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CUENTO EL GRAN LOGRO (por Natalia Y.

Galigniana)

Desde el primer momento supo que todo iba a terminar mal. Apenas salió de lo oficina de su jefe, ese hombre
al que había asistido durante 35 años, que tan amablemente le pidió que se tome un tiempo hasta que se
sienta mejor físicamente, sabía que esto pasaría. Y hoy, once meses después, había ocurrido.
Dormía tranquilamente cuando el timbre la sobresaltó. Tardó un tiempo largo en poder incorporarse en la
cama y otro tanto en alcanzar el andador y lograr ponerse de pie, pero finalmente lo hizo. Con mucho cuidado
fue dando pasito tras pasito, ayudada por esas rueditas que la hacían avanzar.
Cada vez que las veía, porque siempre caminaba mirando para abajo, se acordaba de su niñez. Cuando tenía
un año le habían regalado un perrito con muchas luces y sonidos, una manijita y dos rueditas adelante, y ella
se la pasaba caminando agarrada a ese animal que ladraba cada paso que daba. Igual que ahora, con la
diferencia que su andador versión adulto no hacía ruidos.
En realidad no era un recuerdo, con sus ochenta y tres años era imposible que se acuerde de algo que había
ocurrido cuando tenía uno. Seguramente había visto a alguna de sus bisnietas caminando con ese perrito y lo
había asociado a su propia infancia. Quien sabe. Además, que importancia tenía, lo bueno es que el recuerdo
la había estimulado tanto que ya había llegado hasta la puerta de su dormitorio, sin siquiera darse cuenta.
Otra vez sonó el timbre. Que impacientes, pensó, mientras ya caminaba por el pasillo. Este era el lugar por
donde más rápido iba, seguramente que las paredes estrechas le daban seguridad, ya que no había espacio
para que se caiga. Al menos eso creía.
Aunque pensándolo bien, se podía caer para adelante o para atrás pero eso no le preocupaba, porque ella
siempre que se caía lo hacía para los costados. Es más, siempre se caía para el lado derecho, tres veces se
había fracturado el mismo codo.
Al tercer timbrazo ya estaba en la puerta de la cocina y pudo atender enseguida el portero eléctrico.
Quién es? – preguntó.
Del correo.
Pase – dijo y apretó el botón del portero.
Al escuchar el ruido que hacía se acordó que tenía que avisar a los del Consorcio que vengan a arreglarlo.
Cuánto hacía que se había roto? No sabía, pero en el fondo le gustaba que hiciera ese extraño ruido.
Parecía el zumbido de una abeja y le traía recuerdos de cuando vivía en el campo con sus padres y sus cinco
hermanos. Su padre criaba abejas y ellos siempre correteaban a su alrededor, sin jamás ser picados por
ninguna.
Que linda era la vida en el campo, cuanto más tranquila. Porque se había venido a la ciudad, no estaba muy
segura, pero creía que siguiendo a ese hombre del que se había enamorado. Pero esa es otra historia.
El timbre la volvió a sobresaltar cuando ya estaba sentada en el sillón. Otra vez debía incorporarse, agarrar el
andador y levantarse. Por suerte, desde que tenía problemas para caminar había tomado la costumbre de
dejar su cartera colgada del picaporte de la puerta para asegurarse que tenía todo lo que necesitaba a mano.
Abrió la puerta y la esperaba un muchacho con una carta documento a su nombre. Le hizo firmar una planilla
y se la entregó. Cerró la puerta y volvió al sillón. Le costó más que antes, ya que tenía menos fuerza si llevaba
al en la mano, pero finalmente lo logró. Que feliz se sentía. Cuánto tiempo hacía que no iba sola desde su
cuarto al comedor, y encima atendía la puerta? Que gran logro. Estaba exultante, tanto, que ni siquiera se
molestó en leer la carta.

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