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Se nos presenta como una máxima a lo largo de la historia el habitual tópico que
predica que todo tiempo pasado siempre fue mejor1. Da especial cuenta de esta
constante la literatura en general –además de la tradicional liturgia e imaginería
gnómica popular– en las reflexiones de autores tales como Jorge Manrique; quien
suscribe textualmente el mensaje como manifestación de un notable desapego a la vida,
y al presente. Este ejercicio de la “nostalgia” remite a una faceta casi inherente a la
Humanidad; destacada en la poesía, la medicina y la filosofía desde la Antigüedad.
La melancolía se diagnosticaba como enfermedad en esta época, siendo objeto
de numerosos ensayos técnicos al respecto. El término se estableció en el lenguaje
médico desde el siglo V a.C. Teorías pseudoaristotélicas entorno a la cuestión de la
melancolía, consideraban cuatro humores o temperamentos –como serían designados
posteriormente–, los cuáles afectaban a la personalidad de cada individuo. Así, héroes
trágicos como Heracles o filósofos como Platón o Sócrates –a quienes se les reconocía
como hombres nostálgicos– se les atribuía una nostalgia natural que les dotaba de
excelencia, al contrario de quienes sufrían otra clase de nostalgia denominada
patológica2. Esta teoría de los factores del comportamiento humano toma parte en el
afán de dar una explicación no mítica de los procesos y estados del ánima o alma
(precedente precursor de ciencia homóloga a la actual psicología).
La vía por la que la melancolía se introdujo en la cultura Humanista fue de mano
de Marsilio Ficino, quien se valió de esta teoría teofrástica como fundamento para
autorizar científicamente la teoría platónica del furor poético, como inspiración divina.
(Cristóbal;1997:62-63)
3 (Jose Mª;1006:154)
Este planteamiento sostiene que Dios no puede ser objeto de conocimiento
racional y que existe un método distinto al académico para conocerlo. Múltiples
corrientes filosóficas como el marxismo, el empirismo, el existencialismo o la filosofía
del lenguaje comparten ciertos aspectos de estas tesis iluministas, aceptando que “sólo
puede saberse de Dios aquello que Él ha querido mostrar de sí mismo”4.
Todo somete, por estas conclusiones, al total naufragio del alma fuera de los
dominios de Dios. El espíritu vaga huérfano, sin orientación, incapaz de conocer
absolutamente el mundo, pues en él nada hay de absoluto; incapaz de expresar la
Verdad, pues esta no puede sino sentirse mediante la iluminación o el éxtasis.
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras de ti clamando, ¡y eras ido!
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas del otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
(Ángel;1983:219-225)
5 (Jesús;2005:282-292)
Durante siglos, la evidencia lógica que parecía ofrecer la Biblia se había
fundamentado en su larga tradición y su incesante predicación. Con la llegada de
avances científicos y culturales –la generación de vertientes protestantes, divergentes
respecto al catolicismo– y la recuperación de ideas olvidadas previas a la oscuridad
medieval (la filosofía y el arte clásicos), el sujeto toma conciencia –nuevamente– de sí
mismo. El subjetivismo humanista se alza pleno, triunfante, declarando a la inteligencia
propia como mayor evidencia, y a través de la cuál se logra el dominio del mundo y su
conocimiento; por encima de toda capacidad técnica, por encima de todo condicio-
namiento (el pensador puede abstraerse del mundo para concebir y desarrollar su
pensamiento). La educación de la sensibilidad configura el sentido estético del mundo,
que al potenciarse, hace prosperar, a su vez, el intelecto6.
Como resultado, el hombre del Renacimiento se ve fortalecido, autónomo; puede
crecer y establecer el límite de su conocimiento, configurar las condiciones por las
cuáles se ha de elaborar y practicar ética. La ética, entonces, no es ajena al individuo,
pues no parte de una verdad impresa en los textos bíblicos; no se confeccionan valores a
partir de la evidencia escolástica, puesto que ha dejado de ser prueba irrefutable de
verdad. Realmente, la urgente demanda de un código moral –en el contexto de un
progreso histórico heracliteo, y una sociedad estamentada en ricos y pobres– proviene
de la misma sociedad, ante una necesidad de instaurar nuevas reglas siguiendo el
esquema capitalista: aquello que conviene e interesa a todas las partes del contrato.
6 (Enrique;1974:282-288)
7 (Max;2001:46-49)
8 (Max;2001:28-29)
Gracias a lo cuál, la religión como moralizadora pudo superar la transición
capitalista, pese a que tuvo que armarse de nuevos métodos de persuasión y retórica. El
discurso, ya, no iba dirigido entorno a la limitación sustantiva que constituía la esencia
de los estados. El ataque había de ir dirigido a las características que determinaban la
nueva ética humanista. Los modelos en los que se habían de apoyar los imperativos de
esta ética descansaban en valores no relativos según el esquema de clases. Es decir,
aunque sus conductas fueran diferentes, la interpretación que pobres y ricos daban a la
moral debía ser la misma, el ámbito de los valores era unitario. Por lo tanto, sólo existe
una moral, una clase sirve de modelo para la otra, pero los ricos ya no crean una moral
para los pobres. Los valores morales y sociales pertenecían a niveles diferentes, por lo
que un conflicto de clases no comportaba una contienda ética9.
Ambos grupos –ricos y pobres– necesitan coexistir, ya que los intereses dentro
del sistema capitalista parten de una compatibilidad. “El capitalismo produce una moral
indirecta, que consiste en la mejora y la comprensión respecto del pobre y la confianza
en la cultura”. Una cultura que –progresivamente– se va declarando popular, es decir,
propia de la población, de las clases sociales medias y bajas.
Este término toma un sentido casi peyorativo cuando es asignado a lo que se
conoce como pueblo llano, rústico y vulgar. En otras ocasiones, el conjunto del paisaje
humano popular es idealizado. Se lo considera conductor de valores valores tradi-
cionales permanentes e imperecederos, reflejo del casticismo; que asímismo obran
como elementos identificadores del conjunto de la sociedad.
9 (Enrique;1974:289-290)
10 Resulta destacable el paralelismo que se percibe entre la novela pastoril y el
naturalismo del escritor cordobés Juan Valera, quien tomaba como norma literaria
estilizar y armonizar la sociedad rural que describía en su obra. Al igual que haremos
con la novela pastoril, a su estilo se le imputa –primeramente– carácter de realista,
dado que –a pesar de recrear la realidad– ésta se presenta carente de fantasía.
En ambos sentidos recién citados del populismo11, la ética humanista es un
constructo elaborado desde y hacia la totalidad de la población, de ahí que –y por las
causas que hemos señalado– la labor moralizante precisa de una participación activa de
estas clases inferiores, como nuevo sujeto de ejemplificación. Ricos y pobres muestran,
cada cuál, por su parte, su propia realidad o sus propias preocupaciones; pero como una
manera de extrapolar estas interpretaciones como dos caras de un mismo prisma moral.
De ahí que la ficción novelesca –en el género pastoril– sea una vía de aplicación
moral válida para las inquietudes religiosas de la población (tales como la evasión del
cuerpo o el goce carnal), y que el realismo celestinesco-picaresco comporte excelente
relato y una ligera reflexión sobre los sucesos contextuales implícitos en la vida.
Como modo de dar una cohesión entre los lenguajes de ambas clases (para
facilitar una buena aceptación y comprensión), en el Lazarillo –por ejemplo– se
presentan dos voces: la del autor y la del personaje. El autor considera abyectos los
hechos narrados, mientras que el protagonista cree que su vida es un triunfo. El stylo
humilis de estos textos da cuenta de las tres categorías poéticas: sublime, mediocre e
ínfimo (que Nietzsche viene a recalificar como lo bello, lo sublime y lo perverso). Así,
el pícaro sufre una doble temporalidad, la del autor y la del actor. Cada uno presenta la
acción de diversa manera, y su valoración dependerá de la condición circunstancial en la
que se encuentra. La moralina que porta ambas perspectivas acaba siendo extraor-
dinariamente permutada, provocando la comunicabilidad entre ambas clases. A pesar de
que el público sublime se identificará con lo sublime, y lo ínfimo hará lo mismo con lo
ínfimo, la ironía o sarcasmo mediocre con el que la picaresca se enfrenta a estos dos
planos resulta un nexo estilístico fenomenal para la integración de la obra.