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La Caverna de Las Ideas - Jose Carlos Somoza
La Caverna de Las Ideas - Jose Carlos Somoza
La Caverna de Las Ideas - Jose Carlos Somoza
Un desafío de
ficción, diversión y espejismo, donde
nada es lo que parece y donde
hasta el simple hecho de seguir
leyendo puede resultar arriesgado.
La caverna de las ideas es una obra
griega clásica que narra una
intrigante historia: diversos
asesinatos ocurridos en la época de
Platón. Cuerpos mutilados de
efebos son descubiertos en las
calles de Atenas, crímenes
inexplicables que no parecen seguir
ningún orden lógico. Heracles
Póntor, el Descifrador de Enigmas,
se encargará de resolverlos con
ayuda de uno de los filósofos de la
célebre Academia platónica,
Diágoras de Medonte.
Pero el propio texto de La caverna
de las ideas, que el lector tiene
ahora en sus manos, también
esconde secretos: sus traductores
desaparecen o mueren, y el actual
se enfrenta a un enigma milenario
que desborda su capacidad de juicio
y en el que se imbricará tanto la
novela como la percepción de cada
lector.
José Carlos Somoza
La caverna de
las ideas
ePub r1.0
Yorik 28.06.14
José Carlos Somoza, 2000
El muchacho se hallaba
extrañamente quieto entre los árboles.
Parecía contemplar la cabeza de piedra
de la mujer con cuerpo de león y alas de
águila, pero su prolongada inmovilidad
—tan semejante a la de la estatua—
hacía pensar que su mente se hallaba
muy lejos de allí. El hombre lo
sorprendió en aquella postura: de pie,
los brazos junto al cuerpo, la cabeza un
poco inclinada, los tobillos unidos. El
crepúsculo era frío, pero el muchacho
sólo vestía una ligera túnica, corta como
los jitones espartanos, que se agitaba
con el viento y dejaba desnudos sus
brazos y sus muslos blancos. Los bucles
castaños estaban atados con una cinta.
Calzaba hermosas sandalias de piel. El
hombre, intrigado, se acercó: al hacerlo,
el muchacho percibió su presencia y se
volvió hacia él.
—Ah, maestro Diágoras. Estabais
aquí…
Y comenzó a alejarse. Pero el
hombre dijo:
—Aguarda, Trámaco. Precisamente
quería hablarte a solas.
El muchacho se detuvo dándole la
espalda (los blancos omoplatos
desnudos) y giró con lentitud. El
hombre, que intentaba mostrarse
afectuoso, percibió la rigidez de sus
suaves miembros y sonrió para
tranquilizarle. Dijo:
—¿No estás desabrigado? Hace un
poco de frío para tu escaso vestido…
—No siento frío, maestro Diágoras.
El hombre acarició con cariño el
ondulado contorno de los músculos del
brazo izquierdo de su pupilo.
—¿Seguro? Tu piel está helada,
pobre hijo mío… y pareces temblar.
Se acercó aún más, provisto de la
confianza que le otorgaba el afecto que
sentía por él, y, con un suave gesto, un
movimiento casi maternal de sus dedos,
le apartó los rizos castaños arrollados
en la frente. Una vez más se maravilló
de la hermosura de aquel rostro
intachable, de la belleza de aquellos
ojos color miel que lo contemplaban
parpadeando. Dijo:
—Escucha, hijo: tus compañeros y
yo hemos notado que te ocurre algo.
Últimamente no eres el mismo de
siempre…
—No, maestro, yo…
—Escucha —insistió el hombre con
suavidad, y acarició el terso óvalo del
rostro del muchacho tomándolo con
delicadeza del mentón, como se coge
una copa de oro puro—. Eres mi mejor
alumno, y un maestro conoce muy bien a
su mejor alumno. Desde hace casi un
mes parece que nada te interesa, no
intervienes en los diálogos
pedagógicos… Espera, no me
interrumpas… Te has alejado de tus
compañeros, Trámaco… Claro que te
ocurre algo, hijo. Dime tan sólo qué es,
y juro ante los dioses que procuraré
ayudarte, ya que mis fuerzas no son
escasas. No se lo diré a nadie si no
quieres. Tienes mi palabra. Pero confía
en mí…
Los ojos castaños del muchacho se
hallaban fijos en los del hombre, muy
abiertos. Quizá demasiado abiertos.
Durante un instante hubo silencio y
quietud. Entonces el muchacho movió
lentamente sus rosados labios, húmedos
y fríos, como si fuera a hablar, pero no
dijo nada. Sus ojos continuaban
dilatados, saltones, como pequeñas
cabezas de marfil con inmensas pupilas
negras. El hombre advirtió algo extraño
en aquellos ojos, y se quedó tan absorto
contemplándolos que apenas percibió
que el muchacho retrocedía unos pasos
sin interrumpir su mirada, el blanco
cuerpo aún rígido, los labios
apretados…
El hombre continuó inmóvil mucho
tiempo después de que el muchacho
huyera.
El Descifrador de Enigmas se
hallaba sentado ante el escritorio, una
mano apoyada en la gruesa mejilla,
pensando.[76]
Yasintra penetró en la habitación sin
hacer ruido, de modo que cuando él alzó
la vista la halló de pie en el umbral, su
imagen dibujada por las sombras. Vestía
un largo peplo atado con fíbula al
hombro derecho. El seno izquierdo,
atrapado apenas por un cabo de tela, se
mostraba casi desnudo.[77]
—Sigue trabajando, no quiero
molestarte —dijo Yasintra con su voz de
hombre.
Heracles no parecía molesto.
—¿Qué quieres? —dijo.[78]
—No interrumpas tu labor. Parece
tan importante…
Heracles no sabía si ella se burlaba
(resultaba difícil saberlo, porque, según
creía, todas las mujeres eran máscaras).
La vio avanzar lentamente, cómoda en la
oscuridad.
—¿Qué quieres? —repitió.[79]
Ella se encogió de hombros. Con
lentitud, casi con desgana, acercó su
cuerpo al de él.
—¿Cómo puedes estar tanto tiempo
ahí sentado, a oscuras? —preguntó con
curiosidad.
—Estoy pensando —dijo Heracles
—. La oscuridad me ayuda a pensar.[80]
—¿Te gustaría que te diera un
masaje? —murmuró ella.
Heracles la miró sin responder.[81]
Ella extendió sus manos hacia él.
—Déjame —dijo Heracles.[82]
—Sólo quiero darte un masaje —
murmuró ella, juguetona.
—No. Déjame.[83]
Yasintra se detuvo.
—Me gustaría hacerte disfrutar —
musitó.
—¿Por qué? —pregunto Heracles.
[84]
—Te debo un favor —dijo ella—.
Quiero pagártelo.
—No es necesario.[85]
—Estoy tan sola como tú. Pero
puedo hacerte feliz, te lo aseguro.
Heracles la observó. El rostro de
ella no mostraba ninguna expresión.
—Si quieres hacerme feliz, déjame a
solas un momento —dijo.[86]
Ella suspiró. Volvió a encogerse de
hombros.
—¿Te apetece comer algo? ¿O
beber? —preguntó.
—No quiero nada.[87]
Yasintra dio media vuelta y se
detuvo en el umbral.
—Llámame si necesitas algo —le
dijo.
—Lo haré. Ahora vete.[88]
—Sólo tienes que llamarme, y
vendré.
—¡Vete ya![89]
La puerta se cerró. La habitación
quedó a oscuras otra vez.[90]
IX
Como los delitos que se le
imputaban a Menecmo, hijo de Lacos,
del demo de Carisio, eran de sangre —
de «carne», como pretendían algunos—,
el juicio se celebró en el Areópago, el
tribunal de la colina de Ares, una de las
instituciones más venerables de la
Ciudad. Sobre sus mármoles se habían
cocinado las fastuosas decisiones del
gobierno en otros tiempos, pero, tras las
reformas de Solón y Clístenes, su poder
se había visto reducido a una simple
magistratura encargada de juzgar los
homicidios voluntarios, que sólo ofrecía
a sus clientes condenas de muerte,
pérdidas de derechos y ostracismos. No
había ateniense, pues, que se deleitara
observando las gradas blancas, las
severas columnas y el alto podio de los
arcontes situado frente a un pebetero
redondo como un plato donde
espumaban olorosas hierbas en honor de
Atenea, cuyo aroma —afirmaban los
entendidos— recordaba vagamente el de
la carne humana asada. Sin embargo, en
ocasiones, se celebraba un pequeño
festín a costa de algún acusado notable.
El juicio de Menecmo, hijo de
Lacos, del demo de Carisio, había
despertado gran expectación, más por la
nobleza de las víctimas y la sordidez de
los crímenes que por él mismo, pues
Menecmo no pasaba de ser uno de los
muchos herederos de Fidias y Praxíteles
que se ganaban la vida vendiendo sus
obras, como quien vende carne, a
mecenas aristocráticos.
Pronto, tras el anuncio estridente del
heraldo, no quedó ni un solo espacio
libre en las históricas gradas: metecos y
atenienses pertenecientes al gremio de
escultores y ceramistas, así como poetas
y militares, componían la mayoría del
hambriento público, pero no faltaban los
simples ciudadanos curiosos.
Los ojos se hicieron grandes como
bandejas y hubo murmullos de
aprobación cuando los soldados
presentaron al acusado, atado por las
muñecas, magro de carnes pero recio y
consistente. Menecmo, hijo de Lacos,
del demo de Carisio, erguía el torso y
levantaba mucho la cabeza, aderezada
de mechones de cabello gris, como si en
vez de una condena fuera a recibir un
honor militar. Escuchó con calma la
jugosa lista de las acusaciones y,
acogiéndose a la ley, guardó silencio
cuando el arconte orador lo requirió
para rectificar lo que creyera oportuno
en los cargos que se le imputaban.
¿Hablarás, Menecmo? Nada: ni un sí, ni
un no. Seguía irguiendo el pecho con el
terco orgullo de un faisán. ¿Se
declararía inocente? ¿Culpable?
¿Ocultaba un terrible secreto que
pensaba revelar al final?
Desfilaron los testigos: sus vecinos
sazonaron el preámbulo hablando de los
jóvenes, por lo general vagabundos o
esclavos, que frecuentaban su taller so
pretexto de posar como modelos para
sus obras. Se comentaron sus aficiones
nocturnas: los gritos picantes, los
gruñidos golosos, el agridulce olor de
las orgías, la media docena diaria de
efebos desnudos y blancos como
pastelillos de nata. Muchos estómagos
se contrajeron al escuchar tales
declaraciones. Varios poetas afirmaron
después que Menecmo era buen
ciudadano y mejor autor, y que se
esforzaba afanosamente por recuperar la
antigua receta del teatro ateniense, pero
como eran artistas tan insípidos como
aquel al que pretendían ensalzar, los
arcontes hicieron caso omiso de sus
testimonios.
Le tocó el turno a la casquería de los
crímenes: se acentuaron los ribetes
sangrientos, la carne retazada, la
delicuescencia de las vísceras, la
crudeza inane de los cuerpos. Habló el
capitán de la guardia de frontera que
había encontrado a Trámaco; opinaron
los astínomos que hallaron a Eunío y
Antiso; las preguntas aparejaron una
guarnición de despojos; la fantasía
adobó un cadáver con tarazones de
piernas, rostros, manos, lenguas, lomos
y vientres. Por fin, al mediodía, bajo los
tostadores dominios de los corceles del
Sol, la oscura silueta de Diágoras, hijo
de Jámpsaco, del demo de Medonte,
subió las escalinatas del podio. El
silencio era sincero: todos esperaban
con devoradora impaciencia lo que
suponían que sería el principal
testimonio de la acusación. Diágoras,
hijo de Jámpsaco, del demo de Medonte,
no los defraudó: fue firme en sus
respuestas, impecable en la clara
pronunciación de las frases, honrado en
la exposición de los hechos, prudente a
la hora de juzgarlos, con cierto regusto
amargo al final, un poco duro en algún
punto, pero en general satisfactorio. Al
hablar, no miró hacia las gradas, donde
Platón y algunos de sus colegas se
sentaban, sino hacia el podio de los
arcontes, a pesar de que éstos no
parecían prestar la más mínima atención
a sus palabras, como si ya tuvieran
segura la sentencia y su declaración
fuera considerada un mero aperitivo.
A la hora en que el hambre empieza
a inquietar las carnes, el arconte rey
decidió que el tribunal ya contaba con
suficientes testimonios. Sus límpidos
ojos azules se volvieron hacia el
acusado con la cortés indiferencia de un
caballo.
—Menecmo, hijo de Lacos, del
demo de Carisio: este tribunal te
concede el derecho a defenderte, si así
lo deseas.
Y de repente, el solemne redondel
del Areópago, con sus columnas, su
oloroso pebetero y su podio, se concretó
en un solo punto hacia el que
convergieron las glotonas miradas del
público: el rostro poco hecho del
escultor, sus carnes oscuras surcadas
por los cortes de la trinchante madurez,
sus ojos adornados de parpadeos y su
cabeza espolvoreada de cabellos grises.
En un silencio ansioso, como de
libación previa a un banquete,
Menecmo, hijo de Lacos, del demo de
Carisio, abrió la boca lentamente y
deslizó la punta de la lengua por los
resecos labios.
Y sonrió.[91]