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Contra la intolerancia y la

corrupción: ni cansancio ni hastío


8. 01. 2018
Por:
Baldo Kresalja

Hay tres aspectos en los que se manifiesta el fenómeno de la corrupción en la política, decía
José Ramón Recalde, el ilustre académico español de la Universidad de Deusto: el de la
introducción del interés particular por encima del general, la falta de conexión entre el
gobernante y la opinión pública y la degradación del sistema de libertades individuales. A
estos aspectos se pueden agregar otros y creo que todos los últimos gobiernos del Perú se
han caracterizado por compartir algunos o todos ellos. Por cierto, han existido combatientes
valerosos contra esos males, pero la impresión general es que han sido derrotados y que las
largas y continuas batallas emprendidas han hecho que se asiente en muchos la frustración
de no poder vivir en una sociedad que pueda transmitir a los más jóvenes la ilusión cierta de
un país mejor.

Explica Recalde que cuando se pone el interés particular por encima del general, además de
la corrupción que afecta a quien gobierna, se trastorna la organización y el manejo de los
asuntos públicos y que ello usualmente hace que los intereses individuales se pongan por
encima de los de la nación. La falta de conexión entre los gobernantes y la opinión pública
deriva velozmente en el desánimo y el desinterés del ciudadano por su gobierno, por su
comunidad y hasta por su país.

Cuando todo ello sucede, que es lo que en efecto nos está pasando, la opinión pública se
inclina a pensar en dos alternativas principales. La primera, la necesidad de un líder que
reúna características salvadoras y que por arte de la magia mediática y el uso de la fuerza
nos salve de la situación en que nos encontramos. La segunda, la necesidad de que el
diálogo y la convivencia pacífica nos lleven a reformular o a renovar el contrato social que
nos debe unir, tarea en la cual no basta ya aceptar las reglas del orden privado, básicamente
contractuales y económicas, sino que es preciso la incorporación de valores como la
dignidad de todas las personas, la solidaridad y el reconocimiento del mérito y éxito
individual por acciones propias y no como resultado de preferencias y prebendas.

De ser posible, ese renovado o nuevo contrato social debería reflejarse en un acuerdo que
ponga de manifiesto el diseño de la administración pública y la distribución del poder
territorial, así como las garantías de protección a los derechos individuales. Si esa
Constitución fuese discutida y aprobada libremente sería entonces legítima, lo que
supondría un orden racional de convivencia, que es un prerrequisito democrático. En otras
palabras, también de Recalde, que no sea simplemente el Estado de derecho el
aseguramiento del imperio de la ley. Tarea esa que se ha tornado dificilísima y cuyos
pronósticos de triunfo juegan en contra. El único grave error del gobierno de Valentín
Paniagua fue no dar impulso para que esa iniciativa se concrete, pues ya se habían aprobado
por una Comisión de especialistas las bases de una nueva Carta Fundamental, y aún latía en
las élites democráticas la función integradora propia de un renovado sentimiento
constitucional.

Tengo la impresión, sin embargo, de que esa es una disquisición fuera de tiempo. A pesar
de ello, hay grupos que ahora piden una nueva Constitución como remedio de todos los
males presentes. Desconocen gravemente el humor de este país nuestro y buscan imponer
sin debate sus limitados puntos de vista. Son súbditos del formalismo jurídico, pues creen
que la realidad cambiará porque las leyes cambian. Otras son las demandas urgentes de los
ciudadanos, las que se manifiestan en el deseo legítimo de que se les dé seguridad, trabajo y
mejoras económicas. Y si hay innovaciones positivas en salud y educación, pues
bienvenidas sean. Pero poco más. Casi nadie desea un nuevo contrato social, simplemente
porque no creen en él, porque perciben que no servirá para cambiar nada, consecuencia de
la persistente desconfianza hacia el prójimo y hacia la actividad política que rige nuestra
vida social. Ahora, en el ámbito político, el desacuerdo prima sobre el acuerdo. Y el indulto
reciente en la noche de Navidad impone una polarización inevitable.

La población del Perú parece inclinarse ante el príncipe autoritario. La corrupción es


entendida como una enfermedad incurable. Es el ADN de un país cuyos representantes
políticos son portadores de una derrota cívica continua. Y en los antiguos y nuevos
combatientes por la decencia y el honor pareciera que el cansancio y el hastío ya comienzan
a hacerse presentes. Pero habrá algunos que buscarán revertir otra vez ese maldito designio
y las mentes y los brazos de los que aún tengan fuerza y esperanza deberán abrirse para
darles cobijo e inculcarles perseverancia y valor, para que puedan combatir victoriosamente
contra el engaño y la infamia que asumen y transportan con descaro las fuerzas
antidemocráticas buscando prevalecer en los poderes del Estado y en el ánimo de las
multitudes urbanas. Es nuestro deber, como afirmaba Popper, reclamar en nombre de la
tolerancia el derecho a no tolerar a los intolerantes, que han dado durante los últimos meses
sobrada prueba de su cínico comportamiento.

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