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LA NARRACIÓN: ACTIVIDADES 1

Unidades 6 y 7

ACTIVIDADES
LAS VARIEDADES DEL TEXTO. LA NARRACIÓN (UNIDAD 6)

3. Teniendo en cuenta que los dos textos siguientes son completos, comenta en ellos todos los aspectos
que consideres de interés en relación con la estructura de la acción narrativa: argumento de la
historia, estructura de la acción, episodios que la componen, técnicas utiIizadas, etcétera.

a) Un estudiante alemán va una noche a un baile. En él descubre a una joven, muy bella, de
cabellos oscuros, de tez muy pálida. En torno a su largo cuello, una delgada cinta negra,
con un nudito. El estudiante baila toda la noche con ella. Al amanecer, la Ileva a su
buhardiIla. Cuando comienza a desnudarla, la joven le dice, implorándole, que no le quite la
cinta que lleva en torno a cuello. La tiene completamente desnuda en sus brazos, con su
cintita puesta. Se aman; y después duermen. Cuando el estudiante se despierta el primero,
mira, colocado sobre el almohadón blanco, el rostro dormido de la joven que sigue llevando
su cinta negra en torno al cuello. Con gesto preciso deshace el nudo. Y la cabeza de la joven
rueda por la tierra.
Kostas Axelos, Cuentos filo-sóficos

b) Para que su horror sea perfecto, César, acosado aI pie de la estatua por los impacientes
puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su
protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare
y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos
después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos
y, aI caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa
(estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero,che! Lo matan y no sabe que muere para
que se repita una escena.
Jorge Luis Borges, El Hacedor

4. Comenta los textos siguientes teniendo en cuenta la estructura de la acción y los aspectos
relativos al tiempo y al espacio narrativos:

a) —What is that?- … preguntaban los turistas.


Balmaceda sonreía, disculpándose y negaba con la cabeza. Él llevaba, como todos,
guirnaldas de flores en eI pescuezo, anteojos de sol y camisa con palmeras, pero estaba
todo empapado de sudor por culpa de un paquete muy pesado.
Parecía condenado a carga perpetua. Había intentado abandonar el enorme bulto en el
baño de un hotel de Manila y en el mostrador de la aduana de Papeete; había intentado
arrojarlo por la borda del barco y había intentado olvidarlo en varios frondosos parajes de
las islas del archipiélago de Tahití. Pero siempre había alguien que lo alcanzaba corriendo:
— ¡Señor, señor, que se ha dejado algo!
Esta triste historia había empezado cuando el dictador Marcos invitó al dictador Pinochet a
visitar las Filipinas. Entonces la cancillería chilena había enviado un busto en bronce del
general O’Higgins desde Santiago a Manila. Pinochet iba a inaugurar esa efigie del prócer
nacional en una plaza central de la ciudad. Pero Marcos, asustado por las furias de su
pueblo, canceló súbitamente la invitación. Pinochet tuvo que volverse a Chile sin aterrizar.
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Entonces el funcionario Balmaceda recibió categóricas instrucciones en la embajada chilena


en Manila. Por teléfono, le ordenaron desde Santiago:
— Basta de papelones. Deshágase de ese busto como pueda. Si vuelve a Chile con él, pierde
el empleo.
Eduardo Galeano, El libro de los abrazos

b) Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y cuarto en la esquina de
Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el
reloj reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico y
que cuando le dicen a uno a las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y media.
Tengo un criterio amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante:
un liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal
que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino hasta cierto punto;
pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya dije que hacía un frío
espantoso. Y aquella condenada esquina abierta a todos los vientos. Las siete y media, las
ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se pregunten que
por qué no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi
palabra, un poco chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la
cumplo. Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a
una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y media, y
Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los pies, me dolían las manos,
me dolía el pecho, me dolía el pelo. La verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo
más probable es que no hubiera sucedido nada. Pero ésas son cosas del destino y les
aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se
levantara aquel viento. Las nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve
menos cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y
satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
-¡Hola, mano!
Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba.
Max Aub: Crímenes ejemplares

c) El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la


butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir
los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de
montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el
talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la
cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no
podía.
-¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.
Enrique Anderson Imbert, El gato de Cheshire

d) El cura esperaba sentado en un sillón con la cabeza inclinada sobre la casulla de los oficios
de réquiem. La sacristía olía a incienso. En un rincón había un fajo de ramitas de olivo de las
que habían sobrado el Domingo de Ramos. Las hojas estaban muy secas, y parecían de
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metal. Al pasar cerca, Mosén Millán evitaba rozarlas porque se desprendían y caían al
suelo.
Iba y venía el monaguillo con su roquete blanco. La sacristía tenía dos ventanas que daban
al pequeño huerto de la abadía. Llegaban del otro lado de los cristales rumores humildes.
Alguien barría furiosamente, y se oía la escoba seca contra las piedras, y una voz que
llamaba
—-María... Marieta...
Cerca de la ventana entreabierta un saltamontes atrapado entre las ramitas de un arbusto
trataba de escapar, y se agitaba desesperadamente. Más lejos, hacia la plaza, relinchaba
un potro. «Ese debe ser —pensó Mosén Millán— el potro de Paco el del Molino, que anda,
como siempre, suelto por el pueblo.» El cura seguía pensando que aquel potro, por las
calles, era una alusión constante a Paco y al recuerdo de su desdicha.
Ramón J. Sender: Réquiem por un campesino español
e) Martin sale por Lista y al llegar a la esquina del General Pardiñas le dan el alto, le cachean
y le piden la documentación.
Martín iba arrastrando los pies, iba haciendo ¡clas! ¡clas! sobre las losas de la acera. Es
una cosa que le entretiene mucho…
Don Mario de la Vega fue pronto a la cama, el hombre quería estar descansado al
día siguiente, por si salía bien la maniobra que llevaba doña Ramona.
El hombre que iba a entrar cobrando dieciséis pesetas, no era cuñado de una muchacha
que trabajaba de empaquetadora en la tipografía “El Porvenir”, de la calle de la Madera,
porque a su hermano Paco le había agarrado la tisis con saña […]
Al aire de la noche, Petrita se queja, gozosa, toda la sangre del cuerpo en la cara.
Petrita quiere mucho al guardia, es su primer novio, el hombre que se llevó las primicias
por delante. Allí en el pueblo, poco antes de venirse, la chica tuvo un pretendiente, pero la
cosa no pasó a mayores.
—¡Ay, Julio, ay, ay! ¡Ay, qué daño me haces! ¡Bestia! ¡Cachondo! ¡Ay, ay!
El hombre le muerde en la sonrosada garganta, donde se nota el tibio golpecito de la vida.
[…]
El sereno de la calle de Ibiza se guarece bajo un portal que deja entornado por si
alguien llama.
El sereno de la calle de Ibiza enciende la luz de la escalera; después se da aliento en los
dedos, que le dejan al aire los mitones de lana, para desentumecerlos. La luz de la escalera
se acaba pronto. El hombre se frota las manos y vuelve a dar la luz. Después saca la petaca
y lía un pitillo.
Martín habla suplicante, acobardado, con precipitación. Martín está tembloroso como
una vara verde.
—No llevo documentos, me los he dejado en casa. Yo soy escritor, yo me llamo Martín
Marco.
Camilo José Cela, La colmena
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LA NARRACIÓN (UNIDAD 7)

1. En el texto siguiente, explica cuáles son los rasgos de la caracterización del personaje y
comenta los procedimientos que utiliza el narrador para manifestar esos rasgos:

Una sala en la casa infanzona. Las tres señoras susurran en el estrado. Está abierto un balcón y se
alcanza a ver gran parte de la plaza, por donde aparece don Juan Manuel de Montenegro. Es uno
de esos hidalgos mujeriegos y despóticos, hospitalarios y violentos, que se conservan como
retratos antiguos en las villas silenciosas y muertas, las villas que evocan con sus nombres feudales
un herrumbroso son de armaduras. El caballero llega con la escopeta al hombro, entre galgos y
perdigueros que corretean llenando el silencio de la tarde con la zalagarda de sus ladridos y el
cascabeleo de los collares. Desde la larga distancia grita llamando a su barragana, y aquella voz
de gran señor, engolada y magnífica, penetra hasta el fondo de la sala y turba el susurro de las tres
devotas que comentan el sermón de fray Jerónimo. Sabelita se levanta enjugándose los ojos, y sale
al ancho balcón de piedra donde aroman los membrillos puestos a madurar.[...] El caballero
descarga su escopeta al aire, la deja arrimada al muro y se encamina sin esperar a que bajen por
ella. Al olor de la pólvora, los perros corren en corcovos llenando la plaza con sus ladridos
animosos. La barragana, suspirando, se retira del balcón.

Ramón Mª del Valle-Inclán: Águila de blasón.

2. Comenta las características del narrador en los textos siguientes, teniendo en cuenta todos
los factores pertinentes (persona narrativa, participación en la historia, perspectiva temporal,
etcétera):

a) Un mandarín estaba enamorado de una cortesana.


«Seré tuya, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un
banco, en mi jardín, bajo mi ventana». Pero, en la nonagesimonovena noche, el mandarín
se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.
Roland Barthes: Fragmentos de un discurso amoroso

b) La chica de las gafas oscuras también fue conducida a casa de sus padres por un policía,
pero lo picante de las circunstancias en que la ceguera se manifestó, una mujer desnuda,
gritando en un hotel, alborotando a los clientes, mientras el hombre que estaba con ella
intentaba escabullirse embutiénndose trabajosamente los pantalones, moderaba, en cierto
modo, el dramatismo obvio de la situación. La ciega, corrida de vergüenza, sentimiento en
todo compatible, por mucho que rezonguen los prudentes fingidos y los falsos virtuosos,
con los mercenarios ejercicios amatorios a que se dedicaba, tras los gritos lacerantes que
dio al comprender que la pérdida de visión no era una nueva e imprevista consecuencia del
placer, apenas se atrevía a llorar y lamentarse cuando, con malos modos, vestida a toda
prisa, casi a empujones, la llevaron fuera del hotel. El policía, en tono que sería sarcástico si
no fuera simplemente grosero, quiso saber, después de haberle preguntado dónde vivía, si
tenía dinero para el taxi, En estos casos, el Estado no paga, advirtió, procedimiento al que,
anotémoslo al margen, no se le puede negar cierta lógica, dado que esas personas
pertenecen al número de las que no pagan impuestos sobre el rendimiento de sus
inmorales réditos. Ella afirmó con la cabeza, pero, estando ciega como estaba, pensó que
quizá el policía no había visto su gesto y murmuró, Sí, tengo, y para sí, añadió, Y ojalá no lo
tuviera, palabras que nos parecerán fuera de lugar pero que, si atendemos a las
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circunvoluciones del espíritu humano, donde no existen caminos cortos y rectos, acaban,
esas palabras, por resultar absolutamente claras, lo que quiso decir es que había sido
castigada por su mal comportamiento, por su inmoralidad, en una palabra. Le dijo a su
madre que no iría a cenar y ahora resulta que iba a llegar muy a tiempo, antes incluso que
el padre.
José Saramago, Ensayo sobre la ceguera

c) Nunca pude escribir la historia de esa monjita de Pereira que me contó el doctor Uribe. Era
sobre una niñita que había quedado huérfana a los dos años, y desde entonces vivía
enclaustrado en el convento, sin ver el mundo. Ahora tiene veinte, y estaba enferma, y
quizá iba a morir. Al convento sólo podía entrar un hombre, y eso en casos desesperados.
Ese hombre era mi amigo el médico, una especie de patriarca, el único mortal con licencia
para penetrar en aquellos muros inexpugnables. Cuando examinó a la monjita en su lecho
ella tenía el rostro oculto tras un velo negro como usan las mujeres en oriente. A través del
velo le podía adivinar una belleza lánguida que lentamente se extinguía en la fiebre. El
médico, que sólo hacía preguntas profesionales, se atrevió a preguntar a la monjita algo
que lindaba en los terrenos de la poesía, y que podía quedar como la expresión de su última
voluntad. Era esto:
—Monjita, ¿qué es lo que más te gustaría conocer del mundo de afuera?
Y ella contestó dulcemente: «Un río».
Gonzalo Arango, Obra negra

d) Estar tranquilo. Sentirse tranquilo. Llegar a encontrar refugio en la soledad, en la


protección de las paredes. En la misma inmovilidad. No se está mal. No se está tan mal.
Para qué pensar No hay más que estar quieto. No pensar en nada. Llegar a hacer como si
fuera un deseo propio estar quieto. [...] Aquí mientras estoy quieto, no me pasa nada. No
puedo hacer nada por mí mismo. Tranquilidad. No puedo hacer nada; luego no puedo
equivocarme. No puedo tomar ninguna resolución errónea. No puedo hacer nada mal. No
puedo equivocarme. Estar tranquilo en el fondo. No puede ya pasar nada. Lo que va a
pasar yo no lo puedo provocar. Aquí estoy hasta que me echen y yo no puedo hacer nada
por salir
¿Por qué fui?
No pensar. No hay por qué pensar en lo que está hecho. Es inútil intentar recorrer otra vez
los errores que uno ha cometido. Todos los hombres se equivocan. Todos los hombres
buscan su perdición por un camino complicado o sencillo.
Luis Martín Santos, Tiempo de silencio.

e) Pensar, capitán Montes, capitancito, que podías haber seguido durmiendo la siesta, y en
ese caso aún no habrías enfrentado (quizás tendrías que enfrentarla mañana, aunque
nunca se sabe cómo funcionan en los chicos las claves del olvido) la pregunta que en este
instante te formula tu hijo, sentado frente a vos en la silla negra: «Pa, ¿es cierto que vos
torturás?» Y tampoco te habrías visto obligado, como ahora, después de tragar fuerte, a
responder con otra pregunta.- «¿Y de dónde sacaste eso?», aun sabiendo de antemano que
la respuesta de Jorgito va a ser: « Me lo dijeron en la escuela.». Y claro, decís, masticando
cada sílaba: «No es cierto. No es cierto como te lo dijeron. Pero, hijito, tenés que
comprender que estamos luchando con gente muy pero muy peligrosa que quiere matar a
tu papá, a tu mamá, y a muchas otras personas que vos querés. Y a veces no hay más
remedio que asustarlos un poco, para que confiesen las barbaridades que preparan.». Pero
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él insiste: «Está bien, pero vos... ¿torturás?» Y de pronto te sentís cercado, bloqueado,
acalambrado. Sólo atinás a seguir preguntando: «¿Pero a qué llamás tortura?» Jorgito
está bien informado para sus ocho años: «¿Cómo a qué? Al submarino, pa. Y a la picana, y
al teléfono». Por primera vez esas palabras te taladran, te joden. Sentís que te ponés rojo,
y no tenés modo de evitarlo. Rojo de rabia, rojo de vergüenza. Intentás recomponer de
apuro cierta imagen de serenidad, pero sólo te sale un balbuceo: «Se puede saber cuál de
tus compañeritos te mete esas porquerías en la cabeza?» Pero ya lo ves, Jorgito está
implacable. «¿Para qué querés saberlo? ¿Para hacer que lo torturen?» Eso es demasiado
para vos. De pronto advertís -no sabés si horrorizado o estupefacto- que te has vaciado de
amor. Depositás sobre la alfombrita marrón el vaso con el resto de whisky, y empezás a
caminar, a pasos lentos y marcados. Jorgito sigue en la silla negra, con sus verdes ojos cada
vez más inocentes y despiadados. Das un largo rodeo para situarte detrás del respaldo,
acaricias con ambas manos aquel pescuezo desvalido, exculpado, con pelusa y lunares, y
empezás a decirle: «No hay que hacer caso, hijito, la gente a veces es muy mala, muy mala.
¿Entiende, hijito?» Y no bien el pibe dice con cierto esfuerzo: «Pero pa», vos seguís
acariciando esa nuca, oprimiendo suavemente esa garganta, y luego, renunciando (ahora
sí) para siempre a Mozart, apretás, apretás inexorablemente, mientras en la casa linda y
desolada sólo se escucha tu voz sin temblores: «¿Entendiste, hijito de puta?»
Mario Benedetti: Cuentos completos

3. Comentario completo (aspectos pragmáticos, estructurales —narrador, estructura de la


acción, personajes, tiempo, espacio— y lingüístico) del siguiente texto narrativo:

El general tiene sólo ochenta hombres, y el enemigo cinco mil. En su tienda el general
blasfema y llora. Entonces escribe una proclama inspirada, que palomas mensajeras
derraman sobre el campamento enemigo. Doscientos infantes se pasan al general. Sigue
una escaramuza que el general gana fácilmente, y dos regimientos se pasan a su bando.
Tres días después el enemigo tiene sólo ochenta hombres y el general cinco mil. Entonces
el general escribe otra proclama, y setenta y nueve hombres se pasan a su bando. Sólo
queda un enemigo, rodeado por el ejército del general que espera en silencio. Transcurre la
noche y el enemigo no se ha pasado a su bando. El general blasfema y llora en su tienda. Al
alba el enemigo desenvaina lentamente la espada y avanza hacia la tienda del general.
Entra y lo mira. El ejército del general se desbanda. Sale el sol.
Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas

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