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NÉBUL TERRÆ

Nébul era un mundo que no pertenecía al nuestro.


Su sol escarlata de represivo fulgor, iluminaba las áridas arenas de su superficie
caliente, sobre las cuales no crecía nada, y nada pisaba su extensa dimensión.
Grandes pozos donde evos atrás se habían hundido meteoros, llenaban el
extenso ámbito creando a la vista un paisaje multicolor por donde ni el aire ni
elementos conocidos por nuestra tabla periódica, flotaban con la libertad que lo
hacen en el nuestro.

Solo aquel que no tiene nombre ni forma se movía por entre su denso entorno,
perpetrando sin la ayuda del tiempo, el salto invasor hacia otras atmósferas.

Antária, sería una de éstas que, caída en desgracia, conocería el destructivo


poder de aquél devorador de mundos.
Y aquél vasto período de oscuridad se conoció en aquella cultura, como el Gran
Caos Antárico, un suceso que demarcaría el hasta hoy, universo conocido.

Pero no existe en el mundo actual ningún instrumento, algoritmo o ecuación, que


permita conocer el fin de toda esa vastedad que nos sostiene y da movimiento;
como tampoco existe el momento exacto en que El Gran Desertor despierte a
reclamar como suyo el suelo que lo cautivó durante el extender de las estrellas por
el mismo.

Su abortiva presencia divina por encima de todo ser mítico y su ligereza al


moverse y perturbar el aire, corromperían la degradada atmósfera de nuestro orbe
convirtiendo todo lo que conocemos en un paisaje de pesadilla jamás imaginado
por nuestro primitivo raciocinio. El ser humano, tal y como lo conocemos hoy, se
enfrentaría a la pérdida del tiempo, el espacio y la razón, tal cual como él la
conoce.
Su cerebro no interpretaría tan radicales cambios, y sucumbiría en una era de
oscuridad y locura; hombres y bestias caerían al eterno abismo de lo inconsciente
y vivirían el eterno amanecer constante de una breve detonación de luz en el
inmenso y oscuro espacio inexistente.

Su alimento es el tiempo antes de serlo, y sus deshechos son la gravedad que


sostiene a las lunas de distantes sistemas en eterno movimiento.

Su aliento, es la densidad en la cual flotamos; el peso que nos ata al suelo, el


hervor del núcleo en el centro de cada mundo por invadir.

El sudor pestilente de su cuerpo sin forma generaría el vómito seminal para que
una primera generación de sus sirvientes, se adhirieran como alquitrán a la roca,
corrompiendo los restos del adolescente planeta que su impura presencia había
contaminado.
Todo resto óseo de homínido o bestia era ocupado por un liquen negro y fibroso,
que adhería el resto al mismo suelo, con una fuerza mineral imposible de ser
separada una vez éste era invadido.

Pozos sin fondo expelían un fétido dominio venenoso que crecía entre las grietas
del árido y amarillento suelo; nubes multicolores producían una lluvia espesa cuya
violenta caída suprimía todo principio de vida vegetal en aquel extenso territorio.

Tormentas cuyo plasma cubrían la mayoría de su área engendraban inimaginables


piélagos que se tragaban todo cuanto a su paso encontraban, sin importar cuanto
éste se lograse aferrar a aquel desconocido, pero protervo suelo.

Y todo este caos era fertilizado por Él, en un eterno círculo sin fin entre todo lo que
nunca conocimos y lo que jamás debemos conocer, mucho antes que el sonido
diera paso al etéreo Hidrógeno, y éste a las grandes nebulosas de La Antária.

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