo a doble dosis, en los individuos de genotipo (mm),
donde m designa el gen responsable opuesto al gen N considerado
“normal”. Aquellos que sólo han recibido un ejemplar del gen dele-
téreo, cuyo genotipo es por lo tanto (Nm) son perfectamente in-
demnes, pero cuando procrean con una pareja del mismo genotipo,
la probabilidad de engendrar un hijo afectado es de un cuarto.
De esta manera, el traslado de una generación a otra de los carac-
teres aparentes ha podido parecer inexplicable por largo tiempo. En
tanto que el concepto de doble órgano de trasmisión permaneció ig-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 73

norado, ese traslado no podía constituir, como lo admite el redactor


de la Enciclopedia, más que un misterio definitivo. Sin embargo, no
es más que la consecuencia de la trasmisión de los genes.

ELECCIÓN DE LA PAREJA Y PATRIMONIO COLECTIVO

La segunda etapa, segundo acto del drama en el que intervienen


cuatro actores, consiste en el encuentro y luego la fusión de dos de
estos actores: un gameto macho y un gameto hembra. Los diversos
episodios que desembocan en este encuentro son muy variables se-
gún las especies. En las plantas, el polen, gameto macho, es transpor-
tado hasta el gameto hembra por el viento o por algún insecto; los
dos genitores no intervienen. En los mamíferos, o sea en los huma-
nos, el espermatozoide es llevado cerca del óvulo por un procedi-
miento más complejo, la cópula. Este acontecimiento tiene por cier-
to un lugar considerable en el comportamiento de los individuos,
pero sólo una influencia insignificante sobre el devenir de la dota-
ción genética colectiva de una población. Las diversas culturas han
consagrado una energía y una imaginación considerables a definir y
hacer respetar los encuentros entre genitores. En pura pérdida del
punto de vista de la trasmisión del patrimonio genético colectivo,
pues todo ocurre finalmente como si fueran fruto del azar. La elec-
ción de la pareja es, desde este estricto punto de vista, tan vana co-
mo si se le hubiera encargado al viento.
En efecto, se comprueba que el reparto de los diversos genes en-
tre los individuos de una población está siempre cerca de lo que se-
ría hipotéticamente si los encuentros entre genitores hubieran sido
hechos al azar. En efecto, se puede ver que (véase “El razonamiento
probabilista”), en esta hipótesis, la frecuencia del genotipo (aa) de-
be ser igual al cuadrado de la frecuencia del gen a y la del genotipo
(ab) igual a dos veces el producto de las frecuencias de los genes a y
b. Extrañamente, estas proporciones se comprueban en todas las po-
blaciones donde se ha podido obtener estadísticas precisas.
A pesar de las apariencias, tales resultados no sirven sólo para sa-
tisfacer a los teóricos. Pueden ayudar a tener una mirada más lúcida
sobre las realidades dolorosas. De ese modo, un concepto tan peli-
74 ALBERT JACQUARD

groso como el de tara familiar pierde gran parte de su sentido a la


luz de esas comprobaciones. Una familia en la que uno de los hijos
padece mucoviscidosis muestra que el gen deletéreo al que hemos
designado como m está presente en su patrimonio. ¿Se puede, por
lo tanto, catalogarla como “tarada”? Un cálculo simple permite res-
ponder. En Francia, los nacimientos de esos niños tienen una fre-
cuencia de 1/2.500; la frecuencia del gen m en el patrimonio colec-
tivo es entonces de 1/50, y la frecuencia de los portadores sanos de
genotipo (Nm) de 2x1/50x49/50 = 4/100. Casi dos millones y me-
dio de franceses son por lo tanto portadores de ese gen sin saberlo.
No serán conscientes de ello hasta el día en que, por mala suerte,
uno de sus hijos reciba ese gen en doble dosis. Ahora bien, la muco-
viscidosis no es más que una de las numerosas enfermedades debi-
das a esos genes. De modo que la probabilidad de no ser portador
de ninguna es cercana a cero. En consecuencia, todos somos poten-
cialmente “politarados”, lo que quita todo sentido a la aplicación del
concepto de tara a una colectividad, familia o población.
El rodeo por la abstracción de los cálculos permite así alejar ciertos
temores imaginarios a menudo formulados a propósito de los efectos
nefastos a largo plazo de la curación de los niños afectados por enfer-
medades genéticas, curaciones cada vez más frecuentes gracias a los
progresos de la medicina. De este modo, desde hace varias decenas de
años, los niños afectados de “fenilcetonuria” escapan a esta enferme-
dad y alcanzan normalmente la edad de procrear; evidentemente,
trasmiten a sus descendientes el gen responsable. Dada su escasa fre-
cuencia, éstos no recibirán el segundo gen necesario para tener el ge-
notipo (mm) sino con un probabilidad inferior a 1%; pero ni aun en
ese caso desfavorable no soportarían las consecuencias de esa heren-
cia, pues en la actualidad se sabe curar esta enfermedad. ¿Hay que ha-
cer reproches a los médicos en nombre del “deterioro” del patrimo-
nio colectivo que provocan? En realidad, éste se manifestará muy
lentamente; el cálculo muestra que se necesitarán por lo menos quin-
ce siglos para que la frecuencia de los niños que habrá que cuidar por
esta enfermedad pase de 1 sobre 11.000 actualmente a 1 sobre 3.000.
Pero, sobre todo, esos genes no representan una “carga sanitaria”
puesto que la enfermedad no aparece más; no se puede imputarles
más que una carga económica correspondiente al costo de los cuida-
dos necesarios. Nuestras sociedades pueden soportarla fácilmente.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 75

RAZAS Y GENÉTICA

Pasar de las apariencias visibles a las causas ocultas es el mejor modo


de luchar contra las ideas recibidas cuyas consecuencias pueden ser
dramáticas. La lucidez aportada por la ciencia es ciertamente precio-
sa cuando nos hace comprender que el Sol no gira alrededor de la
Tierra, pero cuánto más preciosa cuando nos permite escapar a pre-
juicios que han servido para despreciar y aun masacrar comunidades
humanas. El ejemplo más claro es sin duda el de la clasificación de
la humanidad en razas distintas y jerarquizadas.
Ante un conjunto tan numeroso como la humanidad, es un buen
método tratar de analizarla en grupos tan homogéneos como sea posi-
ble. Falta elegir los criterios que permitan definir esa homogeneidad.
Sencillamente, los primeros razonamientos han tomado en cuenta
los caracteres evidentes: altura, color de la piel, forma del cráneo…
Pero para que esos grupos homogéneos puedan ser definidos de mo-
do estable, es necesario que esas características sean trasmisibles.
Ahora bien, desde Mendel sabemos que esta trasmisión concierne no
a los caracteres evidentes sino a los genes que los gobiernan.
Todos los razonamientos que permiten definir las razas humanas
deben ser revisados si se tiene en cuenta esta evidencia. Para el bió-
logo, lo que es trasmitido por una comunidad, de generación en ge-
neración, es la colección de genes que ésta posee. Por lo tanto, defi-
nir a estas razas consiste en comparar esas colecciones y reunir en un
mismo conjunto las poblaciones que tengan colecciones de genes se-
mejantes. Las estadísticas disponibles permiten realizar tales compa-
raciones; métodos matemáticos (definición de distancias genéticas,
técnicas de clasificación) han sido puestos a punto para llegar a una
definición objetiva de conjuntos relativamente homogéneos. Sucede
que el resultado de todos esos esfuerzos es la imposibilidad en nues-
tra especie de definir las razas.
No se trata de una afirmación ideológica dictada por el deseo de
pregonar una igualdad entre los hombres. Es evidente que la igualdad
biológica no existe ni entre los individuos ni entre las poblaciones. To-
do en la naturaleza contribuye a una no-igualdad. Pero comprobamos
que esta no-igualdad no permite ni una jerarquía ni una clasificación.
Las técnicas empleadas para definir las razas son eficaces para
ciertas especies como los bovinos o los perros; pero desembocan en
76 ALBERT JACQUARD

una imposibilidad para nuestra especie, pues los desvíos entre indi-
viduos son tales que vuelven no significativos los desvíos entre las po-
blaciones.
Los modelos teóricos desarrollados por la genética de las pobla-
ciones permiten explicar esta comprobación. Un grupo no puede
diferenciarse de los otros al punto de poder ser considerado como
una “raza” distinta si no permanece perfectamente aislado durante
un período suficientemente largo (equivalente a un número de ge-
neraciones muy superior a su efectivo). Ocurre que, en nuestra es-
pecie, no se ha producido tal aislamiento durable.

Adhiriendo a la teoría de Copérnico que describe una Tierra en


órbita alrededor del Sol, Galileo no imaginaba desencadenar las vio-
lentas querellas teológicas de las que fue víctima. Al imaginar una
explicación de la trasmisión del color en las arvejas fundada sobre el
reparto del patrimonio de cada uno de los genitores, Mendel no po-
día tener conciencia de la cascada de cuestionamientos que iba a
provocar (después de su muerte, pues, mientras vivió, nadie, ni si-
quiera él, comprendió la significación de su descubrimiento). ¿Aca-
so tan pronto como una idea nueva modifica un concepto importan-
te, toda nuestra visión del cosmos y de nosotros mismos corre el
riesgo de ser renovada? Los científicos no realizan completamente
su tarea si no intentan esta exploración de las consecuencias.
LA EVOLUCIÓN

Sólo algunos estados americanos y algunas sectas integristas encerra-


dos en la interpretación literal de textos que consideran “sagrados”
rehúsan admitir que los seres vivientes, por diferentes que sean, tie-
nen un origen común. La evidencia de lo que al principio no era
más que una hipótesis es ahora ampliamente aceptada.
Al comienzo, se trataba de sacar conclusiones de la semejanza ma-
nifiesta de las formas de múltiples órganos en animales sin embargo
alejados: el esqueleto de un perro, el de una foca son tan parecidos
que parece razonable admitir que estas dos especies se han diferen-
ciado a partir de un tronco común. Dada a conocer desde comien-
zos del siglo XVIII, esta suposición ha adquirido al principio el esta-
tus de hipótesis plausible, luego de evidencia a medida que se
acumulaban las pruebas en su favor.

EL HECHO DE LA EVOLUCIÓN

Las primeras pruebas fueron aportadas por los descubrimientos de


los paleontólogos; pusieron en evidencia la transformación progre-
siva de las formas de las osamentas fósiles y permitieron reconstituir
ciertos eslabones que vinculan las especies actuales con sus lejanos
ancestros; esos fósiles, cuya antigüedad ahora sabemos medir con
precisión, narran con una cronología cada vez más exacta la historia
de esas transformaciones.
Los primeros progresos de la biología permitieron comprobar se-
mejanzas que ya no conciernen sólo a las formas visibles sino a los
procesos que llevaron a esas formas. De ese modo, los desarrollos
embrionarios de especies aparentemente muy alejadas, peces, ma-
míferos, tortugas, hombres, son extrañamente similares. La sucesión
de las etapas de ese desarrollo, de esa “ontogénesis” sigue caminos a
menudo idénticos, hasta el punto de considerar provisoriamente, en
[77]
78 ALBERT JACQUARD

el curso de las primeras fases del desarrollo de los embriones, órga-


nos útiles en las especies primitivas pero que ya no tienen función
en los adultos de hoy; así, en el embrión humano, empiezan a desa-
rrollarse, antes de retroceder y luego desaparecer, hendiduras farín-
geas, esbozo de los órganos de la respiración branquial de los peces.
Del mismo modo, la bioquímica ha mostrado que los seres vivien-
tes aportaban soluciones parecidas a los problemas planteados por el
mantenimiento de sus metabolismos; numerosas sustancias tienen,
con algunos detalles diferentes, la misma estructura en todas las es-
pecies. Las células tienen la misma estructura en todas; todas ellas
utilizan los mismos procedimientos para almacenar la energía.
En fin y sobre todo, el descubrimiento del ADN a mediados del si-
glo XX ha aportado la prueba decisiva de la unidad profunda del
conjunto de los seres vivientes: todos utilizan el mismo mecanismo
complejo para fabricar proteínas a partir de las informaciones pro-
porcionadas por su herencia genética. En especial, lo hemos visto,
el corazón de ese mecanismo, el código genético, es idéntico en las
bacterias, los vegetales, los hongos y los animales, Homo sapiens in-
cluido. Ahora bien, este código, que crea una correspondencia en-
tre la sucesión de las bases presentes en la molécula de ADN y la
sucesión de los aminoácidos unidos unos a otros por la proteína, pa-
rece arbitrario; podría ser diferente en los vegetales y en los anima-
les si estos dos reinos hubieran adoptado independientemente un
código cada uno. Su unicidad hace una evidencia del origen común
de todos esos seres.
Por lo tanto la evolución ya no es, como proponen ciertos progra-
mas escolares norteamericanos, una teoría entre otras. Es verdade-
ramente irrazonable ponerla en paralelo, en igualdad de verosimi-
litud, con la teoría “creacionista” que admite que las especies han
quedado sin cambios en el estado en que fueron creadas. Ahora es
una comprobación que se nos impone con tanta evidencia como la
rotación de la Tierra sobre sí misma y alrededor del Sol.
Extrañamente, este hecho de la evolución coexiste en el espíritu
de cantidad de nuestros contemporáneos con antiguas explicacio-
nes sugeridas sobre todo por una lectura demasiado literal de la Bi-
blia. Sin embargo, los teólogos son los primeros en admitir que los
textos bíblicos no deben ser considerados como textos científicos.
Su objetivo no es describir la realidad de una historia sino de hacer
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 79

reflexionar sobre múltiples preguntas sin respuesta que los hombres


se hacen acerca de su origen, para lo cual utilizan metáforas muy di-
versas según las culturas en las que la preferencia por lo milagroso
triunfa sobre el deseo de veracidad. Contrariamente a la ciencia, no
pretenden proporcionar respuestas, ni siquiera parciales.
A decir verdad, lo que ésta propone es a menudo decepcionante.
Es cierto que se preserva el rigor de los razonamientos, pero las pro-
longaciones poéticas que sugerían los mitos han desaparecido, y so-
bre todo el Hombre es llevado a una posición banal aparentemente
poco compatible con el papel particular que nos sentimos con dere-
cho a atribuirnos. Este desencanto explica tal vez la persistencia de
viejas creencias más satisfactorias para nuestra vanidad que las des-
cripciones científicas.

UN MUNDO DESENCANTADO

En los textos que inspiraron inicialmente nuestra comprensión del


mundo, la mirada está casi siempre focalizada en la historia de nues-
tra propia especie. Ésta aparece presentada como un diamante cuyo
estuche sería el cosmos entero.
Según la Biblia, el Creador ha consagrado un día especial, el últi-
mo de la semana inicial, para instalarnos en un universo que había
creado los días precedentes y sobre el cual nos ha otorgado plenos
poderes, si se cree en la célebre orden “Poblad la tierra y dominad-
la”. No solamente estamos en el centro geográfico del universo, sino
en el centro de su aventura.
Según el razonamiento científico, no somos más que una de las
innumerables especies ubicadas por un cosmos cuya riqueza es infi-
nitamente más grande que lo que pueden revelarnos nuestros senti-
dos y que, desde su aparición, no ha cesado de producir objetos de
una variedad fabulosa; nosotros somos uno de esos objetos, uno en-
tre una multitud; la importancia que nos atribuimos no es más que
una ilusión debida a un error de óptica.
Las leyendas que encantaron nuestra infancia nos presentaban
como contemporáneos del Universo. Nuestro primer ancestro había
aparecido más o menos en los mismos días que todo lo que nos ro-
80 ALBERT JACQUARD

dea; nuestra especie tenía la edad del cosmos. Según la ciencia ac-
tual, no somos más que un episodio insignificante insertado en la
historia de un Universo que prescindió muy bien de nosotros por
largo tiempo: unos cuantos millones de años transcurridos desde
nuestra separación de los otros primates no representan más que la
tres milésima parte de la duración transcurrida desde el big bang.
Comenzada con la del cosmos, nuestra historia debía prolongar-
se tanto como la suya. En la tradición bíblica, “Fin del mundo” y “Jui-
cio final” eran dos acontecimientos que debían producirse simultá-
neamente. Cuando la ciencia trata de precisar la evolución futura,
nos muestra por el contrario que el final del hombre no tiene nin-
guna razón para estar ligado a un acontecimiento cósmico. En algu-
nas decenas o centenares de millones de años (admitiendo que no
provoquemos nosotros mismos nuestra desaparición), nuestra espe-
cie conocerá la suerte de todas las que nos han precedido. Así como
los pequeños mamíferos del cretáceo aprovecharon, hace sesenta y
cinco millones de años, la desaparición brutal de los dinosaurios pa-
ra expandirse en el planeta, otras especies tomarán nuestra suce-
sión. La Tierra nos olvidará rápidamente.
Es normal que cambios de perspectiva tan radicales no puedan
ser aceptados por nuestras culturas de otro modo que lentamente.
Ellos transforman por completo la mirada que dirigimos sobre noso-
tros mismos. No nos incitan a plantear la pregunta clásica “¿Y Dios
en todo esto?”, sino más egoístamente “¿Y yo, en todo esto?”
Está claro que la ciencia no puede dar más que respuestas parciales
a semejante pregunta. En el mejor de los casos puede aportar un es-
clarecimiento sobre los mecanismos que han conducido al estado de
cosas actual. Puesto que, una vez admitido el hecho de la evolución,
falta precisar los procesos que la han provocado. Es forzoso reconocer
cierta impotencia: las teorías a este respecto debieron ser profunda-
mente modificadas a medida que progresaban los conocimientos.

EL MOTOR DE LA EVOLUCIÓN

A comienzos del siglo XIX, Lamarck, al proponer la teoría del trans-


formismo, explicaba los cambios progresivos de las especies por la
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 81

trasmisión hereditaria de los caracteres adquiridos: señalaba que, en


el curso de su vida, un individuo se adapta a su medio transforman-
do algunos de sus órganos (de ese modo la jirafa estira el cuello pa-
ra atrapar las ramas más altas y alimentarse con hojas); cuando ese
individuo procrea, esos cambios son trasmitidos a su progenie (por
consiguiente, de generación en generación, el cuello de las jirafas
crece).
Medio siglo más tarde, Darwin completó esta teoría haciendo de-
sempeñar un papel esencial a la selección natural:8 en la mayoría de
las especies nacen más individuos de los que el medio puede sopor-
tar; los que por azar se benefician con una ventaja cualquiera tienen
más chance de sobrevivir y tienen por lo tanto la posibilidad de tras-
mitir su propio tipo a sus descendientes; generación tras generación
ese tipo favorable se propaga en la población (las jirafas dotadas por
suerte de un cuello largo pueden atrapar fácilmente las ramas inac-
cesibles a otras y sobreviven más a menudo que otras hasta la edad
de la procreación, sus descendientes son más numerosos, el carácter
“cuello largo” se propaga entre la población).
Todos estos modelos padecían una desventaja decisiva: el desco-
nocimiento del proceso de la procreación, es decir, del mecanismo
de trasmisión de las informaciones biológicas. Fue necesario esperar
hasta 1900 para que el descubrimiento de Mendel fuera tomado en
consideración. Toda la problemática de la trasmisión de los caracte-
res se encontró trastornada, y en consecuencia la de la evolución, cu-
yo objeto mismo ha cambiado. Lo trasmitido no es tal o tal caracte-
rística, sino una parte de los genes que gobiernan esta característica.
La teoría de la evolución ya no trataba de explicar las razones del
cambio de tal apariencia visible, sino de explicar por qué los facto-
res genéticos en el origen de esta apariencia habían evolucionado.
Se desarrolló entonces una nueva disciplina, la genética de las po-
blaciones. Señala que, en las especies sexuadas, el lazo entre los ge-
nitores y los descendientes se caracteriza por la intervención de una
lotería: cada genitor envía sólo la mitad de las informaciones bioló-
gicas que había recibido en su concepción, y esta mitad está tirada a
la suerte. La característica esencial de la trasmisión es por lo tanto el
ser aleatoria, de hacer intervenir el azar.

8 Darwin, Charles, El origen de las especies, varias ediciones en español.


82 ALBERT JACQUARD

Por lo tanto, todos los razonamientos que se esfuerzan por expli-


car la evolución de las especies debieron ser retomados. Durante la
primera mitad del siglo XX, los esfuerzos tendientes a este objetivo
consistieron sobre todo en la elaboración de modelos que, conser-
vando lo esencial de las ideas de Darwin, tenían en cuenta el papel
de los genes y su modo de trasmisión.
Cada procreación hace aparecer un ser nuevo resultante de re-
combinaciones genéticas; las diferencias entre él y sus dos genitores
no corresponden a una evolución sino a una creación. De modo que
el concepto de evolución tiene sentido sólo en el nivel de una pobla-
ción, caracterizada por la herencia genética global que las genera-
ciones sucesivas se trasmiten.
Lo que evoluciona no es un órgano ni un individuo, sino el repar-
to de los diversos genes en la colección propiedad del conjunto de
la especie. El estudio de las causas de la trasformación de ese patri-
monio colectivo es el terreno de la genética de las poblaciones.
Entre esas causas, la capacidad de los individuos de alcanzar la
edad procreadora desempeña con seguridad un papel esencial; el
concepto darwiniano de valor selectivo es por lo tanto preservado,
aun al precio de un cambio importante: ya no se lo aplica a las ca-
racterísticas evidentes de los individuos sino a los genes, en los que
se manifiestan esas características. Por el contrario, el concepto la-
marckiano de herencia de los caracteres adquiridos ya no es tenido
en cuenta: cada individuo trasmite los genes tal como los ha recibi-
do sin que las condiciones de su vida los hayan modificado.
Presentados de manera triunfalista a mediados del siglo XX como
constituyendo la “Teoría sintética de la evolución”, los modelos así
elaborados debieron ser cuestionados cuando los nuevos métodos
puestos a punto por los bioquímicos revelaron la extensión inespe-
rada del polimorfismo, es decir de la diversidad genética de los indi-
viduos. Fundamentalmente, la selección natural es purificadora; los
genes con caracteres desfavorables son eliminados, los que originan
rasgos favorables son conservados y se expanden en la población. A
la larga, ésta tiende a homogeneizarse. Ahora bien, el análisis cuida-
doso de las proteínas muestra al contrario una gran heterogeneidad.
La teoría sintética logra difícilmente explicar ese mantenimiento de
la diversidad.
Para resolver esta paradoja, numerosos investigadores han pro-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 83

puesto modelos “neutralistas” no haciendo (o haciendo sólo poco)


intervenir la selección natural; el poder explicativo de estos modelos
(presentados abusivamente como “no darwinianos”) no es perfecto,
pero tienen el mérito de señalar en qué medida la selección natural,
a menudo considerada como el alfa y el omega de la evolución, no
es en realidad más que un factor entre otros.
Que la evolución de las especies sea una aventura en la que el azar
ha desempeñado un papel tan importante como la necesidad es una
comprobación reforzada por las informaciones aportadas por la bio-
química hace ya algunos decenios.

BAJO LA MIRADA DE LOS BIOQUÍMICOS

Esta disciplina nos brinda una mirada fundamentalmente nueva so-


bre las especies cuyo mayor o menor parecido queremos precisar, te-
niendo como objetivo reconstituir el árbol genealógico del conjun-
to. No compara el color de los pelajes o la forma de los cráneos sino
que pone en paralelo las estructuras de tal o tal proteína en varias
especies.
Estas sustancias son cintas compuestas de una serie de aminoáci-
dos. Describir una proteína es enumerar los ácidos que se suceden
en esa cinta. Así, los glóbulos rojos de la sangre contienen una pro-
teína, la hemoglobina, compuesta de cuatro cadenas, dos llamadas
“alfa”, dos llamadas “beta”. En el hombre como en el caballo, cada
cadena alfa aporta 141 aminoácidos. Pero las secuencias no son
idénticas: los aminoácidos son los mismos en estas dos especies en
123 posiciones, diferentes en 18 posiciones. Se impone la hipótesis
de que el caballo y el hombre son los descendientes de una misma
especie antecesora y que se han acumulado mutaciones intervenidas
desde su separación provocando esas 18 diferencias.
Del mismo modo, la comparación de esas cadenas de hemoglobi-
na permite encontrar 16 diferencias entre hombre y bovino, 68 en-
tre hombre y carpa, 18 entre caballo y bovino, 66 entre caballo y car-
pa, en fin 65 entre bovino y carpa. El conjunto de estos resultados
permite esbozar un árbol genealógico de estas cuatro especies. En el
esquema I, los tres mamíferos se han separado unos de otros en A;
sus antepasados comunes se habían separado de los peces en B. En
84 ALBERT JACQUARD

cada segmento de este árbol está indicado el número de mutaciones


que se han inmovilizado en cada especie.
Comparaciones semejantes pueden ser efectuadas para múltiples
proteínas. La que proporciona más informaciones es el citocromo c,
que se encuentra en la mayoría de las especies pues interviene en el
proceso de la respiración. Permite esbozar un árbol genealógico, es-
quema II, donde están reunidos las bacterias, los hongos, los vegeta-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 85

CARNEROS

les y los animales y donde se indica, en los diversos segmentos, la


cantidad de las mutaciones ocurridas de una bifurcación a la si-
guiente. En un solo esquema está así descrita la historia de la totali-
dad de los seres llamados vivientes.
86 ALBERT JACQUARD

Las comparaciones efectuadas en múltiples proteínas pueden sin-


tetizarse calculando las distancias genéticas entre especies tomando en
consideración el conjunto de las diferencias comprobadas. Entonces
es posible trazar árboles genealógicos, admitiendo que dos especies
descienden de un antecesor común cercano en el pasado cuando
esa distancia es pequeña, de un antecesor común alejado si esa dis-
tancia es grande. El árbol III muestra el resultado obtenido en un
conjunto de doce especies.
Por otra parte, los datos palentológicos permiten situar en la di-
mensión tiempo algunas de las bifurcaciones representadas en los
esquemas. Así, en el esquema I, el punto A en el que figura la sepa-
ración de los mamíferos data de alrededor de setenta millones de
años, el punto B de trescientos cincuenta millones de años. Estas
evaluaciones, basadas en las evidencias que aporta la bioquímica,
conducen a una constante desatendida: el ritmo de fijación que en-
tre las diversas especies de mutaciones afectó la cadena alfa de la he-
moglobina ha sido constante en toda su evolución; una mutación ca-
da ocho millones de años.
Esta comprobación está a favor de una importancia mayor atribui-
da al papel del azar y de una menor al papel de la selección natural.
En efecto, si ésta fuera el actor principal, el ritmo de la evolución de
una proteína normalmente debería ser más rápida en las especies
que viven en un entorno cambiante y, por lo tanto, sometidas a pre-
siones variables del medio, que en aquellas que viven en condiciones
estables, por ejemplo en el océano.
Por el contrario, este ritmo es muy diferente según las proteínas
estudiadas: para el citocromo c las mutaciones se han fijado cuatro
veces más lentamente que para la hemoglobina: sólo una cada trein-
ta millones de años. De modo que la selección natural ha tenido un
gran papel, pero éste ha consistido principalmente en eliminar las
mutaciones desfavorables desde su aparición; la criba que ha efec-
tuado ha tenido menos lugar en el curso de la vida de los individuos
que en las primeras fases de su desarrollo.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 87

LA MIRADA DE LOS HOMBRES SOBRE ELLOS MISMOS

Aceptar el hecho de la evolución ha provocado un trastorno de


nuestra visión de nosotros mismos. La especificidad humana ya no
resulta de una naturaleza fundamentalmente diferente sino de algu-
nas particularidades —postura erguida, cerebro hipertrofiado…—
que un biólogo podría considerar como marginales. Estamos inser-
tados en la marea de innovaciones que se han sucedido desde la apa-
rición de nuestro planeta; debemos admitirlo, nuestra especie no es
más que uno de los avatares de la proliferación de estructuras com-
plejas siempre inéditas.
De ahora en adelante, esta comprobación casi no es objeto de
querellas; éstas se han desplazado hacia otro punto: la importancia
de los papeles del azar y de la necesidad en la evolución. ¿El resulta-
do provisorio actual de ésta es la consecuencia de determinismos
que no podían más que terminar en ese efecto o de procesos aleato-
rios de salidas dudosas? Este problema podría quedar como asunto
de especialistas sin provocar discusiones apasionadas. Ése no es el ca-
so, pues la elección de un modelo de la evolución tiene consecuen-
cias en nuestra opinión sobre la dinámica de la sociedad; por lo tan-
to tiene una connotación política.
El modelo darwiniano presenta la evolución como el resultado de
una serie de causas y efectos; el andar que ha llevado hacia lo real ac-
tual estaba conducido por la necesidad. Los modelos neutralistas, por
el contrario, dan la preferencia a un andar errático que habría podi-
do bifurcarse hacia resultados muy diferentes.
Señalemos ante todo que estas dos visiones no son totalmente
opuestas, pues el embrollo de múltiples causas puede tener el mis-
mo resultado que la intervención del azar. La aventura de nuestra
propia especie nos brinda un ejemplo. Se había separado de los otros
primates después de algunos millones de años, cuando un cambio
de clima volvió habitable para ella la sabana africana. Mientras que
en la selva su incapacidad para vivir en los árboles era una grave des-
ventaja, en la sabana su bipedia era una ventaja decisiva sobre todo
frente a los chimpancés, incapaces de caminar largas distancias. La
selección natural, que en un primer tiempo les era más bien desfa-
vorable, entonces aventajó a nuestros ancestros y desempeñó un im-
portante papel positivo en ese estadio de su evolución. Pero el cam-
88 ALBERT JACQUARD

bio de clima interviniente entonces era el resultado de aconteci-


mientos sin ninguna relación con nuestra propia historia: erupcio-
nes volcánicas habían cerrado el istmo de Panamá e impedido al
agua del Atlántico verterse en el Pacífico; de ahí la aparición de la
Corriente del Golfo llevando lluvias sobre África. ¿Cómo calificar si-
no de “azar afortunado” ese cambio de las condiciones en que actua-
ba la selección? (Es posible calificar este azar de providencial más
que de afortunado; pero eso sería hacer referencia a una Providen-
cia ignorada por la ciencia pues no puede decir nada al respecto.)
De modo que introducir lo aleatorio en la evolución no es de nin-
guna manera antidarwiniano; sin embargo, la oposición a los mode-
los neutralistas es a veces apasionada; en efecto, se trata menos de ar-
gumentos científicos que del deseo de encontrar en la naturaleza
una justificación de la estructura de nuestra sociedad.
Darwin señalaba que la ley de la naturaleza es la lucha por la su-
pervivencia. La adaptación de las especies a su medio y, finalmente,
su mejora según él tienen por precio la eliminación de los menos ap-
tos para aventajar a los otros. La naturaleza no tiene sentimientos pe-
ro nos da una lección; debemos aprovecharla adoptando una orga-
nización social fundada sobre la lucha. La competición es el motor
del progreso biológico, ¡debe ser el motor del progreso social!
Esta visión de la competición necesaria ha sido de esta manera del
terreno de las especies animales o vegetales al de las sociedades hu-
manas; por dura que a veces sea esta competición, esta ley del más
fuerte, a largo plazo debe ser aceptada en nombre del interés gene-
ral. Así se desarrolló rápidamente un darwinismo social que aplica en
las relaciones entre colectividades y entre individuos el vae victis de
los romanos. De este modo, la ciencia venía a aportar su caución a
una estructura social que engendraba necesariamente terribles desi-
gualdades.
Se comprende que la sociedad victoriana de mediados del siglo
XIX haya acogido tan bien la nueva teoría. La obra de Darwin El ori-
gen de las especies aparecida en 1859 fue enseguida leída y comentada
por la sociedad británica educada. Un siglo y medio más tarde, todo
intento de ponerla en tela de juuicio es percibido como motivado
por el deseo de minar el orden establecido.
El artículo de Mendel sobre la procreación apareció sólo seis
años después; aportaba la clave de un misterio que, desde hacía mi-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 89

lenios, había resistido a todas las tentativas de explicación, Pero he-


mos visto que nadie comprendió la importancia de ese descubri-
miento; permaneció ignorado a pesar de los esfuerzos del autor pa-
ra llamar la atención sobre sus resultados. La esencia de su aporte
era la intervención de lo aleatorio en la trasmisión biológica. Es ese
aporte que los modelos neutralistas tratan de tener en cuenta con
un siglo de retraso. Señalan que, en gran parte, el recorrido de la
evolución es fruto del azar pues ha permitido múltiples bifurcacio-
nes al explorar vías de destino incierto. Entonces ¿cómo esperar en-
contrar en ella lecciones para nuestras sociedades?
Paul Valéry hace notar que la historia de los hombres brinda ejem-
plos de todo y que, en consecuencia, no puede dar lecciones sobre
nada. El realismo conduce a admitir que lo mismo ocurre con la his-
toria de las especies. La sociedad basada sobre la lucha, que algunos
presentan como necesaria al bien común, pierde así una justificación
ilusoria.
FINALIDAD, DETERMINISMO, AZAR

Desde que Jacques Monod la convirtió en el título de un libro reso-


nante, la asociación del “azar” y la “necesidad” está presente en to-
dos los espíritus. Estas dos palabras forman un dúo indisociable y an-
tagonista, tan definitivamente ligado en virtud de la fuerza de un
título sobre una cubierta como “el rojo y el negro”, “el ser y la nada”
o “Dr. Jekyll y Mr. Hyde”. Esta relación nos incita a definir cada uno
de los miembros del dúo con referencia al otro, corriendo el riesgo
de un camino circular parecido al de los diccionarios cuando defi-
nen, por ejemplo, la vida como “lo propio de los seres que han na-
cido y aún no han muerto” y la muerte como “la cesación de la vi-
da”. ¿El azar sería entonces sólo lo que queda cuando se ha agotado
la lista de factores participantes en la necesidad, y la necesidad lo que
queda cuando el azar ya no interviene? Por lo visto es necesaria una
definición menos tautológica; ésta pondrá en evidencia la interven-
ción de un tercer término: la finalidad.
Estos conceptos se introducen a propósito de las actitudes posi-
bles cuando tratamos de explicar los acontecimientos de los que so-
mos testigos. Podemos admitir que son la consecuencia necesaria del
estado del mundo cuando se producen, estado que resulta de su his-
toria anterior; el presente es entonces el producto del pasado. De
ese modo podemos renunciar a buscar una relación entre esos acon-
tecimientos y las condiciones de su aparición; el presente no es en-
tonces otra cosa que el producto sin causa de sí mismo, la obra del
azar. Podemos en fin admitir que han tenido lugar para hacer posi-
ble un acontecimiento futuro, que están al servicio de un fin; el pre-
sente es entonces el producto del porvenir.
Estos tres términos: necesidad, azar, finalidad, son por lo tanto la
traducción de nuestra opinión sobre el sentido en el que actúa la fle-
cha del tiempo.

[90]
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 91

DEL PENSAMIENTO MÁGICO A DEMÓCRITO

La respuesta más simple, cuando tratamos de comprender lo que ocu-


rre alrededor de nosotros, es admitir que todo acontecimiento es el re-
sultado de las decisiones de un ser poderoso y desconocido. La tem-
pestad ya no nos intriga si la atribuimos a una cólera de Poseidón ni el
rayo si es una manifestación del poder de Zeus. Todo lo que ocurre de-
pende de la voluntad o del capricho de los dioses. Éstos son descritos
como personajes semejantes a los humanos; están animados por sus in-
tenciones, por el deseo de llegar a un resultado. El pensamiento mági-
co es, por lo tanto, fundamentalmente finalista: admite que el presen-
te está al servicio de un futuro elegido por una divinidad.
La ventaja de esta visión consiste en proporcionar una explicación
de todo; cuando las divinidades ya ubicadas en el panteón colectivo
no son suficientes, basta con añadir nuevos personajes. El precio a pa-
gar es aceptar una actitud de sumisión, pues si todo depende de los
dioses, cada uno de nosotros es su juguete.
El rechazo de esa sumisión es lo que expresa la frase de Demócri-
to que inspiró su título a Jacques Monod: “Todo lo que existe en el
universo es fruto del azar y la necesidad.” ¿Qué podían significar esas
palabras para un filósofo griego cuatro siglos antes de Cristo?
El sentido de esta afirmación debe buscarse menos en los dos tér-
minos enunciados que en la ausencia del tercero. En efecto, al omi-
tir citar la finalidad, Demócrito recusa la influencia de los dioses.
Él propone rendir cuentas de la sucesión de los acontecimientos
admitiendo ciertas regularidades, las “leyes de la naturaleza”, que a
cada instante transforman el estado del mundo y que participan en
la necesidad; pero reconoce que esas leyes no explican todo; es forzo-
so constatar que una parte de los hechos escapa a su rigor; esta par-
te es atribuida al azar.
Ya no es cuestión de la acción de los dioses, de la finalidad intro-
ducida por ellos. Con esto, Demócrito funda la actitud científica.
Ésta consiste en tener en cuenta una evidencia: el porvenir no
existe, por lo tanto está excluido de que lo tengamos en cuenta pa-
ra explicar el presente. Los esfuerzos de comprensión producidos
por los científicos serían estériles desde el comienzo si admitieran
que un hecho producido hoy pudiera ser explicado por la realidad
de mañana.
92 ALBERT JACQUARD

No se trata de una creencia a imponer sino de una regla del juego


a respetar. Es perfectamente posible admitir que todo hecho resulta
de la voluntad de un Dios (o de dioses) que vela por la realización
del programa que Él ha (o que ellos han) adoptado, e intervinien-
do, en permanencia o por impulsos, para alcanzar el fin que Él ha
(o que ellos han) decidido. Nada puede probar que esta hipótesis
“finalista” es falsa. Pero aceptarla es volver vana toda tentativa de ex-
plicación racional de los hechos observados. Entrar en el camino
científico es tomar por regla no recurrir a ella.
Esta actitud consiste en contemplar el mundo real con la voluntad
de descifrarlo, de sentirse simultáneamente inmerso en él y frente a
él; en hacerle preguntas sabiendo que las respuestas serán a menu-
do provisorias y siempre parciales. Elegir esta vía manifiesta una or-
gullosa voluntad de autonomía. Es cierto que hay que pagar el pre-
cio de dudas, de tanteos, de frustraciones, pero también procura (a
decir verdad desde hace poco) magníficas recompensas. Compren-
der el encadenamiento de las causas y los efectos permite a veces
modificar su sucesión y encaminar la serie de acontecimientos en
una dirección que la naturaleza no habría seguido espontáneamen-
te. El ejemplo más claro es el de las enfermedades; comprender su
causa permite curarlas cada vez más, en tanto que antiguamente es-
tábamos reducidos a los encantamientos o a los remedios empíricos.
Gracias a la ciencia sabemos salvar vidas: si el rey está en agonía, una
inyección de antibióticos (actitud que se relaciona con la necesidad)
puede ser más eficaz que la actitud finalista de los cánticos imploran-
do “God save the King”.
Se comprende la emoción experimentada por Jacques Monod al
descubrir a Demócrito: lo que éste trazó hace veinticuatro siglos es
el programa de la ciencia.

LOS DISFRACES DE LA FINALIDAD

A decir verdad, algunos razonamientos de la ciencia dan la impre-


sión de seguir un recorrido finalista. Tal es el caso cuando el proce-
so estudiado es presentado como tendiendo hacia determinado ob-
jetivo, sobre todo hacia la optimización de tal o cual parámetro. Así,
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 93

según la mecánica clásica, el recorrido de un sistema material para


pasar de un estado inicial a uno final es explicado por el principio de
menor acción: la trayectoria seguida por los diversos elementos de es-
te sistema es la que minimaliza la suma de las “acciones” necesarias.
(Este concepto de acción es definido a partir del de impulsión, es
decir, del producto de la masa por la velocidad: un objeto de masa
m y de velocidad v tiene una impulsión p = mv; cuando este objeto
recorre la longitud l, su acción A es definida por A = pl = mvl.)
Todo ocurre como si, frente a las múltiples posibilidades de cambio
que se le ofrecen, la estructura concreta eligiera la trayectoria corres-
pondiente a la acción global más limitada. La introducción de una
elección en el razonamiento es equivalente a la aceptación de un ob-
jetivo, o sea recurrir a la finalidad.
El ejemplo clásico es el de la refracción de un rayo de luz cuando
pasa de un medio a otro; se quiebra entonces su recorrido rectilí-
neo. Este cambio de orientación es explicado recurriendo al concep-
to de índice de refracción: los ángulos de incidencia y de refracción
(es decir los ángulos i y r del rayo luminoso con la perpendicular a
la superficie de separación) son como
sen i/sen r = nr/ni
donde ni y nr son los índices de refracción de los dos medios. Pero se-
mejante presentación es más una definición de los índices de refrac-
ción que una explicación de las causas del fenómeno.
Estas causas pueden ser buscadas en el hecho de que la luz no tie-
ne la misma velocidad en los dos medios y que el recorrido elegido
es el que minimaliza el tiempo total del recorrido.
Para comprender el comportamiento del rayo luminoso, el físico
Richard Feynman imagina un hombre sentado en una playa que, de
pronto, divisa un niño en dificultades en el mar; es necesario soco-
rrerlo de inmediato, si no corre peligro de ahogarse. Para ser eficaz,
este actor no debe precipitarse en línea recta hacia el niño, que es
el trayecto más corto, sino hacer un rodeo de manera de alargar su
trayecto en la arena, donde puede correr rápido, y acortar el del
agua, donde nada con lentitud. Del mismo modo, un rayo luminoso
que va de un punto A en el aire a un punto B en el agua no sigue la
línea recta AB sino que hace un rodeo por el punto C, pues su velo-
cidad ci en el aire es mayor que su velocidad cr en el agua.
94 ALBERT JACQUARD

Un cálculo simple (véase recuadro siguiente) pero que recurre al


concepto de diferencial de una función trigonométrica, permite ca-
racterizar la posición del punto C minimizando la duración total del
recorrido por la relación
sen i/sen r = ci/cr
Se comprueba así que los índices de refracción, introducidos em-
píricamente para explicar el fenómeno observado, están en efecto
relacionados con una realidad física: la velocidad de la luz, que varía
según los medios.
Pero lo importante para nuestro propósito es que el razonamien-
to seguido es perfectamente finalista, y la metáfora imaginada por
Feynman lo pone en evidencia: el hombre de la playa tiene un obje-
tivo: llegar lo más rápido posible. ¿Hay que admitir que la luz tiene
una actitud semejante y que los fotones, antes de abandonar el pun-
to A, hacen los cálculos para definir el punto C hacia el cual deben
dirigirse para doblar a continuación hacia B? Ésa no es, evidente-
mente, la intención del físico, éste constata que todo ocurre como si
la naturaleza tuviera un objetivo, pero esta apariencia no es más que
el resultado de la multiplicidad de las causas en acción.
Del mismo modo, Newton se cuidaba de afirmar que “las masas se
atraen”; se contentaba con comprobar que todo ocurre como si se
atrajeran. Con la teoría de la relatividad general de Einstein, esta
apariencia encuentra una explicación que ya no recurre a cualquier
“atracción” sino a una curvatura del espacio.
En efecto, cada vez que un proceso es explicado por la búsqueda
de un optimum, se comete el “pecado de finalismo”, pues el razona-
miento recurre a admitir que la naturaleza realiza una elección en-
tre varias actitudes posibles y que dispone de un criterio referente al
estado futuro de la realidad. Para permanecer fiel a la regla del jue-
go de la ciencia, es esencial no olvidar el “todo ocurre como si”, que
es una confesión de ignorancia, o sea una incitación a proseguir la
investigación.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 95

Sean dos puntos A y B, uno en el aire, el otro en el agua, a la


distancia l de la superficie de separación. La experiencia mues-
tra que, para ir de A a B, un rayo luminoso no sigue el camino
más corto, la línea AB, sino que hace un rodeo por el punto C,
donde hace un ángulo de incidencia i y un ángulo de refrac-
ción r con la vertical. Si ci y cr son las velocidades de la luz en
el aire y en el agua, la duración del recorrido es

li lr
T = —— + ——
ci cr

La trigonometría elemental permite escribir

l l
T = ——— + ———
ci cosi cr cosr

Un pequeño desplazamiento del punto C produce variaciones


∆i y ∆r de los ángulos i y r y una variación ∆T de T igual a

sen i sen r
∆T = ——— ∆i + ——— ∆r
cicos2i cr cos2r

Este desplazamiento de C no cambia la longitud ab, por lo tanto



ab = tgi + tgr

D (— ∆i ∆r
∆ (ab) = ——— + ——— = 0
cos2i cos2r

Si los ángulos i y r son tales que


sen i sen r
——— + ———
ci cr
Se obtiene ∆T = 0, situación que corresponde a un mínimo de
la duración T.
96 ALBERT JACQUARD

DE DEMÓCRITO A LAPLACE

A pesar de la tentación permanente de una actitud finalista, la bús-


queda de procesos que recurren sólo al determinismo ha obtenido
éxitos notables. Éstos han incitado no sólo a recusar la finalidad, si-
no también a reducir todo lo posible el papel del azar. Éste no es vis-
to más que como una consecuencia de nuestra ignorancia, una terra
incognita provisoria en nuestra descripción de los encadenamientos
de causa a efecto. Somos proclives a atribuir importancia sólo al úni-
co actor verdaderamente serio, el determinismo que, sin estados de
ánimo, hace que los acontecimientos se sucedan en una secuencia
rigurosa. El azar no es más que un perturbador del cual se desea la
desaparición. La necesidad hace pensar en el excelente doctor Jekyll,
el azar al abominable mister Hyde.
El físico y matemático Pierre Simon de Laplace ha llevado hasta
el paroxismo una mirada semejante sobre la realidad a comienzos
del siglo XIX.
En un texto célebre, imagina un personaje (un demonio, como
se decía entonces) informado de todas las leyes de la naturaleza y co-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 97

nociendo el estado, en un instante dado, de todas las partículas que


constituyen el Universo. Utilizando las fórmulas matemáticas que in-
terpretan esas leyes, ese demonio estaría en condiciones de describir
lo que será el Universo en el instante siguiente y, progresivamente,
todos sus estados futuros y también, por cálculos semejantes, recons-
tituir todos sus estados pasados.
En el pensamiento de Laplace, el Universo es realmente semejan-
te al reloj cuyo relojero buscaba Voltaire; donde cada engranaje de-
pende de todos los otros, ya sea en el espacio o en la duración. Co-
nocer un lugar o un instante del cosmos es ser capaz de conocer la
totalidad de su despliegue en el espacio y la totalidad de su historia
pasada o por venir. La realidad de hoy contiene la de ayer y la de ma-
ñana; el universo está como encerrado en una trayectoria preestable-
cida de la que no puede escapar; el paso del tiempo no hace más que
revelar lo que hasta entonces estaba escondido sin apartar nada fun-
damentalmente nuevo.
Esta visión corresponde bastante bien a la que tenemos en una
primera mirada sobre lo que nos rodea. Con pequeñas diferencias,
el universo parece inmutable. ¿No hay nada nuevo bajo el sol? “To-
do es vanidad y correr tras el viento”, dice el Eclesiastés.
Que el universo sea estable, congelado en un estado definitivo,
parece, en un primer momento, más bien tranquilizante, al menos
en la medida en que nos vemos a nosotros mismos como simplemen-
te de paso, de una naturaleza diferente del mundo real. Pero, si ad-
mitimos que somos uno de sus elementos, debemos asumir el mismo
estatus y, en consecuencia, perder toda esperanza de libertad.
Esta visión de un mundo sobre el cual el tiempo no tiene ningú-
na influencia, cuyo porvenir está contenido en el presente, es seme-
jante a la de la “predestinación” desarrollada en el terreno espiritual
por Juan Calvino. Para este teólogo, todo, incluyendo también la sal-
vación eterna de cada uno, ha sido decidido desde el día de la Crea-
ción. Para el físico Laplace no se trata de la salvación de las almas,
pero su razonamiento llega a la misma conclusión para el devenir
del mundo concreto del que cada individuo forma parte. Entonces,
en nombre de la lucidez científica, ¿habrá que aceptar que la liber-
tad tan celebrada no es más que una quimera de poeta?
98 ALBERT JACQUARD

DE LAPLACE A POINCARÉ

El determinismo a lo Laplace desempeña el papel de un verdadero


rodillo compresor que aplasta toda veleidad de autonomía. Para sal-
vaguardar, sin contradecir el rigor científico, un terreno donde se
pueda ejercer el libre arbitrio, algunos filósofos han propuesto intro-
ducir indirectamente el concepto de azar. Éste ya no es mirado co-
mo un actor que interviene en el desarrollo de los acontecimientos;
resulta simplemente de la comprobación de que ese desarrollo no
puede ser explicado totalmente. De ese modo, Augustin Cournot, a
mediados del siglo XIX, señala que el encuentro de series causales in-
dependientes genera consecuencias imprevisibles. Es célebre su apó-
logo del personaje que de pronto decide salir de su casa, a pesar de
la lluvia, para ir a comprar estampillas, y del techador que, sobre el
techo de la casa vecina deja caer una teja que, mojada, se le desliza
de las manos. El personaje recibe la teja en la cabeza “por azar”, pues
ese acontecimiento es por cierto el resultado de determinismos rigu-
rosos, pero cuyos puntos de partida (decisión de salir, torpeza del te-
chador, lluvia…) no tienen relación unos con otros.
En realidad, esta independencia no es más que el reflejo de un
desconocimiento de los detalles de los acontecimientos. En un Uni-
verso que se supone rigurosamente sometido al determinismo, esta
independencia no puede existir, puesto que todas las secuencias cau-
sales tienen un origen común (el big bang con la cosmología ac-
tual). El razonamiento de Augustin Cournot no es por lo tanto un
argumento decisivo contra la hipótesis de Laplace; el determinismo
total no se ha vuelto imposible. La palabra azar fue simplemente in-
troducida a propósito de la comprobación de la imposibilidad de
prever provocada por la insuficiencia de nuestras informaciones; es
sinónimo de imprevisibilidad.
Esta noción recibió, a fines del siglo, un complemento decisivo
del matemático Henri Poincaré en ocasión de sus investigaciones pa-
ra resolver un problema planteado por Newton. Éste había mostra-
do cómo la atracción gravitacional, tal como está descrita en su céle-
bre fórmula, obliga a cada planeta a describir una elipse alrededor
del Sol. Pero este razonamiento no toma en cuenta más que una par-
te de las fuerzas en juego. En el caso de la Tierra, habría que hacer
intervenir no sólo la atracción Tierra-Sol, sino también, para una
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 99

mejor aproximación, las atracciones Tierra-Luna y Luna-Sol. Para


describir su trayectoria, es necesario entonces encontrar la solución
simultánea de tres ecuaciones, Una tarea que Poincaré (que se sabía
el mejor matemático de su época) creyó poder llevar a cabo.
No pudo obtener la solución de ese problema llamado “de los tres
cuerpos”, pero encontró algo mucho mejor: demostró que esa solu-
ción no existe. Cualesquiera que sean los progresos que hagan los
matemáticos, no podrán jamás proponer fórmulas que indiquen las
posiciones recíprocas de esos tres objetos en función del tiempo
transcurrido. Eso es posible en el caso de dos objetos ligados por una
fuerza gravitacional, pero es imposible cuando hay tres o más. Si ad-
mitimos que el espacio está ocupado sólo por el Sol o la Tierra, po-
demos describir con una ecuación la elipse que la Tierra describirá
sin fin y calcular su posición en esa elipse en T años; por grande que
sea ese número T, la fórmula será exacta. Pero si tenemos en cuen-
ta las perturbaciones provocadas por la presencia de la Luna, ningu-
na fórmula estará jamás disponible.
Por cierto, puede ser propuesta una solución aproximada, pero la
distancia entre la previsión y la realidad aumenta con la duración;
llega un momento en que esa distancia es tan importante que la pre-
visión ya no tiene sentido. Es posible calcular, teniendo en cuenta la
influencia gravitacional de la Luna, la posición de la Tierra dentro
de mil o diez mil años; pero si se prosigue hasta varios centenares de
millones de años, el error es del tamaño de la distancia Tierra-Sol.
En efecto, las ecuaciones que permiten calcular la posición de la
Tierra a comienzos del año n en función de su posición a comienzos
del año n–1 son tales que, si se comete un error en ésta, se comete-
rá otro un poco mayor en aquélla. Poco a poco, el error crece a me-
dida que la previsión concierne un año más alejado. Según Ivar Eke-
land,9 el coeficiente multiplicador es muy débil: 1.00000025 cada
año; pero su efecto es devastador para las previsiones lejanas. Un
error de, digamos, un metro sobre la posición acual de la Tierra se
convierte en un error de 1.00000025100000 = l.025 m en cien mil años,
lo que no es inquietante en absoluto, pero de 1.00000025100000000 =
72 004 674 km en cien millones de años, o sea la mitad de la distan-
cia Tierra-Sol. La previsión no tiene entonces ninguna significación.

9 Ivar Ekeland, Au hasard, París, Seuil, 1991.


100 ALBERT JACQUARD

Lo que nos muestra Poincaré es que el entrecruzamiento de las


causas, aun si todas éstas son tan rigurosamente deterministas como
la gravedad tal como la describe la fórmula de Newton, desemboca
en la imprevisibilidad a largo plazo. Ya no se trata, como con Cour-
not, de independencia entre el trayecto de causa a efecto sino de la
intervención simultánea de varias interacciones.

DE POINCARÉ A PLANCK

Como las interacciones son innumerables, el porvenir lejano es de-


finitivamente incognoscible. Pero, ¿es por lo tanto indeterminado?
Poincaré señala que una limitación de nuestra técnica de medición
implica la imposibilidad de prever, no dice que es inherente al mun-
do real. Después de todo, bastaría con cometer un error inicial rigu-
rosamente nulo para que el coeficiente, al multiplicar ese error año
tras año, no pudiera tener efecto.
Es cierto, no podemos saber “adónde va el mundo”, pero pode-
mos admitir que su camino ya está trazado, pues el concepto de
error inicial no es aplicable para él. “Todo está escrito”, dice la sabi-
duría popular. De modo que el aporte de Poincaré no basta para ha-
cernos escapar del encierro en un Universo congelado.
¿Cómo conciliar esta visión que se pretende científica con la afir-
mación y la defensa de una posible libertad humana?
Felizmente para aquellos que dan el mayor valor a esa libertad, es-
ta visión asfixiante ya no es la que nos propone la ciencia. La física
cuántica, desarrollada a partir de una hipótesis presentada por Max
Planck en 1900, ha tomado en cuenta el carácter “granular” de la
mayoría de las características que describen el mundo real. La longi-
tud, la masa, y aun la duración ya pueden ser no sólo medidas sino
también definidas debajo de cierto umbral: teniendo en cuenta la
naturaleza misma de nuestro universo, ninguna longitud menor de
1.6 X 10–33 cm, ninguna masa inferior a 2.2 X 10–5 gr, ninguna dura-
ción menor de 5.10–44 segundos puede existir. No se trata de un lí-
mite técnico provisorio que progresos en la precisión de nuestros
instrumentos permitirían rechazar; se trata de la estructura misma
de la realidad del mundo en que vivimos.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 101

Incluso en la hipótesis de que las leyes de la naturaleza fueran to-


talmente deterministas, éstas se ejercen sobre una realidad que no
puede ser definida sino con cierto margen de incerteza, lo que im-
plica a largo plazo la imposibilidad de deducir el remate del punto
de partida. Teniendo en cuenta a la vez el aporte de Poincaré y el de
Planck, podemos afirmar que “el cosmos no puede saber adónde
va”, su camino no está trazado. El determinismo no excluye la inde-
terminación.
De modo que un espacio de libertad es posible. A nosotros nos co-
rresponde ocuparlo.
ALGUNAS HERRAMIENTAS
para poner en todas las manos
Las herramientas científicas citadas aquí no son los instrumentos uti-
lizados en los laboratorios, a veces tan complejos que sólo los técnicos
ejercitados pueden manejarlos; son simplemente algunos procedi-
mientos de cálculo que permiten ganar un tiempo precioso hacien-
do de una vez por todas algunos razonamientos frecuentemente uti-
lizados. Basta con haberse tomado el trabajo de extraer con rigor las
consecuencias de un conjunto de hipótesis para poder, cuando apa-
rece una dificultad idéntica, pasar de un salto de esas hipótesis a las
conclusiones sin tener que recorrer explícitamente todas las etapas
intermedias. Esos bloques de razonamiento ya preparados, brinda-
dos principalmente por los matemáticos, se parecen al instrumental
personal que un futuro artesano se va formando en el curso de su
aprendizaje y que atesora a lo largo de sus años de oficio.
Como los “maestros” de antaño que sentían un maligno placer en
esconder algunos secretos del oficio o a revelarlos únicamente a al-
gunos de sus aprendices, los docentes de hoy se sienten tentados de
presentar esos útiles lógicos de tal manera que sólo los más “dota-
dos” de sus alumnos los comprenden. Son alentados en esta actitud
por una sociedad que no sueña más que con jerarquía y eficacia.
Al contrario, yo he buscado mostrar que esos instrumentos lógicos
pueden ser utilizados por todos, aun si su uso requiere un aprendi-
zaje más o menos largo según la preparación de cada uno. No hace-
mos un juicio definitivo acerca del joven obrero que tiene dificultad
para usar un calibrador (o acerca del profesor laureado al que le cues-
ta más aún al utilizar una computadora). ¿Por qué arrojar entre los
incapaces a quienes tropiezan con algunos teoremas?
Porque es sobre todo a propósito de las matemáticas que se ma-
nifiesta esa actitud elitista. Al utilizarlas como medio de selección, el
sistema educativo comete un verdadero pecado contra el espíritu;
reserva su uso a algunos privilegiados, en tanto que se trata de ejer-
cicios accesibles para todos. Así, la mayoría es privada de herramien-
tas que pueden prestar servicios en todos los terrenos y a todos los
[105]
106 ALBERT JACQUARD

que tratan de comprender el mundo que los rodea, no sólo ingenie-


ros o a los expertos en las ciencias llamadas duras. Aquí propongo
algunos ejemplos adecuados:
—los logaritmos, que no son solamente una astucia para facilitar
los cálculos sino que permiten una visión renovada de ciertas reali-
dades;
—el coeficiente de correlación, que está en el origen de tantos
errores de razonamiento;
—los números llamados “imaginarios”, cuya presencia a menudo
parece no tener más finalidad que desconcertar a los alumnos y ha-
cerles creer que, decididamente, “no están hechos para las matemá-
ticas”;
—la noción de dimensión, que puede prestar grandes servicios y
que es apenas esbozada ante los estudiantes;
—el razonamiento probabilista, que no es presentado más que co-
mo un cálculo en tanto que se trata de una actitud que permite el ri-
gor frente a una realidad mal conocida.
Finalmente se menciona una herramienta desviada muy a menu-
do de su verdadera finalidad: el examen. Debería ser la ocasión de
un encuentro suplementario entre docente y alumno; es rebajado al
rango de un episodio en el proceso de selección.
LOGARITMOS

He aquí una palabra difícil de pronunciar, fuente de faltas de orto-


grafía y sobre todo que reaviva malos recuerdos en quienes han ma-
nipulado en otro tiempo, en el liceo, las “tablas de log”. La justifica-
ción de esas manipulaciones era el remplazo de las multiplicaciones
y las divisiones, a menudo fastidiosas y cunas de errores, por sumas y
restas menos trabajosas.
La idea de esta astucia matemática data del siglo XVI, cuando cier-
to John Napier o Neper, personaje escocés que debía realizar nume-
rosos cálculos, hizo la observación siguiente: multipliquemos m veces
por él mismo un número positivo a, se obtiene un número X = am,
igualmente n multiplicaciones sucesivas dan Y = an; multiplicar X por
Y equivale a multiplicar (m + n) veces el número a por él mismo, de
donde
X X Y = am + n
En esta igualdad, la operación representada por el término de la
izquierda es una multiplicación; por el de la derecha, una suma. Pa-
ra multiplicar dos números, basta entonces con:
—conocer los exponentes m y n que les corresponden, denomina-
dos sus “logaritmos de base a” por Napier,
—sumarlos para obtener el número p = m + n
—y buscar el número Z cuyo logaritmo es el resultado p de esta
suma.
Con tablas, calculadas de una vez por todas, que dan la correspon-
dencia entre todo número X y su logaritmo m, esta serie de opera-
ciones es rápida.
Está claro que, de la misma manera, la división de X por Y se es-
cribe
X/Y = am – n
Por lo tanto, para dividir es necesario restar el logaritmo del de-
nominador del logaritmo del numerador.
[107]
108 ALBERT JACQUARD

En la actualidad, las calculadoras dan instantáneamente el resulta-


do de los cálculos más complejos. Ya nadie necesita utilizar la técnica
de John Napier; las tablas de logaritmos han desaparecido de los car-
tapacios de los estudiantes y hasta el concepto de logaritmo ha pasa-
do de moda. Tanto mejor para los alumnos, pero este olvido es lamen-
table, pues ese concepto puede ser la ocasión de reflexiones útiles
que van mucho más allá de una astucia para facilitar los cálculos.

DEL CERO AL INFINITO

Supongamos que la base elegida sea a = 10. El logaritmo del número


10 es por lo tanto 1, el de 100 es 2, el de un millardo es 9… Cuanto
mayor es el número, mayor es su logaritmo, pero la progresión de és-
te es mucho más lenta que la del número: cuando el número está mul-
tiplicado por 10, su logaritmo aumenta sólo en una unidad.
El logaritmo de 1 es 0, pues se puede escribir 1 = 10/10, luego
log(1) = 1–1 = 0. En cuanto a los números inferiores a 1, su logaritmo
es negativo; en consecuencia log(0.1) = log(1/10) = 0 – 1 = – 1; log
(0.0001) = –4… cuanto más pequeño es el número, más elevado es el
valor negativo de su logaritmo, pero por grande que éste sea, el nú-
mero 0 no puede ser alcanzado. Es clásico deducir que “el logaritmo
de 0 es menos el infinito”, pero se trata de una frase que elude el pro-
blema introduciendo una palabra, el “infinito”; ahora bien, esta pala-
bra encierra muchas ambigüedades puesto que se puede definir una
infinidad de infinitos más ricos en elementos que la serie “infinita” de
los números enteros. Más vale decir que no hay logaritmo de 0.
La correspondencia entre un número positivo y su logaritmo pue-
de ser descrita por la curva adjunta (p. 110), que muestra que esta
correspondencia no tiene ambigüedad, conocer una permite cono-
cer la otra. La diferencia esencial es su campo de variación; para el
número, ese campo tiene 0 por límite inferior y no tiene límite su-
perior; para el logaritmo no tiene límite inferior ni superior. Pasar
de un número positivo a su logaritmo o viceversa, lo que es siempre
posible puesto que su correspondencia es rigurosa, permite por lo
tanto modificar los límites del terreno explorado, y a veces resolver
lo que puede parecer como una paradoja. He aquí dos ejemplos.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 109

Cuando aprendimos que la temperatura de un objeto no podía


bajar más allá de –273 grados centígrados, nos sentimos molestos
por esa frontera insuperable. ¿Por qué no se podría alcanzar –274 o
–275 con algunos medios técnicos nuevos? Imposible, nos respon-
den; y para cerrar el tema se remplaza la medición de la temperatu-
ra ordinaria en grados Celsio por la “temperatura absoluta T”, donde
el 0 corresponde al –273 de la primera. De forma que esta tempera-
tura absoluta no puede, por definición ser negativa. Pero recurrir al
término “absoluta” no suprime la dificultad. En efecto, la cuestión
está mal planteada y no tiene sentido más que en función de la de-
finición de la temperatura; ahora bien, esta definición es arbitraria.
Basta con definir la temperatura como el logaritmo de T para que su
campo de variación sea sin límites; a medida que T se acerca a 0, ese
logaritmo se hace cada vez más grande en valor absoluto y desapare-
ce la tentación de imaginar un más allá del 0, que correspondería a
un más allá del infinito del logaritmo.
Del mismo modo, un cambio de la escala de medida de la dura-
ción permite escapar a la paradoja del “antes del big bang”. En efec-
to, la comprobación de la expansión actual del Universo conduce a
la hipótesis de que este Universo tenía ayer una dimensión más pe-
queña que hoy, anteayer una más pequeña aún y que, hace unos
quince millardos de años, tenía una dimensión nula y una densidad
infinita. Esta manera de situar así el origen del cosmos incita a diri-
gir la pregunta: “¿Qué había hace dieciséis millardos de años?” Esta
pregunta no se haría si la edad del Universo no fuera medida por la
duración D empleada desde ese origen sino por su logaritmo. El big
bang sería empujado hacia un pasado infinitamente lejano y nadie
evocaría un “antes”.
Esta manera de contar es, por otra parte, coherente con los razo-
namientos de los astrofísicos cuando describen los primeros instantes
del cosmos. Con bastante facilidad nos proporcionan informaciones
sobre los primeros minutos, pero deben hacer muchos esfuerzos pa-
ra describir los primeros segundos, luego los primeros milisegundos,
luego los nanosegundos; su progresión es realmente logarítmica, y es-
tá excluido que algún día alcancen el instante cero. Al medir el tiem-
po por el logaritmo de D, este instante es trasladado al infinito en el
pasado; en nuestra representación de la sucesión de acontecimientos
no tiene existencia real, y los instantes precedentes menos aún.
110 ALBERT JACQUARD

DE LA EXCITACIÓN A LA SENSACIÓN

Desde un punto de vista menos grandioso, este cambio de escala


permite una descripción más pertinente de nuestro propio recorri-
do en el tiempo. Nuestra percepción de la duración transcurrida es,
con toda evidencia, diferente de lo que miden los relojes. Sin men-
cionar la lentitud del tiempo durante los períodos de espera y su ra-
pidez en los instantes de felicidad, comprobamos que el efecto de la
edad es particularmente evidente sobre la percepción de la duración;
a medida que esa edad avanza, el tiempo parece acelerarse. Esta im-
presión es simplemente un caso particular de una ley bien conocida
por los psicólogos: la sensación percibida varía proporcionalmente
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 111

no a la variación de la excitación sino a la relación de ésta con la ex-


citación inicial. Si el peso que levantamos pasa de 10g a 20g, experi-
mentamos la misma sensación de aumento que si pasara de 20 a 40,
pues en los dos casos se ha duplicado. El crecimiento de la causa ha
sido diferente (10g para el primer caso, 20 para el segundo) pero el
crecimiento del efecto ha sido el mismo (una duplicación). Lo que
puede describirse por la ecuación
dS = dE/E
donde dS representa el aumento de la sensación y dE el de la excita-
ción. Ahora bien, esta relación describe justamente una propiedad
de los logaritmos, propiedad que deriva justamente de su definición.
Cuando la causa de la sensación es multiplicada por el coeficiente k
(2 en nuestro ejemplo) esta sensación es aumentada en la misma
cantidad (log k) cualquiera la intensidad de esta causa, en efecto,
log(kX) = logX + logk.
Este paso logarítmico de la causa al efecto puede, por ejemplo,
explicar la aceleración del paso del tiempo que cada uno siente a
medida que avanza en edad. Basta admitir, lo que es razonable, que
nuestra conciencia compare cada duración recientemente transcu-
rrida con la totalidad ya vivida. El niño que pasa de los diez a los on-
ce años, el adulto que pasa de cincuenta a cincuenta y cinco años,
ambos han añadido 10% al recorrido ya efectuado. Las duraciones
medidas en el calendario —un año para uno, cinco años para el
otro— eran diferentes, pero la duración percibida —una décima
parte de vida más— les ha parecido igualmente larga. Por lo tanto
es pertinente, si se quiere caracterizar la sensación de paso del tiem-
po, tomar por medida no la edad misma sino su logaritmo.
Una consecuencia sorprendente de esta comprobación es que,
para alguien cuya duración de vida será de cien años, la mitad de la
duración experimentada ya ha pasado desde la edad de diez años.
En efecto, a esta edad, el logaritmo de esta duración es 1 (si se elige
la base 10), y cuando sea centenario la duración total de su vida co-
rresponderá al número 2.
Para ser más realista en esta descripción del desarrollo de la du-
ración tal como es experimentada, es preferible tomar por origen
no el nacimiento, que no es más que un episodio entre otros en la
sucesión de acontecimientos, sino la concepción. Para quedar lo
112 ALBERT JACQUARD

más próximo posible del ritmo de desarrollo biológico, puede ser


acertado tomar como unidad la duración de la gestación. A su naci-
miento, el niño tiene, con esta medida, la edad “uno”, cuyo logarit-
mo es 0; llega a la edad “diez” (logaritmo igual a 1) noventa meses
después de su concepción, o sea un poco antes de los siete años, y la
edad “cien” (logaritmo igual a 2) a los setenta y cuatro años.
La consecuencia más rica en reflexiones de esta manera de carac-
terizar la edad es referir el instante de la concepción a un pasado inal-
canzable. Ese instante “cero”, en efecto, tiene por logaritmo “menos
lo infinito”. A la manera del big bang para el cosmos, no es más que
un seudoacontecimiento; se puede describir la secuencia de lo que se
ha producido después, pero no se puede alcanzar y menos aún des-
cribir lo que ocurrió antes.
Es verdad que la concepción ha tenido lugar en un instante pre-
ciso de la historia del mundo exterior; para los actores y los testigos,
ha sido precedida por acontecimientos bien reales. Pero, en este ca-
so, tratamos de caracterizar el tiempo tal como es percibido por
aquel que lo vive. Esta percepción no tiene singún sentido antes que
él sea concebido. La metáfora del big bang para describir este pun-
to de partida es particularmente pertinente puesto que, en tanto que
la fusión del óvulo y del espermatozoide no había tenido lugar, este
individuo no tenía más existencia que el cosmos cuando la explosión
primordial no se había producido.
Este ejemplo muestra que un terreno tan alejado de las matemá-
ticas como la psicología puede beneficiarse con su aporte, pues ayu-
dan a plantear de otra manera los problemas y a reflexionar sobre la
mejor medida del objeto estudiado, en este caso la sensación de du-
ración.
CORRELACIÓN

En el curso de los años ochenta, la polémica entre psicólogos y ge-


netistas de las poblaciones era viva a propósito del origen, innato o
adquirido de las características intelectuales.
Para algunos psicólogos, principalmente anglosajones, esas ca-
racterísticas son, en lo esencial, el resultado de los dones de la natu-
raleza, son innatas. Esta teoría había sido ampliamente desarrollada
en el siglo XIX por investigadores que se inspiraban en las teorías
del criminólogo italiano Lombroso. Éste admitía que algunos indivi-
duos son criminales natos y que esta predisposición, contra la cual
la educación es impotente, puede ser descubierta por ciertos rasgos
evidentes. La aventura intelectual y social de cada uno es, de esa
manera, dictada por la naturaleza. La creencia en la existencia de la
“protuberancia de los matemáticos” es uno de los avatares de esta
doctrina.
En efecto, ahora sabemos que los aportes de la naturaleza están
representados por el patrimonio genético proporcionado al futuro
niño en el momento de su concepción y mantenido idéntico a sí mis-
mo a lo largo de la vida. Esta comprobación necesita una nueva for-
mulación de la problemática de los “dones”; de ahora en adelante
consiste en relacionar las características psíquicas, ya no a algunos
rasgos evidentes, sino a algunos genes, considerados como los “ge-
nes de la inteligencia”, los “genes de la homosexualidad” o incluso a
evocar el “cromosoma del crimen”.
Para la mayoría de los genetistas, esta hipótesis no puede ser to-
mada en serio, sobre todo en razón de la desproporción entre la po-
breza de la información inicial que rige el desarrollo del organismo
(del orden de algunas decenas de millares de genes) y la fabulosa ri-
queza del sistema nervioso central (del orden de cien millardos de
neuronas, conectadas por un millón de millardos de sinapsis). ¿Có-
mo imaginar que actividades tan sutiles como la imaginación poéti-
ca, la comprensión científica, la reflexión filosófica o el comporta-
miento social puedan depender directamente de genes cuya única
[113]
114 ALBERT JACQUARD

función evidente es especificar la estructura de las proteínas? La di-


ferencia de naturaleza entre la causa —una secuencia química— y el
efecto —un comportamiento personal o social— es tal que que ex-
cluye toda esperanza de descubrir un lazo directo. De modo enton-
ces que hay que buscar fuera de la naturaleza las causas lejanas de
estas características, que son adquiridas.
Evidentemente el debate es de la mayor importancia, pues está
en juego toda la organización del sistema educativo: ¿es éste capaz
de corregir lo que ha proporcionado la naturaleza? Si la teoría de
los dones innatos está conforme a la realidad, la sociedad puede exi-
mirse de consentir esfuerzos (terriblemente costosos) para ayudar a
los niños que “no están hechos para los estudios” construir su inte-
ligencia.
Uno de los más calurosos partidarios de lo innato del potencial
intelectual, H. J. Eysenck, ha intentado demostrar por la observación
de casos reales lo bien fundado de su opinión.10 Evidentemente el
objetivo era excelente: olvidar las querellas ideológicas y establecer
lo que los científicos llaman “una experiencia para ver”. De modo
que se lanzó a una investigación llamada longitudinal, es decir, prose-
guida todo a lo largo de la escolaridad de los sujetos estudiados: des-
pués de medir el cociente intelectual de niños de cinco años, esperó
once años, luego midió el coeficiente intelectual (CI) de esos mis-
mos niños, entonces de dieciséis años. Tenía derecho a esperar que
el resultado de esa observación aportaría un argumento decisivo al
debate: si las dos series de medidas fueran semejantes, tendría la
prueba de que los acontecimientos ocurridos en el curso de esos on-
ce años no habían tenido influencia alguna en la categoría intelec-
tual de esos niños; entonces sería posible afirmar que esta categoría
era más innata que adquirida. Si, por el contrario, esas dos series re-
sultaran muy diferentes, ganaría la tesis de lo adquirido. No entre-
mos ahora en la disputa de la significación del CI considerado como
“medidor” de la inteligencia, y concentremos la reflexión sobre la
técnica de comparación de dos series de números, en este caso los
puntos obtenidos a los cinco y a los dieciséis años.
La respuesta clásica proporcionada por las estadísticas es recurrir

10 Hans Jürgen Eysenck, “Révolution dans la théorie et la mesure de l’intelligen-

ce”, Revue canadienne de psychoéducation, vol 12, núm. 1, 1983, pp. 3-17.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 115

al coeficiente de correlación, número tanto más cerca de su valor máxi-


mo 1 cuando el lazo entre las dos series es más fuerte. Ahora bien,
entre los CI medidos a los cinco años y los medidos a los dieciséis,
este coeficiente era igual a 0.80. El psicólogo autor de esta observa-
ción concluyó que el conocimiento de la nota a los cinco años per-
mitía prever “con una notable precisión” la nota a los dieciséis. Di-
cho de otra manera, la actividad intelectual de un niño de cinco
años prefiguraría la que manifestaría a los dieciséis; en ese terreno,
su destino ya estaría trazado. Podemos imaginar las conclusiones
que pueden sacarse para la organización de los estudios de los niños
con resultados mediocres.
Todo el razonamiento reposa sobre la significación del coeficien-
te de correlación, representado por la letra r, en la que el lector no
especializado presume vagamente el sentido, pero sin poder preci-
sarlo. Los más informados saben que ese coeficiente está, por defini-
ción, entre –1 y +1 (los coeficientes negativos correspondientes a las
variaciones opuestas de dos series de medidas) y que el valor máxi-
mo corresponde a la existencia de una relación estricta entre ambas
series: si r = 1, cada uno de los elementos de una de las series puede
ser representado a partir del correspondiente elemento de la otra.
Pero ¿resulta un coeficiente de 0.80 o de 0.40? Un desvío por las ma-
temáticas es, aquí, necesario.

PROMEDIO, VARIACIÓN Y COEFICIENTES DE DETERMINACIÓN

Medir la intensidad de un nexo es útil cuando varias características


son medidas en un conjunto de objetos. En nuestro ejemplo, los “ob-
jetos” eran niños, las características medidas eran sus CI en dos eda-
des; podrían haber sido también la altura comparada con el peso, la
circunferencia de la cabeza comparada con el salario mensual de los
padres… Es frecuente que estas medidas parezcan como más o me-
nos dependientes una de la otra; así, las personas de elevada estatu-
ra pesan más en un término medio; si se conocen las estadísticas per-
tinentes sobre la población de la que un individuo forma parte,
enterarse de cuál es su peso constituye una información concernien-
te a su altura y recíprocamente. ¿Cómo determinar el valor de esta
116 ALBERT JACQUARD

información? La vía más natural es introducir dos parámetros: el


promedio y la variación.
El primero casi no crea problemas de comprensión, pues todos he-
mos calculado en la escuela el promedio de nuestras calificaciones: bas-
ta con sumar las obtenidas en las diversas disciplinas y dividir por su nú-
mero. Este promedio es un valor central que resume el conjunto.
Pero este resumen a menudo parece insuficiente; dos alumnos
pueden tener el mismo promedio, uno porque todas sus notas se
agrupan alrededor de ese promedio, el otro porque tiene muy bue-
nas notas que compensan otras muy malas. Para caracterizar esta dis-

y
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 117

persión, es clásico calcular el promedio de los cuadrados de los des-


víos del promedio, que se designan con el término variación. Cuan-
to mayor es esta variación, más dispersas están las diversas medidas.
Para visualizar mejor la zona cubierta por esta dispersión, es prácti-
co calcular la raíz cuadrada de esta variación, el desvío tipo. Conocien-
do el promedio m y el desvío tipo σ de una distribución, se puede
afirmar que, muy probablemente, el 95% de las medidas están situa-
das en el interior de la zona m ± 2σ. Se sabe, por ejemplo, que los
psicólogos han definido el método de cálculo del CI de tal manera
que su promedio es por construcción m = 100 y su desvío tipo σ = 15;
en una población escolar suficientemente elevada, el 95% de las me-
didas se sitúan por lo tanto en la zona 70-130.
Ocupémonos ahora del caso en que en cada objeto son medidas dos
características, por ejemplo su altura y su peso; este objeto puede ser
representado por un punto sobre un plano dotado de dos ejes de coor-
denadas, la abscisa χ por la altura, la ordenada γ por el peso. El conjun-
to de las medidas obtenidas desemboca en una nube de puntos.
Citar un nexo entre las dos características equivale a admitir que
ésta no es una nube cualquiera sino que aparece con una forma tal
que se dispone de cierta información sobre la variable Y cuando se
conoce el valor de la variable X, y viceversa. Aislemos con el pensa-
miento los objetos para los cuales la variable X vale χi; para ellos, la
variable Y tiene cierto reparto caracterizado por el promedio Yi y la
variación Vi, que son el promedio condicionado y la variación condiciona-
da de Y cuando X es conocido. La información proporcionada sobre
Y por el conocimiento de X es tanto más precisa cuando la disper-
sión alrededor del promedio condicionado Yi es más floja, o sea que
la variación condicionada Vi es más pequeña; en el límite, esta infor-
mación sería total si esta dispersión fuera nula, es decir si la varia-
ción Vi fuera igual a 0. De este modo se es llevado a definir un coefi-
ciente de determinación de Y por X mediante la fórmula
D (Y/X) = 1–M (Vi)/Vy
donde M (Vi) es el promedio de las variaciones condicionadas y Vy
la variación total de Y. Simétricamente, se define el coeficiente de
determinación de X por Y por medio de la fórmula
D (X/Y) = 1–M (Vj)/–Vx
118 ALBERT JACQUARD

Naturalmente, no hay ninguna razón para que estos dos coefi-


cientes sean iguales; es muy posible que el conocimiento de X pro-
porcione muchas informaciones sobre Y y que lo recíproco no sea
verdadero. El hecho de definir dos coeficientes es por lo tanto útil
para comprobar mejor la realidad de la “cohesión”.
La ventaja de estos coeficientes de determinación es su interpre-
tación inmediata. Decir por ejemplo que “D (Y/X) = 0.75” significa
que las variaciones de los valores posibles por Y cuando se conoce el
valor de X son en promedio el cuarto de la variación global de Y, o,
lo que vuelve a lo mismo, que el desvío tipo condicionado es en pro-
medio la mitad (pues la raíz cuadrada de 1/4 es 1/2) del desvío ti-
po global.
Extrañamente, son muy poco utilizados, un poco sin duda en ra-
zón de la doble respuesta que dan a una única pregunta: “¿las medi-
das son conexas?” (lo que muestra que esta pregunta en realidad es-
taba mal hecha), pero sobre todo en razón de la costumbre,
convertida en reflejo, de calcular otro parámetro: el coeficiente de
correlación.

COEFICIENTE DE CORRELACIÓN

Este coeficiente se introduce a la salida de un camino de naturaleza


muy diferente. El hecho de que las dos medidas consideradas estén
relacionadas provoca que los desvíos entre éstas y sus promedios res-
pectivos sean simultáneamente grandes o simultáneamente peque-
ños: si altura y peso están “relacionados”, es que los individuos de
estatura superior al promedio tienen, en general, un peso más ele-
vado que el promedio. Por lo tanto parece acertado caracterizar es-
ta relación calculando la covariación de X y de Y, definida como el
promedio, sobre el conjunto de objetos medidos, del producto
(X–Mx) (Y–My). Finalmente, para poder comparar entre ellas varias
covariaciones, es necesario darles normas teniendo en cuenta las dis-
persiones de esas medidas; se llega entonces al coeficiente de corre-
lación definido por
r(X, Y) = cov (X, Y) (Vx Vy)–1/2
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 119

Una fórmula semejante no habla a nuestra imaginación. Pero la


computadora más sencilla dispone de un programa que permite cal-
cular el número r apretando una tecla. Por lo tanto este cálculo se
efectúa como rutina, sin necesitar reflexión; la pereza está satisfe-
cha, pero se corre el peligro de sacar conclusiones erróneas del re-
sultado obtenido. Porque el verdadero problema consiste en com-
prender lo que significa ese resultado. Confesemos que, a partir de
la definición dada más arriba, esta interpretación no es evidente.
Para religar r a los coeficientes de determinación que hemos de-
finido y cuya interpretación es intuitiva, es necesario elaborar una
hipótesis bastante dificultosa: la linearidad de los promedios condi-
cionados. Supongamos, para simplificar las anotaciones, que los pro-
medios generales de Mx de X y My de Y sean nulos; dicho de otro mo-
do, que el origen de las coordenadas sea confundido con el centro
de la nube de puntos. La linearidad mencionada significa que los
promedios condicionados Yi de Y, conociendo el valor χi de X y Xj de
X conociendo el valor yj de Y son representados por puntos situados
sobre rectas de ecuación
Yi = axi
Xj = byj
rectas llamadas “rectas de regresión”.
Volviendo a las definiciones de las variaciones y covariaciones, se
constata que
cov(X, Y) = aVx = bVy

y que D(Y/X) = D(X/Y) =r2.

La hipótesis de linearidad de los promedios condicionados per-


mite entonces dar una significación común a los dos métodos segui-
dos para caracterizar el nexo: el coeficiente de correlación es pues
igual a la raíz cuadrada de los coeficientes de determinación. No hay
ninguna razón para que esta hipótesis sea rigurosamente verificada,
pero de hecho en general se aleja poco de la realidad. Gracias a ella,
podremos responder a la pregunta: ¿qué significa un coeficiente de
correlación de 0.80 o de 0.40? Y esta respuesta estará bastante aleja-
da de lo que sugiere la intuición.
120 ALBERT JACQUARD

Si r = 0.80 (como en el caso de los CI estudiados por H. Eysenck),


podemos escribir:
D(Y/ X) = 0.82 = 0.64, por lo tanto, la variación condicionada de
Y conociendo x es igual a 0.36 Vy, y el desvío tipo condicionado vale
60% del desvío tipo global.
Si r = 0.40, se obtiene D(Y/X) = 0.16, V(y/x) = 0.84 Vy y el desvío
tipo condicional es igual a 92% del desvío tipo global.
Estos ejemplos ponen en evidencia el efecto perverso provocado
por la definición del coeficiente de correlación: infla artificialmente
los números que miden la unión. Un coeficiente de 0,40 ya puede
parecer importante, en realidad corresponde al caso en que el cono-
cimiento de una de las variaciones no reduce más que en 8% la im-
precisión de la información sobre la otra.
En la comparación de las performances a los cinco y a los dieci-
séis años, el coeficiente obtenido (0,80) sugiere un nexo estrecho;
esta apariencia es engañosa, y es contrario a los hechos afirmar que
el CI a los dieciséis años puede ser “previsto con precisión” desde
que se conoce el de los cinco años. Vayamos al final del cálculo. He-
mos visto que, en razón del modo en que es definido el CI, su pro-
medio es 100 y su desvío tipo es igual a 15. Al no saber nada sobre
un adolescente de dieciséis años, se puede entonces anunciar: Su
CI tiene 95% de posibilidades de encontrarse en los parámetros 70-
130. Si se conoce que su CI a los cinco años era de 100, del desvío
tipo condicionado deviene 15 x (1–0.802)1/2 = 9, y los parámetros
de la predicción son 82-118. Verdaderamente es abusivo ver en es-
to una notable precisión. En realidad, la observación realizada
muestra que la medición hecha a la edad de cinco años no aporta
más que una información insignificante sobre lo que ocurrirá a los
dieciséis años. Contrariamente a las apariencias, no aporta ningún
argumento a favor de la hipótesis de que los “dones intelectuales”
son innatos.

CORRELACIÓN Y CAUSALIDAD

Recurrir al concepto de correlación y al parámetro que le está aso-


ciado, el coeficiente de correlación, es el origen de múltiples errores de
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 121

interpretación. El más frecuente es el que acabamos de comprobar


a propósito de la intensidad del enlace medido. Más grave es el error
lógico de inferir una correlación comprobada de la existencia de
una causalidad.
Es verdad que, cuando existe una relación de causalidad entre las
características X e Y (por ejemplo, entre los ingresos de un individuo
y el importe de sus impuestos), las dos series de medidas están corre-
lacionadas; pero la recíproca no tiene ninguna razón para ser verda-
dera. De este modo, la correlación es netamente positiva entre el al-
quiler pagado por las familias y la duración de sus vacaciones de
invierno; pero esta correlación no significa que un aumento del al-
quiler provoque un alargamiento del tiempo consagrado a los de-
portes de invierno. De hecho, la correlación es el signo de la influen-
cia de una causa común a los dos fenómenos estudiados (aquí, la
causa común es evidentemente el nivel de recursos).
Pero esta causa común puede estar muy alejada de lo que sugiere
un examen superficial, de ahí una tercera fuente de error ilustrada
por la observación de los CI a los cinco y a los dieciséis años. Supon-
gamos que el coeficiente de correlación obtenido haya sido no de
0,80 sino de 0,95; entonces la predicción del CI a los dieciséis años
conociendo el de los cinco años habría sido efectivamente precisa.
Pero no obstante no era posible concluir de ello lo innato de ese CI.
Ese resultado simplemente habría probado que las causas que in-
fluían en el potencial intelectual ya presentes a los cinco años actua-
ban todavía a los dieciséis. Entre esas causas figura por cierto el pa-
trimonio genético, pero también figura el entorno familiar y social.
El método utilizado no permitía privilegiar una u otra de esas cau-
sas; no podía de ninguna manera aportar una contribución al pro-
blema de lo innato y lo adquirido.
El procedimiento seguido por ese psicólogo es típico de una acti-
tud frecuente: disimular lo flojo de los conceptos con un derroche
de ecuaciones y de cálculos. La gestión científica, cuya finalidad es
ayudar a cada uno a ser más lúcido, es entonces desviada y utilizada
para justificar afirmaciones sin conexión con la realidad.
El caso más conocido es el de los estudios que comparan el éxito
escolar de los blancos y los negros en Estados Unidos o, en Francia,
el de los cuadros de honor comparando los liceos de los suburbios y
los parisienses. Esas comparaciones contienen, más o menos explíci-
122 ALBERT JACQUARD

tamente, el mensaje de un determinismo ligado a la naturaleza de


las poblaciones comparadas. La creencia en ese determinismo de-
semboca en la aceptación pasiva de las desigualdades, mientras que
éstas son el resultado de una estructura social inadaptada. Así, las di-
ferencias son transformadas en destino.
Lo hemos visto a propósito de la medida de una relación entre va-
rios parámetros, el camino, largo y laborioso, permite definir un no-
ción precisa. Ésta, por largo tiempo permanece floja, y la tentación de
disimular la falta de rigor refugiándose en la medida es grande, pues
ésta se expresa en números, y los números permiten cálculos. Las ma-
temáticas se convierten en una tabla de salvación para aquellos que se
ahogan en la oleada de los conceptos; el despliegue de cálculos ya no
tiene otra tarea que la de ocultar la insuficiencia del pensamiento.
No es excesivo denunciar un imperialismo de la medida. Cuan-
do ya no se sabe con precisión de qué se trata, es tentador propo-
ner parámetros mensurables. Pero ¿esto es más eficaz que repintar
la fachada de un edificio en ruinas? El peligro es particularmente
grave en las zonas imprecisas donde se encuentran las disciplinas de
lenguajes mal concordantes. El uso de las computadoras añade ries-
go de cacofonía: es verdad que sus cálculos son siempre exactos, pe-
ro ¿qué aporta esta exactitud cuando se ignora lo que se mide con
el número?
ESPACIOS Y DIMENSIONES

Todos los que han oído hablar de la teoría de la “relatividad” saben


que las ecuaciones propuestas por Einstein describen un universo
“de cuatro dimensiones”; esto basta para espantar a algunos y disua-
dirlos de penetrar en reflexiones a las que imaginan fuera de su al-
cance; nosotros, que vivimos en un universo de tres dimensiones, du-
damos de ser capaces, si no es al precio de un esfuerzo intelectual
fuera de lo común, de imaginar uno más rico. En realidad no es más
que una mala presentación del concepto de espacio.
Ante todo, cada uno puede darse cuenta de que su vida cotidiana
se desarrolla en un universo mucho más rico en “dimensiones” de lo
que imagina. El cazador que narra los acontecimientos de la jorna-
da de la “inauguración” explica que hizo su primer disparo de fusil
en la cima de la colina a las siete, lo que implica cuatro dimensiones,
tres precisando el lugar (latitud, longitud, altura), y una el instante.
Recuerda su fatiga creciente a medida que pasaban las horas y que
su propio recorrido se alargaba; esa fatiga forma parte de su narra-
ción; en la hipótesis de que puede ser medida, ésta constituye una
quinta dimensión relacionada con las otras cuatro. Enumera, preci-
sando el lugar, la hora, las perdices y los lugares percibidos, apunta-
dos, errados; son otras tantas “dimensiones” suplementarias. Tam-
bién puede multiplicar las características que permiten describir la
aventura que constituyó su jornada. En efecto, su relato se desarro-
lla muy naturalmente en un universo multidimensional, en el cual
su espíritu se mueve sin dificultad.
Se presenta un problema cuando el narrador trata de representar
con un dibujo la serie de acontecimientos que desea contar. Las ho-
jas de papel sobre las cuales dibuja no tienen más que dos dimensio-
nes; por lo tanto está obligado a no evocar más que una parte de la
realidad en cada una; por ejemplo, puede tomar una hoja y dibujar
su recorrido; o hacer un diagrama que describa la progresión de su
cuadro de caza por medio de dos ejes de coordenadas, con la absci-
sa para las horas sucesivas y la ordenada al número de perdices aba-
[123]
124 ALBERT JACQUARD

tidas desde la mañana. Por necesidad, reduce su narración a dos di-


mensiones cada vez.
Para hacer un rodeo ante esta dificultad, hay que recurrir a una
apariencia engañosa (por ejemplo, la perspectiva) o a una colección
de hojas de papel. De este modo, Rembrandt ha podido tener en
cuenta la dimensión “edad” describiéndose a sí mismo al multiplicar
sus autorretratos, que se suceden de los dieciséis a los sesenta años.

EL ESPACIO “REAL”

En realidad, la palabra “dimensión” es engañosa pues se refiere al es-


pacio concreto en el cual se mueve nuestro cuerpo, espacio en el
que las longitudes (calculadas a partir de una unidad muestra), las
superficies (calculadas multiplicando dos longitudes), los volúmenes
(calculados multiplicando una superficie por una longitud, o sea en
total tres longitudes) tienen un sentido proporcionado empírica-
mente por nuestra experiencia cotidiana.
Es tentador tratar de precisar la naturaleza concreta de ese espacio
tridimensional que nos es tan familiar. En realidad, esa tentativa está
destinada al fracaso; para comprenderlo, basta comprobar que, aun
cuando nada lo ocupe, el espacio que contiene nuestro Universo tie-
ne el poder de imponer a la luz una velocidad rigurosa: la misterio-
sa “velocidad de la luz en el vacío” en todas partes de 300 000 km/s.
Más inverosímil aún es una comprobación de la que ya no nos asom-
bramos de tan banal que se ha vuelto a causa del uso de los teléfo-
nos portátiles: en cada uno de sus puntos: esté vacío o no, el espacio
contiene una multitud de conversaciones trasmitidas por radio en-
tre nuestros contemporáneos. Esta presencia, que nuestros sentidos
son incapaces de revelar, es bien real, puesto que se manifiesta en
cuanto regulamos nuestros aparatos según los códigos y la frecuen-
cia deseados.
Dejando correr su imaginación, Rabelais cuenta que los ruidos
de una batalla, desarrollada un día de invierno, habían sido conge-
lados por el frío intenso; quedando en el aire, presentes pero inau-
dibles, hasta la primavera siguiente; entonces el deshielo había de-
vuelto su fuerza a las maldiciones de los soldados y al estrépito de
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 125

las armas, con gran sorpresa del viajero que pasaba por ese campo
aparentemente otra vez apacible pero donde se oía la batahola de
la batalla.
Por supuesto, esta historia de la transferencia del ruido a través
del tiempo por medio de la congelación del aire nos parece absur-
da, y Rabelais ha debido de divertirse bastante cuando la escribió;
pero si alguien le hubiera anunciado que el ruido sería un día tras-
mitido casi instantáneamente a través del espacio hasta las comarcas
más lejanas, habría encontrado esta predicción más absurda aún. Y
este absurdo se convertiría para él en pura locura si le hubieran ex-
plicado que esa trasmisión no utilizaría de ninguna manera el aire,
objeto bien concreto del que se puede imaginar que el frío puede
congelarlo, sino ondas propagándose en el espacio, sin que ese espa-
cio esté ocupado por otra cosa que el vacío. Congelar el aire y los so-
nidos que éste transporta era finalmente una idea aparentemente
más razonable que confiar esos sonidos a ondas hertzianas que no
tienen necesidad de nada para propagarse. Sin embargo, esta segun-
da idea es la que se revela realista, al precio de un cuestionamiento
profundo de nuestra concepción del espacio.
Convengamos en que el espacio real, ése en el que nos movemos,
en el que se producen los acontecimientos que presenciamos, esca-
pa a nuestra comprensión; además, las diversas disciplinas científicas
no hablan más a menudo acerca de otra cosa que no sea él.

LAS DIMENSIONES DEL UNIVERSO DEL PENSAMIENTO

Hemos visto que cada una de estas disciplinas se constituye propo-


niendo a priori un universo del discurso en el seno del cual son preci-
sados los diversos conceptos introducidos. Este universo es definido,
estructurado, precisando las dimensiones que intervienen en los ra-
zonamientos; por deseo de economía o por búsqueda de elegancia,
el número y la variedad de esas dimensiones son reducidos todo lo
posible.
La cinemática, ciencia del movimiento, no utiliza por ejemplo más
que dos categorías de dimensiones: la longitud L y el tiempo T. Los
otros conceptos introducidos a medida que esta disciplina se desa-
126 ALBERT JACQUARD

rrolla son definidos a partir de estas dimensiones fundamentales por


medio de “ecuaciones de dimensiones”. Así la velocidad V es defini-
da como la división de una longitud por un tiempo, la aceleración a
como la división de una velocidad por un tiempo; lo que se escribe
(utilizando el signo = para significar “equivalente a”):
V = L/T = LT–1
a = V/T = LT–2
La dinámica, ciencia del movimiento de los cuerpos pesados, exi-
ge la introducción de una nueva dimensión, la masa m. La fuerza F
es entonces definida como el producto de una aceleración por una
masa, la impulsión (o cantidad de movimiento) p como el producto
de una masa por una velocidad, la energía E como el producto de
una fuerza por una longitud, lo que se escribe
F = ma = mLT–2
p = mV = mLT–1
E = FL = mL2T–2
Destaquemos que esta última igualdad se puede escribir
E = mV2
relación paralela a la célebre ecuación de Einstein (pero en este ca-
so, repitámoslo, el signo = no tiene el sentido aritmético habitual si-
no el de “equivalente a”).
Finalmente, un concepto muy utilizado para la búsqueda del equi-
librio de una estructura material es el de acción A definida como el
producto de una impulsión por una longitud o (lo que vuelve a lo mis-
mo, como lo muestra su dimensión) el producto de una energía por
un tiempo
A = pL = ET = mL2T–1
Los diversos parámetros que describen las interacciones entre los
objetos que observamos también tienen dimensiones. Así, la intensi-
dad de la gravedad es caracterizada desde Newton por cierto coefi-
ciente G introducido en la célebre fórmula que permite calcular la
fuerza de atracción F que se manifiesta entre dos masas m y m’ sepa-
radas por la distancia d:
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 127

F = Gmm’/d2
Para que los dos términos de esta ecuación tengan la misma di-
mensión, es necesario que
G = FL2/m2 = L3m–1T–2
Todos los conceptos o parámetros que acabamos de citar pueden
por lo tanto ser expresados en función de los tres términos L, m y T.
Recíprocamente, estos términos pueden ser expresados en función
de tres de esos parámetros elegidos arbitrariamente. Tomemos por
ejemplo tres de las ecuaciones escritas arriba, las que expresan la di-
mensión de V, de A y de G. Un simple cálculo nos permite compro-
bar que GAV–5 = T2; dicho de otro modo, el tiempo tiene una dimen-
sión dada por
T = (GAV–5)1/2
Este jueguito puede parecer vano. En realidad, esta última ecuación
pone en evidencia una propiedad inesperada de nuestro Universo.
En efecto, la física de las partículas está fundada sobre la comproba-
ción de que una acción A no puede ser inferior a un umbral medido
por la “constante de Planck” h; por otra parte, sabemos desde Eins-
tein que ninguna velocidad V puede ser superior a la velocidad de la
luz c. Si remplazamos en esta ecuación los símbolos G, h y c por sus
valores, que ahora son conocidos con una gran precisión, nuestra úl-
tima “ecuación de las dimensiones” nos muestra, como lo hemos ya
citado, que T no puede ser inferior a 5.4 X 10–44 segundos.
Medidas y razonamientos sobre realidades tales como la intensi-
dad de la atracción gravitacional, aparentemente bien alejados del
concepto de duración, desembocan así sobre la comprobación de
que ningún acontecimiento puede tener una duración inferior a cier-
to umbral; el tiempo es granular.
Lo mismo que el tiempo, la longitud y la masa pueden ser expre-
sadas a partir de las “dimensiones” G, A y V. Por lo tanto es posible
presentar la dinámica introduciendo nada más que esas dimensio-
nes. El ejercicio puede parecer inútil; tiene el mérito de mostrarnos
cómo la elección habitual de L, m y T ha sido arbitrario.
La existencia de una velocidad absoluta de la luz, por ejemplo, es
el signo de una mala elección inicial de las dimensiones tomadas
128 ALBERT JACQUARD

como punto de referencia; el trío {m, L, V} habría sido más sensato


que el trío {m, L, T}. Con este punto de partida para la definición
de las dimensiones, el tiempo ya no aparecería como una realidad
en sí sino como una combinación de otras dos dimensiones, lo que
permite escapar a las preguntas sin respuesta sobre su verdadera na-
turaleza.

UNIDIMENSIONALIDAD Y EMPOBRECIMIENTO DE LA INFORMACIÓN

Esta reflexión sobre las dimensiones es también la ocasión de com-


probar una desviación de la mentalidad de nuestros contemporáneos
hacia la unidimensionalidad, es decir hacia descripciones que no ad-
miten más que una dimensión. Esta tendencia, peligrosa victoria de
la pereza intelectual, resulta para muchos de la influencia del razo-
namiento económico que se inserta poco poco en la casi totalidad de
nuestras reflexiones. En efecto la economía es, por esencia, unidi-
mensional, puesto que todos los objetos citados por ella se caracteri-
zan por un solo número, su valor comercial. Una equivalencia es así
inmediatamente obtenida entre todos los términos del razonamien-
to, pero al precio de un empobrecimiento dramático de su significa-
ción. Recientemente un incendio de bosques ha devastado selvas de
secuoyas en California: la televisión anunció lo ocurrido precisando:
tantos millones de dólares han quedado reducidos a cenizas. Nadie
hace notar que ese valor está totalmente desprovisto de sentido. ¿Cuál
podrá ser el razonamiento lógico que permita evaluar lo que repre-
senta en dólares una secuoya de tres mil años de vida? El concepto de
valor en este caso no sólo es inoperante, sino escandaloso.
Además de la influencia de la economía en esta reducción a una
dimensión, la necesidad profunda de jerarquizar tiene igualmente
un papel pues, en lógica, la jerarquización implica unidimensionali-
dad; 9 es mayor que 4 pero el conjunto {14, 20} no es ni superior ni
inferior al conjunto {8, 3}, son iguales por lo efectivo (dos elementos
cada uno), el primero es el más grande por el promedio de los nú-
meros que contiene, el segundo es superior por la relación del pri-
mer número con el segundo. La jerarquía entre ambos es arbitraria;
necesita introducir un criterio capaz de unidimensionarlos.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 129

Lo mismo ocurre cada vez que se trata de clasificar en función de


un criterio único. Por ejemplo, en ocasión de las elecciones, cuando
se opone a los candidatos según que sean más o menos de derecha
o de izquierda. Un análisis realizado a partir de los votos en las elec-
ciones presidenciales de 1969 en Francia pone en evidencia los peli-
gros de lo que es una de las formas del “pensamiento único”.11
En la primera vuelta se presentaban siete candidatos: Defferre,
Ducatel, Duclos, Krivine, Poher, Pompidou y Rocard. Los sufragios
obtenidos en las treinta y una circunscripciones electorales de París
permitían considerar a esos candidatos como los puntos situados en
un espacio de treinta y una dimensiones. Pero un espacio semejan-
te no era visualizable; hay métodos matemáticos disponibles que per-
miten proyectar mejor un espacio tan rico sobre espacios más fáciles
de interpretar. Para comenzar, se proyecta sobre un espacio de una
dimensión, es decir un eje: el resultado es inesperado. Por cierto, los
dos extremos son Duclos, el comunista, a la izquierda y Pompidou,
el gaullista, a la derecha; cerca del medio se encuentra Poher, el cen-
trista, a la izquierda de Poher se sitúa Defferre, el socialista; la opo-
sición izquierda-derecha está entonces, reencontrada para estos can-
didatos. Pero ¿cómo interpretar la posición cerca del centro de
Krivine, que representa la Liga comunista revolucionaria; la de Ro-
card, que representa al PSU, y de Ducatel, candidato que no repre-
senta a ningún partido y que milita por la supresión de los sindica-
tos obreros?
Parece evidente que la proyección sobre un solo eje ha hecho per-
der tantas informaciones que los tres últimos candidatos están mal
posicionados. Entonces se puede intentar una proyección sobre dos
dimensiones. El primer eje es conservado, pero se añade un segun-
do eje que permite diferenciar los “revolucionarios” (Rocard y más
aún Krivine) de los “clásicos” (todos los otros). Dicho de otro modo,
el concepto de izquierda opuesta a derecha no tiene sentido más
que para cuatro candidatos y no tiene significación para los otros
tres.
Cuántas querellas inútiles se evitarían si tuviéramos el cuidado de
sumergir nuestras opiniones unidimensionales en espacios un poco
más ricos.

11 Albert Jacquard, Au péril de la science, París, Seuil, 1982.


130 ALBERT JACQUARD
NÚMEROS IMAGINARIOS

Los profesores de matemáticas que lean este capítulo pensarán sin du-
da que asumo el papel de Don Quijote atacando ilusorios molinos de
viento. ¿Cómo podrían sus alumnos caer víctimas de las trampas que
denuncio y acerca de las cuales ellos los han prevenido? Sin embargo,
la experiencia prueba que numerosos jóvenes han sido apartados por
un sistema educativo que utiliza, lamentablemente, las matemáticas
como herramienta de selección. Es verdad que éstas dan la ilusión,
más que ninguna otra disciplina, de permitir separar con objetividad
el buen grano de los que comprenden y saben separar la verdad del
error de los que no comprenden. Pero ése es un uso perverso de su ri-
gor. Un fracaso en matemáticas no prueba de ninguna manera que el
alumno “no está capacitado”; prueba que le han enseñado mal.
Se trata en efecto del ejercicio de base del mecanismo intelectual.
Antes de correr, saltar, andar en bicicleta, un niño aprende a cami-
nar; del mismo modo, antes de expresar o discutir ideas, hay que en-
señarle el juego del razonamiento. Este juego debe serle presentado
de modo que le aporte satisfacción, placer y hasta, a veces, una sen-
sación de triunfo, el triunfo obtenido sobre la dificultad de com-
prender, una victoria sobre sí mismo, no sobre los demás. Pues, en
matemáticas, la etapa de la no-comprensión forma parte del camino
normal, se trata de una situación provisoria de la que es fácil salir a
condición de definir con precisión las palabras empleadas.
Por desgracia, la enseñanza, tal como es impuesta por las directi-
vas oficiales, parece sentir un maligno placer en ocultar con formula-
ciones incomprensibles los caminos sin embargo claros del razona-
miento; como si sólo algunas mentes superiores fueran capaces de
seguirlos. Un ejemplo pintoresco lo da una “profe” de matemáticas12
a propósito de la composición y de la inversión de las funciones…
Clásicamente se asienta fog la composición de la función f y de la fun-
ción g, es decir, la operación consistente en operar la transformación

12 Sylviane Gasquet, Apprivoiser les maths, París, Syros-Alternative, 1989.

[131]
132 ALBERT JACQUARD

representada por la función g, seguida de la representada por f; de


igual modo se asienta f–1 la función inversa de f, es decir la que lleva
a la situación inicial. Trabajosamente, es demostrada la fórmula céle-
bre (fog)–1 = g–1of–1, lo que significa: “la inversa de la composición es
igual a la composición de las inversas en un orden invertido”. Para es-
capar a la abstracción de esta fórmula, un alumno, dice este autor, ha
hecho notar que, para vestirse hay que ponerse primero las medias y
luego los zapatos, y que para desvestirse (acto inverso) hay que qui-
tarse primero los zapatos y después las medias. La inversión del reco-
rrido provoca la inversión del orden de las acciones. Comprendien-
do la lógica de los procesos reales, ese alumno se comportó como
matemático, más que si sólo se hubiera tomado el trabajo de apren-
der la fórmula y hacerla aparecer en ocasión de ser interrogado.
Mi blanco aquí es un concepto muy simple cuya presentación es
falseada de tal manera que numerosos alumnos se alinean en el cam-
po de los que no pueden comprender. La pérdida de confianza en
su propia capacidad provocada por ese bloqueo es frecuente. Por
otra parte, todo parece contribuir a ello deliberadamente, sobre to-
do las palabras utilizadas.

NÚMEROS QUE NO SON NÚMEROS

Se trata de números llamados complejos o imaginarios. Esta referencia


a la imaginación lleva al espíritu a la evocación de objetos fantásti-
cos, quiméricos, fantasiosos, en pocas palabras no verdaderamente
serios. Sin embargo son manipulados por matemáticos, personas pa-
gadas para no divagar jamás. A propósito de esos números reina una
atmósfera de misterio mantenida por el camino impuesto a los alum-
nos a lo largo de su recorrido iniciático.
En la escuela primaria comenzaron por contar los objetos y asociar
a cada conjunto de objetos un número, su efectivo, o, para utilizar pa-
labras eruditas, el cardinal de ese conjunto. Reunieron conjuntos y su-
maron los números que les correspondían. Por naturaleza, éstos eran
positivos. Luego retiraron algunos objetos y comprendieron el inte-
rés de definir los números llamados negativos. Finalmente fue intro-
ducido un concepto más sutil, el de multiplicación, para lo que fue
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 133

necesaaria la comprensión de la famosa regla de los signos: “multi-


plicar más por más da más, más por menos da menos, menos por menos
da más”. Al principio, esta última afirmación pareció extraña, pero
la mente la adoptó de buena gana. De ella resulta que el producto
de un número por él mismo, su cuadrado, es siempre positivo, ya sea
ese número positivo o negativo.
En el reino de la aritmética todo va bien hasta el día en que nos
enteramos de que, para facilitar sus razonamientos, los matemáticos
introducen la raíz cuadrada de –1, es decir un número del cual, en
contradicción con todo lo que se ha aprendido hasta entonces, ¡el
cuadrado sería negativo! Hasta se pusieron de acuerdo para darle un
nombre, o más bien para representarlo con un símbolo adoptado
universalmente: la letra i. El estudiante razonable debería escandali-
zarse: ¿no hay que estar loco para osar definir, nombrar, utilizar co-
mo instrumento un ser del que se ha demostrado que no podía exis-
tir? Pero lamentablemente la enseñanza no enseñó al alumno a ser
razonable; le enseñó a ser conformista. Puesto que está en el progra-
ma, escribamos entonces i = (–1)1/2 y manipulemos este objeto como
si obedeciera a las reglas ordinarias a las que los números se some-
ten de tan buen grado.
De este modo se obtienen buenas notas, se es recibido en el ba-
chillerato; sin embargo en el espíritu queda un malestar, como una
contradicción aceptada por obediencia, pero que permanece, como
un remordimiento, socarronamente molesto. El sentimiento de no
comprender se acompaña con la impresión que algunos, compañe-
ros o profes, han comprendido. “Puesto que no es mi caso, tal vez
sea la prueba de que no soy bastante inteligente, en todo caso que
no nací para las matemáticas.” No creo exagerar si afirmo que nu-
merosas vocaciones científicas han sido bloqueadas por semejantes
psicodramas. Es contra eso, la injusticia, que yo querría luchar. No
será necesario recurrir a nociones muy sutiles, nada más que lo que
conoce un alumno de tercer año del secundario.
Teniendo en cuenta la definición adoptada para la palabra “nú-
mero”, está claro que ningún número puede tener –1 por cuadrado.
Para demostrarlo basta con aplicar a i las reglas de cálculo habitua-
les y escribir

i X i = (–1)1/2 X (–1)1/2 = [(–1) X (–1)]1/2 = (+ 1)1/2 = + 1


134 ALBERT JACQUARD

¡El cuadrado de i es por lo tanto igual a la vez a + 1 y a –1!


En realidad se trata de un malentendido. El demasiado afamado i
no es un número. Todo se vuelve fácil si se admite que las manipula-
ciones a las que nos dedicaremos a su respecto no conciernen a núme-
ros sino a pares de números. Entonces la fantasmagoría desaparece y
cada uno puede seguir un camino que ya no tiene nada de misterioso.
Para representar esos pares escribamos provisoriamente los dos
números que los constituyen: (a, b), (c, d).

OPERACIONES QUE NO SON LO QUE SE CREE

Admitimos ante todo que esos pares pueden ser multiplicados por un
número empleando la regla simple: multiplicar un par por el número
k, es multiplicar cada uno de los miembros del par por ese número
k (a, b) = (ka, kb)
Luego imaginamos combinar esos pares dos a dos, es decir defi-
nir un par a partir de otros dos, por medio de dos operaciones:
—Una, a la que se llama “suma” abusivamente pero que en reali-
dad es un conjunto de dos sumas. Para diferenciarla de la suma or-
dinaria a partir de ahora la escribiremos en negrita: suma; está re-
presentada por el signo +, también en negrita, con la regla:
(a, b) + (c, d) = (a + c, b + d) [1]
[por ejemplo (7,4) + (3,5) = (10,9)]
Señalemos que, en el término de la derecha de esta igualdad, el
signo + está escrito en caracteres ordinarios, pues representa la vieja
suma habitual.
—Una segunda, designada más abusivamente aún por el término
“multiplicación”, que es en realidad un conjunto de varias operacio-
nes. Para distinguirla de la multiplicación ordinaria, la escribiremos
en negrita y representaremos esta multiplicación por el signo X, tam-
bién escrito en negrita, con la regla:
(a, b) X (c, d) = (ac–bd, ad + bc) [2]
[por ejemplo (7,4) X (3,5) = (1,47)]
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 135

Señalemos que en el término de la derecha de esta igualdad, los


signos + y – están escritos normalmente, y que los productos como
a X c están escritos, según la convención habitual, omitiendo el sím-
bolo X.
Dar a esta segunda operación el mismo nombre que a la opera-
ción aritmética habitual que es la multiplicación es una verdadera
engañifa con lo tratado. Designarla con esa palabra y representarla
con el signo X constituye una escandalosa usurpación de territorio,
pues ese signo y esa palabra ya eran utilizados con un sentido com-
pletamente diferente a propósito de los números. En este caso, esa
palabra designa una manipulación de una forma nueva, muy alejada
de la multiplicación ordinaria; sería acertado utilizar otro término,
otro signo. Aceptemos no obstante esta mala costumbre y contenté-
monos con escribirla en negrita, pero recordemos permanecer des-
confiados respecto de las posibles ambigüedades.
Además, su definición por la fórmula [2] parece bien arbitraria.
Todo se vuelve más claro si se consideran los dos números del par (a,
b) como las coordenadas de un punto sobre un plano, el primero es
la abscisa, el segundo la ordenada.
La primera operación corresponde simplemente a la suma de los
vectores que van del origen a los puntos de coordenadas (a, b) y (c,
d): la suma de los pares de números es simplemente la suma de los
vectores tal como ha sido definida en geometría.
La segunda hace corresponder a esos dos vectores un tercero cu-
ya longitud es igual al producto de sus longitudes y cuyo ángulo con
el eje de las abscisas es igual a la suma de los ángulos de los dos vec-
tores.
Para demostrarlo basta con un poco de álgebra elemental. Si l1 y
l2 son las longitudes de los dos vectores, se tiene l12 = a2 + b2 y l22 = c2
+ d2, la del vector obtenida por la regla de multiplicación es:
l32 = (ac – bd)2 + (ad + bc)2 = (a2 + b2) (c2 + d2) = l12l22
En cuanto a los ángulos de los dos vectores con el eje de las abs-
cisas, son tales que cosα = a/(a2 + b2)1/2 y basta recordar la regla de
suma de los ángulos: cos(α + β) = cosα cosβ – senα senβ
Para comprobar que γ = α + β
Finalmente, la operación que hemos llamado abusivamente “mul-
tiplicación de dos pares de números” es en realidad un conjunto de
136 ALBERT JACQUARD

dos operaciones simultáneas: la multiplicación (en el sentido habi-


tual) de las longitudes y la suma (en el sentido habitual) de los án-
gulos.
Entre esos pares, a los que es más realista denominar “números
complejos” y no “números imaginarios”, dos desempeñan un papel
muy particular:
— el par (1,0); utilizándolo como multiplicador; no se cambian
los elementos de un par cualquiera; es el neutro de la multiplica-
ción;
— el par (0,1); utilizándolo como multiplicador, se hace pivotear
un cuarto de vuelta el punto representativo de un número cualquie-
ra, su longitud es en efecto igual a la unidad y su argumento igual a
π/2. Como este par aparece a menudo, ha parecido útil darle un
nombre, representarlo por medio de un símbolo, la famosa letra i,
que se debe escribir en negrita para respetar nuestras convenciones.
La propiedad más espectacular de este número complejo i es su
multiplicación por sí mismo; sucede i X i = (0,1) X (0,1) = (–1,0).
Prosiguiendo el pillaje de las notaciones adoptadas inicialmente pa-
ra los números, se puede considerar esta multiplicación por sí mis-
mo como un cuadrado y escribir: (0,1)2 = (0,1) x (0,1) = (–1,0), con-
secuencia de la definición de la operación X.
La costumbre se ha perpetuado, sin duda la falta proviene de Des-
cartes al calificar de “real” el primero de los números de cada par, a,
y de “imaginario” el segundo, b. Esas designaciones confunden y no
corresponden de ningún modo a los papeles perfectamente simétri-
cos de esos dos términos. Llegan a la escritura adoptada para esos
números bajo la forma:
a + i b, donde i juega el papel de un símbolo recordando simple-
mente que b es el segundo número del par, es decir la ordenada del
punto, siendo a la abscisa. Pero al ser llevado i al papel de símbolo,
es contrario a toda lógica tratarlo como un número y osar escribir
i2 = –1, o lo que es peor i = (–1)1/2.
Aun recurriendo a los pares de números, escribir i2 = (0,1)2 = –1
es vicioso, pues esta igualdad mezcla abusivamente notaciones con-
cernientes a dos dominios bien distintos, un número ordinario a la
derecha, un par de números a la izquierda. La única escritura rigu-
rosa es i2 = (–1,0).
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 137

La lección de este encaminarse consiste en que, por cierto, en


aritmética como fuera de ella, no hay milagros. Sólo una presenta-
ción engañosa puede hacer creer que, habiendo sido definidos los
números, y siendo precisa su multiplicación, es posible imaginar un
número cuyo cuadrado sea igual a –1. Lamentablemente, el mensa-
je recibido por muchos estudiantes es la existencia de un dominio
misterioso en el que tienen acceso únicamente algunos espíritus ini-
ciados o particularmente “dotados”. Finalmente, más allá de la lec-
ción de matemáticas, de lo que se trata es la democracia.
EL RAZONAMIENTO PROBABILISTA

El mañana no existe, pero nos obsesiona. La característica esencial de


los acontecimientos por venir es la de ser inciertos. Esta incertidum-
bre es fundamentalmente irreductible (ni siquiera la próxima salida
del sol es totalmente segura; ¿quién sabe si el fin del mundo no será
esta noche?), pero es más o menos grande según la calidad de las in-
formaciones disponibles. Toda disquisición a propósito del porvenir
debe tener en cuenta esta imprecisión, pero esta sujeción no impide
perseguir un razonamiento riguroso. Para respetar ese rigor, hay que
recurrir naturalmente al formalismo de las matemáticas.
Parece lícito atribuir a Blas Pascal la paternidad de los principales
conceptos básicos del razonamiento probabilista. En una carta a Fer-
mat (el autor del célebre teorema cuya demostración apenas acaba
de ser encontrada), propone lo esencial de la orientación lógica que
fundamenta ese razonamiento. Lo hace a propósito del reparto de
una apuesta entre dos jugadores A y B, que juegan a cara o cruz, po-
nen en el pozo 32 pistolas cada uno y convienen en que el primero
de ellos que haya ganado tres manos embolsará la totalidad de la
apuesta. Juegan la primera mano, la gana A; en ese momento son
obligados a interrumpir el juego; ¿cómo repartir las 64 pistolas te-
niendo en cuenta la expectativa mayor que A tiene legítimamente
de obtener el triunfo final?
El método propuesto por Pascal consiste en representar el árbol
de los desarrollos posibles para la continuación de la partida y en
calcular progresivamente, a partir del fin, la esperanza de victoria de
A. Basta con admitir que, en cada bifurcación de las ramas de ese ár-
bol, las dos posibilidades que se presentan tienen la misma probabi-
lidad (cara o cruz son equiprobables).
El esquema representa, a la izquierda del punto X, la realidad co-
nocida, la mano jugada y ganada por A; a la derecha de X están re-
presentadas las manos que habrían podido ocurrir si la partida hu-
biera tenido lugar. Éstos no son más que acontecimientos posibles
(hoy se diría “virtuales”) pero no por eso tienen menos propiedades
[138]
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 139

puesto que cada mano podría ser ganada tanto por A como por B.
Se comprueba que diez desarrollos de longitudes desiguales son en-
carables teniendo en cuenta la regla convenida. Al final de cada uno
de estos trayectos está indicado lo que recibiría A: 64 pistolas o 0, se-
gún haya ganado o no tres manos.
En cada bifurcación es posible calcular el valor de la ganancia
que A tiene derecho a esperar: en el punto marcado Y, sabe que re-
cibirá, después de la jugada a efectuarse, ya sea 64 ya sea 0, y cada
uno de estos casos es equiprobable; por lo tanto puede estimar que
esta posición “vale” 32 pistolas. Igualmente, en Z esta esperanza va-
le 48, pues con una posibilidad sobre dos recibirá 64 y con una so-
bre dos se encontrará de nuevo en Y, que vale 32. Prosiguiendo ese
retroceso hacia el acontecimiento real que es la primera mano ga-
nada por A, se comprueba que finalmente, en X, esta esperanza va-
le 44 pistolas. Por lo tanto es lógico repartir la apuesta dando 44 pis-
tolas a A y 20 a B. El hecho de haber ganado la primera mano está
largamente a favor de A; más sin duda de lo que indica la intuición,
pero el razonamiento cumplido es bastante riguroso como para que
los dos jugadores se muestren de acuerdo sin discutirla con esta
conclusión.
140 ALBERT JACQUARD

Para ir más lejos y convertir al razonamiento probabilista en un


verdadero útil, es necesario definir apropiadamente cada uno de los
términos que conviene introducir en el razonamiento. Éste se basa
en el empleo de cuatro palabras de sentido preciso: prueba, resultados,
probabilidades, acontecimientos.13

ALGUNAS DEFINICIONES

Una prueba es una observación o una experiencia, real o imaginaria,


cuyo desenlace es uno de los resultados posibles; admitimos que, po-
demos, con anticipación, enumerar esos resultados: r1, r2,… rn. Co-
nociendo las condiciones de esta prueba, nos consideramos capaces
de asignar a cada uno de esos posibles un número tanto más eleva-
do cuanto mayor es nuestra confianza en que se producirá. Ese nú-
mero es su probabilidad: P1, P2… Pn. Por convención, se eligen esos n
números de modo que su suma sea igual a 1. Por último, se designa
con el término acontecimiento un conjunto de resultados correspondien-
tes a ese conjunto. En el gráfico adjunto el trazo exterior encierra el
universo del razonamiento, es decir la totalidad de los resultados po-
sibles, representado cada uno por un punto. Cada trazo interior ce-
rrado sobre sí mismo y rodeando algunos resultados representa un
acontecimiento.
La prueba puede, por ejemplo, consistir en la designación de un
individuo en el seno de una población cuyo efectivo es 1.000. Si ad-
mitimos que las condiciones de esa prueba son tales que todos los in-
dividuos tienen posibilidades iguales de ser designados, los 1.000 re-
sultados tienen todos una probabilidad igual a 1/1.000. Pero se puede
adoptar cualquier otra hipótesis en función de las informaciones dis-
ponibles sobre esta designación.
Supongamos que esos individuos puedan ser catalogados en fun-
ción de dos características: su sexo, masculino o femenino, y su opi-
nión política, izquierda o derecha, y que los efectivos de las cuatro
categorías estén dados por el cuadro siguiente:

13 Albert Jacquard, Les probabilités, París, PUF, 1974.


LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 141

F M Total

Izquierda 050 600 0.650


Derecha 150 200 0.350
Total 200 800 1.000

Diversos sucesos pueden ser considerados, por ejemplo, “el indivi-


duo sorteado es un hombre”; su probabilidad es 800 X 0.001; o “el
individuo es un hombre de izquierda”; su probabilidad es 0.6.
Habiendo definido tales sucesos E1, E2… En, podemos combinar-
los entre ellos por medio de dos operaciones lógicas descritas por las
conjunciones o e y.
142 ALBERT JACQUARD

El suceso “E1 o E2” que representa su “reunión” se escribe clásica-


mente E1∪E2, e incluye por definición el conjunto de los resultados
de la prueba que traen aparejados ya sea E1 o E2.
El suceso “E1 y E2”, que representa su “intersección”, se escribe
E1∩ E2 e incluye por definición el conjunto de los resultados que traen
aparejados E1 y E2 a la vez.
Para o, un simple examen de nuestro esquema basta para justifi-
car la ecuación
P (E1∪E2) = P (E1) + P (E2) – P (E1∩E2) [1]
El último término es necesario pues los resultados que traen apa-
rejados a la vez los dos sucesos se cuentan dos veces en la suma por
la cual comienza el término de la derecha. Por ejemplo, el suceso “el
individuo designado es ya sea una mujer ya sea una persona de de-
recha” tiene como probabilidad
0.20 + 0.35 – 0.15 = 0.40
En el caso donde los dos sucesos son incompatibles, es decir don-
de ningún resultado trae aparejados a los dos, la ecuación [1] con-
duce a
P (E2 ∪ E2) = P (E1) + P (E2) [2]
Que muestra la equivalencia entre el o del razonamiento proba-
bilista y el + de la aritmética.
Para y, por el contrario, debe ser introducido un concepto suple-
mentario, el de probabilidad condicional; necesita remplazar la visión
estática de las condiciones de la prueba, tal como está dada por
nuestro cuadro, por una visión dinámica.

PROBABILIDADES CONDICIONALES Y TEOREMA DE BAYES

Retomemos entonces los datos de este cuadro y representemos con


un árbol los sucesos posibles cuando, habiendo designado un indivi-
duo, se lo interroga sucesivamente sobre sus dos características, sexo
y opinión política. Según el orden en el que se los considere, se ob-
tiene uno de los dos esquemas adjuntos.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 143
144 ALBERT JACQUARD

En estos dibujos, cada punto representa una etapa, cada trazo una
información suplementaria. Así, el punto a representa la designación
de un individuo; el trazo a-b la información “es de sexo masculino”,
el trazo b-d “es de izquierda”. El punto d representa entonces la com-
probación “el individuo designado es un hombre de izquierda”. Lo
mismo en el segundo dibujo, el trazo a-h representa la información
“es de izquierda”, el trazo h-j “es de sexo masculino”, el punto j tie-
ne por lo tanto la misma significación que el punto d.
Según nuestro cuadro de efectivos, el punto a correspondiente al
suceso “es un miembro de la población” tiene la probabilidad 1; el
punto b “es de sexo masculino”, la probabilidad 0.8; el punto d “es
un hombre de izquierda”, la probabilidad 0.6. El camino a-b ha mul-
tiplicado la probabilidad por 0,8; el camino b-d la ha multiplicado
por 0.75. ¿Qué representa este último número? Éste también es una
probabilidad, la probabilidad de que el individuo sea de izquierda
sabiendo que es de sexo masculino. Lo mismo el camino c-f , que ha-
ce pasar de la probabilidad 0.2 “una mujer” a la probabilidad 0.05
“una mujer de izquierda”, multiplica la probabilidad por 0.25; este
número es la probabilidad de “ser de izquierda sabiendo que se es
una mujer”. Estas probabilidades que introducen el término “sabien-
do que…” son definidas como “probabilidades condicionales”. Pre-
cisemos este término de manera más formal.
Sean E1 y E2 dos sucesos definidos sobre una misma prueba; ano-
tamos (E1 ∩ E2) su “intersección”, es decir el conjunto de los resul-
tados traen aparejados a uno y otro; la probabilidad condicional de
E1 sabiendo que E2 se ha producido, que anotamos P (E1 | E2) es
definida por
P (E1 | E2) = P (E1 ∩ E2)/P (E2)
lo que puede escribirse
P (E1 ∩ E2) = P (E2) P (E1 | E2) [3]
y, por simetría
P (E1 ∩ E2) = P (E1) P (E2 | E1) [4]
Cuando los dos sucesos son independientes, es decir cuando el
conocimiento de la aparición de uno no modifica la probabilidad
del otro, las ecuaciones [3] y [4] se escriben
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 145

P (E1 ∪ E2) = P (E1) X P (E2) [5]


Relación que muestra la equivalencia entre la y del razonamiento
probabilista y el X de la aritmética.
Igualando los términos de la derecha de las igualdades [3] y [4], da
P (E1 | E2) = P (E1) P (E2 | E1)/P (E2) [6]
ecuación que expresa el célebre teorema de Bayes.
El lector que haya tenido el coraje de seguir hasta aquí esta repre-
sentación corre el riesgo de decepcionarse y de lamentar su esfuer-
zo. Tendrá la impresión de caminar en círculos en definiciones sin
gran ayuda para la resolución de sus problemas. Sería un enorme
error porque ha llegado al final de sus tribulaciones. En efecto, esta
última ecuación (que no es otra cosa que una forma de la regla de
tres de nuestra infancia) nos proporciona el medio de modificar con
rigor la probabilidad que se había atribuido al suceso cuando nos
enteramos de que un suceso E2 ligado a la misma prueba se ha pro-
ducido en efecto.
Ésa es una cuestión central para todo aquel que debe elegir un ca-
mino sin conocer la totalidad de las condiciones de esa elección. Está
al acecho de toda nueva información. El teorema de Bayes le permi-
te utilizarla de la mejor manera. Ahora bien, se trata de un terreno
donde la simple intuición es lo más a menudo incapaz de servir de
guía. Veamos un ejemplo.

UN EJEMPLO MÉDICO

Imaginemos un médico, lejos de todo hospital, ante un paciente cu-


yos síntomas son tales que su enfermedad puede deberse ya sea a un
microbio o a un virus. Los cuidados son diferentes según el caso; por
lo tanto hay que elegir entre esas dos posibilidades. Teniendo en
cuenta el estado sanitario local, su experiencia, sus consultas recien-
tes, este médico piensa que se trata más bien de un virus y estima la
probabilidad de esta causa a P(V) = 0.8, de donde P(Mic) = 0.2. Un
colega consultado piensa al contrario, teniendo en cuenta su propia
experiencia, que se trata más bien de un microbio y sugiere para la
146 ALBERT JACQUARD

probabilidad del virus P’(V) = 0.2, de donde P’(Mic) = 0.80. ¿Qué


decisión tomar?
Felizmente está disponible un maletín-laboratorio portátil, que per-
mite saber si una muestra contiene o no el microbio sospechado; la-
mentablemente, es poco confiable. La experiencia muestra que cuan-
do ese microbio está efectivamente presente, no se lo descubre más
que cuatro veces cada cinco y que, cuando está ausente, da de todos
modos una respuesta positiva una vez cada diez. Estas condiciones
de la prueba pueden traducirse por las probabilidades condicionales
siguientes, en las que S representa la respuesta “Sí, el microbio está
presente” y N la negación:
P (S | Mic) = 0.8 P (S | Sin mic) = 0.10
P (N | Mic) = 0.2 P (N | Sin mic) = 0.90
Conociendo la poca confiabilidad de su instrumento, los médicos
toman cinco muestras. Los resultados son sucesivamente: Sí, No, Sí,
No, Sí.
Al parecer es como para desalentarse. ¿Qué deducir de respues-
tas tan contradictorias? Utilizar el razonamiento bayesiano les per-
mitirá llegar a una conclusión que desemboque en una decisión. La
fórmula [6] se escribe aquí:
P (Mic | Observ) = P(Mic) X P(Obs | Mic) / P(Obs)
En el caso en que el microbio está presente, la probabilidad del
primer resultado proporcionado por ese “laboratorio” es de 0,8; la
del segundo 0,2 y así sucesivamente, de donde
P (Observ | Mic) = 0.83 X 0.22 = 0.02048
En el caso en que no hay microbio esta probabilidad es
P (Observ | Sin mic) = 0.13 X 0.92 = 0.00081
Para el primer médico, estas dos eventualidades tienen las proba-
bilidades 0,2 y 0,8; para él, la probabilidad de la observación realiza-
da es por lo tanto
P (Observ) = 0,2 x 0,02048 + 0,8 x 0,00081 = 0,04744
De donde, para la probabilidad del microbio teniendo en cuenta
los resultados observados:
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 147

P (Mic | Observ) = 0.2 X 0.02048/0,04744 = 0.86


En cuanto a su colega, que daba a las dos eventualidades las pro-
babilidades 0.8 y 0.2, obtiene, con un cálculo idéntico
P’(Mic | Observ) = 0.99
Esta vez, los dos colegas están de acuerdo. Sus opiniones iniciales
eran muy divergentes, las condiciones del análisis eran escandalosa-
mente imprecisas, los diversos resultados parecían incoherentes;
con todo, esas observaciones convergen hacia la decisión de tratar al
enfermo admitiendo la presencia del microbio. La única divergen-
cia entre ambos colegas conduce finalmente hacia el riesgo del error
eventualmente cometido; es de 14% para uno, de 1% para el otro.
Insistamos sobre el papel del método bayesiano. Las opiniones
iniciales son lo que son. Pueden ser opuestas y esta oposición puede
traducirse por probabilidades a priori muy diferentes. Lo importan-
te es tener en cuenta con rigor todas las informaciones añadidas poco
a poco. Si esas informaciones son pertinentes, provocan una modifi-
cación de las opiniones de cada uno y un acercamiento de las pro-
babilidades que traducen estas opiniones, acercamiento que puede
desembocar en una toma de decisión común.

GENÉTICA Y RAZONAMIENTO PROBABILISTA

Cada vez que un proceso comporta fases aleatorias, es un buen mé-


todo recurrir al razonamiento probabilista para describirlo o para
sacar las consecuencias. Tal es el caso sobre todo para todo lo que
concierne a la procreación, cuya fase esencial es el tirar a la suerte la
mitad del patrimonio hereditario de los padres. De modo que la ge-
nética es una disciplina que utiliza sistemáticamente esta forma de
razonamiento. Ése es en especial el caso de la “genética de las pobla-
ciones”, que se interesa por el patrimonio genético colectivo. Vea-
mos ahora tres de los problemas que estudia: el reparto de ese patri-
monio entre los individuos homocigotos y aquellos heterocigotos, la
medida del parentesco y las consecuencias del parentesco de los ge-
nitores.
148 ALBERT JACQUARD

Repartición de los genes en una población

Hemos visto a propósito de las enfermedades genéticas, como la mu-


coviscidosis, que muchas de ellas se debían a genes llamados recesi-
vos que no se reproducen más que en los individuos homocigotos —
de genotipo (mm)— del que han recibido dos ejemplares, mientras
que los heterocigotos —de genotipo (mN)— son indemnes.
Entre estos últimos, el gen responsable no es por lo tanto eviden-
te en seguida. ¿Cómo conocer su frecuencia a pesar de su capacidad
para camuflarse? Recurrir a las probabilidades permitirá contestar.
El suceso “el genotipo del niño es (mm)” resulta de la intersec-
ción de dos sucesos: “el padre ha trasmitido el gen m y la madre ha
trasmitido el gen m”. Si admitimos que esos dos sucesos son indepen-
dientes, lo que significa que la presencia de ese gen en uno no ha in-
tervenido en el hecho de que ambos han procreado juntos, se pue-
de aplicar la fórmula [5] y escribir
P (mm) = P (padre → m) X P (madre → m) = f(m) X f(m) = f(m)2
donde f(m) es la frecuencia de los gametos portadores del gen m. En
Europa, la frecuencia de la enfermedad es del orden de un naci-
miento sobre 2.500, por lo tanto f(m) = 1/(2.500)1/2 = 1/50.
La prosecución de nuestro razonamiento muestra que la frecuen-
cia de los heterocigotos es
P (Nm) = 2f(m) [1–f(m)] = 98/2.500 = 4%
De modo que sobre los 60 millones de franceses, 2.4 millones son
portadores de este gen sin saberlo.

Medida del parentesco

La palabra parentesco es utilizada a propósito de dos realidades


bien distintas: la parentela biológica y la parentela social. Esta última
resulta de los lazos creados por actos administrativos, casamiento,
adopción, y depende de lo arbitrario de las reglas adoptadas por las
sociedades; la primera, al contrario, corresponde a una realidad idén-
tica para todos los seres vivientes sexuados: la trasmisión de su patri-
monio genético. Aquí nos ocuparemos del parentesco biológico.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 149

Entonces parece fácil proponer una definición: están emparenta-


dos los individuos con antepasados comunes; sus dotaciones genéti-
cas comportan por consiguiente una parte común proveniente de
esos antepasados. Con nuestro hermano o nuestra hermana tene-
mos en común nuestro padre y nuestra madre; con nuestros primos,
una abuela y un abuelo. Por el contrario, no estamos emparentados
con el maestro del pueblo, porque no conocemos ningún personaje
del pasado que figure a la vez en nuestra genealogía y en la suya.
Así aparece, desde el comienzo de la reflexión, una característica
esencial: el parentesco depende de la información disponible. En
verdad, el maestro y nosotros no tenemos ningún bisabuelo en co-
mún, pero si nos remontamos dos o tres generaciones más lejos en
el pasado, tal vez podríamos encontrar alguno. Prosiguiendo esta
búsqueda, en la hipótesis de que los archivos necesarios sean accesi-
bles, hasta estaremos seguros de encontrarlo.
En efecto, el número de nuestros ancestros, suponiendo que nin-
guna unión consanguínea se haya producido, se multiplica por dos
en cada generación; es por lo tanto de 2g, en la segunda generación,
o sea alrededor de 1.000 en la décima (hace menos de tres siglos),
un millón en la vigésima y un millardo en la trigésima, ¡en la época
del reinado de Felipe Augusto! Este último resultado es evidente-
mente absurdo, pues el efectivo de la humanidad entera en esa épo-
ca era inferior a 300 millones. Esta absurdidad es la prueba de que
la hipótesis inicial —no uniones consanguíneas— no puede haber
sido respetada. En efecto, sin siquiera citar el mito de Adán y Eva, es-
tá claro que basta con reconstituir genealogías sumergiéndose sufi-
cientemente lejos en el pasado para encontrar lazos con no importa
quién, aunque hubiera nacido en los antípodas. ¿Entonces hay que
eliminar toda referencia al parentesco, pues este término no puede
corresponder a una realidad precisa?
Puede ser explorada una vía que, a pesar de todo, permite dar
sentido a este concepto; debe tomar en cuenta a la vez el hecho de
que la información genealógica es siempre parcial y el hecho de que
el proceso creador de un lazo entre los individuos emparentados es
aleatorio. De modo que la medida de la consanguinidad es necesa-
riamente una probabilidad.
Consideremos las genealogías de A y de B; si comportan antepa-
sados comunes, es posible que un gen de A sea la copia de un gen
150 ALBERT JACQUARD

de uno de esos antepasados comunes y que también B haya recibi-


do una copia de ese mismo gen. A y B tienen entonces, en una par-
te de su patrimonio, genes idénticos. Así se es llevado a definir el
“coeficiente de parentesco” de A y B como la probabilidad de que un gen to-
mado al azar en A sea idéntico tomado al azar en B por la misma caracte-
rística, es decir que esos genes sean ambos copias de un mismo gen de uno de
sus antepasados.
Supongamos conocidas las genealogías de dos individuos; para
medir su parentesco conviene buscar sus antepasados comunes y cal-
cular el coeficiente de parentesco teniendo en cuenta diversas posi-
bilidades de trasmisión entre esos antepasados y ellos. En los casos
más corrientes, ese cálculo es simple. Si esas genealogías son las de
dos hermanos o hermanas Ho y Ha, y no se remontan más allá de
sus padres, éstos tenían en total, por toda característica elemental,
cuatro genes, a, b, c, d. Un gen elegido al azar en Ho es una copia de
a con la probabilidad 1/4 lo mismo el elegido en Ha, esos dos genes
pueden entonces ser ambos una copia de a y, en consecuencia, ser
idénticos, con la probabilidad 1/16; lo mismo para los genes b, c y d;
la probabilidad de identidad es por lo tanto de 4 X 1/16 = 1/4. Con
un razonamiento semejante se encuentra que el coeficiente de pa-
rentesco de dos primos hermanos es de 1/16, de dos primos dobles
(cuyos padres son dos hermanos y dos hermanas) de 1/8, de un tío
y su sobrina de 1/8…
Pero cuando las genealogías abarcan numerosas generaciones y
contienen antepasados que pueden ser unidos por numerosos cami-
nos, el cálculo puede requerir la ayuda de las calculadoras. A título
de ilustración, la figura de página 151 reproduce la genealogía de
dos indígenas de una tribu de Honduras.
A mediados del siglo XIX, ocho indígenas jicaques decidieron es-
capar de las condiciones de servidumbre en las que los mantenían
los descendientes de los colonizadores españoles y los mestizos; se
refugiaron en las montañas y fundaron un grupo autónomo que ha
preservado celosamente su aislamiento. Los casamientos han sido
realizados esencialmente entre los descendientes de los fundadores;
la descripción de la historia genética del grupo desemboca por lo
tanto en esquemas como éste. Las dos personas en la base del dibu-
jo son un hermano y una hermana, pero sus padres tienen un nú-
mero tan grande de antepasados comunes que la ligazón genética
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 151

entre ellos difícilmente pueda ser descrita con palabras: las madres
de sus padres eran hermanas, sus padres eran medios hermanos,
dos de sus bisabuelos eran hermano y hermana, primos de un terce-
ro, tíos de un cuarto… Tomar en cuenta de todos los recorridos de
los genes que implicaban identidad desembocó en un coeficiente
de parentesco de 0.37 más de la mitad que para hermanos o herma-
nas “ordinarios”.
152 ALBERT JACQUARD

Consecuencias del parentesco de los procreadores

La medida propuesta para el parentesco permite caracterizar fá-


cilmente las consecuencias del parentesco de dos genitores. Éstos
pueden trasmitir al hijo dos genes que son en efecto dos copias de
un mismo gen proveniente de uno de sus antepasados comunes.
Veamos el caso de una pareja de primos hermanos. Su coeficiente de
parentesco es de 1/16. En consecuencia, con la probabilidad 1/16
su hijo recibe de padre y madre dos copias de un mismo gen ante-
pasado que es un gen a con la probabilidad f(a), frecuencia de este
gen en la población. La probabilidad de que su hijo sea homocigó-
tico (aa) es por lo tanto
P (aa) = 1/16f(a) + 15/16f(a)2
En el caso del gen m de la mucoviscidosis, cuya frecuencia es de
1/50, esta probabilidad es entonces
P (mm) = 1/16 X 1/50 + 15/16 X 1/2 500 = 4/2 500
El riesgo de aparición de ese rasgo es por lo tanto cuatro veces
más alto en las parejas de primos que entre los no emparentados. Es-
te coeficiente multiplicador disminuye cuando el emparentamiento
es menos próximo; para los primos hijos de primos hermanos no es
más que de 1.8. Señalemos por último que el coeficiente de paren-
tesco tiene el mismo valor para las parejas de medios hermanos her-
mano-hermana, tío-sobrina o primos dobles; el riesgo genético es
por lo tanto idéntico en tanto que las miradas de la sociedad sobre
tales parejas son bien diferentes.
LOS EXÁMENES, ¿AYUDA O JUICIO?

La diligencia interior que desemboca en una comprensión nueva, ya


se trate de matemáticas, de física o de filosofía, es siempre titubean-
te, hecha de avances, de retrocesos, de callejones sin salida explora-
dos, de obstáculos que parecían infranqueables y de pronto son su-
perados, de desalientos ante palabras o fórmulas que parecen otros
tantos enemigos, también de entusiasmos cuando las evidencias son
entrevistas de pronto.
El papel del docente es el de favorecer este emprendimiento, que
es el de la construcción de la inteligencia, realización de un edificio
de múltiples funciones cuyos elementos hay que empalmar respetan-
do su coherencia. En la medida de lo posible, él participa de este en-
caminarse poniendo sus pasos en los del alumno para señalarle los
errores de interpretación antes de que se encuentre demasiado em-
peñado en vías defectuosas. Pero al mismo tiempo debe dejarlo en
libertad de equivocarse provisoriamente: muy a menudo el razona-
miento justo es realmente asimilado después de la comprobación de
un error.
De modo que enseñar es un arte, pues hay que tener en cuenta
apremios a veces contradictorios, y un arte que exige una gran mo-
destia, pues el camino finalmente descubierto por el alumno para
llegar a comprender es a menudo muy distinto del que había reco-
rrido el docente. Las maestras de escuela primaria que enseñan a
leer a los niños lo comprueban: durante largos meses, cualquiera
que sea el método empleado, éstos no saben leer, y de pronto, no se
sabe qué suceso interior tiene por consecuencia que saben leer casi
de corrido, pero la causa de esta mutación interior permanece des-
conocida.
Lo mismo ocurre en todos los niveles del aprendizaje, del jardín
de infantes a la universidad, ya se trate de aprender las cuatro ope-
raciones o de captar el significado del “efecto túnel” en mecánica
cuántica. El hecho mismo de que los físicos hayan experimentado la
necesidad de dar un nombre tan evocador a ese fenómeno bien abs-
[153]
154 ALBERT JACQUARD

tracto concerniente al comportamiento de las partículas elementa-


les es signo de su necesidad de relacionarlo con una realidad de la
vida corriente accesible a nuestra imaginación.
El diálogo que permite el avance simultáneo del docente y el
alumno es eficaz sólo al precio de una técnica de comunicación que
abarque esencialmente sucesiones de preguntas y respuestas. Cuan-
do las preguntas parten del docente y las respuestas del alumno, es-
ta etapa del diálogo es denominada examen. A pesar de las aparien-
cias, la ambigüedad de esta palabra necesita que nos detengamos en
ella, pues concierne a actividades con diversos objetivos.

EXÁMENES, ¿PARA QUÉ?

Una finalidad a menudo olvidada de los exámenes concierne al do-


cente. Su angustia fundamental es no haber sido comprendido. Para
asegurarse de que su mensaje fue recibido, no puede más que formu-
lar preguntas, hacer resolver problemas, demoler incomprensiones.
Los exámenes que toma, aun si oficialmente tienen otros objetivos,
sirven ante todo para responder a esta angustia y sacar consecuen-
cias de lo que él comprueba para, eventualmente, modificar sus mé-
todos. “Cuando el alumno no ha entendido, es porque el profesor
ha enseñado mal.” Este proverbio de las universidades norteameri-
canas debe ser considerado verdadero en todas las circunstancias. No
se trata de culpabilizar al docente sino de llevarlo a tener en cuenta
la diversidad de sus interlocutores. Su reflejo ante un fracaso del
alumno debería ser cuestionar la manera en que él ha presentado el
tema.
Útil al profesor, el examen es necesario para el alumno, pues es
una fase del proceso de comprensión. Toda adquisición de una nue-
va noción es la desembocadura de un entrelazamiento de informa-
ciones recibidas y de preguntas poco a poco afinadas. Es necesario
haber cuestionado varias veces una comprensión parcial, imperfec-
ta, provisoria, antes de dominar realmente un concepto. Los exáme-
nes sirven ante todo para incitar a este cuestionamiento.
La pereza intelectual, inclinación a decir verdad más común que
la pereza física, nos incita a satisfacernos con un simulacro de com-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 155

prensión. El examen está para desembarazarnos de esa peligrosa ilu-


sión: yo creía haber comprendido, constato que no puedo resolver
tal problema, de modo que no había comprendido verdaderamen-
te, vuelvo a interrogar al que, maestro o libro, está encargado de ex-
plicarme. Este recorrido en espiral abarca idas y venidas tanto más
numerosos cuanto la exigencia de comprensión es más rigurosa.
Constatar este papel del examen lleva a afirmar esta evidencia: los
exámenes más útiles para el alumno son aquellos en los que fracasa.
Esta proposición les parecerá paradójica a muchos, pues hemos
tomado la costumbre de no dar importancia sino a otras funciones del
examen: expresar un juicio sobre la capacidad de los alumnos para
seguir tal o cual vía, e incluso jerarquizarlos.

ENCONTRARSE O JUZGAR

Por una aberración cuya rareza ya no nos resulta evidente, tanto for-
ma parte de nuestra vida diaria, los actores del sistema educativo es-
tán encargados de ejercer dos funciones: por una parte ayudar a los
alumnos, a lo largo de su escolaridad, a construir su inteligencia; por
otra parte a juzgar, al fin de curso, el resultado de sus esfuerzos, y dis-
tribuir recompensas y reprobaciones.
Es verdad que estas dos funciones, en ciertas circunstancias, pue-
den reforzarse mutuamente, pero más a menudo son antinómicas, a
veces incompatibles. Es necesario elegir su terreno. Estar en el terre-
no del alumno consiste en no buscar, en toda ocasión, más que el
progreso de su comprensión, la puesta en orden de una mirada a la
vez autónoma y lúcida sobre el mundo. No se trata de ser laxista, de
aceptar los errores sin reaccionar, sino de utilizar esos errores para
progresar.
Al contrario, estar en el terreno opuesto es corregir un examen
con el único objetivo de expresaar un juicio, ya sea en una forma
abrupta : “aprobado” o “aplazado” o, lo que es peor, en la forma más
dosificada de una nota en cifras, encerrando al candidato en el uni-
verso unidimensional de una jerarquía.
Es posible que esta segunda función sea necesaria para que la so-
ciedad pueda funcionar respetando las reglas admitidas en común.
156 ALBERT JACQUARD

Pero ¿por qué confiarla a aquellos cuya actividad permanente impli-


ca una actitud opuesta? Ante un error, durante los nueve meses del
año escolar, el papel del docente es recomenzar una explicación tan-
tas veces como sea necesario; el día del examen final, ese papel se
reduce a poner una mala nota. ¿Cómo pasar de una actitud de aper-
tura, de diálogo, de participación, a una actitud de escucha impasi-
ble, impersonal y únicamente crítica?
El malestar que provoca en el docente este cambiar de vestimenta
es, en gran parte, el origen del éxito de los cuestionarios de elección
múltiple, los célebres multiple choice utilizados en esos exámenes-jui-
cios.

DE LOS MULTIPLE CHOICE A LA PERVERSIÓN DEL SISTEMA EDUCATIVO

“¿Qué edad tiene ahora Brigitte Bardot?” Respuesta a marcar: “26


años, 52 años, 72 años”; “¿Quién ganó el Tour de France en 1984?”
Respuesta: “Bobet, Poulidor, Coppi”. Se comprende que aquellos y
aquellas que se doran en las playas traten de distraerse forzando su
mente a detenerse en esas preguntas estúpidas cuyas respuestas no tie-
nen interés para nadie. Se comprende menos que esta manera de in-
terrogar se haya introducido en el diálogo entre docentes y alumnos.
La razón del éxito de esta fórmula es evidentemente que facilita
en gran medida el trabajo de quien corrige y que elimina todo cues-
tionamiento. La respuesta es justa o errónea y una simple cobertura
recortada sobre las respuestas permite atribuir una calificación rigu-
rosa en pocos segundos. Progreso supremo, una computadora pue-
de calcular la calificación. ¿Quién se quejaría?
Lo malo es que se trata de un doble desvío del proceso educativo:
olvido de su verdadero objetivo, error sobre el criterio de éxito. En
efecto, ya no es cuestión de comprensión activa; no queda más que
el inventario de un saber muerto.
Es verdad que recurrir al multiple choice puede ser un truco peda-
gógico para dar a un examen la apariencia de un juego; el que lo pro-
pone puede poner el acento sobre las trampas lógicas proponiendo
algunas respuestas erróneas con apariencia de verdad. Pero este mé-
todo es eficaz sólo si el paso por los multiple choice no es más que una
etapa seguida por un diálogo entre el docente y el alumno.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 157

Imaginemos, por ejemplo, que inspirándose en la experiencia sin


duda mítica de Galileo, el docente formula la pregunta: “Lancemos
simultáneamente de lo alto de la torre de Pisa una piedra grande y
una pequeña; ¿cuál llegará primero al suelo?” Lo importante no es
dar la respuesta exacta sino justificar con buenos argumentos la res-
puesta dada, ya sea buena o mala. La discusión que sigue es tanto
más fecunda cuanto la respuesta errónea es argumentada más fácil-
mente que la verdadera, y aquellos que la sostienen no son humilla-
dos por estar equivocados cuando se enteran de que Aristóteles, todos
los científicos y todos los filósofos han cometido el mismo error que
ellos hasta que Galileo descubrió la verdad.
Esta pregunta puede, por cierto, ser formulada en forma de mul-
tiple choice proponiendo tres respuestas: “La chica, La grande, Las dos
al mismo tiempo”. Pero todo el interés de la reflexión sobre los erro-
res desaparece. No queda más que un sondeo desprovisto de signifi-
cación, pues un tercio de los que responden cualquier cosa, al azar,
dan la respuesta correcta.
Los multiple choice garantizan la objetividad de quien corrige, le ha-
cen ganar tiempo, pero sobre todo le permiten disimularse detrás de
la sequedad de un ejercicio que rebaja la llegada de un recorrido es-
colar a la exhibición de un saber. Allí donde habría que interesarse
en la agudeza de las reflexiones, en la pertinencia de los cuestiona-
mientos, sólo se puede medir la capacidad de memorización. Nadie
niega que un mínimum de saber es necesario. Pero acrecentarlo no
es un objetivo prioritario. El cerebro no es una biblioteca que hay
que llenar. ¿De qué sirve cargarlo con el contenido de una enciclo-
pedia si se puede ir a buscar en ésta las informaciones necesarias?
Un saber es útil sólo si participa en confrontaciones interiores que
son el origen de un encaminarse nuevo.
El célebre consejo: “Si los hombres tienen hambre, no les des
pescado, enséñales a pescar” es válido también para aquellos que
tienen sed de conocimientos: no tratemos de meterles las respues-
tas a todas las preguntas en la cabeza; enseñémosles a leer y a usar
los libros. Todos estamos de acuerdo, pero todo ocurre como si el
consenso general fuera lo opuesto, como si se hubiera olvidado el
aforismo tan repetido de Montaigne: “Saber de memoria no es sa-
ber”, como si se aceptara una verdadera perversión de la educación
desviando su objetivo.
158 ALBERT JACQUARD

Con los multiple choice los estudiantes ya no son incitados a asimi-


lar nuevos conceptos, a participar en debates, a vivir la aventura del
conocimiento; ése sería tiempo perdido. Son llevados únicamente
hacia la acumulación de respuestas supuestamente justas para pre-
guntas simples. Toda la dimensión humana de la trasmisión de una
generación a la siguiente está neutralizada.
También se trata de la capacidad crítica, que no sólo está olvida-
da sino considerada como nefasta. Sin embargo, es el germen de la
comprensión. La generalización de los multiple choice prepara gene-
raciones de individuos sumisos, que aceptan tanto la delimitación de
su campo de reflexión por un programa impuesto como el rempla-
zo de los comentarios esperados de sus profesores por una califi-
cación proporcionada por una computadora. Llegar a esta sumisión,
¿no es la peor perversión del sistema educativo?
ALGUNAS PREGUNTAS
que hacer a todos los ciudadanos
La anécdota es célebre: un enviado del Gran Turco llega un día a la
corte de Luis XV; para deslumbrar a ese bárbaro se le muestran to-
das las maravillas de Versalles: los salones, los cuadros, los jardines; y
luego se le pregunta qué lo había asombrado más, y el bárbaro de-
muestra que tenía ingenio: “Lo que más me asombra es estar aquí.”
Gracias a la ciencia, me paseo por el Universo; los recientes ade-
lantos del conocimiento me permiten descubrir galaxias que ningún
ojo que no sea humano verá jamás, imaginar agujeros negros que
ninguna intuición que no sea humana concebirá jamás, describir
procesos que ninguna inteligencia que no sea humana comprende-
rá jamás; estoy en el cosmos más maravillado que el turco en Versa-
lles, pero a la misma pregunta daría la misma respuesta. Lo que más
me sorprende es estar aquí y, lo que es más fantástico aún, es que soy
capaz de sorprenderme.
Sí, soy de la misma estofa de todo lo que me rodea. Polvo de es-
trellas entre otros, he sido producido por las mismas vías. Pero yo lo
sé. Y en esta comprensión se funda mi singularidad.
La cuestión, Hamlet, no es “To be or not to be”; la cuestión es “Saber
que se es o no saber que se es”. Ser está al alcance de cualquier gui-
jarro. “Yo soy” es simplemente la constatación de mi pertenencia al
mundo real. Pero “Yo sé que soy” es la constatación de mi capacidad
de escapar de ese real, a contemplarlo como si yo le fuera exterior,
de imaginar un modelo capaz de describirlo, de concebir explicacio-
nes de los sucesos de los cuales es el teatro.
La construcción de ese modelo es el objetivo de la ciencia. Ésta
no puede ser más que el resultado, siempre en adelanto, de un es-
fuerzo colectivo de comprensión. Aislado, cada humano no puede
más que permanecer encerrado en su estatus de criatura; insertado
en la comunidad, puede participar en la obra de todos que es la pro-
gresión de la ciencia, y esperar así el estatus de cocreador.
Por lo tanto, el punto crucial consiste en organizar las relaciones
entre los hombres de tal manera que todo encuentro sea el origen
[161]
162 ALBERT JACQUARD

no de un choque de cada uno contra el otro, sino de la superación


de cada uno gracias al otro; dicho de otro modo, que su conjunto no
constituya una muchedumbre sino un pueblo.
Para lograrlo necesitan, ante todo, ser lúcidos sobre ellos mismos
y sobre la realidad que se les impone; por consiguiente necesitan
aprovechar los aportes de la ciencia.
Por fin, desarrollada a fin de descifrar las señales recibidas por
nuestros sentidos, la ciencia puede llegar a ser el fundamento del
contrato entre las personas, contrato que define la moral de la hu-
manidad. A menos que admitamos, lo que resulta un encaminarse
muy diferente, que este contrato nos es impuesto por Dios.

LA MORAL: ¿UN CONTRATO ENTRE DIOS Y EL HOMBRE?

Para la mayoría de las culturas, las reglas de la vida en común son vis-
tas como el reflejo de un contrato entre el Hombre y Dios, lo que re-
sume Ivan Karamazov al exclamar: “Si Dios no existe, todo está per-
mitido.” Entonces, los razonamientos o los hechos aportados por la
ciencia no tienen ningún papel que desempeñar en la búsqueda de
comportamientos que permitan vivir en conjunto.
El contrato presentado por las religiones resulta a menudo de
una revelación en el curso de la cual Dios se ha expresado. Hace al-
gunos milenios, Moisés subió al Sinaí; allá oyó la palabra de Dios y
bajó con las Tablas de la Ley que prescribían sus mandamientos al
pueblo judío. Hace catorce siglos, Mahoma oyó la palabra de Alá y
la retrasmitió a los que lo rodeaban, fijando así las reglas de vida del
mundo musulmán. La Biblia, el Corán, otros textos considerados co-
mo sagrados, precisan, en nombre de Dios, cómo deben comportar-
se los hombres unos con otros; constituyen los fundamentos de la
moral.
Mientras esas revelaciones no son objeto de duda, las únicas difi-
cultades resultan de cambios en las condiciones de la vida en co-
mún, en especial de los nuevos poderes proporcionados por los ade-
lantos técnicos. Esas innovaciones pueden causar una incoherencia
entre los ritos y los medios de actuar. De modo que hay que modifi-
car la interpretación de la palabra divina adoptada hasta entonces y
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 163

adoptar nuevas reglas de vida. Las asambleas de los sabios están en-
cargadas de esas puestas al día.
La actitud de la Iglesia de Roma dio un ejemplo cuando, en el si-
glo XI, se enfocó un nuevo medio para hacer la guerra: la ballesta.
Esta arma es tan eficaz que trastorna el equilibrio de las batallas y
acrecienta dramáticamente el número de víctimas (el rey de Inglate-
rra, Ricardo Corazón de León, a pesar de su coraza fue matado por
un tiro de ballesta). Entonces la cuestión fue planteada a las autori-
dades de la cristiandad: ¿el uso de esta arma es moralmente acepta-
ble? Un concilio reunido en Letrán en 1139 estimó posible respon-
der interpretando las Sagradas Escrituras. Aun si la respuesta hoy
nos parece pintoresca (uso prohibido en las batallas entre cristianos,
permitido en combates contra no cristianos), las reglas de la moral
habían sido estiradas hacia problemas nuevos sin que las bases de esa
moral hubieran sido quebrantadas.
Ése ya no es el caso cuando algunos expresan una duda acerca de
la realidad de la palabra revelada. Por definición, esta revelación es-
capa al dominio de lo probable, que es el de la ciencia. Ningún ar-
gumento científico puede demostrar que Moisés ha oído verdadera-
mente la palabra de Dios ni demostrar lo contrario. Creer pertenece
al dominio de la fe, no al de la razón razonante.
Aun si esta realidad es admitida y la sinceridad del que ha recibi-
do la revelación no está cuestionada, la inevitable interpretación del
mensaje despoja a éste de su carácter absoluto. Ha sido, necesaria-
mente, traducido a un lenguaje humano, el de un país, de una épo-
ca; ha sido comprendido en cierto contexto histórico en función de
una cultura trasportadora de valores específicos; puede ser com-
prendido de forma muy diferente en otro contexto.
Los fundamentos de la moral sexual propuestos por la religión
cristiana en la Primera Epístola a los Corintios dan de ello un ejem-
plo caricaturesco. San Pablo describe allí las relaciones entre hom-
bres y mujeres tal como eran deseados, según él, por Dios. Funda su
razonamiento en el hecho, relatado en el Génesis, de que la mujer
ha sido “sacada del hombre”; de lo cual concluye que le debe ser so-
metida. La historia pintoresca de la costilla de Adán que sirve para
modelar a Eva hoy ya no puede ser mirada de otro modo que como
una leyenda; tomarla como punto de partida de una moral corre el
gran riesgo de poner en evidencia su carácter arbitrario, de justificar
164 ALBERT JACQUARD

un escepticismo generalizado y de llegar al laxismo del “todo está


permitido”.
La historia muestra que las capacidades de interpretación de las
asambleas de sabios prácticamente no tienen límites y permiten arre-
glos con el cielo incluso cuando la consigna divina es aparentemen-
te muy clara. “No matarás” parece una orden sin ambigüedad; sin
embargo, hoy, el país más poderoso del mundo, que proclama su su-
misión a las órdenes de Dios hasta en sus billetes de Banco, no en-
cuentra ninguna incoherencia en aplicar la pena de muerte.
Afirmar “Dios lo quiere” ha bastado largo tiempo para fundar las re-
glas necesarias para organizar la vida en común; la moral no era más
que la obediencia a las reglas venidas de otra parte. Ocurre que esta afir-
mación ya no es suficiente para muchos de nuestros contemporáneos.
¿Cómo encontrar argumentos que permitan la adhesión de todos?

LA ÉTICA: UN CONTRATO ENTRE EL HOMBRE Y EL HOMBRE

Me parece que la ciencia puede, en razón de su carácter universal y


sobre todo por la lucidez que aporta a la realidad humana, intentar
proporcionar esos argumentos. El contrato que puede proponer
compromete unos con otros a los hombres.
Toda religión se presenta como universal; pero es forzoso constatar
que generalmente se deja desviar por influencias culturales totalmen-
te ajenas al mensaje inicial. A la larga, las diferencias de interpretación
se profundizan al punto de organizar iglesias cuya actividad princi-
pal es combatirse unas a otras, combates que comienzan con justas
oratorias entre teólogos y continúan en las monstruosas batallas san-
grientas de las guerras de religión.
La investigación científica, por el contrario, ha sabido preservar
la unidad de su lenguaje. Por cierto las discusiones son vivas en los
congresos entre especialistas, pero en lo esencial expresan verdade-
ras dificultades, no querellas de palabras. El teorema de Pitágoras o,
más recientemente, el de Gödel, son formulados de la misma mane-
ra en todas las culturas, todas las lenguas.
El razonamiento científico no sólo tiene la particularidad de ser
universal y coherente, sino que su finalidad es acercarse lo más posi-
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 165

ble a una realidad inaccesible; por lo tanto puede desempeñar un


papel central en la elaboración de las maneras de vivir conjuntamen-
te. Ahora bien, hoy nos trae una imagen de nosotros mismos y del
universo que nos ha producido, muy diferente de lo que habíamos
podido creer cuando debíamos contentarnos con los mitos forjados
por nuestra imaginación o con lo que sugerían, hace algunos siglos,
los primeros balbuceos de la ciencia.
No se trata de pedir a los científicos, como antaño a las iglesias,
que aporten “la” solución a los problemas de moral, sino de precisar
los datos de esos problemas y participar en la coherencia entre los
comportamientos adoptados y los imperativos del mundo real. Dos
ejemplos de las nuevas interrogaciones que se formulan a nuestras
sociedades pueden jalonar un recorrido deseable.

LA GUERRA NUCLEAR

El descubrimiento de la energía incluida en la materia y la puesta a


punto de métodos que permiten liberar esa energía han provocado
una mutación en el “arte de la guerra”. Mientras que hace diez siglos
era necesario lanzar centenares de flechas, hace cien años disparar
decenas de obuses para esperar matar a un soldado enemigo, una so-
la bomba basta para aniquilar con seguridad una metrópolis y a sus
millones de habitantes. En 1945, en la búsqueda de una victoria rá-
pida sobre Japón, las autoridades norteamericanas han sido sensi-
bles sólo al mejoramiento que aportaba el arma atómica en la capa-
cidad de destrucción. En la competición fría que siguió a la guerra,
tanto soviéticos como norteamericanos no han pensado en otra co-
sa que evitar ser superados en poderío por el adversario potencial.
La reflexión global, teniendo en cuenta el montón de consecuencias
de esta mutación sobre el destino de la humanidad fue emprendida
sólo muchos años después. Ese retraso es el signo de una inconscien-
cia que, con el retroceso, parece aterradora. Todo ha pasado como
si los jefes de estado hubieran sido superados por los científicos, y los
científicos superados por los ingenieros.
Sólo en octubre de 1983, treinta y ocho años después de Hiroshi-
ma, un coloquio que reunía expertos de múltiples disciplinas, unos
166 ALBERT JACQUARD

llegando del Este, otros del Oeste, confrontó las conclusiones a las
que llegaban sus simulacros de un conflicto poniendo en acción las
armas nucleares A y H. De ese modo apareció el concepto de “invier-
no nuclear”; los cambios de clima provocados por la explosión aun
débil del stock de bombas disponible pondrían en peligro la super-
vivencia de la humanidad. El equilibrio del terror que se mantenía
fuera como fuere desembocaba en una cuestión propiamente “mo-
ral”: ¿qué objetivo humano merece que, para defenderlo, se encause
la existencia de la humanidad?
También las autoridades religiosas han reaccionado con lentitud
a este cambio radical de naturaleza de las herramientas empleadas
para hacer la guerra. En Francia no fue hasta 1983 que la asamblea
de los obispos se planteó la cuestión de la legitimidad de la posesión,
del uso eventual o de la amenaza de empleo del arma nuclear: sólo
dos prelados sobre cien expresaron reservas.
De hecho, los primeros en atreverse a reflexionar sobre las conse-
cuencias de lo que habían desencadenado fueron los teóricos de la
física, pero no supieron provocar una toma de conciencia colectiva.
Einstein, Oppenheimer, han sido de aquellos cuyos descubrimientos
han hecho posible la realización de la “bomba”; comprobando las
catástrofes humanas en preparación, consagraron, individualmente,
el fin de su vida a luchar contra su empleo, sin éxito pero conservan-
do la esperanza de que su mensaje sería oído algún día.
Esta lucha es difícil, pues se trata de oponerse a ideas en otra época
razonables y que se han vuelto locas. Era cierto, pero ya no lo es, que
para vencer en un conflicto es necesario ser el más fuerte. (“Vence-
remos porque somos los más fuertes”, decían los afiches fijados en
París en abril de 1940). Hoy, vencer no tiene objeto si el vencedor es
atrapado en el invierno nuclear provocado por su propia victoria. El
arma nuclear pone en cuestión hasta las definiciones del Bien y del
Mal. La renovación conceptual necesaria puede ser obtenida más fá-
cilmente dirigiéndose a los científicos habituados a los cambios de
paradigmas que a los especialistas de la moral cargados de viejas cer-
tezas.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 167

EL GENIO GENÉTICO

El descubrimiento de la molécula de ADN como soporte de todas las


informaciones ha trastornado por completo las perspectivas de ac-
ción sobre los seres vivientes, nuestra especie incluida. Hasta enton-
ces, no era posible intervenir más que sobre las consecuencias de lo
que la naturaleza había aportado a cada uno; la donación inicial, el
patrimonio genético, era definitivo. Sólo era posible modificar los
efectos, por ejemplo, para las especies domésticas, a fin de mejorar
según nuestros deseos las características de los animales de cría o, en
nuestra propia especie, para remediar los defectos responsables de
algunas enfermedades. De pronto, se tuvo acceso al contenido de la
“caja negra”. En una primera fase, los biólogos se contentaron con
comprender lo que tenía lugar allí. En menos de dos decenios se pu-
do descifrar el código genético, es decir la correspondencia entre las
informaciones inscritas en las moléculas de ADN y la estructura de las
proteínas realizadas a partir de esas moléculas. Luego, muy rápida-
mente, pudieron actuar sobre los procesos en obra.
A decir verdad, fueron ayudados, de forma inesperada, por útiles
que la misma naturaleza utiliza, las “enzimas de restricción”, verdade-
ras tijeras para cortar el ADN en puntos precisos, y las “ligasas”, enzi-
mas capaces de unir dos segmentos de ADN. Las enzimas de restricción
son secretadas por microorganismos tales como las bacterias para de-
fenderse contra la invasión de los virus; cada una de esas enzimas re-
conoce un segmento de ADN que comprende una secuencia de nu-
cleótidos bien definida y provoca el corte del ADN en ese lugar. Se ha
podido constituir una panoplia de varios centenares de tales enzimas
correspondientes a otras tantas secuencias. Sometiendo una molécu-
la de ADN a algunas de ellas, se la puede cortar donde se desee, retirar
segmentos, remplazarlos por otros, en suma, modificar el contenido
de la caja negra. Estas técnicas todavía son balbuceos, pero los progre-
sos son rápidos; está claro que pronto se lo podrá manipular en fun-
ción de nuestra necesidad de patrimonio genético de los animales
(esto será más rápido que la selección, cuya unidad de tiempo es la
generación) o de nosotros mismos (eso será más eficaz que la lucha
contra los efectos eventualmente nefastos de ese patrimonio).
Los físicos esperaron Hiroshima y Nagasaki para aterrarse ante el
poder que ellos mismos se habían dado. Los biólogos tuvieron mie-
168 ALBERT JACQUARD

do muy rápidamente de las perspectivas que abrían. Por primera vez


sin duda en la historia de las ciencias, han decidido espontáneamen-
te una moratoria, es decir, una detención provisoria de sus investiga-
ciones. En la pequeña ciudad californiana de Asilomar, una confe-
rencia reunida en 1975 ha sido el origen de reglamentaciones que
se esfuerzan por limitar los riesgos de las experiencias; el acento se
ponía entonces sobre la eventual producción de nuevos virus, cuya
producción sería incontrolable. Después, esos peligros se revelaron
menos graves de lo que se temía; se tomaron las precauciones al pa-
recer necesarias; no han estorbado los progresos del genio genético
que se ha desarrollado en múltiples direcciones, dando la impresión
de una carrera donde la eficacia está siempre una etapa más adelan-
te sobre la lucidez.
Mientras las experiencias no conciernen más que los vegetales o
los animales, la reflexión puede contentarse con consideraciones téc-
nicas o económicas. En cuanto nuestra especie está en causa, ya no
es posible descuidar los interrogantes fundamentales que implican
tanto a los filósofos y los teólogos como a los biólogos. ¿Cómo situar
la frontera entre los actos que tienen como finalidad el retroceso de
la enfermedad o del sufrimiento, en la continuidad de la actitud mé-
dica, y los proyectos que desprecian la dignidad de las personas y
que sólo están motivados por el gusto de la hazaña o, peor, por sus
beneficios económicos?
Nuestra sociedad ha aceptado la unidimensionalidad del valor. To-
do descubrimiento, toda técnica, son finalmente transportados a un
número, su costo para los que financian, su beneficio para los que
venden su resultado. De ese modo las apuestas reales son ocultadas y
las decisiones peligrosas para la humanidad pueden ser adoptadas.
Un ejemplo nos es brindado por la monstruosidad que es otorgar pa-
tente a ciertas secuencias de ADN. Que la invención de un procedi-
miento nuevo sea patentada está dentro de la lógica de nuestra socie-
dad occidental; ¿pero cómo justificar patentar la descripción de un
proceso organizado por la naturaleza? Los que se lo apropian bajo el
pretexto de haber sido los primeros en descifrarlo se conducen como
los exploradores de antaño que plantaban la bandera de su país en
un territorio. Ni siquiera tienen la excusa de un orgullo patriótico, su
única finalidad es el provecho de su empresa. ¿Imaginamos a Arquí-
medes patentando su “principio” o a Pitágoras su teorema?
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 169

Ante tales aberraciones, la reflexión necesaria ha sido confiada a


comités de ética creados en el nivel de los hospitales o de los esta-
dos. Pero esto no puede ser más que una primera etapa. Hay que
atribuir a la colectividad humana en su totalidad la responsabilidad
de justificar el respeto debido a cada hombre.

FUNDAR LA EXIGENCIA DE RESPETO

Lo que la ciencia actual aporta de fundamentalmente nuevo es la


continuidad entre el cosmos y nosotros. Desde la aparición de las par-
tículas durante los primeros instantes según el big bang hasta las es-
tructuras neuronales que hoy nos permiten el ejercicio de la inteli-
gencia, los procesos elementales han modificado constantemente el
mundo real en función de las mismas interacciones entre los elemen-
tos presentes. La atracción gravitacional, las fuerzas electromagnéti-
cas, las dos fuerzas nucleares, actúan de la misma manera hoy que ha-
ce quince millardos de años. Ésa por lo menos es una hipótesis a la
que, aparentemente, nada permite contradecir. Es cierto que la diver-
sidad de los resultados actuales del juego de esas fuerzas pone en evi-
dencia la introducción de lo aleatorio en el desarrollo de los sucesos;
un guijarro y un cerebro humano se sitúan en niveles incomparables
de complejidad; sin embargo son el resultado de dos historias largas
una y otra de algunos millardos de años, que han tenido el mismo
punto de partida y cuyas etapas resultaban de las mismas reglas del
juego, pero que se han apartado en múltiples ocasiones.
Todo en nuestro universo está “emparentado”. ¿Cómo pretender
entonces ser más respetable que cualquier otro objeto? Un ser huma-
no es un aglomerado de elementos; ¿por qué ese aglomerado —que sus
elementos sean ya órganos, células, moléculas, átomos o quarks— se-
ría más respetable, más inviolable que otro? Más generalmente es el
concepto de sagrado lo que se encuentra sin soporte.
Se trata de encontrar una frontera que permita, sin demasiadas
arbitrariedades, separar al ser humano del conjunto cósmico que lo
ha producido.
Esta frontera podría ser la posibilidad otorgada a cada uno de eva-
dirse de este cosmos siendo capaz de pensarlo y, poco a poco, de des-
170 ALBERT JACQUARD

cifrarlo. Es decir, de participar en la diligencia científica. Esto pue-


de parecer un papel bien difícil de asumir para esta actividad; ¿pero
qué otra cosa proponer? Los argumentos a favor de esta función de
la ciencia no faltan.
Resulta que los miembros de nuestra especie son los únicos capa-
ces de esta performance consistente en la construcción colectiva del
conocimiento. Lo que nos distingue fundamentalmente de los otros
animales no nos es aportado por la naturaleza. Ésta se ha conducido
como una madre analfabeta que, sin comprender el valor de su ges-
to, ofrece una enciclopedia a su hijo. Llega un día en que, ayudado
por aquellos con quienes se encuentra, consigue, como Champollion
con la piedra de Rosetta, descifrarla, descubrir sentido detrás de las
palabras, construir su visión del mundo, sobre todo su visión de la
parte del mundo más enigmática: él mismo.
Así aparece la conciencia, flecha cuyo punto de partida y el pun-
to de llegada son confundidos.
Por lo tanto, la especificidad humana no resulta de la forma de tal
órgano o de la estructura de tal proteína; reside en la capacidad de
construir una persona a partir del individuo producido por la natu-
raleza. Ahora bien, esta construcción no puede progresar más que
gracias al encuentro con los otros.
Comprobamos aquí un regreso de la flecha causal: la comunidad
humana ha sido hecha por los hombres, pero cada hombre se con-
vierte en sí mismo gracias a su inmersión en esta comunidad. Un re-
sorte de retroacción se colocó en su lugar: los individuos han creado
la sociedad de los hombres, esta sociedad los transforma en per-
sonas.
Esta comprobación, que nos ha sido posible mediante la reflexión
científica, había sido anticipada por afirmaciones cuyo acercamien-
to puede parecer inesperado. Así, en el siglo XIX, el de Karl Marx:
“La esencia de la humanidad no es una abstracción inherente al in-
dividuo tomado aparte. En su realidad, es el conjunto de las relacio-
nes sociales”, o, hace dos mil años, la de Jesús: “Cuando estéis reuni-
dos, estaré entre vosotros”. El significado es el mismo: lo que nos
hace hombres es la pertenencia a la humanidad.
Esta evidencia desemboca sobre el ordenamiento de una socie-
dad en la que los “otros” no son jamás considerados como obstácu-
los sino siempre como fuentes.
LA CIENCIA PARA NO CIENTÍFICOS 171

La moral que se puede construir sobre esta base no tiene nada de


“natural” (no se ve cómo la naturaleza, que actúa sin tener en cuen-
ta el porvenir, podría proponer una moral). Pero no por eso es arbi-
traria y puede llegar a ser universal, puesto que está desarrollada con
referencia a la ciencia, que es universal. Puede ocasionar una adhe-
sión colectiva ante las dificultades de nuestras sociedades. Esta adhe-
sión sólo podrá obtenerse por la ordenación de una nueva democra-
cia, la democracia de la ética. Por cierto será más difícil ponerla en
práctica que la democracia de la gestión realizada en la actualidad
en algunas naciones, pero su urgencia es grande.
Para construirla, el mejor motor es el maravillarse, a condición,
como supo hacerlo el turco de Versalles, de no equivocarse de obje-
to; estaba menos sorprendido por el palacio y sus riquezas que por
su propia presencia. Sí, el cosmos me maravilla; me muestra sus te-
soros sin fin; pero lo magnifica mi mirada sobre ellos. El verdadero
prodigio es que yo sea capaz de contemplarlo; es mi presencia en el
corazón del Tanezrouft lo que da su belleza al cielo nocturno del de-
sierto.
ÍNDICE

La ciencia cantando 9

ALGUNOS CONCEPTOS 19
El Universo 23
Las constantes universales 31
El tiempo 38
Gravitación y curvatura del espacio 52
La vida, el flogisto y el ADN 59
Gametos y procreación 68
La evolución 77
Finalidad, determinismo, azar 90

ALGUNAS HERRAMIENTAS 103


Logaritmos 107
Correlación 113
Espacios y dimensiones 123
Números imaginarios 131
El razonamiento probabilista 138
Los exámenes, ¿ayuda o juicio? 153

ALGUNAS PREGUNTAS 159


impreso en encuadernación domínguez
5 de febrero, lote 8
col. centro, ixtapaluca
edo. de méxico, 56530 méxico, d.f.
febrero de 2005

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