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Era la última festividad del siglo en el pueblo.

En un pequeño ranchito de varas de maizal en los linderos


de la Finca Montecristo con el pueblo, una humilde mujer daba a luz auxiliada por la comadrona que había
llegado a regañadientes, pues, cuando le avisaron, el Lencho estaba a punto de decirle lo que tanto espe-
raba. Pero el deber había llamado y el deber era primero y si no se cumplía el Señor Presidente acostum-
braba afusilar al incumplido.

Faltando cinco minutos para que terminara el día, nació un hermoso varón. A pesar de sus mejores es-
fuerzos, la Tomasa sólo pudo salvar al niño. Rapidito acomodó el cuerpo de manera que el fuego del pollo
no lo dejara enfriar muy rápido y prendió al recién nacido de la teta. A sí recibió su primera y única comida
que le proporcionó su madre, La Tomasa corrió de inmediato a buscar a su Lencho, a ver si no se le habían
enfriado las intenciones.

Aunque aún era día de fiesta, al día siguiente hubo junta de notables, el señor alcalde, el señor cura, el
concejal, la señorita directora de la escuela, y el colado de turno de las adinerados del pueblo. No habían
terminado de juntarse y de conocer el asunto, cuando el señor cura los levantó a todos, los llevó a la Pila
Bautismal y procedió, por tradición le tocó el nombre de José, y por tradición más antigua, “el de Pinula”
como apellido. José el de Pinula, nombre prometedor de un buen futuro, aunque bastardo y no precisa-
mente real.

Regresaron todos a la sala de reunión a resolver que hacían con la criatura. Como Doña Florencia, la di-
rectora de la Escuela, se había ofrecido a ser la madrina, también se ofreció a hacerse cargo de la crianza
y educación. Y así se acordó.

Doña Florencia, en sus últimos treintas, era una hija exilada de una de las grandes familias de la Capital.
Se decía, que, por algún incidente engorroso con uno de los ministros, y otros decían que había sido con
el mismísimo Señor Presidente. Lo cierto es que la familia todas las semanas le enviaban sus provisiones
con un propio en carruaje y no carecía de nada. Como es de suponer, la vida con poca actividad social del
pueblo, a diferencia de la que había vivido con su familia en la Capital, con grandes bailes, conciertos y
temporadas de ópera, poco a poco llevó a que las provisiones llegaran, primero con vinitos, después con
licores aromáticos, y después con exquisito cognac para el señor cura que nunca llegaba a sus manos.

José el de Pinula creció con su madrina, quien nunca le enseñó a leer y escribir porque su condición no lo
ameritaba. Se inventaba sus propios juguetes y juegos, los demás niños, también se apartaban de él, por
su condición. Por lo que cayó en la soledad de su condición y poco a poco fue probando el contenido de
aquellas botellitas que lo hacían sentir mejor y se acostumbró a ellas.

Pasaron los años, y cuando cumplió los diez y ocho, hubo otra reunión de notables, diferente alcalde
(porque, el mismo Señor Presidente, había nombrado a otro), mismo señor cura, diferente concejal.
Misma Doña Florencia y diferente colado de los pudientes. Llegaron a la conclusión que por su mayoría
de edad y por decoro, José el de Pinula, ya no podía seguir viviendo en la casa de su Madrina y que tenía
que ganarse su sustento diario. Así que, como protegido de la Alcaldía, por su condición, se le asignó como
vivienda un rinconcito en la caballeriza municipal que podía acondicionar para dormir y trabajaría como
mensajero y mozo de establo para cubrir la renta de tan espléndido hospedaje, su Madrina continuaría
enviándole sus alimentos.

En su nueva vida, sólo había un detalle que faltaba, el vicio al que se había acostumbrado. Empezó, en sus
tardes, después de sus actividades laborales, a visitar las cantinas del pueblo, no eran muchas. Por sus
recorridos como mensajero de la Municipalidad ya era conocido, así que no le costó que lo invitarán con
mucha cordialidad.

Todas las noches, en el día de la festividad del pueblo, hacía el recorrido de las cantinas empezando a las
ocho, participando del jolgorio. Faltando un cuarto para las doce silenciosamente se apartaba y se iba a
una banca del parque a celebrar en soledad su cumpleaños.

Pasaron los años y cuando cumplía treinta y tres años, estaba en la banca del parque como de costumbre,
cuando exactamente en la hora de su nacimiento vió a una mujer vestida parecida a una monja pro con
colores más festivos, que le dijo: “José, espeso mío, ven, que te estoy esperando”

A la mañana siguiente encontraron el cuerpo de José el de Pinula, rígido, sentado en la banca del parque.
En el rostro una expresión de serenidad y admiración, con los ojos muy abiertos.

Enterraron el cuerpo de José el de Pinula envuelto en un petate, en una fosa abierta en el cementerio del
pueblo, por cruz dos varas de milpa cruzadas y por lápida una cartulina con el nombre y los años de su
vida. La cartulina con el sol y la lluvia desapareció, si no es que el viento también ayudó, al igual que la
significativa y humilde cruz. Desaparecidas las marcas el tiempo se encargó de emparejar el promontorio
que lo cubría y en poco tiempo ya no se sabía en donde estaba la tumba.

Al año siguiente en el día de la festividad, a las ocho de la noche, se abrieron las puertas de una de las
cantinas del pueblo y entró José el de Pinula, la concurrencia al verlo lo recibió con gran cordialidad, la
embriaguez cubría un recuerdo. Al igual que sus años anteriores, se sentó en una mesa, pero esta vez no
bebía, y trataba de hablarle a su vecino más cercano quién en poco tiempo cambiaba de lugar. Hizo el
recorrido como los años anteriores y faltando una cuarto para las doce se retiró a la banca del parque.

Asi pasaron los años. Cambiaron las generaciones, pero por el traslape, José el de Pinula, siempre era
bienvenido. Nadie notó que solo llegaba la noche de la festividad del pueblo, que ya no lo veían trabajando
en la municipalidad.

La noche de los cien años de su nacimiento, en la puerta de la cantina, faltando un cuarto para las doce,
se acercó a la puerta, se giró y con una voz suave pero penetrante dijo: “por sesenta y siete años he venido
cumpliendo mi penitencia y ninguno me ha escuchado, yo ya he cumplido, Adios.” En el ambiente, con las
primeras palabras desaparecieron las nubes de la embriaguez, en ese instante todos reconocieron al fa-
llecido hacía sesenta y siete años. Dicen que muchos que estuvieron esa noche dejaron el licor de por vida
y otros que oyeron la narración y que recordaron haberlo visto en su mesa.

Esa noche, José el de pinula, no se detuvo en la banca del parque.

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