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Solo aquel que no tiene nombre ni forma se movía por entre su denso entorno,
perpetrando sin la ayuda del tiempo, el salto invasor hacia otras atmósferas.
El sudor pestilente de su cuerpo sin forma generaría el vómito seminal para que
una primera generación de sus sirvientes, se adhirieran como alquitrán a la roca,
corrompiendo los restos del adolescente planeta que su impura presencia había
contaminado.
Todo resto óseo de homínido o bestia era ocupado por un liquen negro y fibroso,
que adhería el resto al mismo suelo, con una fuerza mineral imposible de ser
separada una vez éste era invadido.
Pozos sin fondo expelían un fétido dominio venenoso que crecía entre las grietas
del árido y amarillento suelo; nubes multicolores producían una lluvia espesa cuya
violenta caída suprimía todo principio de vida vegetal en aquel extenso territorio.
Y todo este caos era fertilizado por Él, en un eterno círculo sin fin entre todo lo que
nunca conocimos y lo que jamás debemos conocer, mucho antes que el sonido
diera paso al etéreo Hidrógeno, y éste a las grandes nebulosas de La Antária.