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LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS y LA DEVOCIÓN A LOS DIFUNTOS

1. REZAS, NOVENAS y MISAS POR DIFUNTOS


Sin duda, una de las tradiciones más arraigadas de nuestra zona, es
el respeto y culto a los difuntos. En algunos lugares, aún existe la figura
del rezador, tanto para la velación al difunto, como para la novena, o el
cabo de año. Con distintos ritos, palabras en latín, cantos,
lamentaciones, alabanzas y el rezo del Rosario, el rezador celebra la
liturgia funeraria. Ellos aparecen como guardianes del tesoro antiguo y
tradicional, de las oraciones enseñadas por antiguos misioneros. Ellos
eran (y siguen siendo) las mediaciones sacerdotales para la plegaria por
los difuntos. Si bien, la comunidad adoptaba un rol más pasivo, al no
llegar a comprender sus palabras y no participar con cantos o respuestas,
sin embargo, se lograba un contacto fuerte y afectivo con el Dios
vencedor del pecado y de la muerte. Actualmente, ya no es tarea
exclusiva de una sola persona que pronuncia palabras ininteligibles. En
muchas de nuestras comunidades, hay un mayor protagonismo y
participación. El animador dirige el Rosario, durante el velorio, la novena
o el cabo de año, y la gente participa más de cerca, de forma más activa.
Pasa lo mismo con las misas de difuntos, donde se participa con más
protagonismo, cantando, leyendo la Palabra, escuchando con mayor
atención, respondiendo las oraciones, acercándose a comulgar.
Este culto a los difuntos también se expresa en la visita a los
cementerios, los días lunes, para prender una vela al difunto, o a las
cruces de palo de los caminos, pidiendo a las ánimas que no se olviden de
ellos, que les mande la lluvia, les encuentre un animal, los guarde en sus
caminos. Esta comunión honda se manifiesta en las distintas señales que
la gente recibe de sus difuntos, para que le “hagan” una misa o le
prendan una vela en su tumba. Cada 2 de noviembre, los cementerios se
transforman en lugares de peregrinación multitudinaria, donde muchos,
aún todavía, pasan en vela toda la noche.
Es una riqueza enorme, para nosotros, que la gente pida misa para
sus difuntos. El sentido de la vida como un camino, la fe en la
Resurrección, la esperanza del cielo, la confianza en el poder
transformador de Dios, la fuerza de la comunidad que acompaña en los
momentos de dolor, dejando a un lado diferencias y conflictos, el
encuentro con los familiares de lejos, la muerte asumida como parte
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esencial de la vida: todo esto, y mucho más, esconde esta expresión de fe
tan popular. A su vez, los signos presentes en el cementerio nos hablan
de convicciones cristianas, a pesar de no ser explicitadas en palabras: las
flores que brotan de la cruz de cada tumba, signos de la Vida que Jesús
nos dará en el cielo; la luz de la vela, signo de nuestra esperanza intacta
y de la victoria de la vida sobre la muerte y de la luz sobre las tinieblas;
el vaso de agua, claro signo bautismal, de purificación y vida nueva; la
Cruz mayor que preside el cementerio, rodeada de velas y flores, signo
de la centralidad del Misterio Pascual en nuestra vida de fe.
¿Por qué rezamos por nuestros difuntos?: Para hacer memoria
agradecida de sus vidas: recordando y agradeciendo por todo lo
aprendido de ellos. Para que Dios nos regale el consuelo, la paz y la
fuerza: en esos momentos de dolor, donde la fe y la presencia de la
comunidad nos dan mucho ánimo. Para que ya estén con Dios: una vez
purificados de sus faltas y pecados, lleguen al cielo, como un santo más
de esta familia. Y desde allí recen e intercedan por nosotros.
Hemos de mirar, por tanto, con más cuidado este pedido de misas
de difuntos, para desentrañar el gran valor que se esconde detrás, para
intuir, leer dentro de este pedido, este sentido de fe profundo, que
manifiesta una gran certeza de fe en la comunión de los santos, por más
que muchas veces no sea explicitada de forma verbal o conceptual. Esa
será tarea nuestra, para mostrar y ayudar a que la gente siga valorando
esta tradición y no sienta que es una simple costumbre de sus
antepasados, sino un profundo sentido de fe. Tradición que conviene ir
enriqueciendo con los pasos que fuimos dando a través de los años como
Iglesia, incorporando más a la comunidad en su función bautismal
sacerdotal, como intercesora, mediadora, capaz de ofrecer sacrificios
agradables a Dios a través de sus vidas y oraciones, que no tienen nada
que envidiar a las oraciones que ofrece el sacerdote ministro, como
representante de la comunidad ante Dios y de Dios ante la comunidad.

2. LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS


a) En algunos autores: En una charla, el P.Mamerto Menapace hablaba a
los padres que, sorpresivamente, habían perdido un hijo. Seguramente,
muchos de estos jóvenes, no estarban preparados para morir. Tal vez,
tenían muchas deudas aún con Dios, que no pudieron saldar, por lo
sorpresivo de su partida. Sin embargo, este monje, animaba a los padres
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a una oración confiada: mira, Señor, seguramente mi hijo tenía alguna
deuda contigo, te pido que se la perdones y la pongas a mi cuenta,
sabiendo que te la pagaré yo. Salda su deuda, que yo se la pago. Esto nos
anima a ser más fieles en la entrega oculta y cotidiana, saldando la deuda
de muchos, para que no se le tenga en cuenta su pecado. ¿De qué modo?
A través de la oración de intercesión, comprometida y sentida; la ofrenda
de la cruz pastoral de cada día y la lucha cotidiana por ser fiel a Dios.
Dice Ronald Rolheiser: ¿qué podemos hacer cuando alguien a quien
amamos deja de compartir nuestra fe, nuestros valores más profundos y
nuestra moral? Tú has debatido con tu hijo, peleado con él y tratado,
con todos los argumentos posibles, de convencerlo, pero no hay manera.
Finalmente llegas a la penosa verdad: tú eres practicante, pero él no.
Además, te preocupa que tu hijo viva, según parece, apartado de Dios.
¿Qué puedes hacer? Por cierto, puedes continuar rezando y viviendo tu
propia vida de acuerdo con tus convicciones, en la esperanza de que tu
testimonio de vida sea más eficaz que tus palabras. Pero puedes hacer
más. Puedes continuar amándolo y perdonándolo, y mientras él
recibe tu amor y tu perdón, está recibiendo el amor y el perdón que
vienen de Dios. Tú eres parte del Cuerpo de Cristo y él te está
tocando. A través del admirable misterio de la Encarnación, estás
realizando lo que Jesús nos pidió cuando dijo: “lo que ates en la tierra
quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la Tierra quedará
desatado en el Cielo y a quien tú perdones, sus pecados le serán
perdonados, y a quien se los retengas, le serán retenidos”. Si eres
miembro del Cuerpo de Cristo, cuando perdonas a alguien, él o ella es
perdonado; si sostienes con amor a alguien, él o ella es sostenido en
el Cuerpo de Cristo. Para explicarlo concretamente: si un hijo o alguien
a quien yo aprecio se aparta de la Iglesia en términos de práctica de la
fe y la moral, en tanto tú continúes amando a esa persona y
sosteniéndola en la unión y el perdón, ella estará tocando el “borde
del manto”, estará vinculado al Cuerpo de Cristo y perdonado por
Dios, más allá de su relación oficial y externa con la Iglesia y la
moral cristiana. Cuando tú lo tocas, Cristo lo está tocando. Cuando tú
amas a alguien, a menos que esa persona rechace activamente tu amor y
tu perdón, él o ella son sostenidos en la salvación (pp.118-120). Es lo
que tanta veces la gente intuye al decirnos: ustedes, que están más cerca
de Dios, recen por mí, pidan por mí. Ellos perciben mucho más
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profundamente que nosotros, la sacramentalidad de nuestra persona y la
comunión que se establece con Dios a través nuestro.
Este mismo autor, citando una parábola de Chesterton narrada en
El hombre eterno, cuenta que un hombre indiferente a las cuestiones
espirituales murió y fue al infierno. Sus amigos se sintieron tan
conmovidos por su pérdida, que fueron a la puerta del infierno para ver si
había alguna posibilidad de traerlo de vuelta, pero no sucedió. Fue,
incluso, un sacerdote pidiendo al demonio un poco más de tiempo,
diciendo que no era un mal hombre, que le faltó madurar más. Tampoco
lo logró. Por último, vino su madre, que no pidió que lo dejaran salir, sino
que la dejaran entrar. Inmediatamente las puertas se abrieron y el
hombre salió. Porque el amor puede atravesar las puertas del infierno y,
una vez adentro, redimir a los muertos. Y agrega Rolheiser, en la
Encarnación, Dios toma sobre sí la carne humana, en Jesús, en la
Eucaristía y en todos los que son sinceros en la fe. La increíble gracia,
poder y misericordia que vinieron a nuestro mundo en Jesús todavía
están ahí, potencialmente, en nuestro mundo, en nosotros, el Cuerpo de
Cristo. Nosotros podemos hacer lo que Jesús hizo; de hecho, eso es
precisamente lo que se nos pide que hagamos (p.120). Por tanto, tú
Señor, nos invitas a ser como esta madre, que, con su profundo amor, es
capaz de descender al infierno, para rescatar a aquellos que hemos
amado o que vamos amando en nuestra misión. No con razones, como las
que dio el cura del relato, que no llegaron a convencer, sino con acciones
reales de amor profundo al prójimo.
b) En el Catecismo: El Catecismo de la Iglesia Católica hace una distinción
entre la comunión con las cosas santas, los bienes espirituales (sancta) y
la comunión entre las personas santas (sancti). Refiriéndose a la primera
acepción, dice lo siguiente: Como todos los creyentes forman un solo
cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros… Es pues necesario
creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia (CEC 947). El
menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de
todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos,
que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta
comunión (CEC 953). Lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da
frutos para todos (CEC 961). Luego, en la tercera parte, al hablar de la
gracia y el mérito dirá: La gracia, uniéndonos a Cristo con un amor
activo, asegura el carácter sobrenatural de nuestros actos y, por
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consiguiente, su mérito ante Dios como ante los hombres (CEC 2011). Y
en la segunda parte, al hablar del sacramento de la Reconciliación,
rescatará el carácter social de este sacramento: Este sacramento
reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la
comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o restaura.
En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión
eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia
que ha sufrido el pecado de uno de sus miembros. Restablecido o
afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el
intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos
del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se
hallen ya en la patria celestial (CEC 1469).
c) En Juan Pablo II: También podemos encontrar, en palabras de Juan
Pablo II, alguna otra luz sobre la comunión tanto en el mal como en el
bien: Hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en
virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible
como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta
manera en los demás. Es ésta la otra cara de aquella solidaridad que, a
nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la
comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que «toda
alma que se eleva, eleva al mundo». A esta ley de la elevación
corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede
hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja
por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo
entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y
secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a
aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor
intensidad, con mayor o menor daño en todo el conjunto eclesial y en
toda la familia humana (Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia,
n°16). Sigue diciendo más adelante: la acusación de los pecados debe ser
ordinariamente individual y no colectiva, ya que el pecado es un hecho
profundamente personal. Pero, al mismo tiempo, esta acusación arranca
en cierto modo el pecado del secreto del corazón y, por tanto, del
ámbito de la pura individualidad, poniendo de relieve también su
carácter social, porque mediante el ministro de la Penitencia es la
Comunidad eclesial, dañada por el pecado, la que acoge de nuevo al
pecador arrepentido y perdonado…Es innegable la dimensión social de
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este Sacramento, en el que es la Iglesia entera —la militante, la
purgante y la gloriosa del Cielo— la que interviene para socorrer al
penitente y lo acoge de nuevo en su regazo, tanto más que toda la
Iglesia había sido ofendida y herida por su pecado. El Sacerdote, ministro
de la penitencia, aparece en virtud de su ministerio sagrado como
testigo y representante de esa dimensión eclesial. Son dos aspectos
complementarios del Sacramento: la individualidad y la eclesialidad
(n°31). Por consiguiente, cada uno de nuestros actos, por más pequeños y
ocultos que sean, tienen una resonancia comunitaria, visible muchas
veces, pero, sobre todo, invisible. De ahí, nuestra responsabilidad social
en cada acto que vivimos, sea bueno o malo, ya que redunda en todo el
Cuerpo Eclesial, que puede ser elevado, embellecido, enaltecido con
nuestra virtud o puede ser dañado, dividido, herido, con nuestra maldad.
d) En Santa Teresita: Ella era consciente de esta comunión y se
experimentaba enriquecida y deudora de los méritos de tantos otros que
la hacían ser fiel en su caminito. No solamente descubrió que sus actos de
caridad redundaban para el bien de tantos otros, como en el caso de los
misioneros por los que ella ofrecía su vida y sus acciones más
insignificantes, sino que también reconocía la fuerza que otros le daban
desde la otra punta del planeta, o desde el cielo, para poder ser una fiel
carmelita. Vayamos ahora a algunos textos de ella, leídos bajo la mirada
de un gran teólogo que entendió muy bien este tema. Dice Von Balthasar:
la comunión de los santos es una comunidad de la gracia y, por ende, del
amor. Porque todo amor es fecundo, por esto se agradecen unos a
otros su amor. Dice Teresita: “en el cielo, no hallaremos miradas
indiferentes, pues todos los escogidos reconocerán que se deben
mutuamente las gracias que les han merecido la corona”. Cada uno
estará orgulloso del otro, mientras nadie reconocerá como propios sus
merecimientos… Mas como el amor es principio de todo merecimiento y
lo más fecundo que existe y como al difundirse no se busca jamás a sí
mismo, he ahí que vive y obra más en los otros que en sí mismo. (Hans
Urs Von Balthasar, Teresa de Lisieux, p.207). Por tanto, la fecundidad de
nuestro amor no la encontraremos solamente en nosotros, sino, por sobre
todo, en otros hermanos por quienes habremos merecido algún don,
alguna gracia. Así como también nuestro crecimiento en la gracia, es
fruto de un acto de amor de algún hermano que nos mereció dicha gracia.
Esto es lo hermoso de esta realidad de fe, donde se desdibujan las
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fronteras de lo propio y de lo ajeno, para dar lugar a la riqueza de lo
nuestro. Por último, este teólogo agrega: dice Teresita: “comprendí que
el amor abraza todas las vocaciones, que lo es todo en todo. Así yo lo
seré todo. Así mi sueño se convertirá en realidad.” El resultado es un
absoluto comunismo de todos los bienes, gracias y riquezas, dentro
de una plena salvaguardia de las personas y misiones particulares…
Dice Teresita: “muchas veces, sin saberlo, las gracias y las luces que
recibimos son debidas a un alma escondida, porque Dios quiere que los
santos se comuniquen entre sí la gracia.” (Ibid., pp. 208-209).

3. ALGUNAS DEVOCIONES y CREENCIAS POPULARES


Se trata de la devoción multitudinaria a distintas mediaciones extra-
eclesiales. No todas se encuentran en igualdad de condición. Cada una
tiene sus matices y particularidades. El pueblo cristiano, en su mayoría
bautizado, acude a sus grutitas y lugares de oración y los reconoce como
mediadores, intercesores y santos ante Dios.
Cabe mencionar la figura del Carballito. Cuentan que se trataba de un
cieguito bueno, a quien, con viles engaños, unos forasteros lo extraviaron
del camino y le dieron muerte. Un día, cierto caminante, agotado por la
sed en un día de verano, vio un hilillo de agua pura atravesar el camino.
Adentrándose unos pasos en el monte, para buscar la fuente, descubrió el
cadáver de “Carballito”. Habían pasado varios días desde su homicidio,
pero como en el milagro, el muerto tenía “lengua fresca, como una
manzana”. En ese mismo lugar le dieron sepultura, y a su cruz de madera
llegaron las oraciones y “santiguas” de los ocasionales viajantes. Y según
dicen, también los milagros. Y comenzó a gestarse una especie de
canonización no eclesiástica, sino popular. Lo cierto es que están allí, y
como dice la canción, “siempre han de tener una velita prendida”.
Cabe destacar, también, la devoción a las ánimas benditas, a los
difuntos (conocidos o desconocidos), cuyo recuerdo asoma en los
caminos, en grutas y cruces de palo. En ellas nunca falta una vela, una
flor, un vaso de agua, unas monedas, un cartón de vino, unos cigarros.
Muchos se confían a su cuidado, detienen su marcha, invocando su
protección. No faltan, tampoco, las velas y plegarias, en las tumbas
“olvidadas” de algunos cementerios, donde la solidaridad mueve al
recuerdo y a la obligación de encomendarlos a Dios.

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El respeto y veneración a los difuntos, mueve a dar cristiana
sepultura a los restos que a veces son hallados por los pobladores al
cavar un pozo y topar con ellos. La solidaridad los lleva a reunir estos
“huesitos” y enterrarlos dignamente en algún cementerio. Muchas veces,
estos favores son “recompensados” por estas ánimas con alguna
bendición o alguna gracia otorgada a sus benefactores sepultureros. A
veces, se les llama indiecitos, ya que, probablemente se trate de
antiguos pobladores indígenas. Muchos dan testimonio de favores
obtenidos por su mediación.
Atahualpa Yupanqui ilustra esta devoción, a través de un poema: Yo he
visto cruces de palo/ A la orilla del camino. Al que se muere en los
campos/ No lo olvida el campesino. Le cantan los chalchaleros/ Como
eligiendo sus trinos. Su nombre nadie lo supo;/ Pero no es desconocido.
Flores del campo soleado/ Con sus pétalos marchitos, Quedan mirando la
cruz./ Y el viento lleva un suspiro. Si lo ha quebrado un caballo,/ O en
duelo fue mal herido; Si se cansó el corazón,/ O en la nieve se ha
dormido… Muerte de aquel camina/ Por el último camino, Tiene una cruz
y un recuerdo/ Pegado a los sembradíos. Yo he visto cruces de palo/ A la
orilla del camino.
No podemos ser indiferentes ante estas devociones y sus numerosos
devotos que acuden a su intercesión. La actitud más común nos lleva a
ser indiferentes o a excluirlos de nuestra piedad católica. Muchos no
llegan a entender este rechazo eclesial. Sin embargo, despojándonos de
todo prejuicio, sería bueno descubrir algunos signos del Espíritu en
algunas de estas manifestaciones y asumir las semillas del Reino allí
presentes. Dice el P.Tello: En las leyendas religiosas lo principal no es
verificar su historicidad sino buscar los elementos que hacen que el
creyente entre en comunión con el misterio divino. Estas historias,
alojadas muchas veces en lo más profundo del corazón de los fieles,
pueden ofrecer muchas ocasiones de entrega sincera y confiada a Dios y a
los demás. La intensidad con las que generalmente se viven las
devociones populares hace pensar que son el emergente de fuerzas muy
profundas del espíritu humano que están destinadas a la comunión con lo
divino. Por eso, la riqueza salvífica de estas historias radica en la
capacidad que tienen para mover al creyente a poner un acto de entrega
sincera a Dios y al prójimo. Esto es algo que no debe ser desconocido ni

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desaprovechado en la pastoral a pesar de las dificultades que pueda
ofrecer a nuestra sensibilidad histórica moderna.

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