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Pilar Lopez-Bejarano

Dinámicas mestizas. Tejiendo en


torno a la jerarquía, al trabajo y al
honor. Nueva Granada, siglo XVIII

Tramados mestizos

1Usando la metáfora del tejido1 hablaremos de los procesos de mestizaje2. De esta manera, las imágenes del sentido
amplio que queremos darle aquí al mestizaje, en cuanto proceso –y competencia– de entrecruzar, de readaptar, de
hacer existir y coexistir aquello que es diferente, se expresarán por medio de las asociaciones entre mezclar y tejer,
combinar y tramar, urdir o entretejer. Esta manera de tejer –de mestizar– las prácticas dejará una huella histórica
visible3. Si tuviésemos que elegir un elemento para caracterizar la historia colonial de la América española, sería sin
duda el mestizaje, considerando las múltiples formas y posibilidades de las que dan testimonio los procesos
americanos4. Varios signos dan testimonio de esta orientación que podríamos calificar de original, si originalidad existe.

2No obstante, si el fenómeno de adaptaciones y mezclas es más que evidente –y la historiografía americanista da
testimonio de ello5–, lo que no lo es tanto es el hecho de usar la denominación “mestizaje” como término para
caracterizar estos fenómenos. ¿Por qué razón “dinámicas mestizas” y no simplemente “americanas” o
“iberoamericanas” o incluso “locales”? A nuestro entender, la pertinencia de esta denominación está íntimamente ligada
al hecho, bien conocido en América, de los fundamentos “raciales”6 de las jerarquías sociales, en el sentido de un orden
jerárquico en función de la “blancura”. Si tomamos la institución en su sentido extenso, como responsable de una
estructuración más o menos estable de la vida en sociedad, capaz de prescribir ciertos comportamientos y de
establecer otros7, podemos considerar la jerarquía en función de la blancura como tal. Esta institución reguladora de la
vida en común nos remite, a su vez, al alcance social de las dinámicas mestizas, que revisitaremos en estas páginas, en
función de las relaciones entre trabajo, honor y jerarquía, en un barrio mestizo de la ciudad de Santa Fe de Bogota, al
final del período colonial8. En este sentido, nuestro tratamiento se limitará a las relaciones de trabajo, consideradas
como expresión de los particulares lazos interpersonales que limitaban o posibilitaban las dinámicas mestizas9.

3Sin pretender abordar en su complejidad la “socio-génesis” de las jerarquías y de los mestizajes, señalaremos algunas
líneas del proceso histórico general para ubicar nuestro caso particular en su contexto.

Dinámicas de estratificación social en América colonial: la “jerarquía del


color”

4Los emigrantes peninsulares en América se enorgullecían del prestigio que les daba, en el Nuevo Mundo, su posición
de vencedores y el concomitante sometimiento de los indios. Esta configuración les permitía ubicarse automáticamente
en una posición de prestigio que no siempre correspondía con la que tenían en sus lugares de origen. Venían a las
Indias para ser señores; la condición de peninsular coincidía con la posición jurídica de hombres libres de toda
obligación o tributo, ya que el lugar de los “pecheros”10 ibéricos había sido ocupado, real y simbólicamente, desde el
principio, por los nativos11.

5Paralelamente, otro criterio de diferenciación social entra en juego: se trata de la tradición ibérica que otorgaba todos
los derechos y honores a las viejas familias cristianas frente a los Moros y Judíos, separación antigua entre lo puro y lo
impuro, que encontrará en el Nuevo Mundo un nuevo sentido: se guarda la fórmula peninsular «limpios de mala sangre
de judíos, moros…» y se le suma el criterio local «…indios, mulatos o mestizos». Como era este último criterio el que
tenía toda pertinencia y lugar12, la tensión terminará por definirse en función de una “blancura” –asociada a la
Limpieza– que se convierte a su vez en el criterio principal de evaluación de la “pureza de sangre”, del linaje, es decir
de la jerarquía colonial. Es así como la transposición de la “limpieza de sangre”, se convierte naturalmente en ausencia
de mezclas que contaminan. De esta manera, la blancura terminará representando la excelencia, la virtud, la “calidad”
destinada a diferenciar aquellos que ameritaban el acceso a los privilegios de aquellos que, por el contrario, eran
excluidos.

6Tenemos entonces, en este proceso, dos criterios de diferenciación social que convergen. De un lado, la relación
jerárquica señor/vasallo y, del otro, la separación entre lo puro y lo impuro. Hay una particularidad que nos parece
especialmente significativa desde el punto de vista de las interdependencias y posiciones relativas que estos dos
criterios de diferenciación social conllevan: si en la península el hecho de gozar de los privilegios y de la Limpieza se
cristalizaba en la figura de la nobleza, los otros dos criterios de valoración no aparecían necesariamente en una misma
población; y más aún, el tipo de relación que implica cada uno de estos dos criterios de diferenciación se aleja el uno
del otro. La primera relación, aquella que llamamos jerárquica, es una relación integradora: el pechero, el vasallo o
plebeyo, hacen parte, tanto como el noble, de esta unidad que, por su configuración misma, engloba los niveles
opuestos que la componen13. Por el contrario, el criterio de Limpieza expresa una relación de exclusión frente a un
grupo diferente. En los dos casos existe interdependencia, pero en cada caso esta será de naturaleza distinta.

7Ahora bien, en el contexto de instalación colonial en América, los dos tipos de diferenciación no sólo se adaptan a las
nuevas situaciones (particularmente a la de Conquista) sino que los dos extremos negativos de estas diferenciaciones
se superponen y se concentran en los indios, en la población africana esclavizada y en todos aquellos “manchados” por
su “sangre”. Esta población va a terminar encarnando tanto a los sometidos de la relación jerárquica como a la fuente
de impureza que contamina, que excluye y aleja de la blancura. Por consiguiente, se trata de un proceso que articula
inclusión y exclusión en una misma población, particularidad que anuncia la complejidad del juego social que contendrá,
desde el origen, una cierta contradicción y ambigüedad. Las conciliaciones y acuerdos terminan dándose de manera
particular, caso por caso, con relación a las diferentes formas de organización grupal e intergrupal; pero también en
función de la situación política, que -según las necesidades del momento- puede acentuar uno u otro aspecto, sin que
ninguno llegue a desaparecer completamente.

8De esta confluencia de criterios de estructuración social surge, lentamente, una situación que quizás represente una
de las particularidades más significativas de las nacientes sociedades coloniales: de la articulación entre relación de
inclusión y exclusión, desarrollada a partir de un parámetro principal de referencia socio-racial, resultará socialmente
posible encontrarse en una posición intermedia, fenómeno innovador si lo comparamos con la experiencia peninsular.
En efecto, como lo señala Jean-Paul Zúñiga14, antes del descubrimiento de América, las referencias de integración
social peninsulares reposaban en tres criterios principales, “Su tierra, Su Rey, Su Fe”, y sobre estos resultaba
inconcebible una situación intermedia. Por ejemplo, la Fe no permitía el estar “entre-dos”: “se era cristiano, musulmán
o judío y no medio-judío o medio-cristiano”15. Contrariamente, vemos surgir en América “medios blancos”, “medios
indios”, “medios negros”, es decir mestizos. A partir del criterio inicial de orden colonial en dos repúblicas, República de
Españoles y República de Indios, el rápido desarrollo de los mestizajes termina desplazando la relación binaria de tipo
“español/indio”, europeo/no-europeo” o “blancos/no blancos”, hacia un posicionamiento relativo en función de matices
de proporción: más o menos blanco, más o menos indio, más o menos negro, e incluso más o menos mestizo.

9En este marco nos ubicamos para tratar el aspecto que nos ocupa, el de ciertas relaciones sociales en torno al trabajo.
Si bien las relaciones de trabajo se encuentran en el origen de la diferenciación social en América, terminan
presentándose, después de dos siglos de sometimiento y de prácticas esclavistas- como el resultado de la “jerarquía del
color”. En el siglo XVIII se asignará la obligación o la pertinencia de una actividad o trabajo, en función de la “calidad”
de la persona, es decir en función de esta jerarquía.

10La estructura jerárquica hispánica colonial hará reposar sobre la “raza” la división entre sometidos al trabajo y
vasallos libres, entre nativos tributarios y peninsulares conquistadores, entre criollos descendientes de peninsulares y
negros indios y mestizos “marcados” de condición servil. El opuesto de los oficios nobles de los blancos es aquí el
trabajo propio de indios, mestizos, mulatos y negros. La idea general según la cual el trabajo es asunto de negros e
indios se declinará en una variedad de distinciones que asocian, directa o indirectamente, no solamente la designación
racial de los individuos y el tipo de trabajo o actividad, sino incluso el comportamiento frente aquel: la fuerza o la
debilidad, la lentitud o la eficacia, la aceptación o la resistencia. En esta lógica, se fijarán en el pensamiento común
ideal tales como que los indios son perezosos y débiles, los negros resistentes y aptos a los trabajos rudos, los
mestizos inconstantes e indolentes, etc.

11Con todo, la imagen rígida de un cuadro de orden establecido sobre criterios “étnicos”, se nos llena de matices
cuando nos interesamos en los casos concretos. En los recorridos individuales nada se presenta como seguro y
definitivo. Si bien el valor asignado a la blancura es un hecho, resulta menos claro cómo se actualiza en este contexto
de múltiples mestizajes, donde las infinitas clasificaciones o posiciones (…tercerones, cuarterones, octavones, tente-en-
el-aire, saltatrás, etc.) no hacen sino poner en evidencia la dificultad social de una diferenciación efectiva. En la
percepción ínter-subjetiva de las personas, siempre habrá otro más oscuro o más claro con relación al cual la posición
de cada uno varía. En un contexto de blancos, la mezcla puede “envilecer”, en otro, de indios y de negros o de más o
menos “mezclados”, la proporción de blancura puede, por el contrario, ennoblecerlos. En la misma lógica vemos que
una actividad, que en un contexto puede ser prueba de infamia, en otro puede perfectamente coincidir con una posición
relativamente prestigiosa. Es así como, por ejemplo, de su paso por las montañas de la Nueva Granada en 1801,
Humboldt pudo escribir:

“Se oye decir en este país andar en carguero, como quien dice ir a caballo, sin que por esto se crea humillante el oficio
de carguero; debiendo notarse que los que a él se dedican no son indios, sino mestizos, y a veces blancos. Más aún
sorprende oír cómo estos hombres, desnudos y ocupados en cosa tan degradante a nuestros ojos, disputan en medio
del bosque porque el uno rehúsa dar al otro, que pretende tener más blanca la piel, el título de Don o Su Merced”16.

12Vemos cómo, sobre ideas generales del valor de la blancura y del desprecio de ciertas actividades o trabajo, las
relaciones particulares retoman ciertos elementos en la búsqueda de una posición social más “conveniente”. Un
mestizo, en un contexto de poder, sacará a relucir los elementos en su favor: esconderá sus orígenes e insistirá sobre
la ausencia de trabajo, que lo ennoblece. En cambio, un blanco que se dedica a actividades “infames”, sacará a relucir
en todo momento el valor de su “color”.

Los “libres de todos los colores” en la jerarquía del trabajo

13Para los “libres de todos los colores” la relación entre tipo de actividad y clasificación “racial” no se presenta de
manera lineal y simple. La pertenencia a las “castas”, designación genérica de las diferentes mezclas y colores que
constituían la mayoría de los “libres”, se decidía en una dinámica compleja de negociaciones en el interior de un
abanico que tenía al indio y al esclavo sometidos al trabajo y al blanco europeo dedicado a actividades prestigiosas,
como extremos paradigmáticos. En el medio, entre los mejores y los peores, la combinación de criterios era vasta. Tal
era la situación de la mayoría de trabajadores en la cuidad de Santa Fe, al final del siglo XVIII 17. Resulta interesante
ver cómo estos hombres y mujeres se desenvolvían socialmente entre la posibilidad de honor dada por una proporción
relativa de blancura y el deshonor comúnmente asignado al hecho de trabajar para ganarse la vida. Es así como, en un
sutil juego de matices, surgirá la tendencia a delegar y subdelegar el trabajo, y, al mismo tiempo, la ponderación de las
virtudes del trabajo honesto.

El trabajo de otros
14Un primer elemento que concierne la posibilidad individual –o grupal– de servirse del trabajo de otros para su propio
beneficio se encarna en la práctica prestigiosa de rodearse de servidores. La “mucha compañía”, como símbolo de
ascendencia social, era una práctica tan común en la Península como en América 18, aunque el contexto colonial dio
lugar a espacios sociales particularmente propicios. La obligación secular de una parte de la población, los indios
tributarios, y en general la disponibilidad de una mano de obra barata, permitirá una relativa facilidad para delegar el
trabajo, incluso en los sectores más modestos de la población. En estas circunstancias, pese a que el trabajo era una
realidad entre los “libres” sin recursos, diríamos que se vive como una eventualidad, algo circunstancial de lo que hay
que alejarse, incluso sutilmente, en cuanto la ocasión lo permita. Otro elemento, en esta misma lógica, es el prestigio
que implicaba “vivir de la renta”. Observando este valor aristocrático, encontramos, entre la gente trabajadora,
personas que lo poseen o lo ejercen hallándose muy lejos de una posición económica que les permita esta forma de
vida. Sin capital y sin propiedad, les resultaba posible, en ciertas circunstancias, convertir el trabajo de otro –alguien un
poco más vulnerable que ellos–, en una fuente de “renta”.

15Por ejemplo, en 1791 Tomasa Borja19 reclama los salarios del trabajo por moler chocolate, lavar y planchar para el
convento de San Francisco. Si a primera vista diríamos que se trata de una sirvienta, en ciertos detalles de su reclamo
podemos comprender que, sobre la promesa de una remuneración de los solventes curas del convento, el trabajo había
sido realizado por otras mujeres, contratadas –real o virtualmente– por Tomasa. Su posición relativa cambia, por lo
menos a nivel de su entorno; sin convertirse en empresaria, sin abandonar su posición de sirvienta frente a sus
patronos y autoridades de justicia, logra evadir la tarea directa ubicándose en una posición más “conveniente”, aunque
ciertamente inestable y quizás menos rentable en cuanto a la cantidad de dinero realmente percibido.

16En situaciones menos precarias que las de servicio, en el centro del pequeño y mediano comercio, la tendencia a
delegar las tareas es igualmente recurrente, por no decir sistemática20. El propietario o administrador de una tienda o
pulpería contratará, en el instante en el que una mínima estabilidad se lo permita, a un empleado; y esto incluso en el
caso de los más pobres. Un expediente de « disensomatrimonial »21, presentado en 1801 en la ciudad de Santa Fe de
Bogotá, nos permitirá percibir tanto la práctica sutil de tomar distancia de un trabajo como el valor social que este
gesto podía movilizar. En el interior de este proceso judicial de “disenso”, nos interesaremos especialmente en Juana
Josefa Moreno, mestiza y chichera22 –residente en el N°16 de la calle del Despeño del popular barrio las Nieves23–
obligada a explicar y justificar sus orígenes y actividades frente a las acusaciones del hermano de su prometido, que la
considera indigna de entrar en la familia.

17El proceso tendrá la siguiente forma: la oposición al matrimonio es presentada por Don José Ignacio San Miguel;
abogado de la Real Audiencia de Santa Fe, quien alega que su hermano, Don Joaquín de San Miguel, pone en riesgo la
reputación y la honorabilidad de la familia, contrayendo unas “nupcias indignas”24 con Josefa Moreno. La novia
“indigna” es una plebeya, cuya posición “inferior” toma la forma local en su condición de mestiza y chichera. Uno de los
testigos de la acusación dirá de ella “…es de calidad mestiza, reputada gente de la plebe y vive en calidad de
chichera”25. Vemos surgir, en primer lugar, el criterio de “calidad”, que señala su posición en la jerarquía; en segundo
lugar, la “reputación”, como criterio que fija su condición particular, a través de la representación que de ella se hacen
las personas de su entorno: conocidos, vecinos, amigos o enemigos; y finalmente, la fuerza clasificatoria de la actividad
realizada. En la defensa de Josefa (realizada por el propio Don Joaquín, novio y concubino de Josefa, viven en pareja
desde hace varios años), estos criterios de consideración social adquieren ciertos matices. Por ejemplo, frente a la
acusación de mestiza, la defensa alega la existencia, en la familia de Josefa, de curas y ancestros reputados blancos y
que ocupaban “empleos honrosos” en Zipaquirá, de donde es originaria. La acusación por su parte, para descalificar
estas “pruebas”, esgrime la posibilidad de que un mestizo pueda ordenarse de religioso y recalca el hecho de que si
fuese “verdaderamente” blanca, se le daría naturalmente el título de Doña, propio de la dignidad de los blancos, el cual
no le dan ni siquiera sus propios testigos. Frente a las actividades de Josefa surgen, por parte de la defensa, una serie
de argumentos igualmente matizados. Una primera preocupación consiste en redefinir la categoría del negocio de
Josefa, haciéndolo pasar de chichería a tienda. Se insiste en que “en la tienda vendía pan, velas, leña, aguardiente y
otros efectos comestibles »26, y no solamente chicha. Un segundo giro argumentativo, quizás más sutil que el primero,
es que la venta no es realizada por ella misma, sino por empleadas, por “cajeras que le expedían estas y otras
granjerías »27.

18Tenemos entonces la confrontación entre el criterio general del ejercicio de una actividad “infame” -chichera- y los
matices: el mayor prestigio que implica tener una tienda y no una chichería y, especialmente, el hecho de tener otras
personas que realizan la venta en su lugar. Es difícil evaluar los criterios que más pesaron en la decisión de los jueces,
sin duda no serán los argumentos por sí mismos, sino la situación particular la que dará al argumento la fuerza de
convicción. En nuestro caso, la defensa de Don Joaquín, el novio, y los argumentos a favor del matrimonio dados por el
cura de la parroquia de Las Nieves, valieron más que la indignación de Don José Ignacio, quien veía la reputación de la
familia, y sobretodo la suya propia, en peligro. No tuvo más remedio que resignarse, pues el matrimonio terminó
realizándose meses más tarde según consta en los libros parroquiales de Las Nieves28.

19En este caso, lo que llama particularmente nuestra atención es cómo la defensa reconsidera la posición relativa de
Josefa en la forma en que ella realiza su trabajo (en este caso, su negocio): es comerciante y no chichera y, si bien
trabaja, no tiene una relación directa con la clientela, limitando así la relación social que implicaba la venta pública. Dos
detalles que, sin salir del hecho de realizar una actividad o trabajo dado, la ubican en una mejor posición. Sin negar la
actividad, ni su carácter denigrante, la posición de Josefa, por la mediación del trabajo de otros, las cajeras, sería
“superior” a aquella que implica la designación simple de chichera. Así, en este caso, el “cómo” adquiere una dimensión
bien significativa. Agreguemos a esta particularidad el hecho de que los criterios de honor y reputación no son los
mismos para un hombre y para una mujer y, en consecuencia, la evaluación del trabajo realizado, del honor que este
podía quitar o “ensuciar”, difiere en uno u otro caso. Josefa trabajaba preparando la chicha que después era vendida en
la tienda; sin embargo, lo hace en privado, “honrosamente separada en su casa en continuo trabajo para el
mantenimiento de dicha tienda”29. En una mujer, estar “honrosamente separada” era quizás más importante que el
tipo de actividad realizada, de aquí la recurrencia, en las mujeres, a lo que podemos llamar “trabajo privado”. En una
posición intermedia, aquella de no disponer de una fortuna que permita no trabajar, pero teniendo la posibilidad de
crearse una posición que salvaguarde los criterios sociales de la dignidad de una mujer, el trabajo privado se presenta
ciertamente como una opción30.

20Al lado del trabajo delegado y del trabajo privado surge, entre los argumentos de la defensa de Josefa, un elogio de
la actividad que asocia el valor cristiano de la “vida laboriosa” a las repercusiones de una Cédula Real de 1783, que
establecía como digno el ejercicio de ciertos oficios31. Es así como de las ocupaciones de Josefa, la defensa dice: “...no
le puede sobrevenir perjuicio, ni deshonra alguna, pues antes bien es laudable la vida laboriosa y por esta
consideración se han declarado honrados los oficios de curtidores, zapateros, etc., que antes se tenían como viles por
una preocupación vulgar y muy perjudicial…”32. En esta reconsideración social, el trabajo honesto encuentra un nuevo
aliciente, convirtiéndose en una de las formas para tomar distancia con el tradicional peso de un trabajo “denigrante”. A
falta de honores, propios de aquellos que no tienen que trabajar, habrá honestidad.

El trabajo honesto

21Podemos considerar la honestidad como un valor social compensatorio del honor; como un recurso al alcance de
aquellos que no están en la posibilidad de pretender los honores propios de los poderosos. Es necesario, sin embargo,
precisar que no se trata de una sustitución, pues el atributo de la honestidad no borra la falta de honores, ocurre
simplemente que se desplaza el criterio de consideración social. Así, la honestidad como atributo del trabajo y de los
trabajadores se aleja de las valoraciones jerárquicas –y también de las económicas– ubicándonos en el terreno de la
conducta que se espera de todo buen cristiano, es decir, frente a la moral social en vigor.

22El valor de la honestidad, propio de una larga tradición cristiana, será preconizado en toda clase de discursos sobre el
trabajo y los trabajadores: gubernamentales, religiosos, jurídicos o personales. Los ejemplos abundan en los archivos:
infalible en toda certificación de « pobre de solemnidad »33 o en toda reclamación de salarios, la honestidad está
igualmente presente en toda consideración bienintencionada sobre los trabajadores34, así como en todo proyecto de
“recuperación” moral, política o económica de estos. En este sentido la honestidad era, finalmente, el centro de una
“moral social del trabajo”, profundamente enraizada en la sociedad santafereña de la época.

23Frente a la rigidez de los tajantes estamentos sociales, la honestidad entra a jugar un rol de gran importancia, que
resulta aun más interesante, cuando pensamos en el uso que los mismos trabajadores hacían de ella. Podemos decir
que con la honestidad, las personas llegaban a renegociar, en ocasiones con un mínimo de elementos, sus posiciones
relativas: sin borrar el cuadro general fuertemente jerárquico –que sustentaba la acción social compartida– era posible
enmendar, entretejer, reapropiarse de los valores sociales a disposición, buscando construirse un lugar de acuerdo con
las expectativas recíprocas que generaban sus vidas en común. La honestidad, en nuestro caso la honestidad del
trabajo, se presenta como una especie de comodín social utilizable en diversos contextos. Es así que esta loable
honestidad la encontramos desde la Edad Media hasta la época Moderna, tanto en los discursos de los moralistas como
en aquellos de los reformadores del siglo XVIII: en el discurso de un jesuita del siglo XVII como Pedro de Guzmán35 y
en la obra emblemática de un Campomanes36. A nivel local, estará presente, por ejemplo, tanto en el centro de la
visión que tiene Fray Joaquín de Finestrad 37de los trabajadores como en los discursos y críticas publicados en los dos
primeros periódicos de la cuidad (Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá [1791]38y Correo curioso, erudito,
económico y mercantil [1801]39) expresión del pensamiento más modernizante de la época. Pero lo que nos importa
señalar de manera particular es la interiorización que se percibe por parte de los habitantes; la honestidad es un valor
presentado continuamente como discurso sobre sí o sobre los otros, incluso cuando no llega a traducirse -directa y
automáticamente- en comportamientos observables.

A manera de conclusión

24Empezamos señalando el proceso de estructuración social de la jerarquía colonial en función de la blancura, o del
color, para establecer la relación entre esta y la actividad o el trabajo de las personas. Dado que hemos resaltado la
fuerza social de las distinciones étnicas o raciales, no es vano aclarar que, para nosotros, la base del fenómeno
jerárquico del “color” no reside en la “evidencia” de las diferencias biológicas ni, por cierto, tampoco culturales. Hemos
insistido en el carácter claramente social y relacional de esta jerarquía, incluso si ella se expresa en términos de “raza”
o de “sangre”40. En el centro de esta configuración general, observamos, a escala de unas relaciones interpersonales,
una forma de urdir y tramar, a partir de las consideraciones comunes en torno al trabajo y al honor. Este acercamiento
nos ha puesto, a fin de cuentas, frente al juego –a la vez rígido y flexible– de las dependencias e interdependencias que
enlazan las vidas de las personas; en este caso de aquella de ciertos trabajadores mestizos, de una ciudad andina, al
final del siglo XVIII.

25Es este “hilado” el que nos permite decir, en esta conclusión, que el considerable alcance social del criterio de
“blancura” no implicaba necesariamente una consideración univalente y absoluta de este. Sus repercusiones pueden ser
percibidas como un código común en función del cual los individuos van a desplazarse los unos en relación con los
otros, en una dinámica en la que entran en juego tanto los determinismos sociales como la creatividad de las
recomposiciones de todo tipo. Es justamente este movimiento lo que hemos querido expresar con dinámicas mestizas.
En ellas lo que interesa es la “trama”, la manera de tejer, el movimiento que acerca o que separa, entrecruzando
diferentes esferas de referencia: política, cultural, moral, económica, y no simplemente el “tejido social resultante”. Son
esos entramados y superposiciones los que dan cuenta de la complejidad y de la densidad de los fenómenos y
comportamientos sociales observados.

Notes

1 Escribo el presente artículo a partir del capítulo 5 de mi tesis de doctorado en Historia y Civilización: « Hommes
fainéants et indolents, femmes dissolues…Paresse et travail à Santa Fe de Bogota (Nouvelle-Grenade) XVIIIe siècle »,
defendida el 27 de junio de 2007, EHESS-París. Jurado: Mme Arlette Farge, Mme Simona Cerutti, M. Zacarias
Moutoukias, M. Hermes Tovar, M. Jean Piel, M. Juan Carlos Garavaglia -director de la tesis-.

2 Asociación recurrente en el tratamiento de los mestizajes, ver por ejemplo René Depestre, Le métier à métisser,
Paris, Editions Stocks, 1998.
3 C. Bernand et S. Gruzinski mostraron de qué manera la generalización de los mestizajes acostumbra a los individuos
a circular entre culturas y formas de vida, desarrollando una aptitud a variar de registro, a mezclar o a multiplicar las
pertenencias. Cf, Histoire du Nouveau Monde. II Les métissages (1550-1640), Paris, Fayad, 1993.

4 Pienso especialmente en la forma en que se articularon y adaptaron la Encomienda ibérica, la Mita precolombina y la
esclavitud moderna, generando formas de acción y de relación propias del contexto colonial. Un mismo fenómeno se
observa en las particularidades del derecho indiano, como lo muestran los trabajos de Víctor Tau Anzóategui (La ley en
América hispana: del descubrimiento a la emancipación, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia,
1992; Casuismo y sistema: indagación histórica sobre el espíritu del derecho indiano, Buenos Aires, Instituto de
Investigaciones de Historia del Derecho, 1992).

5 La bibliografía sobre los mestizajes en América Ibérica es larga, por lo que sólo citaremos algunos títulos para
mostrar cómo esta noción ha acompañado los criterios predominantes de lectura de “lo social” de toda historiografía
americanista. Desde el acento en los aspectos biológicos de la « mezcla de razas », a la comprensión social de la
jerarquía étnica, pasando por visiones jurídicas, económicas, demográficas, filosóficas, antropológicas o de historia
cultural, el mestizaje está presente en todo el proceso del pensamiento histórico sobre las sociedades del Nuevo Mundo.
Ver por ejemplo: Magnus Mörner, La mezcla de razas en la Historia de América Latina, Buenos Aires, Paidos, 1969
(1967); R. Konetzke, La legislación española y el mestizaje en América, R.H.A., n° 53-54, jun-dic.1962, p.176-181;
Angel Rosenblatt, La población Indígena y el mestizaje en América, Buenos Aires, Editorial Nova, 1954; Nicolás
Sánchez-Albornoz, La población de América latina: desde los tiempos precolombinos al año 2000, Madrid, Alianza
Editorial, 1973; Claudio Esteva Fabregat, El mestizaje en Iberoamérica, Madrid, Editorial Alambra, 1988; Alfredo
Gómez-Muller, Alteridad y ética desde el descubrimiento de América, Madrid, Akal, 1997 ; C. Bernard et S.
Gruzinski, Histoire du Nouveau Monde. II Les métissages (1550-1640), Paris, Fayad, 1993 ; S. Gruzinski, La pensée
Métisse, Paris, Fayad, 1999 ; L. Turgeon, Patrimoines métisses, contextes coloniaux et postcoloniaux, Québec/Paris,
Les Presses de l’Université de Laval / MSH, 2003; T. Saignes; T. Bouysse-Cassagne, « Dos confundidas identidades:
mestizos y criollos en el siglo XVII », en Hiroyasu Tamoeda y Luis Millones (eds.), 500 años de mestizaje en los Andes,
Senri Ethnological Studies, 33, National Museum of Ethnology, Osaka, Japón, 1992, p.14-26 et « Le cholo, absent de
l’histoire Andine » en S. Gruzinski ; N. Wachtel (éd.), Le Nouveau Monde, Mondes Nouveaux, l’expérience américaine,
Paris/ Editions de l’EHESS, 1996; Jean-Paul Zuñiga, La voix du sang. Du métis à l’idée du métissage en Amérique
espagnole, Anales EHSS, mars-avril 1999, n° 2, p. 425-452.; J. Poloni-Simard, La mosaïque indienne. Mobilité,
stratification social et métissage dans le corregimiento de Cuenca (Ecuateur), du XVIe au XVIIIe siècle, Paris, Editions de
l’EHESS, 2000 y « Redes y Mestizaje, propuestas para el análisis de la sociedad colonial », en G. Boccara y S. Galindo
(éds), Lógicas mestizas en América, Temuco, Instituto de Estudios Indígenas – Universidad de la Frontera, 1999.

6 Sobre la connotación claramente “racial” que históricamente ha llevado el término mestizaje, remitimos a la discusión
que propone el antropólogo africanista Jean-Loup Amselle, Logiques métisses. Anthropologie de l'identité en Afrique et
ailleurs, Payot, 1990 y Branchements. Anthropologie de l'universalité des cultures, Paris, Flammarion, 2001.

7 Ver Bernard Perret, De la société comme monde commun, Paris, Desclée de Brouwer, 2003.

8 Fundada en 1538, en el medio de los Andes, Santa Fe de Bogotá fue una de las capitales del vasto y heterogéneo
conjunto que conformó el Imperio Español. Como capital de la Nueva Granada, era la ciudad más importante de la
región y sede de las autoridades coloniales. Su población –18.000 habitantes en 1793– era mayoritariamente mestiza,
aunque contaba también con el más importante núcleo de población blanca de la región. Con una vocación económica
fundamentalmente local y poco desarrollada, el comercio, el artesanado y los servicios constituían las actividades más
comunes de sus habitantes.

9 Aunque la discusión del estatus de la noción de trabajo no hace parte de nuestros propósitos, existe, en este artículo,
la clara opción de dejar de lado toda clasificación de las actividades y la determinación de lo que es y lo que no es
trabajo, para avanzar en el sentido de una visión relacional y, como tal, profundamente histórica de las actividades. En
este camino, seguimos la perspectiva desarrollada por Hannah Arendt alrededor de la trilogía trabajo/obra/acción,
expresiones todas de la “vita activa”; para Arendt se trata de un sistema que necesita ser pensado en conjunto y en
sus relaciones (cf: Condition de l’homme moderne, Paris, Calmann-Lévi, 1961). Bajo esta perspectiva y a partir del
momento en el que tomamos las acciones realizadas por los individuos “en cuanto relaciones”, aquello que nos ubicaría
en una u otra actividad no sería tanto lo que se hace, sino la relación “con el mundo” que esto conlleva. En
consecuencia, no habría “propiedades” intrínsecas a cada actividad, sino relaciones que las constituyen y les dan
sentido en un momento dado y en el interior de una configuración precisa. Sobre la búsqueda de una visión relacional
de lo social ver entre otros los trabajos de Norbert Elias, en particular La société des Individus, Paris, Fayard, 1991.

10 Pechero: obligado a pagar un pecho o tributo.

11 Incluso considerando que los indios eran, por derecho, vasallos libres de Rey, no debemos olvidar que pesaba sobre
ellos una servidumbre en sentido lato, a causa de la “inaptitud” y de la “barbarie” que les era asignada. Sobre esta
situación de libertad formal y servidumbre de hecho ver Silvio Zabala, Filosofía de la Conquista, México, FCE, 1977
(1967). Especialmente el capítulo III, “Servidumbre natural”.

12 Recordemos que para obtener la autorización real para pasar a las Indias, era necesario presentar un certificado de
« pureza de sangre ».

13 Sobre la jerarquía como « englobement du contraire »; como relación que envuelve los opuestos, ver Louis
Dumont, Homo hierarchicus, le système des castes et ses implications, Paris, Gallimard, 1966, p.394-403.
14 Zuñiga, La voix du sang…, Op.Cit.

15 Ibid., p.434.

16 Alejandro de Humboldt. En José Luis Díaz Granados (comp.), Viajeros Extranjeros por Colombia, Bogotá, Presidencia
de la República, Imprenta Nacional, 1997, p.10 a 12.

17 En 1793 los « libres de todos los colores » representaban el 54.8 % de la población de la cuidad, frente a un 7% de
indios y esclavos y un 38.3% de blancos. (Censo de 1793 de Santa Fe, Biblioteca Nacional, fondo Pineda, tomo 1036,
pieza 44).

18 Cf B. Benassar, L’homme Espagnol. Attitudes et mentalités du XVI au XIX siècle, Paris, Hachette, 1975 y T. Gómez,
“Vida Cotidiana en Tunja y Santafé”, en La Ville en Amérique Espagnole Coloniale, Paris, Université de la Sorbonne
Nouvelle, Paris III, 1984.

19 AGN, Miscelánea, t.84, f.285.

20 John E. Kicza, muestra la recurrencia de esta práctica en la ciudad de México: “En la ciudad de México a fines del
período colonial-dice- prevalecía una diferencia muy marcada entre la propiedad y la administración de
establecimientos comerciales de todo nivel”. (Empresarios coloniales, Familias y negocios en la ciudad de México
durante los Borbones, México, FCE, 1896, p.153). La administración delegada de los locales comerciales podía darse
por contrato de asociación (convenio de compañía) o empleando cajeros y muy frecuentemente superponiendo las dos
modalidades. Si había un administrador asociado al propietario, este se procuraba sus empleados, delegando el trabajo
de vigilancia y de la permanencia en la tienda, a los cajeros. Si la lógica económica de esta práctica se explicaba en los
grandes comerciantes “fue la existencia de estos socios administradores lo que los liberó y les permitió concentrarse en
las transacciones al mayoreo y en las cuestiones más generales de la administración de los negocios” (p.171) su
continuidad en los administradores y pequeños comerciantes era, por el contrario, menos evidente desde el punto de
vista económico.

21 AGN, Civiles, t.7. f.257-318, documento trascrito por V. Pineda et R.P. Giraldo, Miscegenación y cultura en la
Colombia colonial, 1750-1810. t1, p. 219 a 223.

22 Vendedora de chicha, licor de maíz fermentado, de origen indígena, cercano al pulque mexicano.

23 Censo del barrio Las Nieves (AGN, Milicias y Marina, t. 141, f. 151 a 162).

24 AGN, Civiles, t.7. f. 257.

25 AGN, Civiles, t.7. f.260.

26 AGN, Civiles, t.7. f.260.

27 Ibíd.

28 Libros parroquiales, Las Nieves, 04MA, f.87r. Enero 20 de 1802.

29 AGN, Civiles, t.7. f.260.

30 Digamos de paso que la práctica del trabajo privado reforzaría la invisibilidad social del trabajo femenino. Abordo
este aspecto en la ya mencionada tesis doctoral “Hommes fainéants et indolents, femmes dissolues…” op.cit.;
especialmente en el capítulo 3.

31 Cédula Real de Carlos III, 18 de marzo de 1783. Se trata de una Real Cédula, comúnmente citada en los trabajos
históricos en torno a las Reformas del siglo XVIII en la Península y en América, en particular cuando se trata de
examinar los cambios en la consideración social del trabajo. Sin embargo, la validez de esta Cédula en América no es
tan clara como se supone. En 1803 el Consejo de Indias hará el siguiente comentario a las pretensiones locales de su
aplicación: “Si en la Península, donde no hay más que nobles y plebeyos, ha producido dicha disposición siniestras
inteligencias que han dado motivo a la posterior real resolución (1803) cuales no causaría en América con la multitud
de castas de pardos, zambos, mulatos, zambaigos, mestizos, cuarterones, octavones. Todas estas tienen el vicio en la
raíz y se hallan infectas […] como cabalmente los de dichas castas son los que ejercen los oficios de herrero, zapatero y
demás mecánicos, si se comunicase la referida Cédula a aquellos países, se originaría un trastorno y consecuencias
perjudiciales al estado, creyéndose con ella dispensado el vicio que tienen en su origen.” R. Konetzke (ed), Colección
de documentos inéditos para la historia de la formación de Hispanoamérica1493- 1810. Madrid, Consejo Superior de
investigaciones científicas, 1962, t. III-2, Doc. 373, p.834.

32 AGN, Civiles, t.7. f. 318.

33 Para tener acceso a ciertas deducciones, como por ejemplo el monto a pagar en una acción de justicia, era
necesario certificar el estatuto de « pobre de solemnidad ».
34 Sobre una consideración de la honra en el conjunto de la América Ibérica, remito al articulo Carmen Bernand, « Las
representaciones del trabajo en el mundo hispánico: de la infamia a la honra », en Eduardo França Paiva; Carla Jubho
Anastasia (dir.), O Trabalho Mestiço. Maneiras de Pensar e formas de viver, séculos XVI a XIX, São Paulo, Annablume /
Pósgraduação Historia Universidade Federal de Minas Gerais, 2002.

35 Pedro de Guzmán, Bienes del honesto trabajo y daños de la ociosidad, en ocho discursos, Madrid en la Imprenta
Real, 1614.

36 Discurso sobre el fomento de la industria popular, Madrid, Imprenta de Antonio Sancha, 1774; Discurso sobre la
Educación Popular, Madrid, Editora Nacional, edición preparada por F. Aguilar Piñal, 1978.

37 Joaquín de Finestrad, “El vasallo instruido”, en Los Comuneros, Biblioteca de Historia Nacional, vol. IV, Bogotá,
Imprenta Nacional, 1905.

38 Edición de reproducción, VI tomes, Bogotá, Banco Popular de la República, 1987.

39 Edición de reproducción, Bogotá, Biblioteca Nacional-Colcultura, 1993, p.118.

40 A propósito de la diferencia racial en los fenómenos de exclusión social, remito a la lúcida reflexión de N. Elias y J.
L. Scotson, Logiques de l’exclusion. Paris, Fayard, 1997.

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