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La religión de estos pueblos estaba sumamente apegada a la naturaleza,

es decir, consistía en hacer explicable todo lo que no se podía explicar


dentro del mundo -le asignaba un significado-. Así, todo lo inexplicable de
otra manera provenía de lo divino: se asignaron divinidades a la lluvia, al
sol, a la fecundidad, al viento y muchos otros fenómenos naturales.
Algunos de estos son muy necesarios para la supervivencia del hombre e
incluso del mundo: por ejemplo, la lluvia sacia la sed de los hombres y de
los animales y alimenta a las plantas; el sol es necesario también para el
crecimiento de las plantas y, en esa medida, es indispensable para el ser
humano, además de brindarle calor. Otros fenómenos naturales, en
contraste, son devastadores. La erupción de un volcán o una sequía, por
ejemplo, reclama muchas vidas y obliga a los sobrevivientes a emigrar
para buscar lugares con las condiciones óptimas para poder seguir
viviendo.

Los dioses prehispánicos eran muy similares a los humanos. Tenían


necesidades como las de los hombres: debían alimentarse, por ejemplo.
También tenían pasiones, podían alegrarse o enojarse, según fueran
tratados. Además -y quizá esta es la característica más importante-, los
dioses tomaban decisiones. Ellos podían decidir seguir propiciando los
fenómenos naturales óptimos para una buena vida o, si por alguna razón
se enojaban, podían decidir anular estos fenómenos y castigar a los
hombres y al universo.

Y es aquí donde cobraba sentido el sacrificio humano. Matar personas


para alimentar con su sangre a los dioses que, satisfechos, seguirían
proveyendo las condiciones naturales óptimas para la vida, era
considerada una de las acciones más nobles dentro de aquellas
sociedades. De forma directa, el verdugo aseguraba la subsistencia del
universo y de toda la vida contenida en él. Pero más noble aún era el morir
en la piedra de los sacrificios, pues con la muerte propia se alimentaba a
aquellos dioses que seguirían proveyendo al universo.

Así, podemos observar que el sacrificio humano no implicaba para estas


personas desperdiciar una vida, sino todo lo contrario: el ritual significaba
defender la vida de todos los seres vivos que habitan el universo. Nada
más solemne y lejano a la crueldad o la diversión.

Me parece indispensable aclarar que este quien escribe no defiende en


estas líneas el asesinato, de ninguna manera. Pero sí defiende, por el
contrario, el respeto a una cosmovisión que, como la actual, pretendía
preservar y perpetuar la vida humana y su permanencia en el mundo.

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