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Para ser competitivos

FRANCISCO RUEDAS MORENO - Pontevedra - 24/12/2011

Los empresarios hablan de productividad, de competitividad, ¿pero realmente


saben de qué hablan? Resulta que el país más competitivo del mundo no es
China, ni Vietnam; es increíble, es... ¡Suiza!

Vaya, un país que no tiene miniempleos, minisueldos ni jornadas


interminables... ¿Cómo puede ser? ¿En qué nos estamos equivocando?

La competitividad viene del ingenio, no de las subvenciones; viene de la elección


de las mejores herramientas, no de la chapuza; viene de la organización, no de
las reuniones repetitivas, ni de las comilonas; del aprovechamiento del tiempo,
no del estiramiento interminable de las jornadas; tiempo para trabajar y tiempo
para divertirse, no tiempo para divertirse en el trabajo. Viene de la inteligencia,
eligiendo a los mejores para cada puesto; poniendo un ingeniero donde hace
falta, no a un cuñado; eligiendo un director que sepa dirigir, no al que hace
mejor la pelota. Unos trabajadores que sepan su oficio y estén orgullosos de ello,
no unos amedrentados, espoleados por el miedo al despido. Ya que no tenemos
buenas ideas, copiemos, pero a los que van por delante.

Señores, fíjense bien, si los empleados en Suiza viven mucho mejor que aquí,
pues imagínense cómo viven sus jefes, o los consejeros delegados, o los
presidentes de las compañías. Si no me creen, dense una vuelta por allí y
abandonen la racanería de una vez.
Un Gobierno sin Ciencia
NATALIA PÉREZ HERNÁNDEZ - Sevilla - 26/12/2011

Trabajo como investigadora en un instituto del CSIC. Escribo estas líneas sin
saber todavía a quién dirigirlas, y "en caliente", tras comprobar con desazón que
en el nuevo equipo de Gobierno no hay un departamento (visible) dedicado a la
ciencia. No es ya que no haya un ministerio propio, es que la palabra "ciencia"
no aparece en el nombre de ninguno de los ministerios.

Soy consciente de que a menudo, los nombres son meras etiquetas, y que lo
importante son los contenidos, el peso real que se dé a una determinada área.
Sin embargo, creo también que en política forma y fondo suelen ir unidos, y
temo que además de perder visibilidad en las carteras de los futuros ministros,
la palabra Ciencia, con todo su contenido, pierda también visibilidad en la
sociedad.

Temo que, después de cierto progreso -los científicos aparecen como


profesionales muy bien valorados por el conjunto de la sociedad-, cambie la
percepción general sobre la importancia de la Ciencia, su repercusión, y la
necesidad de invertir en ella. En cualquier caso, quiero enviar un mensaje a la
persona responsable de gestionar la ciencia en nuestro país durante los
próximos años, independientemente de en qué ministerio trabaje.
Humildemente, pienso que haría bien en tomarse su trabajo como si tuviera una
cartera en la que se leyera "Ministerio de Ciencia", y que este país no debería
permitirse descuidar la inversión y la atención a un sector que contribuye a ese
deseable "cambio de modelo productivo".
La pobreza
ALMUDENA GRANDES 26/12/2011

A menudo pienso en la pobreza. El curso de los acontecimientos me devuelve


imágenes de mi infancia, muchachas sin medias ni abrigo que andaban deprisa,
protegiéndose apenas de las peores mañanas del invierno con una chaqueta de
punto cruzada sobre el pecho, hombres oscuros, de pelo muy corto, que llevaban
las solapas de las americanas levantadas y una maleta de cartón en la mano
mientras andaban por la calle sin rumbo fijo. Eso pasaba en un país pobre, que
se llamaba España, y no hace tanto.

Luis de Guindos, que hace mucho menos tiempo dirigió Lehman Brothers en
España y Portugal, ha declarado que recuperaremos el nivel de bienestar que
nunca deberíamos haber perdido. Comprendo que en su toma de posesión como
ministro de Economía no habría sido indicado añadir "por culpa de la crisis
financiera desencadenada por la quiebra de la compañía de inversiones para la
que trabajaba yo mismo", pero podría haberse ahorrado la frasecita. Si no lo ha
hecho, es porque se lo puede permitir. Por eso, al escucharle, volví a pensar en
la pobreza.

Si, como parece, estamos condenados a ser otra vez pobres, nos conviene
recuperar la estampa de las mujeres y los hombres sin abrigo que cruzaron el
frío de nuestra infancia. No para asumir que tendremos que volver a vivir como
ellos, sino para aprender las lecciones que podamos extraer de su experiencia.
En el umbral del pavoroso abismo que se lo traga todo, las fotografías antiguas
se tiñen de una pequeña y profunda ternura. A los españoles no se nos ha dado
bien ser ricos, pero hemos sabido ser pobres con dignidad durante muchos
siglos, y aquí seguimos estando. No pretendo amargarles la Navidad, al
contrario. Si rebuscan entre las imágenes de su infancia, tal vez estén de
acuerdo conmigo en que no podemos dejar una herencia mejor a nuestros hijos
que la memoria de una pobreza con dignidad.
Tragando sapos en la cincuentena
JESÚS ARRIBAS. AVILÉS, - Asturias - 20/12/2011

Quienes nacimos algo antes de 1960 estamos ahora en esa edad donde las cosas
parecen pesar un poco más. No solamente los esfuerzos físicos son más
trabajosos, también cuesta más entender, memorizar, asimilar y sobre todo
tragar. Tragar es lo que más cuesta.

Hace unos meses se nos indicó que, por exigencias del guion, era necesario
retrasar la edad de jubilación y aumentar el tiempo de cotización exigido para
tener derecho a una pensión. Precisamente a nosotros.

A nosotros tenía que tocarnos tragar el sapo de ver cómo, solo hace unos pocos
años, muchos se prejubilaban con la misma edad que tenemos nosotros ahora.
Su único mérito: haber nacido unos años antes.

Es notorio el cambio de escenario. En las empresas, hace no más de cinco años,


a una persona de cincuenta y tantos que sobraba se le buscaba un medio para
prejubilarla; ahora se la despide. El prejubilado se iba a su casa a disfrutar de la
vida, o a aburrirse en algunos casos. El despedido se va para su casa con la
cabeza agachada y lleno de vergüenza a explicarle a su familia que tiene que ir a
la cola del paro y que sus posibilidades de reintegrarse laboralmente son
mínimas.

Ahora tocan más sacrificios y seguramente las cosas se nos pondrán todavía
peor.

Y yo no paro de preguntarme por qué. ¿Por qué se ha hecho tan mal? ¿Por qué
esta tremenda injusticia? ¿Por qué nosotros nos jubilaremos, con suerte, a los
65? ¿Qué hará quien pierda el trabajo? ¿Por qué no se tuvo más cuidado?

¿Quiénes son los responsables de semejante aberración? ¿Qué se va a hacer con


nosotros? ¿Alguien tiene algún plan? ¿Nos tendrá Rajoy presentes? La verdad,
es que tengo muy poca confianza.
Esa inmensa pequeñez

Convencidos de que todo gira a nuestro alrededor, nos inventamos dioses que nos tutelan
los miedos

Artículos| 27/12/2011 - 00:00h

Soy una ávida lectora de las noticias sobre el cosmos, cuya inmensidad me maravilla a pesar
del agujero negro de mi ignorancia. No hay mejor antídoto contra la prepotencia humana que
saber los millones de años de una estrella o los trillones que tardaríamos en llegar a los
confines conocidos. En la magnífica entrevista que hace unos días le hizo Josep Fita a la
astrofísica Pilar Ruiz-Lapuente, miembro del equipo que ha ganado el Nobel de Física por el
descubrimiento de la aceleración en la expansión del universo, decía: "Nunca podremos llegar
a ver la totalidad del universo. Existe un horizonte de sucesos. El límite son 13.700 millones de
años multiplicado por la velocidad de la luz", y añadía que cuanto más lejos miramos, más
antiguo miramos, porque las emisiones de una galaxia tardan miles de millones de años en
llegar a nuestro planeta. Millones de años, trillones de estrellas, confines infinitos, las incógnitas
del principio del universo y los interrogantes del futuro, todo a unas dimensiones que el cerebro
de los terrenales nunca podría alcanzar, a excepción de esas mentes privilegiadas como las de
Pilar Ruiz-Lapuente, que están fuera de la dimensión humana. Más que superdotados son
cerebros en estado puro.

Sin embargo, aunque no alcancemos la comprensión de la inmensidad cósmica, sí deberíamos


asumir el baño de humildad que tal inmensidad produce. Vista con la lupa pequeña, la Tierra es
una descomunal olla de grillos, regida por una especie animal dominante, cuyo instinto
depredador arrasa con miles de otras especies, se reproduce como si fuera una plaga, pone al
límite la sostenibilidad del cuerpo que le permite la vida y trabaja para llegar al colapso con la
irresponsabilidad propia de la inconsciencia. Ciertamente los humanos somos capaces de los
hitos más extraordinarios, y ahí están las obras de arte, el pensamiento profundo, los
descubrimientos científicos, los avances médicos. Pero también es evidente que nuestro
instinto destructivo no tiene parangón en la naturaleza. Convencidos de que todo gira a nuestro
alrededor, nos inventamos dioses que nos tutelan los miedos, incapaces de entender que sólo
somos una mota del gran polvo del universo. Sin embargo, cuando esa lupa pequeña se
cambia por el ojo de un telescopio, y la Tierra pasa a ser un planeta perdido entre miles de
millones, adosado a una estrella entre otros miles de millones, nuestro etnocentrismo resulta
patético. Es entonces cuando deberíamos rebajar la arrogancia con la que contemplamos la
vida, y entender que no somos los protagonistas del universo, sino uno más de sus
experimentos. Sin embargo, no seremos capaces de hacer tal ejercicio de humildad,
demasiado soberbios para asumir nuestra brutal irrelevancia. Lo dijo Einstein y es palabra de
sabio: "Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy
seguro".

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