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Esto no es un cuadro

Girard amaba el hiperrealismo. Había llegado hasta aquel museo atraído por
la promesa del cuadro definitivo de la escuela venerada. Transitó las infinitas salas
hasta toparse con un guía taciturno que, antes de abandonarlo, rubricó con un
gesto silencioso el hallazgo de la obra buscada.
Turbado por la maravilla, Girard contempló durante eternos segundos
aquel cuadro. Era el retrato de un hombre parado de frente al observador en la sala
de un museo, y estaba resuelto con un sospechoso virtuosismo: la sala concordaba
con la del museo verdadero, y el hombre coincidía con Girard.
Cuando reparó en el título de la obra (El espectador reflejado), el embeleso
dio paso a la decepción, y Girard se atrevió a postular que lo que había tomado por
un prodigio pictórico no era más que un vulgar espejo enmarcado: ya no había
realidad en aquella pintura, porque la pintura no era tal.
Cuando se disponía a abandonar la sala arrastrado por la indignación,
Girard percibió que le resultaba imposible mover un músculo: estaba tan
petrificado como si estuviese posando para el cuadro. Fue entonces cuando el otro
Girard —el de la pintura— dijo:
—Yo soy el verdadero Girard.
Y se alejó por las infinitas salas del museo, mientras el Girard que se había
creído real aguardaba —inmóvil y confinado al universo delimitado por el marco—
al próximo visitante.

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