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Miguel J.

Lares

Juego e infancia

Niños y adolescentes diablitos en el entierro del diablo, Tilcara, Pvcia de Jujuy (Rep. Argentina)
(Archivos de Gainza & Lares, año 2005)
Miguel Jorge Lares, psicoanalista argentino, graduado en la Universidad de Buenos Aires
como Licenciado en Psicología, tiene un amplio e importante recorrido en la clínica
psicoanalítica de niños y adolescentes. Se ha desempeñado como supervisor y docente en el
servicio infanto-juvenil del Hospital Español, en el Hospital de Niños “Ricardo Gutiérrez”
y en el Centro de Salud Mental Nº 3 “Florentino Ameghino”. Ha formado parte, como
admisor, de equipos institucionales de crisis y externación en el área de niños y
adolescentes. Como escritor de literatura de ficción, su cuento “Señal de Tv”, en el año
2005, recibió en Córdoba un premio de la Sociedad Argentina de Escritores y ha sido Co-
autor, junto a la Dra. Paula de Gainza del libro “Conversaciones con Jorge Fukelman.
Psicoanálisis: juego e infancia”, editado por Lumen en setiembre del año 2011.
Nota

Un especial agradecimiento a Paula de Gainza, quien además de haber efectuado valiosas


contribuciones en la elaboración de la presente obra, es Co-autora de “La escena de la
infancia y lo grave”, “Mortinato” y “Juguetes” capítulos que abrevan en su experiencia
clínica y elaborados teóricamente en forma conjunta.

M.J.L.
Índice

Capítulo 1. El infinito silencio de poetas y niños

Capítulo 5 La escena de la infancia y lo grave

Capítulo 8 Mortinato

Capítulo 13 Las voces funerarias del héroe y el coro

Índice temático

Capítulo 1
El infinito silencio de poetas y niños
Poesía y juego - Milliarium aureum – Silencio y voz – Espejo sonoro – Anunciar sin
nombrar – Visible e invisible – Auditus e inauditus – Números, letras y trazas – Deícticos y
“Super-shifters”

Capítulo 5
La escena de la infancia y lo grave
Paula de Gainza y Miguel Lares

Lo grave en cuerpo, juego y lenguaje – Pronombre yo - Un adentro y un afuera – Ser hija –


Saludar al juguete – El juego de los paseos – La demanda medicalizada – Vaciar un saber –
Juego y constitución subjetiva – Un borde para la masa – El atolladero de jugando
Capitulo 8

Mortinato
Paula de Gainza y Miguel Lares

Nacer muerto - Callate malo, no hables – Hijos y hermanos – Leer con el cuerpo No
nacer y lenguaje - Recuerdo, olvido y repetición – Inscripciones – Silencio de las
tinieblas y del abismo – La verdad habla – Pobreza enmudecida - Sepultureros

Capítulo 13

Las voces funerarias del héroe y el coro


Filiación y voz incorporada - – Danza y canto – Héroe trágico y coro – Asesinato, estertor,
corte – Padre primordial -– La rumia – Portavoz y porta-palabra – Schofar - Trazas sonoras
Capítulo 1

El infinito silencio de poetas y niños


Poesía y juego - Milliarium aureum – Silencio y voz – Angustia áurea – Divina proporción
- Tiempo y arquitectura – Espejo sonoro – Anunciar sin nombrar – Visible e invisible –
Auditus e inauditus – Números, letras y trazas – Deícticos y “Super-shifters”

En 1907 el fundador del psicoanálisis, en el marco de una conferencia1, señalaba que es


posible rastrear en todo juego infantil, las primeras huellas de la actividad poética.
Descubrir que la referencia a la poesía recala en la ocupación favorita y más intensa del
niño no es tan sólo una concesión al idealismo que se le atribuye a una y otra vocación. Va
mucho más allá. La actividad poética y la del juego infantil aprestan un montaje escénico,
creando un universo singular al que se le atribuye certidumbre.
Tanto el poeta como el niño, capturados en el trance de la actividad que les es propia, no
dejan sin embargo de percibir que lo creado establece una delimitación escénica.
Para el niño que juega, el universo del juego lo sitúa en una disposición inesperada, en la
que él mismo aparece como efecto de la actividad lúdica. Del poeta podría decirse otro
tanto ¿Hay poeta antes de la poesía ya efectivamente escrita?
¿No es acaso desde la poesía misma y sólo a partir de su lectura que podemos señalar “he
allí un poeta”?
En un sentido rigurosamente dialéctico, ni el poeta ni el niño preexisten a la actividad que
les es propia. Y por supuesto, en cada caso es menester que haya lectores sancionando
aquello que es juego o poesía
Por otra parte, en esa nueva e inesperada disposición, la que alistan la actividad poética y la
del juego, la delimitación escénica que se opera marca una frontera e indica que hay un más
allá y un más acá del universo lúdico o poético. Se trata entonces de universos (como todo
universo) que por su misma definición se encuentran articulados. Por ejemplo, en el
universo de tal o cual juego infantil hay algo que liga a los elementos que hace que ese sea
un juego y no otro y algo que los diferencia.

1) Sigmund Freud dicta la conferencia el 6 de diciembre de 1907, ante un auditorio de noventa personas en los
salones del editor y librero vienés Hugo Heller, quien era miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Viena.
Al día siguiente, el periódico Die Zeit, de dicha ciudad, publicó un resumen muy preciso de la conferencia;
pero la versión completa sólo se dio a publicidad a comienzos de 1908, en una revista literaria que acababa de
fundarse en Berlín.
Una articulación da cuenta de una estructura y esta a su vez, de la relación entre elementos
discretos, diferenciales.
Justamente la diferencia es la que posibilita que haya alguna articulación posible y también
la que de algún modo advierte que no todo es juego así como no todo es poesía.
Esto equivale a sostener que en toda estructura hay algo estructurado y algo estructurante.
Lo estructurante si bien no forma parte de lo estructurado, no deja de mantener una
relación lógica con ese universo.
Preliminarmente y en esa dirección entendemos que vale la aclaración freudiana respecto a
que “El niño distingue muy bien la realidad del mundo y su juego, a pesar de la carga de
afecto con que lo satura” y “el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo
fantástico y lo toma muy en serio; esto es, se siente íntimamente ligado a él, aunque sin
dejar de diferenciarlo resueltamente de la realidad.”2
Vamos a tomar al inspirador artículo de Freud como si se tratara de un milliarium
aureum3, para partir desde allí a otras consideraciones sobre el parentesco entre poesía y
juego.
“E come il vento odo stormir tra queste piante,
io quello infinito silenzio a questa voce vo comparando”
“Y como el viento oigo murmurar entre estas plantas,
yo aquel infinito silencio con esta voz voy comparando”

Giacomo Leopardi, en su poema L’ Infinito, conjuga y conjura el infinito silencio y la voz.


No ha sido al azar que hemos elegido estos versos.
El poeta, de un modo conciso y extraordinario, nos franquea la puerta hacia uno de los
pasajes en lo que deseamos asentar nuestras consideraciones respecto de la infancia: la
constitución del plano de la imagen y su relación con las trazas sonoras, aquellas que
relevan de la fonemática de una lengua.
El montaje escénico, desde el cual poeta y niño se hacen visibles, hace aparecer en la
imagen la pulsación de un tempo.

2) Freud, Sigmund (1976): “El creador literario y el fantaseo” (1908), Obras completas, Tomo IX, Buenos
Aires, Amorrortu.
3) El Milliarium Aureum ("Jalón de Oro") ubicado en el Foro de Roma, era, en realidad, un monumento de
bronce erigido por el emperador César Augusto cerca del templo de Saturno. Se consideraba que todos
los caminos comenzaban en este monumento y todas las distancias del Imperio romano se medían con
relación a ese punto.
La estructura métrico musical, esencial en la poesía y en el juego, muestra al verso y al
jugar como lugares atinentes a una memoria y a una repetición; y a una pérdida.
El elemento métrico musical es el que atañe a los fonemas de una lengua.

Los fonemas, primordialmente, y por tratarse de elementos discretos, diferenciales, ponen


en juego la posibilidad e inicio de un conteo y con él la de lo numérico. Un número que
cuenta, aunque no todavía (y por motivos que luego desarrollaremos) en un estatuto
numérico cabal.4.
La eventualidad de una pulsación numérica inevitablemente remite a los ladrillos
elementales en la construcción de la dimensión numeral: el 0 (cero) y el 1 (uno).
Sobre este binarismo primordial y antes de proseguir, permítasenos una breve referencia.
Cuando Lacan, en su segunda enseñanza, estudia la función del sujeto a partir de la teoría
de los números se apoya en la definición de Frege del cero como punto de partida de la
numeración, conceptualización que sustenta la base de un criterio posible en el
establecimiento de la identidad numérica.
A partir de Frege y Russell, se introduce la noción de equinumericidad de conceptos: dos
números conceptos son idénticos, sí y sólo sí, los conceptos a los que corresponden son
equinuméricos.
La equinumericidad es un principio puramente lógico (existe una aplicación biyectiva entre
los objetos que caen bajo ambos conceptos), que se asimila a la noción aritmética de la
igualdad numérica. Frege, en su propósito de construcción de un número, recurre a la
noción de “extensión del concepto”.
El inicio de 1 (uno) se da en el nivel en que hay un uno que falta. El conjunto vacío es el
umbral cuyo atravesamiento constituye el nacimiento del 1.
El cero como concepto de la no identidad consigo mismo permite la indicación de la
inexistencia.

4) Jorge Fukelman, refiriéndose a pasajes citados y pertenecientes a Martin Mersenne, G. W. Leibnitz y


Jean de la Garlande, alude a este campo de problemas: “Recordé estos pasajes porque todos ellos toman
lo que constituiría el primer contacto con el corte, con aquello que deja de ser continuo y pasa a ser
discreto. Y, además, porque la relación entre lo real (representado en estas citas por el número que
cuenta) y la imagen, o cierta proto-imagen del cuerpo, es algo que puede llegar a plantearse como
núcleo del síntoma.” (de Gainza Paula M., Lares Miguel J. (2011): Conversaciones con Jorge Fukelman.
Psicoanálisis: juego e infancia. Ed. Lumen, Buenos Aires)
Esta conceptualización es uno de los estribos sobre el cual la reflexión lacaniana sustenta
la idea de un sujeto que se define no como una substancia sino, y sobre todo, como una
insistencia irreductible en cuanto tal a la identidad consigo mismo.
Cerramos paréntesis y hacemos un bucle para volver sobre la pulsación numérica, esa que
remitía al binarismo primordial.
Curiosa y oportunamente la palabra número admite la definición de un acto o ejercicio en el
marco de un espectáculo u otra función destinada al público. Así se dice el número o rutina
de tal o cual comediante o artista de variedades
Nuestro número, sin que él mismo lo sepa, también tiene vocación escénica.

¿De qué modo se escenifica y a la vez se indica la presencia de la ausencia del binarismo
primordial perdido?
El modo atañe a la dimensión de la imagen y a la puesta en escena de la dialéctica de la
ausencia y la presencia.
Esa puesta en juego del 0 y del 1 en el campo de la imagen (bajo la forma de un mas y un
menos) es la que habilita significaciones posibles.
Presencia y ausencia se dan así en una dimensión que es la de las representaciones.
Dimensión en la que ya es posible hacer presente la ausencia así como ausentar la
presencia; siendo esa dialéctica esencial en la originaria relación de la cría humana con
quien lo sustenta.
En el plano de la representación, a diferencia de aquél que vinculábamos al primer contacto
con el corte de las trazas sonoras, lo numérico ha adquirido otro estatuto, institución a la
que aludimos en el paréntesis matemático: 0 (cero) como primer número, el que atañe al
concepto de conjunto vacío, instituyente del (uno) como significante de la inexistencia.
El más y el menos bajo la forma presencia/ausencia, introduce una dialéctica compleja,
potenciada, que incluye tanto la presencia de la ausencia como la ausencia de la presencia.
La posibilidad de representación de la ausencia en la presencia y de la presencia en la
ausencia señala la disposición de un campo de representaciones en la dimensión especular,
lo cual permite no solo la mostración de un cuerpo sino la encarnación de las trazas
sonoras, en las que habita un ritmo y una melodía.
(…) “…répondant à l’appel de la musique, il entre dans un enthousiasme dionysiaque,
“…respondiendo al llamado de la música entra en un entusiasmo dionisíaco, el
le mouvement qui l’animera ne sera pas incohérent mais guidé” 5

(…) “…respondiendo al llamado de la música entra en un entusiasmo dionisíaco, el


movimiento que lo animará no será incoherente sino guiado”

Así lo señala Alain Didier-Weill en su Invocations, dejando constancia que no hay


presencia sin cuerpo que responda y por ende, no hay música sin danza.
La respuesta de un cuerpo que, atravesado por la música, no puede menos que obedecer y
de la música que en su encuentro con el viviente no puede menos que corporizarse.
Música que se hace cuerpo. Cuerpo que se hace música.
La música encarnada o la carne musical implican, como veníamos señalando, la presencia
de un campo de números que suponen un primer contacto con el corte.
La dimensión del número se encuentra, respecto de la del lenguaje, en una relación muy
particular: las trazas sonoras implican la presencia de lo numérico y por otra parte lo
sonoro –en tanto anudado al lenguaje- conlleva un corte y por ende la incidencia de un
campo ritmado, melódico, de estatuto también excepcional.
La cadencia rítmica y melódica son la de una voz primordial, que en esa peculiar
vinculación con el lenguaje, anuncia la ausencia sin nombrarla aún6 (forma originaria, esta
del número que cuenta, en la que el cuerpo padece del significante).
¿Qué implica anunciar la ausencia sin nombrarla?

5) Didier-Weill Alain (1998): Invocations. Calmann-Lévy, Paris.

6) Quizás la experiencia de los llamados niños ferinos como el famoso “salvaje de Aveyron”, esté más cerca
de este campo de problemas de una anunciación que no se constituye aún en nombre. Algunas de las
características descritas en los casos de estos niños que han sobrevivido por la asistencia de animales son
el hirsutismo, la imposibilidad de hablar y dificultad para caminar erguidos de forma permanente, visión
nocturna y sentido del olfato muy desarrollado. Por otra parte que los lingüistas advierten que para la cría
humana posibilidad de adquirir el lenguaje prescribe alrededor de los 6 años. Si en ese período los niños
no han estado inmersos en el campo del lenguaje no tendrán chances de adquirirlo luego.
Para un cuerpo peri o neonatal ¿De qué modo la música que porta la palabra de los sujetos
parlantes significa la ausencia, en una anunciación que aún no es nombre?
Ese cuerpo está sujeto a lo que se conoce como la ley de la repetición significante.
Así como desde la perspectiva edípica es factible situar el ir y venir de la madre del bebé
como el primer contacto con la ley (en su forma más primordial: la del capricho), la
ausencia y la presencia (el modo en que el capricho se muestra en la imagen) revela la
estructura de la alternancia significante.
La música que toma al cuerpo y que significa la ausencia sin nombrarla (instancia ésta –la
del nombrar- privativa de la palabra) y que, según hemos insistido, revelaba la incidencia
del orden numérico, ingresa en una vertiente reflexiva (es decir, recursiva) en un momento
lógico preciso: aquél en el que coinciden la fugaz captación de la imagen del cuerpo como
gestalt y el pasaje del laleo universal al de una lengua en particular.
La música del canto de la palabra, música que puede ser o no sonoridad en el sentido puro,
(ritmada y por ende constituida de ciertas escansiones) va al encuentro de un viviente cuyo
cuerpo encarnará esa música (cuya respuesta se traduce en movimiento).
La encarnación se produce en una superficie (la del viviente) que por no ser ilimitada
muestra sus fronteras. La superficie, en el encuentro con el trazado sonoro de los fonemas,
se hace cuerpo, se visibiliza.
La música encarnada sugiere obligaciones y posibilidades, así como límites y diseños
posibles, que visibilizan al cuerpo.
La adquisición de la visibilidad del cuerpo implica asimismo la del recorte y delimitación
de una invisibilidad. Lo visible queda bajo dominio de la pregnancia de las imágenes; una
pregnancia cuyo resorte es de índole simbólico, por lo tanto articulado con lo no visible, en
un más allá de la imagen7.
Es por esa brecha de lo que en la imagen está en falta (la invisibilidad), que la música se
abre camino.

7) Son tres las ocasiones (*) en las que Freud, en su obra, hace mención a una anécdota familiar que liga
oscuridad y silencio, sonoridad y luminosidad. Se trata de un relato que seguramente involucra (de
pequeño) a unos de sus hijos y a la tía Minna, la hermana de Marta Bernays, que vivía en la casa de la
familia Freud: Una vez oí, desde la habitación vecina, exclamar a un niño que se angustiaba en la
oscuridad: «Tía, háblame, tengo miedo». «Pero, ¿de qué te sirve, si no puedes verme? »; y respondió el
niño: «Hay más luz cuando alguien habla» (*) Tres ensayos de una teoría sexual, Conferencias de
introducción al psicoanálisis y Lecciones introductorias al psicoanálisis.
Sobre cómo la música se abre camino, le damos la palabra a una de las obras que hemos
citado:
“Todo ocurre como si el sonido, después de haber hecho padecer al sujeto del inconsciente
consagrándole la morada de lo inaudito, hiciese también padecer a la parte visible del
cuerpo ofreciéndolo como lugar de habitación de lo invisible. Pero mientras que lo
inaudito del sonido actúa directamente sobre el sujeto del inconsciente, no actúa sobre el
cuerpo sino por intermedio de su imagen visible en tanto negatividad. Otorga así un lugar
de invisibilidad donde lo inaudito (ilimitado) podrá encontrar su sitio bailando en un
cuerpo a la vez limitado e ilimitado”8

Lo visible e invisible así como lo auditus y lo inauditus señalan una zona de problemas en
la que se anudan lo numérico, la letra, la imagen del cuerpo y las marcas.
Aludíamos a una lógica estructural en la que primordialmente el canto de la palabra
anuncia sin nombrar, dimensión numérica de un número cuyo estatuto cabal (el de la
escritura) se articula con el recorte que se produce tanto en la adquisición de la visibilidad
del cuerpo (la precoz asunción de la imagen en el espejo) como en el que implica la
incidencia del canto pero ya de una lengua en particular.
La posibilidad de construcción de la letra está sustentada en tanto el ritmo como la melodía
presentan una abertura; las voces primordiales que nos invocaron antes que nosotros
mismos nos apropiáramos de una voz, están ellas mismas marcadas.
Esa abertura o vacío, propio de las trazas sonoras del lenguaje, queda situado como tal en la
falta inherente a la dimensión de la imagen.
Ante todo hemos sido invocados y mirados. Así como referíamos sobre el nexo paradójico
entre lo estructurado y lo estructurante, la apropiación de una voz y una mirada también
implica que la perspectiva, desde la que hemos sido mirados e invocados, no forme parte
de la escena en la que miramos y hablamos.
Esa posibilidad de hablar y mirar se juega en una dialéctica que involucra el intervalo del
corte de las trazas sonoras y la abertura de la dimensión de la imagen.
Es decir, ni en el campo de lo sonoro ni en el de la imagen, los mortales logran una
ubicación cabal, y eso es lo que posibilita que tengan voz e imagen propia.

8) Didier-Weill. Op.cit
Como lo hemos aclarado, la música es la que atañe a la cadencia melódica primordial, la
del lenguaje, la que se transmite no sólo en los sonidos efectivamente emitidos sino
también en los ritmos y melodías que toman a un cuerpo peri o neonatal desde el arrullo, el
mecer, la caricia, el contacto.
Y a su vez el arrullo, el mecer, la caricia y el contacto, ellos mismos están habitados por el
ritmo y la melodía. Sobre la ineludible sujeción entre la palabra, Pasqual Quignard advierte:

“Los sonidos que el niño oye no nacen en el instante que nace, mucho antes que pueda ser
su emisor, obedece a la sonata, materna o por lo menos irreconocible, preexistente,
soprano, ensordecida, cálida arrulladora”9

El rito nocturno de la petición de arrope, caricias y mimos que contorneen el cuerpo infantil
es habitual en los niños pequeños.
La angustia, sutil o enfática, que desencadena el momento inmediatamente anterior al
pasaje de la vigilia y el sueño, probablemente demanda el restablecimiento de la armonía
inherente a la sonata materna.
Es de notar la distinción entre ser visible y mirarse.
El contacto primigenio con lo ritmado y melódico dispone el campo de la visibilidad.
El ingreso al campo de la visibilidad, si bien dispone la ubicación de una mirada, es
lógicamente anterior al reconocimiento en el espejo de la imagen de sí como propia.
En el escrito inaugural que atañe aprehensión de la imagen en el espejo, Jacques Lacan
comenta: “La cría de hombre, a una edad en que se encuentra por poco tiempo, pero
todavía un tiempo, superado en inteligencia instrumental por el chimpancé, reconoce ya
sin embargo su imagen en el espejo como tal (…) Este acto, en efecto, lejos de agotarse,
como en el mono, en el control, una vez adquirido, de la inanidad de la imagen, rebota en
seguida en el niño en una serie de gestos en los que experimenta lúdicamente la relación de
los movimientos asumidos de la imagen con su medio ambiente reflejado, y de ese complejo
virtual a la realidad que reproduce, o sea con su propio cuerpo y con las personas, incluso

9) Quignard Pasqual (1996): La haine de la musique. Calmann-Lévy Paris


con los objetos, que se encuentran junto a él.”10
Instancia más lógica que fáctica, la aludida por Lacan, que va en paralelo a la posibilidad de
una emisión fonemática de una lengua en particular.
La adquisición de la visibilidad del cuerpo, rubricada en ese fugaz y anticipatorio
reconocimiento de la imagen propia, implica asimismo la del recorte y delimitación de una
invisibilidad.
Lo visible queda bajo el dominio de la pregnancia de las imágenes (“la imagen especular
parece ser el umbral del mundo visible” 11); una pregnancia cuya articulación es, como ya
lo hemos mencionado, de índole simbólico, por lo tanto articulada; articulación que en un
más allá de la imagen, deslinda lo no visible.
Así como no hay desnudez sin indumentaria o silencio sin grito, tampoco existe
invisibilidad sin visibilidad ni inauditus sin auditus.
Lo que debe tenerse en cuenta en eso que surge como desnudez, silencio, invisibilidad o
ianuditus es la anterioridad de una incidencia determinada: la del significante.
Y así como lo recordábamos respecto de la institución del 1 en su estatuto numérico cabal,
es sólo a resultas de esa incidencia significante que se puede plantear algo del orden de la
unicidad,
La paradoja de ese 1 es que, desde su advenimiento, soporta y representa radicalmente la
identidad y la diferencia. A eso aludíamos en nuestras consideración sobre el 0 (cero) como
concepto y el 1 (uno) como significante.
El psicoanálisis, sobre todo a partir de las enseñanzas lacanianas, extrae interesantes
conclusiones poniendo en paralelo la construcción del número con el de la letra12.
Se trata de la letra entendida como un borde irreductible (ese que se constituye en la
encrucijada entre el número portador del corte y la proto-imagen del cuerpo) que se escribe
en el cuerpo y que forma el cuerpo del síntoma
Que alguien quede inscripto en el lugar del síntoma y haga letra, implica la posibilidad que
una existencia se sustraiga de la masa y quede afectada por la excepción. Es el pasaje dela
virtud de la norma a la virtud de la excepción.
10) Lacan, Jacques (1966a): “El estadio del espejo. Teoría de un momento estructurante y genético de la
constitución de la realidad, concebido en relación con la experiencia y la doctrina psicoanalítica”
(1936/1937/1949), Escritos, México-Buenos Aires, Siglo XXI

11) Lacan, J. (1966a) Ibid.


Toda función de excepción implica una disimetría y eso constituye un núcleo primario,
enigmático, corazón que no tiene otra sustancia, así como ocurre con la estructura del
lenguaje, que no sea la pura diferencia. O dicho de otro modo, la castración.
En lo que veníamos expresando, la diferencia se hace cuerpo en el campo de las
representaciones, en la dimensión de la imagen.
Un cuerpo que se hace música, una música que se hace cuerpo.
A condición de no tomar la ilustración como algo que deba llevarnos muy lejos, se nos
antoja identificar la coagulación fugaz y relampagueante de la imagen especular del bebito,
con el también fulgurante y efímero de un momento atinente a la escena sinfónica.
Imaginemos a la orquesta sinfónica en pleno, la cacofonía de los instrumentos buscando la
frecuencia precisa de la afinación, los movimientos de los cuerpos de los músicos
procurando la mejor postura o la página inicial de la partitura.
De pronto la batuta del líder golpea tres veces su atril y director y músicos quedan por unos
segundos capturados en una imagen estatuaria. Poseídos por algo que pasa a través de
ellos y los trasciende.
La captura y la posesión, evoca a las musas.
Y estar poseído por la Musa implica hacer la experiencia, que está implícita en todo
discurso humano, la de la alienación del lugar originario de la palabra que es aquella de la
comarca del lenguaje
Y aquí retornamos a nuestros iniciales e inspiradores versos: es la experiencia como una
inaprensible inmensidad y la de una voz que indica este mismo lugar como algo vivo y
presente.
Esa voz que muestra lo inaprensible presenta un isomorfismo estructural revelado también
por ciertos rasgos orientadores de la lengua: los denominados shifters o deícticos.
Se trata de expresiones cuyo referente no puede determinarse sino con relación a los
interlocutores (R. Jakobson los llama shifters, embragues).12
Así, los pronombres de la 1ª. Y 2ª. Persona designan respectivamente a la persona que
habla y a aquella a la cual se habla. En muchas lenguas existen parejas de expresiones
cuyos elementos no se distinguen entre sí sino por el hecho de que sólo uno es deíctico (el
primero de cada pareja en la lista que sigue):
12) Ducrot T., Todorov O.T. (1983): Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Ed. SXXI
Aquí (= en el lugar donde ocurre el diálogo) vs allá.
Ayer (= la víspera del dia en que hablamos) vs la víspera.
En este momento (= el momento en que hablamos) vs en aquel momento.

Según el lingüista Benveniste: (el pronombre)"Yo, puede identificarse solamente por el


ejemplo de discurso que lo contiene y, simétricamente se definiría Tú como "el individuo al
que se habla en el ejemplo actual del discurso que contiene la muestra lingüística tú" 13.
No nos cabe duda que el esclarecimiento de la función de la deixis es indispensable si es
que se pretende avanzar en consideraciones sobre el inconsciente. Y esas reflexiones
incluyen el esclarecimiento sobre lo visible e invisible, la voz y el silencio, en sus
relaciones con el acontecimiento del lenguaje.
En la lingüística moderna se señala la función de los indicadores de la enunciación, sobre
los cuales es imposible encontrar un referente objetivo en los que su significación no se
deja definir sino a través de la referencia a la instancia del discurso que los contiene.
Los pronombres así como otros indicadores, se presentan como signos vacíos y devienen
plenos en tanto el locutor los asume en una instancia de discurso.
Los deícticos remiten directamente al contexto de quien está portando la voz en el acto de la
palabra, sea ésta una realmente emitida o forme parte de una trama de ficción.
Una de las consecuencias que cabe extraer de la naturaleza del shifter es que tiene la
estructura de una voz. La voz como pura mostración anterior a cualquier significación, es
decir la enunciación enunciada. La deixis indica la experiencia del lugar del lenguaje como
inaprensible inmensidad y la voz que indica este mismo lugar como algo vivo y presente

(“E come il vento odo stormir tra queste piante,io quello infinito silenzio a questa voce vo
comparando”).

Y asimismo recordábamos a partir de los versos de Leopardo (cuya música únicamente se


revela en la palabra efectivamente cantada) cómo la estructura métrico musical es esencial
a la poesía y no debe ser alterada, porque ante todo muestra al verso como lugar de una
memoria, una repetición, y una pérdida.
13) Benveniste, E. /1997) Problemas de lingúistica General I. Siglo XXI Ed. México
Lo que es indecible para el lenguaje es el querer decir mismo, que como tal queda
necesariamente no dicho en cada decir.
Ese no dicho es en sí simplemente un negativo y un universal. La experiencia de la
negatividad es inherente a todo querer decir.
El lenguaje salvaguarda lo indecible expresándolo, dicho de otro modo: tomándolo en su
negatividad.
El campo sonoro, inherente al shifter, remite a la instancia del discurso y es allí donde se
produce el acontecimiento del lenguaje.
Acontecimiento del lenguaje que señala (y es marca) de la voz primordial perdida.
El elemento métrico musical, tanto como la nada, representan una suerte de shifters
supremos, desde los cuales queda indicado el acontecimiento del lenguaje. Experimentar
ese acontecimiento implica una aceptación tácita: la de ser llamados a hablar a partir de la
nada y a responder a la nada.
Responder a la nada significa comprender que nadie (en particular) ha llamado a hablar
(este modo de experimentar el acontecimiento del lenguaje no deja de evocarnos aquello
que el psicoanálisis funda de un modo absolutamente inaugural: la invitación a la
asociación libre).
Por otra parte, en la poesía el verso nos advierte que esas palabras ya han llegado y que
retornarán siempre, y que la instancia del discurso que ha tenido lugar en ellas es entonces
inaprensible.
A través del elemento musical, la palabra poética conmemora su propio e inaccesible lugar
originario, expresa el carácter indecible del acontecimiento del lenguaje.
Al comenzar estas reflexiones advertíamos sobre la nueva e inesperada disposición que
tanto actividad poética como juego alistan: la de una delimitación escénica que se opera
marcando una frontera que indica un más allá y un más acá del universo lúdico o poético.
Si el poetizar conmemora quello infinito silenzio, ese querer decir indecible, el jugar
implica también una deixis.
El jugar se sitúa y sitúa dos tiempos: un ya no es, que revela la posibilidad de jugar en tanto
hay algo perdido y un no aún, en tanto se juega con lo que todavía no advino: el ser grande.
Esa doble negatividad se emparenta con aquella que define a la relación entre la voz y el
lenguaje: la de una voz que sólo cuenta como perdida y la de un querer decir que no puede
realizarse en lo dicho.
Lenguaje y juego, dispositivos estructurados en una doble negatividad, capturan y retienen
para sí el poder del silencio.
Para avanzar sobre la articulación entre deixis y juego infantil, abrevamos en otro pasaje
freudiano que, como nuestro milliarium aureum, está dedicado al juego infantil

En un ensayo fechado en 192014, Sigmund Freud describe con relación a uno de sus nietos,
la “más espontánea y primigenia actividad” de un niño: (…) “arrojar lejos de sí, a un
rincón del cuarto, bajo una cama o en sitios análogos, todos aquellos pequeños objetos de
que podía apoderarse” (…) “Mientras ejecutaba el manejo (el niño) descrito solía
producir, con expresión interesada y satisfecha, un agudo y largo sonido, o ‐o‐o‐o”.

El niñito arrojaba incansablemente lejos de sí pequeños objetos en simultáneo con un agudo


y largo sonido, o‐o‐o‐o (aquí se respeta la escritura textual del ensayo freudiano, aunque no
ilustra la continuidad de la emisión fonemática de la vocal “o”, con todo lo que la
respiración del niño podía permitirle).

Entendemos que el arrojar lejos de sí a los pequeños objetos, en sincronía con el grito (o –
o – o – o) se corresponde a un anuncio que aún no es nombre. El anuncio sitúa (así como el
shifter) la dimensión de la visibilidad, constituyendo una pura mostración anterior a
cualquier significación. La visibilidad en la cual el pequeño arrojador se hace visible es
subsidiaria de una mirada que no es la suya sino la del abuelo.

El corolario de la perspectiva de Freud sobre la actividad del pequeño describe lo que él


comprendió finalmente “…y pasaron muchos días hasta que el misterioso manejo del
pequeño, incansablemente repetido durante largo tiempo, me descubriera su sentido.” (…)
“… no utilizaba sus juguetes más que para jugar con ellos a estar fuera ”.

Y en otro párrafo, Freud continúa: “Más tarde presencié algo que confirmó mi suposición.

14) Freud, S. (1976): "Más allá del principio del placer" Amorrortu Ed. Tomo XVIII
El niño tenía un carrete de madera atado a una cuerdecita, y no se le ocurrió jamás
llevarlo arrastrando por el suelo, esto es, jugar al coche, sino que, teniéndolo sujeto por el
extremo de la cuerda, lo arrojaba con gran habilidad por encima de la barandilla de su
cuna, forrada de tela, haciéndolo desaparecer detrás de la misma. Lanzaba entonces su
significativo o‐o‐o‐o (en alemán: fort, “se fue”), y tiraba luego de la cuerda hasta
sacar el carrete de la cuna, saludando su reaparición con un alegre a – a – a – a (en
alemán: da, "acá está"). Este era, pues, el juego completo: desaparición y reaparición…”

No es nuestro propósito avanzar sobre la complejidad de esa observación.

Sólo señalaremos que la instancia lógicamente primaria, la de la anunciación sin nombre (el
o-o-o-o-o) implica la entrada del cuerpo del niño en el cono de la visibilidad de la mirada
del abuelo.

Esa instancia que anuncia la ausencia sin nombrarla es aledaña al número y a la música.

La deducción freudiana del juego completo alude a un aparecer y reaparecer que ya no es


mera indicación, sino mas bien enunciación de la ausencia en el contexto del acto de la
palabra. Una palabra que, en un mismo acto, presenta la ausencia y ausenta la presencia.

Esa operatoria ¿No representa acaso también el designio que con su arte procura la
actividad del poeta?
Escolios

Prima la voce y parlar cantando

Monteverdi encarna la tradición del parlar cantando; pone en escena una música que
se adapta a las escansiones propias de las leyes de la palabra. La ópera romántica introduce,
por el contrario, el prima la voce, la aparición de la voz divina de la diva que en una
emancipación de la voz se lanza a la agudeza de la altitud soprano, tendiendo a hacer
escuchar una pura continuidad del sonido musical.

En el pequeño Ernst, de la etapa lógica observada inicialmente por su abuelo (un agudo y
largo sonido, o‐o‐o‐o), prima la voce.

En el tiempo del niñito del carretel domina el parlar cantando (Lanzaba entonces su
significativo o‐o‐o‐o, saludando su reaparición con un alegre a – a – a – a-).

Queda pendiente considerar la danza en una y otra articulación lógica pero probablemente
en la de prima la voce (en el caso de Ernst o en el de cualquier criatura de su edad, una voz
más cercana al mantra que al arte) se revele un carácter afín a la institución de un tiempo
perdido, el de la encarnación de las traza sonoras.

Por otra parte no nos sorprendería descubrir que en esa actividad que Freud califica como
perturbadora, la del mero arrojar un objeto vocalizando, el abuelo hubiera pescado in
fraganti la operatoria atinente a un momento mítico: aquél que pone en juego el asesinato
de la Cosa.
Capítulo 5

La escena de la infancia y lo grave


La escena de infancia y lo grave
por Paula de Gainza y Miguel Lares

Lo grave en cuerpo, juego y lenguaje – Pronombre yo - Un adentro y un afuera – Ser hija –


Saludar al juguete – El juego de los paseos – La demanda medicalizada – Vaciar un saber –
Juego y constitución subjetiva – Un borde para la masa – El atolladero de jugando

Lara, de casi seis años de edad, fue traída a la consulta por sus padres, quienes refirieron
que debido a un severo retraso en la adquisición del lenguaje, la niña recibía desde los 2
años y medio, diversos apoyos y tratamientos. Los estudios diagnósticos realizados habían
descartado la presencia de un sustrato orgánico.
La consulta respondía a una condición puesta desde el jardín de infantes para que la niña
pudiera seguir concurriendo. Lara no jugaba espontáneamente con los pares y no se
quedaba sola en ningún espacio.
La pequeña portaba una peculiar gestualidad, con una especie de sonrisa fijada,
permanente.
Movediza, ocasionalmente agresiva, deambulaba y desplazaba un cuerpo desarticulado,
tropezando y golpeándose contra muebles, paredes y puertas, sin noción de los límites
corporales. Repetía el movimiento de entrada y salida del consultorio, sin sentarse en
ningún momento.
Su lenguaje resultaba difícilmente inteligible. Expresaba palabras sueltas y algunas frases
reiterativas que reflejaban los mandatos para detenerla mientras realizaba simultáneamente
la acción opuesta (“quedate quieta, no pegues, no te lastimes”).
No utilizaba el pronombre yo. Introducía en su boca distintos objetos, especialmente masa
de plastilina. Masticando, respondía a las interdicciones con indiferencia.
A partir de la actividad de entrada y salida de un ropero que se encontraba en el
consultorio, quedaron delimitados dos espacios y la posibilidad de señalar esa acción como
un juego. En la secuencia repetitiva y desde un punto fijo, los movimientos de Lara fueron
sucesivamente nombrados: “esta es nuestra casita”, “hola- chau”, “¿te vas?”, “¿venís, estás
de vuelta? “Me quedo”, etc.
En la repetición de esta escena no sólo se señalaba un adentro y un afuera sino también se
instauraba la puesta en juego de un personaje que alternativamente se presentaba y se
ausentaba.
Por momentos, la niña reiteraba el pedido de masa para ponérsela inmediatamente en la
boca, hasta que comenzó a responder al “¡No!” que se le dirigía, lanzando la masa con
fuerza lejos de sí. La masa arrojada como una pelota, era luego disputada a la niña por su
analista, que acompañaba el juego con expresiones como “¿quién la quiere?” o ¿”de quién
es”?
La actividad de sustracción de la masa de la boca, con diversas variantes, se fue
desplegando durante varios meses, al tiempo que ese objeto -el único de su interés- se iba
llenando de pelos y basura.
Gradualmente, en el marco de las secuencias lúdicas, la niña iba incorporando a su lenguaje
el yo y el vos así como los adjetivos posesivos: el tuyo y el mío.
“La utilización de esas partículas revela un interesante movimiento en tanto antes de ser
un “yo”, se es hijo o hija de alguien, o sea “su hijo” o “su hija”.1
Durante la época que estos juegos comenzaron a desplegarse los padres sorprendidos
comentaron una pregunta que la niña había dirigido a su mamá: “¿Yo estuve en tu panza?”.
Para ese entonces, Lara comenzó a traer de su casa una muñeca bebé para jugar a cuidar,
vestir y hacerle comidita con masa.
En ese período la niña se mostraba en condiciones de responder a una advertencia de su
analista: “si te ponés la plastilina en la boca, la ponemos allá” (en un lugar fuera de su
alcance). A partir de ese momento, Lara comenzó a interesarse por los otros juguetes del
consultorio. La actividad consistía en sacar y saludar a cada uno de los juguetes, con su
nombre propio, ampliando notablemente su repertorio de palabras. Luego, anticipaba la
búsqueda del juguete, nombrándolo en ausencia. El juego alternaba la emergencia de
llamados a los juguetes ausentes y las correspondientes búsquedas

1) Dumezil Claude y colaboradores (1992): La marca del caso. Nueva Visión Buenos Aires.
con festejados reencuentros.
La puesta en escena incluía la pérdida, la evocación, la búsqueda y el reencuentro del
juguete.
Sobrevino entonces un período del tratamiento en el que Lara manifestaba una demanda
continua, que no admitía espera ni parecía orientada a obtener una respuesta en particular.
Llegaba y pedía una cosa tras otra: “quiero ir al kiosko, quiero un juguito, quiero una
galletita, etc.” Ninguno constituía un pedido relevante.
Con el mismo rasgo -el de un presente continuo- pasaba de un juguete a otro sin que
ninguno capturara su interés.
No sin agobio, su analista propuso -o impuso- que se sentara en un auto imaginario,
construido con un par de sillas; que se abrochara el cinturón de seguridad y que no se
levantara hasta quien conducía autorizara.
Así se instauró el “juego de los paseos” en el cual el desplazamiento de objeto en objeto
quedó sustituido por una representación escénica en la cual quien conducía -asumiendo la
conducción de esa demanda descarrilada, sin orden- y la niña se trasladaban de un lugar a
otro en un auto. “¿Y ahora dónde vamos?” era la pregunta que inauguraba el comienzo del
recorrido.
La niña designaba el destino, elegido dentro de los circuitos que conocía. Sorpresivamente,
comenzaron a producirse demoras. Lara hacía una pausa y pensaba... intentaba no repetir
las propuestas.
En este juego, el presente quedaba designado por el ruido del motor del auto. Al bajar del
vehículo, surgía el encuentro con la escena anticipada y una breve charla con la persona
imaginaria visitada en la que se reconstruía el relato del recorrido realizado previamente.
Luego, la despedida y la pregunta que relanzaba el paseo: “¿Y ahora adónde vamos?”
Se organizó una trama temporal en la cual aparecieron los verbos asignándole un tiempo
apropiado a cada acción. Quien conducía asumía la memoria y el relato de la historia de
cada viaje, siendo la niña la que proponía la secuencia.
En esta instancia del juego, la niña teatralizaba y se situaba en escenas imaginarias. Hacía
que se ponía la malla y se tiraba a la pileta; jugaba a que comía golosinas y tomaba
juguitos, que dormía en el auto, que escucha música y que hojeaba una revista hasta que
llegábamos. Se quedaba tranquila, se acomodaba en el asiento y esperaba.
Esta construcción de algún registro de la temporalidad, produjo un apaciguamiento que
permitió seguir jugando. El juego abrió un espacio en el que la espera se hizo posible.

Las dificultades severas suscitadas por el cuadro de la niña provocaban del lado de los
padres una manifiesta demanda al saber.
En la actualidad resulta notable cómo la demanda por parte de los padres, de información
de apariencia científica se vuelve pregnante en las primeras consultas por niños, y muy
especialmente en niños con perturbaciones severas del desarrollo y de la constitución de la
subjetividad.
Es habitual que los progenitores lleguen con diagnósticos aportados previamente por
maestras, profesionales, familiares y vecinos, y que hayan tomado contacto con
informaciones por diversos medios (internet).
Es necesario considerar que los consultantes nos colocan con frecuencia (sin distinguir
profesiones o títulos universitarios) frente a una demanda a priori medicalizada.
En nuestro campo, la medicina invoca a la ciencia y la ciencia se ha convertido en sinónimo
de verdad absoluta.
De la mano con la asunción estereotipada de estos discursos de corte cientificista, se
escucha de manera creciente una pobreza del propio texto, del correlato discursivo en la
construcción de sentidos y significaciones que los padres traen a las primeras consultas.
Además de marcar notablemente la manera en que los padres relatan o significan lo que los
niños presentan como manifestación sintomática, es notable la adhesión y sumisión hacia
ciertas promesas terapéuticas de control eficaz de comportamientos infantiles, con
reducciones que conduzcan a que el niño se vuelva “manejable y llevadero”.
La demanda dirigida al campo de la ciencia, siempre entraña una oportunidad pero también
un riesgo.
Riesgo de convalidar la suposición respecto a dónde está el saber; y oportunidad de situar
otra escena en la que se posibilite un vaciamiento del saber.
La apuesta desde el lugar del analista -que garantice un no saber como una apertura, como
un interrogante, no como un déficit- no tiene garantías, no determina a priori el resultado.
Implica atravesar el universal científico y dar lugar a otra dimensión del lenguaje, la que
implica tomar en cuenta el poder poético, creativo de la palabra.
En el caso de Lara invertir esa matriz implicó una reconstrucción de la demanda inicial y
un rescate de la particularidad de la historia y prehistoria familiar, sus determinaciones y
también lo que se escapaba a ellas.
Las intervenciones se manejaron en un borde sobre el cual hubo por un lado, algunas
respuestas ligadas a la demanda parental de saber y por otro, ciertas abstenciones orientadas
a dejar en suspenso significaciones que pudieran ubicar a la niña solamente desde la
enfermedad.
En ese sentido se priorizó la promoción de una lectura que apuntara a la singularidad de la
niña y al enlace con una historia familiar.
El caso comentado alude a una experiencia con una niña cuya estructuración psíquica
temprana se encontraba gravemente comprometida.
En ese proceso Lara fue situándose desde una escena lúdica y en esa acción de jugar, se
produjo un recorrido atinente a la constitución subjetiva.
Estos juegos tuvieron la particularidad de promover articulaciones relativas al lenguaje y
por ende a operaciones que atañen a la constitución del sujeto.
A partir de un incipiente armado lúdico, fue posible escuchar a la niña en simbolizaciones
vinculadas con la constitución de la imagen del cuerpo, la alternancia presencia-ausencia,
el par sujeto-objeto y la noción de tiempo.

La masa en el borde

La masa que Lara se ponía en la boca tiene, como objeto, ciertas cualidades interesantes de
subrayar. La masa es amorfa, aparentemente compacta, homogénea, maleable. Se trata de
una sustancia en la que hay una trabazón, una coherencia en las partículas que hace pensar
en algo que tiende a cerrarse sobre sí mismo. Por otra parte es un elemento anodino, un
objeto que en sí mismo parece no significar nada pero que también por eso puede
convertirse en infinidad de cosas. Este tipo de sustancia es afín a la arcilla, al barro y su
manipulación, evoca la actividad del constructor, del alfarero o el escultor.
Introducir la masa en la boca era una actividad repetitiva de la niña, sobre la que se planteó
un interrogante respecto a cómo influir. Las primeras intervenciones no tuvieron efecto. La
indiferencia de la niña parecía menos desafío que ausencia de implicación. Si se le
expresaba “sacate eso de la boca” (habida cuenta del riesgo que representaba para su
salud), lo que quedaba en cuestión era si había a quién decírselo. Las consignas dirigidas a
los chicos graves eventualmente fracasan en la medida en que no aparece un sujeto que
pueda apropiarse de lo que se le propone.
A los efectos de acotar esa actividad insistente se plantearon dos posibilidades: tirarla o
alejarla del alcance de la niña. La primera marcaba un hecho irreversible, la segunda
suponía una puesta en suspenso. La elección de la segunda alternativa estuvo más ligada a
la consideración de que mientras no se supiera de qué la jugaba la masa, ponerla en el
borde de la escena -sin sacarla definitivamente- posponía una significación posible.

“¿Adónde vamos?”

El juego de los viajes en auto remite a la inclusión de una complicación –la del analista- en
el marco del encuentro con la niña.
El efecto de esa intervención puede ser leído en un momento posterior, por las
articulaciones que suscita (o no).
La propuesta de este juego parece escenificar algo de lo que se estaba planteando como
dificultad, es decir: estar perdido respecto adónde se iba con todo eso, asumir ese atolladero
y ponerlo en escena, de jugando.
Entonces (si resulta posible): vamos a jugar a que todo el tiempo estamos yendo a algún
lado y también jugando a preguntar adónde vamos con todo esto. La asunción de la
dificultad (que implicaba no adjudicársela a la niña) y la posibilidad de incluirla en un
juego generó efectos interesantes e inesperados.
Capítulo 8

Mortinato
Paula de Gainza y Miguel Lares
Nacer muerto - Callate malo, no hables – Hijos y hermanos – Leer con el cuerpo – No
nacer y lenguaje - Recuerdo, olvido y repetición – Inscripciones – Silencio de las
tinieblas y del abismo – La verdad habla – Pobreza enmudecida – Sepultureros

Uno de los bebés había sobrevivido y el otro había muerto días antes de nacer. Los
médicos habían tenido que provocar el parto prematuro, el de un hijo vivo y el de uno
muerto, intraútero.
La tristeza y la perplejidad de los padres habían envuelto la acogida del sietemesino
sobreviviente.
No podían dar cuenta de cuál había sido el destino del cuerpo del mellizo muerto; ni
inscripto o anotado, tampoco despedido por los padres en ritos funerarios.
La madre había supuesto durante años que el nacido muerto había sido arrojado a la
basura. Sumida en el silencio, no había buscado aclaraciones sobre aquello.
El padre por su parte, afirmaba que había sido enterrado, pero desconocía dónde.
Los padres habían pactado una decisión sobre la cual no habían dudado, hasta el
momento de consultar por su pequeño de 5 años de edad (el primogénito sobreviviente):
acerca de lo acontecido no se volvería a hablar jamás.
Para protegerlo y evitar cargarlo con dolores y culpas, no revelarían la historia a su hijo.
La apuesta pactada consistía en: “lo pasado, pisado y asunto cerrado”.
Pero, cinco años más tarde, en el marco de una consulta movilizada por ciertas
dificultades del niño, volvieron a confrontarse con lo que habían intentado silenciar.
Y así fue que en el encuentro con quien se ofrecía a escucharlos se desplegó un dolor
absolutamente vigente, ligado al duelo rechazado.
Hablar implica disponerse a las sorpresas y fue en esa dimensión -favorecida por la
confianza depositada en el profesional- que los padres advirtieron que la dificultad
fonológica que el hijo manifestaba presentaba un rasgo peculiar: el niño no podía
articular las tres consonantes contenidas en el nombre del hermano innombrable.
En las sesiones iniciales con el niño, se desplegaban dos juegos de manera repetitiva.
En uno de ellos arrojaba un muñeco bebé a la basura, al tiempo que exclamaba “callate
malo, no hables”.
En el otro juego se dedicaba a algo que podía interpretarse como una fusión: en un
procedimiento que se asemejaba al de un pase de magia, hacía chocar los cuerpos de dos
muñecos y luego al juntarlos, ambos quedaban transformados en uno solo: (a+b=a).

Más adelante, el transcurrir repetitivo del juego de la fusión, se ve matizado con una
diferencia: el pequeño fusiona tomando una muñeca y un muñeco.

Es allí entonces que la analista escucha esa fusión como engendramiento, para hacer
aparecer en la escena a un tercer personaje, producto de la unión (a+b= c). El niño
responde a esa intervención, nombrando al tercer muñeco como “el hijo”.

En la siguiente secuencia repetitiva el niño vuelve a unir a los mismos muñecos,


designando al producto de la fusión (a+b= d) como “el hermano”.

A partir de la fundación de los cuatro personajes la escena comienza a desarrollarse en


torno a actividades y recorridos que los dos hermanos(c y d) comparten, hasta que
repentinamente uno de ellos queda expulsado, perdido, excluido de la escena, (d-d=0).

En esa instancia del juego el niño, pone palabras en boca del juguete (c) para exclamar
con asombro: “¡¿Dónde está mi hermano?!”
Este breve recorte, a nuestro entender, describe el modo en el que este niño leía con el
cuerpo, la particular tramitación que los padres habían efectuado sobre la muerte del
hermano mellizo.
Las dificultades del pequeño, aquellas que habían movilizado la consulta, estaban ligadas
a un intento de leer desde el imaginario corporal esa singular apuesta parental dedicada al
silencio y al olvido de la circunstancia trágica ligada a su origen.
Ese intento de lectura a su vez no encontraba posibilidades de inscripción en la medida
que tocaba una cuestión traumática, no transitada por los padres desde el lugar de la
palabra.
Los papás habían decidido un pacto de silencio en resguardo del bienestar del niño y en
la suposición de que un relato sobre lo ocurrido podía resultar excesivo e inasimilable
para el pequeño.
Podía deducirse, en cuanto al decidido convite al silencio, que a las palabras no dichas, a
lo no hablado en términos potenciales, se les había atribuido una capacidad de daño.
En esa línea- a modo de ejemplo- quizás podía ubicarse la palabra “hermano”.
Palabra que aparece en boca del niño una vez que la analista habilita el juego del
“engendramiento”.
No es inhabitual que los asuntos relacionados con la muerte de seres queridos
representen para los adultos algo sobre lo cual preferirían no hablar con los niños y
cuando lo hacen no es sin grandes dificultades.
En este punto, los problemas para transmitir se equiparan con aquellos ligados a la
comunicación de temas relativos a la sexualidad.
Tampoco es infrecuente constatar que cuando ciertas cuestiones concernientes a la
sexualidad o la muerte se ponen en palabras, los niños responden con una naturalidad y
alivio que contrastan con la angustia y tensión que los adultos suelen poner en juego.
En este sentido puede decirse que los papás del recorte clínico estaban comprendidos en
las generales de la ley.
Pero examinemos la posición asumida por ellos de un modo más minucioso.
Los padres deciden no hablar sobre el mortinato y el argumento es no cargar al hijo
sobreviviente con dolores y culpas.
Tras aquella circunstancia trágica los papás no habían buscado un lugar donde poder
hablar sobre la pena y la culpa.
Podemos inferir que si se hubiese intentado por ese camino, sensiblemente menor
hubiese sido la posibilidad de afectación del lugar del pequeño; y sin duda, también la de
los padres mismos, cotejándolo con el esfuerzo y gasto psíquico, percibido o no, que
supone el tendido de un manto de olvido sobre el dolor.
Ahora bien ¿Qué destino de transmisión toma un silencio pactado, un acuerdo de labios
sellados, una promesa de callar para siempre?
La decisión de darle cuerpo al silencio ¿Es encarnar al hijo muerto?
Los padres se prometen silencio y en lo que respecta al hijo que sobrevivió, lo imponen.
Lo que no se dice, lo que se reprime o se omite en la palabra hablada, pasa a formar
parte de otro decurso lógico que no deja de tener una relación al lenguaje.
En este sentido no hay modo de deshacerse de la falta que se constituye entre el viviente
y el lenguaje. Únicamente no haber nacido (el destino de aquél que murió en el útero)
releva de las determinaciones derivadas del lenguaje.
Aludiendo al axioma freudiano, tantas veces constatado en la labor del analista: lo que no
se recuerda, se repite y para olvidar es menester antes recordar.
En este caso, los padres habían decidido no recordar, por lo tanto no olvidar y por ende
repetir.
¿La repetición que camino había tomado?
La del retorno desde lo real en los problemas del hijo.
Sobre este recaía de algún modo la carga que finalmente generaría una habilitación para
hablar y jugar sobre los temas que estaban cerrados a la articulación simbólica.

Resultó notable además, que el acuerdo sobre el silencio hubiera encontrado una vía de
silenciosa facilitación en la desaparición del cuerpo del innombrable.
Aparentemente se había decidido que la madre, en estado de shock, no viera al bebé sin
vida.
Sin saludo, no hay despedida.
Sin el cuerpo no hay pruebas, ni ritos, tumbas o recordatorios. En este caso entonces, las
decisiones tomadas acentuaron una vía: la de la exclusión de actos atinentes a la
dimensión simbólica.
En “Los tres tiempos de la ley”1 Didier Weill distingue, con relación al silencio, dos
tipos de real silencioso: un silencio susceptible de ser visitado por la palabra, y otro
irremediablemente inhospitalario para con la palabra.
El primero es el silencio “de las tinieblas”, ese que está a la espera de ser nombrado,
silencio desesperado que supone la esperanza de una palabra posible.

1) Didier-Weill, Alain (1997): "Los tres tiempos de la ley". Ed. Homo Sapiens, Rosario.
El otro silencio aludido es el del “abismo”, que designa el lugar de lo real que no será de
ninguna manera nombrado (abismo innominable creado por la represión originaria).
Se trata aquí de un silencio que denota a un punto real sobre el cual ninguna nominación
vendrá ulteriormente a elevar a la existencia.
La simbolización de lo real silencioso, restablece una continuidad entre las dos
dimensiones, pero esta continuidad establecida por la intermediación de lo simbólico,
introduce una relación de discontinuidad con aquello real que es llevado a la existencia
por la nominación.
“Es la percepción de la ausencia de esta palabra posible la que confiere al silencio de
las tinieblas este carácter angustiante del que hace la experiencia el niño tomado por el
terror nocturno”.
“Si el silencio inaudito del abismo no es desesperado es porque no encarna un real
desasido de lo simbólico, sino al contrario, un real que no cesa de caer en lo
simbólico”2.
En “La Féminité voilée, alliance conjugale et modernité” 3 y con relación al silencio que
espera el advenimiento de una palabra posible, Philippe Julien plantea si se debe
transmitirse o no a la generación siguiente el relato de los acontecimientos dolorosos que
la han precedido.
Y sobre esta cuestión se pregunta si lo que resulta más traumático, es lo no dicho o lo
dicho del acontecimiento.
En el contexto de la cultura occidental contemporánea, nos dice Julien, la transmisión
no concierne sólo a la filiación respecto de los acontecimientos que han precedido su
llegada al mundo, sino en forma mucho más amplia a aquel acontecimiento que ha
marcado para siempre un antes y un después en la civilización de occidente: la Shoah.
Ese paradigma interroga a algunos sobre las posibilidades de un futuro que tenga como
condición el olvido de un pasado traumatizante.

2) Didier-Weill, Alain. Op. Cit.


3) Julien Philippe (1997): La Féminité voilée, alliance conjugale et modernité. Desclée de Brouwer, Paris
Para otros, por el contrario, la interpelación atañe a la alternativa de una memoria del
trauma, compartida en la palabra, que permita levantar secretos y engendrar de ese modo un
nuevo porvenir.
“La verdad habla”, dice Julien recordando el apotegma lacaniano, y lo hace desde el
retorno de lo que ha sido apartado y sofocado, abriéndose camino en síntomas que arriban
con la llegada de las nuevas generaciones.
Y tres son las generaciones que se requieren para que la verdad hable.
La posibilidad de articular históricamente el pasado no implica dar con la medida exacta
del acontecimiento, sino tal como lo trasmite Walter Benjamin, la verdadera imagen del
pasado se escabulle y sólo se puede aferrar el pasado como imagen que refulge, para nunca
más verse, precisamente en el instante de su cognoscibilidad.
En consonancia con los hallazgos freudianos sobre las neurosis de guerra desencadenadas
en la Primera Guerra Mundial y sobre la pobreza en la transmisión de las experiencias,
Benjamin señalaba en 1933 que la gente regresaba de los campos de batalla enmudecida,
no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles.
Sobre la posición del analista respecto a esa “pobreza enmudecida”: es la de dar lugar a que
la verdad hable, remedando al sepulturero, que primero saca a la luz a los muertos no
enterrados, para luego contribuir a su sepultura.
Sobre qué hacer con sepulturas e insepultos, fantasmas errantes y espectros atormentados,
hay una encrucijada en la que la labor de la Ley y la del analista confluyen. En ambos casos
y en tanto los fantasmas tienen un nombre la convocatoria y la demanda se dirigen
decididamente hacia la dimensión simbólica.
El nombre sobrepasa y perpetúa lo que ha sido la existencia viviente, así como exige que se
lo indique en la piedra del nicho o de la tumba, en los rituales de las cenizas y en los
certificados de defunción.
Indudablemente el destino del mortinato, esa excepcional circunstancia en la que los dos
significantes por antonomasia (vida y muerte) aparecen casi soldados, sin un nombre que
designe su hiancia, interpela desde el silencio abismal con un atronador grito que nunca fue
emitido.
De manera singular, interpela a los que han estado directamente concernidos: padres y
hermano, de un modo universal a todos los que estamos incluidos en las determinaciones
del lenguaje.
Sobre los primeros siempre recaerá la posibilidad y la responsabilidad, que puede ser
asumida o no, de tomar la palabra en el diálogo analítico. Sobre el resto de nosotros se
impone una reflexión desde la ética que el psicoanálisis nos propone.
Capítulo 12

Juguetes

Paula de Gainza y Miguel Lares


La falta en juego – Las fichas parlantes – El objeto sacrificado – Caída de la escena infantil
– Juego, representación y sujeto – Rilke y el juguete – Ágalma y caballo de Troya –
Juguetes en las tumbas

Un niño llega inicialmente a la consulta en el relato de los padres. Esa es nuestra


primera e indispensable referencia sobre su ubicación en la trama familiar.
Existe una articulación lógica entre los problemas en la infancia y la vacilación del saber
parental. Por otra parte, hay una pregunta renovada en cada consulta que remite a aquello
que soporta un hijo con sus dificultades.
Comentaremos brevemente un recorte clínico del inicio de tratamiento de un niño de 7
años.
“Todo es una porquería, no quiero estar en este maldito lugar”. “Me quiero ir, esto es
aburrido”. “La vida es una porquería, me quiero morir”. “Voy a demoler la escuela”.
Estas son algunas de las frases que el pequeño reiteraba en la escuela y en otros ámbitos
ofrecidos por los padres.
Durante varios encuentros las mismas frases aparecieron referidas a la consulta, con
negativas a entrar al consultorio, interrupciones y huidas intempestivas, amenazas de no
regresar: “le dije a todo el mundo que este lugar es aburrido y que no voy a volver nunca
más”.
Contábamos con el antecedente de que en otros ámbitos, gran parte de los intentos de
producción– los gráficos escolares y el juego mismo- habitualmente terminaban con la
destrucción impulsiva de lo que había hecho. Con disgusto, con furia, destrozaba las
construcciones que no llegaba a concluir y expresaba reproches para sí mismo en los que se
caracterizaba como un tonto.
Esas escenas comenzaron a reiterarse en la consulta mientras, por otra parte, se intentaba
fomentar el ingreso a algún juego. Sólo durante breves lapsos resultaba posible captar su
interés, poniéndose de manifiesto algún placer por jugar; pero el sostén era fugaz: el “me
quiero ir” insistía con enojo. Jugaba, luego interrumpía, insatisfecho con lo realizado y
destruía lo que un momento antes había inventado.
Esto siguió ocurriendo hasta un día en el que de pronto se organiza un juego que marca el
viraje de la disposición. Cesa la oposición y el niño se implica en un notorio y creciente
placer en el jugar.
A partir de allí comienza, con afán y diversión, la búsqueda y repetición del juego creado.
Sin entrar en detalles, la escena lúdica repetitiva se desarrolló en el territorio enmarcado por
un tablero de ludo, un camino numerado que analista y niño transitaban, mediando un
dado, en igualdad de fuerzas.
La intervención terapéutica apuntó a relanzar el juego, incluyendo lo relativo a la ruina, el
daño y la destrucción de lo hecho, en los dichos de los jugadores -representados por las
pequeñas fichas parlantes- que se enojaban, se quejaban sobre su suerte y expresaban sus
reproches cuando el camino era interrumpido por un oponente que lo mandaba nuevamente
al comienzo.
Luego, él mismo pondrá una ficha en el lugar de “la inmolada”, diciendo “la sacrifiqué” y
admitirá perderla por propia voluntad.
Este acontecimiento cobra un valor de bisagra. Ya no se trata del niño objeto de un
sacrificio (este chico solía golpearse la cabeza contra la pared como en una acción de
reproche que se podía leer como “soy un cabeza dura”), sino de una ficha sacrificada, lo
cual obviamente adquiere distinta implicancia sobre su cuerpo.
Progresivamente abandonó la posición en la que se encontraba entrampado, implicando este
movimiento la puesta en juego de una pérdida.
Se fue reconstruyendo entonces un ámbito de juego donde el niño pudo empezar a hacer
jugar los deseos y a anudar padecimientos.
El niño recreó –jugando- algo de su posición de objeto en relación a las demandas
parentales; como si tácitamente quedara planteado: “dale que yo era un destructor”; o
“dale que yo era un sacrificado, un muerto” etc.
Consideramos que mientras se proponga jugar, lo que despliegue el niño no tendrá
implicancias más que en el espacio de juego y que dentro del mismo se podrá matar,
destruir, morir, sacrificarse, sin riesgo para el cuerpo.
En ese universo existe una delimitación de tiempo y de lugar dentro del cual se puede crear
activamente, improvisar, inventar reglas, desplegar personajes.
En la formulación de la ficción lúdica se otorga existencia lógica, se recrea simbólicamente
un lugar que, al estar articulado en juegos, permite la movilidad, la transformación en otros
significados y, en el mejor de los casos, el acuerdo con pares.
Incluir los padecimientos dentro del juego mismo apunta a generar una escena imaginaria
que permite la ampliación progresiva del campo de las representaciones; quedando afuera
de la escena la propia mirada del que juega.
¿Por qué la intervención no apunta a decirle por ejemplo “ves, sos como esa ficha”, como
contándole el cuento de lo que va sucediendo?
Consideramos que tal señalamiento podría interrumpir nuevamente el juego. Si hay alguien
que lo sabe todo, incluso lo que el niño está pensando, tiende a desvanecerse la función de
lo indeterminado, lo que en el juego permite el deslizamiento de las distintas
representaciones, sin quedar adherido a ninguna en particular.
¿Sobre quién recae la responsabilidad de asumir subjetivamente las manifestaciones
infantiles?
Creemos que, en el mejor de los casos, se habilitará una vía en la que los padres ligarán,
asociarán, sobre la posición de quien hasta la llegada a consulta ocupaba el lugar de
pequeño sacrificado, caído de la escena infantil.
La asunción de la responsabilidad subjetiva en los padres, supone como perspectiva que la
transferencia quede restablecida sobre ellos y pase nuevamente a ser soportada y
soportable. Retomando el recorte clínico, cuando el niño elige sacrificar una ficha, pone
una palabra que pasa a señalar el lugar que estaba encarnando el personaje primario.
Este significante, por representar al sujeto, no lo es. En esta representación, el sujeto queda
afuera del juego y es a la vez representado.
Para realizar esta operación simbólica, el chico se sirve de un pequeño objeto, que presta su
presencia , es perdible y soporta ser tomado por otra cosa que la que es.

Juguetes
No mantenemos con los objetos una relación natural. Nuestra relación con ellos
trasciende el valor de uso y va más allá de las convenciones que, siguiendo ciertas reglas,
nos relacionan. Por otra parte, dichas reglas tienen un carácter tan estricto que cualquier
subversión de ese código genera reacciones de variado malestar, como el sentimiento de lo
siniestro, el disgusto o el desconocimiento.
Basta pensar en los efectos que puede producir algo que aparece allí donde no lo esperamos
o que comienza a funcionar de manera inimaginable.Pero he aquí, que hay ciertos objetos
que pueden mutar en su valor de uso o de cambio, produciendo consecuencias distintas a
las del malestar. Se trata de esos objetos que emergen como juguetes y representan “esa
cosa que ya ha perdido peso en las manos del mercader y que aún no se han transformado
entre las manos del ángel”1. ¿Dónde están los juguetes? En ningún lugar. Esos pequeños
objetos crean un lugar, más acá de las cosas, más allá de los mortales.
En este sentido es posible afirmar que la ficha del juego (la del niño del recorte clínico)
inaugura una relación con los objetos que, siendo propiamente humana, no es la del
intercambio, sino la del don, la pérdida, el sacrificio. En los fundamentos de la civilización,
la resignación u ofrenda de cosas reviste una dimensión trascendente, que humaniza.
La ubicación de otra escena en el juego del niño, representa un corte, la pérdida de aquella
escena primaria confusa, cifrada, inquietante (la del personaje amenazante, oposicionista,
omnipotente) y el comienzo de una historia. El comienzo de la historia está anudado al
complejo de Edipo, que es el escenario donde se despliegan las diferencias sexuales.
En la medida en que no hay representación psíquica que ubique a los individuos como
hombres o como mujeres, es en el escenario edípico donde se pone en juego la posibilidad
de una representación para aquello que carece de representación y que se sitúa mediante
equivalentes.
Si los objetos sobre los que se apoya el juego infantil, cargan sobre sí y velan el encuentro
la dimensión de la falta -encuentro con la sexualidad y la muerte- los juguetes son como un
Caballo de Troya 2, una fuente perpetua de acontecimientos.
Sobre el devenir de dichos acontecimientos apostamos al reconocimiento de escenas de
juego (y de lo que no lo es) frente al impedimento o aniquilación de la escena infantil.
Hacemos nuestra una frase que dice que sobre el estatuto radical de las cosas sólo los
muertos, los niños y los fetichistas pueden decirnos algo más. 3

1) Rilke, Rainer M.(1999):”Muñecas”. Revista Salina Nº13 Universitat Rovira i Virgili, Barcelona
(2)El Caballo de Troya ha sido considerado como un agalma. Sobre este término Kerényi 1 escribe: “(el
agalma) no indica entre los griegos una cosa sólida y determinada, sino la fuente perpetua de un
acontecimiento, en el que se supone que la eternidad no tiene menos parte que el hombre” (1) Agalma, eikon,
eidolon, en Archivo de filosofía, 1962)

(3) Agamben, Giorgio (1995): Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Valencia, Pre-
Textos.

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