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Álv ar o Pare ja Ez q uerr o

LAS DOS HABLAS DEL PUEBLO.


El humanismo en la representación popular.
Realidad y ficción moralizadora en la prosa del siglo XVI.

Se nos presenta como una máxima a lo largo de la historia el habitual tópico que
predica que todo tiempo pasado siempre fue mejor1. Da especial cuenta de esta
constante la literatura en general –además de la tradicional liturgia e imaginería
gnómica popular– en las reflexiones de autores tales como Jorge Manrique; quien
suscribe textualmente el mensaje como manifestación de un notable desapego a la vida,
y al presente. Este ejercicio de la “nostalgia” remite a una faceta casi inherente a la
Humanidad; destacada en la poesía, la medicina y la filosofía desde la Antigüedad.
La melancolía se diagnosticaba como enfermedad en esta época, siendo objeto
de numerosos ensayos técnicos al respecto. El término se estableció en el lenguaje
médico desde el siglo V a.C. Teorías pseudoaristotélicas entorno a la cuestión de la
melancolía, consideraban cuatro humores o temperamentos –como serían designados
posteriormente–, los cuáles afectaban a la personalidad de cada individuo. Así, héroes
trágicos como Heracles o filósofos como Platón o Sócrates –a quienes se les reconocía
como hombres nostálgicos– se les atribuía una nostalgia natural que les dotaba de
excelencia, al contrario de quienes sufrían otra clase de nostalgia denominada
patológica2. Esta teoría de los factores del comportamiento humano toma parte en el
afán de dar una explicación no mítica de los procesos y estados del ánima o alma
(precedente precursor de ciencia homóloga a la actual psicología).
La vía por la que la melancolía se introdujo en la cultura Humanista fue de mano
de Marsilio Ficino, quien se valió de esta teoría teofrástica como fundamento para
autorizar científicamente la teoría platónica del furor poético, como inspiración divina.

1 […] “ut meluis semper quod praeterit esse putemus” (Tomás;1994:88-89)


2 (Gatell;1985:49-55).
Como consecuencia del refuerzo científico y poético del que gozaba la teoría de
la nostalgia, toda la Europa culta se inundó en ella. Este rasgo se convirtió en la actitud
propia del poeta, del filósofo y del místico. Sin embargo, este humor que compuso el
carácter del hombre renacentista pudo tomar dos formas: una forma ascética y otra
bucólica.
La vía renegada de la vida, del cuerpo, de pasiones y deleites, continuó en un
sentido diferente, al camino de la penitencia y la represión católicas; la negación de la
vida. A este modelo de persona, Cristóbal de Villalón elogia en su repulsa a los eruditos
de los sentidos y la materia, los designados falsos filósofos.

Así que con justa razón podríamos decir que Epicuro,


Aristipo y Eudoxo eran philosomates, que es un
vocablo griego que significa en nuestra lengua
“amador de su cuerpo”, y no se llamarán philósophos,
que quiere decir “amadores de la sabiduría”.

(Cristóbal;1997:62-63)

Sin lugar a dudas, esta manera de plantear la sabiduría y la verdad se ve


profundamente reflejada en las obras de la literatura mística. El Renacimiento supone
para la literatura un pretexto para nuevas propuestas de expresar el amor. Así ocurre en
el caso de la novela pastoril, y en el género celestinesco. La manera en la que la mística
enfoca el asunto del amor amalgama el aspecto filosófico y, también, el sentido moral
del amor. La temática del amor se convierte de algún modo incluso en un problema
epistemológico o lingüístico. Cómo diferenciar el amor verdadero del falaz, cómo
transmitir poéticamente ese amor, y cómo demostrar la correspondencia entre amor y
verdad absoluta son las principales preocupaciones de los autores místicos.
El analogismo entre la naturaleza y las esencias hiperuranias, si bien son un
común denominador en el neoplatonismo que comparten la bucólica y la mística; en la
primera, los pastores se identifican con la pureza y la calma del retiro rural como
manifestación de la irreducibilidad de las ideas; en la segunda, el principal motivo de la
exhortación de la naturaleza responde a una necesidad de vencer a la inefabilidad.
El afán del bucolismo se basa en la depuración de los elementos distractores o
disuasorios de la materia y la realidad sensible. La simplicidad e irreducibilidad de las
ideas exige que éstas se mantengan desprovistas de artefactos ornamentales incómodos
e imperfecciones. El objetivo es abstraerse de la realidad, a través de la observación de
la imagen divina plasmada en la naturaleza de manera nítida, e inmaculada.
Por esta razón, se permite apreciar en la novela pastoril un idealismo
renacentista que no vulnera la vida, no anula el mundo; sino que –a su parecer– encarna
la verdadera forma de las cosas (las ideas) en la naturaleza; sustituyendo el
providencialismo cristiano por un panteísmo casi herético.

La poesía mística acude a la mimetización del paisaje movida por la necesidad


de reinventar métodos de expresión más propicios, puesto que su intención es la de
nombrar lo innombrable y explicar lo inexplicable. Cabe aclarar que cuando decimos
reinventar no podemos referirnos a un acto de creación auténtica. Conforme al ideario
renacentista, es un requisito para todo autor –y especialmente, para un poeta– recurrir a
los clásicos, a la emulatio. Dado que no existe precedente en la literatura cristiana para
enfrentarse a la empresa que quieren acometer, los místicos no tienen otra opción que
entregarse a la gran creación por antonomasia, la obra natural de Dios.
Así pues, los poemas reproducen el diálogo entre el alma desnuda y cautiva, con
su gran esposo: la Providencia. El alma se siente protegida ante toda amenaza mundana,
ya que no sufre apego alguno a la vida. Su pena es opuesta al miedo al dolor o a la
carencia de placer. Volátil, errante, perdida y enamorada, el alma busca desesperada el
contacto definitivo con Dios, a través de su magna obra plagada de hermosura.
San Ignacio de Loyola considera que todo gira entorno a Dios. A partir de allí,
“relativiza todo y es todo a lo cuál converge”. La enfermedad, como afección del cuer-
po, se convierte en una ruta más para aceptar la habitación en el mundo como forma de
tomar conexión con lo Absoluto3. Además, opina que toda construcción de absolutos no
hace más que hacer sufrir a la divina majestad.
Esta clase de ideas se oponen a toda pretensión de conocimiento amplio y
abstracto que tenga como método la denotación de conceptos o valores absolutos. La
teoría de la negación intelectual o docta ignorancia ofrece un postura semejante.

3 (Jose Mª;1006:154)
Este planteamiento sostiene que Dios no puede ser objeto de conocimiento
racional y que existe un método distinto al académico para conocerlo. Múltiples
corrientes filosóficas como el marxismo, el empirismo, el existencialismo o la filosofía
del lenguaje comparten ciertos aspectos de estas tesis iluministas, aceptando que “sólo
puede saberse de Dios aquello que Él ha querido mostrar de sí mismo”4.
Todo somete, por estas conclusiones, al total naufragio del alma fuera de los
dominios de Dios. El espíritu vaga huérfano, sin orientación, incapaz de conocer
absolutamente el mundo, pues en él nada hay de absoluto; incapaz de expresar la
Verdad, pues esta no puede sino sentirse mediante la iluminación o el éxtasis.

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras de ti clamando, ¡y eras ido!
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas del otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.

(Ángel;1983:219-225)

En esta conversación entre el Alma y el Esposo, San Juan de la Cruz identifica


su espíritu con una entidad femenina anhelante de ser recibida en los brazos de su
masculino y amado protector. El dolor es descrito como una carencia afectiva, y como
algo mucho más profundo –a su vez–; como la incompletud, como una asfixia
existencial. Al igual que al enamorado le corresponde esencialmente su amor, el alma se
encuentra perdida, vacía, mutilada sin el esposo al que sustancialmente pertenece.
El idealismo panteísta casi atado a la vida –aunque a una vida ausente de todo lo
que la realidad social y urbana atañe– contrasta, en efecto, con esta actitud nostálgica
insana, desubicada en el mundo. Esta es, quizá, la forma más desarraigada de idealismo.
4 (Antonio;1972:198)
Muy próxima a esta realidad política, y en la línea –casi– de la crítica a la
cultura, se encuentra el género celestinesco y la novela picaresca. Aquí se presenta un
realismo explícito, cargado de habla popular y sucesos más bien propios de la comedia.
Híbrida entre estos nos géneros se encuentra La Lozana Andaluza, una obra
deliciosa escrita en un tono desenfadado, abundante en atrevimiento moral. Al igual que
comentamos antes, el asunto del amor se enfoca a lo largo Renacimiento de diversas
maneras dentro de la literatura. Con La Celestina, nos encontramos con un ideal opuesto
al amor cortés o a la poesía de cancioneros. Con esta magnífica obra de Fernando de
Rojas, se comienza a consolidar el realismo descriptivo. El habla cotidiana se eleva a la
categoría de literaria. Se desarrolla el realismo dramático, y así; surgen –poste-
riormente– los entremeses (en el teatro), y la picareca (en la narrativa).
El Lazarillo de Tormes, referente de la novela picaresca del siglo XVI, supone
un contrapunto al idealismo caballeresco. Los personajes se muestran bajos y groseros,
y se plasma una situación de escasez, en la que los individuos han de esforzarse en
subsistir a base de astucias y trampas. El modelo del pícaro, a modo de antihérore, posee
los rasgos que caracterizan a toda la clase social de los bajos fondos.
“Cada novela picaresca vendría a ser un gran ejemplo de conducta aberrante que,
sistemáticamente, resulta castigada”5. El propósito didáctico-moralizante toma partido
en un procedimiento de adoctrinamiento similar al utilizado en Los Milagros de Nuestra
Señora de Gonzalo de Berceo o en El Conde Lucanor de Don Juan Manuel o El Libro
del Buen Amor del Arcipreste de Hita, donde se ejemplifica constantemente relatando
historias en las cuáles se detalla cuál es el destino de herejes y mujeres desobedientes.
En la Edad Media, eran frecuentes las alusiones a seres diabólicos, o a la mediación de
santos o la propia Virgen en la resolución de los problemas, así como en el castigo ante
malos comportamientos no propios de un buen cristiano o un cortesano honrado.
En la picaresca, la ideología capitalista-humanista releva a la feudal-escolástica;
los personajes de clase baja son partícipes en el trascurso de la narración, y la coacción
de seres mitológicos comienza a resultar insuficiente. Es adecuado introducir nuevas
tácticas con las que moralizar a la sociedad, dado que la ideología humanista es
invulnerable a la imposición de valores procedente de la nobleza y de la religón,
aislados de la realidad social, confeccionado a partir de las Sagradas Escrituras.

5 (Jesús;2005:282-292)
Durante siglos, la evidencia lógica que parecía ofrecer la Biblia se había
fundamentado en su larga tradición y su incesante predicación. Con la llegada de
avances científicos y culturales –la generación de vertientes protestantes, divergentes
respecto al catolicismo– y la recuperación de ideas olvidadas previas a la oscuridad
medieval (la filosofía y el arte clásicos), el sujeto toma conciencia –nuevamente– de sí
mismo. El subjetivismo humanista se alza pleno, triunfante, declarando a la inteligencia
propia como mayor evidencia, y a través de la cuál se logra el dominio del mundo y su
conocimiento; por encima de toda capacidad técnica, por encima de todo condicio-
namiento (el pensador puede abstraerse del mundo para concebir y desarrollar su
pensamiento). La educación de la sensibilidad configura el sentido estético del mundo,
que al potenciarse, hace prosperar, a su vez, el intelecto6.
Como resultado, el hombre del Renacimiento se ve fortalecido, autónomo; puede
crecer y establecer el límite de su conocimiento, configurar las condiciones por las
cuáles se ha de elaborar y practicar ética. La ética, entonces, no es ajena al individuo,
pues no parte de una verdad impresa en los textos bíblicos; no se confeccionan valores a
partir de la evidencia escolástica, puesto que ha dejado de ser prueba irrefutable de
verdad. Realmente, la urgente demanda de un código moral –en el contexto de un
progreso histórico heracliteo, y una sociedad estamentada en ricos y pobres– proviene
de la misma sociedad, ante una necesidad de instaurar nuevas reglas siguiendo el
esquema capitalista: aquello que conviene e interesa a todas las partes del contrato.

A diferencia de otros capitalismos organizados a lo largo de la Historia alrededor


del mundo en su totalidad, el capitalismo surgido en Europa se distingue por ser la única
modalidad que cuenta con un ethos o criterio de valoración moral; el cuál ha sido
desvirtuado en clave utilitarista: la moralidad y las virtudes son útiles porque propor-
cionan crédito7. La doctrina del deber queda sustituída por un imperativo de la
responsabilidad profesional –los enunciados son dictados por los términos del contrato–.
La Reforma favoreció el comercio, “ya que no significaba únicamente la
eliminación del poder eclesiástico sobre la vida, sino más bien la sustitución de la forma
entonces actual del mismo por una forma diferente”8.

6 (Enrique;1974:282-288)
7 (Max;2001:46-49)
8 (Max;2001:28-29)
Gracias a lo cuál, la religión como moralizadora pudo superar la transición
capitalista, pese a que tuvo que armarse de nuevos métodos de persuasión y retórica. El
discurso, ya, no iba dirigido entorno a la limitación sustantiva que constituía la esencia
de los estados. El ataque había de ir dirigido a las características que determinaban la
nueva ética humanista. Los modelos en los que se habían de apoyar los imperativos de
esta ética descansaban en valores no relativos según el esquema de clases. Es decir,
aunque sus conductas fueran diferentes, la interpretación que pobres y ricos daban a la
moral debía ser la misma, el ámbito de los valores era unitario. Por lo tanto, sólo existe
una moral, una clase sirve de modelo para la otra, pero los ricos ya no crean una moral
para los pobres. Los valores morales y sociales pertenecían a niveles diferentes, por lo
que un conflicto de clases no comportaba una contienda ética9.
Ambos grupos –ricos y pobres– necesitan coexistir, ya que los intereses dentro
del sistema capitalista parten de una compatibilidad. “El capitalismo produce una moral
indirecta, que consiste en la mejora y la comprensión respecto del pobre y la confianza
en la cultura”. Una cultura que –progresivamente– se va declarando popular, es decir,
propia de la población, de las clases sociales medias y bajas.
Este término toma un sentido casi peyorativo cuando es asignado a lo que se
conoce como pueblo llano, rústico y vulgar. En otras ocasiones, el conjunto del paisaje
humano popular es idealizado. Se lo considera conductor de valores valores tradi-
cionales permanentes e imperecederos, reflejo del casticismo; que asímismo obran
como elementos identificadores del conjunto de la sociedad.

En esta última sublimación de los personajes populares participa, especialmente,


el género bucólico. Desde la églola o idilio pastoril helenístico –creada por Teócrito–,
los pastores se dibujan alejados de la problemática de la urbanidad, jubilosos y risueños,
afanosos en el canto y la interpetación de música, envueltos en abundancia. Sus
conversaciones casi rituales circulan alrededor de cuestiones mundanas o terrenales –en
general–, relativas a la temática erótica o mitológica10.

9 (Enrique;1974:289-290)
10 Resulta destacable el paralelismo que se percibe entre la novela pastoril y el
naturalismo del escritor cordobés Juan Valera, quien tomaba como norma literaria
estilizar y armonizar la sociedad rural que describía en su obra. Al igual que haremos
con la novela pastoril, a su estilo se le imputa –primeramente– carácter de realista,
dado que –a pesar de recrear la realidad– ésta se presenta carente de fantasía.
En ambos sentidos recién citados del populismo11, la ética humanista es un
constructo elaborado desde y hacia la totalidad de la población, de ahí que –y por las
causas que hemos señalado– la labor moralizante precisa de una participación activa de
estas clases inferiores, como nuevo sujeto de ejemplificación. Ricos y pobres muestran,
cada cuál, por su parte, su propia realidad o sus propias preocupaciones; pero como una
manera de extrapolar estas interpretaciones como dos caras de un mismo prisma moral.
De ahí que la ficción novelesca –en el género pastoril– sea una vía de aplicación
moral válida para las inquietudes religiosas de la población (tales como la evasión del
cuerpo o el goce carnal), y que el realismo celestinesco-picaresco comporte excelente
relato y una ligera reflexión sobre los sucesos contextuales implícitos en la vida.
Como modo de dar una cohesión entre los lenguajes de ambas clases (para
facilitar una buena aceptación y comprensión), en el Lazarillo –por ejemplo– se
presentan dos voces: la del autor y la del personaje. El autor considera abyectos los
hechos narrados, mientras que el protagonista cree que su vida es un triunfo. El stylo
humilis de estos textos da cuenta de las tres categorías poéticas: sublime, mediocre e
ínfimo (que Nietzsche viene a recalificar como lo bello, lo sublime y lo perverso). Así,
el pícaro sufre una doble temporalidad, la del autor y la del actor. Cada uno presenta la
acción de diversa manera, y su valoración dependerá de la condición circunstancial en la
que se encuentra. La moralina que porta ambas perspectivas acaba siendo extraor-
dinariamente permutada, provocando la comunicabilidad entre ambas clases. A pesar de
que el público sublime se identificará con lo sublime, y lo ínfimo hará lo mismo con lo
ínfimo, la ironía o sarcasmo mediocre con el que la picaresca se enfrenta a estos dos
planos resulta un nexo estilístico fenomenal para la integración de la obra.

La bucólica renacentista, por su parte, no recurre a la sátira (la cuál se


reconocerá definitivamente en la picaresca); que es utilizada como fórmula para
aclimatar las abruptas diferencias de la sociedad y sus males (codicia y avaricia).
11 Si bien este término es de índole política, y se emplea para referirse a la
representación y defensa de los intereses del pueblo, o bien –como ha ido
considerándose, en sentido negativo– aquella actitud tendente a la demagogia o
movilización de las masas en favor de una causa no social y aparentemente
democrática. Puede sustituirse esta expresión por la expresión “popularismo”, que –
pese a detectarse sinonimia– ofrece una connotación conciliadora en cuanto que
refiere y representa a la causa y grupo social colectivo, excluyendo la división de
clases. El pueblo es población y cultura como tal, de manera ajena a su estructura.
Los valores, si en el realismo tienen como fin proyectar una serie de situaciones
conflictivas y educar en una nueva línea de virtudes y audacias, en la bucólica
compartirán un área de discurso similar al de la mística. En contra de la visión
económica, política y social de la que hace muestra el realismo; las cuestiones del
idealismo son decididamente metafísicas. Todo signo de trascendencia –como se detecta
en el tema del amor, el cuerpo, el alma, la naturaleza, la música, la vida y la muerte o la
mitología– se convierte en objeto de reflexión –como dijimos– en base a la
irreductibilidad, en la bucólica; o la inefabilidad, en la mística.

Cabe destacar que otro tipo de ficción novelesca, como es la caballeresca,


participa de modo no demasiado remoto en la misma jerarquía de valores. Místicos
como Santa Teresa de Jesús fueron asiduos lectores de esta clase de textos. Pese a que
parezca distar considerablemente la ficción mística y la caballeresca, en cuanto a la
intención literaria-moralizante; en mi opinión, la novela caballeresca del Renacimiento
no hace sino tratar de prolongar el sistema de valores de la literatura de la Corte (libros
de caballería como Amadís de Gaula o la poesía de cancioneros). Esta clase de literatura
acentúa la transposición de la figura del noble y el rey, a la del burgués y el soldado –
quienes han adecuado un nuevo sentido de la honra y la fama– e insiste en la continua
búsqueda de trascendencia a través de los actos antes apreciados como el deber
concedido por la Providencia para cumplir alguna misión, manifiesto en el linaje y otros
signos sustanciales de caballero.
El caballero renacentista se convierte en un personaje que ha adaptado el código
del cortés al del héroe popular. Con la llegada de las nociones de publicidad y
privacidad, el sentido religioso de la caballería comienza a descender al nivel privado.
En su fuero interno, el paladín predica su repulsa a lo profano, pecaminoso o vil, y su
firme fidelidad a la causa cristiana, su imposición del Bien y propagación del amor a
Dios. Por otro lado, su aspecto público cumple la función de la novela realista. El
insigne guerrero noble del medievo se convierte en modelo de fortaleza y rectitud,
cuando no es un simple titular de riqueza y poder sobre quien se somete a la fuerza del
vigor; que –en la sociedad humanista y capitalista– se traducirá en términos de valentía,
inteligencia, lealtad e inquebrantable cumplimiento del acuerdo con su superior.
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