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Es fácil saber aquello lo que dicta tu corazón, el camino a seguir, cuando el signo se ve tan
claramente.
Mi madre por ejemplo, con su eclair a escala real sobre su antebrazo, desde el primer momento
en que fue capaz de comprender lo que era, supo que debía dedicarse a la pastelería.
Mi padre posee una pala en su espalda, donde pone toda la presión de su peso cuando realiza su
trabajo de albañil.
Una vez cometí la indiscreción de preguntarle si no le gustaría probar otro trabajo, de darle un
respiro a su cuerpo fatigado y tan maltratado por el trabajo manual.
Con un par de birras encima me dijo mientras contemplaba el cielo desde el patio de la casa que el
mismo construyo:
“Una vez fui como vos, con la ilusión en la mirada me encamine a probar mi suerte en diferentes
lugares.”
“Y una mirada basto para arrebatarme la estrella del ojo. Una mirada a mi espalda, quiero decir.
Nadie quiere un trabajador manual en la oficina, o enseñando a las generaciones futuras.”
Recordé súbitamente el cuarto de estudio, la dedicatoria que en todas sus portadas estaba dirigida
a mi padre. El cuarto que todos asumían era de mi madre.
“No cuestiones lo incuestionable. Uno es lo que es, y aprende a vivir con ello.” Fue esa noche mi
primera cerveza con el viejo también, medio a modo de disculpas, medio a modo de enseñarme a
pasar los tragos amargos de la vida.